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l artista Rodolfo Emilio Ajquejay Diéguez, conocido como el Mago Renzo, está inmerso en el arte desde 1975. Su entusiasmo, creatividad y disciplina han sido parte de sus espectáculos, que siempre están llenos de aplausos y risas. “La comedia es mi pasión porque es alimento para el espíritu. No hay éxito más grande que provocar las sonrisas de un niño”, expresó.“No quiero llevarme todo a la tumba, deseo compartir los conocimientos que adquirí sobre magia, actuación, payaso y ventriloquía.”
sa le confeccionó el vestuario, así empecé y no he parado”, resaltó. En el presente cuenta con cuatro personajes, ya que también fabrica los títeres. Expuso que todos los días sigue aprendiendo, ya que con el tiempo las técnicas de magia son presentadas de otra manera.
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Tristezas y alegrías
Pero no todo ha sido risas, pues relató que el día que su ma- má falleció debió continuar con un show. Con el corazón partido se presentó en una actividad programada, donde la audiencia nunca se enteró de lo que le pasaba a Ajquejay Diéguez. l a composición de cada cuadro es compleja.
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Por otro lado, una de sus grandes satisfacciones fue presentarse ante aproximadamente 2 mil personas en el Estadio La Pedrera, en la zona 6, donde cantó y bailó con niños y adultos.
A pesar de lo apuntado, Andrés Curruchich gozó de prestigio y fama mucho después de su muerte. Quizás por ser uno de los primeros artistas que dio un giro a la temática tradicional de los exvotos de agradecimiento y proponer desde una nueva corriente conocida en el presente como pintura popular guatemalteca. Es un error decir que esta tendencia es naif aunque compartan algunas de sus premisas; entre ellas, la de una aparente ingenuidad.
Hay muchos valores que hacen grandes las creaciones de este pintor. La primera de ellas es la relación de sus protagonistas con su esencia cultural y social. Todo en estos óleos es dinámico y pone en evidencia costumbres, relaciones comerciales, espirituales y familiares, entre otras temáticas de interés como la geográfica y la etnográfica.
La composición de cada cuadro es compleja y superada con intuición, gracia y hasta maestría. Es el producto de un observador que conoce a su comunidad y que, de alguna manera, desde su omnipresencia deja claro que pertenece a su ciudad y que pinta desde adentro y con toda su alma. Hay en este ejercicio un acto de amor que lo transforma en algo trascendente y por eso ha sido duradero en el tiempo.
Su paleta no se olvida de los ocres tostados de la región. Tampoco olvida el colorido de sus telas y los accesorios que las acompañan. Entiende intuitivamente, de sombras, matices y luces. Lo terroso forma parte de una memoria que ha ido desapareciendo en el tiempo mientras las comunidades del interior van evolucionando y perdiendo algunos elementos constitutivos de la cultura que Curruchich vivió. Otro encanto que nos lleva al pasado. Sus pigmentos, según Horace Pippin, fueron fabricados por él mismo y eran elaborados con tintes vegetales. Otra característica, refiere el citado, es que pintaba sobre cualquier tipo de soporte que tuviera al alcance: tapaderas de latas, trozos de madera, pedazos de costal, jícaras o plumas.
Es interesante que este protagonista, Juan Sisay y Francisco Telón hayan tenido una carrera paralela a autores como Alfredo Gálvez Suárez, Humberto Garavito, Salvador Saravia, Antonio Tejeda, Julio Zadik o Carmen de Pettersen. Artistas que, entre otros, tocaron algunas de estas temáticas desde otra experiencia creativa. De hecho, Curruchich y Sisay aparecen en el álbum de personalidades artísticas de Ricardo Matta presentado en el IGA en 1972.
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Recibió la Orden del Quetzal de manos del presidente Miguel Idígoras Fuentes. El Museo Ixchel del Traje Indígena posee una importante colección.
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