El Demonio Indígena Lorenza Avemanay

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Generala Manuela Saenz

Colección

Lorenza Avemanay Tacuri

El Demonio Indígena

BIOGRAFÍAS HOMBRES Y MUJERES FORJADORES DE LA PATRIA

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Nuestra Patria se engrandece con los corazones indomables que asumen en sus vidas el fervor de la libertad y el deseo de construir un país soberano. La historia de nuestra Patria está labrada con intensas batallas de resistencia ante la opresión y el dominio. A lo largo del tiempo se destacan hombres y mujeres luchadores por la libertad. Estos personajes están vivos en el recuerdo que marcan las huellas del tiempo. Su acción y su palabra se mantienen e iluminan nuestras vidas. La lucha continúa, la búsqueda de mejores días es la esperanza de los ciudadanos y ciudadanas de hoy. Este espíritu anima a los héroes y heroínas anónimos que construyen la Patria Nueva participando en la Revolución Ciudadana. Es importante volver la mirada a nuestras raíces históricas para comprender nuestro presente. La Secretaría de Pueblos, Movimientos Sociales y Participación Ciudadana de la Presidencia de la República entrega a la ciudadanía este aporte con las biografías de personajes históricos para poder adentrarnos en las venas de nuestra Patria.


BIOGRAFÍAS HOMBRES Y MUJERES FORJADORES DE LA PATRIA

Lorenza Avemanay Tacuri

El Demonio Indígena

autora:

MARCELA COSTALES P.



1 UN CORAZÓN INDOMABLE Este es el Señorío de los Misache Tenuela, los antiguos SEÑORES NATURALES DE LA TIERRA, los verdaderos señores, los de ancestro, aquellos que estuvieron en estas tierras muchísimos años antes de la llegada de los amos blancos y barbados. Aquí estaba todavía presente la pirámide social: la mazorca de maíz verdadera, nuestro símbolo, en donde todos los habitantes representábamos los granos llenos de vida, compartiendo la misma savia, la misma alimentación atención y responsabilidades. No importaba si estábamos ubicados más arriba o más abajo en esta perdurable estructura en la que no existía marginamiento ni opresión, ni esclavismo. Todos éramos importantes, dignos, parte sustancial de un pueblo que iba creciendo en las normas del respeto mutuo. Aquí, en los restos de lo que fuera este Señorío, nací yo, vivo yo, SOY YO: LORENZA AVEMANAY TACURI.


Montañones inmensos envueltos en bruma me rodean. Particularmente mi pueblo lleva el nombre de Cebadas; en él está mi cordón umbilical, mi sangre y mi ancestro. En 1750, año de mi fragoroso nacimiento, comenzó también, como si así hubiese estado escrito por los designios del Gran Pachayachachi -nuestro Dios, el Señor Fundamental de mi religión, mi crucifixión, mi irrevocable sentencia de luto y de concertaje. Mi niñez se me extravía en las brumas de la memoria, en las tantas hambres, en las lágrimas escondidas, en el resquemor del corazón que parecía doler todos los días y volverse pesado y difícil de llevar a cuestas. Aún mis pies grandotes y rajados, cuero de caminante experimentada en tantas rutas polvorientas, no se habían acostumbrado del todo a circular por los vericuetos de Cebadas, cuando me llevaron a vivir, a soportar una vida de infierno, en el sitio conocido con el nombre de Sanancahuán, pequeña jurisdicción del pueblo de Chumo, más conocido como Licto. El sitio era otro, la realidad la misma; la comprensión mayor, pues ya no era la niña ingenua que se consolaba en el regazo de la madre. Empezaba a ser una mujer que se preguntaba día a día, por qué debía acumu-


larse sobre mis hombros y los hombros de mi gente tanta tragedia y podredumbre. En Licto -rincón amurallado por los vientos, el polvo persistente y pegajoso y las desdichas-, sorprendiéndome, como si viniera desde las recónditas entrañas de la tierra, presentí en el latido loco de mi corazón, todavía ignorante pero ya en vigilia, los pasos poderosos, telúricos, redobles de tambor de piel guerrera de todos aquellos caudillos indígenas, que aparecerían luego, en abrasión de lava reivindicadora a lo largo de todo el Siglo XIX. Rebeldes indomables del pasado y rebeldes indomables del futuro parecían haberse fundido en mi propio ser, como si para ello hubiese sido la escogida desde antes de que el tiempo existiese, de entre todos los de mi raza. A mí me estaban consignando, señalando, persiguiendo. A mí me estaban tallando a fuego vivo. A mí me marcaron para siempre en las voces huracanadas del páramo que me llamaban cada tarde para dejarme sus mensajes. A mí me proclamaban en las milenarias voces de los Catequillados: los elegidos, los guardianes y guías de nuestro pueblo; quienes, en cuchilladas de luz líquida, resucitaban para mí en la alta noche de luna tierna: la de los encantamientos, la de la magia ancestral. Y los escuché llamarme y convocarme por mi nombre y apellido, sílaba por sílaba, para que no hubiese equi-


vocación, para que no dudase, para que no tomase ningún otro camino, sino aquel que me había sido destinado y preparado. Gracias al duro trabajo físico, a las caminatas inacabables, a las cargas que debía llevar, mi cuerpo se reveló duro, moreno, fuerte, ágil, bronceado y atractivo: vasija mística de zumos vitales, maravilloso templo de mi corazón que había empezado a elevarse por sobre el dolor y la humillación diarias. A veces, adentrándome bajo los soles calcinantes del mes de Agosto, durante el refrescante baño de la tarde, este cuerpo tenía el resplandor inquietante del cobre pulido y se encabritaba deseando ser deseado, imaginando contactos, horizontes, encuentros. Sin embargo, muy tarde llegó el amor para mí, y no completo y definitivo, sólo una estancia más entre las tantas que debí recorrer en esta llamada vida. El único amor fuerte, concreto, definitivo que conocí, fue el de mis padres: taciturnos gañanes y vaqueros de los páramos de Ichubamba y El Hatillo. Mi padre, Lorenzo Avemanay -de quien llevo su nombre con veneración- a veces me afligía con su mirada dura y lejana, como si yo representase poco para él; tarde comprendí el amor desesperado que experimentó por esta única hija. Y siempre me acompañó su palabra buena, llena de antiguos y perdurables conocimientos. A mi madre, Bartola Tacuri,


la recuerdo sumida desde siempre en una vejez que superaba el tiempo y que parecía haber nacido con ella. Cada arruga de su rostro misterioso y móvil se anunciaba nacida del calcio fosfórico del alma, vencida y desesperada en la vigilia eterna de la miseria, las postergaciones y las esperas rotas. Si la vi sonreír alguna vez, no lo recuerdo; si la dicha iluminó de vez en cuando su rostro cansado, no podría afirmarlo; pero, en el fondo de sus ojos brillaba una llamita inextinguible que parecía revelar un girón de su alma que no había muerto o desaparecido del todo. Ella, pacientemente -como lo hacía todo-, me enseñó a hilar la sucia y aceitosa lana de borrego. Y, durante la caminata silenciosa, en el mudo diálogo de desolaciones que manteníamos como acuerdo tácito, o amparadas de lluvia insistente bajo techo de paja, hilé en tenebrosas e irrecuperables distancias, los seres, los encuentros, las desilusiones, el desprecio de los blancos, el trabajo forzado, el hambre, la monotonía ancestral de iguales días, iguales noches; pero, también hilé la armadura de mi rebelde corazón, la rebelión, la venganza. Mi padre, desafiando mi condición femenina, adivinó en mí la fuerza que a mí misma aún no me había sido revelada, y me adiestró como a cualquier muchacho de la época en el riguroso menester de la vaquería; y,


muchas veces, forjados y expertos ya mis músculos en el ejercicio, firmes mis tendones a fuerza de la presión de los trabajos más duros, usé el lazo o la veta con maestría para sujetar al ganado cimarrón; mientras sobre mí, en círculos concéntricos que parecían desarrollar un alfabeto especial que sólo yo comprendía; en el magnífico cielo de cristal abovedado, el gran Cóndor surcaba el espacio en silencioso juego; juego que enloquecía a las reses, pues presentían que el peligro, el ataque fatal e irrevocable estaba a punto de lanzarse sobre ellas, pero que en mí exasperaba el deseo del mismo vuelo y de esa infinita libertad. 10

