LOS PRIMEROS PAISES SOCIALISTAS MARCO MARTINENGO lunedì 17 luglio 2006.
LOS PRIMEROS PAISES SOCIALISTAS (Con ocasión del 50° aniversario de la muerte de Stalin)
Marco Martinengo
«En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos» (Marx-Engels, Manifiesto del partido comunista, 1848).
1. Debemos aprovechar el 50° aniversario de la muerte de Stalin (el 5 de marzo de 1953) para estudiar la experiencia de los primeros países socialistas y darla a conocer. Si los burgueses y cuantos se mantienen bajo la influencia ideológica de la burguesía se ocupan de este aniversario, discutirán sobre Stalin (1879-1953) como individuo, de sus características y de su papel histórico. La burguesía por su naturaleza tiene una concepción de la historia acentuadamente individualista: aunque haya reconocido que la historia no la hace Dios, se mantiene anclada en la convicción de que para bien o para mal los grandes personajes son los que hacen la historia. Para ella los primeros países socialistas son una creación de los grandes personajes que los dirigieron. La mayor parte de los burgueses que se ocupen del aniversario, sacarán, por consiguiente, de sus estantes discursos más o menos elaborados sobre los «crímenes de Stalin y del estalinismo». Es inevitable que sea así. Durante decenios Stalin ha representado para la burguesía la pesadilla del fin de sus valores y privilegios, la pesadilla que los primeros países socialistas han hecho gravitar durante décadas sobre su existencia. Los burgueses que se quieran distinguir, admitirán que el personaje también tuvo algunas cualidades. Los que pretendan impresionar a los que frecuentan sus tertulias quizás sostengan que fue un hombre de grandes cualidades. Todos estos discursos no nos interesan, pues tienen un objetivo político común: denigrar la experiencia de los primeros países socialistas o, por lo menos, desviar la atención de esta experiencia que tan importante es hoy, por el contrario, para la historia futura de la humanidad. Es más: la experiencia de los primeros países socialistas es una gran fuente de enseñanzas para las tareas que nos esperan en esta fase de renacimiento del movimiento comunista. La concepción marxista de la historia, que es la nuestra, reconoce obviamente que existen diferencias entre el papel desempeñado por unos y otros individuos en la vida social y en la historia. Y Stalin ha desempeñado un gran papel en la experiencia de los primeros países socialistas (1). Durante 30 años estuvo al frente del partido comunista del primer y más importante país socialista, la Unión Soviética, y personificó de un extremo a otro del mundo las esperanzas, pasiones e iniciativas que este país ha suscitado y alentado en las clases y pueblos oprimidos a lo largo de gran parte del siglo pasado. Durante décadas «hacer como Rusia» fue la antorcha que iluminó la vida de millones de hombres y mujeres oprimidos al mismo tiempo que se convirtió en la amenaza que conmocionó la vida de la burguesía, de la aristocracia, del clero y de los ricos en general. Pero es imposible identificar justamente los diferentes papeles desempeñados por cada persona individualmente, incluidos los personajes más importantes, si no es sobre la base de la comprensión de las características del movimiento social en el que actuaron. Un mismo individuo con las mismas características personales si, por hipótesis, actúa de la misma manera en contextos y circunstancias sociales diferentes, da lugar de hecho a fenómenos absolutamente diferentes e incluso opuestos.
Tengamos en cuenta el caso de un hombre de carácter y animoso: en el campo de batalla puede ser un soldado valioso; sin embargo, cuando retorna a la vida civil es incapaz de integrarse en la sociedad. Lo mismo le puede suceder a un obrero apasionado por su trabajo: en la sociedad capitalista se expone a ser instrumentalizado por el patrón y es reacio a participar en la lucha de clases; en cambio, en el socialismo, tiene muchas probabilidades de convertirse en un elemento de vanguardia. No por casualidad la burguesía rehuye, desde cuando entró en la fase imperialista, examinar el contexto social concreto y juzgar en función del mismo el sentido de la actuación de los individuos: si nos preguntamos por el papel que han desempeñado los personajes más ilustres de la actual fase imperialista a la hora de resolver los problemas fundamentales de su época, también emerge su lado negativo. Si, por el contrario, se elabora la historia bajo una concepción burguesa, se deja abierto el campo a toda suerte de falsificaciones y fantasías. En Italia, nos hemos enterado de improviso, a finales del pasado mes de enero, que durante años hemos tenido entre nosotros a un genio y a un santo, a un «abogado de los trabajadores»: a un tal Giovanni Agnelli, al que los obreros italianos tuvieron que soportar durante años como explotador. Así se explica que aparezcan teorías como la de Gabriel Nissim, inspirador de la iniciativa sionista del «Jardín de los Justos de todo el mundo»: «No importa - teoriza Nissim- que uno sea fascista, comunista o fundamentalista: lo importante es que sepa reconocer el mal y elegir al hombre». Qué tiene de misterioso este hombre para que tanto un fascista como un comunista lo reconozcan, es algo que no descubriremos en tanto no situemos la frase de Nissim en su contexto. Entonces esa cosa misteriosa se convierte en la tesis racista de que el hombre es el judío perseguido y que no es malo ser fascista si se ayuda a los judíos, a los que Nissim considera como el «pueblo elegido». No debemos dejarnos desviar de la experiencia histórica de los primeros países socialistas por discursos (por muy denigratorios o ensalzadores que sean) acerca de las características personales de Stalin. Sólo estudiándolos en su contexto histórico concreto podremos identificar los méritos y errores de los dirigentes comunistas que, como Stalin, han dirigido esa gran y titánica empresa de la que hablaremos a continuación. En esta fase, para quien quiera ser comunista, es, pues, particularmente importante y urgente conocer, estudiar y comprender la experiencia histórica de los primeros países socialistas. Frente al marasmo económico, político y cultural en el que la crisis del capitalismo está sumiendo al mundo, la clase dominante y los individuos a su servicio, o los que de alguna manera están sometidos a su influencia ideológica, objetan que «en todo caso no es posible un mundo diferente», que «en todo caso no es posible un orden social diferente». De esta manera tratan de inducir a los explotados y oprimidos a la resignación o a la desesperación o, a lo sumo, a intentar contener los excesos y a tapar por aquí y por allá las lacras más intolerables de la sociedad actual. Los burgueses más progresistas llegan incluso a predicar y practicar las virtudes de la limosna y de la beneficencia: reconocen que también los obreros tienen derecho a comer hasta la saciedad. Los más audaces llegan incluso a exhortar a los representantes de la clase dominante a «crear un fondo internacional ¡para poner punto final al hambre y a la miseria!». Los burgueses combinan el olvido y la denigración de los primeros países socialistas para impedir que se difunda no sólo la conciencia de que un mundo y un orden social diferentes son posibles, sino que ese mundo ha dado ya los primeros pasos y mostrado una pequeña prueba de sus potencialidades en los primeros países socialistas construidos por la primera oleada de la revolución proletaria en la primera mitad del siglo que acaba de finalizar. ¿Por qué la burguesía y sus seguidores consideran a los primeros países socialistas como una página negra de la historia de la humanidad? Desde hace casi 30 años nos encontramos inmersos en la segunda crisis general del capitalismo. La clase dominante, la burguesía imperialista, tiene gran interés en ocultar o denigrar la experiencia de los países socialistas que surgieron como salida a la primera crisis general del capitalismo (1910-1945) y que durante algunas décadas sustrajeron al dominio de la burguesía imperialista a una tercera parte de la humanidad. Es igualmente evidente nuestro interés y el interés de todos cuantos buscan una salida al actual marasmo provocado por la segunda crisis general del capitalismo en estudiar con atención esa experiencia.
2. Comprender que la sociedad burguesa dará paso, antes o después, a la sociedad comunista no es resultado de la aparición de los primeros países socialistas ni de los logros que han alcanzado. Esa conciencia es anterior a la instauración de los primeros países socialistas. Se adelantó setenta años a la Revolución de Octubre (1917) que fue precisamente la que marcó el comienzo de la instauración del primero de los países socialistas, la Unión Soviética, sobre gran parte del territorio
en el que hasta entonces se extendía el imperio de los zares de Rusia. Que la sociedad comunista reemplazaría inevitablemente, antes o después, a la sociedad burguesa es un descubrimiento hecho por Marx y Engels en la primera mitad del siglo XIX, hace ahora cerca de 150 años, en base al estudio de la evolución de la sociedad burguesa y lo que ella ha representado para la historia de la humanidad. Ambos anunciaron y explicaron este descubrimiento en el Manifiesto del partido comunista (1848). Los hombres habían ya creado fuerzas productivas materiales e intelectuales suficientes como para no tener que verse obligados a vivir precariamente y emplear gran parte de su vida en intentar arrancar a la naturaleza lo necesario para vivir. Las fuerzas productivas que permiten este paso histórico tienen un carácter colectivo. Estos dos factores, que los hombres han creado y desarrollan continuamente bajo la dirección de la misma burguesía, hacen posible y necesario el advenimiento de la sociedad comunista. Esto lo podemos asegurar con la misma precisión y seguridad con las que se puede anunciar que de una mujer embarazada nacerá, tarde o temprano, una nueva criatura. Y ello sin esperar a que nazca y prescindiendo tanto del cómo y cuándo se produzca el alumbramiento como de los accidentes que le acaezcan en su vida futura. Lo ha confirmado plenamente la evolución que la sociedad burguesa y la humanidad en su conjunto han tenido en los 150 años transcurridos desde que Marx y Engels hicieran semejante descubrimiento. Hoy estamos en condiciones de medir los pasos dados por la humanidad hacia ese parto, hacia esa transformación, aunque no seamos todavía capaces de determinar cuándo y bajo qué formas se culminará. Porque se trata de una creación humana, y más en particular de los obreros y las masas populares, que se realizará libremente bajo la dirección de los comunistas: es decir, experimentando, rectificando y volviendo a experimentar, como ha ocurrido con todas las grandes transformaciones históricas que la humanidad ha acometido a lo largo de los 5 mil años de su existencia hasta ahora conocidos. No existe ni un Dios ni un genio que lo sepa todo y nos guíe: así pues, ese alumbramiento sólo puede producirse en efecto mediante la intervención activa, consciente y violenta de las grandes masas movilizadas, organizadas y dirigidas por los partidos comunistas. Después de todo, «la violencia es la comadrona de la historia». Pero éste es un discurso en el que ahora no vamos a entrar. Por ello vamos a ocuparnos precisamente ahora 1. de las formas que adoptaron los primeros países socialistas, y 2. de las enseñanzas que aportan a los que hoy estamos empeñados en la lucha contra la burguesía imperialista y demás fuerzas conservadoras y reaccionarias. Para extraer de la experiencia de los primeros países socialistas las enseñanzas que contiene es preciso valorar lo que ellos han supuesto, empleando las categorías que les son propias. Ante todo, hay que considerar a los primeros países socialistas como una formación económico-social nueva aparecida en la historia de la humanidad y descubrir sus categorías y contradicciones específicas. Al igual que sucede cuando se trata de estudiar una nueva especie animal, no llegaremos a buen puerto si nos limitamos a equipararla a otra ya conocida. En particular, es necesario evitar «medir los países socialistas con el rasero de los países capitalistas». Quien no tiene esto en cuenta y se empeña en asimilar el sistema económico-social de los primeros países socialistas al capitalismo de Estado, al despotismo asiático o a alguna otra formación económico-social del pasado, se sitúa en una posición falsa, análoga a la de aquellos representantes del mundo feudal que durante siglos, a lo largo de todo el período de incubación del modo de producción capitalista y de la sociedad burguesa, persistieron en valorar la nueva sociedad que estaba surgiendo bajo los esquemas de la sociedad en la que vivían. Hoy salta a la vista que, en sus juicios sobre los burgueses, sus actividades, costumbres y carácter, su insipiencia era por lo menos igual al desprecio y condena del nuevo mundo que les desbordaba. Los primeros países socialistas han sido el primer intento práctico y a gran escala, llevado a cabo por la moderna clase obrera, de guiar al conjunto de los trabajadores, hasta entonces explotados y oprimidos, a abandonar su propia condición servil y las concepciones y costumbres a ella aparejadas, fruto de una historia milenaria de división de clases: es decir, el primer intento de crear relaciones sociales y concepciones basadas en la asociación de los trabajadores que hacen realidad, en medida creciente, el dominio de los propios trabajadores asociados sobre su actividad y sobre sí mismos, marchando así paso a paso hacia la sociedad comunista. Quien no está convencido que ésta es la tarea histórica a la que se atuvieron los primeros países socialistas, es inútil que estudie su experiencia: en lugar de perder el tiempo, mejor le valdría estudiar la experiencia de los países capitalistas hasta comprender a dónde lleva la dinámica de sus propias contradicciones. Quien tiene clara la tarea histórica de los países socialistas debe preguntarse, a fin de extraer enseñanzas: ¿hasta qué punto han llegado los primeros países socialistas a realizar esa tarea antes de invertir la dirección de la marcha? ¿Cómo, a través de qué medidas, reglamentaciones y movimientos, lograron alcanzarla?
3. Durante la primera guerra interimperialista (1914-1918) se constituyó el primer país socialista, la Unión Soviética. La segunda guerra interimperialista (1939-1945) llevó a la creación de ocho democracias populares en Europa Oriental (Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Yugoslavia, Polonia, República Democrática alemana, Rumania, Hungría) y a la instauración de la República Popular de Corea del Norte que se añadieron a la República Popular de Mongolia constituida en 1924. En 1949 se estableció la República Popular China. En los 25 años siguientes se instauró el socialismo en Cuba, Vietnam, Laos y Camboya. Teniendo en cuenta su máxima extensión, los primeros países socialistas englobaron a un tercio de la humanidad. Pero a mediados de los años 50, en la Unión Soviética y en las democracias populares de Europa Oriental, dio comienzo la restauración gradual y pacífica del capitalismo que terminaría con su implosión y derrumbamiento ente 1989 y mediados de 1991 (2). El mismo camino seguiría la República Popular China, tras el golpe de Estado de 1976 contra la «banda de los cuatro», reafirmado más tarde por la Resolución sobre la historia del Partido comunista chino (1949-1981) aprobada por el CC del PCCh el 27 de junio de 1981. A partir de ese momento China entró a su vez en la fase de la restauración gradual y pacífica del capitalismo. Esta fase todavía dura hoy, si bien bajo formas distintas en algunos aspectos a las adoptadas en la URSS: en China ya se ha formado un sector de la economía en el que están vigentes la propiedad privada de los medios de producción y la compraventa de la fuerza-trabajo. De todas formas, el viraje político de finales de los años 70 supuso la liquidación del papel de la República Popular China y del Partido Comunista Chino en el movimiento comunista internacional, la eliminación de muchas de las conquistas realizadas por las masas populares y los obreros chinos, el fuerte reforzamiento de la burguesía y el surgimiento de graves contradicciones nacionales que minan ya hoy el régimen político revisionista implantado en la República Popular China. Desde el punto de vista económico, China es hoy un país que se encuentra atado de modo sustancial a las inversiones directas y financieras de los grupos imperialistas internacionales y a las exportaciones, en particular a las que están dirigidas a satisfacer la demanda norteamericana (en el año 2002 la balanza comercial con EEUU ha alcanzado un superávit a favor de la RPCh de cerca de 100 mil millones de dólares frente a un Producto Interior Bruto (PIB), en el mismo año, de cerca de 2.000 mil millones de dólares). Por tanto, China es un país dependiente del sistema imperialista mundial, más dependiente incluso que la Unión Soviética en la época de Breznev (1964-1982). En cuanto a los demás países del ex campo socialista, los partidos comunistas que se mantienen
en el poder en Cuba, Corea del Norte, Vietnam y Laos proclaman todavía seguir una línea socialista. Las relaciones actualmente existentes entre partidos y organizaciones del movimiento comunista internacional son pocas y superficiales y nuestras fuerzas actuales son aún débiles: por consiguiente, no estamos en condiciones de conocer suficientemente la orientación que efectivamente siguen. De ninguno de estos países conocemos cuál es, según los respectivos partidos comunistas, la composición de clase y en qué punto y en qué fase se encuentra la lucha de clases. Ciertamente la influencia revisionista que han padecido en el pasado ha provocado en ellos confusión y desorientación ideológica y no tenemos constancia de que hayan superado los límites que han permitido a los revisionistas imponerse en todo el viejo movimiento comunista. Después del derrumbamiento del campo socialista en 1989-91, todos ellos han tenido que hacer frente con fuerzas extremadamente reducidas no sólo a la lucha de clases en el interior, sino también a una situación internacional muy desfavorable. Para afrontar las dificultades han hecho y siguen haciendo concesiones en muchos terrenos a la burguesía interna y al capital internacional que, si bien pueden ser repliegues momentáneos necesarios para ganar tiempo, ejercen, a su vez, una influencia disgregadora sobre una parte de los miembros del partido, especialmente sobre sus elementos no obreros, refuerzan a los partidarios de la restauración del capitalismo y debilitan la resistencia del país al imperialismo. Todo esto hace que no desempeñen actualmente en el renacimiento del movimiento comunista que se está desarrollando a escala mundial un papel de vanguardia tal que haga indispensable o urgente para nosotros conocer y comprender su orientación y actividad. No obstante, saludamos y apoyamos, dentro de los límites de nuestras fuerzas, la resistencia de todos ellos frente a los esfuerzos realizados por los grupos imperialistas, y en particular por los grupos imperialistas norteamericanos, para promover en ellos la contrarrevolución, eliminar las conquistas socialistas, someterlos a su dominio y destruirlos. Con su resistencia todos estos países contribuyen al renacimiento del movimiento comunista. De este breve esbozo se desprende que el papel de los primeros países socialistas como protagonistas directos de vanguardia del movimiento comunista internacional se ha agotado sustancialmente. El derrumbamiento del campo socialista ha influido negativamente en la lucha entre las dos vías, las dos clases y las dos líneas en todos los rincones del mundo. Este derrumbamiento ha hecho retroceder el reloj de la historia y nos obliga a recorrer de nuevo una parte del camino que ya habíamos recorrido. Lo recorreremos pero en condiciones en parte diferentes y beneficiándonos de la rica experiencia acumulada por los primeros países socialistas. Hoy, para nosotros, se trata principalmente de comprender las enseñanzas de la gran experiencia histórica de los primeros países socialistas para utilizarlas en pro del renacimiento del movimiento comunista que está teniendo lugar y en la segunda oleada de la revolución proletaria que se acerca a medida que avanza la segunda crisis general del capitalismo y la correspondiente situación revolucionaria en desarrollo.
