Alonso de illescas

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Generala Manuela Sรกenz

Colecciรณn

Alonso de Illescas

El Gob ernador Negro

BIOGRAFร AS HOMBRES Y MUJERES FORJADORES DE LA PATRIA

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La construcción de nuestra Patria ha sido engrandecida por corazones indomables que supieron asumir en sus vidas el fervor de la libertad y el ansia de construir un país soberano. La historia de nuestra Patria es un largo camino construido con intensas batallas de resistencia ante fuerzas opresoras y de dominación. A lo largo del tiempo se han destacado hombres y mujeres que lucharon encarnando valores de rebeldía y coraje. Estos personajes están vivos en el recuerdo que marca las huellas del tiempo. Su acción y su palabra se mantienen e iluminan nuestras vidas. Transcurre el tiempo, pero los compromisos son los mismos, la búsqueda de mejores días anima a los ciudadanos y ciudadanas de hoy, la resistencia está allí. Ese mismo espíritu anima a los héroes y heroínas anónimos que construyen la Patria nueva con la participación irrenunciable en la Revolución Ciudadana. Es importante volver la mirada a nuestras raíces históricas para comprender nuestro presente. La Secretaría de Pueblos, Movimientos Sociales y Participación Ciudadana de la Presidencia de la República entrega a la ciudadanía este aporte de biografías de personajes históricos para poder adentrarnos en las venas de nuestra Patria.


BIOGRAFÍAS HOMBRES Y MUJERES FORJADORES DE LA PATRIA

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Alonso de Illescas

El Gob ernador Negro

autora:

MARCELA COSTALES P.



1 LOS DÍAS DE CABO VERDE Cuántas islas e isletas conforman aquel Archipiélago conocido con el nombre de CABO VERDE. Las rodea el Océano Atlántico, a veces tumultuoso, a veces silencioso: como si aguardara algún acontecimiento para reflejarlo en sus olas de un azul profundo, que en las tardes de tormenta semejaba plomo derretido y terrible. Por esta líquida extensión -carente de horizontes por su infinita grandeza-, allá por el siglo XV, aparecieron una vez (“vez” maldecida por todas las generaciones de África) los barcos de los portugueses: llenos de armas, llenos de odio, llenos de ambición. Y se apoderaron de las islas. Y las transformaron en el centro


del comercio de esclavos negros. Comercio grande, comercio imparable, comercio jugoso, que representaba poderío económico y gran influencia política y social. Desde aquel mismo año se organizó el tráfico de negros. Cuando el atroz aventurero portugués Antonio González, luego de doblar el Cabo Bajador, llegando a Guinea -más o menos 58 años antes del descubrimiento de América-, se dedicó a realizar muchas expediciones de guerra en las que capturó un gran número de prisioneros, a los que empezó a vender como esclavos. González dio la campanada para que el tráfico humano más detestable se instaurara como una práctica generalizada. El fruto de estas cacerías se colocaban, en primera instancia, en Lisboa y Sevilla, enriqueciéndose mucha gente con este “producto“ llamado “ébano humano”. Luego, Fernando V, en 1511, envió a América una “remesa” de negros comprados en las costas africanas. Carlos V, hacia el año 1516, concedió graciosamente a los flamencos el privilegio de llevar a la América Española aproximadamente 4.000 negros por año. Además de los portugueses y los españoles, se dedicaron al comercio de esclavos los flamencos, italianos, ingleses, franceses, holandeses, daneses y alemanes. Todos aquellos reinos que poseían tierras e intereses en Ultramar se vieron necesitados de


mano de obra fuerte y resistente y creyeron que la más conveniente, fácil de manejar y menos costosa, era precisamente la de los negros; éstos que se acomodaban bien a las más altas temperaturas y soportaban el trabajo y el castigo como animales de carga. En España, concedió el Gobierno a particulares o a Compañías el suministro anual de un número determinado de esclavos negros, para sus posesiones de Ultramar; a cambio de que el concesionario les pagase cierta cantidad. Estos contratos recibían el nombre de asientos de negros. Pero, en 1580 fueron abolidos, ya que estas Compañías habían llegado a tener tal poder, que constituían un verdadero peligro para la tranquilidad del Estado, atreviéndose a matar al Gobernador de Santo Domingo y a ocupar el fuerte. Qué cruel la hora en la que llegaron esas naves. Qué huracán de podredumbre y de malevolencia se apoderó hasta del aire. Qué terribles los designios que venían junto con ellas. Qué época de sangre, de persecución, de cacería, de esclavitud, de dolor humano y de noche inacabable. ¡Qué ironía, qué burla del destino: aquellos reinos que habían abolido la esclavitud, en el nombre de Cristo, en el nombre de una religión de bondad e igualdad, fueron los que la impusieron de nuevo en un Conti-


nente distinto y con mayores rasgos de ferocidad, pisoteando la dignidad esencial de los seres humanos y la calidad única y preciosa que cada uno de ellos poseía! Los ocupantes de aquellos barcos -barbados, de incansable e incomprensible conversación, de palabras nuevas y nunca antes escuchadas- se apoderaron de todo: de la exigua y reseca vegetación, de los animales que servían de alimento, de los peces, de las aguas, de los sitios que les parecieron más convenientes para el desarrollo de sus planes meticulosos, diarios, consistentes; hasta que pasaron a ser los dueños de todo, incluidas las pocas gentes que en estos lugares habitaban. Y todo se convirtió en pesadilla, en dolor, en esclavitud. Sentado en una piedra, a un costado del riachuelo que corría bajo sus pies, un pequeño niño negro contemplaba a los perezosos minúsculos lagartos que en esa hora de la tarde reposaban, disfrutando de la deglución de la presa que habían logrado capturar. Tendría cinco o seis años. Ya no recordaba si en esos lugares estuvo desde el inicio de sus días, o si a ellos fue traído por la fuerza de un destino de oprobio que no podía comprender. Vivía en un canchón con otros niños de su misma edad, la mayoría de los cuales tampoco recordaba bien su procedencia. La comida que les daban era tan exigua. El cariño no existía.


Sólo la reprimenda y el látigo, el trabajo constante y forzado. El agua era un don precioso del que casi siempre debía prescindir. Sus ojos se llenaban de lágrimas al recordar los innumerables golpes que había recibido; tal vez ya no tenía memoria de cuantos; las hambres, la servidumbre despiadada y la falta de compasión de quienes eran sus amos. Había aprendido a hablar portugués, aunque de noche en noche -sobre todo cuanto tenía miedo, de la oscuridad, del hambre, de la soledad- lejanas palabras de acento suave y consolador, pronunciadas en voz de mujer, le abrían el alma a la ternura; como si algún remoto recuerdo, un recuerdo anterior a la vida que viniera a golpear sus puertas, derramara en él el bálsamo de la esperanza. ¡Azagaya! …soñaba, o era el nombre de un arma que los guerreros llevaban al combate … knob kirri. Podían ser palabras de guerrero, eran escudos para su corazón, que de algún modo, algún día, podrían revelarle su verdadero origen. Aquella tarde sus pensamientos eran más terribles que nunca. Hacía tres días había llegado uno de los barcos más grandes de los portugueses: un barco oscuro que se presentaba como imponente montaña de madera y cuerdas. El barco de cuyas entrañas salían cientos de negros desfallecidos, amarrados, muchos de ellos sangrantes,


¡Qué ironía, qué burla del destino: aquellos reinos que habían abolido la esclavitud, en el nombre de Cristo, en el nombre de una religión de bondad e igualdad, fueron los que la impusieron de nuevo en un continente distinto y con mayores rasgos de ferocidad…!


y del que se sacaban cadáveres en fardos. Venía acompañado de lamentos, de voces desgarradoras, de risotadas, de palabrotas y de látigo …Y, luego, más gentes a las barracas y canchones. Otros niños de ojos asustados y de cuerpos flácidos vendrían a ser sus compañeros; tan desolados y asustados como quizás él llegara algún día a estas islas, hacía no sabía cuánto tiempo; o, tal vez, a estas islas perteneciera y viniera del viento; pues, no tenía ni padre ni madre, ni familia alguna, alguien que le protegiera y le enseñara el significado de la ternura y del amor filial. Ese era el barco que sus amos habían estado esperando desde hace días, y respecto al cual ya temían que hubiese sufrido algún percance en alta mar. Era el barco que se aguardaba con ansiedad, pues sobre él ya existía un contrato importante de venta de esclavos para las lejanas ciudades de Lisboa y de Sevilla. ¡Qué nombres tan raros, nunca antes escuchados! Debían ser mágicos, debían ser pronunciados por brujos, porque cuando los portugueses los repetían, a ellos asociaban el oro, la riqueza, el disfrute de la vida …¿Serían otras islas, como aquella en que vivía tan precariamente?… ¿Habría niños negros como él con los cuales sonreír, con los cuales jugar cuando los amos lo permitían, con los cuáles compartir el hambre

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… O sería un nuevo sitio de tormento; un sitio de blancos a quienes servir, a quienes honrar, a quienes mimar?

