Memorial de los espejos

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Memorial de la Ciudad de los Espejos

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Campaña Triunfal “Manuela la Libertadora”

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MEMORIAL DE LA CIUDAD DE LOS ESPEJOS

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A NELSON SERRANO REYES

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Nota biográfica Manuela Saénz Aizpuru, nace en Quito - Ecuador, el 29 de diciembre de 1.797, hija natural del español Don Simón Saénz en la también española Joaquina Aizpuru. Su vida entera se caracteriza por la búsqueda y apoyo a la independencia de su pueblo. En 1.822 es condecorada con la “ORDEN DEL SOL” en Lima, en reconocimiento a los servicios prestados a la causa del General José de San Martín. En este mismo año conoce a Simón Bolívar y se convierte en su compañera inseparable. Luego de la muerte de Bolívar, es desterrada primero a Jamaica y posteriormente se asila en Paita Town en la Costa Peruana, en donde muere, sumida en la pobreza, presumiblemente, durante una epidemia de difteria en 1.856. Se la conoce como “LA LIBERTADORA” y su nombre se halla ligado al de Bolívar en un amor que estremeció al continente y más aún, en una causa libertaria de la cual, ella, fue protagonista magistral.

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I “PORQUE LA VOLUNTAD DEL ALMA NO SE RINDE NI ANTE LOS ÁNGELES” LORD GLENVILLE Debe ser que no tengo párpados, porque mis ojos se niegan a cerrar. ¡Me pesa tanto el sueño! En esta completa oscuridad derepente, fuegos fatuos se desprenden de un lado para otro y recorren luciérnagas de calcio calcinado, alumbrando blanquecinos amontonamientos, derrumbe crepitante de centenares de huesos promontorios. Es un zanjón profuso y bestial, en el que pululan los gusanos como la palpitación incoherente de un corazón podrido con sonidos de succiones y reptares amorfos repugnantes. No tengo manos, no tengo pies o tengo centenares de ellos, mi cráneo reposa sobre una nudosa parodia de rodilla carcomida. ¡Que impiedad, robarme un mísero pedazo de tierra para la que fuera mi forma, mi sustancia, mi materia y arrojarme así, a la burla de esta fosa común de todos los diezmados por la epidemia ! ¡Qué calor de las entrañas de la tierra me está abrazando¡ ¡ Qué sudores de sepulcro sin mortaja me han borrado la piel, la reciedumbre de mi carne de pastizal y trigo! ¡Qué susurras, qué susurras Capitán de Ceilán que donaste la peste, mordedura de esqueleto vivo clavado en un rincón como pica amarilla de sarro¡....No; me niego a escuchar tus voces, vecina vetusta, la primera en caer en este desgrane de guadaña oscura y servil ; no te muevas pequeño, no trates de escaparte, tenías tanta vida para tanta muerte decapitante! ¡Oh si!, comprendo tu aleteo de leve mariposa funeraria, pero no temas, ni la muerte es eterna, ni nos detendrá descabellada, culpable de tanta desolación. Qué zumos se filtran por estas paredes resecas, por estas crestas de piedra que nos amurallan; algo destila intermitentemente, será la lluvia 9


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que esperábamos en alguna tarde obsequiosa de invierno o la lágrima que decanta el brillo de ojos petrificados en su última mirada a la distancia. ¡Esta salinidad, esta columna vertebral mil veces seccionada, esta cabellera redonda creciendo enredadera capilar que se prolonga en las raíces raquíticas que desde mis cansadas sienes se posesiona sobre la tierra, vampiro de hojarasca inútil, calcinado ladrón de mi último vigor! Ojalá mis labios resucitaran en tus flores incoloras para contar en noche de luna clara este misterioso mundo de crujires, desasosiegos y quebrantos. Y en esta tu propia raíz me voy absorbiendo, me voy metiendo, me voy mezclando poquito a poco, centímetro a centímetro en una agonía interminable, sin conciencia ni ser ni sombra, sólo leve paso que desencadenó la muerte. Es la madrugada, no sé qué madrugada ni qué día ni qué fecha ni qué luna ni qué astro. ¡Oh Dios¡, me estoy renaciendo en pétalos transparentes, tersos y cristalinos como un abanico de seda fastuosa, me está despertando un viento tibio que avanza cauteloso desde el mar para inquisitoriarme, me está sacudiendo la savia en nuevos brotes que empiezan a restallar en el tímido tinte del primer sol de los siglos, de los continentes y nada puede detenerme, me suelto en remolino vegetal columpiándome y desafiando a la brisa, me trepo en el ala más nítida de un juguetón alcatraz y me precipito al mar en picada, no quiero más costas áridas ni olas resquebrajadas; no, no, no orquestaciones de agua salina ululantes e indescifrables; quiero relámpagos morados, quiero hogueras colosales, quiero tormentas de selva sacudiendo los recargados follajes, quiero ríos incógnitos corriendo, corriendo, devorando distancias, bañando orillas de limo, flor , piel, cánticos y vida, quiero jinetear montañas, enormes moles desafiantes clavando sus picos de espada en el vientre esférico de un cielo de cristal; quiero nieve, nieve espesa, enorme, meterme en ella y brillar bajo el sol en mil dedos de diamante; quiero música de bombos, de pingullos y guitarra para acompañar mis giros locos, mi danza de libertad desenfrenada, quiero 10


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anchurosos caminos de trigo y cebada, moradas flores de papa, pestañas blancas de fréjol, cabelleras rubias de señoritas de maíz para sumirme piel verde adentro en cada uno de sus granos de leche y mineral, quiero mis campos de batalla, mi Pichincha, mi Junín, mi Ayacucho, quiero las violetas tímidas y escondidas de Cataguango, quiero la orquídea, el geranio, la magnolia, la chuquiragua, la ventisca de los Andes y su armazón de grises pajas, sus quebradas de rosas silvestres y venados. Se acabó, no hay un pedazo infinitesimal de tierra para mi cuerpo, no hay mordaza para mis sílabas de nombre MA NUE LA MA NUE LA, no tengo al fin ni cadenas ni condenas ni laberintos ni murallas, salvoconductos informadores cómplices del silencio, de la cobardía para una muerta enamorada. No tengo fronteras, límites ni papeles, no solicito la gracia ni la amistad de nadie. Soy río tembloroso, grano de sal, monolítica montaña, ventarrón imparable. Resurrecta, entera, incuestionable en mis caminos equinocciales, en toda y mi única patria, esta América convulsionada que me anhela en los sorbos de cada una de mis tardanzas. Aquí estoy persiguiendo a Bolívar en todas las distancias, su sombra, su luz, su destello y sé que me espera, trasladado de cripta en cripta, desfigurado Libertador en tanto monumento, con el corazón hoguera ardiente para reavivar mi fuego. El sabe que La Caballeresa revivió el galope desafiante y escuchó el germen claro de su voz reclamando el roce de mi mano.

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II QUITO ES LA CIUDAD MÁS BELLA DE SUDAMÉRICA Alexander Von Humboldt Sueño o vuelvo a entrar en la cíclica versión de aquel convento de monjas de Santa Catalina que se me repite en la memoria y en los escondidos rincones de la mente como un antiguo laberinto de paredes de bahareque monstruosamente anchas y convexas, aquellos corredores oscuros y signados por el frío de todos los vientos de Octubre cristalizados en arañas simétricas y fosforescentes; su refectorio de mesas y sillas de madera rústica donde el olor del chocolate, el aceite de oliva y la canela convivían con la vasta vajilla de porcelana en la que se repetían todos los días los mismos alimentos. Vuelvo a su patio colosal puntualizado en una gruta de piedra peremnemente húmeda donde reposaba una virgen con la vestidura radiante de las creencias de los niños, una virgen a cuyos pies corrían hilitos de agua helada, sudores de las entrañas de la tierra que en las mañanas de Diciembre amanecían congelados, quemando nuestras manos traviesas al más ligero de los contactos. Los gigantescos árboles de molle donaban su sombra perpetua, cargados de olores, susurros y mensajes misteriosos, mientras las azoradas flores de cartuchos, con sus hojas acorazonadas, densas y brillantes espadas, cundían por todos los espacios inimaginables. Aquel era el patio de nuestras reuniones, de los escondrijos, de las charlas interminables comiendo garrapiñadas o higos enconfitados, el de las primeras confidencias de los males y gozos del amor, el de las desilusiones pioneras y esperas inconclusas. De él, de sus largas tardes de invierno, de lluvias acompasadas con 12


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el croar de las ranas, de sus mañanas de rocíos aromáticos que estigmatizaban cada hoja y cada pétalo, me quedó para siempre el corazón húmedo y profundamente apegado al misterio y a la soledad como las raíces petulantes de sus molles que para mi absorbieron todos los zumos de la tierra equinoccial. En este convento, piedra angular del Quito de 1.800, pesado, oscuro y espectral, aprendí, quien lo creyera, el arte de la alegría y del asombro, el fulgor inapelable de esas flores extranjeras, los geranios, que luego pasaron a ser savia misma de nuestro suelo, robándole la calidez restallante de sus pétalos al sol o al pálido brillo de esa luna andina que parecía abarcar todo el cielo en un simple pestañazo. geranios que en ventrudos maceteros se prodigaban en todos los corredores o se asomaban ingenuos en cada balcón guarnecido de hierro forjado. Asombro de esa inmensa nave de la capilla sostenida en doradas columnas de vértebras de oro, erosionadas de granos de maíz indio precioso, en los ojos martirizados de sus santos de madera que se intercambiaban de lugares en un arreglo secreto y sin sentido, en los vestidos recargados de pedrería y bordados de una virgen pequeñita de pelo verdadero un día más largo que el otro; en ese crucificado eterno, colocado en otras dimensiones pues a veces no se percibía su presencia y otras, ocupaba la nave entera en sacralizadas gotas de sangre de madera. Capilla de nuestros cánticos, de ceremonias religiosas interminables, de pesado incienso que se escondía por los cabellos para reaparecer en las noches rondando pesadillas de almas en pena. Alegría en su pila de agua bendita, concha de nácar de piedra surgida de manos indias, alegría en sus meses de Mayo de rosas rojas pecadoras y blancas de conciencias rectas, de sus juegos interminables de marros y maconita hincada, de tardes de confección de pasteles y dulces olorosos que luego recorrerían las calles de Quito a cual más solicitado y esperado, de guerras nocturnas de almohadas en los amplios dormi13


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torios gélidos y solemnes, hasta que alguna monja trasnochada frenaba nuestros ímpetus y nos obligaba a entrar en los dominios del sueño. Alegría de los abecedarios que luego se transmutaron en las primeras cartas de amor apresurado y aprendiz; alegría del ajuar vaporoso y blanco de las primeras comuniones; en las bandas de seda que nos volvían congregantes, en los largos recreos que nos permitían una rápida fuga para robar moras y uvillas panzonas y dulces o para hacer un recorrido por las calles cercanas en busca de colaciones y suspiros y más adelante para cumplir alguna cita en una esquina réproba y olvidada. Nostalgia de asomarse a los balcones del piso superior y extender la vista por un increíble mundo de montañas perfectas y macizas: el Pichincha con sus mil vertientes siempre caminando a la ciudad; el Panecillo, alma de los adoratorios sagrados de los aborígenes, espectralmente unido a todas las montañas por inacabables arterias de lodo, lava y zapallo , pequeño monolito de otras edades, recortado por los diferentes colores y tonalidades del trigo y la cebolla, acompañado en sus afanes de escalamiento por infinitos pumamaquis de blanca madera de hueso, marfil del rostro purísimo e iluminado de la Inmaculada Concepción de Legarda, agonía de espinas del Cristo derrumbado de Pampite de Olmos, sonrisa juguetona y traviesa del Niño Dios de Caspicara, mi compañero de belenes de tantas navidades olvidadas en novenas. Ahí estaba mi ciudad, a mis pies y rodeándome, esa Quito reverberante y mágica, esa sinuosidad de calles abrigando la más perfecta y reluciente arquitectura colonial de las casas señoriales, de los faroles, de los cánticos arracimados en lánguidas notas de guitarra empujados en voces de tambores y pingullo. Ahí estaba y ahí está el único verdadero asidero de mis días, de mis realidades, de mis sueños, mi pirámide solar, profundo espejo milenario cóncavo y convexo. Lo que fui, lo que soy, lo que seré es Quito. Quito de la que quise huir, Quito a la que me 14


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enlacé como enredadera viva, Quito de la que fui expatriada. Quito es mi nombre, mi apellido, mi empuñadura de espada, mi grito de libertad, la primera y la última palabra, mi centro gravitacional, la eternidad. III MADRE, NO CREAS QUE MI MEMORIA TE HA TRAICIONADO Madre, no creas que mi memoria te ha traicionado. ¡Me conociste tan poco! Decidiste marcharte cuando más te necesitaba, cuando aprendía con ansiedad cada uno de tus movimientos, copiando los giros y decires de tus manos, delicados jilgueros blancos; tu moño de vértigo de luces anudaba la desafiante mata de cabellos que en las noches cobraban vida tornasolada y equívoca bajo la luz de las velas premonitorias. Nunca me cansé de mirar tus ojos tristes, recatados pero vivos como una joya enterrada e iridiscente, tenías en ellos tanta dulzura, la dulzura de las primeras edades, con ellos me seguías, con ellos me cuidabas, con ellos me regalabas tu alma deliciosamente oculta para nuestra única comunión. Pocas veces aceptabas el contacto físico, pero cuando alrededor de la fuente del patio de la hacienda de Cataguango, rodeadas por Jonathás, Rosalba, toda la servidumbre y alguno que otro pariente transitorio, las viejas criadas malévolamente nos contaban de la María Angula, la que salió de su santa sepultura y que avanzaba paso a paso para reclamarnos ya sus huesos, ya sus ojos, ya sus brazos y llevarnos a sus dominios de infiernos y demonios lacerantes, tu sentías mis temores de niña tonta, ingenua y satelitaria, me abrazabas estrechamente reclinando tu cabeza en mis cabellos, transmitiéndome la vital tibieza de tu sangre, oración suave y sin palabras, oración de ternura de violeta viva, resucitando mis alegrías infantiles, terminando en risas desboca15


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das y felices, en un sonoro beso en la mejilla, que aún hoy, en esta falla de sepulcro, en este devaneo de huesos recalcitrantes me acompaña en los aleteos escalofriantes del ángel de la resurrección. Tu rosario, vivas cuentas negras de azabache centellante, peremnemente me atenazaba, oculto bajo mi almohada gimiéndome oraciones, revuelto entre libros y cartas, dejándome el mensaje de alguna virgen nacarada, o escondido entre mis ropas desafiando la seda y el satén en tu temible oración de mujer torturada, tintineando entre mis joyas en el esplendor magnífico de mi fuerza avasallante, cabalgando conmigo en la selva y la montaña, cantándome avemarías de esperanza en mis noches colmadas de soledad, captando, espejo del Cristo crucificado, el último estertor de tantos soldados caídos en batallas a los que yo acompañaba en tu nombre y en tu fe. Aquí está enredado en mis destierros, en mis luchas, en mis difamaciones en mis mil y cien formas de muerte inexpresables que tu conoces porque en todas te invoqué. ¡Madre, yo soy tu Manuela, tu niña única y sola, tu pecado y tu redención, tu simiente, tu tronco fuerte, tu flor despetalada! Hoy entiendo con intensidad por qué me duele tanto el abandono en mi adolescencia enmarañada, en el despertar de mi sexo, en los apuros de ese matrimonio inacabable y cansino al que fui sometida por la fuerza del destino, por la fuerza de mis dones que tenían que ser encerrados. ¿Por qué rompiste nuestra comunión perfecta, nuestra compañía de hermanas de suerte y de infortunios, por qué me dejaste sin tu consejo, tu calor, tu mano de verbena medicinal, de dulce de guayaba, de chocolate caliente, humeante en los estertores del frío? Tantas veces tu espíritu recorría cada corredor, cada esquina, cada habitación de tu enorme hacienda y volvía a sonar una guitarra, cantaban mil canciones contrapuestas, se encendían los cirios de la capilla en tu única luz espectral y tu olor, tu olor inconfundible de menta y hierbabuena, lo invadía todo redivivo y protector. Me visitabas, me 16