4. ¿Cuál fue el papel de los primeros países socialistas en la historia? Los primeros países socialistas no crearon ni podían crear la sociedad comunista. Pero han recorrido una parte del camino que nos lleva a ella desde la sociedad capitalista. La sociedad comunista será, por su propia naturaleza, internacional y abarcará a todo el mundo. En cambio los primeros países socialistas llegaron a englobar solamente a un tercio de la humanidad y ni siquiera llegaron a fundirse en un todo. No obstante, han creado nuevas formas de cooperación internacional en muchos terrenos. En la sociedad comunista, debido a su naturaleza, los hombres y las mujeres ya no estarán divididos en clases. En cambio, en los primeros países socialistas sobrevivió la división de clases. No podía ser de otra manera. Según el marxismo, la división de clases fue una condición necesaria para el desarrollo de la civilización humana y es imposible abolirla de golpe mediante la fuerza: la división de clases se supera y se extingue a medida que los trabajadores se organizan y, una vez organizados, se gobiernan a sí mismos. En la fase socialista los comunistas guían a los trabajadores para aprender a hacerlo. En la sociedad comunista, debido a su naturaleza, no existirá ya el Estado ni la política, entendida ésta como gestión de los asuntos públicos reservada a una minoría de personas. Esta gestión se concreta en el Estado, órgano separado del resto de la sociedad y detentador del monopolio de la violencia con la que impone esa gestión y mantiene un orden público adaptado y conforme a ella. En cambio, cada uno de los primeros países socialistas todavía estaba gobernado por un Estado, aunque
fuese, como veremos, de tipo particular. La sociedad comunista sólo surgirá como resultado y conclusión de un período histórico de transición. En el curso del cual serán superadas la división de la sociedad en clases, la política y el Estado, las naciones se fundirán y desaparecerán gradualmente y por saltos no sólo la propiedad privada de las fuerzas productivas, sino también las múltiples divisiones establecidas: entre trabajadores intelectuales y trabajadores manuales, entre dirigentes y dirigidos, entre los sexos, entre la ciudad y el campo, entre sectores, zonas y pueblos avanzados y sectores, zonas y pueblos atrasados. La desaparición gradual y por saltos de las divisiones de clase permitirá a los individuos disponer libremente, según sus necesidades, de los bienes y servicios necesarios para su vida. Esto ocurrirá a medida que las fuerzas materiales y espirituales de los hombres y mujeres se desarrollen hasta alcanzar unas condiciones en las que cada individuo contribuya a la producción y demás funciones de la vida social según sus fuerzas y capacidad y en la medida que reciba de la sociedad todo cuanto precise, según sus necesidades. Esta situación estaba todavía lejos de ser alcanzada en los primeros países socialistas cuando comenzó su retorno al capitalismo, la fase de debilitamiento y corrosión: en 1956, por lo que concierne a la URSS y a los países socialistas de Europa Oriental; en 1976, por cuanto respecta a la República Popular China (2). Los primeros países socialistas lograron, en el período de su desarrollo, aumentar enormemente las fuerzas productivas materiales e intelectuales. Sin embargo, estuvieron lejos de alcanzar el nivel que se ha alcanzado solamente ahora, a comienzos del siglo XXI, bajo el capitalismo, cuando las fuerzas productivas han llegado a un punto en que la cantidad de bienes y servicios producidos no está ya condicionada por la potencia limitada de las fuerzas productivas de las que los hombres disponen y por los limitados recursos naturales, sino que está principalmente limitada por las relaciones de producción. Todos los primeros países socialistas, en la fase de su desarrollo, tuvieron, en cambio, que afrontar principalmente la tarea de aumentar la producción con las fuerzas productivas ya existentes. La comida y demás bienes de consumo producidos eran todavía insuficientes para satisfacer las necesidades de cada persona. Entretanto, habiéndose establecido el socialismo en países atrasados y expuestos al boicot y a la agresión de los países imperialistas, los primeros países socialistas tuvieron que acumular nuevas fuerzas productivas de forma autónoma: levantar nuevas estructuras, conseguir nueva maquinaria y dotarse de los conocimientos y experiencia necesarios para incrementar la producción. Por consiguiente, la principal tarea social en los primeros países socialistas, cuando no se vieron obligados a dedicar fuerzas y recursos para defenderse de las agresiones de la burguesía imperialista, fue la de gestionar las empresas productivas agrícolas, industriales y de servicios existentes y la de construir nuevas unidades productivas. La lucha contra la naturaleza para arrancar a ésta de qué vivir siguió siendo en todos los primeros países socialistas la principal actividad humana. Las unidades productivas de bienes esenciales y de medios de producción se mantuvieron como las principales instituciones públicas y fue en torno a ellas como se organizaron bajo una concepción unitaria todas las demás actividades e instituciones: el consumo, la vivienda, la enseñanza, la educación infantil, la actividad cultural, etc. Los primeros países socialistas vivieron condicionados, durante todo el período de su desarrollo (hasta la mitad de los años 50 en la URSS y países de la Europa Oriental y hasta al final de los años 70 en la RPCh), por el atraso económico y cultural del que habían partido, por la agresión caliente o fría y el boicot de la burguesía imperialista a los que constantemente tuvieron que hacer frente. Desde este punto de vista la experiencia de los primeros países socialistas estuvo muy condicionada por el hecho de que la clase obrera de los países imperialistas más avanzados no hubiese logrado tomar el poder durante la primera oleada de la revolución proletaria (1910-1945). Los partidos comunistas de los países socialistas llevaban a cabo el más avanzado programa de transformación social concebido por el movimiento obrero a escala mundial, pero acometiéndolo en las condiciones propias de países todavía atrasados desde el punto de vista capitalista. Que la conquista del poder por parte de los obreros dirigidos por el partido comunista no bastaba para instaurar una sociedad comunista, no es una cosa que se haya visto después de la Revolución de Octubre de 1917. Esto era algo que ya Marx había señalado claramente, al menos desde 1875 (Crítica al Programa de Gotha). Los primeros países socialistas sólo han demostrado por primera vez y a gran escala que es posible marchar del capitalismo al comunismo de modo consciente y ordenado, en contraposición a la marcha desordenada, tormentosa y plagada de destrucciones que gran parte de la humanidad aún está realizando. Pero, además, han indicado y experimentado un camino más avanzado del que todavía seguimos hoy. La decadencia e implosión de los primeros países socialistas no restan ningún valor a lo que han demostrado. Con su demostración nos han indicado la vía que la humanidad tendrá que tomar en los próximos años para salir de la crisis actual del capitalismo.
5. Ante la decadencia y derrumbe de la URSS y las democracias populares de Europa Oriental hace 12 años, ocurre algo parecido a lo que sucedió después de la derrota del primer intento de instaurar el socialismo, es decir, después de la derrota de la Comuna de París en 1871, hace ahora 130 años. Las fuerzas reaccionarias y conservadoras, de la burguesía al clero, se dedicaron a proclamar la muerte definitiva del comunismo y, en contradicción con ello, a dar caza a los comunistas. Estos (nos referimos en particular a Marx, Engels y Lenin) estudiaron en cambio la experiencia de la Comuna de París para comprender lo que enseñaba este nuevo fenómeno histórico. De esta forma comprendieron porqué la burguesía logró ahogarla en la sangre de varias decenas de millares de obreros y revolucionarios de París o que habían acudido a la capital francesa a apoyar a la Comuna. El resultado de ese estudio ayudó, pasadas algunas décadas, a establecer los primeros países socialistas que ningún esfuerzo de la burguesía logró ya ahogar (3). Y esto a pesar de que el socialismo fue instaurado en países atrasados económica y culturalmente en los que la sociedad burguesa y sus fuerzas productivas todavía estaban poco desarrolladas; a pesar de que los primeros países socialistas tuvieron que afrontar el problema de la fuerte presencia de elementos de economía patriarcal, de pequeña producción mercantil y de relaciones de dependencia personal de tipo todavía feudal (4); y a pesar de que también la burguesía, que permanecía en el poder en los países más avanzados y más ricos del mundo, empleara contra los primeros países socialistas todos los medios de que disponía e inventara otros nuevos: desde la agresión militar y la colaboración con las fuerzas reaccionarias internas hasta el bloqueo económico y la puesta a punto de nuevas armas, técnicas y estrategias de guerra, el sabotaje y el cerco imperialista. «Ahogar al niño en la cuna»: así W. Churchill (1874-1965) sintetizó, en 1918, la política que la burguesía imperialista de todo el mundo seguiría contra los primeros países socialistas.
«La dictadura del proletariado es una lucha tenaz, cruenta e incruenta, violenta y pacífica, militar y económica, pedagógica y administrativa, contra las fuerzas y las tradiciones de la vieja sociedad. La fuerza de la costumbre de millones y decenas de millones de hombres, es la fuerza más terrible. Sin un partido férreo y templado en la lucha, sin un partido que goce de la confianza de todo lo que haya de honrado dentro de la clase, sin un partido que sepa pulsar el estado de espíritu de las masas e influir sobre él, es imposible llevar a cabo con éxito esta lucha» (Lenin, El izquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo, 1919, Obras completas, vol. 25).
Los primeros países socialistas no han sido vencidos por la agresión de la burguesía imperialista a la que más bien hicieron frente victoriosamente con su resistencia cada vez que fueron atacados. Y si al final se han derrumbado ha sido tras un período relativamente largo de decadencia y debido a factores internos. Cuando se produjo su implosión, tanto los imperialistas de EEUU como el Vaticano, que desde siempre habían conspirado y luchado contra los países socialistas para derribarlos, reivindicaron cada uno para sí el mérito de haberlos destruido: unos, con su «guerra contra el imperio del mal»; otro, gracias a sus relaciones con la Virgen de Fátima. Pero, en realidad, los primeros países socialistas sólo cayeron a causa de la inversión, operada en su interior, de la dirección de la vía seguida en su construcción y desarrollo. Esta inversión tuvo causas y fechas precisas. En cuanto a las causas, destaca como la principal la imposición de la corriente del revisionismo moderno en la dirección de los partidos comunistas. Por lo que respecta a la fecha de esa inversión, ésta tuvo lugar en la segunda mitad del siglo pasado, a partir de 1956 con el XX congreso del PCUS. Pero, antes de que los países socialistas se derrumbaran, se requirieron decenas de años de desgaste y corrupción de su tejido social. Hasta ese punto eran constitucionalmente fuertes. Antes de que la Unión Soviética se viniera abajo, en 1991, fueron necesarios más de 30 años de desgaste interno. Y aunque los primeros países socialistas se hayan derrumbado, es imposible comprender el mundo de hoy sin tener en cuenta el papel desarrollado por ellos. En el mundo actual han dejado una huella indeleble de su existencia y han cambiado la «constitución material» del mundo de modo irreversible. Su existencia ha influido en la correlación de fuerzas entre las clases de cada país. En cada rincón del mundo los obreros y otros trabajadores han arrancado a la burguesía y demás clases reaccionarias conquistas que ni siquiera habían sido imaginadas antes del nacimiento de los países socialistas. Las clases oprimidas y en particular la clase obrera alcanzaron en todos los lugares del mundo un nivel cultural y organizativo superior. En cuanto a los países en donde por primera vez se estableció el socialismo, todavía hoy están lejos de
haber alcanzado la condición de países burgueses normales y muchos elementos inducen a creer que difícilmente la alcanzarán nunca. Tampoco la alcanzarán probablemente las regiones de la exRepública Democrática Alemana a pesar de que han sido simplemente englobadas en la República Federal Alemana, uno de los mayores países imperialistas. En todo caso, los ex-países socialistas constituyen todavía hoy, a más de 12 años del derrumbamiento y de 45 años de la inversión de la dirección de su marcha, una categoría de países especial, con problemas, conflictos, relaciones internas e internacionales, formas de desarrollo y perspectivas específicas. La restauración del capitalismo ha puesto fin a la obra de la primera oleada de la revolución proletaria al igual que la Restauración de 1815 canceló temporal y parcialmente la obra de la Revolución francesa.
6. ¿Qué es lo que ha hecho tan fuertes a los primeros países socialistas? La unidad dialéctica de la línea de transformación de la sociedad promovida por los partidos comunistas (que indicamos sintéticamente al final del punto 2) y del sistema de dirección que los partidos comunistas establecieron para realizarla. Veamos primero en qué consistió este sistema de dirección. El sistema de dirección de cada uno de los primeros países socialistas ha tenido rasgos específicos y particulares, ligados a la historia, a la tradición, a las características, al grado de desarrollo del país y al modo en que se había desarrollado en cada país la lucha para establecer el socialismo. En cada país socialista el sistema de dirección ha pasado por múltiples transformaciones a lo largo de su desarrollo. Han sido, sin embargo, importantes los rasgos comunes a todos los primeros países socialistas. Estos rasgos específicos de la formación económico-política se han mantenido inalterados a lo largo de toda su existencia. Incluso dentro de su gran diversidad, en todos los primeros países socialistas el sistema de dirección se basó en el partido comunista y en las organizaciones de masas promovidas por el partido, en el principio organizativo del centralismo democrático y en la línea de masas como principal método de dirección (aunque esta denominación comenzó a utilizarse tardíamente, cuando la teoría de la línea de masas fue elaborada por Mao Tsetung). Así pues, la estructura de poder formada por el partido y las organizaciones de masas era combinada en cada país de modo original y cambiante con un Estado entendido en el sentido tradicional del término: como organismo separado del resto de la sociedad y depositario todavía, al menos en última instancia, del monopolio de la violencia (3). Sólo para simplificar y para mayor concreción de la exposición, en adelante nos referiremos principalmente a la Unión Soviética, el primer país socialista y también el país donde la transición ha sido más profunda y prolongada. El rechazo a tomar en consideración este particular sistema de dirección y a estudiarlo como una nueva y específica forma histórica de régimen político explica las incomprensiones que a menudo se ponen de manifiesto también en las discusiones de buena fe acerca del carácter «democrático» de los primeros países socialistas. En realidad, los protagonistas de muchas de estas polémicas llevan a cabo una discusión académica sobre el tema de si los países burgueses son más «democráticos» (la indeterminación de este término hace que la discusión sea académica) que los primeros países socialistas: en esencia la discusión gira en torno al hecho de si los primeros países socialistas eran o no más «democráticos» en el sentido democrático-burgués, o sea, si eran más próximos al modelo ideal de la democracia burguesa de cuanto lo son los países burgueses. El libre desarrollo personal y la participación de la masa de la población, y en particular de los obreros, en la gestión de los asuntos públicos en un país socialista no se manifiestan y no pueden manifestarse en las formas en las que en la sociedad burguesa se realiza el desarrollo personal y la participación de los miembros de las clases explotadoras en la política. La democracia proletaria o dictadura del proletariado no es la extensión o la apertura a los obreros de los ordenamientos e instituciones políticas de la sociedad burguesa. Esta extensión o apertura es un sueño propio de los grupos reformistas. Los ordenamientos e instituciones del modelo ideal de la democracia burguesa reflejan las relaciones entre los miembros de la burguesía y son aptos para las condiciones prácticas de la vida burguesa, son la transposición en el campo político de las formas y métodos de las relaciones mercantiles que los burgueses mantienen entre ellos: luego no pueden ser extendidos a los proletarios. No por casualidad, desde principios del siglo XIX, gran parte de los promotores de los primeros movimientos políticos del proletariado, fueron también burgueses, pequeño-burgueses o profesionales (enseñantes, abogados, médicos, etc.). Sólo cuando el movimiento político del proletariado alcanzó un nivel tal que permitió mantener, formar y seleccionar a sus propios funcionarios, empezaron a surgir los partidos comunistas en el sentido actual de la expresión. La exclusión de los proletarios de las instituciones y ordenamientos de la democracia burguesa no es algo forzoso, voluntario o impuesto artificiosamente. Por el contrario, esa exclusión es consubstancial con las diversas
funciones de las clases en la «sociedad civil», con el conjunto de relaciones que se establecen antes e independientemente de la actividad política en el trasiego (movimiento) de la vida económica y cultural diaria y, por tanto, es inseparable de la estructura clasista de la sociedad burguesa. En ésta los proletarios, y con ellos el resto de la masa de la población, no pueden participar en la gestión de los asuntos públicos y menos aún tener un libre desarrollo personal al estilo burgués. No son las desviaciones accidentales del modelo ideal de la democracia burguesa que se dan en la práctica en cada país, ni tampoco la limitada aplicación práctica de sus principios y reglamentaciones, las que excluyen de ella a los proletarios, sino justamente su propia naturaleza, independientemente de las particularidades y circunstancias accidentales que acompañan a cada manifestación concreta suya. La participación de los obreros en los ordenamientos e instituciones de la sociedad burguesa es incompatible con la posición que como clase ocupan en la sociedad. Cuando hacia comienzos del siglo XX fue regulada mediante la ley su participación en la vida política de la sociedad burguesa (con la formación de los partidos socialistas junto a los demás partidos con los que los diferentes grupos burgueses tratan de imponer sus intereses y con la extensión del derecho al voto a toda o gran parte de la población masculina), los burgueses llegaron a la conclusión de que con los «partidos de masas» se había producido el surgimiento de la «sociedad de masas» y gritaron: «Esta legalidad nos mata». En efecto, esto marcó efectivamente el fin de la democracia burguesa. «En general la diferencia entre la democracia burguesa y el parlamentarismo, por una parte, y la democracia soviética o proletaria, por otra, consiste en esto: la primera tenía su centro de gravedad en la proclamación solemne y pomposa de todo tipo de libertades y derechos, mientras que, en realidad, no permitía justamente a la mayoría de la población, a los obreros y campesinos, disfrutar de esas libertades y derechos aunque sólo fuera solamente de forma relativamente suficiente. La democracia soviética o proletaria, por el contrario, no tiene ya su centro de gravedad en la proclamación de derechos y libertades para todo el pueblo, sino en la garantía real de que precisamente las masas trabajadoras, que estaban oprimidas y explotadas por el capital, dirigirán efectivamente el Estado, tendrán realmente a su disposición los mejores edificios y locales para sus reuniones y congresos, las mejores imprentas y los mayores almacenes (reservas) de papel para la instrucción de todos aquéllos a los que el capital embrutecía y olvidaba; en suma, en la garantía de que precisamente estas masas se liberarán realmente (de hecho) del yugo de los prejuicios religiosos, etc., aunque lo hagan de modo gradual. El trabajo más importante del poder soviético, que debe proseguir continua e incesantemente, consiste justamente en hacer que los trabajadores y explotados disfruten realmente de los bienes de la cultura, de la civilización y de la democracia» (Lenin, Proyecto de programa del PC(b)R, 1919, Obras completas vol. 29).