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Lisboa y Sevilla… Sevilla y Lisboa. Había escuchado escondido, casi sin respirar por el miedo a ser descubierto, que algunos de los niños iban a ser llevados a esos lugares; ojalá también lo enviasen a él. Quería salir, quería huir. Tenía sus planes de lanzarse al mar en plena travesía, de adentrarse en sus aguas y conversar con los peces, tal como lo hacía con los lagartos con las aves a las que tanto conocía; y allí permanecería para que ningún blanco lo viese, para que ninguna nueva bofetada hiriese su rostro. Allí se ocultaría y crearía su propio reino: un reino de algas, de perlas, de altas torres de arcilla, y cabalgaría en las olas más altas para que supiesen que era libre y feliz; en ese reino, tal vez, encontraría a su madre, a aquella dulce mujer de ojos tan negros y brillantes, de pechos suaves, de abrazo tan tierno. Si, allí debería estar esperándole, pues él no era un niño solo. Ella jamás le habría abandonado, debía estar buscándole, desesperada día y noche, y él no quería que ella sufriera con esa interminable espera. Lentamente se irguió sobre la piedra, lanzó un redondeado canto al agua del río y recor-


dó que debía volver antes de que descubriesen su falta; tenía que retornar a su trabajo para no ser brutalmente castigado. Caminó suavecito, con un trote al que parecía acompañar una tremolación oculta de pasos de primitivos guerreros; miró con alegría los campos resecos, que pronto, quizás, dejaría; miró las contadas flores insulsas que se extendían por los campos, la caprichosa orografía que jugaba con formas y volúmenes. Pensó haber visto alguna vez el cono volcánico de la isla Fogo, del cual le decían que tenía más de 3.000 metros de altura y que desde lejos se lo veía, cuando las nubes dejaban paso al sol. Respiró a todo pulmón, como si fuese la última vez que lo hiciese, y se escurrió dentro del poblado para tomar su cubo y estropajo y limpiar, por enésima vez, aquella especie de jaulas grandes de madera, de las que él apenas podía alcanzar el piso y una mínima altura de sus paredes -a pesar de que había oído decir que él era un muchacho muy desarrollado para su edad. Más tarde comprobaría que en aquella especie de jaulas de madera eran transportados, llenos de grilletes y cadenas, los negros revoltosos que causaban problemas, que no se acostumbraban bien al yugo y que habían tratado de escapar.

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La noche se aproximaba y él anhelaba la llegada del siguiente día para ver si tenía la suerte de embarcar.

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Estaban por finalizar los días de Cabo Verde, del clima cálido de diciembre a julio, de las interminables y persistentes lluvias de octubre que se extendían angustiosamente hasta marzo: meses de humedad, en los cuales la piel parecía verdear y los ojos se volvían lagrimosos y las uñas blanditas de tanto remojo; meses en que los tornados causaban sustos una y otra vez y se llevaban los techos de los canchones, dejándoles la noche inclemente al descubierto; del monzón, que visitaba inesperado durante la estación seca y que tantos males inflingía; del idioma portugués, que había adquirido como propio, porque otro ya no tenía; de la sucia barraca en la que durmió atado en tantas noches de castigo; de la resequedad de las islas, que habían marcado profundamente su piel de ébano. Estaba por acabar la primera etapa del oprobio. Antes de que rayara el alba fue sacado a empellones del canchón; junto a él estaban otros quince niños, casi de su misma edad y características: asustados, desolados; en sus ojos redondos se leía el terror y el sufrimiento. Colocados en fila india, les impusieron un grueso collar de hierro al cue-


llo, como a una recua de animales salvajes. Cerca de ellos, un grupo mayor de hombres jóvenes avanzaba en filas de cuatro; igualmente amarrados con grilletes, brazo con brazo, para que no pudiesen escapar y, por fin, el grupo de mujeres, jóvenes casi todas, que venían atadas de igual manera. Las órdenes, los gritos, los tropiezos en el andén de ingreso al barco; los latigazos y patadas a los que caían; los empellones, los tirones. Estaba aterrorizado. En un lenguaje que en su memoria dolorida afloró, rezó corazón adentro una oración a su Dios esencial, a Dameyé el Grande -el Padre de Todo- y, con los ojos arrasados de lágrimas, le pidió clemencia, protección; le aseveró que quería vivir y que sería quien más honrase su nombre. Sintió entonces como si una potente luz descendiese sobre él y le penetrase por cada uno de sus poros, sumiéndole en ese resplandor la cabeza, el corazón, los ojos, las manos; y ya no tuvo miedo; sabía que estaba protegido; sabía que otra vida más limpia lo esperaba; sabía que Dameyé estaba con él y que era invencible.

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2 SEVILLA No podía, no se atrevía a recordar cuantos habían sido los días infinitos de la travesía. En lo que le parecía el sitio más profundo del vientre de ese espantoso buque iba toda la carga humana amarrada, encadenados de dos en dos, por un pie y una mano; amontonados de tal manera que ocupasen el mínimo espacio posible; otros, en una especie de camastros, dispuestos en pisos superpuestos con altura de 60 centímetros entre uno y otro; de tal manera, que cuando el barco estaba sometido a movimientos bruscos por el oleaje o la mala conducción del piloto, toda esa masa lastimera iba de un lado a otro, uno sobre otro; algunos murieron asfixiados en estas circunstancias, y sus cuerpos, sin compasión, sin miramiento, sin

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rito alguno, fueron tirados al mar para que no causasen molestias e incomodidades. El mal olor era insoportable, el sudor de los cuerpos, mezclado a los vapores de los excrementos y orines que allí mismo estaban obligados a depositar; el vómito que a muchos de ellos les causaba el mareo, los restos de comida podrida; en fin, una pesadilla un infierno que el más cruel de los torturadores no se habría atrevido a imaginar. Un castigo que él pensaba no merecer, pues no había cometido ninguna otra ofensa que la de nacer, la de ser lo que él era.

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Dos veces al día -sospechaba que siendo las ocho o nueve de la mañana y las cinco o seis de la tarde- entraban los esclavizadores llevando en marmitas una mazamorra espesa; especie de engrudo casi desprovisto de sal, que constituía su único alimento durante el día. En otras ocasiones era un amasijo de habichuelas y batatas, casi incomibles por carecer de sal, preparadas como para alimentar a cerdos. Asimismo, había una sola ración de medio litro de agua. Y luego, el idéntico permanente movimiento que sacudía las entrañas, que embotaba la cabeza, que hinchaba las sienes y las venas de las manos y de los pies; el mismo sonido inacabable de las olas, que parecían cantarle burlonas amenazas y contarle los primeros datos sobre la muerte que hasta entonces él no había conocido que existiese. De tarde


en tarde, alguno de los barbados marinos, acompañado de un penetrante olor a vino, se precipitaba al lugar del martirio, elegía a una de las negras jóvenes más agraciadas, o a dos o tres, y se las llevaba para arriba. Algunas volvían reducidas, minimizadas, como si les hubiese ya arrebatado parte de la vida; de otras, su voz y su cuerpo y su belleza se extinguió para siempre. Cuando, de vez en cuando, tenían buen tiempo, a latigazos les obligaban a subir y a bailar sobre el puente; por supuesto, sin retirarles los grilletes y cadenas; utilizando generosamente el látigo sobre quienes se negaban a hacerlo; pues, decían, era muy necesario desentumecer los músculos. Los movimientos de los prisioneros despertaban risas y burlas de los captores y los de las mujeres, la lascivia y morbo de la tripulación. Trató de insensibilizarse, de no sentir nada, de no pensar nada; así aprendió a mantenerse casi sin respiración, los ojos cerrados día y noche; y la mente, el pensamiento y el corazón tan lejos de aquel barco, tan lejos del dolor; atravesando espacios de infinitos colores; contemplando imágenes que hasta entonces le habían sido vedadas; escuchando sonidos de una música de viento y sal; dando giros locos sobre las olas; aproximándose al sol, al arco iris y más allá de ellos; dejando su espíritu libre; para que su

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cuerpo no se doblegara, para que la maldad no pudiese contra él, para que la vida misma lo rescatara. Él quería vivir, ¡VIVIR! Y nadie se lo podría impedir; porque sabía que debía conocer y tener su propio reino; era un llamado interior, como una, apenas insinuada, voz del alma; como una orden de la que era su verdadera y real procedencia.