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dabas claros indicios de tu presencia o me auscultabas en los sueños de torres de ladrillo cocido, inconmensurablemente altas, de campanarios de cristal y plata y me estrechabas contra tu pecho hasta que las lágrimas me hacían buscarte en una vida ficticia que tú ya habías rechazado. Me legaste tu habitación de escudos y blasones destrozados, tu estrecha cama de monja gélida, hoguera encadenada a cuatro paredes fantasmales, tu reclinatorio de terciopelo verde, sobre el cual te contemplaba una Magdalena rubia y regordeta con una sonrisa sarcástica que habría sobrecogido a las almas beatas. ¡Joaquina Aizpuru Sierra!, yo fui tu pecado, tu bendición, tu única prolongación de tallo grácil, fui el fruto de tu amor tormentoso, oculto y condenatorio, tu signo en la frente para ser humillada, tu único desliz de cristiana martirizada por los tuyos propios, por los más cercanos. Yo fui tu perdición y tu única alegría, la bastarda que se gestó en tu vientre en noches de terremoto, paja, candelabro y lumbre, la heredera de ese torrente catarático de sangre irrevocable, de sangre incorruptible como una sentencia y un mandato de lucha, de rebeldía, de libertad sin murallas. Me legaste la majestad de tus Cortes de Navarra sin mundos de hundimientos, las epopeyas de Vitoria y Álava, la turbulencia de San Sebastián y Pamplona renaciendo en tierras de este nuevo continente de conflictos, de zozobras, de partos frustrados. Tú me donaste la parte de tu alma que no quiso revelarse, la de la lucha y la proclama, la de la sangre y la espada, la de la aventura, la pólvora y la guerra insurrecta e inacabable. De tu vergüenza de bautizarme sin apellidos y en noche de oscuridad de luna, saltó mi desvergüenza de enfrentarme a todo, de tus pasos pequeñitos y escondidos por calles sonámbulas brotó mi brillo de salones, mis exquisiteces de reina coronada por nuestras guerras y sufrimientos, de tu trasplantada y lacerante semilla nació esta Manuela equinoccial, ciudadana de América, compañera y esclava sólo de la 17


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libertad. Hoy frente a este mar adusto y convulsionado de Paita, mar que nunca conociste, mujer de montañas y campanarios, te invoco, te demando ¡vuelve, vuelve a mi, madre y juntas, comulgadas, adentrémonos en sus olas salpicadas de espuma, como en tus cuentos infantiles milenarios; tu y yo en esta sola sangre fatigada de tanto correr quebrantos!. IV LOS RECUERDOS SON QUEBRADOS ESPEJOS DEL ALMA Traposa muñeca, estás sepultada al fondo del apolillado baúl, estómago revuelto de tantas cosas viejas, careces de una pierna que no sé en qué época te fue cercenada, tu vestido desvahído apenas pinta unas florecitas de malva, rugosa geografía de tantos viajes olvidados, de tantas manos de niña que te acariciaron o te lanzaron al aire, pelota de miembros dúctiles para festejar tus ruidosas caídas o los jalones despiadados para esconderte así, descuajeringada en los más recónditos lugares, buscándote luego como el tesoro más preciado, mojada entre las chilcas y las rosas silvestres o reseca tu carita resquebrajada por tanto sol abrasador. Te falta un pedazo de rostro, tal vez el que a todos nos falta, el que se nos escapó del rompecabezas de la vida dejando ese hoyo amorfo que rasguña no sé qué profundidades, no sé qué perplejas negruras que se precipitan arremolinadas en los rincones del alma. Ahí estás, herida y silenciosa entre tantas otras cosas y trabajos, cartas de amor amarillas y ambiguas, pedazos de pintura andina que limita la nostalgia de una montaña helada, erizada de pajonales, un óleo oval que desvahídamente guarda un ligero rezago de la sonrisa de mi 18


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madre, pegada tu espalda semidesnuda de dura porcelana a la enmohecida y sarrosa condecoración de la Orden del Sol. Reina de desolaciones, te tomé de un brazo semimutilado, mixtura extraña de madera y trapo y una bandada de termitas te abandonó asustada dejando de ti unos pocos pedazos ficticios y deleznables, escuálidos rastros de lo que fue mi niñez. Y sin embargo tus dientes de porcelana brillan nítidos en medio del doble pétalo de clavel de tus labios, desmayados por el tiempo y las desilusiones. Casi imposible recordar las veces que me acompañaste en mi cama de colegiala solitaria, las veces que te vestí de fantasía de princesa oriental, de chola cuencana, de “tapada” limeña, de amante de virreyes, de sirvienta de delantalito con trenzas pegadas a la fuerza a tu cráneo que poseía flexibilidades humanas. Compartías tu nicho de juguete inobjetable con aquella colorinesca indiecita de trapo de mil colores cosida con puntadas grandototas e irregulares de brazos y piernas tubulares, de cilíndrica cabeza lacerada por dos pequeños ojos oblicuos e indescriptibles de puñalada de hilo de seda, cruzada la chalina sobre los hombros como un escudo de la raza, colgada trenza inmóvil de lana de borrego, amarrada la cabeza en tela piramidal que la convertía en figura geométrica delicada y exótica como una flor de ahuacolla. ¡Muñecas de trapo de todos los colores¡ guardadas celosamente en mi memoria, las recortaba y alargaba, las excluía y las volvía a buscar por todos los rincones de la casa, para arrastrarlas junto con las hieráticas figuritas de paja toquilla, aquellas que de vez en cuando mi padre me traía de los esporádicos viajes a la Costa, las que olían a mar y a cosas lejanas, las de las playas manabitas, de duros y ampulosos torsos, trenzas quebradizas y traidoras, brazos en jarras y sombreritos coquetos, delicias de nuestros juegos y locuras, silenciosas, livianitas como un suspiro de luna en mar enamorado, pollerudas de mimbre ocupando mesas y quicios de ventanas, espectando con ojos de Cayapas esas gélidas y doradas montañas de mi Quito luminoso e ilimitado. 19


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Pero no eran todas, porque las muñecas de barro de Pujilí competían con donaire, barro translúcido de entrañas de la tierra cocidas en hornos indescifrables, transmutado en dedos, brazos, rodillas y caritas, en ensortijados cabellos rubios, demasiado llamativos e impersonales, figuritas de mejillas coloreadas, de regordetes codos con hoyuelos, de alma de alambre que les daba el movimiento anguloso y duro, motivo de nuestras carcajadas. Vestiditos de percal intercambiados una y otra vez, una y tantas veces. Muñecas de titiritero, muñecas de rústica madera, unidimensionales, estrambóticas y raras junto a las minúsculas damitas talladas en madera por los imagineros de Ibarra. Y todas ellas fueron las compañeras de mi niñez alucinante, ellas, hondura de nostalgia, ellas, esa fibra recóndita de mi corazón, ellas la convulsión de mi vientre estéril que jamás pudo concebir un hijo, ellas mi burla y mi derrota. Pero sólo mis huahuas de pan, mis amigas de migaja cruzadas de colores y sabores, las que fabriqué con mis manos, a las que di forma y sustancia, con las que comulgué en mi centeno y mi trigo, perviven conmigo, borboteando en mi sangre de colada morada, de martirizado mortiño de páramo altísimo; ellas en mis manos, ellas en mi corazón, ellas en mis caderas, ellas en mi nombre, ellas en el día de mis muertes. Mis huahuas de pan, mi sabor, mi sal y mi cebolla, junto a ti, fragmento de muñeca que me siguió ¡ No sé como ni por qué ¡ muñeca europea quebrantada de la que beso sus despojos, deseando que mis labios se quemaran en el contacto de aquella negra jamaiquina, la de estambres de oro y polleras iridiscentes, la que me regalara Simón en el sortilegio del amor, aquella pequeñita que cabalgó en mis alforjas de Ayacucho, mi talismán , mi piedra imán, mi imagen oscura de barro del Caribe, la que donó el amor. Pero ya no están, no me quedan, no me acompañan, se marcharon con los años y con las muertes, se desvanecieron en mi propia irrealidad, se arremolinaron en sus vientos y en sus tierras y sólo 20


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me quedaron para tortura y derrota, estos pedazos, estas astillas de la vieja muñeca de mi niñez, únicos jirones de mi alma que se conservan puros, resguardados del olvido, del mal trato y de la suerte. V “SU PADRE ERA UN GODO ESPAÑOL, UN CONSUMADO CABALLERO CUYA FIDELIDAD AL REY DE ESPAÑA NADA PODÍA QUEBRANTAR “ Víctor Von Hagen ¿Qué me introdujo en el alma esta mágica Panamá?, este pedazo de itsmo sinuoso e insinuante, cinturón de tierra dueña de todos los filtros del amor, la juventud, la tersura de la piel, la alegría lisonjera de la palabra de un español enredado en algas, gotas de Caribe y salinidades del Pacífico en una sola armonía de cadencia de cadera de mujer poderosa y dominante. Sus casas de madera amplias y ostentosas, con esos ojazos de balcones contemplando deslumbradas un mar que parecía meterse milímetro a milímetro en la conciencia para renacer en sueños de gigantes ciudades sumergidas, de jardines de sirenas incorruptas y peces voladores agujereando flechas de luz en las profundidades rocosas y vedadas, de reptiles ciegos y gigantes ballenas de entrañas transparentes columpiando galeones sumergidos en la podredumbre de sus maderas guardianas de todos los tesoros, sepultados en sus aguas por enjambres de piratas sedientos de oro y sexo. Sus damas de vestidos de encajes y rostros de lirio, semi ocultas detrás de los abanicos de la época, pintados a mano, bordados en seda 21


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para sólo dejar adivinar un par de ojos negros con las ojeras más bellas del mundo, atados los cabellos endrinos en artísticos peinados, tenían la pertinaz belleza de una flor tropical de perfume extraordinario y cordial y la sonrisa impactante de luz que solamente produce esa turbulencia de las tierras calientes en donde todo aparece bajo la sobrenatural prestancia del esplendor. A ellas, entre ellas me llevó el derrotero de los años adolescentes, ardientes y locos, los años bellos del enamoramiento apresurado, la esplendidez de las horas, en esta loca cabecita imposible de ser soportada en un convento de monjas negadas a la delicia del fruto en su mundo de ventanas clausuradas a cal y canto. Aquí ordenó mi señor padre, Don Simón Saénz de Vergara, Recaudador de los Impuestos de sus Reales Majestades Españolas de ultramar que fuera traída custodiada, confinada y confundida para vigilar de cerca a esta indeseable muchacha que llevaba su nombre y su estirpe por una furtiva pasión que la trajo a la vida con estigma de nombre y apellido, sólo digna de ser ocultada. Muchachuela falaz, demasiado llamativa para hurtarla a los ojos engolosinados de los hombres adultos, demasiado rebelde para poder encerrarla en las mañas del engaño, demasiado libre para atenazarla en una hacienda distante, demasiado potranca para aceptar bocado, freno y espuelas. Aquí me trajo esperando que en las noches de mar, asustada por el siseo de los móviles dedos de las palmeras en las sombras, por las iguanas coloridas y crestonas, por el aleteo dudoso de las aves nocturnas se derritiera mi alma de andesita hasta transmutarme en una mansa fuente en donde beber la comprensión de un padre incomprensible. Aquí me consignó entre todas sus consignas, en su almacén enorme de puerto, de barricas de vino, de tabaco profundo y atado en parvas, de ciruelas aplastaditas y deliciosas, de algodón empacado con todos sus pecados, de tantas y tan disímiles cosas que pensaba que la vida entera podría dedicarla a numerarlas, examinarlas, ficharlas, conocerlas, ex22


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panderlas y venderlas, pequeña vendedora vestida de seda, producto entre todos los productos. Padre, mis 17 años en Panamá, fueron tu desesperación de hombre de edad, cuidando prenda irredimible, buscando una comprensión y un cariño que nunca sembraste, atisbando el respeto de esta irrespetuosa que en ti veía un contendor cansado de peleas y rivalidades, un realista asustado por la revolución que se avecinaba. Aprendí el Inglés, lo dominé lo saboreé como a mi propia lengua, hasta apropiármelo, traté con tus clientes marineros de distancias, tus distribuidores, tus abastecedores, aprendí a coquetear con la superioridad dudosa de los hombres de mar y aprecié en la mecedora de tu propia casa, frente al mar, el sabor fuerte contagiado de madera y años del ron, quemándome la garganta y soltándome las ideas locas y despiadadas, el espíritu de tierra negra del vino en suave paladeo de banquete de reina, de señora de imperios imposibles y el burbujeo de champaña rosa o pálido en los brindis de tu mesa de comerciante de continentes, de mercenario de tu rey de oros, de tu comida generosa para emponzoñar a los clientes y expandir tus bodegas. Y también lié los cigarros, largos, bastos y poco apretados que en su primer fogonazo de humo me desproporcionaron la garganta en toses y risas desbordadas. Luego los hice mis compañeros para siempre, en las noches solitarias esperando a Bolívar, en las interminables veladas previas a las batallas, en la mesa del triunfo celebrando la victoria, entre el frío castañeteo de los dientes en el paso de la cordillera, en el destierro, en la conversación amigable; si, fui yo la única a quien Bolívar permitía fumar en su presencia y a veces, entre juegos, hasta se bebía el humo de mi boca. Aquí en tu libre prisión de Panamá, aprendí padre ¡tantas cosas! Precisamente las que tú no querías que aprendiera y el hilo de mi cometa se hizo cada vez más largo y surqué los cielos de esta patria tran23


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sitoria, que me parecía seductora como una fruta prohibida, loca y atormentadora como el amor, imprescindible como el más querido de los recuerdos; pero también aprendí a experimentar alguna ternura por tu existencia acartonada, huidiza y esquemática. Supe que en algo me amabas al atisbar tus ojos en las noches de lluvia cuando me mirabas como a un cachorro descarriado, supe el dolor de tus canas, de tus malos pasos, de tus temores económicos y políticos, de tus reducidas esperanzas, de tus miedos que aún en las noches de bochorno se abrigaban bajo tu densa capa castellana, mientras todas las angustias te clavaban a una silla, fijos tus ojos en la luz de una vela agonizante. Supe que querías a tu hija natural, tal vez más que a los otros, por tus remordimientos de católico atormentado, tratando de sujetarme a las pesadas Tablas de la Ley de Salvación, tu Ley para la mujer correcta, tu Ley para la mujer honrada. Por eso me entregaste a Thorne, a ese maduro inglés que sólo despertaba en mí una sensación vaga de pertenecer a un amo frío, impertinente y entrado en años, un comerciante, un hombre de negocios tan impávido y aburrido como tus voluminosos libros de contabilidad, exasperante y descomedido como una vieja acosada por los desdenes, atildado como una solterona en el ocaso de la espera. Y me entregaste, me entregaste para el “santo matrimonio” con ese católico recalcitrante y fijo en sus piedades mórbidas, me entregaste acompañada de ocho mil pesos de oro como para reducir al otro la carga de mi peso, de mi juventud y de mis anhelos, para que se me perdonara el ansia de vivir y devorar el mundo pedazo a pedazo. No me importó, créeme, no me importó, me fue tan indiferente como el beso que de vez en cuando depositabas en mi frente cuando te ibas de viaje. Lejos de la patria, muerta ya mi madre, carente de amigos, este cayado que para mí comprabas quizás era lo único auténtico que podías darme para verme señora de sociedad, esposa recatada, escrupulosa guardiana de un hogar impasible, para otorgarme holgura, venda de mi locura. Así moviste tus fichas, padre, sin darte cuenta, a la luz 24


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de tus candelas amargas, que no estabas posibilitado para el jaque a la reina y me abriste la puerta del laberinto iniciando el camino de esposa hacia Lima, para olvidarme, confundirme y deshacerme; pero lo único que lograste fue romper el espejo y permitir el alud, este alud que transformaría a mi alma en cometa sideral recorriendo una y otra vez el cielo, cegada de luz en el amor tormentoso, pegada al pecho de Bolívar, ¡su Libertadora!. VI “SOY AMIGA DE MIS AMIGOS Y ENEMIGA DE MIS ENEMIGOS” Manuela Saénz No me gusta este viento sospechoso, este viento traidor que se filtra por cada mínima hendidura de esta casa deleznable de Paita, me cala hasta los huesos, me ciega con minúsculos granos de arena y además interrumpe ¡tantas, tantas conversaciones con mis deudos, diálogos de sombras! Bisbiseante como interlocutora charlatana y falaz, Jonathás me comenta, más allá de su muerte, con su carácter de siempre, con su voz de siempre, con su poder sedicioso de siempre, acompañando cada palabra con minuciosos movimientos, sobre el dolor de pecho que le produce ese sarcófago retorcido de madera de monte donde habita, sepultada de costado; reñimos recordando aquel Domingo de Pascua en que vestida enteramente con mis ropas imitó cada movimiento y cada gesto mío en tal parodia que provocó hilaridad en todo el vecindario. Sigues impertinente como entonces, negra esclava esclavizante, compañera de la niña Manuelita. ¡Qué manía de retirarme las almoha25