La imposición de la participación del proletariado en la política subvirtió las instituciones y los ordenamientos de la vieja democracia burguesa gestada en lucha contra la nobleza, el clero, la monarquía absoluta y su monopolio de la actividad política. Esa participación dio lugar a la supresión de la misma o bien a su transformación en «teatrillo de la política» (por decirlo con palabras de Berlusconi): a la compraventa de votos, a la conversión del debate político público en polémicas teatrales, campañas publicitarias y fraudes promovidos por los mayores centros financieros, a la manipulación sistemática y programada de la información y a la intoxicación de la opinión pública mediante el desarrollo de medios, procedimientos, técnicas y ciencias específicos. Los obreros impusieron su presencia en el sistema político burgués como electores: entonces los capitalistas volcaron su fuerza social, calculada por cada uno de ellos en base al capital del que dispone, en la conquista del consenso y de los votos de las masas populares en apoyo de su formación política. Ya antes el capitalista había movilizado para enriquecerse un número de obreros proporcional al capital del que disponía: ahora con el mismo capital movilizaba a las masas populares en favor de los dirigentes políticos favorables a sus intereses y contra sus adversarios. A medida que el Estado se hacía más democrático en el sentido burgués, es decir, a medida que dependía del voto de los electores y se encontraba libre de monopolios hereditarios y de casta, mayor era para el capitalista la libertad de disponer del mismo y de movilizar con su capital el consenso popular a su favor. La máxima venalidad del Estado y de la política fue alcanzada en efecto en EEUU, el país más democrático en el sentido burgués del término. El voto y el apoyo popular se convirtieron en mercancías que podían ser acaparadas por quien disponía de más dinero para dedicarlo al mercado electoral, para alistar demagogos y para manipular, condicionar y desviar a la opinión pública según sus intereses particulares e intenciones. La burguesía tuvo que desarrollar y desarrolló a gran escala medios y maniobras aptos para llevar a «las masas ignorantes y sin conciencia», interesadas
solamente en «satisfacer apetitos y pasiones bestiales», «a una real colaboración con el honor y los intereses del Estado» (como decía W. Churchill). Y frente a la fuerza política que el número de trabajadores organizados confería a los partidos obreros, la «seguridad nacional» debía convertirse y se convirtió de un modo u otro en todos los países imperialistas en principal criterio de gobierno en sustitución de la intangibilidad de los derechos políticos y civiles de cada individuo. Precisamente la bandera con la que la burguesía había luchado contra los regímenes feudales, la nobleza y el clero. El Estado burgués asumió la tarea de prevenir los delitos políticos en vez de castigar simplemente a quién se hacía responsable de ellos. La prevención de los delitos y, por tanto, el control de los individuos y sus organizaciones se convirtieron en las principales formas de política interna e internacional: tanto en un caso como en otro la contrarrevolución y la guerra preventivas pasaron a convertirse, respectivamente, en las líneas políticas de la burguesía que antaño había sido demócrata y pacifista con relación a los representantes de la vieja sociedad feudal. Los primeros países socialistas no adoptaron ni podían adoptar el mismo sistema de dirección de los países burgueses. El sistema de dirección de los primeros países socialistas se basó en formas originales propias, adaptadas a la naturaleza de la nueva clase dominante (la clase obrera) y a su tarea histórica: en base a la premisa de la propiedad pública de, al menos, las principales fuerzas productivas, se realizaba la máxima y creciente participación en la política de los obreros, de otros trabajadores, de las mujeres, de los jóvenes y en general de las categorías que en la sociedad burguesa se encuentran oprimidas, explotadas, discriminadas, marginadas y excluidas. Esta creciente participación de las masas oprimidas en la vida política y social se convirtió en el medio principal de transformación de sus condiciones materiales e intelectuales de vida. No se trataba de conseguir de un modo u otro que una clase dominante concediera esto o aquello a las masas, que eliminara los aspectos más extremos de su miseria o les diera al menos de comer (como predicaban los programas utópicos de los reformistas), sino de crear las condiciones para que las mismas masas resolvieran a su modo sus problemas. Su creciente participación en la vida política (entendida ante todo como participación en la dirección y administración de la producción y distribución de cuanto les servía para vivir), llegada a un cierto nivel, habría hecho desaparecer la política y el Estado. La cantidad se habría convertido en calidad. El rasgo original e innovador del sistema de dirección de los primeros países socialistas era, por tanto, una estructura de poder integrada por el partido comunista, por sus organizaciones de masas (sindicatos, organizaciones de jóvenes, de mujeres, de otras categorías y sectores sociales), por los colectivos de trabajo con sus asambleas y órganos dirigentes, por las asambleas de aldea, de manzana de casas, de barrio, de ciudad, etc., con sus respectivos consejos de delegados revocables (soviets) y sus órganos dirigentes. En cada país socialista y desde su instauración este sistema tuvo un marcado y declarado carácter de clase (a la cabeza del mismo estaba la clase obrera como aliada y dirigente de las otras clases trabajadoras, quedando excluidas las clases antisocialistas). El mismo sistema se aplicaba en todos los campos (sus instituciones tomaban decisiones, las llevaban a la práctica y ejercían tareas judiciales, policiales y militares), ponía la consecución de la transformación socialista por encima de cualquier norma jurídica, funcionaba según el principio organizativo del centralismo democrático y utilizaba la línea de masas como principal método de dirección. Sobre el partido comunista La experiencia de la constitución de los primeros países socialistas, a pesar de su breve existencia, arroja nueva luz sobre la naturaleza y el papel del partido comunista. Aunque se constituye en la sociedad burguesa junto a los demás partidos y desarrolla en algunos aspectos, en determinadas circunstancias, y durante una cierta fase, tareas análogas a las de los demás partidos y participa en la lucha política típica de la sociedad burguesa, el partido comunista no es un partido como los demás partidos que luchan en la sociedad burguesa por acaparar el poder. El partido comunista es la vanguardia organizada de la clase obrera. Es la organización de los obreros más avanzados, estimados, generosos, enérgicos y capaces de asimilar la concepción materialista dialéctica del mundo y de utilizarla como instrumento para dirigir a la propia clase a fin de que ésta pueda, a su vez, dirigir a todas las masas populares tanto a la toma del poder detentado por la burguesía imperialista como para responsabilizarse de la gestión de todos los aspectos de su existencia. A diferencia de los demás partidos, el partido comunista no busca el poder para sí, no demanda ser delegado para gobernar, sino que él mismo moviliza, organiza y educa a la clase obrera para que gobierne, al tiempo que la guía para movilizar al resto de las masas populares a fin de que se liberen de cualquier tutela y de las viejas inhibiciones y concepciones. Que el partido comunista debía tener este carácter particular se hizo evidente ya en el período de la lucha por la conquista del poder. La experiencia de los primeros países socialistas no sólo lo ha confirmado, sino
que también ha permitido una mayor comprensión de su naturaleza y papel. Ante lo que hemos dicho, algunos objetarán que no cualquier partido que se ha declarado comunista ha tenido las características que acabamos de indicar. Esto es totalmente cierto. Tampoco basta para tener esas características que un partido esté integrado por individuos que quieren verdaderamente ser comunistas y creen sinceramente en el comunismo. Pero tampoco es menos cierto que los primeros países socialistas se crearon gracias a partidos comunistas del tipo que acabamos de describir y que fueron precisamente esos partidos los que ejercieron la dirección de la construcción del socialismo durante su período de desarrollo. Los partidos que en el curso de la primera oleada de la revolución proletaria no lograron tener esas características no pudieron dirigir victoriosamente la actividad revolucionaria de las masas populares ni, por tanto, instaurar el socialismo y dirigir ningún país socialista. Es más: cuando los partidos que dirigieron los primeros países socialistas dejaron de tener, por los motivos que veremos, las características que hemos señalado, al cabo de poco tiempo acabaron llevando a los países socialistas a la ruina. Esto es lo que sucedió en los primeros países socialistas desde que los revisionistas modernos tomaron la dirección de los correspondientes partidos comunistas. Cada uno de los partidos que construyeron y dirigieron los primeros países socialistas encarnaba e interpretaba la voluntad y aspiración de la clase obrera de marchar del capitalismo al comunismo, de emanciparse de la dependencia de los capitalistas, de transformar las relaciones sociales capitalistas en relaciones comunistas. Cada uno de ellos las encarnaba en un organismo que, debido a su estructura, a sus organizaciones de base, a sus órganos dirigentes, a sus reuniones, a sus debates, a sus congresos, a su vida interna, a su disciplina, era capaz de elaborar líneas, tomar decisiones y llevarlas a la práctica. Agrupaba a un pequeño porcentaje de obreros: a los obreros comunistas que asociados en el partido aprendían a ser y actuar como clase dirigente. Todos ellos, mediante la participación en la vida partidista, seguían un proceso continuo de formación intelectual, moral y política que les capacitaba para llevar a las masas trabajadoras a liberarse de las condiciones de miseria y dependencia moral e intelectual de las clases dominantes en las que vivían desde hace milenios. El partido aportaba a sus miembros los instrumentos necesarios (desde el punto de vista ideológico, de la línea política, de consignas, de métodos de trabajo y de relaciones sociales y de prestigio) que les permitían ser el fermento de la masa de sus compañeros de trabajo y los animadores de la actividad social de las masas obreras; les capacitaba para orientarlas y movilizarlas con el fin de realizar los objetivos propuestos y, al mismo tiempo, para comprender su estado de ánimo, sus aspiraciones y experiencias y llevar éstas a las instancias dirigentes del partido de modo que se convirtieran en materia de elaboración del partido y una vez elaboradas retornasen a las masas convertidas en objetivos a realizar por ellas. El partido estaba compuesto por esa pequeña parte de obreros que no sólo no estaban embrutecidos ni se resignaban a la condición servil de su clase, sino que no concebían ya otra forma de emancipación por sí mismos de la miseria y del embrutecimiento cultural propios de su clase que no fuera la emancipación de toda la clase. Mediante un particular esfuerzo y empeño individuales, esta minoría de obreros organizados en el partido conseguía liberarse subjetivamente de su específica condición individual y ejercía un papel dirigente sobre sus compañeros de trabajo. Estos obreros comunistas seguían formando parte de su clase, pero ya estaban dotados, gracias al partido, de una comprensión general de las condiciones nacionales e internacionales de la lucha de clases y eran capaces de utilizar los métodos necesarios para organizar y movilizar a sus compañeros de trabajo. La fuerza de estos partidos no residía principalmente en la genialidad de sus jefes, sino en su «estructura de base», constituida, naturalmente, por obreros cohesionados y consecuentes con sus intereses de clase que seguían trabajando junto a los demás obreros. Estos obreros conscientes, organizados en células, conocían en la práctica cotidiana a cada uno de los obreros que tenían que dirigir, los conectaban con su labor al resto del partido, predominantemente compuesto por revolucionarios profesionales (funcionarios) que a su vez los conectaban con el resto de la clase obrera a escala nacional e internacional. La combinación de esta estructura de base con la superestructura de revolucionarios profesionales dentro de la misma organización del partido, la línea política de transformación de la sociedad hacia el comunismo y la concepción marxista del mundo convertían al partido comunista en un ejército invencible. Los vínculos existentes entre la clase obrera y el resto de las masas populares (las clases que participaban en la revolución o que formaban parte del campo de la revolución) permitían agrupar y movilizar a toda la población trabajadora. Los miembros de estos partidos comunistas no fueron nunca muy numerosos, ni siquiera tras la conquista del poder. En la Unión Soviética el partido comunista contaba, en marzo de 1917 (en el momento de la caída del zar), con 24.000 miembros y candidatos, en tanto que los obreros fabriles ascendían aproximadamente a 3 millones con relación a una población de más de 100 millones de personas. En 1924, los militantes y candidatos del partido pasaron a ser 472.000; en 1933,
3.555.000; en 1938, 1.920.000; en 1948, 6.390.000; y en 1953, 6.897.000. La cifra de miembros y candidatos se disparó después: en 1965, fue de 11.758.000; en 1976, pasó a ser de 16.000.000 en una población total de 260 millones. Si se tiene en cuenta la particular composición de clase de la URSS hasta el lanzamiento de los planes quinquenales (el primer plan abarcó el período 19281932), caracterizada por un bajo porcentaje de obreros y un alto porcentaje de campesinos, se ve que el porcentaje de obreros comunistas osciló entre 1 y 6 por cada 100 obreros. A finales de los años 20 los asalariados contabilizados en la URSS ascendían a 11 millones sobre una población total de 150 millones, pasando a finales de los años 30 a alcanzar la cifra de 32 millones. En cuanto a los funcionarios (revolucionarios profesionales), su número osciló, según los períodos, entre el 2% y el 3% de los miembros del partido (5). Obviamente el número (limitado) de comunistas con respecto al total de trabajadores puede considerarse como un índice de cuán limitado era todavía el camino que se había andado hacia la sociedad comunista: la cantidad estaba todavía lejos de transformarse en calidad. De las cifras que aportamos se podría concluir que los primeros países socialistas (en la mejor de las hipótesis, es decir, calculando que hubiese 6 obreros comunistas por 100 obreros) han recorrido cerca del 10% del camino que se necesita recorrer para llegar a la sociedad comunista. Esto, claro está, si convenimos en que la cantidad se transforma en calidad cuando al menos el 60% de los obreros pasan a ser miembros del partido comunista. Obviamente se trata de un razonamiento que sólo sirve para dar una idea aproximada del fenómeno que estamos tratando. La relación particular entre el partido comunista y la clase obrera se traducía también en reglamentaciones particulares y específicas del partido comunista. Ante todo la construcción de las organizaciones de base del partido establecida según los colectivos de trabajo (células de fábrica o sección). En cada lugar de trabajo había una célula de comunistas (como mínimo tres), en contacto directo y cotidiano con sus compañeros de trabajo. Estos trabajadores comunistas, que ya antes de ser miembros del partido desempeñaban espontáneamente un papel de vanguardia en el colectivo, se capacitaban aún más y gozaban de un mayor prestigio debido a su ligazón con el resto del partido. Lo cual les situaba en condiciones de orientar, educar y movilizar a todo el colectivo. En segundo lugar, por lo que respecta a la vida interna del partido, la pertenencia al mismo comportaba la asimilación por parte de cada miembro de la concepción materialista dialéctica del mundo y del método materialista dialéctico de pensamiento y acción, el empleo sistemático de la crítica y la autocrítica en cada organización del partido, el establecimiento de relaciones internas entre cada uno de sus miembros y la organización correspondiente del partido y entre las diferentes organizaciones del mismo entre sí. Todo ello sobre la base del centralismo democrático como principio que permitía elaborar las decisiones y aplicarlas. Se trataba de trabajadores que por libre elección seguían con empeño y pasión el proceso de «formación continua» del partido: reuniones, circulares, cursos de formación, asambleas. Con este proceso de formación el partido les llevaba a asimilar una concepción del mundo fácil de comprender por los obreros por cuanto se trataba de una explicación racional de su naturaleza y experiencia, un análisis de la situación internacional y nacional en cualquier campo de interés, una línea, métodos de propaganda, de organización y de movilización. Por otra parte, los obreros comunistas aprendían a recoger las aspiraciones y tareas de su colectivo y a formularlas como objetivos y líneas a fin de que fueran asumidas por todo el partido, de que éste las adoptase como propias y las convirtiese en tareas de toda la sociedad. Los obreros comunistas representaban para sus compañeros de trabajo lo que éstos no podían ser todavía, pero también lo que, tarde o temprano, podrían ser gracias a su actividad. En tercer lugar, por cuanto concierne a las relaciones entre el partido y el resto de los obreros, las asambleas de los colectivos de trabajadores también supervisaban las nuevas candidaturas al partido y participaban con sus opiniones en la depuración periódica de las filas del mismo, se mantenía un contacto diario entre los miembros y organismos partidistas y los correspondientes colectivos de trabajo y el Partido aplicaba sistemáticamente la línea de masas como método de dirección. En cuarto lugar, la admisión en el partido estaba regulada por discriminaciones de clase muy precisas. Andrei Zdanov (1896-1948), el futuro responsable de la resistencia de Leningrado contra el asedio nazi, recuerda durante el XVIII congreso del PCUS (en 1939) que el XI congreso (celebrado en 1922) estableció cuatro categorías de candidatos: obreros simples, obreros con responsabilidades de dirección, campesinos, intelectuales y dirigentes. Estas categorías se correspondían con períodos de candidatura escalonadamente más prolongados, con la exigencia de un mayor número de garantes, con una mayor antigüedad en el partido y una selección más rigurosa. Zdanov propone abolir las cuatro