- ¡CÓNDOR – proclamé – ELÉVAME EN TUS ALAS, DÉJAME CONOCER TUS REINOS, AYÚDAME A SER LIBRE, LIBRE, LIBRE POR PRIMERA VEZ!¡ Sólo el eco reproducido en las gigantescas gargantas de las quebradas, repetía mi voz y parecía burlarse de mis anhelos, de mis sueños; las curiquingas, con el graznido casi metálico que les caracteriza, parecían reírse de mí, de mi ingenuidad y presunción. El cóndor, suspendido en el infinito, se inflamaba en luz para iluminarme. Mi padre murió temprano, no pudo soportar más esta existencia de pesadilla. El sí, él se liberó. Su alma por fin se fundió en la brillantez de los fuegos anaranjados y


nítidos de las alboradas. Se integró en el sol andino de PACHAYACHACHI, EL GRAN SEÑOR FUNDAMENTAL; con él se fundió para ser uno solo y volver a mirarme por los ojos del sol en las frescas mañanitas en que su recuerdo parecía visitarme con tanta fortaleza, con tal presencia de ánimo, que las lágrimas brotaban de mis ojos sin que yo lo quisiera. Y por las noches, entre los descarnados pencos alineados en los caminos plagados de sombras, su espíritu me susurraba premoniciones que no me atrevía a comprender, por los prejuicios y los temores de mi alma aún inexperta, tímida y quizás demasiado joven. Solas, sin rumbo y sin amparo, sin la fuerza tutelar de mi padre, mi madre y yo recogimos nuestras contadas miserias, y en la terrible aventura de los desposeídos, fuimos, por fuerza de la necesidad, a parar nuestra choza en terreno ajeno, en NAUBUG SANANCAHUÁN: una gris choza entre tantas otras chozas más; presencia agitada de desolaciones, de sigilos, de vidas cercenadas… Nada para cultivar, nada sobre que trabajar, ni un minúsculo trozo de tierra -toda nos la habían arrebatado hace años ya-, ni una astilla fría de paja, ni una minúscula gota de agua, aunque fuese disfrazada de lágrima. A quien todo le ha sido arrebatado sólo le queda el corazón indomable, aquel que nunca renunció a los sueños.

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2 LOS TRABAJOS Y LAS DESDICHAS Pasamos a ser “arrimadas “ o “prestadoras de mano”, para las pocas labores de campo de otros tan pobres como nosotras tan castigadas almas en pena, a cambio de un plato de comida, de una porosa vasija de agua, de una vivificadora palabra solidaria, de la mutua presencia, de la mutua compañía, de la conversación de tarde en tarde en la que se revelaban sólo pesares. Con ellos me hermané. De ellos mismos soy y fui. A ellos mismos seguiré representado en mi lucha, en mi ejemplo, en el eco inacabable de mi grito y de mi rebelión; con ellos, donde ellos volveré cuando haya llegado ese supremo momento por el cual mi alma está deambulando. Durante las noches, titiritando de frío mis huesos, molidas las espaldas por el trabajo sin tregua, desacreditado el estómago por tantas hambres atrasadas, mantuve largas y terribles conversaciones con mis antepasa-

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dos, con mis muertos, con el espíritu atormentado de mi padre y aprendí a permanecer sin un pestañazo para poder captar, en toda su intensidad, la presencia altiva de la esencia de las almas que originaron a la mía, que antes que yo viniera me abrieron los caminos por los que debía dejar mi huella, los que desearon para mi otro destino. En estas largas, y a veces tormentosas, conversaciones, ellos me revelaron y me proveyeron de un nuevo camino para mi subsistencia, para seguir existiendo, aferrándome a los girones de vida, que era lo único que poseía. 14

Ellos, mis manes tutelares me revelaron el conocimiento y secreto de las diferentes hierbas y plantas medicinales; de las raíces que producían los ensueños o que calmaban los sufrimientos del alma hasta dejarla amortiguada por días enteros; de las grandes corolas martirizadas que curaban los males hechos; de las espinas florecidas que descubrían las traiciones y los dobleces; de las pepas y semillas que se llevaban el mal aire y curaban del espanto a los niños; de las hojas lanceoladas que absorbían la temperatura -y aún el mal de los sesos-; de las temblorosas y monstruosas savias que aguijoneaban en la sangre a los jinetes encabritados del amor no correspondido; de las cortezas de árbol molidas y mezcladas


en su debida medida para provocar los sueños reveladores y las ensoñaciones mágicas; de las vísceras de la serpiente, que curaban los órganos inflamados; de las aguas medicinales para detener los abortos ; de los perfumes e inciensos para romper las brujerías negras, tejidas en torno de personas y casas; de los manojos de hojas diversas pasadas por el cuerpo para ayudar a bien morir; de la magnífica mezcla vegetal que debía hacerse para lavar el cuerpo de los difuntos para ayudarles en su paso a la otra vida -más feliz que esta infeliz- que allá les esperaba. Me fueron reveladas las palabras místicas pronunciadas en la hora y lugar adecuados para convocar a los espíritus, para poder conocerlos, aferrarlos y someterlos al cumplimiento de los deseos humanos. Mi reino de romero, shanshi, chuquiragua, floripondio, caballo chupa, velas de cebo, soles y puertas de predestinaciones, llegó a ser por todos conocido, respetado, admirado y buscado. Largas filas de doloridos indios, de alma y cuerpo fatigados, enfermos por la vida dura que llevaban, se transformaron en mis pacientes diarios y habituales. Fui bruja y adivinadora. Esto me ayudó para dejar de ser al fin una Huaccha étnica o huérfana social y abrió para mí un lugar de privilegio y respeto en la comunidad,

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con influencia en un amplio sector geográfico, amparada en mi palabra, pensamiento y consejo. Comentaban que yo había logrado recoger todo el potencial de la sabiduría ancestral, de la medicina de nuestros padres, de los conocimientos de los yachags más antiguos. Así me elevé desde mi soledad y desprotección hasta convertirme en una mujer de gran prestigio entre los propios. Fui entonces temida y respetada. Las gentes acudían a mi reverentes y respetuosas; y pocos eran los que se atrevían a mantener por un tiempo la fuerza clamorosa de mi mirada. 1

Pero los años avanzaban sobre mí, y la gente, viéndome transitarlos sin compañía de varón, me llamó y proclamó “Machorra”; cosa que en absoluto me importaba. No había nacido Lorenza Avemanay para andar reparando en los decires y criterios de otros que nada tenían que ver con mi vida y mis decisiones. Sin embargo, quise tomar un amante, un huayna, por todos conocido como Chepe. Con él compartí mi lecho de tierra, mi soledad amortiguada, mi sexo devorador. Mi ser femenino jamás estuvo muerto como se creía; ausente si; y de tarde en tarde se revolcaba en ternura, en secretas y veladas angustias; y por eso, porque también debía prodigarme en dones, tomé


un longo huiñachisca, un huérfano, que recibió de mi el fervoroso lazo de la madre y las gracias y dones de un cariño del que yo misma no me había creído capaz. -

¡MAMA LORENZA! ¡MAMA LORENZA!