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das para cortarme el sueño!; ¡qué desacato de fisgonear las ventanas como noctámbulo ladrón! Ya sé que me aborreces, ya sé, no necesitas repetírmelo día de por medio, continúas maldiciéndome con inimaginables expresiones, mientras traqueteas en tu resignada mula al volver a Quito después de tantos años. Los vericuetos de los caminos de los Andes te dan miedo, la sola vista de los precipicios a cuyo borde caminamos te ofende hasta la exasperación, pareces un inquieto ídolo pagano bajo el turbante colosal de los más equívocos colores en equilibrio inexplicable sobre tu cabeza, que juraría está soportada por resortes móviles e inquietos, flanqueada por enormes aretones y la cortina motosa de tu pelo. No llores, deja de gimotear, el camino está entero por andarse, yo te conozco negra, yo te conozco, así te prodigas siempre en sentimientos espejeados en un rostro móvil que refleja cada una de las más insospechadas expresiones. Cuando irremediablemente nos encontrábamos en el largo viaje con alguna patrulla española, azul y oro o patriota, verde y rojo, eras la primera en entrar en contacto sin admitir preguntas ni donar respuestas transformándote en inverosímil verdulera en tales términos de quejas y lamentaciones por tus viajes de frustrado comercio siguiendo a esta amita descocada y arriesgada, que en seguida lograbas que siguiéramos camino sin el menor de los apuros. Luego las recriminaciones por mis viajes locos, por mis ideas locas, por mi cabeza loca, porque adorabas la casa de Lima, su ampulosa e interminable vajilla de plata, el desenfreno de mis vestidos de raso, el contemplar en hilera, una a una, sobre el tocador las muchas joyas que algún día me pertenecieron. Vivías para atisbar las conversaciones de sociedad o para salir cuando bien se te ocurría a las fondas y picanterías donde por boca de toda clase de gente te enterabas de cada hecho, de cada una de las noticias, de los avances de la revolución, de los nuevos conjurados, de las capturas, de las muertes, de los rumores y me los lanzabas de sopetón como esta noche. ¡Que estás muerta, que te fuiste hace demasiado tiempo que no me molestes 26


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ya! Deja por favor esa metódica manía tuya de revolver lo revuelto y trastocarlo todo, cambiarlo de lugar, ocultarlo hasta enfurecerme, hasta ofuscarme, desesperarme en tu espejo oscuro del que yo emergía en lugar de reflejarme; me lo cambiabas todo, rompías lo preestablecido hasta que encontraba la punta de tu ovillo, el tejido primordial de nuestros juegos y aquello que me rebullía en aletazos de ave prisionera tu lo soltabas en tu propia boca y en tu propia lengua sustituyendo el valor que a veces me faltaba para darle al mundo un esquinazo. Pero deja ya de protestar, de perseguirme, de protegerme en todo, de caricaturizar mis movimientos, ¿no te da lástima todo el cansancio que traigo? ¿No ves que nuestros salones están vacíos, todas las copas escanciadas, las puertas arrancadas de sus goznes, las ventanas golpeteándose al viento? Negra fatal no puedo no seguir tus escarceos de mariposa migratoria, algo así como un cataclismo me está quebrantando el deseo de vivir. No me espeluznes con tu cántico resbalándome por cada uno de los poros para envenenarme la razón. Pero bien, platiquemos, en voz baja si, de todos modos no importa, no está Thorne para hacerte callar con su mirada de hielo, no está Urdaneta para perseguirte por los patios cuando te pescaba escuchando detrás de las puertas, no está El, no, ya no está Bolívar para disgustarse con el filo de tus zumbonas bromas . ¿No te das cuenta?; estamos solas, por eso, ordena que se calle el viento que me enloquece, manda que los otros muertos cesen en su parloteo de retemblonas tumbas, detén la noche, mis ojos ya no quieren la luz del sol.

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VII “CUIDAME COMO A LA NIÑA DE TUS OJOS, PROTÉGEME BAJO LA SOMBRA DE TUS ALAS” Salmo 17 Hermano, ¿te podré enviar una carta a no sé qué región en la que habitas?; te podré consultar sobre este forcejeo con mi cuerpo desplomado, que ya no responde, ya no se encabrita, ya no quiere caminar de cara al viento?; ¿te podré contar esta desidia de agonía que me ata casi paralítica a una hamaca en una casucha perdida de Paita, iguales días, iguales noches, indescifrables horas de desasosiego?; ¿me podrás socorrer en la vastedad de mi desintegración sin final, prolongada, callada, inmensa?; ¿me podrás liberar de estas malditas telarañas que me están destejiendo los ojos y agarrotando los dedos?; ¿podrías sólo sugerirme esa cuchillada lunar de tu sonrisa para excavar en la noche un hoyo desde mi sepultura?. José María, media sangre española que nos inyectó ese Simón Saénz que a los dos nos procreó, deformó y arrojó a empellones a la vida. Tu madre y la mía fueron tan distintas, la tuya orgullosa como la densa proa de una nave contundente, imprescindible, morena aceituna rescatando en su piel nítida, no sé qué espejo de bronce de gitanos; la mía blanca y menudita como una campana de rosario del alba, tímida y silenciosa, cáliz de rosa entreabierta, perdida entre follajes, espinas y aguaceros torrenciales, mínima y culpable como un cofre de joyas hurtado por manos de seda en el ocaso. Pero los dos media sangre medio hermanos, una sola carne, dos formas de un mismo espejo, fuimos iguales en la exaltación, iguales 28


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en el entusiasmo, iguales en entregarnos a una causa sin dimensión ni tiempo ni vacíos, vehementes férreos, acero de una sola pieza fundido una y otra vez en brasas de fuego y agua, chispazos siderales, propagadores de incendios inconmutables. Y fui yo, tu amada loca, la compañera de juegos eternos que desesperaba a todo el vecindario, la réproba de adolescencia feliz y desafiante, la pequeña criolla soñadora, reverberante de luz, la que te trastocó transmutó y cambió el destino, el destino del joven hermano Oficial de las Legiones Españolas, el del nítido uniforme de Regimiento de Numancia, la figura marcial en azul, blanco y oro, la rodilla genuflexa ante el santo rey de la madre patria que mandaba que fuésemos sus mandaderos discretos y callados, que contaba nuestras horas, nuestras tierras, nuestras células en galeones de piratas patarribeados en el alto mar del abordaje. Ese instinto de flecha, de estrella de dominio propio, de libertad sin condiciones ya gemía en ti y se retorcía con mi acoso, con mis súplicas, con mis amenazas, con mis premoniciones, prescripciones, con mi decisión de convertirte en insurrecto y traidor a la causa de los traidores. José María, tantos días cabalgamos juntos, por el ambiente enrarecido de la Sierra, bebimos una incolora mistela arrebujados en largos ponchos que pesaban sobre los hombros en asombrosa cruz de lana picosa y recién cardada; contigo aprendí el arte del humo transparente envuelto en interminables cigarros negros perfumados; abrazada a tu espalda de guerrero musculoso y atildado, aprendí a cabalgar en el más ambiguo de los potros. En tu hacienda me enseñaste a ordeñar una vaca gordezuela para luego beber a sorbos largos su leche olorosa a hierba y pajonales. Hermano, hijo de realistas, fraterno de insurrecta, convulsionado mar que no intentaste transformar en hilillo amorfo de agua. Me haces falta con los pies desnudos recorriendo los verdes pastos de nuestra hacienda, atragantándonos de capuliés panzones, devorando mortiños a puñados, para luego revolcarnos por el campo cansados de correrías, ortigas y trébol, llenas nuestras ropas de amores secos, de 29


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hierbas requemadas por el sol ; me haces falta en aquellos minúsculos Domingos en que dejando de lado tu uniforme marcial, me acompañabas a Misa, frenando mis coqueteos con alguno de tus apuestos compañeros con un solo signo de tus ojos clavándome en mi sitio para luego lanzarnos a la aventura en carreras de caballos desbocados en esos valles profusos de Quito, guarida de nuestros mejores años. Yo logré desarraigarte de tu Batallón, yo saqué a flote tu espíritu americano, te hice soñador de mi sueño, conspirador infatigable, luego guerrero de aquellas batallas minuciosas y terribles: Boyacá, Junín, Pichincha y Ayacucho que no tendrán parangón, yo te renací para que acompañaras a Bolívar, para que te signase para siempre aún en el más leve de los chispazos de su gloria y luego con esa fidelidad que se produce sólo entre cómplices de dolores y locos anatemas, fuiste mis ojos, mi cuidado, mi desvelo, en esas interminables cabalgatas del terrible comandante clavado a los puntos cardinales. A través de ti, de tus cartas sencillas y correctas, muchas veces supe el rumbo de sus triunfos y fracasos y del cenit de esa enfermedad que lo iba destruyendo como un hachazo despiadado. Pero ya no me escribes, ya jamás te acuerdas de tu Manuela, ya no me sujetas las trenzas a un tronco de árbol para desesperarme, ya no encuentro ninguna resbalosa lagartija en la tina de mi baño para exasperarme, ya no me regañas, ya no me detienes, ya no me aconsejas, ya no buscas ni mi ternura ni mi abrazo, ya no me visitas ni en Lima ni en Quito para relatar nuestros relatos inacabables, Coronel José María Saénz de los Ejércitos de la Gran Colombia; ya nada me cuentas de Simón, me mortifica tu silencio, me arremete el olvido de quien tanto amo, ni una nota chiquitita para dejarme saber en qué neblina se perdió tu paso. Hermano, no quiero ni pensarlo, no quiero recordarlo, no debo 30


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confirmarlo, pero esa maldita descarga de fusilería que cegó tu vida por orden de Flores, ¡no es verdad!; él no podía haber hecho eso; lo inventaron para amedrentarme, para amputarme la ilusión, para calcinarme en este desierto mientras tu fuente de agua inagotable y fresca me espera en tu profunda casa de Quito, en ese patio de geranios, claveles y soledades. Yo te resurgiré, yo te resucitaré en fragmentos de explosión que rompan las mentidas fronteras que nos han impuesto. ¿Por orden de quién? El peligro de tu adhesión a Bolívar, a su causa, a su ideal, es tu propio precio por la libertad. ¡No nos separarán, no lo lograrán!, te prometo rescatar cada milésima de tu sangre adorada. Estoy construyendo furtivamente una ventana en el arco iris para contemplarte, para soltarme las amarras y navegar mar adentro, montaña adentro, universo adentro hasta encontrar tu voz y tu distancia. Yo mendiga, te bendigo inmortal en el nombre de los libres, en el nombre de la sangre, en el nombre de la patria, en el nombre de tus verdugos y mi destierro, en el nombre de mi recalcitrante invierno y mi tumba clamorosa. ¿No querrás volver a tomar esta antorcha de luz que empieza a desmayar ya en mis ojos que en todos los caminos te buscaron? José María, levántate, acribillemos a la muerte, tomemos los Andes por asalto, volvamos a ser los adolescentes imparciales que creíamos que la vida poseía alguna significación que ya perdimos.

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VIII “TODO EN ELLA ENCANTABA TODO EN ELLA ATRAÍA” Rosita Campuzano, ¿recuerdas aquel indescifrable día de Lima, día de carruajes, de uniformes, de apresuramientos, de esperanzas desbocadas y temores ocultos en que fuimos condecoradas con la Orden de “CABALLERESAS DEL SOL”? Tu lucías un vestido de seda verde que crepitaba provocaciones en cada uno de tus pasos, la perfecta simetría de tus cabellos dorados en bucles te daba la ensoñación de una madona sonrosada y nívea, surgida de otros tiempos. Mi vestido de raso blanco, aquel cuidadosamente seleccionado para descubrir mis brazos tenaces y la curva del cuello, competía con el tuyo como lo hacíamos en todo, casi como un preestablecido juego cuyas dimensiones serían burladas por el tiempo. Con la banda rojiblanca que nos fue colocada por los servicios a la causa patriótica, con las sienes palpitantes, temblores de las más encontradas emociones, desfilamos luego por las calles de esa ciudad convulsionada, agrandadas, inolvidables para miles de ojos anónimos y desafiantes de ese pueblo que nos lanzaba pétalos de flores, gritando en el idioma único de las rebeliones y las luchas. Ese fue quizás uno de los pocos días unánimes, propios, íntimos, generales, ganado minuto a minuto con una lucha feroz, encarnizada, cruel y temeraria que nos empujaba al vértigo de las arterias del peligro y la conspiración contra España; por este día lo habíamos desafiado todo, el buen nombre, la seguridad, el aferramiento a la vida, el prestigio, por el único santo y seña de la patria. Así, ningún don nos fue concedido, ningún voluptuoso homenaje a la juventud o a la belleza; era simplemente la vindicación del ideal que ya no conocía fronteras. En las tantas veladas que pasamos juntas, rodeadas de candelabros, multiplicadas en deformaciones de sombras, aislándonos de todo 32


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y todos, conocí la dimensión que tenía ese argentino enigmático y poco previsible, tu José de San Martín; supe de su temperamento firme y austero, impenetrable como la andesita, de su ponderación admirable llevada a extremos inconcebibles, de su seriedad adusta para tratar de todos los temas, seriedad que contrastaba con tu ligero vuelo de paloma fraguado en un chispazo de alabastro. Por ti supe de sus heroicas privaciones en su avance por la toma de Chile, conocí ignorados pormenores de las jornadas de lucha en una estrategia retadora que habría hecho añicos el más claro de los cerebros; pero también me adentré en su cansancio, en su tedio, en el terror que profesaba por aquellas jaurías vacuas de aduladores que le perseguían tratando de adelantarse a cada uno de sus deseos. Su dura vida, su dura lucha, su dura alma de combatiente exhausto prodigándose en tu amor guayaquileño, tropical e irrevocable que lo marcó para siempre aunque tratara de sofocarlo en tierras europeas para que no lo martillara cada minuto en cada espejo minucioso de cristal de roca del exilio. Reclinada en los amplios sillones de terciopelo, rompecabezas de insospechados artesanos que hicieron de la madera la dúctil forma de las rosas o las mañas de regordetes querubines, tenías la plácida armonía de una alondra en vilo, la enigmática y terrible belleza de una pulida esmeralda recostada en almohadones de seda. Eras tan equilibrada, tan conjugada con cada minuto de la vida, que únicamente tu voz, quebrada en el acento cortado de consonantes de tus tierras costeñas, me hacía saber que alguna travesura se escabullía en tus palabras. Tu eras “La Protectora”, la amante de San Martín, la mujer más importante y más admirada en aquellos días de libertad, acechanzas y trampas, recibiendo reverencias y frases complacidas, mientras con tu mirada reverberante de mar primaveral atisbabas los recovecos de las almas de tanto testaferro, con una chispa genérica de burla que sólo las dos sabíamos comprender. 33


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A veces, y tu lo sabes, sentí envidia, envidia de tu poder, de esa gracia sutil para ser el centro de todo, de la vida compartida con un hombre extraordinario, de la lucha, de ser la compañera de las horas libertarias y anhelé desde lo más profundo de mi mente, convoqué y exigí un destino similar al tuyo, yo que en aquellos momentos era una simple dama de sociedad, la esposa de un rico comerciante, la conspiradora secreta, oculta y transhumante, cuya cabeza tenía un valor fijado por España. Cuando me visitabas en Quito, libres las dos de todas las ataduras, jóvenes y desmesuradas, mientras escanciábamos una copa de vino blanco filtrado de antiguas ansiedades, conversábamos noches enteras, hasta que nos sacudía el alba de temores, de aprensión, de secretas alegrías, del amurallado destino de nuestras almas contrapuestas, de ese ajedrez metódico que tantas veces nos había ya acorralado. No sé que pensarías tu ahora, ahora que no puedo asirte, confidenciarte. Tu amor por San Martín fue de romanticismo inconcluso y de respetuosos dones, el mío por Bolívar fue una hoguera colosal que removió en flagelaciones cada una de mis células; tú fuiste la amante dulce, señorial y discreta, yo la marejada incontenible que lo devoró todo, la precipitada vorágine que absorbió a Bolívar en cada uno de sus sentidos. Tú te perdiste con la firmeza de los perfumes exóticos que renacen de tarde en tarde, yo me condené a cada partícula de tierra, de agua, de mineral, de raíces, de alas. Tú permaneces callada, mientras mi garganta desemboca en todos los ríos de América. Tú dejaste que tu amor se marchara, yo aún lo tengo asido a mi barca de desterrada. ¡Ay, amiga, el tintineo de tus aretes de brillantes acompaña mis evoluciones de viento de cordillera, de hirsuta paja de páramo¡