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Supo entonces que no, que el no procedía de Cabo Verde, que venía de otras tierras, tierras llenas de macetas, de árboles gigantes, de vegetación esplendorosa, tierras felices, en donde las mujeres llevaban muchos collares en su cuello y los hombres grandes doradas orejeras; tierras donde el león y el tigre se paseaban en toda la amplitud de su belleza; tierras en donde la danza remecía la tierra y el canto alegraba corazón adentro; tierras de voces fuertes y sabias, de batallas y de amistad, de comidas y de cacería abundantes por todos compartidas. Supo que tenía patria; que de ella había sido robado, sustraído; que a él, como a otros niños, los habían comprado por un barril de ron; que su madre no conoció el destino terrible que querían dar a su pequeño. Supo que todo el dolor de ella le llegaba en las lágrimas del mar y que por eso viviría. ¡Viviría! Tendría su propio reino, que nunca le podría ser arrebatado, por el que debería vencer todos los tormentos, que simplemente eran duros obstáculos temporales.


… una alarma en lo más certero de su intuición le advirtió que no ¡que no! que no debía dejarse arrastrar por la corriente; que él no había nacido para la servidumbre perpetua; que por sus venas corría sangre de guerreros…


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De repente, una madrugada, estando por salir el sol, sintió que el barco atracaba. Pasos, vigías, órdenes, salvoconductos, cuentas y, de nuevo, los infaltables latigazos. Fueron conducidos a empellones hasta una plaza de tierra que bien podía ser un mercado: hombres, mujeres y niños para ser contemplados, examinados y tasados. Era otro idioma el que aquí se hablaba, estaban ya en España. En un carromato fue conducido en compañía de otros esclavos y esclavas; dos carromatos más venían detrás de ellos, también cargados de esclavos. Entraron en una ciudad gigantesca; seguramente estaba soñando; nunca había visto casas tan grandes y bellas, seguramente todos los que allí vivían debían ser muy nobles y muy ricos; la gente circulaba por las calles estrechas con vestidos distintos y hermosos; al doblar la esquina, una gigantesca iglesia apareció frente a sus ojos y quedó completamente deslumbrado; debía ser el cielo, la morada del dios; ésta debía ser la ciudad de los guerreros muertos, la recompensa a todos sus desvelos …“Sevilla, Sevilla”, escuchó que pronunciaba el conductor de su carromato y supo que había llegado a la segunda estación de su destino. Los hicieron descender en una amplia plaza construida en piedras planas e irregulares; y de manera inmediata algunos cubos de agua limpia fueron lanzados sobre la masa de cautivos para una pronta y superficial


limpieza; para que la mercancía no se encontrase de muy mal ver en el momento en que llegasen los propietarios o los compradores. Antes de nada los habían separado en grupos: por edades y sexo, para facilitar la tarea importante que para los traficantes de seres humanos significaba oro, el único valor que los blancos respetaban, según siempre había podido constatarlo. Entrada la mañana, un lujoso carruaje apareció en la esquina del mercado, y de él salió Don Alonso de Illescas, principal español de estas tierras de Sevilla. luego de un corto saludo a los comerciantes se dirigió al grupo, eligió tres negros jóvenes altos y robustos, cuya musculatura brillaba bañada por el sudor que originaba un sol penetrante; luego, se encaminó al grupo de negras y eligió cuatro de las más saludables y de mejor ver; y, cuando ya se marchaba, reparó en el pequeño que se encontraba atado, más o menos hacia la mitad del grupo de los niños. Como a una cosa, a un mueble o a un animal interesante, lo miró, le reconoció la dentadura, le tentó los brazos y los muslos, y ordenó que lo pusieran entre el grupo de “su compra”. Cuando le retiraron los grilletes de las manos y el cuello, comprobó, como lo había sospechado, que una herida supurante se extendía por ellos y que ya comenzaba a oler mal; seguramente por eso sería la fiebre que las dos últimas noches le

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había sacudido y la sed que no parecía extinguirse de manera alguna. A pesar del malestar, él creía que la herida estaba por cerrar. En un carromato de madera fuertemente entretejida los condujeron hasta las posesiones de Don Alonso de Illescas y les ordenaron bañarse, entregándoles para luego del aseo una muda de ropa usada, la que pasaría a ser su única posesión en la tierra; todo lo demás, su cuerpo, su vida y su alma pertenecían ahora a su nuevo amo.

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Nunca había visto una casa como aquella, la de su actual señor: enorme, blanca, reluciente; parecía que había descendido de un propio rayo de sol; rodeada de vegetación perfecta, una vegetación que, luego supo, tenía alma, y que con él se comunicaba en los secretos esenciales de las raíces y de las floraciones. Los amplios corredores poseían muebles finamente tallados en maderas que poseían nombre y perfume; gráciles otomanas donde las señoritas de la casa se abanicaban mientras reían, conversaban y comían frutas. Las veces que estuvo cerca de ellas las sintió tan extrañas, tan subyugantes, tan duras y al mismo tiempo tan indefensas. Pasó a ser una posesión más de la casa de Illescas, un lujo de exhibición; era un “negrito gracioso”, el de los mandados, el que llevaba los recados. Ascendió después de un tiempo a jardinero, cosa que le encantó


pues se sintió liberado de la compañía de los blancos y pasaba horas enteras mimando a las flores y componiendo a las plantas, aprendiendo a reconocerlas, a apreciarlas, a amarlas; amiguitas naturales que, como él, bajo el sol incandescente de los veranos inclementes, pedían agua a raudales. Aprendió a construir fuentes, a dar tonalidades al murmullo del agua, de acuerdo a la forma y a los materiales de construcción. Este trabajo tuvo que combinarlo con el de cargador de los diversos efectos comerciales que llegaban para su señor de todos lados del mundo. La vida pareció suavizarse; pero una alarma en lo más certero de su intuición le advirtió que no ¡que no! Que no debía dejarse arrastrar por la corriente; que él no había nacido para la servidumbre perpetua; que por sus venas corría sangre de guerreros, de combatientes; que jamás, por perfecto que pareciese el engaño, debía renunciar a sus sueños; que la libertad era el único justificativo y significado real de la vida, de otra manera no valía la pena vivirla. Y así, se mantuvo atento. Aprendía sin que los demás se dieran cuenta e ello; observaba con cuidado cómo Don Alonso de Illescas realizaba sus tratos comerciales, sin ceder jamás en sus ganancias, pero sin hacerse de enemigos; aprendió cómo administraba sabiamente su casa y su hacienda para ha-

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cerla crecer, y cómo manejaba a sus dependientes, con mano dura, pero sin excesos de ninguna naturaleza; cómo mantenía los diálogos en los que siempre llevaba las de ganar; cómo negociaba para que las partes quedasen siempre de aliadas. Y aprendió del gran maestro, señor de Illescas, sin que éste siquiera sospechara que algo estaba ocurriendo en la mente de su joven y valioso esclavo.

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Dominó el español, su nuevo idioma; no le fue tan difícil después de haber hablado en la infancia el portugués. A solas, en su rincón de la barraca, repetía las frases con el acento y los circunloquios propio de su amo; se iba puliendo en la pronunciación correcta, como el más correcto de los señores con los que trataba su dueño; pero, con inteligencia superior y como una medida de protección en las conversaciones con sus iguales, mantenía el ritmo y la pronunciación propias del pueblo: sin educación, llenas de dichos, de argots, de otras formas de hacerse entender en el mismo idioma tan rico y del cual iba descubriendo todos sus secretos. Sevilla fue para nuestro personaje la escuela de formación; el sitio y las personas adecuadas; la escuela para la transformación, para el salto, para el nuevo reto que le tenía deparado el destino; un destino que el mismo diseñó, que lo recreó en su mente sin descanso; unos acontecimientos a los que él convocó


con una fe inquebrantable, una realidad que el visualizó noche tras noche desde los ya lejanos días de su miserable infancia. Se había ganado, además, cierto afecto de parte de Don Alonso -si es que afecto podía sentir por otra cosa que no fuera la riqueza-: lo consideraba sagaz; inteligente no, por supuesto, al negro le estaba negada toda inteligencia y le había dado algunas pequeñas responsabilidades para luego de que respondiera a ellas con pulcritud, hacerle otros nuevos encargos. Para entonces el joven frisaba ya más de veinte años y los ojos de las esclavas negras y de las amas blancas se posaban en él con admiración y velado deseo. Alto, musculoso, sin perder la elegancia de un porte armonioso y equilibrado; de cabeza fuerte, coronada por ensortijado cabello; de pecho amplio, cubierto por una ligera pelusa que brillaba siguiendo la palpitación del trabajo; de manos inmensas y curtidas como cuero por el trabajo fuerte. Descollaba en él su rostro expresivo, su ancha frente, la nariz de aletas anchas y abiertas, y la deslumbradora sonrisa blanca -como una cuchillada de luna en noche oscura-, protegida por los protuberantes y carnosos labios. Sólo sus ojos enigmáticos dejaban destellar de vez en cuando la alegría y la fortaleza de un carácter que se había ido formando por sí mismo; sin perder un solo minuto; aprovechando todas las experiencias para su propia maduración.