Entonaban, aún años después de mi muerte, las voces indias en los Jahuays: cantos ancestrales de la cosecha, junto con el Lucero de la Mañana y La taruga o venada. Mi nombre emergía y sigue emergiendo en los vozarrones de los peones, en los atiplados tonos de longas jóvenes, en el canto general de las comunidades; porque mi forma, mi fama y mi saber traspasaron el tiempo, lo vencieron y se adentraron en la memoria colectiva de mi pueblo. Muchos afirmaban que mis artes mágicas las aprendí de las brujas de Chambo, aquellas huracanadas y poderosas sacerdotisas que dominaban los reinos del chamico, la ahuacolla, el guarguar y tantos otros alucinógenos que revelaban a los simples mortales otros mundos atados a arcoíris, soles y lluvias de púrpura que quemaban mente y corazón adentro. Pero no, aunque las admiraba, aunque sabía que los blancos y los mestizos, cuando se acercaban a Chambo decían “que se siente el olor a bruja”; aunque conocía de sus vuelos nocturnos y side-

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rales; no fue de ellas de quienes aprendí mi arte; éste, como ya lo saben, me fue otorgado en noches sin luna por la revelación de mis antepasados. Por eso yo alcancé otras rutas, otros vuelos mágicos; desperté en el propio toque de mis manos a los más antiguos chamanes.

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Mi ciencia llegó a tener tal fama, que entre el pueblo se decía que yo podía disponer de la azarosa vida y de la martirizante muerte de quienes dudaban de mis dones o querían hacerme algún daño. Mi sabiduría la entregué generosa, a manos llenas, cuando la medicina blanca aún no había tocado, ni de lejos, a las comunidades indias. Mi presencia podía salvar la vida o la salud de tanto menesteroso. Yo fui la poderosa, la temida, la de la palabra sabia. Y, bajo mis pies, enredadera viva asfixiando a mi pueblo, mugrienta saladés mutilando nuestras esperanzas, se desenvolvía la trágica coyuntura social que parecía hervir en borbotones de podredumbre, que se regaba por todo el territorio. La mita vergonzosa caló mis huesos, como los de todos los otros: esqueletos devorados a dentelladas por un poderío económico y político que no reconocía límites en sus ansias de avasallarlo y dominarlo todo. Los


impuestos eclesiásticos y civiles absorbían la última sangre de tantos seres raquíticos. Los castigos físicos, el cepo, el látigo, el escupitajo, agredían todos los días nuestros sentidos, no nuestra sensibilidad, pues los blancos decían que éramos “angos”, duros, que teníamos callos en toda el alma y todo el cuerpo. Diariamente, durante mi edad madura, desde el amanecer hasta la infinita noche, sentía un monstruo de mil cabezas que se agitaba en mi seno reclamando sangre, vindicaciones, grito de caracolas, avalanchas, justicia; y, una fiebre de inquietudes me despertaba a lacerantes realidades, manteniéndome atenta a todo y a todos. Algo en mí estaba creciente denso y bullente, y ya no respetaría fronteras ni diques que quisieran contenerlo.

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3 LA REBELIÓN SE INICIA Estaba totalmente preparada, física y espiritualmente. Había llegado mi momento, el que había esperado desde el instante mismo de mi nacimiento. Por eso, cuando en Febrero de 1803, en Naubug, el Letrante Cecilio Taday se alzaba en noble rebeldía contra Salvador Murillo y Casimiro Rivera, los Mayordomos de Diezmos, sin pensar dos veces, acudí a la gran Junta que convocaban nuestros cabecillas. ¡Qué espectáculo tan digno del poder de nuestra raza fue el contemplar esa reunión de caudillos! Allí estaba Julián Quito -de Columbe-, pequeño, enjuto, cautivador, con las cuchilladas de sus ojos ardiendo en fuegos de rebelión. Allí estaba Cecilio Taday -de Naubug-, soberbio en la reciedumbre de su musculatura, sigiloso felino buscando el zarpazo final ; allí Francisco Sigla -de Guamote-, fuerte, cauto, pero audaz e implacable como la ventisca del Chimborazo, la fuerza de su presencia levantaba los ánimos con el lide-

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razgo verdadero. Yo representaba a Cebadas y a Sanancahuán, la única mujer entre los cabecillas. Cuando ingresé a la reunión una oleada de murmullos de admiración y respeto me recibió; los otros cabecillas cruzaron saludos conmigo, de igual a igual. Y así fue nuestro parlo, como tenía que ser: de igual a igual, de caudillo a caudillo, de rebelde a rebelde.

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Largo e interminable fue el cruel testimonio de nuestras vidas trastocadas y perdidas, el gigantesco camino empedrado y ascendente de la deshumanización, la pobreza que nos corroía en piojos alucinados, el orgullo no vencido, la dignidad no claudicada, la sed de venganza, la reivindicación, la raza sacudiéndonos desde la sangre, la muerte de muchos de los nuestros en manos de los mismos verdugos, el apoderamiento de nuestras tierras, los impuestos que cada año crecían y se volvían insoportables, la persecución que se hacía contra todo aquel que no agachase su cabeza frente a este sistema de oprobio. Todo, todo nos decidió. Y ordenamos, proclamamos y parimos el alzamiento: la gran rebelión india. Afuera el murmullo de la multitud que como ola encrespada se pronunciaba nos hacía palpar la inmensidad de la responsabilidad que estábamos tomando sobre nosotros. Ninguno retrocedió, esta acción no era ya una posibilidad sino una necesidad


para buscar la liberación. Tuviese el precio que tuviese. Alma adentro sabíamos que este precio podía ser la vida. Lo llevaríamos adelante con toda la fuerza de la que nos dotaba la desesperación y la constante imposición de la injusticia. Luego los cabecillas, en lugar aparte nos reunimos para estudiar y planificar la forma más acertada para llevar adelante nuestro ataque. Habíamos aprendido de ocasiones anteriores, habíamos visto cuantas veces fueron sacrificados los nuestros, sin la menor oportunidad a la defensa, y precisamente por haberse levantado contra los blancos. No éramos los primeros, ni seríamos los últimos; la cadena de crueldad y concertaje tardaría en ser vencida, pero nosotros no podíamos dejar de dar batalla. Diferentes criterios, pensamientos, dudas y razonamientos se presentaron, para que fueran discutidos por todos los que nos hallábamos presentes y habíamos adquirido ya el compromiso de la sublevación. Mi criterio, guiada por la experiencia detestable, fue que para tener oportunidad de vencer debíamos actuar como los blancos, con sus propias mugrosas armas para poder vencerlos, con el engaño, con la falacia, con la trampa, únicas maneras en las que habían actuado siempre. Por eso, nuestras acciones, fuera de lo que podrían prever

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los enemigos, debían desarrollarse fuera de Naubug, en donde saltó la chispa de la insurrección y que demasiado asediada sería para que pudiésemos tener éxito alguno. Habría que tomar en cuenta que por el miedo cerval que habían sembrado los blancos entre los nuestros, podían darse delaciones, de tal manera que los planes debían quedar entre los cabecillas y ser guardados celosamente, mientras se tomaban todas las providencias para llevarlos adelante.

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Nuestros objetivos pasaron a ser los pueblos de Guamote y Columbe, que se hallaban distantes de Naubug: desprevenidos y totalmente ajenos, por el momento, a la tragedia que se estaba tejiendo en torno a ellos. Lo expresado por mí, luego de un largo parlamento fue aceptado por los demás cabecillas. Mi liderazgo fue respetado entonces ya sin ningún resquemor; el hecho de ser mujer dejó de ser una debilidad para, por el contrario, fortalecer mi presencia. Las leyendas que se habían tejido en torno a mi nombre, dotándome de poderes mágicos, tuvieron su efecto en el grupo de mando, y desde aquel momento se me consultaron todas y cada una de las decisiones que se tomaban para seguir adelante con nuestra lucha.