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IX 16 DE JUNIO DE 1.822, ENTRADA DE BOLÍVAR A QUITO 16 de Junio de 1.822, 17 , 10 de Abril, Agosto, igual da, lo que tenía que suceder ya estaba predeterminado, configurado, latente, como ese viento imprevisto en las esquinas de las bocacalles en dorada luz de medio día. Me llegaba ya su rumor en las ligeras neblinas precursoras de tempestades, en el azul siniestro y mítico del rebullente mar Pacífico, mientras la Goleta “Deamante” me trasladaba del Puerto de Callao a Guayaquil. Las olas con sus cuentos de ahogados, de tesoros perdidos, de ballenas infinitas, de caracolas de cristal me vinieron remedando sensaciones, fragores de gritos de guerra. Desde el vientre de mi madre este instante me estuvo esperando en el desolado juego del destino, del tablero cuyas piezas nadie sabe por quien son movidas, empujadas, acechadas en la nebulosa destrucción de lo que nos imaginamos nuestro. Mi retorno a Quito luego de la Batalla del Pichincha despertó mil habladurías, resumió a todas las lenguas jugosas, recorrió los oídos de casa en casa con un respingo de inquietud e incredulidad, desató encendidos rencores, tibias burlas, virulentos ataques y generalizada curiosidad, la curiosidad de los pueblos por sus réprobos, de los rebaños seculares por el cachorro distinto y rebelde, de las manadas gregarias que contemplan con azoro el lomo y las ancas fieras del animal salvaje retando a los vientos. La inquietud disimulada en el dominio sobre mi misma que había alcanzado con los años y las desventuras, con un matrimonio aburrido y tedioso en donde todo me estaba prohibido y vedado, mal visto, pesado y excomulgado, me corría por dentro en minúsculas espinitas que sólo Jonathás era insistente en apreciar. 35


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Ese día, esa fecha rasgada en el calendario de las predestinaciones sibilinas, era el día de la llegada del Libertador a mi ciudad, así me lo comentó Juan Larrea, ese hombre elegante y cabal que siempre supo ver en mi actitud la única defensa de mi propia dignidad y el miedo que a veces acorralaba la rivera de mis 24 años tornándome díscola, petulante, altiva hasta el desprecio. Con la invariable deferencia amistosa que siempre supo demostrarme, me invitó para acompañarlo con su familia, en el balcón de su casa, una de las más imponentes de la ciudad y ubicada diagonalmente al Palacio Arzobispal, a la apoteosis de la llegada del héroe. Sentí entonces, de pronto, ese aguijonazo del reto de la tormenta inescrutable, algo así como una imprevisible marejada de presentimientos, alegrías y expectativas, me tomó de sorpresa. Este era el momento que yo había aguardado desde que hice carne de mi carne las primeras palabras aprendidas de los labios maternos, era este el sueño por el que tanto habían ofrendado los Montúfar, los Ascázubi, Espejo, la esperanza nutricia de los mártires del 2 de Agosto de 1.810; era el sueño idolátrico de estos pueblos famélicos, desconfiados y espléndidos en la búsqueda de su verdad. Pero era también mi condena y el irremediable espejo del destino, era lo que mil manos, mil voces, mil muertes y destierros tejieron para mi desde mi germen, era mi recompensa luego de mis años de conspiradora incógnita, de insurrecta pertinaz, de infiltrada activista en las filas godas. Contemplar al héroe, saborear su gloria, conocer el rostro que resumía todas las edades y los anhelos, inclinarme ante el genio de la voluntad inclaudicable de los pueblos encarnado en el hombre centauro. Mirar, mirar de cerca al legendario Comandante de tantas las batallas, al vencedor de los Andes, al criollo tronco generoso de nuestra raza que venía inflingiendo derrota tras derrota a las otrora “gloriosas” huestes españolas. Saludar aunque sólo fuese en una reverencia frente a él a todos los seres amantes de la libertad que en él habían concentrado su grito, que en él proclamaban su sueño, que en él resumían un mundo 36


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nuevo de retos propios. Postrarme ante la encarnación de la libertad, ante el espejo de mi vida entera, ante el conductor de las victorias de esta patria mía, que ya no sería jamás arrebatada por nadie. Casi como en sueños contemplé al Pichincha de las victorias de Sucre en cuyos ecos aún gemía el fragor de la batalla y los timbales de la gloria. El cielo, penetrante joya cóncava y traslúcida de Quito, parecía irradiar energía cósmica y marcial. Los instrumentos de bronce de las bandas indias tocaban las más disímiles melodías, mientras un abigarrado pueblo, enorme, anónima y acezante serpiente esperaba en convulsiones de impaciencia al Libertador. De pronto, un Regimiento de Húsares con sus sables inhiestos cortó los rayos del sol lanzando chispazos sobre la multitud, los clarines impenetrables y agudos extendieron sus alaridos y en medio de dos filas de lanceros, humanas estatuas de la revolución, pude verlo, majestuoso, sereno, profundamente embebido en la ovación delirante, en los vítores, en la adoración desenfrenada del pueblo, bañado en pétalos de flores, frágil lluvia de colores. Quise correr a la calle y lanzarme a sus pies, besar su mano, desenfrenar mi júbilo total, pero en mi admiración terrible, en la ofuscación del corazón desbocado, sólo alcancé a tomar una corona de laurel y lanzarla a sus pies; la traicionera mano de mi sino desvió la corona que golpeó la mejilla de Bolívar, el volvió hacia mi su inescrutable mirada, buscándome culpable, hundiéndome aterrada, pero cuando nuestros ojos se encontraron, el rayo irrevocable de una atracción brutal nos hirió a los dos. En ese instante se encabritó en el aire el exterminador fogonazo del amor.

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X “LOS BRAZOS QUE ABRAZARON, SUS DEDOS, SUS MEJILLAS, SUS SENOS, DOS MORENAS MITADES DE MAGNOLIA” Pablo Neruda Decías, Simón Bolívar, que la danza era la poesía en movimiento y quizás tenías razón, yo amaba el baile tanto como tú, ese sumergirse en la melodía en cuerpo y alma entera, conjugando ojos, manos, sonrisa, vestimenta, apariencia y sentimientos, es convertirse en el centro gravitacional de un mundo de sonidos que lo envuelve todo. Así nos entendimos tu y yo, formamos pareja inmediata en el Baile de la Victoria en Quito, en aquel ventoso Junio de 1.822, pocos días después de la Batalla de Pichincha. Unidos en el vals elegante, deslizase tu mano por mi espalda despertándome lo más profundamente femenino, me estrechaste a tu contacto hasta rozar nuestras mejillas y sentí el golpeteo encabritado de las sienes que se estaban desintegrando en imágenes, deseos, peticiones y escapadas ante la trampa final y entre los giros me tomaste de la mano con la presión certera del macho que anhela la posesión completa. Avancé de tu brazo entre toda la gente, ante la vista de tu Estado Mayor, entre los soldados brillando en condecoraciones y elegancia forzada, acribillados los dos, de pies a cabeza por los ojos ninacuros de las damas de la sociedad, atragantadas de estupor ante el crepitar de nuestra hoguera que disparaba flechas meteóricas cruzando veloces el salón de punta a punta. Fue el vino, tu olor, tu nimbo de gloria, mi admiración ante la personalidad avasallante, la presencia certera de tu mano en mi 38


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cintura, el ancestral entendimiento de la mariposa a la llama que me atrajo sin remordimiento y fui contigo, no sé en qué momento, no sé en cuánta eternidad, pero en aquel frío palacio de estilo español en el que te alojabas, palacio de escalones interminables de piedra, bóvedas y corrientes de frío que mutilaban por instantes los hachones de luz, nos entregamos el uno al otro con la furia mordiente del deseo de dos cuerpos en la exacta medida, del macho y la hembra tentándose en el tiempo tenaz y el momento perdido. Te cobijé bajo mi cabellera para disolverte beso a beso tu cuerpo martirizado por la pasión, probé tu salobre lengua, amoldé con la punta de mis dedos cada uno de tus nervios encabritándote, proporcionándote, creciéndote para el amor, mi lengua buscó tu cuello y tus lóbulos hasta desmayarte en el lamido ronroneante de gata perversa y lunar frotándose contra tu cuerpo firme, ágil , anhelante. Y me tomaste por asalto guerrero desesperado en esta desnuda íntima batalla en la que mordiste mi cuello, endureciste mis pezones, laceraste mi sexo y te entregaste a mi boca haciéndola sangrar en la exasperación del amor entre iguales, hasta derramarte íntegro, entero, total, inundándome, electrizándome, hundiéndonos juntos en un vértice supremo en el que atisbamos en un solo deslumbramiento la gloria y la muerte. Una y otra vez la misma noche, minuciosos como si cada encuentro fuese el primero y el final, hasta que los metales vandálicos de todas las campanas de La Merced, Santo Domingo y San Francisco nos empujaron a la clara madrugada y con el cuerpo dolorido, marcado de besos, perfumado a líquido primordial tuve que abandonar tu palacio atada a la apariencia del Libertador impoluto y la mujer casada. Fueron doce noches, tus doce noches en Quito; yo esperaba después del sereno de las nueve de la noche a José Palacios con su enorme capa y sus asesantes perros, esos enormes mastines que me custodiaban fieramente al festín del amor. Cada noche de las doce noches nos inventamos 39


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algo nuevo, creamos un amor de mil formas disímiles y contrapuestas, juguetonas, oscuras, profundas, felices y tormentosas, nos ingeniamos amor, nos retamos, nos creamos y recreamos como pareja única en un mundo de guerra, inseguridades y trampas, bebiéndonos a la vida, persiguiéndonos en inescrupulosos aleteos, amantes sin recovecos, sin remilgos, totales y desenfrenados, tiernos y dichosos estrellando de cara al mundo todas nuestras antiguas ataduras y promesas. ¿Por qué?..... ¿Por qué estuvimos tanto tiempo sin conocernos si nuestros cuerpos se complementaban de tal manera que conocimos el éxtasis, el nirvana, el paraíso perdido, la fruta del bien y del mal, centauro y doncella mitológica poseída por el cuerno de la luna en las noches febriles, unicornio de metales y potranca de luz incrustados, bicéfalos, convulsionados y plenos? Sólo mis entrañas conocieron tu verdadero fuego, no el de la aventura ocasional, no el del deseo pasajero, al cual eras tan aficionado, sino el de la pasión perpetua, el amor más allá de los avatares, el de la compenetración que naciendo de los cuerpos se dirigía al alma como una tormenta de la que emergíamos puros, bautizados en el nombre de la fe que nos dio este amor estigmatizado. En la insignia de nuestra rebeldía, de nuestros ideales, con todos los altibajos, las separaciones, los desdenes, las traiciones, las luchas mutuas para arrancarnos lo que era fundamento de nuestro propio ser, en la guerra, en la victoria, en el destierro, seguimos siendo este nudo maldito de alma y cuerpo tan infinitamente atado que cuando halábamos en sentido contrario más lo atenazábamos. Estos fueron ocho años, ocho años de voraz incendio que nos calcinó hasta la ceniza; ni la ráfaga de tu muerte y mi desolación, consiguieron separarnos. Mi cuerpo, créeme, sólo vibraba junto al tuyo, todos mis pétalos se abrían al roce de tu mano, bastaba tu llamada: 40


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¡Ven, ven junto a mi, ven, ven ahora¡ para olvidar los recelos, para romper murallas, para jinetear distancias; mi alma sólo veneró y se fundió en la tuya, murió con tu muerte. Sólo quedó una sombra, una parodia para el destierro, un eco buscándote en noche oscura, hasta que alguien, algún designio, alguna palabra de los dioses me lleve hasta tus huesos adorados. Fui mujer a plenitud sólo en tus brazos, fuiste hombre de barro, dios en reposo, en mi regazo, ¿ para qué negarlo ¿, todo lo demás es un lento desfile de personajes a nuestras espaldas, una escenografía para esclavizarnos y si te marchaste antes, hoy mi alma, mariposa iridiscente, ventisca de precipicio de montaña, pertinaz lluvia de equinoccio, te sigue buscando. Siento, presiento tu llamada, tu boca me está clamando. ¿ Dónde, dónde estás ¿ Scherezada de relato inacabable, inacabado, imperfecto, luchando contra la decapitación de la raza, sin poder mágico, sin lámpara, sin palabra abracadabrante, sólo con su cuerpo, su piel, su distancia y los enormes ojos refulgiendo en estalactitas de nieve impía y cortante. XI “SALVE, SALVE, CASTA AZUCENA DE QUITO” Himno Religioso ¡Salve casta azucena de Quito! Te imagino con tus oscuras vestiduras talares y la mirada recatada de joven transitando un sueño, en las frías horas de la madrugada de faroles mórbidos para ir a doblegar tu cuerpo de alba apenas insinuado en las profundas naves de oro de nuestras iglesias, obra monumental de un joyero eterno alucinado, re41


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tando a todos los esplendores. Altar mayor pan de oro, cielo raso dorado, rescatando figuras religiosas furtivas y gigantes, oro asombrado reluciendo entre los cientos de cirios encendidos en la Compañía de Jesús, oro enroscándose en sus columnas tornasoladas tomando las engañosas formas de racimos de uvas piramidales y plenas que ocultaban en sus redondeces las restallantes mazorcas de maíz maduro eternizado en templos temblorosos al resonar tus pasos menuditos, casi en el aire, en la profundidad nudosa de La Catedral, abismo de oraciones y beatas al filo del perdón de sus pecados o quizás en Santo Domingo, cuya blancura de pan de azúcar desafiaba hasta la ceguera a los rayos de sol dominguero que se refugiaba en su techo de greda y baldosas desparramando olores, Iglesia asentada sobre las monstruosas catacumbas donde reposaban en piedra y goterones de cera derretida los ilustres huesos de aquellos que sonaron con algún apellido en nuestra ciudad. Pero eras tú, tú en todas ellas, reflejada nítida en los ojos de vidrios martirizados de los Cristos en agonía o en la virgen de rosada vestimenta de seda. Eras tú cuyo nombre ya pasaba de boca en boca en todas nuestras casas, en todos los comentarios, volando paloma azul en los tañidos de cada campana, ángel de alas oscuras, de silicios, oraciones, inciensos y torturas. Mariana de Jesús Paredes y Flores, entregada en llama viva a una pasión incomprensible para casi todos nosotros, los simplemente humanos, la salvadora inmolada para nuestras tierras quebradas de terremotos, de entrañas abiertas y gimientes, listas a triturarlo todo, con sacudimiento de parto de montañas vibrantes y desplomadas; la profetisa de nuestros desgobiernos, desuniones, desencantos y caídas, la sibila de nuestro destino inconfundible de vaivenes, de cambios, de constantes frustraciones, de enfrentamientos estériles entre los que nos llamábamos hermanos. Tu piel debió ser el raso de una desconocida azucena planetaria, azulada de luz de luna y rosarios, tus pistilos de oro redimido quizás conocieron el beso de la divinidad. Quiteña como yo, mujer como yo, tu inmolación conoció de otros deseos maremóticos más allá del éxtasis y la oración, tu humildad de gorrión pequeñito se 42


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remontó a la grandeza del trueno y de la límpida cascada de aquellos que encuentran los vertederos inextinguibles del alma ; tu amor fue de nubes, de diamante, de nácar y de espacios iluminados. Bella tu, rostro remontando los siglos en la concepción de nuestros imagineros que supieron trasladar a la madera fragmentos prismáticos de tu alma de rubí transparente en el vino de las consagraciones. Azucena, azucena, cáliz de campana de amatista, destino de altares y palomas mensajeras, te nombro yo, te invoco yo que no fui otra cosa que una turbulenta rosa púrpura, un rosal errabundo, sufriendo mi propia crucifixión. No sabes como me taladró clavo a clavo el dolor, no sabes del silicio de la espera, de la pasión atormentada, del abandono, de las murmuraciones mordientes, de la fatiga, de la carne amasada en la injuria y el encono. Tuve mi propia inmolación, las llagas que a golpes me donó la vida en espinas inviolables de dureza y abandono, en el terror que recorren las almas sobrecogidas de espanto y valor al iniciarse las batallas. Clavo a clavo me clavaron, golpe a golpe me pulverizaron en el mortero de la envidia, de la incomprensión....y sobreviví y resurgí y remonté promontorios de odio y de olvido y me asedié a mi misma para obligarme a la repetición cavernosa de tener que despertar cada día de la vejez sola, dolorida, envuelta en la espesa niebla del desencanto, espejo roto de todas las pasiones que hiere en cada una de sus infinitas aristas reproducidas una a una para punzar cada milímetro de corazón vacío, semilla de huracanes rescatada al olvido. Fui la mujer de un hombre, simplemente de un hombre, pero de aquellos especiales seres que prefiguran el destino para hacerlos inmortales en la memoria de los pueblos, de aquellos, geniales portadores de la luz para tantos ojos vacíos, de aquellos para quienes la muerte no es 43