categorías de acuerdo con la orientación imperante en esos años, según la cual las contradicciones de clase entre los obreros, campesinos e intelectuales estaban atenuándose. En efecto, en 1939, estas categorías desaparecieron de los Estatutos del partido. Sin embargo, gracias a la discrecionalidad dejada a las organizaciones partidistas, no desaparecieron en la práctica (6). Así pues, por una parte, el partido no era una asociación privada que solamente resolvía de forma interna los problemas surgidos entre la organización y cada uno de sus miembros (proselitismo, formación, promoción, destitución, crítica, valoración, expulsión, etc.), sino que hacía intervenir en ellos a las masas. Tampoco cada uno de sus miembros podía adherirse al partido solamente con la condición de compartir su programa político. Por otra parte, en cualquier circunstancia, ámbito y lugar, el partido actuaba como una institución pública, asumía la tarea de investigar, definir una línea, movilizar a la población para solucionar cualquier problema, empleando los medios y recursos de los que la sociedad disponía . El partido comunista estaba animado por una indomable voluntad de transformar el mundo y de crear una nueva sociedad conforme a los intereses y experiencia de los trabajadores, y la infundía a la sociedad, implicando a todos en una participación activa en la producción y gestión de los demás asuntos sociales: de los asuntos más directos e inmediatos a los más universales, comunes a toda la sociedad. Estas tareas no podían ser percibidas como propias e indispensables de forma espontánea e instintiva por cada colectivo de base. Esto sólo era posible mediante el concurso de los comunistas. Gracias a ellos cada colectivo asumía esos problemas como propios y contribuía a solucionarlos conscientemente según la división social del trabajo. En cada colectivo de trabajo o territorial, cualquier persona que se topaba con un problema (desde la mujer golpeada por su marido a una innovación a introducir en el trabajo) sabía que dirigiéndose al partido ponía en movimiento un mecanismo que con tesón convertiría su problema en un problema del colectivo. Y en esta actividad de cada colectivo se producía la transformación de las condiciones materiales, del carácter y de las concepciones de cada individuo: es decir, se producía la formación del hombre nuevo. Las organizaciones de masas También las organizaciones de masas conectaban entre sí y con el partido a todos los elementos de cada sector de trabajadores (con los sindicatos de categoría, asambleas de colectivos laborales y sus correspondientes órganos), aunque sólo fuesen mínimamente activos (o a los que se conseguía activar al menos en cierta medida y de forma solamente temporal), a los elementos de los sectores que más habían heredado de la vieja sociedad una condición y mentalidad de oprimidos y marginados (mujeres, jóvenes, nacionalidades y a otras categorías o sectores oprimidos) y a los elementos que los asuntos de la vida corriente vinculaban entre sí (habitantes de una manzana de casas, barrio, aldea, ciudad, zona). Estas estructuras agrupaban en torno a cada problema a los más directamente implicados de modo que juntos encontrasen la forma de solucionarlos y pudiesen solucionarlos con la ayuda que el resto de la sociedad les proporcionaba en la medida que lo permitían las disponibilidades existentes. A través de estas organizaciones de masas el partido promovía, por un lado, las autonomías locales y de cada colectivo social. A ellos se les encomendaba resolver con amplia discrecionalidad, pero con fidelidad a la causa socialista, los problemas de exclusivo interés local. Por otro, el partido desarrollaba la capacidad de las masas para analizar por sí mismas sus problemas, encontrar soluciones apropiadas y ponerlas en marcha, sin necesidad de la intervención de funcionarios enviados desde arriba. Donde hacía falta la intervención de elementos o cuerpos con una preparación profesional superior a la disponible sobre el terreno, eran las mismas masas organizadas las que los llamaban y dirigían. Tampoco las organizaciones de masas eran instituciones privadas, sino públicas. Además de la vida asociativa de sus miembros (alistamiento, formación, división del trabajo, constitución de organismos, promoción, destitución, expulsión, etc.), cada una de ellas también gestionaba aspectos relevantes de la vida social, cada vez más importantes por su número y calidad, y desarrollaba funciones administrativas (relacionadas, por ejemplo, con la vivienda, centros de vacaciones y descanso, instituciones educativas y sanitarias, empresas locales, distribución de bienes y servicios) o bien de gobierno (policía, administración de la justicia, orden público, milicia, adiestramiento militar, vigilancia, etc.). El conjunto de las organizaciones de masas ligaba a estas funciones a diferentes niveles a un sector amplísimo de la población. En un país socialista sólo se mantenían ajenos a la actividad administrativa y de gobierno los individuos que los organismos locales del partido, de las organizaciones de masas o del Estado habían privado públicamente de los derechos políticos y civiles y sometido a control. Entre ellos se encontraban, sobre todo, los miembros de las viejas clases explotadoras (burguesía, nobleza, clero), o aquéllos que se mostraban declaradamente hostiles al orden socialista (delincuentes habituales
considerados irrecuperables y otros elementos antisociales). La primera constitución soviética rusa (de 1918) daba una relación de los mismos: personas que recurren al trabajo asalariado para sacar provecho; personas que viven de rentas no laborales (intereses de capital, rentas empresariales, entradas patrimoniales, etc.); comerciantes privados, corredores e intermediarios comerciales; los monjes, el clero y todos los que están al servicio de la iglesia y de los cultos religiosos; los empleados y agentes de la vieja policía, del cuerpo especial de la gendarmería y de los servicios de seguridad, además de los miembros de la casa real rusa; las personas reconocidas, según los criterios establecidos, como minusválidas o con enfermedades mentales, como igualmente las personas que se encontraban bajo tutela; las personas que habían sido condenadas por crímenes por motivos de provecho personal y por crímenes infames, durante el período fijado por la ley o por sentencia penal. Estas personas estaban también excluidas del servicio militar propiamente dicho y de la defensa del país y desarrollaban tareas auxiliares solamente bajo control. En suma, todas estas personas eran consideradas, en cada campo, como no fiables, como enemigos de clase. Estas discriminaciones desaparecieron oficialmente de la Constitución de 1936. En ella se declaraba que las contradicciones entre las tres clases consideradas (obreros, campesinos, intelectuales) se habían atenuado y estaban en trance de desaparecer. No obstante, estas discriminaciones, si bien no eran ya obligatorias, en la práctica siguieron siendo aplicadas ampliamente. En la Unión Soviética los «discriminados» como enemigos de clase constituyeron, en los años 30, una masa de entre 5 y 10 millones de adultos sobre una población total de 150 a 200 millones. O sea, un porcentaje inferior al de los pobres y marginados de los países imperialistas más ricos. Para cada individuo se hacía constar claramente la clase social a la que pertenecía, estableciéndose en base a ella sus derechos políticos (por ejemplo, la amplitud del período de candidatura al partido y las modalidades de admisión). Al mismo tiempo, desde 1917 les fueron reconocidos plenamente los derechos políticos a los trabajadores extranjeros residentes en Rusia, a las mujeres (en 1917 las mujeres de los países burgueses no habían logrado todavía el derecho al voto) y a los jóvenes a partir de los 18 años. Incluso a los jóvenes que tenían menos edad, les era reconocido el derecho al voto, si así lo decidían las asambleas locales (entonces, en los países burgueses más avanzados, aunque a los jóvenes varones por debajo de los 25 o 21 años se les reconocía ese derecho, no se les reconocía, en cambio, el derecho a ser elegidos). Fue esta estructura constituida por el partido comunista y las organizaciones de masas la que, en los primeros países socialistas, animó y dirigió toda la sociedad y la que impulsó a cada individuo a dar lo mejor de sí aprovechando las condiciones que la sociedad le ofrecía. La idea que en las sociedades socialistas la iniciativa individual y el papel de los individuos eran ahogados es una fábula que falsea completamente la realidad y hace inexplicables los éxitos de los países socialistas. Por el contrario, millones de individuos encontraron finalmente el estímulo, las condiciones y el soporte social para desarrollar al máximo sus potencialidades. La iniciativa individual no se ejercitó en enriquecerse, en oprimir a otros individuos o en explotarlos. Esta es la única iniciativa individual que el burgués toma en consideración y que él y sus curas consideran como la fuerza motriz de cada progreso y como rasgo constitutivo de una «naturaleza» humana creada por su Dios. Precisamente la única iniciativa individual que se reprimía y castigaba en los países socialistas. En los primeros países socialistas la iniciativa individual se ejercía contribuyendo al máximo en calidad o cantidad a solucionar los problemas sociales e individuales de la vida diaria. El espíritu de iniciativa, la voluntad de afirmación, la energía de los individuos eran encauzados hacia la realización de las tareas que la sociedad se proponía: el desarrollo de la producción, la mejora de las condiciones de vida, la emancipación de las mujeres, la alfabetización, la instrucción cultural, etc. Esta iniciativa no era una novedad: la misma sociedad burguesa no estaría en pie sin el concurso del trabajo diligente y creativo de millones de hombres y mujeres que se dedican a su actividad con pasión y en muchos casos sólo por pasión, en medio de estrecheces de todo género y enfrentándose a las autoridades burguesas que ahogan su iniciativa y niegan o cercenan los medios necesarios para desarrollarla. La creencia que la búsqueda de riqueza personal es el único o principal estímulo de la actividad humana es sólo la proyección sobre toda la sociedad de la naturaleza particular de los capitalistas, cada uno de los cuales se mueve, efectivamente, sólo o principalmente por la codicia de multiplicar ilimitadamente su dinero. Pero son justamente estas sórdidas personas, los últimos herederos de la mentalidad de trogloditas que no logran todavía saciarse suficientemente, las que personifican el orden social de los países capitalistas y las que dominan e infectan a toda la sociedad con sus concepciones residuales propias de una época todavía barbárica de la historia humana. A diferencia de lo que ocurre en la sociedad burguesa, en los países socialistas las fuerzas y recursos de la sociedad apoyaban, en la medida de lo posible, los esfuerzos y aspiraciones de millones de hombres y mujeres que desarrollaban con pasión sus tareas y trataban de mejorar sus
propias condiciones de vida y las de los demás: a las madres se les proporcionaban los medios para ocuparse satisfactoriamente de sus hijos; a los investigadores los medios para desarrollar en las mejores condiciones posibles sus investigaciones; ningún obrero era echado a la calle como «un desecho», después de haber trabajado con pasión durante años en una empresa; ningún trabajador anciano era tratado como un objeto inútil y como un peso para la sociedad; cada adolescente era puesto ante tareas que reclamaban su concurso; cada mujer era ayudada por todos los órganos de la sociedad para emanciparse de la tutela masculina, etc. A los hombres y mujeres que querían aprender, la sociedad socialista les ofrecía escuelas y maestros, en tanto que, hoy, hasta la sociedad burguesa más rica exige todavía pagar tasas e impuestos escolares. El progreso de la sociedad socialista se medía por el mejoramiento de las condiciones materiales y espirituales de vida del conjunto de la sociedad y de cada uno de sus miembros. Este mejoramiento, perceptible directamente por cada uno, se planteaba públicamente como objetivo de la actividad social e individual y como medida de los resultados alcanzados: «El Estado socialista no puede nacer más que bajo la forma de una red de comunas de producción y de consumo que calcularán estrictamente su producción y su consumo, economizarán el trabajo, elevarán sin cesar la productividad del mismo y llegarán así a reducir la jornada laboral a siete horas, seis e incluso todavía menos» (Lenin, Las tareas inmediatas del poder soviético, marzo-abril, 1918, Obras completas vol. 27). desarrollaba el papel que tiene en nuestro país el aumento del PIB calculado por el Instituto de Estadística, el curso del índice de la Bolsa de valores y la ganancia empresarial. El papel y prestigio social de cada persona dependía de la aportación que había dado y daba al mejoramiento del bienestar común. La sociedad expresaba con premios materiales y reconocimientos morales el sentimiento colectivo de gratitud por las contribuciones individuales y de grupo a la vida social. La emulación socialista se practicaba en todos los terrenos. Quien estaba más avanzado se veía estimulado a enseñar a quien se encontraba atrasado y éste se veía estimulado a aprender, a su vez, de quien estaba más adelantado. Cuando no hacían falta los productos de una fábrica, los trabajadores se ocupaban del problema y reconvertían la fábrica para producir otros productos útiles. Cada fábrica que ponía a punto una técnica, un procedimiento que ponía a punto una técnica, un procedimiento o invento que aumentaba la productividad del trabajo, ahorraba materias primas, disminuía la fatiga o reducía la polución, los transmitía a las demás empresas del sector. No existía la propiedad privada de los descubrimientos e invenciones ni la propiedad intelectual, en general, aunque los inventores (individuos o colectivos) fuesen premiados material y moralmente. Menos aún existían el secreto bancario, el secreto comercial, la patente de los descubrimientos, los derechos de explotación de las ideas y royalties con los que los pueblos y sectores más atrasados son todavía hoy aplastados y sobre los que prosperan el hampa organizada y la especulación. Eso permitió reducir a finales de los años 20, en la Unión Soviética, la jornada laboral, estableciéndola como norma en 7 horas (y en el caso de algunos trabajos particularmente penosos reducirla hasta 4 horas), restablecer a finales de los años 40 esa reducción abolida durante la segunda guerra mundial y desarrollar, en una medida inexistente en otros países, la enseñanza, la sanidad, las artes, el deporte y la participación de los trabajadores y en particular de las mujeres en la vida social y en las tareas estatales. Es, sobre todo, esta nueva y original estructura de poder la que permitió a cada uno de los países socialistas crear las condiciones intelectuales, morales y sicológicas para que un sistema productivo, basado principalmente en la participación, dedicación e inteligencia de las masas trabajadoras, funcionara de manera eficaz y con óptimos resultados. Las unidades productivas (y los colectivos de trabajo) que integraban dicho sistema productivo no se relacionaban entre sí mediante el intercambio (compraventa) de sus respectivos productos. La norma general era que cada unidad productiva recibía el encargo, por parte de las autoridades responsables de la elaboración del plan nacional de producción, de producir en un determinado período una cierta cantidad de bienes o servicios, junto a las materias primas, los productos semielaborados y la maquinaria que fuesen necesarios, haciendo a su vez a esas mismas autoridades propuestas de producción y suministro para períodos sucesivos. Este sistema estaba basado en la premisa de que en cada unidad productiva los trabajadores cumplirían el encargo recibido con sentido de responsabilidad y creatividad, tratando de hacer el mejor empleo posible de los recursos de que disponían y de trabajar en las mejores condiciones. Es evidente que semejante organización de la producción daba buenos resultados (y los dio) en la medida en que los trabajadores estaban motivados y participaban con dedicación e inteligencia en la realización de los objetivos del propio colectivo de trabajo, en la elaboración de las propuestas en