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3 ESMERALDAS Y LA BÚSQUEDA DE LA LIBERTAD La orden llegó de manera inesperada. Un amplio grupo de esclavos de Don Alonso de Illescas, había sido vendido para trabajos en el Virreynato de Lima y deberían embarcar en pocos días más, para cumplir con el contrato firmado por el amo. Harían una escala en Panamá para abastecimiento y para llevar consigo otro grupo de esclavos, pues con los que contaba en Sevilla no completaba el número requerido en Lima. El joven esclavo negro había recibido en casa de los Illescas el nombre de Enrique, para luego ser confirmado con el de Alonso,

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en honor a su dueño. A él poco le importaba el nombre, más le había sido útil como una identificación deferente, sobre todo luego de su confirmación. Al conocer la noticia de la partida de algunos esclavos, Alonso se sintió inquieto y respetuosamente preguntó a su amo si el también iría con ellos. El Señor de Illescas había llegado a apreciarlo, le costaba separarse de este esclavo que empezaba a gozar de su confianza y a serle de gran utilidad, pero sabía que su precio en Lima equivalía al de cinco o seis de los mejores esclavos y no estaba dispuesto a perder esta cantidad de dinero por consideraciones de orden sentimental; De tal manera que le anunció que él iría en el grupo, que inclusive le confiaba su cuidado y conducción y que haría lo posible para que el lugar de trabajo, es decir de esclavitud al que fuese destinado en Lima, no fuese el más precario y duro, y que esperaba que tuviese suerte con quien llegase a ser su nuevo amo. Pocos días después la nave partía hacia su primera escala, Panamá. Alonso había temido ser atado de pies y manos como en el remoto viaje de su niñez desde Cabo Verde. Pero la suerte le sonrió desde el principio, como si le anunciase que había sido puesto ya en el camino a su ineludible destino. Siendo esclavo de confianza del Señor de Illescas, se le permitió ir en cubierta desempe-


ñando algunos trabajos de limpieza y ayuda a la tripulación; llevaba la comida a los que viajaban en las bodegas, sus verdaderos compañeros y amigos, con los cuales había compartido la vida en la casa de Illescas y a quienes cuidó y ayudó en todo momento durante la travesía. Se ocupó de que todos sobreviviesen, no por cuidar los intereses de su amo, sino por la completa identificación con los suyos y por la compasión que despertaban ante su indefensión y miseria. Durante la travesía, parado en el puente, viendo las inquietas e interminables olas abrir caminos incógnitos y volverlos a cerrar, recordó sus anhelos de niño triste de lanzarse en el mar y desaparecer en él. Hoy, como hombre, comprendió que jamás lo haría, que otros son los caminos de la libertad y que podían ser forjados por su propia mano; sólo esperaba un golpe de suerte, una circunstancia; si se le presentaba, pensaba, no la dejaría escapar, aunque en ello le fuese la vida misma. La estancia en Panamá fue fugaz; nuevos esclavos subieron a bordo, se avituallaron convenientemente, se embodegaron otras mercaderías para su amo con destino a Lima y se partió en la madrugada. Lo único que luego recordaría de Panamá en su posteriores años fue la suavidad perfumada del viento marino por la noche y el bri-

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llo de fuego verde que las algas lanzaban a través de las olas, como si estuviesen vivas, como si fuesen serpientes de luz; el viento tan suave, tan delicado que parecía remozar todo su cuerpo estregado por el trabajo excesivo y por los inviernos de Sevilla, que, a pesar de no ser muy rigurosos todos los años, de vez en cuando, a pesar de su juventud, le corroían los huesos y anquilosaban de tal modo sus músculos que se le hacía sumamente difícil trabajar. En un mar nuevo, desconocido para él, estaba navegando: era el Pacífico, profundo, tembloroso, con el encanto especial de un engañoso espejo líquido, que de repente se encabritaba, y removía el barco entero con su potencia superior. 32

Era el año del Señor de 1 553 y avanzaba el mes de octubre, que se remozaba en una lluvia fina que iba cayendo durante toda la travesía o en ligeras tormentas y chubascos que empañaban el ambiente luminoso de la mañana. Habían pasado treinta días de navegación; delfines de enormes y relucientes lomos plomizos habían comenzado a juguetear cerca del barco, causando gran sorpresa y alegría en el ánimo de Alonso. Era la primera vez que podía verlos; para él eran mensajeros de otros mundos diferentes y perfectos, eran la juguetona y positiva presencia de los recónditos secretos del mar, y alegraron sus horas de trabajo y de reflexión. El cansancio había empeza-


do a apoderarse de toda la tripulación, así como la necesidad de reabastecerse de agua y de alimentos; de tal manera que, luego de haber doblado el cabo de San Francisco, en una ensenada llamada Portete, decidieron tomar tierra. Dejamos entonces que hable el documento de la época : “En el año del Señor de 1.553 , por el mes de Octubre, partió del Puerto de Panamá un barco, una parte del cual alguna mercadería y negros que en el venían, era y pertenecía a un Alonso de Illescas… pasado treinta días de navegación, pudo hallarse doblado el Cabo de San Francisco, en una ensenada que se hace en aquella parte, que llamamos Portete; tomaron tierra en aquel lugar los marineros y saltando a ella para descansar …sacaron consigo a tierra a diez y siete negros y seis negras…para que les ayudasen a buscar algo que comer… dejando el barco sobre un cable. Mientras ellos en tierra se levantó un viento y marea que les hizo venir a dar con los arrecifes de aquellas costas, los que, ya en el quebrado barco habían venido, pusieron su cuidado en escapar si pudiesen, algo de lo mucho que traían… Y visto no poder redimir la ropa, procuraron dar cobro a sus vidas… queriéndolo poner en efecto procuraron juntar los negros los cuales y las negras se habían metido en el monte

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adentro, sin propósito ninguno de volver a servidumbre”. De esta manera describe el suceso el Presbítero Miguel Cabello de Balboa en su “Verdadera descripción y relación larga de la Provincia de la Tierra de las Esmeraldas”, obra que fue escrita en 1 582, y que constituye el testimonio de la más estricta realidad, pues recoge las experiencias, conocimientos e investigaciones que realizara el mencionado sacerdote por orden de las propias autoridades españolas.

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El momento tan esperado por Alonso había llegado. Este era el fin de sus días de esclavitud. Desde el mismo momento en que puso su pie en tierra, creyó reconocer en ella el lugar esperado. La amplia playa relucía bajo el sol con iridiscencia de plata antigua y guiños de sol, que prometían nuevas maravillas y portentos; las esbeltas palmeras, que apenas se mecían bajo el suave y casi imperceptible viento, hablaban del milagro de la naturaleza y de su lujuriante presencia. Recuerdos antiguos, más antiguos que la propia vida le parecían, se agolparon en su mente, y le trajeron los sonidos, los colores, el perfume de la que había sido su tierra natal; no recordaba el nombre, pero el esplendor de la que hoy tenía ante sus ojos parecía reproducirla con toda intensidad. Prontamente, con los diecisiete negros


y seis negras que le seguían, se internó lo más que pudo; ellos comprendiendo las intenciones reales de Alonso. Empezaron a caminar rápidamente y luego a correr detrás de él, hasta perderse entre profunda vegetación que, de tan alta y exuberante, por momentos, les tapaba por completo. Algo se habían alejado ya cuando escucharon el débil sonido de los gritos de los marineros que empezaban su búsqueda, siendo necesario que se apresuraran aún más para evitar una posible captura. Sin importarles donde se hallaban, sin discernir la suerte que podía esperarles, continuaron precipitadamente la fuga, mientras un verdadero chaparrón de grandes proporciones caía sobre ellos en tibios goterones, que los vivificaba y acompañaba, como un denso telón para impedir que fueran localizados. Bajo un tácito acuerdo que nadie se atrevió siquiera a mencionar, Alonso pasó a ser su líder y, obedientemente, acataron todas las decisiones que él tomaba, secundando sus ejecutorias. Llevaban ya caminados varios kilómetros monte adentro cuando empezó a atardecer. Recién parecieron reparar en la espesa vegetación que los circundaba por completo. Les llamó poderosamente la atención lo altos y gruesos árboles de diámetro gigantesco, de especie desconocida totalmente; de ellos descendían en cascadas las parásitas orquídeas, que se abrían

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en trémulos colores y olores como para recibir a los fugitivos. Otras lianas y plantas parásitas complementaban la riqueza de estos árboles majestuosos, en donde anidaban aves desconocidas; plumajes contemplados por primera o quizás por última vez; hojas lanceoladas de tamaño descomunal aparecían por todos los vericuetos y, debajo de ellas, se adivinaba el temblor y los suspiros de las boas, que no querían interrumpir su sueño frente al paso de los intrusos.