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sino el tránsito al mito y a la leyenda, fui compañera de su gloria, de su agonía y su derrota, fui compañera de un mortal cuyos huesos tiritan en la tumba aún, esperando la última comunión que hasta hoy nos ha sido negada. Azucena luminosa tú, yo errante rosa gitana de todos los caminos de nuestra tierra lacerada, blanco y púrpura, susurro de las frondas en las tardes de Mayo, ventarrón de nieve y fuego en las crestas de las montañas, aún nuestros pasos absorberán nostalgias de esas viejas calles de la patria, de sus iglesias imponderables, de sus plazas, pañuelos de sol, tan distintas y tan quiteñas como sus casas de noblezas criollas, como el agua cristalina desparramándose desde sus montañones, como su cielo inalcanzable y diáfano, como su atmósfera transparente y sensible en la que se durmieron nuestros sueños, sin ninguna disposición poderosa que nos pudiera unir. Tú la redentora, yo la irredenta, las dos mujeres sin dimensiones en esta cuadratura del tiempo que no fue capaz de descabezarnos el alma ; tú, Mariana de Jesús, azucena santa, yo, Manuela Saénz, rosal errante, Libertadora, buscando en la muerte la huella que redima mi pecado. XII “TUNDA, TUNDA, QUE TUNDA MMM, LA NEGRA ESCLAVA DE MACUMBA” Canción Popular esmeraldeña. Mi negra Jonathás, negra loca, maldita e impostergable: rotundas 44


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caderas africanas contoneándose sensuales en los mercados, en las picanterías, ya con la enorme pollera de colores indefinidos y espectaculares, ya con el pantalón de húsar, viejo, arrugado, pasto cotidiano de tu vestimenta estrafalaria, tan pegado a tu piel que solamente la recubría para velar tus ampulosidades, encanto y griterío de la soldadesca cuando paseabas entre ellos con los brazos en jarras, desafiante, monumentalmente tetuda y móvil, guiso picante de continente negro displicente y díscola haciendo arder en deseos obscenos a ese pueblo bajo con el que te codeabas deleitada de tu poder de hembra fea, marimacho sinuoso destilando sexo y burla. Tu cabello ensortijado, rebelde, férreo y peremnemente parado contra el viento lo domesticabas a veces bajo tus enormes turbantes tubulares, edificios de telas chillonas y díscolas, que portabas con donaire sobre tus hombros como una corona carnavalesca para despertar la admiración y la risotada, mientras tus minúsculas, desproporcionadas orejas invisibles para esa redonda hogaza de barro oscuro de tu cara, soportaban, casi hendidas, los más disímiles pendientes, argollas y adefesios encontrados en rebuscas en todas las ferias que te salían al paso. ¡Cómo te deleitabas con ellos!, reina de fantasías contemplando sus tesoros de hojalata y falsa pedrería. Jamás pude desprenderte de ellos si eran parte de tu cara, de tu dicha y de tu burla, de ese llamar la atención en el que te mecías deleitada. Eras el personaje central de nuestras fiestas, loca macabra, cuando revestida de túnica morada y mitra de duro papel pintarrajeado, torciendo hasta el otro extremo de tu cara tu boca sanguijuela, repetías palabra por palabra intercalando con tu jerga de fondas y mercados el sermón del cura Sandoval de una de las tantas iglesias de Bogotá, hasta que martirizados por tanta risa te suplicábamos que te callaras y sólo entonces tú soltabas la carcajada. Posesa de regocijo te liberabas de las 45


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eclesiásticas vestiduras y con la más repugnante de tus polleras sin enaguas y transparente para toda insinuación, pedías el acompañamiento musical apropiado y te lanzabas a la danza endemoniada, rítmica, cadenciosa, tan sensual que nos retabas a todos hasta llegar al paroxismo del descuartizamiento sobre el piso en el que dejabas la huella húmeda de tu vulva, alejándote entonces rápidamente dejando a todos asombrados, para regresar luego con tu pantalón de húsar de siempre, robusto, flexible y lascivo ébano que envenenó tantos pensamientos, desafiando al mundo con tu díscola tetamenta. Muchas noches, solas, cuando acababas de relatarme los últimos chismes, corrillos, difamaciones, cuentos y decires recogidos en todos los rincones de los pueblos y ciudades, bebíamos juntas una botella de oporto fuerte, sangre cristalina y espirituosa de uvas viejas que nos trastornaba la cabeza y nos lanzábamos las dos a la misma locura, yo trataba de imitar tu baile ante tus risotadas de burla, tu desfilabas ante mi , vestida de General Paéz, con morrión, charreteras, las piernas infamemente desnudas y celulitosas. Luego nos abrazábamos y lanzábamos vituperios en tres idiomas contra todos los enemigos, buscábamos otra botella y cantábamos desafinadamente las últimas canciones de moda; eras mi caballero y yo tu dama o lo contrario según la improvisada danza lo requiriese; caían sillas, jarrones, en nuestro estropicio de giros locos y desproporcionados y luego rendidas y muertas de risa o anegadas en lágrimas, liberadas de todos los problemas, sumidas en un mundo de arrebato y frenesí nos quedábamos dormidas sobre la más cercana alfombra junto al fuego, abrazadas o simplemente cerca para enfrentar a los espantos de las noches de páramo. Al despertarme, una manta calientita me arrebujaba y tu lo tenías todo limpio y arreglado: ¡Levántate, Niña Manuelita, vamos a recorrer los campos, esta casa me aburre!, y así me desligabas del tiempo, de la incidiosa espera, de los conflictos cotidianos, ¡negra rum46


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bosa de cariño, imperfecta, viciosa y fiel! Tu mula iba detrás de mi cabalgadura en cada paso, no te sobrecogieron ni los Andes ni la selva, jamás te amilanaron las distancias, la sazón de tu comida fue parte sustancial de mi sustancia, tus bromas a tiempo me liberaron una y otra vez de la melancolía, tu acento gritón emergiendo de tu boca de sandía me robaba los glaciales pensamientos de desasosiegos que tan a menudo me acompañaban al acercarnos a los campos de batalla ; tus manos me ayudaron a atender a tantos heridos de Ayacucho, a sepultar rústicamente a nuestros muertos, a aquellos que entre graznidos de guarros y aleteos de cóndores esperaban congelados el paso de nuestra caravana; tus manos me ayudaron a cuidar a Bolívar en Bogotá cuando su enfermedad recrudeció de tal manera que parecía que ya íbamos a perderlo; tus manos cuidaron conmigo sus cartas, su archivo mohoso de tantos trajines, tortura de mulas y arreadores en tantos y tantos viajes; tus manos me rescataron de la muerte cuando pensé encontrarla por mi propia mano y sostuvieron mi cabeza cuando las pesadas lágrimas se convirtieron en torrentes de lodo y sal para sepultarme. Guardiana de mi coquetería, de mi amor intenso por mi cuerpo flexible y quisquilloso, me sumergías en los interminables baños de verbena y perfumes, manejándolo, suavizándolo, puliéndolo y preparándolo para cada encuentro con el amado. Cada célula respondía a ti, a mi bienhechora y mis cabellos vivos se envolvían en tus dedos para tomar la dimensión del peinado que me producía la ilusión de parecer más alta, gacela de largo cuello lista para el asalto del amor. Estuviste conmigo invariable en chozas y palacios, en festines y en batallas, en salones colmados de seda y luz, en motines callejeros, en el lodo recalcitrante del paso de los Andes, en las goletas perspicaces y sucias, desvencijadas y salobres que te enfermaban tanto hasta la ago47


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nía; en las iglesias saturadas de pesado incienso y gente que nos contemplaba con mal disimulada curiosidad y asombro, mezcladas el ama y la esclava ; en el caos de mi Quinta de La Magdalena en Lima cuando el asalto de las tropas españolas, rescatando rápidamente vajillas, ropa, documentos y joyas para retomar el inacabable camino de los fugitivos por mí elegido y para mi predestinado. Compartiste el duro suelo, el edredón de seda, el escalofrío y el hambre, recogiste en cada pueblo, en cada ciudad, en cada minúsculo rincón, las habladurías de la gente sobre la política, sobre la revolución, sobre el Libertador, sobre las intentonas de los españoles, para ser mi información, mi escudo protector, mi sibila armadura filial contra la muerte que me tenían preparada. Conmigo entraste en cuarteles y en campos de batalla, complemento insustituible de mi propio ser, el otro lado, la otra cara de mi espejo, otro rostro de mi vida, otra faz de mi alma atormentada, otra cara de la medalla en la fe que me sostuvo en todos los avatares. Pero también te me fuiste, te me desvaneciste, te escurriste, decidiste por ti misma romper el pacto y una que otra noche tecleas tambores salvajes de lluvia sobre mi techo de hojarasca, tumultuosa, irrespetuosa y vil bisbiseando desde la ausencia no sé qué provocaciones para mi loco albedrío sin norte y sin guía. Y en esta pertinaz lluvia que muy de repente azota este desierto, oloroso a moho de mar enrarecido, te maldigo por haberte diluido en ella y con ella, por haberme dejado sola. Tu barca rompió todas las amarras y se internó en mar oscuro y violento; la mía, quizás más débil e indecisa recibe el empuje de todas las olas y no me escuchas en el socavón de la alta noche, pero quizás en esta milésima partícula de agua que resbala hasta mi mano depositas, desde tu cielo de negra huracanada, loca y querida tu carta final de citación para programar minuto 48


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a minuto nuestro encuentro final. ¡Jonathás, nunca fuiste mi esclava, fuiste mi hermana, mi amiga, mi inobjetable lado oscuro, el único brillante, auténtico y perfecto! XIII “MIENTRAS MÁS CONOZCO A LOS HOMBRES, MÁS QUIERO A MI PERRO “ Rudyard Kipling ¡Tienes la piel tan suave, tan lustrosa! terciopelo generoso y vivo. El azabache de tus orejas caracolea en la búsqueda de los mínimos recónditos sonidos que surgen de las bocas diluidas de los vientos o se te arremolinan tormento adentro desde las entrañas de la tierra. Flexible tu cola hace más llamativa tu cabeza de lobo devorando distancias, en la mirada brasas de anhelo ¡.....mi querido, mi favorito perro, cruzando a campo traviesa en violento e incontenible trote, sacudidas tus lanas en la caricia del sol, persiguiendo el paso de mi cabalgadura, feliz, humedeciéndote apenas entre el rocío de los tréboles, captando cada minúscula sensación en saltos recortados, desesperado de perseguir abejas, moscas zumbonas o cualquier lagartija que luego te provocaba lanzarte al césped para sacudir los átomos de tu lomo en febriles contactos con la tierra fría, sustento de tus ansias de aullador desafiante, juguetón agresivo, tierno, pegado a mi camino, persiguiendo mis movimientos, acechando a quienes me acechan, tendido a mis pies con la cabeza erguida en la observación paulatina de los tantos pasos y repasos de los muertos.......cálido juguete de todos mis cariños, de interminables abrazos en los que forcejeabas por librarte de arrumacos, compañero leal de la Señora de la Quinta de Bolívar en Bogotá, recorriendo azaroso el 49


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mundo libre de los jardines, marcando tu huella en árboles y esquinas o lanzándote al trote por las calles prohibidas que adorabas. Tú, mi perro favorito y aquellos otros guardianes, los cenicientos y enormes mastines de Simón, delgadas siluetas, corto pelo, cuadrados hocicos demoledores y blanquísimos dientes, patas largas y flexibles, colas puntonas, siempre junto a José Palacios, ese hombre gigantesco, escolta de Bolívar, compañero peremne, cuya fuerza no decayó con los años. Con los mastines caminó por las calles de Quito para resguardarme mientras me dirigía a mis citas de amor, con ellos viajé en caravana deambulando por los Andes, buscando en medio de la guerra y la inseguridad el Estado Mayor del Libertador. Las enormes canastas en que se transportaban atados a los caballos, aparecían siempre como preludio de nuestros viajes, de nuevas marchas, de nuevos caminos, de terribles retos. Pobres seres sin voz, dueños de una fidelidad doliente, conducidos misteriosamente por los mismos caminos torcidos de los hombres, fijos sus ojos de cristal brillante en las órdenes del amo, parciales y duras como el destino. Criaturas colosales, espléndidas, vibrantes de vida, inflexibles e infatigables como los tantos gatos que vagaban silenciosos y elásticos desde mi niñez en Quito, en la ampulosidad de mi casa de Lima o en la Quinta de La Magdalena, arrogantes, atrevidos y sutiles en mi casa de Bogotá, fogoneando premoniciones en sus ojos oblicuos de pupilas verticales abiertas a recónditos mundos espirituales, a estratosféricas visiones, mientras permanecían inmóviles y despectivas esfinges, somnolientas e inalcanzables en la dimensión en que convergen los horizontes esotéricos durante la clara languidez de la tarde equívoca 50


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e indivisible. Paseaban también gráciles y silentes por mi dormitorio, por la cocina, por los comedores y salones de espera, lánguidos, fosfóricos, inalcanzables y personalísimos gatos toqueteando en ronroneo mis piernas mientras gorgoriteaban fórmulas mágicas para el ensalmo del amor en el domo inexorable de la luna. Patas de pétalo, pelambrera de seda arrebolada indescifrable y preciosa, piel de mínimo tigre retando a la luz, sensualidad expresiva de no sé qué deidades antiguas, amorfas y apenas adivinadas. Aparecían de repente en todos los rincones, seguían de cerca mis pasos, me obligaban a despertar en la alta noche para predecirme los nuevos sucesos, las caídas, los calvarios en esos presentimientos que parecen nacer en lugares imprecisos para ahogarnos y trasplantar el corazón, diminutas panteras lunares. En los cortos días de la infancia deformada en el recuerdo, en la irrevocable fatalidad de la juventud saturada de sobresaltos, en los interminables días de la lucha libertaria, en los interludios de la revolución, en los escasos minutos personales e íntimos, estuvieron conmigo mis mascotas, mis amigos leales y silenciosos causándome alegrías, exigiendo mi tiempo, solicitando ternura, una mano suave sobre el lomo, un paseo por el campo para refrescar la compañía, un alimento dedicado a ellos con el mayor de los cuidados. Tantas las críticas porque mis perros tuvieran nombre y apellido, eso si, reduciendo a ojos vistas el valor de la fidelidad, de la entrega, del instinto de lo bueno del que tanto carecemos los humanos. En este dolor, en este infierno mutilante en el que pervivo, aún alguno de ellos, manso, dócil, algo macilento, está conmigo, roca de reciedumbre, oasis de amparo para los diversos ataques que han dañados 51


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mis andamiajes, podrido mis estructuras y deshecho mis huesos. Ya no son, no, los animales de raza hermosa, los escogidos para la bella por los amigos suplicantes y enemigos disfrazados, son los espúreos, los pobres perros y gatos callejeros que aquí encuentran un pedazo de techo enmohecido y un resto de comida tan pobre y quisquillosa como la propia vida descarnada. Temblando de desasosiego me persiguen de rincón en rincón, me contemplan y me retornan nuevamente el cariño en el extremo esfuerzo de arrancar un sonido acariciante de esta alma que sólo espera que se cierre sobre ella la tempestad de la completa desolación. Ellos me obligan todavía a enfrentarme a cada día, al alimento, al ligero movimiento de la mano para retenerme en la falacia de esta farsa creada para destrozarme. Y en ellos, en sus pelambreras mugrosas, en sus sarnas, en su tiña y en su barro, perviven los nombres de los enemigos: un enclenque Santander, costillas al aire y huesos agujereados debajo de la apesadumbrada piel; Azuero en las magras tetas colgantes de una perra flaca e indefinible, puntona en su nariz mordaz; Flores en un indeciso gato sumido en las esquinas del polvo atisbando un hueso en el que regocijarse solo, abandonado al egoísmo de unas pulgas mordientes y mal disimuladas, en los caminos ulcerados de su piel destrozada. Por fuera son ellos, lacerados y leprosos como los enemigos, como los asaltantes ocultos pero bien conocidos, los vampiros de la energía, los mutiladores de la Gran Colombia, los tristes ególatras destructores de los sueños masivos, los quejumbrosos cobardes amparados en mamotretos de leyes y oficios para derruir roca a roca la lucha verdadera, la grandeza, la inestimable magnitud de esta raza despertando. Por dentro, solitarios animales, son sencillamente eso, fieles guardianes de la miseria y el abandono, camaradas friolentos de una mujer 52