torno a lo que la unidad productiva podía hacer y al mejoramiento de sus potencialidades. Los colectivos de trabajo y los individuos más avanzados enseñaban a los más atrasados y los estimulaban a mejorar. El sistema funcionó (y funcionó notablemente bien) hasta que el avanzado fue capaz de dirigir al atrasado, aislar a los enredadores, parásitos y partidarios del «cada uno para sí», imbuidos todavía de la mentalidad barbárica del burgués y del artesano; a los partidarios de la dirección exclusivamente coercitiva y de la sanción económica sobre los atrasados sin educación como único o principal medio para incitarlos a mejorar; a los partidarios de la atribución del poder a quien mejor sabía manejarse individualmente, de la perdurabilidad e incluso del reforzamiento del poder y de la remuneración individual de los trabajadores más instruidos, más hábiles, más capaces, de la perpetuidad y hasta del reforzamiento del carácter de clase de las viejas divisiones entre trabajadoras dirigentes y dirigidos, entre trabajadores intelectuales y manuales, entre hombres y mujeres, entre ancianos y jóvenes, entre nacionalidades, regiones y sectores avanzados y nacionalidades, regiones y sectores atrasados. El sistema funcionó admirablemente bien mientras lo avanzado fue capaz de imprimir a toda la sociedad un movimiento de avance, tendente al mejoramiento material e intelectual de toda la sociedad, a la elevación de la conciencia y de la instrucción, a la ampliación de la participación, al aumento de la confianza bien fundamentada (es decir, no ciega) en el colectivo y del espíritu de iniciativa y dominio de los trabajadores asociados sobre su actividad, sobre sus condiciones de vida y sobre sí mismos. Los incentivos materiales y morales asignados a los individuos y colectivos de vanguardia ayudaban, pero no podían reemplazar al estímulo creado en ellos por la conciencia comunista por la línea justa para avanzar hacia la sociedad comunista y por la actividad de vanguardia del partido comunista. En todos los países socialistas existían una serie de índices y normas sobre las relaciones entre cantidad de productos y recursos consumidos y el tiempo de trabajo empleado: estos índices y normas servían principalmente como referencia, verificación y comparación. Al igual que entre nosotros se compilan índices para las escuelas en los que se refleja la relación entre alumnos y maestros, el porcentaje de alumnos aprobados, la relación entre alumnos y superficie por cabeza de las escuelas, etc. Estos índices sirven para confrontar entre sí las distintas escuelas y su variación en el tiempo, pero no sirven, salvo en los deseos malsanos de los burgueses deformados por la mentalidad de gestores y manageres de las escuelas, para establecer la remuneración de los enseñantes y auxiliares y ni siquiera para comprobar la buena marcha de las escuelas. Cosa que, para cualquier persona con sentido común, se establece sobre la base del nivel de formación y educación de los alumnos que salen de la escuela. Los colectivos de trabajo de los países socialistas estaban ligados unos a otros, no por relaciones comerciales, ni siquiera por la obtención de prestaciones superiores a las normas y a los índices, sino por una relación moral e intelectual vehiculada y personificada por el partido comunista y las organizaciones de masas. Cada uno debía contribuir según sus posibilidades, aunque la distribución de los productos a los individuos estuviese regulada principalmente por el criterio de «a cada uno según la cantidad y calidad del trabajo que realiza». Pero este criterio era reemplazado cada vez más a medida que se avanzaba hacia el comunismo por el criterio de «a cada uno según sus necesidades». Una proporción creciente de servicios y bienes de consumo era puesta gratuitamente a disposición de los individuos o a precios que no servían para «remunerar al productor», sino para mantener el consumo en el ámbito de las disponibilidades existentes (como sucedía entre nosotros, en Italia, en el caso de los cuidados sanitarios del Servicio Sanitario Nacional). En Cuba, a fin de mejorar la nutrición y la salud infantil fue introducida en cierta época la distribución gratuita de la leche a las familias. Sin embargo, se constató que un elevado número de familias desperdiciaba la leche: entonces fue puesta de nuevo a la venta por un módico precio con el objetivo de promover un empleo consciente y razonable de la misma. Los precios atribuidos nominalmente a cada producto, incluidos los que no eran vendidos sino consignados al ente que los encargaba, servían para calcular y confrontar la productividad del trabajo y la eficiencia en el empleo de los recursos por parte de los colectivos de trabajo de diferentes sectores. Stalin en su escrito Problemas económicos del socialismo en la URSS, realizado entre 1951 y 1952 como contribución a la discusión sobre el Manual de economía política de la URSS que la Academia de Ciencias de la Unión Soviética estaba preparando, hizo notar que los precios asignados a algunos productos eran completamente incongruentes: a una tonelada de trigo los planificadores le habían asignado un precio igual al de una tonelada de pan. Esto llevaba a elaborar índices carentes de algún valor indicativo y, por consiguiente, la atribución de los precios debía ser mejorada para tener índices que sirviesen a su objetivo. Estando los índices formulados en base a esos precios, parecía que los colectivos que trabajaban en los molinos, en los transportes, en la panificación y en la venta al por menor no hacían ninguna contribución a la sociedad y desperdiciaban los recursos. Este error de los planificadores no había impedido, sin embargo, que
esos colectivos trabajaran y contribuyeran al bienestar común. Ahora bien, pocos años después ocurrió que los revisionistas decidieron hacer depender la remuneración de los colectivos de trabajo del «cumplimiento de los índices». Así pues, se dedicaron a buscar los «justos precios» de cada producto aislado y, hasta en una segunda y más avanzada fase, a establecer en base a ellos intercambios comerciales entre las unidades productivas. Lo que hasta los años 50 había sido un error de los planificadores que la vida real había ignorado, fue convertido en una contradicción práctica entre colectivos de trabajadores que obstaculizó su trabajo y abatió su estado de ánimo, abrió el camino a trapicheos y subterfugios sin fin entre colectivos de trabajo y entre éstos y los adictos al plan: un basurero que, ampliado en el curso de los años (las famosas «reformas económicas» de los años 60 y 70: la más célebre lleva el nombre de Kosiguin), hizo emerger como jefes y dirigentes de la sociedad soviética a una chusma de enredadores, chanchulleros, aprovechados, criminales y aventureros (7). Es en este contexto cuando comenzó a formarse en la Unión Soviética esa red de criminalidad organizada, la Mafia Rusa, como la llaman hoy los medios de comunicación de masas, la cual absorbió también a muchos herederos y nostálgicos del pasado y a los partidarios del Occidente capitalista. Es esta red de traficantes y especuladores la que, junto a los dirigentes del Partido partidarios de las «reformas» a lo Kosiguin y Andropov, formó a lo largo de la época de Breznev (1964-1982) a esa clase de bandidos que, guiada por Gorbachov, rompió con toda indecisión a finales de los años 80, proclamó la privatización del aparato productivo de la Unión Soviética y se atribuyó su propiedad personal. El Estado propiamente dicho La estructura formada por el partido y las organizaciones de masas no era en los primeros países socialistas la única estructura de poder, la única autoridad social. Combinadas con el partido y sus organizaciones de masas existieron a su vez en cada país socialista otras instituciones públicas aparentemente similares en diferentes aspectos a las que existían en los países capitalistas: un gobierno, una administración pública, un aparato judicial con sus cárceles y tribunales, fuerzas armadas estatales, policía y servicios secretos. Estas instituciones formaban una segunda estructura de poder paralela a la primera, cuyos órganos estaban combinados e influenciados de forma amplia y distinta por la estructura de poder antes indicada. Esta primera estructura penetraba, a través de sus instancias y comisarios políticos, en esa segunda estructura paralela, ejerciendo oficialmente un control sobre ella (en la URSS se llamó la Inspección Obrera). Sin embargo, los órganos de esa segunda estructura mantenían el carácter de cuerpos separados del resto de la sociedad, constituidos por profesionales apartados de los colectivos normales de trabajo, vinculados por una disciplina y jerarquía propias. De esta forma no se apoyaban en la movilización popular que suscitaban, sino en la fuerza y en los medios de los que directamente disponían y siguiendo las directrices y órdenes de arriba. Eran, en definitiva, órganos estatales en el sentido tradicional del término, como también los conocemos hoy en cada país capitalista. Esta segunda estructura constituía en los primeros países socialistas un accesorio de la primera, pero, aún así, era siempre un accesorio indispensable. La combinación de ambos tipos de estructuras de poder social fue la forma que adoptó la dictadura del proletariado en los primeros países socialistas. Ante cada problema, cada uno tenía la opción de dirigirse a las autoridades estatales (a la policía, etc.) o a la célula del partido. Esta combinación contenía, en una relación de unidad y lucha entre lo nuevo y lo viejo, lo nuevo que estaba llamado a desarrollarse y lo viejo que debía morir. Lo viejo estaba constituido por un Estado que todavía era un Estado en el sentido tradicional, pero que, a la vez, no lo era ya por completo porque en cierto sentido era el «brazo secular» de la estructura de poder del primer tipo, era cada vez más suplantado por ella y se veía obligado a trabajar siguiendo las directrices emanadas del partido. Tras los poderes públicos, se encontraba la estructura constituida por las masas populares asociadas y en primer lugar por los obreros asociados. Estas asociaciones desempeñaron, en los primeros países socialistas, por así decir, el papel que desempeñan en los países burgueses el mundo de los negocios y las múltiples relaciones que ligan a unos y otros capitalistas y a los ricos en una red (la «sociedad civil» o Old Boys Network, por decirlo a la manera anglosajona) que está detrás de las instituciones oficiales, orienta su actividad y asegura su continuidad. Entre ambas estructuras había una recíproca interpenetración: el partido estaba capilarmente presente en cada órgano estatal con sus células, sus comités y sus comisarios políticos y promovía el control obrero y popular sobre la actividad de los órganos estatales. El Estado estaba presente en el partido 1. de hecho, a través del cuerpo de funcionarios del mismo, formado en cierta medida por profesionales y 2. también oficialmente, a través de sus órganos dado que sus funciones (justicia, policía, fuerzas armadas, planificación, etc.) asimismo concernían a los miembros y organismos del partido y de las organizaciones de masas.
La relación de unidad y lucha entre ambas estructuras de poder se mantiene a lo largo de toda la experiencia de los primeros países socialistas, encuentra soluciones prácticas y temporales diferentes de uno a otro país y en el curso de los años y distingue a la Unión Soviética de las democracias populares y a una democracia popular de otra. Los soviets concentraban en un mismo organismo la naturaleza de ambas estructuras. El predominio de la primera estructura sobre la segunda es evidente durante el período de ascenso de los primeros países socialistas. No obstante salta a la vista a lo largo de la vida de los primeros países socialistas una cierta timidez de la izquierda para indicar claramente como línea propia ese predominio y el objetivo de sustituir gradualmente la segunda por la primera. Sólo la Constitución de la República Popular China de 1975 (corregida por la Constitución de 1978 posterior al golpe de Estado de Teng Hsiao-ping y corregida aún más por la de 1982 todavía vigente) proclama abiertamente la preeminencia de la primera estructura (8). En cambio, la derecha se caracteriza constantemente en los primeros países socialistas y en los correspondientes partidos comunistas por ser partidaria de la preeminencia y consolidación de las instituciones estatales, presentándolas como instituciones «de todo el pueblo», mientras el partido como institución de clase se dedicada a promover la lucha de clases. Ya en los años 40 el influyente miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista y presidente del fuerte partido comunista de los EEUU, Earl Russel Browder (1891-1973), sostuvo abiertamente en el programa del PC de EEUU y con respecto a los países socialistas la atenuación del papel del partido frente a las instituciones públicas estatales. Uno de los puntos de ruptura de Tito (1892 - 1980) y de sus seguidores con la Comintern en 1948 fue el papel del partido frente a las estructuras estatales: a señalar, por ejemplo, la atenuación del papel del partido en Yugoslavia, donde el partido comunista se transformó en Liga de los Comunistas. La Revolución Cultural Proletaria en la República Popular China alcanzó su punto más avanzado de reforma institucional con la formación de la Comuna de Shanghai (1967) y con el debate sobre la generalización del sistema de comunas urbanas (que se concluyó con el reconocimiento de que no existían las condiciones internas e internacionales necesarias) (9). La relación de unidad y lucha entre estas dos estructuras de poder emerge claramente con relación a la cuestión de la «legalidad socialista», planteada a lo largo de toda la vida de los primeros países socialistas. Después de la Revolución de Octubre no sólo fueron abolidos los viejos tribunales, sus procedimientos y todas las leyes y códigos vigentes, sino que el «sentido de justicia de las clases trabajadoras», la «conciencia revolucionaria», el «sentimiento socialista de la justicia» y «el interés del gobierno obrero y campesino» fueron establecidos explícitamente como criterios en los que debían inspirarse todos los órganos de poder por encima de la letra de cada ley (Decreto del Consejo de Comisarios del pueblo sobre la Justicia del 27 de noviembre de 1917, Decreto sobre los Tribunales del 30 de noviembre de 1917, etc.). Sucesivamente el nuevo Estado elaboró y aprobó poco a poco leyes, decretos, normas y reglas. Sin embargo, el partido comunista y sus organizaciones de masas (OdM) se mantuvieron, en definitiva, por encima de toda formalidad legal y de la letra de cada ley, norma y reglas. Los órganos estatales debían observar la ley, pero quedaban subordinados a la dirección del partido y sus OdM, es decir, en la medida en que el partido y sus OdM no dieran indicaciones diferentes. Este era un aspecto esencial de la «dictadura» de la clase obrera y de las clases a ella aliadas que permitía tener en cuenta la efectiva y concreta diversidad de las personas y circunstancias con el fin de aprovecharlas para reforzar la transformación hacia el comunismo en cada área de la vida social. Veamos en detalle un ejemplo. En general, un hombre que da una bofetada y dispara a una mujer no es lo mismo que si una mujer da una bofetada o dispara a un hombre. En líneas generales, el primer episodio es grave porque remacha y refuerza un aspecto negativo de la vieja sociedad (la subordinación de las mujeres a los hombres). El segundo episodio puede ser hasta positivo, incluso muy positivo: el primer paso de la emancipación de la mujer de la subordinación a los hombres, un estímulo para todas las mujeres a fin de librarse de la tutela masculina, un aspecto concreto y particular de un proceso social positivo que la sociedad tiene que promover: la emancipación de las mujeres de los hombres. También en los países socialistas la ley imparcial e igual para todos castigaba la violencia privada. Pero aplicar esta ley de la misma manera, imparcialmente, a individuos diferentes (el hombre y la mujer) conduce a resultados socialmente negativos y refuerza la subordinación de las mujeres y la preponderancia de los hombres. Pero hay más. Debido precisamente a la supremacía que los varones heredan de la vieja sociedad, el varón goza de condiciones sociales más favorables que la mujer para hacer valer sus razones, a fin de que la sociedad reconozca (los jueces, en el ejemplo que examinamos) que él tiene razón. Pero, además, los hombres están más habituados a tratar asuntos sociales y a hablar en público, tienen menos pudor para exponer hechos personales e íntimos, gozan de un prejuicio social favorable al hombre («cuando llegas a casa, golpeas a tu mujer: tú no sabes porqué, pero ella lo sabe»), tiene más medios para encontrar a defensores hábiles y
testigos, mayores conocimientos y relaciones personales, etc. Por tanto, no sólo es necesaria la discriminación positiva a favor de la mujer, sino que también en algunos casos la rebelión privada e individual de la mujer contra el hombre debe ser tratada como un hecho principalmente positivo y hacer que el episodio sea una ocasión para movilizar en masa a las mujeres. Lo ilustrado con este ejemplo vale para muchas relaciones de la vida social y otros muchos casos. Un individuo que irrumpe en la vivienda privada de otro, que se apodera de bienes que no son suyos, que engaña a otro, que hace estraperlo, etc. El mismo hecho llevado a cabo por individuos de condiciones sociales diferentes debe ser tratado de modo diferente para conseguir el mismo resultado: la marcha hacia el comunismo. La lucha de clases y la política tienen que prevalecer sobre la letra de la ley. La instauración de la igualdad de todo individuo frente a la ley (la ley igual para todos) tuvo un contenido progresista durante la revolución burguesa porque abolió los privilegios jurídicos de clase y casta (de los aristócratas, del clero, del marido sobre la mujer, de los padres sobre los hijos, de los maestros de las corporaciones gremiales sobre los aprendices, de los varones sobre las mujeres, de los patronos sobre los asalariados, etc.). Esa igualdad ante la ley puso a los burgueses (a los capitalistas y a los profesionales) en el mismo plano que a los aristócratas y al clero ante la administración de la justicia y en el plano de los derechos y deberes. Pero la aplicación igualitaria de la misma ley en la sociedad burguesa asume en todos los casos un contenido negativo para las clases oprimidas, mientras que aplicar esa misma igualdad en la sociedad socialista asume un contenido conservador e incluso reaccionario porque trata de la misma manera a personas que «se presentan de modo diferente ante la ley». Luego perpetua y refuerza las formas de sumisión y subordinación social heredadas de la vieja sociedad. Frente a la ley igual para todos y aplicada igualitariamente a todos, el rico tiene mayores oportunidades que el pobre, el capitalista que el obrero, la persona socialmente bien integrada que el marginado, el magistrado o el policía que la persona normal, el hombre que la mujer, el cura que la persona normal, el adulto que el niño, el instruido que el ignorante, el maestro que el alumno, el hombre cumplidor que el extravagante, el lugareño que el forastero, quien habla la lengua del lugar que quien no la habla, Berlusconi que sus acusadores, etc. Es preciso tener en cuenta que el efecto social de un mismo acto está determinado, más allá del acto en sí, por las circunstancias y condiciones sociales de quien lo ha realizado. Hasta la legislación burguesa tiene en cuenta en alguna medida las circunstancias, ya sea como atenuantes o como agravantes. Pero la «igualdad ante la ley» y el dominio absoluto de la ley en una sociedad dividida en clases crean el reino de los tramposos («el que hace la ley, hace la trampa»). Quien tiene mayores medios y relaciones y es más hábil, utiliza la ley a su favor y se sirve de ella para cada prevaricación, paga abogados hábiles y convence, incluso legalmente, a magistrados, peritos y testigos. Los delincuentes, incluidos los responsables de graves crímenes, son absueltos, si se lo montan bien o ni siquiera comparecen ante un tribunal. Cuanto más determinados, hábiles y organizados son, es decir, cuanto más peligrosos son socialmente, más seguros están. Personas inocentes o individuos que han violado la ley por necesidad, por desesperación o por ignorancia son, por el contrario, condenados. Hasta pueden darse incluso resultados paradójicos: una mujer que mata al propio explotador es una asesina, el robo de comida es un crimen y el falseamiento de un balance comercial es considerado como una infracción reparable con una multa, la muerte por hambre no es un crimen de nadie. En California con la ley «third strike out» (que la Corte Federal USA ha convalidado) un chico o un negro que por tres veces es sorprendido robando una manzana en un supermercado puede ser condenado a cadena perpetua; por el contrario los ejecutivos de Enron y Worldcom, los contaminadores y especuladores son ricos e intocables ciudadanos. La lucha de clase del proletariado contra la burguesía no se lleva a cabo con los criterios jurídicos cuya instauración ayudó a la burguesía a reemplazar a la nobleza y al clero como clase dominante. La burguesía misma desde que entramos en la época imperialista abandonó la aplicación imparcial de la ley igual para todos, especialmente en los conflictos políticos y laborales. En Sicilia occidental, durante la segunda posguerra, las asociaciones campesinas estaban haciendo desaparecer rápidamente a la Mafia, hasta que intervino el Estado central con sus carabinieri, policías, curas, notables y soplones para reprimir a las asociaciones campesinas. Es la «seguridad nacional» y no, como en otro tiempo, la «inviolabilidad de los derechos ciudadanos», la que rige la administración de la justicia y la vida política de las sociedades burguesas de la época imperialista (contrarrevolución preventiva). En la vieja sociedad era normal que los padres pegaran a los niños («sirve a su educación»). Es una violación de la moral, además de la ley, que un niño pegue a su progenitor. Cuando en la URSS un muchacho, Pavlik Morozov, denunció a su padre porque éste conspiraba con