A pesar de todo, empezó a filtrarse una gran inquietud entre los pueblos vecinos y un documento de mi época ya advertía: “Que la gente india de los arrabales de los pueblos de Punìn, Cajabamba y Columbe, se convocaban para hacer sublevación, a pretexto de que se quería establecer aduanas“. Pero, si bien, alguna información había llegado a oídos de los enemigos, los blancos acostumbrados a vivir y a medrar y a matar en trampa, cayeron en la nuestra y pusieron su atención exclusivamente en Punín y en Licto, ordenando sus autoridades principales “que los Tenientes Pedáneos recojan con urgencia las armas de fuego y acero, chuzos y lanzas”. Tan faltos de fuerza y de imaginación nos creían, para que con la aplicación de estas medidas todo hubiese quedado aplastado. Ordenamos que los nuestros en Punín y Licto, para mantener la atención fija en ellos, dieran muestras de preocupación: que insinuaran movimientos inusuales, que se congregaran momentáneamente en plazas y calles despertando sospechas; de tal manera, que si los blancos pensaban movilizar tropas, lo hicieran exclusivamente hacia estos lugares, en los cuales nada iba a pasar por nuestra propia decisión. Sigilosamente fuimos extendiendo paso a paso nuestra red de comunicación, en

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el idioma nuestro, en la palabra propia y verdadera, en la advocación del nombre de nuestros manes tutelares, de nuestros tótems, en el santo y seña del NUDO DE SANGRE, que hoy cobraba de nuevo el vigor de los viejos días de gloria y de poder. Las mujeres, comandadas por mí, empezaron una febril labor de información, llevando el mensaje de choza en choza, de la manera más ingenua, sin que sobre ninguna de ellas recayera la mínima sospecha.

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Los Cachas, conocidos por su valor a toda prueba y por una rebeldía que jamás pudo ser dominada por nada ni por nadie, hicieron conocer la orden y consignas a los integrantes de los anejos de Pulucate, Chol, Galte, Pul, Llinllìn y Moyocancha. Con los de Naubug, a los que yo encabezaba, nos desplazamos como fantasmas en noche cerrada durante el 25 y 26 de Febrero del año de gracia de nuestro martirio, mimetizados entre las pajas de páramo, entre el susurro de los molles y arrayanes, camaleónicos, sin que el menor ruido fuese denunciado, por un viento cómplice que arrancaba suspiros a las hojas para cubrir el sonido de nuestros pasos. Poco a poco fuimos cercando el descuidado pueblo de Guamote, para la legítima venganza señalada para el 27 de Febrero; plan trazado de antemano, examinado y aceptado por todos nosotros. Permanecimos ho-


ras enteras agazapados, confundidos con las rocas de alma tremenda. El viento de la cordillera nos traía las voces animosas de nuestros antepasados, que nos enseñaban a reprimir nuestras ansias de venganza para que surgiesen con toda la fuerza en el momento señalado y convenido. A las 12 del día 27 de febrero, las campanas, cómplices de una religión de opresión, nos anunciaron que había llegado el momento tan esperado. Había concluido la Misa Mayor; los blancos y mestizos empezaban a asomarse desde la boca oscura de la iglesia que dominaba el pueblo. Bajo un sol helado que irradiaba espanto, entramos a violencia viva por los cuatro costados del pueblo, que cayó bajo nuestro ataque en gélida sorpresa y sin poder oponer ninguna resistencia, pues se hallaban totalmente desprevenidos y desarmados. La empuñadura de la ira volcánica unida a nuestros brazos, a nuestra fuerza, a nuestro grito, segó vidas de blancos y mestizos, incendió viviendas, persiguió a los opresores por las callejas mal trazadas. “Los vecinos del pueblo se sorprendieron ante el repentino ataque de las gentes rebeldes y no alcanzaron a salvar sus vidas. Cada uno buscó el primer camino para huir, alguna quiebra, algún vericueto menos transitado. La muerte los sorprendió

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apenas iniciada la fuga, cuando ya iban llenándose de esperanzas de no ser localizados. Así murieron unos tantos blancos y mestizos del lugar”. Este el documento para Archivos, que recupera nuestra presencia y venganza.

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Por fin, ¡Ahí estaban sus cruces; para ellos en esta ocasión, al igual que para nosotros, macabras, enormes, infames. En ellas los colgamos en todos los caminos. Escogimos para el sacrificio propiciatorio a los maestros, a aquellos que trataron de quitarnos de la mente todo lo que era lo nuestro, para que quedase sólo la imposición y la impostura; los que obligaban a nuestros hijos, cada día, a la negación de la procedencia e imponían la vergüenza de ser quienes eran; a los diezmeros, los que se regocijaban en el cobro del diezmo, de ese tributo odioso de la iglesia, que nos exprimía los míseros recursos que lográbamos obtener; el diez por ciento para fines que nunca llegamos a conocer cuales eran en realidad; a los mayordomos de las haciendas aledañas, a los que nos habían impuesto como sistema de vida el garrote, el insulto, la tortura y el cepo; a los curas, para que ellos también se identificaran con su Cristo, con su muerte lacerante, con sus lágrimas, con la agonía que hasta entonces había sido reservada sólo para nuestro pueblo.


¡Aquí estoy yo, la Avemanay, al frente de mis gentes de Naubug, de los vengadores, para clamar a nuestro Pachacámac en la agonía de ustedes, para susurrar las palabras místicas en sus oídos escarnecidos por nuestros gritos de tortura, para que sus maldecidas almas vaguen para siempre en la indefensión y en la tortura, en el infierno que merecen los corazones oscuros y pequeñitos! Pero no hay tiempo para solazarnos, somos guerreros atentos y la ofuscación, la molicie, no deben entrar en nuestros planes y ejecutorias. Debemos tomar posiciones estratégicas en el pueblo y sus alrededores para esperar y dar el recibimiento que se merecen las tropas reales, que de seguro estarán despachando desde Riobamba para castigarnos. Me alegra saber que algunos de nuestros caudillos se han fogueado en las guerras de Popayán y conocen como combatir frontalmente a los hombres del Rey. Luego de un nuevo Consejo de Cabecillas, en que analizamos la victoria y el número de bajas que hemos causado, disponemos que se formen los churos y las quipas en un dúctil cordón que nos mantenga permanentemente comunicados. No debemos olvidar el espionaje y la alarma para que no nos dejemos sorprender

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en ningún momento. Debemos detectar a tiempo cada uno de los movimientos de las tropas. Ya sabemos que “el Corregidor de la Villa de Riobamba, Don Javier Montúfar, apertrechó a doscientos hombres a caballo y un número igual a pie, tomó el camino hacia Punín, Cebadas y Pulucate para dirigirse a Guamote, en poder de los rebeldes. En Atiullay Cruz, después de Ceceles, encontró las primeras evidencias. Prendido de un palo el cadáver del maestro de primeras letras Manuel Arosteguí y en otro lugar, en Tanquis, el cuerpo del Teniente Ignacio Santos“. 30

Conocíamos que la caballería venía con toda cautela: no estaban realizando marchas forzadas, como lo habían hecho en otras ocasiones. Hoy tomaban todas las precauciones, pues el primer golpe que les habíamos infringido, al tomar uno de los sectores más poblados del Corregimiento, los tenía en verdadero sobresalto y sospechaban que nos hallábamos debidamente preparados para darles la recepción que merecían. Cuando los milicianos iniciaban el descenso a Guamote, se hallaban atentos, con todos sus músculos en tensión, impresionados por la opresión del ambiente anunciador de las grandes tragedias, acosados por la duda de lo que encontrarán. Se sobresaltan ante el más pequeño ruido y un temor loco les


sacude las venas cuando, de repente, escuchan el ensordecedor aullido de los tutos, quipas y churos, y las voces de mando de los caudillos, que nos proponíamos enfrentarlos y detenerlos de una vez por todas. Bajo pálido sol brillaban las bayonetas y los caballos se encabritaban caracoleando al escuchar los sonidos anunciadores de la batalla. Las mujeres indias empezaron a lanzar sonidos agudos y penetrantes que despertaban aún más el ánimo de batalla. - ¡VENGAN MESTIZOS QUE AQUí LES ESPERAMOS PARA DARLES PALO! Grité con toda la fuerza de mi voz. De repente, todo a mi alrededor quedó sumido en el silencio. Ese animal que anidaba desde hacía siglos atrás dentro de mi corazón, había saltado feroz, había roto todos los diques y desde la inspiración de mis más antiguas memorias y las de la raza. VI DESCENDER SOBRE MI A PINGUEROA, EL CÓNDOR DE FUEGO, EL SEÑOR DE LAS ALTURAS, EL TOTEM DE LOS GUERREROS y sus garras afloraron en mis pies, su pico desgarrador surgió de mi boca y el batir de sus alas doradas se replicó en el movimiento de mis brazos. Llegó para mí el mandato total de la sangre y de la muerte. Sentí en mis oídos la música del pingullo y redoblante, acompasada por el bombo profundo de los guerreros puruguayes, de los invencibles, y

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supe entonces por qué al final de la batalla se revestían con la piel de sus enemigos como una segunda piel que les dotaba de mayor valor e inmortalidad, mi piel entera me exigía el cumplimiento de este rito.