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a quien la muerte parece haber olvidado para siempre. Por dentro, sumatoria de articulaciones, arterias y loco corazón, prisioneros de una apariencia que en ocasiones empieza a revelar el verdadero rostro del mundo monótono en el que estoy detenida. XIV LA CARTA DE LA LIBERTADORA Lima, 1.825, año recargado para las definiciones, para los cambios que darían vuelta a mi vida como a un ajado guante de cabritilla, desolado, en la larga mesa de los convites fracasados. No puedo soportar ni un minuto más esta vida, me estoy desquiciando, enredando en dudas desconcertantes y ambiguas, desafiando la resistencia del alma que creía invencible. Cada cañonazo a la fortaleza del Callao me extralimita los ánimos ¡ya no puedo más! ¡Maldito José Rodil tratando de aplastar la victoria de Bolívar! con su loca resistencia, descabellada, encerrada en este fungoso Puerto del Callao que resuma en muertos regurgitados por las olas, esclavas de los vientos, ennegrecidas por nubes de ávidos gallinazos, deseosos de carroña y mugre. Cada sonido, por leve que sea, me mantiene en alerta, cada palabra, aún las escuchadas por mi al azar tienen todos los matices del doble sentido y las insinuaciones nefastas, cada hora que pasa sabiendo a Simón lejos de mi, perdido en algún punto de la naciente Bolivia, me quiebra las resistencias logradas con tantos años de someter mi hierro al fuego purificador. A todo esto, sumado el golpeteo loco del corazón, tambor indiscreto de premoniciones violentas, apareces tú, James Thorne, mi Señor 53


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Esposo, mi dueño oficial, mi mastín y membrete de casada estéril; vienes a exigir tus derechos, a sojuzgar un cariño desatado que pertenece a otro, a otro que reclama punzantemente todo mi ser, todo mi yo como mujer. No puedo aceptarte, ¿sabes?, odio tu metódica precisión para ahuyentar la alegría, tu disciplinada forma de transmutar a las personas en muebles, tu tácito desprecio para convertirme en doméstica ama de casa, tu repulsión ante los diversos impulsos de un alma y un cuerpo que no te pertenecen, unidos a ti, en el yugo escandaloso de ocho años de matrimonio atroz aburrido, destinado al minucioso olvido. Urgas mi cuerpo con tus manos de cincuentón ávido para encuentros apasionados y no sé cómo logro detener estas ansias de lanzarme sobre ti como una fiera herida, a mordiscones, a arañazos, a escupitajos, porque no te ampara ningún derecho a usarme, a tratar de hacer vibrar en el sexo a esta piel que ya conoció el amor, se impregnó de su aroma y sólo a él responde. Deja ya de acosarme, de perseguirme sonámbulamente por toda la casa, de tocarme, de probarme, de provocarme ¡No te pertenezco! Cuidé tu cama y tu mesa, resguardé tu tesoro y tus tesoros, vigilé tus negocios, acepté tus amigos, adquirí el tono de tus imposiciones, abrillanté tu vajilla y sazoné tu pan, ocultando el corazón que al comienzo estaba simplemente dormido, simplemente olvidado. Me desesperé y trancé con tus relatos de interminables viajes de comercio, con tus inacabables cuentas de tus bienes posesos y desperdigados por largas geografías, con tu forma disimulada de ocultar los sentimientos bajo el pretexto de la rigidez y la meticulosidad “inglesa”. ¿Quién eres tú para llamarme espúrea, adultera, libidinosa, traidora? ¿Quién eres tu, inglés, católico, comerciante en tiempos de guerra, acaudalado en la faz de la pobreza, amigo y cómplice de Virreyes en el torbellino de la guerra, timorato espectador de una revolución de la cual soy su vértice, su punto de apoyo y su caudal?......... 54


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Nunca supe de tu edad descifrable en las arrugas de la piel, en los decolorados cabellos y en la amargura del corazón y de la lengua, decrepitud a punto de disolverse en el clímax de los celos y de las ansias de recobrar tu perdida posesión. Nunca supe tu profesión que no sea de traficante de todo objeto rapaz que cayera en tus manos para transfigurarlo en adoradas monedas, en los nuevos bienes, en la abundancia lamentable de los espíritus pobres que jamás dieron nada a los otros. ¿Qué leyes del honor respetas que no sean las de tus prejuicios y los de la gente? ¡Qué propiedad reclamas si lo que mantenías es una bravía pantera encadenada en el nombre de Dios a tu nombre y a tu reino! Primero fueron tus súplicas, luego tus exigencias y por último los golpes de macho desequilibrado a la hembra infiel y deseada. Me perturbaste en la vida conyugal, conseguiste hacerme sentir indispuesta con el mundo, inconforme, inquieta, humillada, infeliz, obligada a entregar lo que ni siquiera sabía que en mí existía, privándome de la conciencia de la plenitud de mi cuerpo y sus mil recovecos de placer, de la amplitud de mi alma nacida para los sueños, para la aventura, para los riesgos, para el gozo, matando mis pensamientos bajo vestiduras costosas, joyas de colección, sepulcros de flores, vacías fiestas de una sociedad vacía, flores muertas en funeral de oprobio. Tu palabra era la única perfecta, tu pensamiento por demás acertado, tus iniciativas las únicas valederas, tu corrección puritana deshumanizante, la más grande verdad. Me cortaste las guías como a una paloma joven, pero mi ambición de mensajera superó tus murallas y desde el segundo año de matrimonio fui la conspiradora tenaz, feroz colaboradora de la causa independentista, poniendo en riesgo mi vida, no, como tú tanto repetías, tus bienes y tu seguridad. ¡Cuántas escenas! esta es mi tierra, esta es América, no pudiste 55


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doblegar mi legítimo derecho a buscar su libertad, su grandeza, su madurez; pero quizás tus imposiciones de dique de madera vieja contra correntada tumultuosa de montaña gigantesca, eran necesarias para lanzarme al centro de la tormenta, al corazón de las acciones, al protagonismo de mi necesidad de mujer, libre, dispuesta a la grandeza y al amor. Si, Don James Thorne, descubrí el amor lejos de tus brazos, encontré la libertad fuera de tu casa, hallé mi causa fuera de tu cauce. Amo a Bolívar, amo al hombre, venero al genio, idolatro al Libertador. Soy su compañera, su barragana, su amante, su manceba, no puedo ser su esposa “por las leyes del honor”, pero no me importa. He conocido el éxtasis, la dicha de los condenados, la agonía de la pasión, de objeto de casa pasé a ser mujer completa, feliz con mi cuerpo, complacida con mi pasión, exaltada en mi papel de luchadora nata en una causa noble, única, razón fundamental para vivir a vida llena, a casa abierta, retando las normas, pisoteando los esquemas. Soy yo, La Saénz, no trates de huracanarme, no te acerques a mis dominios sin murallas, no quiero tu dinero, no quiero tu casa, no quiero tu cuerpo, no quiero tu presencia; ¿no comprendes que esta es la única vida que anhelo vivir? He encontrado mi lecho, mi árbol protector, nadie, nadie y menos tú, tocará un solo milímetro de la potencia de ser lo que soy, de pertenecerme y pertenecer ¡de amar! No hables más, tú nunca has conocido ni conocerás el amor, pues ese es el castigo de los que nacieron con el alma ciega. No soy infiel, ahora menos que nunca, pues soy fiel a mi misma y conmigo misma, soy fiel al amor del Libertador. “Ya no quiero que insistas, no quiero que ordenes, no que mandes, impongas y determines”. No, no y no; por el amor de Dios, basta ¿por qué te empeñas en que cambie de resolución? ¡Mil veces no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero mi amigo, no es grano de anís, que te haya dejado por el General Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos sería nada. 56


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¿Crees por un momento que después de ser amada por este General durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé bien que no puedo unirme a él por las Leyes del Honor como tú las llamas ¿pero crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? ¡Oh! no vivo para los prejuicios de la sociedad que sólo fueron inventados para que nos atormentáramos el uno al otro. Déjame en paz mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero no en esta tierra ¡No!, ¿crees que la solución sea mala?. En nuestro hogar celestial, nuestras vidas serán enteramente espirituales. Entonces todo será muy inglés, porque la monotonía está reservada a tu nación (en el amor, claro está , porque sois muy ávidos para los negocios ). Amas sin placer. Conversas sin gracia, caminas sin prisa, te sientas con cautela y no te ríes ni de tus propias bromas. Son atributos divinos, pero yo, miserable mortal que puedo reírme de mi misma, me río también de ti, con toda esa seriedad inglesa. ¡Cómo padeceré en el cielo! Tanto como si fuera a vivir a Inglaterra o a Constantinopla. Eres más celoso que un portugués. Por eso no te quiero. ¿Tengo mal gusto? Pero basta de bromas. En serio, sin ligereza, con toda la escrupulosidad, la verdad y la pureza de una inglesa, nunca más volveré a tu lado. Eres católico, yo soy atea y esto es nuestro gran obstáculo religioso; quiero a otro y esto es una razón mayor y todavía más fuerte. ¿Ves con qué exactitud razono? Siempre tuya, Manuela”

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XV “EL HIELO DE MIS AÑOS SE REANIMA CON TUS BONDADES Y GRACIAS” Simón Bolívar a Manuela Saénz. “Mi bella y buena Manuela: Cada momento estoy pensando en ti y en el destino que te ha tocado. Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y del honor, lo veo bien y gimo de tan horrible situación, por ti, porque te debes reconciliar con quien no amabas; y yo porque debo separarme de quien idolatro. ¡Si te idolatro hoy más que nunca jamás! Al arrancarme de tu amor y de tu posesión, se me ha multiplicado el sentimiento de todos los encantos de tu alma y de tu corazón divino, ese corazón sin modelo. Cuando tú eras mía, yo te amaba más por tu genio encantador que por tus atractivos deliciosos. Pero ahora me parece que una eternidad nos separa, porque mi propia determinación me ha puesto en el tormento de arrancarme de tu amor, y tu corazón justo nos separa de nosotros mismos, puesto que nos arrancamos el alma que nos daba existencia, dándonos el placer de vivir. En el futuro, tu estarás sola aunque al lado de tu marido. Yo estaré solo en medio del mundo. Sólo la gloria de habernos vencido será nuestro consuelo. ¡El deber me dice que ya no somos más culpables ¡ No, no lo seremos más.

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Simón Bolívar Simón: ¡Me idolatras hoy más que nunca jamás!, sumido en los problemas políticos, en las divisiones, en los enfrentamientos ideológicos, en las sangrientas diferencias con Santander que te han mutilado preciosas oportunidades de consolidar la naciente libertad de estas naciones. Entre este cúmulo de acechanzas tienes tiempo para dedicarme un pensamiento de amor, para enviar un saludo a mi tristeza de prisionera de los hechos pasados, para recordar todo lo que nos une en cuerpo y alma, la materia tangible de mi amor que se posesionó de cada partícula de tu ser y piel rebeldes. Tu solo en el mundo, rodeado de soldados, uniformes, conjuras y conquistas, de temores, congresos, arreglos e imprecaciones, sólo sin tu media mitad entera pasión de todos los encuentros, sin mi risa, sin mi prudencia, sin mi cuidado de cada uno de tus pasos, sin mi cielo, sin mi clímax, sin mi palabra, sin mi eterna contradicción para revolverlo todo. Yo me revuelco en la deprecación de todos los sentidos, en la devastación de un matrimonio guiñapo de las predestinaciones, de los caracteres contrapuestos y expuestos, en la furia de un dueño herido en punzantes pensamientos, en tu ausencia, muerte prematura de mi propio corazón; pero no me siento culpable. Tengo derecho a mis propios y auténticos sentimientos, no poseo disfraces, máscaras, trampas, la única acusación que se derrama desde mi propia conciencia es el por qué no pongo punto final a este tinglado que me exaspera o termino con esta vida que no es sino una parodia recurrente de pesadillas y quimeras. ¡Yo te idolatro también y me devoro 59


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en las distancias en cada madrugada para tocarte con el pensamiento en la ansiedad rota de tenerte cerca! Manuela “Mi adorada: ¿Con qué no me contestas claramente sobre tu terrible viaje a Londres? ¿Es posible mi amiga? ¡Vamos! No se venga con enigmas misteriosos. Diga usted la verdad y no se vaya ninguna parte: yo lo quiero resueltamente. Responde a lo que escribí el otro día de modo que yo pueda saber con certeza tu determinación. Tú quieres verme siquiera con los ojos. Yo también quiero verte y reverte y tocarte y sentirte y saborearte y unirte a mí por todos los contactos. ¿A qué tú no quieres tanto como yo? Pues bien, esta es la más pura y cordial verdad. Aprende a amar y no te vayas ni con Dios mismo. A la mujer única, como tú me llamas a mí. Simón Bolívar” Mi amor: Estoy sometida a todas las torturas de la ausencia, en un infierno de recuerdos que me acribillan lastimosamente en la noche oscura y silenciosa de conspiradora, en el día maldito jalonando sus horas en cañonazos regulares sobre la podredumbre de la fortaleza del Callao. Todos los aires huelen a muerto, metódicamente desfilan los ataúdes sobre los 60


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hombros de los indios cansados. No sólo te necesito yo, te necesitamos todos, te llamamos, te clamamos, todos, todos. Eres el punto de equilibrio, la personalidad que detiene la desintegración de esta balbuceante libertad conseguida a sangre y fuego. Tu nombre transita de boca en boca, última esperanza de todos los desesperados. Soy un espejo pulverizado, sobrevivo en el estoicismo, deseando saber de ti aunque sólo fuese a través de una frase de tu Secretario José Santana. Thorne quiere llevarme a Londres, exige y reclama sus derechos de marido falaz, se aferra a la ridícula esperanza de que un incierto océano mate al amor, cree que la domesticación descenderá sobre mí. ¡Castigo divino de silencio!, mueve sus fichas en un tablero tembloroso, sin marcas fijadas, sus deseos, sus celos, sus arrebatos, su propio dolor me vienen envejeciendo en la vida diaria compartida y dividida en extrema muralla de desprecio. Y en esto me ordenas tú, me vienes subterráneamente en una carta trajinada desde tan lejos. ¡No quieres que me vaya! te desespera la idea de la separación completa, tus resquemores de dudosa culpa se desmorona ante la inminencia de una distancia insuperable. ¡La necesidad de unirnos por todos los contactos pervive! Se amar, esta es la voluntad del corazón que no se rinde ni ante los ángeles. No me arrastrarán a Londres, no me separarán de ti. Ven pronto por favor, y pídeme que te siga. ¿No comprendes que no hay revocatoria para este destino inapelable? Manuela “Mi amable loca: ¿Sabes que me ha dado mucho gusto tu hermosa carta? Es muy bonita la que te ha entregado Salazar. El estilo de ella tiene un mérito capaz de hacerte adorar por tu espíritu admirable. Lo que me dices de 61


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tu marido es doloroso y gracioso a la vez. Deseo verte libre pero inocente conjuntamente, porque no puedo soportar la idea de ser el robador de un corazón que fue virtuoso y que no lo es por mi culpa. No sé cómo hacer para conciliar mi dicha y la tuya, con tu deber y el mío; no sé cortar este nudo que Alejandro con su espada no haría sino intrincarlo más y más; pues no se trata de espada ni de fuerza, sino de amor puro y amor culpable; de deber y de falta; de mi amor, en fin, con Manuela La bella. Siempre Tuyo, Simón Bolívar. Señor General Tomás de Heres MINISTRO DE LA GUERRA Lima.General: No sé nada de mi señora Manuela, por lo mismo suplico a usted le haga una visita de mi parte y le pregunte cómo está. Simón Bolívar” Mi amigo: Veo que estás desesperado; tan desesperado como yo por la distancia y la falta de noticias. No soportamos el alma en el cuerpo, los años juntos nos han hecho débiles frente al afecto, minuciosos en la solidaridad, exigentes en el compañerismo, totales y completos, juntos en el ideal compartido. Tanteamos en la noche interminable este sitio vacío 62


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junto a nuestro cuerpo y el sueño se vuelve arisco y rebelde, fracturado, ansiedad vacía de sentido. Los minutos son intemporales, las horas despiadadas. De vez en cuando viene a visitarme Tomás de Heres, ese argentino magnánimo, sanmartiniano aferrado a tu causa, unido a tus luchas, tu Ministro de la Guerra que me interroga acucioso, preocupado de mi bienestar, preocupado de la vida que llevo, sufriendo con nuestro sufrimiento, o llega el jorobadito Cayetano Freyre, el Jefe de la Policía, ¿recuerdas el pequeño conspirador que te presenté en uno de tus viajes a Lima?; en nada ha cambiado, me guarda la fidelidad de los antiguos tiempos y encontrando a Thorne anonadado y dispuesto a la violencia, me ha ofrecido su casa para evitar hechos que nos afectarían a todos. Pero yo no tengo casa si no es a tu lado, no tengo hogar si no es en tu mesa, tu cama y tu palabra, no tengo vida si no es junto a la clara esencia de tu cuerpo para el mío en perfecta medida, no tengo otra ilusión que la espera para escuchar el leve anuncio de tu paso. ¡Créeme! sólo mi cuerpo deambula como corteza con memoria de árbol, mi ser, mi ser entero, su médula y sustancia está junto a ti, en la empuñadura de la espada ligada a tu mano, en las pestañas acres de la mujer que te sonríe, en todas las noticias de papel amarillento de Quito, Lima y Bogotá, en la llama titilante de la vela que desfigura tus nocturnas crisis de soledad. ¡Qué importa quien esté a tu lado, falto yo, tu Manuela y estás incompleto y vacío! Siempre tuya, Manuela Saénz “Para Manuela Saénz: Quiero desesperadamente volver a Lima. Si no hago otra cosa, pienso constantemente de día y la noche entera en tus 63