los kulaks contra el socialismo, sus parientes y otros habitantes de la aldea se pusieron tan indignados que lo mataron e hicieron otro tanto con los que lo apoyaban. El mismo fin tuvieron muchas mujeres que se rebelaron individualmente contra sus maridos y su familia. La dictadura de la clase obrera se llevaba a cabo contra toda esta podredumbre mediante la movilización de las masas y la lucha de clases, antes que con la ley y la policía. La aplicación de la ley debía servir a la lucha de clases y a la transformación de la sociedad, no para obstaculizarlas. A lo largo de la vida de los primeros países socialistas el «reforzamiento de la legalidad socialista» fue, por el contrario, la bandera tras la que se agruparon los enemigos del socialismo. Pero esta legalidad, por el hecho de que fuese embellecida por el apelativo de socialista, no dejaba de ser, en definitiva, menos negativa en sus efectos sociales para las masas populares y menos favorable para la conservación de los derechos adquiridos y privilegios heredados de la vieja sociedad. Los revisionistas modernos pusieron el acento en la «legalidad socialista», en la subordinación del partido y de sus OdM a la ley imparcial e igual para todos, basándose obviamente también en los errores y excesos habidos en la lucha de clases y agigantándolos, cuando no inventándolos. Kruschev puso en marcha, en 1956, su campaña de masas contra el socialismo denunciando las «violaciones de la legalidad socialista». A medida que los revisionistas consiguieron algún éxito en sus pretensiones y que en la mayor parte de los países socialistas la izquierda no se enfrentó al revisionismo abierta y sistemáticamente, el resultado no fue solamente el debilitamiento de los países socialistas hasta su derrumbamiento, sino el establecimiento del reino del hampa organizada que sabe utilizar la ley en su ventaja para acallar a sus opositores. La lucha por la «legalidad socialista» y por la subordinación del partido comunista a la ley fue y es una de las banderas de la burguesía en la fase de retorno gradual y pacífico al capitalismo. Lo es todavía hoy, por ejemplo, en la República Popular China, aun después del XVII congreso del PCCh celebrado en noviembre de 2002. La relación de unidad y lucha entre las dos estructuras de poder, como particularidad específica de los primeros países socialistas, emergió claramente también en el período de su decadencia. El revisionismo moderno eliminó, declarándolas antidemocráticas, las medidas de discriminación positiva, la clara adscripción de cada individuo a la clase social a la que pertenecía y la ligazón entre ella y sus derechos políticos y civiles y la discriminación contra los enemigos de clase. También proclamó que la división en clases se había extinguido, consideró únicamente como enemigos del socialismo a los opositores políticos («disidentes»), detuvo e invirtió el proceso de sustitución de la segunda estructura de poder por la primera, exaltó la autonomía y la estabilidad de la estructura estatal «de todo el pueblo». Los revisionistas, incluso encubriéndose a veces tras altisonantes proclamas en sentido contrario (por lo demás, Kruschev lanzó con gran pompa un plan, en 1961, que, según él, ¡conduciría en veinte años a construir la sociedad comunista en la URSS!), en la práctica tomaron poco a poco medidas que dieron preeminencia a las instituciones estatales consideradas como instituciones por encima de las clases: «de todo el pueblo», como Kruschev proclamó en el XXII congreso del PCUS (1961) y se recogió en la Constitución soviética de 1977. Los revisionistas transformaron a su vez al partido y a las organizaciones de masas en asociaciones privadas, en propiedad de sus propios miembros, en asociaciones cerradas a la participación y a la crítica de las masas. Pero el debilitamiento de la estructura de poder del primer tipo puso de manifiesto: por un lado, la falta de límites a la arbitrariedad de la estructura de poder del segundo tipo, cuya actividad había estado regida hasta entonces no tanto por leyes consideradas formalmente como igualitarias y neutrales, como por la dirección revolucionaria del partido; por otro, la verdadera impotencia del Estado para gobernar una sociedad socialista. En ésta ya no existían, en efecto, los instrumentos de iniciativa y disciplina social propios de la sociedad burguesa. Los dirigentes no eran seleccionados, estimulados y disciplinados por la acumulación de capital, el enriquecimiento individual y la competencia. No existían entre ellos las múltiples relaciones de negocios, de complicidad de intereses y de vínculos asociativos que en los países capitalistas constituyen la «sociedad civil». Los trabajadores no estaban sometidos a la coerción económica en la medida requerida por una sociedad burguesa. No podían ser despedidos porque el derecho al trabajo era universalmente practicado. El salario individual tenía una reducida importancia porque algunos bienes esenciales (comida, vivienda, calefacción, energía eléctrica, agua, transportes colectivos, etc.) y servicios básicos (instrucción, salud, etc.) o bien eran gratuitos o bien se proporcionaban a precios mínimos. Los revisionistas sentían todas estas conquistas del socialismo como una camisa de fuerza que les ahogaba y que hacía vanos todos sus esfuerzos por dirigir la sociedad según sus puntos de vista. En la URSS, cuando, en 1989, Gorbachov y sus acólitos disolvieron el PCUS, se puso en evidencia que el partido era todavía el verdadero tejido conjuntivo (o conexivo) de los órganos estatales y del país y que sin partido el Estado no funcionaba: cada región y sector andaba por su propia cuenta, los capitostes locales que habían medrado con el régimen
revisionista creaban otros tantos «reinos autónomos». El grupo de bandidos agrupado en torno a Yeltsin tuvo que sudar la gota gorda y obtener la ayuda de los imperialistas occidentales para poder empezar a levantar una administración estatal unitaria que todavía hoy no está completamente rematada. Respecto a ella la red de criminalidad organizada ya formada en época revisionista ha asumido el papel que en los viejos países capitalistas había desarrollado la sociedad civil, con el resultado de que las relaciones entre los «nuevos» países capitalistas y los viejos aceleran el proceso de transformación de la sociedad civil en sociedad criminal que ya de por sí se viene desarrollando en todos los países capitalistas más avanzados. Los revisionistas chinos parece que han aprendido la lección y mantienen todavía, si bien vaciado de su verdadero contenido de clase, el papel del partido mientras se empeñan en desarrollar una burguesía con su propia «sociedad civil». Una vez abolido o reducido el papel público del partido y sus asociaciones de masas, el Estado sólo disponía de la violencia como instrumento de disciplina social: un instrumento demasiado primitivo y totalmente inadecuado para dirigir de modo eficaz una sociedad moderna. «Es necesario que el puesto de trabajo y la vivienda dejen de ser un derecho y se conviertan en algo que uno tiene que conquistar», proclamaba en los años 70 un alto dirigente de Europa Oriental (el polaco Mieczyslaw F. Rakowski, que sería primer ministro en 1989). En la fase de ascenso de los primeros países socialistas, el Estado, entendido en el sentido estricto del término, pudo desarrollar, por el contrario, su papel, incluso de forma sobresaliente, porque estaba apoyado por el partido comunista y sus organizaciones de masas y trabajaba bajo su orientación y control. A la vista de los hechos, el sistema de dirección de los primeros países socialistas se ha revelado capaz de resistir a todo tipo de agresiones por parte de la burguesía y de las demás clases reaccionarias, de corregir sus errores y de dirigir la actividad de las masas populares para desarrollarse en todos los planos (económico, cultural y civil) con resultados que no se habían visto nunca antes por su amplitud y rapidez. La realidad ha enseñado que los enemigos a los que un sistema de dirección de ese tipo debía temer eran principalmente los enemigos internos, vinculados a la persistencia de la división y de la lucha de clases en el ámbito de la misma sociedad socialista: la burguesía específica de la sociedad socialista. Un sistema parecido de dirección podía corromperse, pero no podía ser destruido por sus enemigos externos. Para valorar justamente la fuerza intrínseca que la combinación de la línea de transformación de la sociedad y su sistema de dirección aportó a los países socialistas (permitiéndoles resistir cada agresión proveniente del exterior), es preciso tener también en cuenta los siguientes hechos: 1. Los primeros países socialistas fueron dirigidos por individuos que, en su inmensa mayoría, no habían tenido anteriormente una formación y experiencia de dirección y mando. 2. Debieron marginar e imponer medidas discriminatorias a buena parte de las clases más cultas de la vieja sociedad, que tenían mayor experiencia de organización, dirección y mando, mayores relaciones sociales internas e internacionales y que a menudo contaban todavía con considerables medios financieros o en todo caso disponían de un patrimonio cultural con el que chantajear a la nueva clase dirigente y ejercer sobre ella todo tipo de presiones. Un ex alto dignatario o un intelectual que se consideraba maltratado tenía en los países socialistas muchos más medios para hacerse valer que los que dispone un simple obrero, un camarero o un ama de casa en un país capitalista, incluido el más demócrata y progresista. 3. Los países socialistas tuvieron que hacer frente a países que tenían una organización estatal probada por una larga experiencia y relativamente estable y una clase dirigente consolidada por una larga tradición de dominio. 4. La nueva clase dirigente que se formó en los países socialistas estaba compuesta (no podía ser de otra manera) por individuos que, por la naturaleza misma del papel social que desempeñaban, adquirían inevitablemente algunas características de los miembros de las viejas clases dirigentes, pues entre otras cosas, tenían que desarrollar tareas, realizar actividades y adoptar costumbres y hábitos en cierta medida análogos a los que aquéllas habían desempeñado. La tendencia a adoptar esas costumbres y hábitos de las viejas clases dominantes era tanto más fuerte cuanto más atrasado económica y culturalmente estaba el país. Y es que cuanto más atrasado fuese el país menos fácilmente podían ser sustituibles los nuevos dirigentes. Igualmente, cuanto más atrasado fuese el país, mucho más distantes debían ser las condiciones de vida y cultura de los nuevos dirigentes con respecto a las del resto de la población. Esto hacía de ellos un grupo social relativamente restringido de individuos cada uno de los cuales detentaba cierto poder social y se convertía en un blanco apetecible de la burguesía internacional: tanto de sus proyectiles de plomo como de sus proyectiles almibarados. Por la misma razón este grupo social estaba
expuesto a aferrarse a sus procedimientos y a sus métodos de dirección, a fosilizarse en ellos y a transformarse de promotor de la emancipación de las masas en obstáculo de su emancipación. Todos estos factores aumentaban la posibilidad de que representantes de esta nueva clase dirigente se convirtiesen en miembros de la nueva burguesía específica de los países socialistas, en promotores de una línea que consolidaba las divisiones de clase que todavía subsistían. La conciencia superficial que los comunistas tenían de las relaciones de producción en las sociedades socialistas, al menos hasta la gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976) promovida por el Partido Comunista Chino dirigido por Mao Tse-tung, facilitó la consolidación de esa burguesía específica de las sociedades de transición del capitalismo al comunismo. Las depuraciones que afectaron por oleadas precisamente a la clase dirigente de los países socialistas respondían, por consiguiente, a una ley general del socialismo, aunque esta ley se aplicase en general en los primeros países socialistas bajo el imperio de la necesidad, de una forma instintiva, con escasa conciencia científica y, por tanto, con una notable carga de confusión y de errores. Los rumores difundidos de que Stalin preparaba, a principios de 1953, una nueva y amplia depuración del partido y del Estado, situación que quizás indujo a alguno de los máximos dirigentes cercanos a él a acelerar su muerte, si reflejaran la realidad, confirmarían la gran intuición revolucionaria de Stalin: en todo caso, la Unión Soviética necesitaba de una nueva y amplia depuración del partido y del Estado, después de la pausa habida en la lucha de clases para hacer frente a la agresión nazi-fascista en el marco de la línea de Frente Popular Antifascista adoptada por el VII congreso de la Internacional Comunista (1935). Es seguro que los candidatos más destacados para sucederle, Lavrenti Beria y Nikita Kruschev, eran ambos partidarios de una mayor liberalización del régimen en el sentido de consolidar los poderes, el papel y la estabilidad de la clase dirigente ya establecida en vez de una nueva depuración de la misma. La gran fuerza intrínseca de los primeros países socialistas es completamente comprensible si consideramos que la concentración de energías, recursos, experiencias, conocimientos e informaciones alcanzada por el partido comunista, extendido a todo el país y unido mediante la Internacional a los partidos comunistas del resto del mundo, hacía que los obreros directa o indirectamente unidos a ella mediante sus organizaciones de masas tuvieran una orientación justa y adoptaran consignas justas a las que, obviamente, ninguno de ellos habría llegado por sí mismo. Esto introducía en la amplia base de la pirámide de clases, sectores y regiones heredada de la vieja sociedad, un factor de desarrollo cultural y civil que subvertía la vieja estructura y las viejas concepciones. El partido a su vez extraía de cada uno de los miembros de su estructura de base una masa de información a la que ningún dirigente habría tenido nunca acceso por sí mismo, EL CENTRALISMO DEMOCRATICO El centralismo democrático es el principio directivo de la estructura organizativa del partido comunista. Sus características son: 1. elegibilidad de todos los organismos dirigentes de abajo a arriba; 2. obligación de cada organismo del partido de informar periódicamente de su actividad a la organización que lo ha elegido y a los organismos superiores; 3. severa disciplina partidista y subordinación de la minoría a la mayoría; 4. las decisiones de los organismos superiores son absolutamente obligatorias para los organismos inferiores. por muy agudo y experimentado observador que fuese. Esto permitía concentrar en el partido un conocimiento verdadero, profundo y oportuno de las necesidades, aspiraciones, estado de ánimo y capacidades de las masas populares de todo el país. El partido se ponía así en condiciones de elaborar este conocimiento a la luz del patrimonio universal del movimiento comunista y de traducirlo en líneas, objetivos, métodos y consignas. Esta estructura ligaba por sí misma entre sí a los obreros de las empresas de todo el país. A través de ella los obreros de cada empresa se aprovechaban del balance y de las enseñanzas de las luchas llevadas a cabo por los obreros de todo el país, estaban informados y eran capaces de manifestar su solidaridad y de apoyar con ella las luchas de los obreros de todo el país para llevar adelante la transición hacia el comunismo. El mecanismo que acometía este proceso estaba regulado por el centralismo democrático y animado por la práctica de la crítica-autocrítica-transformación y por la lucha entre las dos líneas. Esto animó y empujó a la lucha y a la victoria a toda la clase obrera y a las masas populares en cada uno de los primeros
países socialistas en su fase de desarrollo: hasta la segunda mitad de los años 50, por cuanto atañe a la Unión Soviética y a las democracias populares de Europa Oriental, y hasta finales de los años 70 por lo que se refiere a la RPCh.