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Como ninguno sobresalí en bravura. Danzando y dando vueltas hipnoticé a mis seguidores que se atrevieron a todo al ver mi actitud de fiereza y valentía. En el valle angosto y áspero, próximo al poblado, sobre una ladería empinada, encabezando la apretada línea de mis Naubugs de Taday, aparecí toda vestida de negro, con la fachanllina tirada hacia atrás, arremangado el anaco hacia el lado derecho, mis piernas sacudidas por el viento y por los constantes espasmos que me producía la ira. Me sentí gigantesca, invencible y me apresté a luchar contra la caballería, que trataba de trepar por el ángulo muerto de esa especie de cuenca. Llevaba conmigo un largo apartador de cerote, en cuyo extremo sobresalía brillante un chuzo de hierro. Me rodeaban más de una docena de mujeres que llevaban iguales impulsos y propósitos. Yo rebasaba ya el medio siglo de vida, pero mis nervios, músculos y huesos me proclamaban joven para la lucha, para el enfrentamiento, para responder como debía ser en la hora de la reivindicación. No tenía edad en ese momento, era una líder, el centro de


la batalla, el verdadero DEMONIO INDÍGENA, el SUPAY en mi encarnado para enseñar a los enemigos lo que era el dolor y la muerte violenta. Mi pelo se alborota y, sacudido por el viento, me envuelve en serpientes vivas de azabache; cada uno de mis músculos se tensa y se prepara para el combate; la ira me eleva al éxtasis de matar. Respiro los sudores de siglos de opresión, combato cuerpo a cuerpo; soy la verdadera guerrera indígena que arremete con toda ferocidad… La caballería va cediendo frente a nuestro empuje y retrocede hasta una corta llanura que les permite la escapada en busca de reagruparse ordenadamente, para volver a atacar con ímpetu nuevo. Aquí estamos, vociferantes, exasperadas, orgullosa vanguardia de guerreras; en nosotras ha renacido Hualpa Mullo, la princesa hondera de Chambo, quien fuera la primera guerrera puruguaya en entrar en combate contra las tropas de Sebastián de Benalcázar. Ordeno: ¡Inicien el contraataqueeee! -

¡ATRÉVANSE COBARDES!

¡USTEDES VAN A MORIR VERGONZOSAMENTE, DEFENDIENDO EL OPROBIO, LA ESCLAVITUD, LA SARNA! ¡NOSOTRAS LUCHAMOS EN EL NOMBRE DE NUESTRO PUEBLO, DE NUESTRA TIERRA ARREBATA-

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DA, DE NUESTRA LENGUA TRANSMUTADA, DE NUESTRO SINO DESTROZADO Y PISOTEADO! ¡LUCHAMOS EN EL NOMBRE DE PACHACÁMAC, EN EL NOMBRE DE NUESTRA TIERRA, EN EL NOMBRE DE NUESTRA LIBERTAD! Nos atacaron frontalmente esta vez, y el Universo retumbó, y pareció desplomarse entre las groseras interjecciones de los soldados y el estrepitoso choque de los sables, apartadoras y huaycopas. Nos trabamos en hora y media de sangriento combate cuerpo a cuerpo.

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¡NO ROMPAN FILAS!

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¡NO SE RINDAN HERMANOS!

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¡YO SOY SU GUÍA!

- ¡SOY EL GULAY, EL DEMONIO INDÍGENA ENCARNADO EN MUJER! - ¡RECLAMO Y PROCLAMO EL ÚLTIMO EMPUJE PARA ACABAR CON LOS BLANCOS! Y me lanzo de nuevo entre la multitud de combatientes, reabriendo surcos de sangre que estallan en manos y rostros. -

NO HAY RENDICIÓN …

- ¡ADELANTE, SIEGUEN, CORTEN, MATEN EJECUTEN, REGOCÍJENSE EN EL RITUAL DE LA MUERTE!


La batalla continuaba sin descaso. Empecé a sentir que se producían bajas entre mis combatientes de Naubug. Las armas de los contrarios son muy superiores y comenzamos a caer como cebada cortada durante la siega. Me confundo entre el tumulto, me debato, me golpean inmisericordemente, hieren mis carnes, a sablazo limpio van abriéndose paso entre las filas de los indígenas. El miedo ancestral se apodera de muchos de nosotros, algunos buscan ya vericuetos de huída para salir del pueblo, otros son hechos prisioneros. Veo algunos cuerpos de nuestros compañeros arrojados como guiñapos cerca de la plaza pública. Se inicia la debacle, y así habla de nosotros el documento de la Historia y de la tragedia: “Comenzaron a aprehender a los tumultuarios con bastante trabajo y riesgo, porque los demás indios tenían lanzas y sables; los indios que apresaron al Señor Corregidor, al Señor Alcalde, Don Juan Bernardo de León y Cevallos y algunos otros nobles no sufrieron heridas, pero los aprehendieron los españoles y gentes del estado llano a vista de la resistencia de los indios con armas de acero le ofendieron con algunas heridas y aún mataron a cuatro de ellos, sin que ningún español saliera herido”.

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Los golpes secos de las huaycopas, el sonido zigzagueante de las armas de acero al penetrar en la carne, los gritos, los insultos, las voces de mando decaían; algo como un silencio avasallador parecía apoderarse del sitio de combate. Entre eso de las cinco de la tarde, luego de todo un día de enfrentamiento, todo calló abruptamente. Nos derrotaron entre enormes pérdidas, heridos, flagelos, prisioneros. En el campo de batalla quedamos solamente seis mujeres… - ¡NO ISMA MIERDA! 3

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SUPAY…..DEMONIOS

DE

¡EL COMBATE NO HA TERMINADO!

Y ante mi imprecación y llamamiento a continuar sin cejar en la batalla, hasta la muerte misma, la respuesta de los blancos es avanzar con toda la potencia de su caballería y agredirnos con la fuerza implacable del odio… todo se vuelca en una bestial pesadilla... Ya casi entre las sombras de la noche un sablazo hiere mi cabeza, que comienza a rezumar en hilos de sangre que corren imparables por mi cuello. Lanzo patadas, mordiscos, lágrimas. Los puntapiés de los milicianos laceran mi vientre seco, mis muslos. Me arrancan los cabellos, una cuchillada divide la piel de mi brazo en río de martirio. Y, ya en el suelo, entre piedras y terrones, me maniatan, me arrastran por las


calles desollándome sin compasión y junto con cuatro de mis compañeras me arrojan casi inconsciente a la cárcel del pueblo, entre el hacinamiento, el sudor y el hedor insoportable. Unos sobre otros, cuerpos humanos fatigados, heridos, sangrantes, nos arrinconamos lo más que podemos, adivinando que toda la crueldad del mundo se desatará contra nosotros: los prisioneros, los representantes de los que se atrevieron a levantarse contra los blancos. Así, para remontar los años, los siglos y las desdichas, dice el Oidor de Cabildos, luego de la relación de testigos, el día dos de Marzo: ¡… Y al costado de la plaza noté que casi al medio de ella habían vestigios de hoguera e impuesto de algunos vecinos, Don Narciso Andino, Don Juan Zerón y Don José Santos me aseguraron que en aquel punto quemaron los indios los cuerpos de Mariano y Martín Brito, después de haberlos matado a palazos y azotes. En el punto nombrado Tambo Viejo encontré un cadáver sin cabeza, pasado en unos clavos, enteramente desnudo, todo el cuerpo acardenalado y lastimado, al parecer con palos y azotes, los testículos y entrepierna con unas manchas como asadas al fuego; en el costado, al lado derecho y en la espalda, hacia la costilla izquierda, dos heridas profundas como haber hecho con lanza; en los brazos, hasta las manos, y en las piernas, hasta los pies,

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se veían tantas cicatrices, que apenas tenía una pulgada de parte a parte sana en todo el cuerpo y aseguraron que era el de Pedro Teràn”.