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encantos y en tu amor por mí, y en mi regreso y en lo que harás y en lo que haremos cuando estemos juntos de nuevo. Tuyo, Simón Bolívar” Simón: Viniendo de Potosí tu mensaje es de metales y alas. Soy antorcha viva consumiéndome por tu beso, el eco de tu voz me llama. Te acompaño huella a huella en el camino que empiezas a recorrer para el regreso, mi mano reposa sobre tu corazón como un relicario de terciopelo para abrigar los susurros de nieve crepitante. Mi cuerpo está listo para enlazarse al amor, cada músculo elástico espera tu caricia. Mis ojos tienen brillo, cada minuto de tu cercanía me embellece, espejo de dorado bronce para ser bruñido en tu aliento y tu calor de Capitán errante. ¡Lo que harás y lo que haremos cuando estemos juntos! Reloj de arena, ¿es tan pesada tu materia que no se desliza, se retarda y me atormenta? Tuya, Manuela. “Mi encantadora Manuela: Tu carta del 12 de Septiembre me ha encantado: todo es amor en ti. Yo también me ocupo de esta fiebre que nos devora como a dos niños. Yo viejo, sufro el mal que ya debía haber 64


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olvidado. Tu sola me tienes en este estado. Tú me pides que te diga que no quiero a nadie. ¡Oh no! a nadie amo, a nadie amaré. El altar que tú habitas no será profanado por otro ídolo ni otra imagen, aunque fuera la de Dios mismo. Tú me has hecho idólatra de la humanidad hermosa, de Manuela. Créeme: te amo y te amaré sola y no más. ¡No te mates! Vive para mí y para ti: vive para que consueles a los infelices y a tu amante que suspira por verte. Simón Bolívar” Mi adorado: Aquí la lluvia es pertinaz, cortina de agua violenta, acompañada por el zumbido impreciso del viento. Completamente sola, hipnotizada por la nostalgia dura, me adentro en tu carta, me apropio de cada minúsculo rasgo de tu caligrafía, para sondear que otra cosa más quisiste decirme, que roto deseo se quedó flotando entre estas líneas, para mi asible, personal y cierto. Las hojas de los árboles golpeteando con la furia del agua escurridiza, repiten azoradas: “A nadie amo a nadie amaré sólo a ti sólo a ti” y yo las acompaño con mis lágrimas pues esto es desgarrar mis pulsos, es hostigar mi esqueleto de marfil opaco. Siento el peso de los años sobre tus hombros, los años que no lograron diferenciarnos, tu edad y la mía se unieron en una sola edad; el cansancio de tantas jornadas, esa errabundez sin otro tesoro en posesión que la visión de esa Grancolombia rota en los repetidos fracasos, vampiros sus propios hijos que la desangran en estallidos de revueltas inoficiosas y adúlteras. En Ibarra te veo, allí me piensas, allí me recuperas, en esa tranquila ciudad dormida en su propia blancura, en esos venerables techos 65


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de tejas iridiscentes o plagadas de musgo feroz y vivo, en sus callejas de piedra parda, en sus campanarios tocando el ángelus con señoriales metales desgarrando palomas en su vuelo al parque central provisto de robustas palmeras de frío, cubiertas de un suavísimo bello vegetal indiscreto, de pumamaquis de hojas enormes, manos puntiagudas reposando su tersura al sol, en las violetas pequeñitas enviando olores; en sus mansiones, claustros de patios interiores donde conviven prolíficas las rosas y los geranios, vasos delicados de picaflores, los labios de maría, apenas insinuados y los pensamientos de vestidura morada de zumos antiguos de la tierra. Se que este 6 de Octubre frío y lluvioso te está sacudiendo gravemente en mi ausencia. ¡Cómo no asirme en la punta de los pencos florecidos, en el alto cuello, curvado, oteando los caminos en floración comestible de alcaparra! ¡Cómo no desearme en la perezosa expansión del dorado trigo trenzando ondulaciones de viento, estertores de hembra recostada en la ladera de las montañas! ¡Cómo no tocarme en la floración morada , blanca y amarilla de la patata joven y esplendorosa ¡Cómo no devorarme en las mazorcas de maíz arracimadas, mar verde de puntas de espada ocultando raso y miel! ¡Cómo no palparme en la tardes andinas, plácidas, translúcidas, fragantes a pan recién hecho y a mazo de herrerías semi ocultas, vestidas de un sol lechoso y denso, en cada hoja, en cada brizna de hierba, en cada irrespetuoso girón de polvo dorado que se eleva lentamente en invisible y palpable red! Simón ¡no te atrapa esta sediciosa imagen de completa paz!, de pueblo en tarde de otoño, de niñez coreada en los gritos de los gorriones¡; ¿por qué, por qué no lo dejamos todo, porque no olvidamos la guerra, la política, el fracaso, en fin los ideales y nos recluimos allí donde tu estás o en cualquier valle de los Andes sumergiéndonos en el olvido de los que no tienen pasado ni futuro?

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Pero bien sé que esta será la última misiva de la paz espejismo, situada en otra dimensión, en medio de la guerra, la nueva rebelión destructiva se perfila en el eclipse, oscuridad de la luna en el infierno amorfo de la noche del 25 de Enero de 1.827. Lima te traiciona a la sombra del Coronel José Bustamante. Vuelvo a entrar en los cuarteles, vuelvo a ordenar, pedir, suplicar, imprecar, espada en mano para que se subleve la soldadesca para defenderte; esa soldadesca cetrina, ojos indios y pensamiento impenetrable, vestida de harapos, dubitando indecisa y díscola. Me conducen una vez más prisionera, al estercolero de Casa Matas, la cárcel de mujeres. Me arrebatan de todo, me enmudecen y distancia de cualquier contacto. Pero tú, sólo tú tu recuerdo me queda para los treinta años de vida, mientras me conducen aletargada en el Bergantín Bleucher a Ecuador, para abandonarme en Guayaquil, rota mi amistad con Córdoba, ese compañero de nuestra guerra que debió tomar una actitud más decisiva en tan difíciles momentos y no sacar a relucir únicamente su dureza e inflexibilidad y la vanidad desproporcionada propia más bien de un campo de batalla. Lo he perdido todo, los años me caen granizos de ahogos, sólo tu carta, sólo tu recuerdo, sólo tu olvido, sólo la distancia. Tuya, Manuela. “Mi amor: Tengo el gusto de decirte que voy muy bien y lleno de pena por tu aflicción. Amor mío, mucho te amo, pero más te amaré si tienes ahora más que nunca mucho juicio. Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos perdiéndote tu. 67


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Soy siempre tu más fiel amante, Simón Bolívar “ Mi Libertador: ¿De qué juicio me hablas en un país sin juicio? Esto es la anarquía completa, no hay brújula, no hay derrotero, no hay rumbo. Los caminos están cerrados, es el laberinto más insidioso que puedas imaginar, quien se internó en el no encuentra ni pasadizos ni secreto centro. No hay salida, estamos inmersos en la densidad pulposa de una concéntrica montaña, alimentada de lamentaciones, ecos, tamborileo de cascos de caballo y nocturnos sonidos secos de bala de cañón. Se anuncia la decapitación, el desangramiento, la inmolación. Al partir tú de Bogotá, la república se desmoronó como un castillo de naipes en viento de dudas e indecisiones, en las rivalidades y venganzas. Urdaneta se desvive conmigo preparando tu regreso, confidenciando, exigiendo, imponiendo el regreso del Libertador. Francisco de Paula Santander empieza a extender sus tentáculos auscultando aquí y allá a las conciencias dudosas para absorberlas, fortaleciéndose en los personalismos vacuos, en las envidias, en los complejos, reptando por todos los costados para pulverizar el purulento cadáver de la patria. “La Torre de Babel”, ese periodicucho infame, sensacionalista y aberrante hasta lo increíble nos difama a Urdaneta y a mi a diario; la amenaza de la cárcel, el destierro, la proximidad de la agresión son las espinas constantes, diarias, insalvables. Todos los enemigos acumulados resurgen para aplastarme: mujerzuela, tirana, loca, son los términos más suaves con que me califican. La Provincia de Venezuela ya está separada de la Grancolombia y agoniza en la guerra civil; El Departa68


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mento del Sur, no conoce ya límite para sus dificultades y quebrantos. Sucre, nuestro hermano fue asesinado en Berruecos, no sé si por una oscura conspiración política o por la telaraña macabra del amante de la Marquesa de Solanda. ¿Puedo conservar el juicio ante este asesinato atroz, ante este infame sacrificio......? Nos han mutilado el corazón de cuajo. Tus oficiales actúan sin sujeción alguna al mando, cada ciudadano es libre de hacer lo que a bien tenga y cuando así lo desee; no existe ni Dios ni ley, ni espanto que pueda ser conjurado. Juicio juicio JUICIO en este universo de caos del que sólo la intuición me salva, juicio en esta demencia de poderes enfrentados de la cual soy su penoso blanco, su víctima favorita. Juicio cuando las bocas salivantes y babosas te maldicen, cuando se atreven a envolverte en su veneno, cuando las estatuas tuyas se estrellan en cada plaza, en cada parque, apedreadas por una multitud vociferante, ciega e idiotizada, cuando armados hasta los dientes invaden mi refugio para acosarme, para pincharme entre los barrotes de esta jaula sin dimensiones, esperando mi asalto para sepultarme de un pistoletazo frío. Juicio, cuando años de lucha denodada, tenaz , imponderable, son absorbidos en el pantano de las pasiones más bajas; cuando el fruto de nuestra guerra, de nuestra sangre, de nuestra vida, es arrojado y pisoteado por los mediocres eunucos impotentes y cobardes, cuando todas las acciones políticas por ti sabiamente planificadas se extravían sin final cierto.........juicio....cuando los malditos cínicos, traidores y ladrones se pasean por las calles como dueños orgullosos de este mundo, vergüenza ante el recuerdo de todos los patriotas que cayeron en veinte años de guerra libertaria, vergüenza ante nuestros próceres, ante nuestros mártires, ante nuestros miles de soldados sacrificados, en nombre de una libertad que no tenemos, vergüenza, vergüenza mía al contemplar en éxtasis de oprobio el altar sin base de esta sociedad convulsionada en la que he expuesto mi vida de mujer arrebatada por los ideales, vergüenza 69


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de tu marcha para dar tanto espacio a los fraudulentos verdugos de la verdad. ¡Respóndeme, soy yo la que ha perdido el juicio o son todos los otros que se debaten en la egolatría disoluta de sus naves quemándome en la mentira y en la maldad, en la degradación de nuestra raza, en la distorsión de todos los valores! Perdóname amor, perdóname por ser todo lo que soy y donde estoy, perdóname, no tengo juicio, ni discreción ni paciencia, ni esperanza, no puedo convivir con los tiranos, no puedo ni debo soportar a los traidores, no puedo cambiar mi piel lustrosa de jaguar de selva por las dispersas plumas de un pájaro primario, no debo convivir con la mentira, con el latrocinio, con el abandono, no puedo dejar de ser lo que soy, combativa, dejar de amarte, absorverte, volver a nacer para ser lo que no soy, esto que sufre, esto que ama, esto que grita. Perdóname y no me pidas juicio, pide sólo amor (que es lo único que queda), tanta riqueza del violín del viento en esta frágil y destrozada mariposa, en estas débiles alas de abandonada que clama tu regreso, más allá de todo juicio, por la fuerza y la impostura de esta patria en la cual agonizo en noche circular y eterna. Manuela. “Adorada: El hielo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está expirando. Yo no puedo estar sin ti, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo tanta fuerza como tú para no verte; apenas basta una inmensa distancia. Te veo aunque lejos de ti. Ven, ven, ven ahora.

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Simón Bolívar” Mi amor: En estas rocas monumentales de alma oscura choca tu llamado, potro negro encabritado en la noche de los recuerdos. Apenas escucho tu palabra y una bocina de carey me succiona hasta tu centro. ¡Cuántas veces acudí a tu llamado, retando al mundo entero para volar a tu lado! Acepté la sociedad del frío del páramo, agarrotada casi hasta caer vencida en el soroche adormecedor y traicionero, cabalgué infatigable, la ropa pegada al cuerpo en sudores, las hinchadas piernas revestidas por la flexibilidad del cuero de las botas, defendidas en la hiriente espuela para hacer más rápido el paso. Enluté las noches con mi propia cabellera dolorida de tantos ramalazos, me cobijé en la choza, cuerpo de barro y espíritu de humo; me establecí itinerante en las casas de los pueblos, así al paso, olorosas a romero a frituras y a verbena, me resguardé entre los soldados en la ruta hacia los campos de batalla, adherida a los sigses de hojas cortantes y flecos pajizos o sacudí pesadillas bajo el aliento mefítico del floripondio de flores campana, anchurosas enaguas marfileñas, sofocando con olores de mujer a los sueños. El viento me marcó la piel en los surcos de nieve finita de las ventiscas de los nevados despiadados en sus mesetas colindantes con los cielos. El mar me trasladó azarosa en sus olas embravecidas en el día cegador carcajeando en el lomo de delfines dúctiles, en la noche larga, un solo hoyo de negrura y silencio como el paso tétrico de los muertos condenados, agobiante como una garganta de ballena sorprendida en pleno sueño de bergantines y barcos de vela deslizándose desde el cielo, pesados de yodo y sarro, de chasquidos gangrenosos acercándose a mis oídos petrificados en pesadas gotas de sal y agua. 71


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La selva me conoció inextinguible como el fuego de las casas de sus nómadas ocupantes, transmitido de familia en familia para no desmayar en ninguna madrugada; me estableció en sus árboles gigantescos restallando en verdor sobrenatural, apesadumbrados en lianas y en esquizofrénicas flores parásitas bulbosas y pletóricas como una joven preñada. Conocí los suspiros de la boa noctámbula, enroscada hasta reducir a mito su monumental tamaño, seguí el paso del tapir traqueteante en caminos de lodo macerado, conocí al acorazado armadillo causándome sobresalto con su puntiagudo hocico y orejas. Me alargué en la sombra sibilina de los agobiantes caminos de playa, amparados en palmeras peluconas de dorados cocos y larguísimos y plomizos talles rayados en incomprensibles anillos negros vegetales. Todos, todos ellos me condujeron a ti en liviano cuerpo de amazona enamorada, contestando a tu llamada, tu requerimiento de amor atormentado, rivales en el sexo hasta desfallecer en íntimo e indestructible abrazo, a tu súplica de compañerismo, escuchando tus quejas, tus oprobios, tus anhelos, tus temores o simplemente leyéndote las obras favoritas rescatadas de guerra en guerra, de desarraigo en desarraigo, mientras buscabas un tenebroso descanso, descalabrado después de las batallas, las traiciones, los avatares; tu súplica de fidelidad en los años terribles, calcinándote con la cercana vejez, asimilados al rechazo, la pobreza y la lenta e insidiosa tuberculosis que te fue desmoronando; tu ansiedad de una rival apta para tu vuelo, para tu energía, para tu búsqueda de la verdad; tu necesidad de un alma impulsora de un mismo ideal, compenetrada totalmente en la lucha despiadada. Yo vencí no sólo el hielo de tus años, castigué tu fortaleza de temeroso moralista, me adentré en tu vida a pesar de la resistencia, me volví total e imprescindible como el aire y el agua, me apropié de ti a puro fuego de pasión arrasadora. Y hoy me necesitas como ayer, como todos los instantes y me reclamas y me llamas, pronuncias las palabras 72


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del encantamiento cíclico y eterno en esta amarillenta y febril Paita, acuchillada por irregulares caminos de arena ruborizada y minúsculas piedrecillas sofocadas en el horror de las tardes de madera vieja, cerradas sus ventanas, párpados heridos por el sol entre su gente flotando en medio del polvo y la derrota, en este entrechocar de la bandera roja y blanca con el viento salino e inclemente. Me llega tu llamada emergiendo del horizonte, vuelo manso de aves negras perfilándose más allá del lomo cetrino de las pesadas montañas anunciándome que oculto en la vegetación – cripta de una ciudad de espejos de agonías me esperas, sin reposo, agitado en ese río interminable de la muerte, entre palpables brumas. Esperas por la barquera para reconocer el signo, para iniciar de nuevo la historia de amor que nunca fue agotada. ¡Voy hacia ti, la Coronela jamás perdió el mando, la compañera recuerda cada letra del pacto, La Libertadora ha resucitado, la antigua bandera, la mujer se encabrita ante el llamado! Don Simón Bolívar, General, Libertador, en agua pura me voy filtrando piedra a piedra, instante por instante hasta reverdecer tu figura y elevarnos juntos, ola colosal, cuchillada de sol en la noche de quebrantos, fuego central de la tierra de los libres, hasta que América entera pronuncie nuestro nombre Comandante inmortal y la errante insurrecta, atroz ceniza de amor desperdigada por todos los vientos de la tierra. Manuela