7. Lo original de los primeros países socialistas fue justamente la estructura de poder del primer tipo. Para quien la observase superficialmente, dicha estructura parecía consistir simplemente en una estructura organizativa (el partido y sus organizaciones de masas) infiltrada mediante sus organismos de base y sus miembros por todos los rincones del país y en cada sector de la sociedad civil y política. ¿Pero acaso era verdad que el partido comunista sólo era una organización que estaba presente, directa o indirectamente (mediante sus organizaciones de masas) en cada alveólo de la sociedad? En absoluto. La movilización por parte del partido comunista y de las organizaciones de masas de la clase obrera y de otras clases y sectores de las masas oprimidas de la vieja sociedad, estaba estrechamente ligada a la naturaleza de las tareas por las que el partido movilizaba a las masas. Los burgueses vieron, sobre todo, de una manera unilateral el aspecto organizativo. Quedaron atónitos y admirados de como los comunistas movilizaban a las masas trabajadoras y a toda la población en todos los terrenos a fin de realizar las tareas indicadas por el gobierno. La hegemonía y el prestigio de los países socialistas también se manifestaban de esta manera. La burguesía también intentó imitarlos en esto, al igual que ya imitaba a los países socialistas estableciendo reglamentaciones y comisiones de planificación económica, creando sectores de economía pública desde en la Italia de Mussolini a los EEUU de Roosevelt. Keynes propugnó la intervención del Estado en la economía y Hitler la llevó a la práctica. Los Estados Mayores burgueses estudiaron las doctrinas militares del Ejército Rojo y los escritos militares de Mao Tsetung. También la burguesía necesitaba, como dijo W. Churchill, «llevar a la masa del pueblo a una real colaboración con el honor y los intereses del Estado». Pensaba que bastaba con comprar a hombres de confianza, adoctrinarlos e infiltrarlos en cada alveólo de la sociedad: entendiendo con esto a los trabajadores y en particular a los obreros. Con medios a su disposición y con el prestigio social de sus representantes e instituciones a la burguesía imperialista no le resultó imposible reclutar a un grupo de hombres a su servicio en cada empresa, en cada escuela, en cada despacho o departamento, en cada destacamento militar o de policía, en cada tribunal y en cada institución. Lo hicieron expresamente y a gran escala, primero, el fascismo en Italia y, luego, el nazismo en Alemania. Lo hizo el Vaticano con sus organizaciones obreras y sus sindicados amarillos. Lo hicieron los grupos imperialistas yanquis, en correspondencia con la tradición y las condiciones de EEUU, con la gran expansión de los sindicatos del régimen, con la creación de muchas organizaciones de masas, como asociaciones gremiales, vecinales, patrióticas, etc., y con el desarrollo del FBI. En el curso de los años 20 y 30 la burguesía trató de construir en cada país estructuras públicas y estructuras ocultas de contrarrevolución preventiva inspiradas en el modelo de los países socialistas. Por lo demás, éste era también el modelo aplicado en el pasado por el clero en muchos países: un cura por cada centenar de personas bastaba para adoctrinar, controlar y dirigir a la masa de la población en tanto no llegasen los tiempos turbulentos. Pero aquí está el intríngulis de la cuestión: sólo resistieron mientras que las contradicciones sociales no superaron un cierto nivel de antagonismo. La forma de dirección que los primeros países socialistas inventaron, funcionaba (y funcionaba excelentemente bien) sólo para movilizar a las masas populares en el logro de sus intereses objetivos, conforme a sus intereses de clase. Tratar de utilizarla para lograr objetivos contrarios a los intereses de las masas populares no funcionó. En el caso de los países capitalistas las organizaciones capilares creadas por la burguesía se revelaron impotentes precisamente en circunstancias en que su tarea era más necesaria: cuando las sociedades burguesas tuvieron que afrontar las situaciones más difíciles, es decir, durante las crisis y las guerras. También en los países socialistas, cuando la dirección de los partidos comunistas fue asumida por los revisionistas, el partido comunista se transformó gradualmente y en cierta medida en una organización parecida a las creadas por la burguesía imperialista, sufriendo después la misma suerte. Traicionando los intereses de clase de los obreros, los revisionistas modernos corrompieron o desmoralizaron al cabo de cierto tiempo a los miembros del partido, y en particular a los obreros. Con esto resquebrajaron también la cohesión del partido. Una cosa es, en efecto, una célula de comunistas, de personas culturalmente avanzadas, generosas e intrépidas que, sostenidas por la fuerza social concentrada en el partido y en el Estado, movilizan a sus compañeros para solucionar sus problemas inmediatos, ampliar sus conocimientos y elevar su conciencia hasta convertirlos en miembros activos, conscientes, en parte plena de la sociedad, para hacerles comprender y participar en la realización de las tareas socialmente
necesarias, incluidas las que son ajenas a la experiencia inmediata y directa de los individuos, para mejorar su vida, mejorarse a sí mismos y mejorar sus relaciones con el resto de la sociedad. Otra cosa es, en cambio, una organización de individuos, por muy capilarmente extendida que esté, que tienen que convencer y obligar a sus propios compañeros de trabajo o vecinos a mantenerse sometidos a la clase dominante, a trabajar y sacrificarse para servir sus intereses y alimentar sus privilegios y que tienen que hacer creer a sus compañeros de trabajo o a sus vecinos que los intereses de la clase dominante también son sus propios intereses: que «todos estamos en el mismo barco». La tarea de los primeros es apoyada y potenciada capilarmente por la experiencia directa e inmediata de cualquier persona que forma parte de las masas populares. La tarea de los segundos es, por el contrario, desmentida y contradicha capilarmente por la experiencia directa e inmediata de las masas sin que la burguesía pueda evitarlo. Llevar capilarmente a las masas, y en primer lugar a los obreros, a hacer suyas y realizar con empuje y generosidad las tareas de la sociedad, es una necesidad y una aspiración de la clase dirigente en cada sociedad en la que las fuerzas productivas han alcanzado ya un carácter colectivo. También lo es para la burguesía. Pero el problema es que en los primeros países socialistas, gracias a la dirección del partido comunista, las tareas, incluso las más abstractas y universales de la sociedad, coincidían con las necesidades y aspiraciones de la clase obrera y hasta un cierto punto también con las del resto de las masas populares. Esto explica que fuese posible crear y desarrollar continuamente esa movilización capilar. Pero fue la línea de transformación comunista de la sociedad seguida por el partido comunista la que hizo posible movilizar capilarmente a las masas, la que fue el elemento decisivo de todo. El partido comunista logró ser un faro en torno al cual se agruparon poco a poco las masas, indicándoles el camino que de hecho siguieron, porque el camino que les indicaba el partido lo reconocían como suyo y porque en la medida que lo recorrían se confirmaba que era el suyo. Organización comunista, línea de transformación comunista de la sociedad y línea de masas (el método de dirección) van a la par, siendo entre ellas la parte decisiva precisamente la constituida por la línea y el método comunistas. Con la línea y el método comunistas es posible crear una organización que no existe. Una organización, por muy presente que esté capilarmente entre las masas (y ciertamente la burguesía con su dinero y su influencia moral e intelectual puede crearla), en tanto que promueva e imponga objetivos y fines contrarios a los intereses y aspiraciones de las masas, antes o después fracasa. Sus miembros se encontrarán aislados de las masas, o bien se verán influidos por ellas; se transformarán en policías, espías y asesinos odiados por las masas o bien dejarán de acatar las órdenes y mandatos que vienen de arriba. Ésta fue la experiencia de las organizaciones públicas fascistas y nazis con las que la burguesía imitó a los partidos comunistas y trató de controlar y dirigir a las masas populares. Los revisionistas modernos han confirmado la misma ley con su miserable final: en los primeros países socialistas llevaron a los partidos comunistas, tras conquistar su dirección, a transformarse en partidos incapaces de orientar y movilizar a las masas y odiados por ellas. Sólo después de haber caído en el abismo de barbarie en el que las ha precipitado la «restauración del capitalismo a toda costa y por cualquier medio», llevada a cabo después de 1990 en los ex países socialistas de la URSS y de Europa Oriental, los grupos revisionistas se han visto rehabilitados en una cierta medida a los ojos de las masas populares, como demuestran sus recientes éxitos electorales. La capacidad de dirección del partido comunista y sus organizaciones de masas estaba, por tanto, estrechamente ligada a la tarea de transformar la sociedad que el partido perseguía. En efecto, en el período de ascenso de los países socialistas, toda relación social era sometida a verificación por parte de las masas, nada se substraía por principio a la crítica y a la transformación. Todo obstáculo interpuesto al desarrollo de un mayor bienestar material y moral de las masas populares por la propiedad privada de los recursos económicos e intelectuales de la sociedad y por la tradición era quitado de en medio o limitado. Las rentas que no provenían del trabajo fueron limitadas o completamente abolidas. La obligación de desarrollar un trabajo socialmente reconocido como necesario, o al menos útil, se universalizó. Ya en la Constitución de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia de 1918 se declaraba explícitamente el «servicio general obligatorio del trabajo para todas las personas comprendidas entre los 14 y 50 años». El trabajo pasó a ser la única fuente y justificación de la renta individual. De este modo fueron secadas las fuentes principales de la criminalidad: ya sean las ligadas a la necesidad individual, ya sean las ligadas a la codicia de riqueza personal y a la voluntad de sustraerse a contribuir al trabajo. Gran parte de los comportamientos antisociales heredados de la vieja sociedad se hicieron recuperables: la reintegración social de los criminales dejó de ser una hipocresía. El lema de «Quién no trabaja no come» se convirtió en un criterio universal, puesto en práctica e impuesto capilarmente bajo el
control omnipresente de las masas. La inserción de cada individuo en la sociedad pasó a ser una preocupación normal de la sociedad con respecto a cada individuo, sin esperar a que su exclusión diese origen a comportamientos antisociales y criminales. La erradicación del analfabetismo, el acceso a la instrucción superior, la emancipación de la mujer, la eliminación de la marginación social y de la discriminación racial y nacional, la participación en el patrimonio cultural de la sociedad, en las actividades sociales y en su gestión alcanzaron niveles nunca antes alcanzados en ningún país. La discriminación positiva se convirtió en un criterio ampliamente llevado a la práctica. En cada caso, en el que se debía designar a un candidato a un papel social, a una escuela o a una promoción, se aplicaba la discriminación positiva, se ponían en vigor medidas que estaban encaminadas a promover justamente a los miembros de las viejas clases oprimidas (obreros, campesinos), a los miembros de las minorías nacionales y de las naciones más atrasadas y oprimidas, a las mujeres. Todo con el fin de corregir las injusticias que los mecanismos económicos y sociales heredados de la vieja sociedad perpetuaban. La lamentación de las viejas clases dirigentes ante el hecho de que sus vástagos fueran postergados por los hijos de los obreros y campesinos fue una constante en cada país socialista. La revolución cultural llevada a cabo en la URSS (1927-1932) supuso una aplicación sistemática de la discriminación positiva ante el acceso a las instituciones educativas. Esta dotó al país de una amplia pléyade de técnicos, hombres cultos y dirigentes de origen obrero y campesino, que eran, desde luego, frecuentemente obreros o campesinos elegidos por sus colectivos de trabajo para apartarlos de la producción, a fin de que frecuentaran los institutos de cultura y las universidades o desarrollaran tareas dirigentes (10). La puesta en marcha de todas estas transformaciones fue gradual y por etapas. Esta se llevó a cabo con ritmo diferente, según el nivel de desarrollo de la lucha de clases y el grado de desarrollo cultural de los países, zonas y grupos sociales. El método de dirección, llamado posteriormente por Mao «línea de masas», implicaba que el partido movilizara a las masas para realizar de etapa en etapa las medidas progresivas que las masas por su propia experiencia consideraban como justas. El partido formulaba estas medidas elaborando la experiencia de las masas y proponiéndolas a su vez a ellas para que las difundieran, demostrando la eficacia de las mismas con experiencias-tipo y otras iniciativas de modo que las masas las hiciesen suyas y las generalizasen. A menudo el partido generalizaba experiencias de vanguardia acometidas por sectores avanzados de las mismas masas, poniéndolas como ejemplos: basta pensar en los «sábados comunistas» exaltados por Lenin (Una gran iniciativa, julio de 1919) y en el papel desarrollado en la República Popular China por los campesinos de Tachai y por los obreros de Taching (Obras de Mao Tse-tung). Las primeras medidas concretas tomadas por la clase obrera para llevar adelante la transformación de la sociedad estuvieron dictadas en gran parte por las necesidades inmediatas existentes en el momento en que tomó el poder: hacer frente con medidas concretas, en base a los recursos existentes y a las capacidades organizativas y administrativas que la clase obrera y las masas populares tenían, a las necesidades inmediatas individuales y colectivas de las masas populares, satisfacerlas en la mayor medida posible, combinar la satisfacción de las necesidades inmediatas con la creación de las condiciones necesarias para la reproducción ampliada y la defensa, adoptando a este objetivo los sistemas y medidas que más valorizaban y desarrollaban la creatividad y la iniciativa de las masas populares y que más favorecían su movilización y organización (11). Las memorias de la época, incluso las escritas por anticomunistas, los relatos de los supervivientes del período de ascenso de los primeros países socialistas, la literatura y las películas de aquellos años, los periódicos, etc., todo testimonia la gran, entusiasta, generosa y capilar movilización de las masas populares para transformar el mundo y transformarse a sí mismas. Fue este impulso de masas, que los partidos comunistas de los primeros países socialistas supieron suscitar, y la dirección que supieron imprimirle los que permitieron a estos países realizar progresos tan enormes, casi milagrosos, en el campo económico y cultural. Estos progresos, envidiados por la burguesía imperialista hasta el punto de tratar de ahogarlos y ocultarlos, durante algunas décadas han movido a las clases y pueblos oprimidos de todo el mundo a luchar por establecer también el socialismo (12).