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Al entrar la noche, nuevos murmullos desconocidos los sorprendieron en pleno monte. Un fuerte ronroneo felino anunciaba la cercanía del animal de presa. Alonso no sintió miedo. ¿Cómo podía sentirlo si había sido perseguido y castigado tantas veces? ¿Por qué debía temer a una tierra nueva, desconocida, llena de promesas, en la cual, por primera vez después de tantos años y tantas postergaciones, podía correr libremente y buscar su propia aventura desafiando al mundo? ¿De qué debía ampararse si contaba con sus compañeros -algunos de ellos ya conocidos desde los tiempos de la Casa de Illescas-, y los otros, los nuevos, tan desesperados y tan ansiosos de libertad como él? Dispuso entonces de forma conveniente como pasarían la noche para protegerse mutuamente; auxiliando de manera especial


a las mujeres y precautelando el no ser descubiertos por los marinos, quienes, a pesar de la lluvia y de lo difícil de circular por la montaña, debían estar persiguiéndoles ya, temerosos del terrible castigo que deberían recibir por haber dejado escapar tan valiosa carga. Fue una de las noches más perfectas de su vida, a pesar de la alerta de todos sus sentidos. El cansancio, la felicidad, la belleza extraordinaria de la naturaleza que lo rodeaba, el sentimiento de poderío y de dominio que emanaban de la situación, lo arrullaron como en sus tiempos de infante. Y soñó con vuelos siderales, con gigantescos y brillantes espacios abiertos, con flores de extraordinarias corolas que se multiplicaban por miles y derramaban sobre él la dulzura de sus pétalos, en pieles felinas que guardaban signos remotos. Soñó en la escritura sagrada de la vida y de la muerte; en redondas chozas de barro cocido, donde mujeres de pelo ensortijado y duro reían, mientras preparaban alimentos; en batir de pies sobre el suelo seco; en una danza que parecía convocar a la muerte y a la venganza. Visitó en sus sueños el Archipiélago de Cabo Verde, desprovisto de grandes bosques, perfumado de árboles frutales, en sus regiones altas que llegaban hasta los 1 500 metros; en los lagartos simus, que en las

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islas vivían, en la proliferación espantosa de pescado que se podría en sus costas; y sintió que una voz, venida de los huracanes y las tormentas, le susurraba el nombre de sus ríos, de los ríos antiguos, de los que corrían más allá de su sangre y de su entendimiento… Thu ge la, Thu ge la, Um la tu si, Umlatusi, m kusi Mkusi y la garra de tigre sagrado se le clavó en la frente recordándole su origen de guerrero; los ojos oblicuos de los antílopes se reprodujeron a través de sus propios ojos y el reptar del cocodrilo pareció tocarle piel adentro recordándole que era invencible.

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Despertó mucho antes que los otros. La sonrisa renacida en su rostro, los músculos listos y jóvenes para continuar la huída, el alma como un animal salvaje, gozosa en la aventura, el pensamiento preciso y firme para buscar su propio reino. Se apoderaron de algunos frutos silvestres, se aprovisionaron de agua, se refrescaron en un cercano riachuelo y, en medio de sigilo y esperanza, siguieron su camino. La historia confundió el nombre de Alonso con el de Antón, como el del líder de este grupo de prófugos, pero no logró en modo alguno desvirtuar la presencia del líder negro que los llevó hacia la profundidad de la tierra de Las Esmeraldas, hoy conocida como Provincia de Esmeraldas. La presencia de este primer grupo de negros en nuestro territorio es innegable; de ellos


hablan no solo Cabello de Balboa, Pedro de Arévalo y los escritos de viajeros y cronistas que tuvieron conocimiento de su presencia, sino que en la memoria colectiva, y en la tradición oral de los grupos afroecuatorianos e indígenas de la Provincia en mención, queda aún fresco y con meridiana claridad el relato de la presencia, los quehaceres y la importancia de Alonso y su primer contingente negro. Ellos son una riqueza más para nuestro país diverso, para nuestra multiculturalidad y para la conciencia del pueblo, que en Illescas desentraña un verdadero líder; un hombre que se levantó contra todos los pesares e imposiciones, en defensa de los suyos, de su propia vida y libertad; siendo insobornable y de un temple pocas veces visto. Luego de varios días de caminata incansable -de borrar huellas, de crear otras falsas para engañar a sus perseguidores-, llegaron a las orillas de un manso río, que transparente y presuroso dejaba ver los peces que por el circulaban en gran número. Alonso quedó perplejo; en Cabo Verde jamás conoció peces de río; su aparición le pareció portentosa y un signo inequívoco de que todas las cosas irían bien; como tenían que ir, como tenían que ser. A pesar de la seguridad de su empeño, desde hace dos días sentía como si alguien lo

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vigilara, como si miles de secretos ojos lo estuvieran contemplando con curiosidad y expectativa. Atribuyó esta sensación extraña al recelo que sentía de que sus perseguidores hubieran encontrado su rastro, pero aquella mañana la sensación era persistente y sobrecogedora sabía que lo estaban espiando. Con rápidos ademanes pidió a los suyos que se mantuviesen en quietud y que simulasen estar completamente distraídos. Pasados largos minutos pudo ver de refilón una pequeña figura que cruzaba sigilosa detrás de un árbol. De un salto se incorporó y separó los matorrales, encontrándose frente a frente con un grupo de seis o siete hombres -más bien pequeños- de piel cobriza y largo pelo lacio, que les caía sobre los hombros; provistos de lanzas adornadas con vistosas plumas de aves y una especie de collares que adornaban sus brazos y tobillos. Los tomaron por sorpresa y los acorralaron, hablaban en un idioma completamente diferente a todo lo que antes habían escuchado. Con señas y ademanes, Alonso se hizo entender desde un principio; los sorprendidos hombres comprendieron que debían llevar a este grupo de hombres y mujeres negras a su poblado y ante su rey, si no querían morir allí mismo. Eran los indios Pidi, para quienes contemplar a estos seres de piel oscura maravillaba y les causaba un temor


supersticioso. Fue así como Alonso trabó conocimiento con ellos. Fue recibido en su poblado y negoció con su rey para ser tratado con deferencia y consideración, se les concedió una amplia choza para su permanencia, la mejor comida que podían obtener y, el resguardo y respeto que el caudillo tanto había anhelado. Estos indígenas Pidi, como tantos otros grupos y familias, habían dejado sus territorios ancestrales, asustados por la ferocidad de la conquista española, que se venía ejerciendo como un verdadero reinado de terror, a sangre y fuego. Habían buscado los montes más lejanos y los ríos más inaccesibles para poder vivir en paz; alejándose de lo que habían sido sus tierras, sus riquezas y sus posesiones. La llegada de los negros causó entre ellos un nuevo y genuino temor; por eso, en el afán de mantener relaciones cordiales que les garantizaran seguir con su vida diaria, aceptaron su presencia; pero, poco a poco fueron cayendo bajo su dominio. Los negros eran más fuertes y agresivos, físicamente más desarrollados, y, luego de una vida entera de cautiverio y explotación, se hallaban casi por completo desprovistos de escrúpulos y estaban decididos a instalarse sea como fuese; de tal modo que empezaron a ejercer tal mando sobre ellos, que sus mujeres e hijos pasaron a ser sus rehenes; los obligaron a realizar trabajos

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serviles para agradarlos; hasta que, una vez totalmente dominados, Illescas presentó su plan de convivencia, que fue aceptado por los indígenas, y comenzaron a vivir como una sola tribu, a pesar del recelo con que se miraban unos a otros.