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“Fue en el punto denominado Aya Samana donde se encontró otro cadáver de hombre colgado en palo, cortado la pierna derecha, desde la ingle, que le faltaba, y el resto del cuerpo, de pies a cabeza, acardenalado, herido y lastimado todo el cutis, al parecer hecho con arma de acero, palos, piedras y azotes, que aseguraron ser de Juan Mancero. Junto al campanario apareció otro cadáver sin el brazo derecho ni cabeza, comido de los perros, casi sin huesos, que aseguraron ser del Teniente Ignacio Santos”. En la plaza noté vestigios de dos casas quemadas en uno de los costados de ella y se me dijo que eran las casas de Hilario Vallejos y Fernando Loza; a poca distancia, tras la iglesia hallé otro vestigio de casa quemada, que decían era de Don Francisco Muñoz, y caminando las calles del pueblo conté nueve vestigios de casas hechas ceniza de varios vecinos”. “Que en la casa de Ignacio Santos, doce cuadras más o menos de distancia del pueblo, noté que los palos en que estaban colgadas las campanas estaban manchados de sangre, que aseguraron ser de aquellos hom-


bres que mataron los indios el Domingo 28 del mes próximo pasado“. Este era el frío y desnudo relato de quien vino a comprobar los males que se habían realizado. Éramos malvados, destructivos, inmisericordes, asesinos. Para cualquiera que leyese este simple documento esa era la verdad. ¿Alguno se preguntó, entre los cientos de blancos y mestizos que en aquellos momentos se pronunciaban contra nosotros de la manera más dura, por qué nuestra reacción y acción? ¿Alguno de aquellos que hablaban contra nosotros y nos juzgaban y maldecían se compadeció alguna vez de nuestra pobreza, de la esclavitud en la que vegetábamos, del dolor diario del hambre? Muchos de ellos nos tuvieron de sirvientes en sus casas y haciendas, y de ellos recibimos el garrote, el insulto, la humillación y la mezquindad más increíble; muchos de ellos, delante de nosotros se sentaban en sus bien servidas mesas a atragantarse de la mejor comida que daba nuestra tierra, lanzando luego las sobras a los perros y a nosotros el insulto y la amenaza para que saliéramos de su presencia. ¿Alguno de los que pedían nuestra cabeza se pregunto qué se sentía alma adentro al ver la destrucción diaria de que éramos objeto? ¡NO! Para ellos el crimen consistía en reclamar nuestros derechos, la maldad en sentirnos profundamente seres humanos merecedo-

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res de otra suerte, la perfidia en tratar de encontrar, aún a costa de nuestra propia vida, la libertad. Lo apropiado para ellos habría sido mantenernos sumisos esclavos, indignos reptiles, cumpliendo cada uno de sus caprichos, de sus lascivos deseos, de su maldad refinada. Era un crimen pensar, actuar, buscar la liberación y ese crimen era el que más duramente nos harían pagar: para que quedara un escarmiento, para que nadie tratase de imitarnos, para que el miedo quedase sembrado en cada pensamiento y en cada corazón... No sabían ellos que esto nunca podrían lograrlo, que el espíritu no puede ser atado ni por la amenaza ni por la persecución ni aún por la muerte, porque su voluntad no se rinde ni ante Dios. Ha llegado por fin la penúltima estación de mi milésimo Vía Crucis, el que me estaba predestinado, el tenaz, el público, el que rompe para siempre mi soledad y mi silencio: “Como la presencia de los caudillos representa un real peligro para la seguridad del Corregimiento, a pedido del Presidente de la Real Audiencia, se mandaba al cuidado de siete soldados al Sargento Lemusen con destino a Quito, con los reos: Luis Sigla, Francisco Sigla, Francisco Cujilema, Ventura Delgado, Manuel Avemanay, LORENZA AVEMANAY, José Chuto, Valentín Ramírez, Cecilio Taday y una india cuyo nombre no


se cita. En la cárcel provisional de San Agustín, cargados de grillos les sorprendió la peste llamada cucalón y algunos perecieron víctimas de aquella”. Finalmente, a los siete meses de la sublevación, en Julio del mismo año, se pronunciaba la sentencia en la Villa de Riobamba, con el dictamen del Dr. José Fernández Salvador y el Señor Javier Montúfar, Juez de la causa. “Allo atento al mérito del proceso a lo que es necesario me remito, que debo CONDENAR Y CONDENO A CECILIO TADAY, LUIS SIGLA, VALENTÍN RAMÍREZ Y LORENZA AVEMANAY a la pena ordinaria, para cuya execución deben salir arrastrados a la cola de una bestia de albarda, hasta el sitio de la horca, donde colgados pierdan la vida; en la calidad de que cortándose la cabeza al cadáver primero, se coloque en el puesto de Naubug de modo permanente, para que se perpetúe la memoria del castigo aplicado a este seductor“. Dispusieron de nosotros, como de las heces del pueblo, como de la basura. Traídos amarrados y malheridos desde Guamote, nos encerraron primeramente en la cárcel de la Villa de Riobamba. Por la minúscula reja de la celda veíamos asomarse a cada instante los ojos de los curiosos: miradas de odio, de desdén, risas destempladas; frases hirien-

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tes, insultos y amenazas proferidas a voz en cuello, seguidas por las risotadas de los triunfadores, que se solazaban con nuestra miserable situación. Se nos daba una mazamorra de cebada sin sabor, requemada y seca, una vez al día, y no se nos permitía salir al estrecho patio de la cárcel, por el temor terrible que sentían ante nosotros. Nuestra piel empezó a tomar un tinte pálido, verdoso; sarnas y escaras comenzaron a apoderarse de nuestros miembros; mientras la batalla con los piojos y la suciedad se multiplicaba, sumándose sobre nosotros un nuevo sufrimiento. 42