8. ¿Por qué y cómo los primeros países socialistas han tomado la vía del desgaste que los ha conducido al derrumbamiento (1989-1991)? Porque los comunistas no supieron descubrir e indicar la línea para impulsar la revolución en los países socialistas más allá de los resultados alcanzados y no
supieron apoyar eficazmente la revolución socialista en los países imperialistas ni la revolución de nueva democracia en los países atrasados, oprimidos por el imperialismo. Retomando las expresiones del Manifiesto del partido comunista de 1848, la inadecuación de los comunistas para «conocer las condiciones, el curso y los resultados generales del movimiento proletario» (es decir, la inadecuación de su concepción del mundo) impidió que continuaran siendo «la parte más resuelta del mismo, la que impulsaba la revolución». En 1945, al final de la segunda guerra mundial, el movimiento comunista internacional estaba convencido, al igual que lo estaba toda la burguesía, que en los países capitalistas se reiniciaría la gran crisis que había sido interrumpida por la guerra. Según esta tesis, la crisis llevaría al derrumbamiento de los países capitalistas y empujaría a las masas populares de los países imperialistas a la revolución socialista. Por consiguiente, fue subestimado el papel de la iniciativa subjetiva revolucionaria. En cuanto a la Unión Soviética y a los países socialistas de Europa Oriental, los comunistas no supieron ser consecuentes con la inquietud mostrada por Stalin, en 1952, cuando, en su trabajo sobre los Problemas económicos del socialismo en la Unión Soviética, destacó la urgencia de afrontar las contradicciones que se manifestaban en la URSS y demás países socialistas. Los dirigentes comunistas de la época estaban convencidos que las conquistas realizadas por los primeros países socialistas se habían hecho irreversibles con la victoria en la guerra contra la agresión nazi-fascista y la constitución de un gran campo socialista. Además, estaban convencidos que las contradicciones de clase se habían atenuado en la Unión Soviética. Esta tesis, como ya hemos visto, se recogió en la Constitución de la URSS de 1936 y en los Estatutos del PCUS aprobados en el XVIII congreso (1939). Para la izquierda dicha atenuación de las contradicciones de clase significaba una pausa en la lucha de clases impuesta por la necesidad de reforzar interna e internacionalmente la unidad de la lucha contra el nazi-fascismo. Es decir, que era la aplicación específica por los comunistas soviéticos de esa línea de Frente Popular Antifascista aprobada por el VII congreso de la Internacional Comunista (1935). Pero también, por otra parte, tuvo el inevitable efecto colateral de reforzar a la derecha en el partido, la influencia de la burguesía en la sociedad y la infiltración de las agencias de espionaje imperialistas en la URSS. Lacolaboración durante la guerra con los países capitalistas «democráticos» (EEUU y Reino Unido) debilitó las discriminaciones de clase en la Unión Soviética y permitió e impuso el establecimiento de múltiples relaciones entre la burguesía imperialista y los dirigentes soviéticos (entre los que anidada la nueva burguesía típica de los países socialistas) (13). El resultado victorioso de la guerra contra el nazi-fascismo y la formación del campo socialista demostraron posteriormente que la línea de Frente Popular Antifascista fue justa. Pero una vez acabada la guerra se hacía necesaria la reanudación de la lucha de clases a gran escala y, por consiguiente, también, de las discriminaciones de clase, necesarias en tanto no se extinguiese efectivamente la división de clases. Por lo demás Stalin había comprendido y formulado claramente la ley de que las contradicciones de clase se agudizarían todavía más a medida que la Unión Soviética avanzaba hacia el comunismo. Pero, como demuestran ya las discusiones sobre la Constitución de 1936 y los debates del XVIII congreso (1939), la izquierda de los partidos comunistas, incluida la del PCUS, no tenía una clara conciencia de la naturaleza de la nueva burguesía que se formaba inevitablemente en los propios países socialistas. Solamente vio a la vieja burguesía propietaria, también jurídicamente, de los medios de producción y sus manifestaciones residuales en el terreno económico y cultural. Por tanto, tenía una comprensión inadecuada de la naturaleza de las relaciones de producción que sólo fue posteriormente puesta de manifiesto por Mao Tse-tung, precisamente en base a la experiencia soviética. En la Unión Soviética los llamamientos de Zdanov (1946-1947) a reanudar la lucha de clases no se convirtieron en una línea de partido a causa de su repentina muerte: la cual fue, probablemente, resultado de las relaciones que los imperialistas de EEUU habían tejido en la URSS durante la guerra y potenciada inmediatamente después de englobar a los servicios secretos nazis. La polémica que tuvo lugar en la Unión Soviética en torno al Manual de economía política, justamente a principios de los años 50, era un síntoma de la necesidad de los comunistas de efectuar un avance radical en el campo teórico (14). Las relaciones de producción comprenden : 1. la propiedad de las fuerzas productivas, la propiedad jurídica o, en todo caso, el poder de disponer de ellas según su juicio; 2. las relaciones entre los hombres en la producción: las divisiones entre trabajo ejecutivo y de dirección y organización, entre trabajo manual e intelectual, entre mujeres y hombres, entre jóvenes y adultos, entre el campo y la ciudad, entre razas, naciones, regiones y sectores atrasados y razas, naciones, regiones y sectores avanzados, entre la producción de bienes y servicios y la administración pública, entre el trabajo de los obreros y el de los empleados, entre pequeñas y grandes empresas, entre los diversos sectores productivos, entre el trabajo simple y el trabajo cualificado;
3. la distribución del producto entre los individuos, entre las unidades productivas y para el consumo colectivo (las relaciones de distribución). En los países socialistas en los que la propiedad privada individual de los medios de producción ya estaba abolida en lo esencial, la burguesía está constituida esencialmente por los dirigentes del partido, de las organizaciones de masas, del Estado, de las unidades productivas y de otras instituciones públicas que se oponen a los pasos que se pueden dar hacia adelante en la transformación en sentido comunista de los tres aspectos de las relaciones de producción. En estas condiciones la derecha encontró un terreno favorable. Por un lado, defendía una vía de reformas y conquistas graduales («las reformas de estructura») para los países imperialistas, ya anticipada en los años 40 por Browder en EEUU. Por otro, en cuanto a los países socialistas, la derecha defendía la adopción de medidas de dirección social afines a las aplicadas por la burguesía: la atenuación de la lucha de clases, la eliminación de las discriminaciones positivas de clase que, por el contrario, deben ser establecidas y mantenidas en tanto no se extingan realmente las divisiones de clase, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (es decir, leyes iguales para ciudadanos en condiciones sociales todavía desiguales), el Estado de “todo el pueblo”, el partido abierto a todo el “pueblo” sobre la base de compartir el programa político, la autonomía financiera de las empresas y relaciones comerciales entre ellas, el resultado financiero como principal criterio de valoración de la actividad de las empresas, los incentivos económicos individuales como principal motor de la iniciativa individual, la restauración de las rentas ajenas al trabajo, etc. La derecha defendía, además, la apertura ilimitada de los países socialistas a los capitales y al comercio de los grupos imperialistas. En cuanto a los países coloniales, la derecha sustentaba el abandono de la revolución de nueva democracia y el paso de los mismos a la condición de países semicoloniales bajo la dirección de la burguesía nacional, de la burguesía compradora y de la burguesía burocrática. El chantaje atómico ejercido por los imperialistas de EEUU con la destrucción de Hiroshima y Nagasaki (1945), la amenaza de la guerra química y bacteriológica puesta en práctica en China y Corea (19501953) y la carrera armamentística (creación de la OTAN, etc.) lanzada por los mismos, respaldaron la actividad interna de la derecha. En sus intenciones la convergencia gradual de los dos sistemas sociales, capitalista y socialista (de la que el célebre físico A. Sajarov fue reconocido como su miserable portaestandarte), debía convertirse en la línea-guía de las relaciones internacionales. En realidad, el éxito de los revisionistas modernos en los partidos comunistas dio inicio, en cambio, al período de decadencia de los países socialistas que desembocó en su derrumbamiento entre 1989 y mediados de 1991. Algunos que se consideran muy de izquierda sostienen que los países del campo socialista han sido derribados por los grupos y Estados imperialistas. Para ellos, defender la tesis de que los países socialistas se han hundido a causa de la labor de corrupción y corrosión interna llevada a cabo durante décadas por los revisionistas modernos, sería tanto como denigrar a los países socialistas. Así como también lo sería, según su razonamiento, defender la tesis de que los revisionistas lograron imponerse en la dirección de los partidos comunistas debido a los límites de la izquierda de los mismos (al hecho de no saber dar respuestas adecuadas a las tareas que la situación ponía al orden del día). Aparte de que el estudio de los acontecimientos demuestra esta segunda tesis, recordemos que Marx y Engels denunciaron, tras la derrota de la Comuna de París (1871), la vileza y ferocidad de la burguesía, pero no atribuyeron a esto la derrota de tan heroica empresa, sino a los límites y errores de los comuneros (Guerra civil en Francia). Tampoco por esto denigraron la Comuna, sino que extrajeron de esta experiencia enseñanzas indispensables para la primera oleada de la revolución proletaria. Como materialistas dialécticos, sabían que, en general, son las causas internas y no las externas las que constituyen el principal factor de desarrollo de cada cosa. La primera oleada de la revolución proletaria, de la que los primeros países socialistas fueron su más alta expresión, se estancó después de las grandes victorias alcanzadas en las primeras décadas ante las tareas planteadas para su prosecución. En cierto sentido, esto mismo fue lo que sucedió durante la Comuna, cuando, una vez conquistado París, los comuneros abandonaron la tarea de perseguir y liquidar a la burguesía francesa que se había retirado a Versalles para concentrar sus fuerzas y poder preparar desde allí el contraataque.
9. A pesar de que se hayan derrumbado, los primeros países socialistas han dejado una huella profunda en el mundo y sentado bases imperecederas para nuestro futuro.
En primer lugar, han demostrado prácticamente, a gran escala, durante un período relativamente prolongado y en condiciones diferentes, que los obreros y otros trabajadores pueden asociarse, organizarse y dirigirse sin capitalistas ni patronos. Ya hoy la sociedad actual, si se tiene bien en cuenta, no estaría en pie sin el trabajo voluntario y diligente de millones de personas que o no son pagadas en absoluto por ello (un caso típico son las madres, las amas de casa, los activistas sindicales y políticos de los trabajadores) o son retribuidos en una medida que no se corresponde con el celo y pasión con que desempeñan su trabajo (15). Pero, efectivamente, los trabajadores no han desarrollado masivamente todavía las aptitudes necesarias para prescindir de los patronos, ni pueden desarrollarlas hasta que no logren prescindir de ellos. Milenios de historia han hecho arraigar entre las masas la convicción de que sin los patronos los trabajadores no son capaces de organizarse y producir. Los patronos y sus curas no cesan de ensalzar el papel de los patronos y de otorgarles el carácter sagrado del orden social natural querido por su Dios. Y efectivamente durante milenios la división de clases y la explotación han tenido un papel progresista: las sociedades que no las han adoptado se han quedado rezagadas y, en definitiva, han desaparecido. Esto ha hecho arraigar en los hombres y en las mujeres una convicción tan profunda que hace difícil desprenderse de ella también ahora en que la división de clases ya no corresponde a la necesidad, sino que hasta se ha convertido en una camisa de fuerza que nos ahoga, que impide utilizar las grandes fuerzas productivas disponibles para mejorar las condiciones materiales y espirituales de existencia y hace más bien de ellas un instrumento de destrucción y mayor opresión. Se trata de costumbres arraigadas, como la discriminación contra las mujeres o las divisiones nacionales, sobre las que los primeros países socialistas han demostrado igualmente a gran escala su carácter atrasado y residual, a pesar de las bendiciones con las que los curas las consagran. En segundo lugar, los primeros países socialistas han desempeñado una función positiva en la evolución de la lucha de clases en todo el mundo. Durante décadas ejercieron una presión constante sobre las clases dominantes de cada país y supusieron un estímulo constante para las clases y pueblos oprimidos de todo el mundo a los que dieron inspiración y apoyo solidario. En los años 30, mientras los países capitalistas eran presa de una crisis devastadora, la URSS (que incluso se había constituido en un país destrozado por la guerra, atrasado y sometido, además, a continuas y multiformes agresiones), realizó grandes progresos en todos los terrenos al asegurar una vida decorosa a todos los trabajadores y difundir el progreso cultural, sanitario, etc. Bajo la presión de los primeros países socialistas y del movimiento de las masas populares que con su ejemplo y su línea promovieron, la burguesía imperialista tuvo que empeñarse en demostrarles prácticamente a los trabajadores que «en el capitalismo se estaba mejor que en el socialismo». En ese sentido, los capitalistas debieron hacer concesiones de todo tipo a las masas populares que cambiaron profundamente sus condiciones materiales y espirituales. Son las conquistas que hoy la burguesía imperialista trata de eliminar para crear condiciones satisfactorias para la valorización de su capital. Es el gran progreso cultural que, hasta en estos años en los que el movimiento comunista (en cuanto movimiento consciente y organizado) se encuentra extremadamente débil, ha llevado a la gran movilización antiimperialista del 15 de febrero de 2003 contra los grupos imperialistas de EEUU que quieren atacar Irak. Todavía hoy el grupo de neonazis agrupados en torno a Bush defiende la misma política de guerra preventiva a escala planetaria sosteniendo que los grupos imperialistas no deben permitir que surja en el mundo un adversario temible y omnipresente como lo fueron la URSS y el campo socialista. En tercer lugar, los primeros países socialistas han demostrado la superioridad del comunismo sobre el capitalismo. Durante la primera oleada de la revolución proletaria, bajo la dirección de los partidos comunistas las masas populares derrotaron a la burguesía imperialista, rechazaron todos sus intentos revanchistas y restauradores y sus agresiones y construyeron países socialistas invencibles y capaces de realizar grandes progresos. Su influencia irradió a todo el mundo e infundió fuerza, confianza y empuje a las masas populares de cada país: la burguesía imperialista recurrió a todos los medios para defenderse de su influencia sobre las masas populares. Las derrotas padecidas por los imperialistas yanquis en Corea, en Bahía de Cochinos (Cuba) y Vietnam han quedado grabadas en la memoria de los proletarios no menos que en la de los burgueses. Sólo después que en los partidos comunistas los revisionistas modernos se impusieron con sus soluciones burguesas a los problemas de la sociedad socialista, sólo después que los partidos comunistas pretendieron dirigir las sociedades socialistas ya no como los verdaderos comunistas las dirigieron (partido comunista, organizaciones de masas, línea de masas), sino como los burgueses dirigen a sus propios subordinados (las relaciones industriales), a las masas populares (las políticas macroeconómicas y la política general) y se dirigen a sí mismos (democracia burguesa y guerras interimperialistas), sólo entonces fue cuando se invirtió la correlación de fuerzas: los países socialistas se hicieron inestables y se protegieron con barreras y policías de la influencia de la burguesía.
En cuarto lugar, los primeros países socialistas han echado nueva luz sobre la naturaleza y el papel del partido comunista. Ellos han enseñado que para ser miembro del partido comunista no bastan las tres condiciones indicadas a principios del siglo XX por los bolcheviques (compartir el programa político del partido, formar parte de una de sus organizaciones y sustentarlo económicamente con sus propios medios y recursos). Cada miembro del partido comunista debe estar también dispuesto a asimilar la concepción materialista-dialéctica del mundo y el método materialista-dialéctico de actuar y pensar (centralismo democrático, crítica-autocrítica-transformación, lucha entre las dos líneas en el partido, línea de masas). En quinto lugar, los primeros países socialistas han mostrado dónde está la burguesía en los países socialistas. Lenin había hablado con razón de un «capitalismo sin capitalistas» que perduraba en el socialismo. La experiencia ha enseñado que, para ser más exactos, era más bien preciso decir que persistía un «capitalismo sin los viejos capitalistas», que las relaciones capitalistas de producción sobrevivirían al tiempo que se desarrollaban contra ellas las nuevas relaciones comunistas y se mantenía la lucha entre ambas representada por la lucha entre las clases específicas de la sociedad socialista. La lucha entre las dos vías, las dos clases y las dos líneas es una ley de toda la fase socialista de la humanidad. En sexto lugar, los primeros países socialistas nos han transmitido un patrimonio de experiencias al que podemos y debemos recurrir para comprender qué es lo que hace falta hacer o no hacer, un patrimonio de ejemplos positivos y negativos para la próxima segunda oleada de la revolución proletaria. Por esto es indispensable que los grupos y organizaciones que trabajan por el renacimiento del movimiento comunista estudien a fondo dicha experiencia. Los primeros países socialistas han trazado un camino que ninguna guerra preventiva de la burguesía imperialista, ni ningún conjuro de sus curas podrán borrar. Al igual que los dirigentes de la primera oleada de la revolución proletaria asimilaron y utilizaron las enseñanzas de la Comuna de París, hoy nos corresponde a nosotros, como comunistas, asimilar las enseñanzas de los primeros países socialistas y servirnos de ellas. Notas bibliográficas para quien quiera profundizar su conocimiento sobre el tema: Bibliografía relativa a los primeros países socialistas 1. Sobre la cuestión de Stalin en Obras de Mao Tse-tung, vol. 20 (Edizioni Rapporti Sociali). 2. La experiencia histórica de los países socialistas en Rapporti Sociali n.11 (1991) y ¡Que los comunistas de los países imperialistas unan sus fuerzas para el renacimiento del movimiento comunista!, capítulo 5, en La Voce n.12 (2002), pág. 54. El primer documento, que será reeditado en el segundo número de la colección que presentamos a nuestros lectores, fue traducido y publicado en castellano por el PCE (r), en mayo de 1993, en Textos para el debate enel Movimiento revolucionario europeo (II). En cuanto al segundo ha sido publicado en el n. 5 de La Gaceta del PCE (reconstituido) - Fracción Octubre. 3. Lenin, Estado y Revolución en Obras completas, vol. 25 4. Lenin, Las tareas inmediatas del poder soviético en Obras completas vol. 27; Lenin, El izquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo en Obras completas, vol. 27. 5. La Costituzione sovietica del 1977 di P. Biscaretti di Ruffià e G. Crespi Reghizzi (ed. A. Giuffré,1979). 6. Modificaciones a los Estatutos del PC(b) de la URSS, informe presentado por A. Zdanov al XVIII congreso del PCUS, 18 marzo 1939. 7. Per il bilancio dell’esperienza dei paesi socialisti en Rapporti Sociali n. 5/6 (1990). Ancora a proposito dell’esperienza storica della dittatura del proletariato (1956) en Opere de Mao Tse-tung, vol. 13 (Edizioni Rapporti Sociali). 8. Constitución de la Republica Popular China en Obras de Mao Tse-tung, vol. 25 (Edizioni Rapporti Sociali). 9. Discorso sulla grande Rivoluzione Culturale a Shanghai (febrero 1967) en Obras de Mao Tse-tung,vol. 23 (Edizioni Rapporti Sociali). 10. Proyecto de Manifiesto Programa publicado, en 1998, por la Secretaría Nazional de los CARC (Italia) cap. 1.7. Este texto se puede conseguir en francés en EiLE www.lavoce. freehomepage.com.Dirección postal: via Tanaro n. 7 - 20128 Milano; tel./fax 02 26306454. 11. K. Marx, Crítica al Programa de Gotha (1875) en Obras escogidas de K.Marx y F.Engels, vol. 2. Akal Editor,
Madrid 1975. 12. Literatura disponible: (véase más abajo el epígrafe sobre la bibliografía relativa a los primeros países socialistas). 13. ¿Dónde se encuentra la burguesía en la sociedad socialista? en Rapporti Sociali n. 22 (1998), pág.26. 14. Notas de lectura de «Problemas económicos del socialismo en la URSS» y Notas de lectura del «Manual de economía política de la URSS» en Obrasde Mao Tse-tung, vols. 16, 17 y 20 (Edizioni Rapporti Sociali). 15. Proyecto de Manifiesto Programa publicado por la Secretaría Nacional de los CARC (1998) cap. 5.
[Los textos se pueden conseguir en italiano en Edizioni Rapporti (Italia), resistenza@carc.it Dirección postal: Via Tanaro 7, 20128 Milano - Italia]
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