Las oraciones navideñas del comandante E ¿Puedo contarle una historia? DICK DUERKSEN
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ste tren está tan frío como el Everest, pensó el comandante Víctor. Más frío, quizás. Señor, ayúdame a no morir congelado. Era invierno durante la Segunda Guerra Mundial, y el tren que llevaba a las tropas avanzaba hacia el norte por el desierto del Sinaí. El día estaba húmedo y helado, y los vagones tenían ventanas sin vidrios. Eso significaba que los asientos estaban cubiertos de hielo. Los hombres habían trepado a los portaequipajes, donde hacía unos grados más. Aun allí, apretujados, se estaban congelando. El comandante Víctor, del Ejército de los Estados Unidos, y sus dos compañeros, el sargento Eaton y el sargento Brennon, estaban en camino a Jerusalén, y de allí, por el desierto, hacia Irak. El comandante,
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que era oficial médico adventista, oraba para que Dios le conservara la vida hasta llegar a Jerusalén. *** Cuando el tren se detuvo para cargar agua y carbón en un apartado lugar del desierto, el sargento Eaton dijo: «Tomen sus cosas y vengan conmigo». Los dos soldados siguieron a Eaton por las vías hacia la locomotora, donde él se detuvo, se estiró hasta detrás de una de las grandes ruedas, abrió una llave de agua, y llenó su taza con agua caliente. Cuando llenó también las tazas de sus amigos, trepó la escalera hasta la cabina. El ingeniero y fogonero, que revisaba el agua y el carbón, había dejado su asiento vacío junto al calor del motor. El sargento Eaton sonrió, hizo señas para que los demás se le sumaran y se sentó en la silla del ingeniero. El aire caliente expulsó el frío cuando llegaron al peldaño superior y se metieron en la cabina. «Oración contestada –dijo el comandante Víctor–. ¡Al menos hasta que el ingeniero nos eche de su asiento!» El sargento Eaton estaba entretenido mirando los controles, revisando los medidores, tocando las palancas de frenado, y probando el acelerador. Esperando que cambiara la señal de la vía. Sonriendo. Poco después el ingeniero «real» subió por la escalera y comenzó a gritar. El sargento Eaton hizo señas para que el ingeniero subiera hasta su asiento. Así lo hizo, aún gritando y agitando ampulosamente las manos. El comandante Víctor oraba, como solía hacerlo cada vez que las cosas se iban de las manos. Sabía que Dios tenía que hacer un milagro para que se salvaran de esa situación. Por ello, su oración fue rápida y simple: ¡Socorro!, fue todo lo que alcanzó a decir. El sargento Eaton, que tenía 1,95 metros, se paró junto a su asiento de acero y señaló el nombre cosido a su uniforme, y entonces a la pared de acero detrás del asiento. «Eaton», dijo, señalando su nombre y otra vez la pared. El ingeniero «real» miró el uniforme de Eaton y entonces a la pared, donde había un nombre rayado en el metal: «Eaton». El mismo que ahora estaba sentado en su silla. «¿Cómo podía ser esto?», preguntó con Imagen: mycola / iStock / Getty Images Plus / Getty Images