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Y así, inevitablemente, se originó, entonces, el mestizaje entre los indios y los negros. Alonso tenía a su compañera, una de las seis negras que se fugaron del mismo barco; la amaba, era su pareja de aventura, compartían el color de la piel, el olor inconfundible de la raza, los tormentos y esperas inacabables de la recientemente pasada esclavitud, el idioma de castilla, impuesto durante tantos años, en el que se hablaban, se comprendían y se decían el amor. Sus ojos de gacela, más grandes que los ojos de cualquier otro ser humano que hubiera conocido, eran su oráculo sobre los sentimientos, las alegrías y las penas, y la fortaleza con la que se lanzaba a la conquista de una nueva vida. Ella era única, imprescindible, amada. Pero no podía rechazar a la mujer, princesa principal, que le dieran los indios como muestra de afecto y concordia; y, en una amalgama de razas, que irían marcando la trayectoria de los pueblos, se unió a ese cuerpo pequeño, con ligero olor a canela, a sus caderas anchas y rotundas, a su pelo lacio que parecía una bufanda de seda brillante y completamente lisa, acari-


ciable, a su modestia, a la dulzura con la que escuchaba sus opiniones, a la destreza en manejar los pocos bienes de la cabaña que constituía su preciado templo. Había nacido el mestizaje: los zambos acababan de aparecer. Lucha de razas, rechazo, enfrentamientos, recelo, guerra, resistencia; luego, aproximación, comprensión, amor, mimetismo; nuevos pensamientos, relaciones diferentes; aparecimiento de una nueva raza, que conserva las características de las anteriores y las superaba; todo fragmento de un mundo en completa dinamia: ágil, vivo, imperecedero. (Ellos, luego formarían su propia compañía guerrera en Esmeraldas, bajo el mando de Don Pedro Vicente Maldonado, para defenderse contra los ataques de los piratas). Había aparecido en nuestras tierras la etnia afro; para quedarse, para aportar de singular manera con su propia cultura, para abrir un nuevo horizonte, que hasta hoy se revela: en la música distinta, con evocaciones telúricas; en la danza, llena de ritmo que exige al cuerpo la máxima armonía; en la sazón de sus deliciosos platos únicos y especiales; en su fuerza de trabajo, en el pensamiento, muy cercano a la poesía; en el ritmo, en la cadencia, que parecen imperar en cada uno de sus movimientos; en la

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magia que derrama su presencia llena de interrogantes.

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Cuando los propios indios Pidi y los otros que luego conoció como Chachis, le pidieron saber su nombre, él no les contestó con el sólo Alonso, les dijo llamarse Alonso de Illescas; merecía más que nadie ese nombre, pues había servido a aquel hombre, le había sido leal, le había dado sus mejores esfuerzos y también de él había aprendido tantas cosas que en aquellos momentos de contactos, acercamientos, concesiones y pedidos, le fueron de suma utilidad. Así pasó a la historia el líder negro DON ALONSO DE ILLESCAS, imprimiendo su personalidad especial, su don de gentes y su capacidad de negociación, que sería temida y reconocida por las propias autoridades de la Real Audiencia de Quito. La unión entre los indios Pidi y Alonso de Illescas y su gente los llevó inclusive a intentar algunas incursiones guerreras para someter a los otros pueblos; unas con éxito, otras totalmente equivocadas y con pérdidas, como fue la que iniciaron contra los indios Campas, ocasión en la que perdieron a seis negros, suma bastante grande para el reducido grupo que había logrado escapar, y con pérdida también de algunos indios. Este enfrentamiento dejó muchas lecciones a Illescas, entre ellas la necesidad de am-


… la garra de tigre sagrado se le clavó en la frente recordándole su origen de guerrero; los ojos oblicuos de los antílopes se reprodujeron a través de sus propios ojos y el reptar del cocodrilo pareció tocarle piel adentro recordándole que era invencible …


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pliar sus dominios mediante la negociación y luego intentar la conquista de aquellos grupos indígenas que analizara como más débiles; tal fue el caso de los indios Niguas, quienes llegaron a experimentar verdadera devoción por él. Bien sabía el conquistador negro que no podía fiarse de la buena voluntad demostrada por estos indígenas, y que si quería acrecentar sus dominios -como era su determinación- debía actuar de manera frontal y agresiva, así estuviese revestida de crueldad; pues, si en aquellos momentos se detenía a reflexionar sobre el mal que podía estar causando a estos pobladores, la existencia de su grupo y la suya propia se encontrarían en serio peligro. En estos momentos no podía haber concesiones ni consideraciones; se trataba simple y llanamente de supervivencia. Alonso no podía darse el lujo de perder a sus contados hombres, pues si esto ocurría su propia desaparición estaría a un paso de llegar. Con esta visión y decisión aceptó entonces la invitación que le hiciese el cacique Chiliandauli de Dobe, a un banquete con el que querían agradarlo y pasar a ser sus aliados. Para ello se preparó convenientemente, igual que a sus huestes; cuando el vino se les había subido a la cabeza a sus anfitriones y amigos, él realizó la señal acordada a los suyos, quienes de inmediato se lanzaron sobre el Cacique hasta ultimarlo, diezma-


ron a los otros indios, se apoderaron de los tesoros del fallecido y su familia y tomaron como prisioneros a los pocos indios que habían quedado luego de aquella incursión. Sus dominios se iban extendiendo de manera perceptible; entre el terror y la veneración, era ya contemplado por los nativos de estas tierras de las Esmeraldas como un líder indiscutible. Pródigo en hijos e hijas, había decidido trasladarse a la Bahía llamada de San Mateo para en ella instalarse con su familia y disfrutar de las delicias de la cercanía del mar, que tantos encontrados recuerdos traía para él. San Mateo pasó a ser su pueblo emblemático. Su nombre quedó intrincadamente unido con el de Illescas. Su progenie siguió creciendo y llevando a efecto nuevas incursiones por toda esta tierra, llegando incluso a temérseles y respetárseles en los límites de Puerto Viejo, hasta donde habían llegado con sus correrías y afanes. “Quedó Alonso de Illescas tan ufano y erguido de esta victoria (contra el cacique Chilindauli), que alzó más su pensamiento y se hizo señor absoluto de todas aquellas provincias, haciendo correrías en los naturales de Cabo Pasao, repartimiento perteneciente a la ciudad de Puerto Viejo; estas correrías hizo este negro con tanta frecuencia y crueldad, que se hizo hacer conocido de las gentes de todas aquellas tierras y odioso no sólo

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a los naturales sino también a los españoles, a cuya noticia vino su desvergüenza, y de aquí se siguió el tratarse de lo desencastillar de allí, para cuyo efecto han sido muchos los capitanes, que por desórdenes y mal gobierno, se han vuelto y han salido fatigados en un año como diremos adelante”.

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Alonso de Illescas se había establecido definitivamente en esta provincia, y con verdadero poder. Muchos de los grupos indígenas eran sus aliados y poseyendo una verdadera capacidad de estratega se enfrentó con facilidad a los españoles. El Historiador Federico González Suárez nos dice que fueron más de sesenta expediciones que se enviaron contra el líder negro; todas fallaron, pues tuvieron que enfrentarse con el dominio total del terreno que Alonso poseía; con su enorme capacidad de movilización; con el apoyo y hasta la complicidad de los indígenas, quienes sabían a ciencia cierta que peores enemigos y mucho más sanguinarios eran los españoles. Se desplazaba con su numerosa familia a una velocidad increíble, mimetizándose en los propios pueblos y en la montaña; de tal modo que tenía desconcertado al enemigo, quien había perdido las esperanzas de aproximarse a Illescas. Intentaron también las expediciones de tipo religioso, por supuesto; su otra arma. Quizá la mejor aprovechada fue la de la im-


posición de la religión católica a través de la evangelización; para ello lo visitaron, en diferentes años y diversas circunstancias, el propio Miguel Cabello de Balboa, Fray Alonso Espinosa Trinitario, Fray Juan Salas, Fray Juan Burgos y Fray Pedro Romero, entre otros, sin poder obtener éxito alguno, excepto Miguel Cabello de Balboa, que obtuvo un éxito parcial en sus conversaciones con Illescas. Además, la ambición por apoderarse de esta tierra rica en oro y esmeraldas, en perlas, y en maderas preciosas de altísimo precio en España, despertó la ambición en muchos aventureros, quienes armaron expediciones para tratar de apoderarse del mando en estas tierras. Así es el caso del Capitán Jhoan de Rojas, quien trató de llegar a estas regiones por los dominios de los indígenas Litas y Quilcas, los cuales lo recibieron con tanta ferocidad, que optó por regresar de inmediato a la ciudad de Quito antes de perder su vida. Asimismo, el capitán Baltasar Balderrama trató de llegar a estas tierras por Sigchos, habiéndole vencido una geografía y un clima ostensiblemente duros, lo que le decidió a volver en derrota a su punto de origen. Ninguno de los dos expedicionarios encontró el camino correcto para llegar al destino de su ambición y en esta aventura emplearon su peculio personal, experimentando grandes pérdidas. Igual destino tuvo

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el Capitán Álvaro de Figueroa, quién con numerosa expedición partió desde Guayaquil, debiendo devolverse antes de morir.