Los interrogatorios se sucedían hora tras hora, se llevaban a Cecilio Taday, a Luis Sigla, los golpeaban, los amenazaban de muerte si no admitían todos los crímenes que ellos imaginaban que habíamos cometido y muchos más; luego, los latigazos para que gritaran pidiendo perdón y clemencia: sin lograrlo; lo que los desesperaba y mortificaba más allá de todo lo que se pudiera imaginar. Luego los traían arrastrados, sin fuerzas, sangrantes como marionetas rotas vapuleadas por la vida sin fin. Tal vez yo era la más odiada: por ser india, mujer y vieja. Me llevaron al cepo, aprisionaron mis muñecas y mi cuello, mientras mis rodillas parecían desintegrarse entre la opresión y la falta de aire; casi no me po-


dían sostener. Apretaban y apretaban, hasta que mis venas parecían estallar, mis sienes palpitaban locamente y, luego, a fuerza de latigazos me devolvían la respiración. Caída en el suelo me propinaban patadas y golpes, para por fin arrastrarme por los cabellos hasta el muladar que nos habían destinado como prisión. Otros días era la sed, una sed atenazante y atroz, la tortura más temida, secas las gargantas, reseca la piel, oprimidos los músculos; gemíamos y obteníamos como respuesta que pasasen lanzándonos cubos de agua sucia, para que aumentase nuestra desesperación, el mal olor y la podredumbre, pues debíamos revolcarnos entre nuestras propias inmundicias. ¿Fue esto por un día, por un año, por un siglo, por toda la vida? He perdido la memoria; todo me parece un hecho inacabable y repetitivo, sin luz de sol, ni brillo de luna; resuenan en mis oídos las palabras de mis compañeros caídos en desgracia, los consuelos, las despedidas, los mensajes para que no olvidáramos nunca quienes éramos y cuanto habíamos sufrido. La cárcel de Quito, ubicada en las cercanías de lo que ellos llamaban o conocían como la Iglesia de San Agustín, fue peor todavía que la de Riobamba. Allí nos mantuvieron prisioneros con otras gentes: indios y mestizos

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pobres, y los delincuentes comunes, entre los que se contaban asesinos, ladrones, salteadores de caminos y no se, no recuerdo cuantos crímenes más. Nuestro delito era tan grande que teníamos que compartir con ellos la tortura, con ellos el encierro, con ellos el hambre y las humillaciones.

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De vez en cuando se abrían las puertas de la prisión y dejaban pasar a un sacerdote para que nos predicara y nos hablara de las bondades de su Dios, del arrepentimiento que debíamos experimentar por todos nuestros pecados. El juego consistía en hacernos sentir profundamente culpables, malvados, indignos de cualquier perdón, indignos de tocar siquiera la orla de sus vestiduras talares. El secreto era que nuestra mente nos reconociera como escoria, como seres sin valor, como delincuentes a los que se nos debía someter a las más duras pruebas por nuestra maldad y dureza de corazón. El secreto, el verdadero secreto de la prisión era el de robarnos nuestro ser, nuestra identidad, hasta que llegase el momento crucial en que no anhelásemos otra cosa que la muerte. En la maloliente cárcel de Quito, igual fuimos visitados por Letrantes, quienes nos ofrecían con su voz salamera el perdón, la conmutación de nuestras pena, si es que admitíamos ser culpables de todos los delitos de los que se nos acusaba. A Cecilio


Taday lo presionaban día a día, hablándole de exterminar a toda su familia si no se declaraba culpable y si no pedía perdón públicamente por todos los atropellos y crímenes que había cometido. A José Chuto lo amenazaron con tomar prisioneros a sus ancianos padres y someterlos a la pena del látigo, si él, públicamente no pedía perdón y juraba ante Dios que jamás volvería a levantarse en rebelión contra los blancos. A mí, sabiendo que era analfabeta, pero no falta de criterio y de pensamiento, trataron de hacerme firmar una formal declaración, en la que asumía la mayoría de la culpa de los sucesos de Guamote. Sólo les contemplé con burla, con asco, con el más profundo rechazo de mis desolados huesos; pues sabía que en todo caso podían inventar una firma que no era la mía -pues ni siquiera sabía lo que significaba firmar-, para incriminarme, para hacerme merecedora de todos sus castigos y de su pena de muerte. ¡Promete -me decían-. Promete que te arrepientes de haberte levantado contra los amitos. Promete india bruta! - LA ÚNICA PROMESA SAGRADA -les dijeES DECIR Y VIVIR LA VERDAD. ¿Qué otra presión podían ejercer contra mi? Si nada poseía, ni una partícula de tierra, ni una familia que me perteneciera y de la que yo fuera su eje fundamental, ninguna posesión material, ningún bien. ¿Con qué,

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sobre qué, gracias a qué, podrían amenazarme, coaccionarme, presionarme, para que yo dijese exactamente lo que ellos querían que dijese, condenándome a mí misma, condenando a los otros, a mis compañeros, a mis sublevados? Pronto se dieron cuenta de que era inútil seguir tratando de armar alguna triquiñuela contra mí: por mi propia pobreza, por mi desapego a todo lo que fueran bienes materiales, por mi falta de vínculos sentimentales, por mi soledad y por mi propia decisión. Me encontraba más allá de cualquier trampa que quisiesen tenderme con la finalidad de exterminarme más rápidamente de lo que estaba previsto. 4

De repente, todas las arrugas de los años que se me habían venido encima sin darme cuenta, empezaron a aflorar en la piel de mi rostro, revelando cansancio, desilusión, afanes de abandonar toda lucha. Mis manos callosas, antes tan firmes y tan diestras, expertas en curar los males de los demás, se habían vuelto temblorosas, llenas de manchas, al principio casi imperceptibles, ahora grandes y notorias; las coyunturas de mis dedos se habían transformado en nudos dolorosos que impedían su ágil utilización. La musculatura entera de mi cuerpo parecía haberse derrumbado por la prisión, el hambre y las privaciones incontables. Esperaba ya, en la fórmula secreta de todos


mis sueños, la presencia de la muerte que me liberara de todo. Y en las noches, los pasos de los guardias, la tos seca y penetrante de mis compañeros que habían caído víctimas de la peste de cucalón, aquella que terminaba con las vías respiratorias y que causaba la muerte entre ahogos desesperados y flujos de sangre incontenible por las fosas nasales. En las noches, las lágrimas de impotencia, no de arrepentimiento, porque nadie puede arrepentirse de buscar, contra todo y contra todos, la propia liberación y la de su pueblo. En la noche, los recuerdos de una vida que, a pesar de las privaciones, tuvo sus momentos felices, sus momentos de amor, sus momentos de regocijo, sus altos momentos de esperanza, que hoy parecían haber sido arrancados de cuajo.

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4 LA EJECUCIÓN Transcurridos los meses, seguido paso a paso con todo sadismo el juicio condenatorio, dispusieron al fin que nosotros, los sediciosos, los criminales, los reos celosamente guardados en Quito, fuésemos devueltos a Riobamba. En una de las madrugadas frías de Quito, nos colocaron en fila, uno detrás de otro, atados por pesados grilletes, los mismos que habían lacerado nuestras carnes hasta producirnos llagas llenas de pus y mal olor, que hacían que los guardianes se taparan las narices mientras nos obligaban a caminar renqueando entre golpes e interjecciones. Así salimos, arrastrando las cadenas y los girones de vida que nos quedaban, cruzamos la ciudad de Quito, buscando la salida Sur, para iniciar los diez terribles días de caminata que nos llevarían al sitio final de nuestro escarnio y ejecución. Diez días de inacabable caminata. Los pies transformados en girones de carne. Destrozada el alma. Destruidos los nervios.

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Arrastrando inmisericordemente cadenas y grillos. Convertidos en fantoches lamentables, para distracción del populacho que salía a contemplarnos, mientras el redoble del tambor y la voz estentórea del pregonero anunciaba que pasábamos los criminales, los malditos que nos habíamos atrevido a levantarnos contra la Corona española, los asesinos que nos habíamos tomado a sangre y fuego el pueblo de Guamote.