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Igual destino corrió Aníbal de Capua; no así Andrés Contero, quién con tremendo esfuerzo y batallar constante logró poner preso a Alonso de Illescas. Sin embargo, Gonzalo de Ávila, soldado que entró con Contero en estas tierras, habiendo permanecido algunos años en Guinea y Cabo Verde, tenía especial tacto para el trato con los negros y trabó profunda amistad con Illescas, uniéndose inclusive con una de sus hijas mulatas. Él facilitó la huída del líder negro, antes de que llegase a estas tierras el Capitán Martín de Carranza, que venía con la orden de ahorcar al negro que tantos problemas traía para la Corona Española, y de tomar como esclavos a sus yernos, nueras e hijos. La fortaleza física de Illescas -incólume a pesar del paso de los años- y la solidaridad manifiesta y evidente de su familia y aliados, fueron factores fundamentales para la fuga; así como los conocimientos tácticos y el dominio del terreno, que le dio gran ventaja ante sus persecutores; hasta que llegó a su propio territorio, en donde estaba protegido y fuertemente resguardado. Alonso no iba a perder tan fácilmente su libertad y sus dominios; para ello y para cualquier eventualidad se hallaba conve-


nientemente preparado. Las crónicas nos hablan de la disciplina militar que practicaba su familia y sus aliados; de la total mimetización que adquirían con los diferentes paisajes; de la velocidad increíble con que se transmitían las noticias y de los centenares de aliados que había conseguido entre los indígenas. Los años de esclavitud habían despertado y refinado sus mejores talentos. Estaba en posesión del dominio de su propia vida y de la de quienes le seguían, no iba a dejar, eso sin dura batalla, en manos de los españoles, de quienes tenía claros recuerdos de oprobio y aprovechamiento. Uno de los rasgos más visibles y valiosos de 1

su personalidad fue el de la compasión, que sólo podía exteriorizar un espíritu que había sufrido fuertes tormentas y privaciones. En aquella época era muy común enterarse de los numerosos naufragios que sucedían por estas costas, de los cuales quedaban algunos sobrevivientes en penosas condiciones, la mayoría de los cuales fallecía de hambre, de sed o atacados por las fieras, antes de que pudiesen salir de estas tupidas y malsanas montañas. Inclusive se hablaba de náufragos que habían sido víctimas de tribus que practicaban el canibalismo en estas intrincadas selvas. Demás estar decir que este duro destino lo corrieron principa-


les señores de España que trataron de llegar a nuestras tierras.

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Alonso de Illescas fue para los náufragos una verdadera bendición. Enseguida que se enteraba de este acontecimiento, la gentileza de su corazón se derramaba sin dilaciones y ordenaba que se acudiese en auxilio de los desgraciados, proveyéndoles de todo lo que fuese necesario para su supervivencia y guiándoles hasta que llegasen a camino conocido y fácil para cumplir con su frustrado viaje. Especialmente las mujeres que fueron rescatadas en estas difíciles circunstancias, dieron testimonio de la delicadeza especial y del trato lleno de finura y de respeto que Illescas tuvo para con ellas, lo que constituía una garantía para todos quienes trajinaban por estas tierras Entre los múltiples españoles a los cuales favoreció y socorrió en las graves circunstancias en las que quedaban luego de los naufragios, quiso el destino que atendiese a don Jhoan de Reina y a su esposa, María Becerra; quienes, viniendo en un navío desde Panamá, debido al naufragio quedaron abandonados a su suerte, y de no haber sido por el socorro de Illescas habrían muerto de hambre, sed y cansancio. Esta pareja de españoles, una vez que llegaron con felicidad a la ciudad de Quito, hablaron con todas las autoridades que pudieron, ponderando y


ratificando la calidad humanitaria y el corazón de Illescas, que de tal manera había salvado a un alto número de gentes de una muerte segura, y que jamás exigió una recompensa; pues creía que de esta manera saldaba la deuda que tenía con el prójimo, por los enfrentamientos, las conquistas y las muertes cometidas durante la consolidación de su libertad y mando total en Esmeraldas. La pareja salvada de tan gentil y oportuna manera por Alonso, mantuvo conversaciones con Fray Pedro de la Peña, Obispo de Quito y con el Licenciado García de Valverde, Presidente de la Real Audiencia, quienes quedaron verdaderamente impresionados de esta actitud del negro y sus huestes. Tomando en cuenta que no era la 3

primera y única vez que se conocía de estas acciones, sino, que por el contrario, eran ya numerosos españoles los que habían dado fe de haber sido salvados por Alonso de Illescas.



4 EL GOBERNADOR NEGRO El poder de Illescas había crecido de tal manera, que se hacía imposible no reconocer su autoridad total sobre la Provincia de las Esmeraldas y su amplio radio de acción. Los indígenas se habían doblegado totalmente ante él, y los españoles no podía negar ya que se enfrentaban con un enemigo formidable. A esta situación vino a sumarse la presencia de los piratas ingleses; de manera especial de Sir Francis Drake, quien llevaba a cabo sus asaltos e incursiones en las costas del Virreinato del Perú, obteniendo pingues ganancias para la corona Inglesa.


A oídos de las autoridades españolas llegó la noticia de que, el ya famoso pirata, tenía en mente trabar amistad con Illescas, pues consideraba que una alianza estratégica llevada a cabo con él, le garantizaría mayores éxitos en sus asaltos a las naves españolas. Este temor, sumado al reconocimiento del poder de Alonso y el agradecimiento por el humanitario trabajo de socorro a los náufragos, hizo que decidieran enviar a un Delegado del Presidente de la Real Audiencia, un delegado de la más alta categoría moral, para que mantuviese diálogos con el líder y en lo posible realizara una alianza para asegurarse su colaboración y lealtad. El delegado escogido fue nada menos que el presbítero Don Miguel Cabello de Balboa, sobrino de Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del Pacífico; precisamente ese mar adusto y sereno que había traído a Illescas hasta las playas de Esmeraldas. Cabello de Balboa había sido calificado como uno de los más altos exponentes literarios de Andalucía y había dedicado su vida a la crónica, a las relaciones y cartas históricas sobre la conquista y la catequización de las tierras de los actuales Ecuador y Perú. Era, además, el destacado etnógrafo e historiador de los pueblos indígenas, así como conquistador y evangelizador de las tierras que pertenecieron al Reino de Quito y al Incario. A este cortesano sagaz, soldado,


cura, etnógrafo, poeta y narrador, hombre, además, de imponente presencia física, se le encargó la misión de encontrar a Illescas y llevar adelante la misión delicada de obtener su lealtad y apoyo. No podía haberse escogido otro mejor emisario, la capacidad de observación, el análisis sereno de las situaciones, la fortaleza física para soportar las duras jornadas de viaje y el espíritu conciliador, lo habían preparado para esta encomienda mejor que a ningún otro. El 28 de julio de 1577 inició su viaje con todas las provisiones y disposiciones para no carecer de ningún elemento que arriesgara el éxito de la misión y su permanencia en Esmeraldas. Escogió la playa de Atacames como el lugar más adecuado para su paradero; pues, conocía de antemano que éste era el lugar más frecuentado por el caudillo negro. Éste debía conocer ya su desembarco, pues se sabía que poseía un fuerte red de espionaje que lo mantenía informado de todo mínimo detalle que en sus tierras ocurriera. Sabía, además, que el verdadero cometido de Cabello de Balboa era el de someterlo pacíficamente. Llegado el día del esperado encuentro, dos titanes se enfrentaron; dos temperamentos, experiencias y visiones de la vida, pues, si el español venía acompañado de tantos méritos y talentos, el negro no los poseía menos: inteligencia clara, don de gentes, liderazgo,


un agudo sentido de la libertad y de la dignidad y una reciedumbre física probada ya en mil contiendas: “ - Llegue Don Alonso -pide el emisario del Rey al avistarlo-. Goce del bien y merced que Dios nuestro Señor y su Majestad le hacen en este día. “ - ALONSO me llamo -dice el negro-, Y NO TENGO DON “ - El rey que puede -afirma Cabello de Balboa-, da y pone el DON como más largamente entenderá, venido que sea a tierra. “A Alonso le parece una burla el Don,sentimiento que queda flotando en el aire; el Presbítero sabe que el negro ha obtenido su primer triunfo. Poco le importan los Dones de España, pues el tiene su propio nombre y sus propios dones obtenidos por él gracias al esfuerzo de toda una vida de aventura, vencimientos y conquistas. Difícil contendor, insobornable enemigo, piensa cabello de balboa y, por tanto, comprende. Comprende que sin más dilaciones debe pasar a realizar la oferta mayor, la oferta con la cual España cree que será vencida toda resistencia que aún mantuviera Illescas; por lo tanto, haciendo públicos los papeles que lleva, prosigue: “ - Las provisiones reales que aquí veis; en la primera se contiene un general indulto a todos vuestros descuidos pasados y como ta-


les, la Real Audiencia, en nombre de nuestro piadosísimo rey, se lo remite y no perdona sólo a vos, más a toda vuestra casa y familia, especialmente a vuestro yerno Gonzalo de Ávila… la Real Audiencia promete muchas y muy ordinarias mercedes y para principio de muchas otras a vos, Señor Don Alonso de Illescas, por virtud de esta otra provisión, os nombra y cría Gobernador de estas Provincias y Naturales de ellas, para que como tal mantengáis en justicia a todas las personas que en ella residen y residirán en lo porvenir y por la retribución y correspondencia debida a merced tan grandiosa, no pretende ni quiere de vos la Real Audiencia y el Reverendísimo más de las que queráis recibir y conocer, porque el conocimiento dellas os hará acudir a lo que sois obligado a leal y buen vasallo de tan justo rey. “Acabada la plática el Diácono leyó y relató las provisiones de verbo ad verbum. Y por ellos fueron oídas y entendidas, y tomándolas en su mano el nuevo y negro Gobernador, mirando el sello dijo: “ - Estas son las armas del rey mi Señor, que bien las conozco -y besando las provisiones las puso sobre su cabeza, y dijo tales palabras… -La tierra y cuanto en ella hay, es de su Majestad y, desde luego, en su real nombre os doy la obediencia mía y la de los que están a mi cargo.