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Los curiosos salían para contemplarnos entre risas, y algunos de ellos, los más audaces, se nos acercaban para empujarnos, para propinarnos un golpe, para escupirnos o para reírse de nuestra desgracia, en nuestro rostro macilento y sudoroso. Recordaré hasta el último momento de mi martirio, que en la entrada de un pequeño pueblo llamado Tambillo, una joven mujer, vestida con amplia y plisada falda de lana, cubiertos sus hombros y cabeza por un pañolón de seda negra, se me acercó y dejó caer entre mis labios agua refrescante, y puso en mis manos un trozo de pan, perfumado, nuevo, casi recién salido del horno, y me contempló con tanta compasión, con tanto amor, que comprendí que mi vida entera tenía justificación, que mi rebeldía había tocado jóvenes corazones, como aquel que se me acercara por un instante. Y, mágicamente, desaparecieron el dolor, el cansancio. Y una gigantesca fe en la inmortalidad del espí-


ritu me llenó de vigor. Desde ese instante el camino sería ligero y el ansia por llegar al momento final, lo único que guiara mis pasos sonámbulos y postreros. Fueron marchas forzadas que colmaron de alegría a nuestros verdugos, solaz a los altos, a los grandes, a los que mandaban, a los que ejercían el poder y se sentían ellos mismos invencibles, dignos de servir con la rodilla doblada y el rostro lleno de éxtasis al trono de España. Luego de atravesar los gélidos Andes, bajo lluvia y sol inclementes, bajo miradas de odio y corazones compasivos, llegamos de nuevo a la cárcel de Riobamba. Ya no éramos los mismos que nos marchamos. Algu1

nos de los nuestros, los más queridos, faltaban. Habían sido arrebatados por la peste, por la fiebre, por el frío, los malos tratos y la desesperación. Algunos no lograron soportar, se fueron primero, nos abrieron camino para esperarnos, se adelantaron en la ruta para aligerar el peso de nuestras martirizadas almas.



CONTRA TODO DESIGNIO DE PACHACÁMAC Había llegado por fin el día esperado para el cumplimiento de la sentencia. Acudieron a la plaza mayor de la Villa un gran número de ciudadanos para presenciar la ejecución; 3

tal como había sido descrita y ordenada por los Jueces, por aquellos mestizos y blancos que se atrevieron a juzgarnos con la vara única de su justicia desigual y monstruosa. La guarnición de veteranos resguardaba debidamente formada a los dos lados de la horca; no solamente para cumplir un formulismo, sino, y sobre todo, para precautelar que nosotros, los indios levantiscos , fuésemos auxiliados por los nuestros y huyéramos de este acto de “verdadera justicia”, que tenía que ser cumplido costare lo que costare. A las once del día nos sacaron a los condenados de la cárcel, arrastrando -tal como lo habíamos hecho en otras etapas del mar-


tirio- las pesadas cadenas a las que estábamos perennemente atados. Una escuadra de soldados, presididos por el Escribano y el Pregonero, batían tambores fúnebremente, anunciando la presencia de la muerte en toda la Villa.

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El Párroco principal nos preparaba con salmos y oraciones a los condenados. Al final de la calle mugrosa que conducía a la cárcel de la que habíamos salido en fila, sentí un fuerte golpe en mi espada, golpe que me hizo caer al suelo con todo el peso de mi cuerpo. Dos soldados se me vinieron encima y ataron mis brazos y cabellos a la cola de una bestia díscola que trataba de salir en carrera de inmediato; igual suplicio ejecutaron con mis compañeros. Así nos condujeron hasta la Plaza Mayor, no sé el tiempo que duró el tormento, creo que toda una vida, mi cabeza golpeaba contra las piedras, mis oídos se clausuraron a todo ruido, sentía la piel ardiente de mi espalda hecha girones. Dejando pedazos de mi carne vieja y magullada en las piedras del camino, verifiqué como mis órganos internos se deshacían, mientras mi cuerpo era arrastrado y despedazado. Mi agonía y la de mis compañeros, sin lanzar un alarido, un sólo sonido de protesta, despertó la admiración entre los vecinos de la Villa que habían salido a contemplarnos, y más de uno apartó los ojos del sangriento espectá-


culo, como si se sintiera culpable del martirio y el reguero de sangre y dolor. En los labios de algunos de ellos sentí musitar el nombre de su Dios, llamándolo a la clemencia y al perdón. Después de haber sido arrastrados así, a cola de bestia, llegamos por fin, luego de un eterno tiempo, a la Plaza Mayor, y todos nosotros obligados a ponernos de pie por medio de golpes y empujones; inmediatamente que fuera leída la sentencia, íbamos subiendo a la horca. Francisco Sigla, quien iba delante de mí, volvió su cabeza para clavarme su mirada, su mirada de compañeros, de sublevados, su mirada bañada en humedad por el amor profundo y la identificación de la raza, su mirada que me llenó de valor para seguir serenamente los escalones del martirio. Yo posé por un instante mis ojos en su rostro y vi que de él se borraban el cansancio y el temor, y que la luz de un espíritu que empezaba a marcharse lo envolvía en una serenidad que nunca antes había podido conocer… Luego, en un balanceo trágico, balanceo que hasta hoy se escucha en todas y cada una de las comunidades indígenas de esta atormentada geografía, perdimos la vida, sin el consentimiento de nuestro Pachacámac.


Esta fue mi muerte, la que ellos, mis otros muertos me revelaron desde siempre, desde tiempos inmemoriales. Ella, la esperada, la presentida, la que me visitaba noche a noche, la que no me dejaba vivir en paz, descendió sobre mí en el último resplandor de nieve del Carihuirazo, con el postrer aleteo del cóndor, la misma ave gigante de mis sueños de la juventud, la que ahora mecía con su pico gigante y al compás del viento mis indefensos miembros de ahorcada. Parecería que todo había terminado, que mi historia vital había desarrollado su última página. Cantaron victorias y organizaron ceremonias religiosas y tedeums, porque, según lo proclamaban, cortaron por fin mi presencia, cercenaron mi voz, de tal manera que ningún indígena volviera a escucharla. Se mofaron de mi cadáver, guiñapo sin valor, perdida toda su energía. Traficaron con mis restos hasta la fosa común en destartalada carreta. Me condujeron hasta el promontorio de cadáveres, sin que se levantar una sola voz de protesta, sin otra palabra que a mí me proclamara, que un frío documento jurídico para tratar de justificar mi desintegración; sin otras palabras que las de estilo para obligar a todos a olvidarme. Pero hasta mis huesos fosfóricos y temblorosos, hasta mi espíritu indomable, desde Chancahuán, llegaron en ríos impondera-


bles de luto las lágrimas de Bartola Tacuri, mi madre, mi surco verdadero, mi germen tutelar, y con ella, con la que me diera la vida, todas las semillas luminosas que habían creado los antepasados, toda la fuerza de la raza en la que yo fui creada y originada y tomado mi sangre viva, bullente, nueva; mis ojos martirizados, pero clarividentes y eternos; mis manos de labranza, de curación , de encantamiento mágico; mi cuerpo de domadora de potros, de rebelde, de levantisca, me lanzaron a la floración, en imponderables ahuacollas, millones de flores rojas, gigantes, perfectas, omnipresentes en todos los caminos, en todas las estancias y a través de ellas, sin que ustedes, blancos, lo sepan, contacto desde las entrañas de la tierra mi resurrección, la de mi raza, para tomarnos Chimborazo, nuestra intransmutable pirámide solar : -

EN EL NOMBRE DE MI PUEBLO

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EN EL NOMBRE DE MI MUERTE

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EN EL NOMBRE DE MI VIDA

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EN EL NOMBRE DE MI SANGRE



FUENTES : -

Costales Samaniego Alfredo, “Fernando Daquilema – El Último Guaminga”. Quito 1.963

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ABAEP/Q. “Autos criminales sobre los acontecimientos sucedidos en el pueblo de Guamote en la sublevación de indios del día 27 de febrero de 1.803.

Las ilustraciones fueron tomadas del Folleto “Lorenza Avemanay”, publicado por CEDEP, en noviembre de 1983.


Los vientos eternos de los Andes todavía susurran la epopeya de la brava Lorenza Avemanay Tacuri, mujer indígena de las tierras altas de nuestra Patria. Su rebeldía estremeció a los invasores españoles, criollos y mestizos, que sometían a crueldades inimaginables a las comunidades indígenas. Lorenza Avemanay ha trascendido al tiempo, y se ha convertido en uno de los símbolos del imperio de la soberanía de Nuestra América.

www.secretariadepueblos.gov.ec secretaria@secretariadepueblos.gov.ec

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