“ - Señor Don Alonso de Illescas, porque todo desde ahora se ha de ordenar y guiar por vuestra mano y voluntad, mañana veréis las instrucciones que de la Real Audiencia traigo, y conforme a ellas daremos asiento a las cosas“.” Aparentemente, la misión se había cumplido a cabalidad y el Gobernador Negro había plegado por completo a las órdenes de la Real Audiencia.

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Un segundo encuentro se produjo casi de inmediato. Don Alonso de Illescas acudió con su familia y sus hijos, con su nuera, la hija del cacique de Dobe, Chiliandaui, quién fuera por él exterminado con quinientos indios más y rodeado también por los mulatos de San Mateo. En aquella oportunidad, Illescas venía vestido a la usanza española, con el más rico vestido de la época que imaginarse pudiera, y en su rostro llevaba todas las insignias reales de los indígenas que había conquistado: amplia nariguera de oro puro en forma de media luna, aretes largos de oro -acompasando el movimiento y ademanes-, anillos de oro y anchísimo pectoral del mismo material, que caía por debajo de la gorguera de la más preciosa seda. En su mano portaba el bastón de mando de los caciques PIDI. La altura y armonía de su cuerpo -elástico y joven a pesar de los años


Soy libre‌ Libre he sido y serÊ siempre. La verdadera libertad no consiste en despojarse de ataduras, consiste en no haberlas aceptado nunca.


que ya se habían venido sobre él-, la marcialidad de su porte y la elegancia de su paso, le conferían los aires de un verdadero rey.

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Con una fina ironía, que Cabello de Balboa catalogó en todo su valor, Illescas había juntado los símbolos de las tres culturas en su presencia y vestuario: la africana, a la cual el representaba con suprema elegancia; la india, que había tomado como propia, y; la hispánica, que acababa de darle el mando formal en estas Provincias. Cabello de Balboa comprendió que este era un personaje indomable y que simplemente se había escrito el primer capítulo de una azarosa relación con España. En la Bahía de San Mateo se realizaría el último encuentro entre los dos singulares personajes; la vida no les permitiría reunirse nunca más; pero el hispano, escritor y poeta, logró captar la verdadera personalidad del africano y aquilatarla en su justo valor; nunca lo olvidaría como un ejemplo de valentía y de libertad. Illescas, por su parte, admiró al hombre sagaz y benévolo que trataba de atraerlo hacia España; consideró sinceras sus intenciones, y lo trató con el respeto y consideración que exigía un Delegado Real de estas características descollantes. Los dos sabían que su destino y decisiones estaban más allá de toda nego-


ciación y que una fuerza e impulso superior había trazado desde tiempos inmemoriales las líneas de su camino. Su despedida fue la de dos personalidades huracanadas que por un momento se han encontrado para hacer temblar la tierra a su paso, pero que luego vuelven a ser independientes y diferentes. Nunca más. Nunca más… se volverían a ver. De pie, frente a la Bahía de San Mateo, contemplando como Miguel Cabello de Balboa se alejaba empequeñeciéndose a la distancia, Alonso se quedó solo. Las ricas vestimentas españolas le fastidiaban, sus miembros habían sido diseñados para estar desnudos, para recibir plenamente el amor del viento, la caricia fuerte del sol, el baño radiante de las aguas que en aquellos momentos parecían líquidos diamantes. Contempló con honda melancolía el mar, ese mismo mar inasible que en su niñez le permitió soñar con reinos, con torres y murallas gigantescas de coral deslumbrante, con amigos desconocidos y fieles, con el deleite de posarse sobre las olas para con ellas recorrer infinitos espacios. Era el mismo mar que lo llevó de Cabo Verde a Sevilla, a la servidumbre, a los días fríos y cortantes, a la imposición sobre su lengua del idioma castellano, al tratamiento dado como a semoviente o como a mueble,

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al desespero de unos días que parecían inacabables por la dimensión de la esclavitud. Era el mismo mar que lo trajo a Panamá y allí cambió solamente de nombre para ser Pacífico… y traerlo hasta su verdadero reino, el de las Esmeraldas, el reino en el que era amado y respetado, el reino en el que creó pueblos y una nueva raza: la mulata y la zamba; el reino donde conoció los mil inagotables rostros del amor, el reino donde ahora vivían sus hijos, el reino construido con la fuerza de su corazón, de su mente, de sus manos; el reino en el que derramó sangre, pero también ejerció justicia y compasión; el reino donde la libertad era su canto y su poder; el reino que hoy querían arrebatarle con un nuevo y denigrante vasallaje, con bambalinas y ofertas inútiles y traicioneras; el reino que querían cambiarle por el nombre y título de GOBERNADOR… Nunca más… Nunca más la servidumbre y la esclavitud. Sin que un solo músculo de su rostro dejase traslucir la batalla interior, lentamente, fue despojándose de los ropajes españoles: piel postiza sobrepuesta a su negra piel; levantó los brazos sobre su cabeza recibiendo todo el brillo del sol y, en alegre carrera, como en sus días infantiles, se lanzó al mar; las olas le castigaron, le revolcaron, le recibieron como al hijo pródigo, le


ordenaron los pensamientos y le sacudieron la sangre y los presentimientos. Nadó hasta extenuarse; luego, volvió lentamente hacia la playa. Su decisión estaba tomada: no quería el nombramiento de GOBERNADOR; así lo haría conocer a todo su pueblo; pues, él era mucho más que eso; él debía estar junto a su pueblo; él pueblo fruto de su propio esfuerzo y creación; él debía estar, vivir y morir junto a los suyos; y para ello no necesitaba ningún título, porque era reconocido y aceptado como líder; para ello no requería de España, ni presbíteros, ni mensajeros, y proclamó: “Soy libre… Libre he sido y seré siempre. La verdadera libertad no consiste en despojarse de ataduras, consiste en no haberlas aceptado nunca”. La presencia de Alonso de Illescas dejó todo un rico legado cultural que hoy es patrimonio, no solamente a Esmeraldas, sino de todo el Ecuador. La etnia afroecuatoriana ha dado su importante aporte al pensamiento, a la literatura, a las artes, a la gloria de ser lo que somos: multiétnicos y pluriculturales; pero también ha estado y está presente, en el mismo espíritu indomable de su líder en los campos de la libertad con Jonathan, la negra compañera y verdadera hermana de Manuela Sáenz;


con Rosalba, su otra confidente y amiga; en las montoneras de Eloy Alfaro, en los movimientos sociales, en la emergencia social del pueblo, del cual son parte histórica y actual. En cada uno de ellos, en cada afroecuatoriano, el espíritu, el nombre, el santo y seña de libertad, dignidad y grandeza de ALONSO DE ILLESCAS, forma parte de su cuerpo y de su alma.


FUENTES : -

Miguel Cabello de Balboa – “Verdadera historia de la provincia de las Esmeraldas”. 1577 – 1582

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Enciclopedia ESPASA , Tomo XX, Páginas 725 a 730.

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“El Negro en la historia del Ecuador y del Sur de Colombia” - Actas del Primer Congreso de la Historia del Negro en el Ecuador y Sur de Colombia. Centro Cultural Afro ecuatoriano. Quito 1988.

- Savoia, Rafael P.: “Asentamientos Negros en el Norte de la Provincia de Esmeraldas”.


Antonio de Illescas, luego de una epopeya de cadenas, fuga y conquista, enfrentó a la soberbia de la corona española de igual a igual. Era un tiempo en que se practicó la infamia de la esclavitud. Illescas es símbolo de la resistencia ciudadana contra la prepotencia de los que se creen dueños de destinos ajenos. “El Gobernador Negro” es, además, referente de la raíz étnica que se extiende desde África hasta nuestra América.

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