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XVI “A NADIE AMO A NADIE AMARÉ, EL ALTAR QUE TU HABITAS NO SERÁ PROFANADO POR NADIE” Simón Bolívar a Manuela Sáenz. ¿Y qué teorías vas a mencionar para explicar las traiciones?; ¿qué motivos, impulsos, deseos para la infidelidad? No me hablas, no lo digas, las palabras tienen una dimensión más dura que los hechos, los repiten, los multiplican y los deforma. Nada quisiera saber, preferiría la ignorancia de los que aman plácidamente de espaldas al mundo, pero siendo tú el Libertador, el hombre de la Grancolombia, cada una de tus aventuras por pequeñas o lejanas que fuesen, se conocen, se proclaman se propagan, no importa la distancia, nuevo brillo al nimbo del guerrero conquistador de todos los amores. Y es que el sexo es tan sustancial para ti como el agua y el alimento; los encuentros pasionales te dan el espacio entre las guerras para sumirte en un mundo de frenesí que te libera por un instante de la persecución acuciosa de tus propios nervios atados a cada movimiento milésimo político, tu mundo duro, inflexible, bestial, tu mundo aplastándote hasta reducir tus fuerzas a estertores moribundos. ¿No te satisfice por completo en todos tus instintos?, ¿no nos entregamos el uno al otro como dos locos jovenzuelos sin pasado y sin futuro, pura ilusión ardiente de descubrirnos fibra a fibra a corazón abierto, despojados, desposeídos de todo lo que no fuese la propia posesión? ¿Le faltó flexibilidad a mi cuerpo, tersura a mi piel, profundidad succionadora a mi lengua en los besos? ¿No fueron cadenas suficientes mis abrazos?; ¿no te atenazaron mis piernas alrededor de tu cintura en el salto final del amor?......... ¡Lo sé mejor que tú!, fui tu pan favorito, 74


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tu palmera iridiscente, tu fruta plena para devorarla a boca llena. Tus fantasías encontraron las mías haciéndonos crepitar el furor del clímax, piel, sabores, perfumes, compenetrados el uno con el otro, cuerpo bicéfalo en el deseo satisfecho. Las otras, las transeúntes de tus aventuras, fueron solamente eso, una estancia romántica bajo la luna tropical en cuerpo de mulata paseando desvelada para provocar tu llamada de minotauro solitario, agitado sensiblemente en tu propio laberinto de hierro, o la calidez de un cuerpo joven entre las heladas sábanas de esa habitación más fría aún de Huarás de los Andes Peruanos, rondando con tu cansancio la femenidad rústica de Manuela Madroño, sustituyéndome por unos días, por unas horas, recrudeciendo tu ansia por Manuela material, caballeresa desenfrenada de la cual todas eran una sombra saboreada en la tristeza. Te conmovió Janeth Hart, la norteamericana, tan blanca e impalpable como un pañuelo de seda agitado por los adioses en la distancia; coqueteaste con ella, tan diferente, tan impoluta, tan contrapuesta al yugo de criolla ardiente trepando enredadera tortuosa por tu cuerpo de árbol cansado. Quizás si te enamoraste, así la soñabas en la penumbra el recuerdo borroneado en cabello de caoba, cintura marcada de playas de aguas heladas y enigmáticas. En todas ellas te entregabas al arrebato pasional, macho impotente derrotándose ya en la enfermedad. En las tardes de nostalgia, de zozobra, nubes fragmentarias de Europa te asediaban y el toque de las finas puntas de los dedos de Fany du Villars te rozaban las mejillas y ella volvía a ti en la magia de las saudades con la forma redonda de sus senos de lirio, la curva de su mano sosteniendo la copa de champaña, la amplitud de su sonrisa prometiendo desconocidos deleites, la suavidad de su rosada nuca provocando al beso; o te penetraba como un alarido largo y terrible Josefina Núñez, la bella jinete venezolana, tu compañera de la terrible epopeya de los llanos, lanzada al viento como un puñado intachable de hojas de magnolia, reconstru75


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yéndote luego de las largas cabalgatas para redimirte en el cariño. Todas volvían a ti en atropelladas ansias, interminable galería de madonas semi ocultas a la luz, sonriendo apacibles o cubriendo espacios enteros con su recuerdo. Y en algún rincón del alma afiebrada, brillando, diamante inextinguible y tenaz, María Teresa del Toro, la esposa difunta, palpitaba, lamparilla votiva del amor puro roto, exterminado en la interminable significación de su verdad de unión desecha por la suerte. ¿Crees de verdad que no sentí celos por tus pensamientos, por tu cuerpo, por tus caricias, por el prodigarse de tus requiebros? ¿En verdad piensas que mi carácter sarcástico, fuerte, avasallador, me inmunizaba frente a las traiciones, los olvidos, las empecinadas nostalgias por las que ya se marcharon? No Simón, yo lo absorbía todo como un desierto resquebrajado, te adivinaba el pensamiento, no importaba la distancia, porque tu alma para mi era un gigantesco espejo en el que yo misma me vía reflejada en la intensidad de todas las dudas, los temores y las inseguridades. Muchas veces ¿por qué voy a negarlo?, me sentí abandonada, desplazada, olvidada, como en los dos largos años que me dejaste sola en Quito mientras tú recreabas un mundo en Bogotá, sin una carta, sin una palabra, sin la más ligera explicación, monarca de un reino en el que todos te debíamos obediencia inobjetable. Pero aún cuando la relación parecía totalmente rota (tanta tierra tanto tiempo tanto olvido), sabía que me necesitabas con urgencia perdida tu sangre en el elíxir que sólo yo podía entregarte. ¡Ah!, te detenía tu miedo de hombre poderoso a la permanencia, a la esclavitud del sentimiento, a la atadura de una sola mujer y quitabas el cuerpo, te escapabas, te desangrabas en las aventuras con las Ibáñez, sabiéndolas tan pasajeras como una serenata de ocasión. Temías 76


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la unión completa con la mujer ante la cual lo único que valía era la relación humana, fuera condecoraciones, títulos, jerarquías, mandos, a un lado decires, poses, modos, coronas de laurel y cánticos, espesas ceremonias y violentas diatribas y denuestos. Sabía de tus quebrantos de enamoramiento en las difíciles jornadas, en tus delirios intensos en amplios jardines perfumados a nardo y amapola; sabía de tus conquistas fáciles, del zarpazo del ave de presa sobre coqueta jilguera, ligera de plumas y de desilusiones; sabía del tormento de la tisis desgarrándote, alma adentro, obligándote a beber la vida en cuenco de mujer perfumada y complaciente ; sabía del niño perpetuo persiguiendo la huidiza sombra de la madre perfecta, inalcanzable en toda voz de mujer, en cada inflexión de una mano femenina; conocía de tus atroces enamoramientos efímeros, caudales de desgaste que te dejaban de vez en cuando un pestañazo de ensoñación para las tardes de frío y lodo. Pero ninguna de ellas estuvo en el campo de batalla, diosa tutelar de los soldados, agigantándolos, envalentonándolos, empatriándolos con su sóla presencia de Coronela altiva de negras trenzas, Minerva protegida por el relámpago tricolor; ninguna ocupó el sitio de tu compañera en el cenit de tu gloria, cuando Perú entero te proclamaba en Lima como su ídolo total, cuando doblegada la rodilla miles te suplicaban que tomaras la corona, las riendas y el destino de un pueblo que se desintegraba. Sólo hubo una, la genuina, embellecida por el triunfo, destilada en las batallas, remozada en la plenitud de la vida, relumbrante rubí criollo sobre las dagas de la envidia, tomando el triunfo como cosa natural, embelleciéndolo en cada giro de su cuerpo para pervertir las noches de los traidores, recibiendo los halagos como una estatua inapelable.

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Y ¿quién de ellas se enfrentó a la canalla, al odio desbocado y formidable de Santander, al veneno penetrante de Azuero, al escándalo, a la perversión, a la dolorosa minucia de la tragedia cotidiana; quien de ellas enfrentó, espada en mano, soldado en su puesto de batalla, interponiendo ante los enemigos su vida para salvar la tuya? Fui fría e impenetrable como el preludio del castigo, desasosegada como el rumor de un trigal devorado en huracanes, Libertadora del Libertador, proclamada en el valor y en la angustia de la noche del 25 de Septiembre de 1.828. Tampoco estuvo ninguna de tus amadas en las largas noches de la enfermedad, en la tos convulsa, sosteniéndote la frente en brasa, en el desmayo de la tisis, arrebatando tu cuerpo a la muerte, en las interminables veladas de sobresalto, midiendo tu respiración para saber que aún estabas vivo. No te acompañaron en los avatares de odio de tus enemigos, viéndote pasear inquieto, impotente, destrozado, de un lado al otro de las habitaciones, día y noche, tarde y minutos, dictando cartas, oficiando proclamas, postulando órdenes, enloqueciendo a secretarios, edecanes , Estado Mayor y amigos en tu propia locura de poseso visionario al que arrebataban su creación y su obra, hombre de tristezas, para cada victoria mil puñaladas de traición, centenares de minúsculos caudillitos buscando ejércitos y tierras propias, miserables rapaces, sanguijuelas devoradoras multiplicadas en bocas nauseabundas. Tampoco estuvieron ellas en la despedida final de Colombia, cuando te ví partir encorvado y enfermo con aquel pequeño séquito de fieles que ya presentían el derrotero final, fue como arrancarme el corazón y las entrañas para dejar un recipiente vacío, movido únicamente por la fuerza del amor, porque el último camino, el último trecho lo quisiste solo, como lo iniciaste, oscuro y orgulloso, envuelto en las sombras, preludio de la luz.

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¡Qué ilusión la tuya!, jamás me traicionaste, ni antes, ni después, ni ahora; las otras, las bellas nombradas o sin nombre son y fueron adjetivos: dulces, pasionales, admirables, fieles, temblorosas, lúdicas, hermosas, adorables, angelicales, gloriosas, leves. Yo, tu Manuela Saénz fui el sustantivo, la esencia, la médula de toda patria, bandera, libertad, insurgencia, mujer única contigo y para ti, fui la libertad, tu centro, tu lucha, tu mundo, la gloria, tu sueño, Libertadora enamorada. XVII “MIENTRAS VIVÍA LO AME, MUERTO LO VENERO” Manuela Saénz Me preguntas, te pregunto, nos preguntamos ¿en qué lugar quisieras morir? ¡No, no, yo no quiero morir!, estos fogonazos de vida, estampida de sueños, esperanzas, locuras, no deben terminarse. Mi cuerpo, mi cintura, mis ojos están listos para atravesar de nuevo los andes, los inacabables kilómetros de páramos, puna y soledades para seguirte Libertador. Algo como una guitarra de vientos marinos me acompasa suavemente el corazón. Reposo a tu lado mezclada con tu propia carne y tu respiración en el letargo que deviene de ese amor desenfrenado que en los dos estalla, hoguera devoradora. Algo imprevisible ha cambiado en tu cuerpo y en tu alma. ¿Por qué en este frío pueblo, en Huamachuco de Junio de 1.824, en esta aldea de casas fantasmales y techos de paja asediados de viento y lloviznas, nos sentimos los dos tan desolados? ¿Será tu inacabable cabalgata por los andes, buscando un lugar 79


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propicio para la batalla, cambiando cada día tu puesto de mando, escudriñando la estrategia del enemigo realista persiguiéndolo y persiguiéndote?; ¿será ese recrudecimiento de la tuberculosis que te ha consumido los huesos, la sangre, la voz?; ¿será esa soledad tuya anclada en ideales, creaciones, sueños gigantescos y pesadillas innominables? ¿Por qué me preguntas todo, por qué preguntas eso? Los enemigos nos acechan los pasos, las discordias políticas nos salpican hasta el asco, la lengua gelatinosa de la infamia nos ha tocado con su saliva de lodo y lava, me repite tu voz entre las nubes del sueño. Me besas los hombros, los senos, me tocas los cabellos, te aferras a mi propio espanto para ahuyentar el tuyo, cierras los ojos y me dices que solamente en San Mateo de Venezuela, tu hacienda burbuja de sueños, caña de azúcar y trampa de la infancia quisieras morir para que la tierra se emponzoñe en ti en su fragancia de greda en el estrangulamiento de tus árboles natales que susurraban canciones de amor en las noches de luna tierna, con el viento tibio que te abrigue ese titiriteo de huesos que te espantan y con el espíritu de todos los tuyos que te acompañe en cada reverencia de las sombras a tu nombre y tu recuerdo. No quieres mar, no quieres la cabalgadura, no quieres la selva, no la montaña, para ese último día sólo el restellarse, la clave, el santo y seña de tu tierra, de tus almas, de tu espada y de tu suerte. Nos buscamos con vehemencia el uno al otro al tumbarse la noche introduces en mi cuerpo un esplendor de fuego, potencia de toro, bronce y metales, atisbándome entre los erectos pezones de ámbar el desenfrenado tamborileo del deseo, transmutándote en mi propio pensamiento. Yo no quiero morir, quiero disfrutarte, tomarte, entregarme, saciar mi carne y mi alma por necesidad, quiero tus besos, quiero tu fuerza, quiero tus caricias, quiero tu posesión de centauro errante, quiero tu alma para la mía en cada aleteo de mis pulsos. Todavía nos esperan 80


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días, Andes, caminos, montañas, desiertos, laberintos, derrotas y batallas, todavía nos faltan duelos, muertes, amputaciones y cimitarras. Faltan tantas agonías, tantas muertes para nuestra muerte. Pero para entonces, para cuando la materia que asignan los pasos de los muertos me llame, no importa el lugar, porque mi tierra está en mi en cada vena, en cada lunar, en cada célula carcomida; mi lengua se humedece en el jugo de todos los ríos de la patria y mi ciudad, mi cielo, mi gente están en el calcio estructural de mis propios huesos. Por eso, porque estoy completa, pletórica, andina, quiteña, mujer, el lugar no me tomará por asalto y no entorpecerá el destino ni la luna ni el desierto, no lo transmutará la más alta montaña ni el más inextrincable mar. Sólo quiero estar contigo y compartirte en el sorbo de mi aliento, grabarte en mis ojos para desafiar ese océano oscuro, amorfo y silente que amenaza, tocarte, asirme a tus palabras, a tu poder, a tu magia, para resurgir en un mundo nuevo de otras libertades, llevarme tu amor para combatir ese viento helado que me destrozará en partículas de polvo imparciales increíbles, sin nombre ni estación. Pero no ¡No quiero morir!, el corazón canta a la vida y te tengo guerrero desnudo y completamente mío, aferrado a mi cuerpo tibio, pegado a mis labios, atado al movimiento de mi cintura, entregado a la pasión: carne, fuego, deseo, ¡todo lo demás no tiene significación! en esta hora, en este instante, en este ojo del huracán que nos absorve beso a beso, me retaste milímetro a milímetro de piel, sabiendo que estaba en juego mi victoria, me abrazaste en mi geografía de volcán en plena extensión de su poder, me elevaste a la cima del delirio y la caída, me encendiste en la llama pavorosa que quemó tu propio ser. Desataste mis alas, mis olas, mis naves y te arrasé, anegué tu playa y me lancé tierra adentro dentro de tu corazón hasta poseerte, devorarte, triturarte en nuestras noches solos. 81


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No, no será ella, no será la muerte la que nos separe, ni montañas ni distancias, ni leguas de guerras ni caminos. Ella pasó a ser nuestra cómplice y compañera silenciosa, ella nos lanzó al reto del amor para distraernos, juguetearnos, alumbrarnos. No, no será ella, porque desde mi destierro de eternidad te persigo, te busco, te anhelo, te deseo, te vuelvo a crear. Sólo yo, yo sé que tú me esperas y dormimos entrelazados en abrazo piel a piel, amor que venció la muerte. ¡Oh!, espérame por favor, no cierres tus ojos, no permitas que tus párpados vencidos por la noche te encierren en morada oscura, no abandones el camino de la doble encrucijada ¡tengo miedo de morirme sola! XIX “ADELANTE Y CON PASO DE VENCEDORES “ General José María Córdoba. Una persecutoria araña de indescriptibles patas camina despacito en extensa red de sangre estática en goterones, transparentes a la luz de las antorchas que crepitan casi a ras del suelo neblinoso, denso y flotante como una humareda desperdigada en plenitud de oscuridad. Bullen las sensaciones, las palpitaciones se filtran poro a poro, helados sudores, mientras los músculos se tensan como arco de incierta y herrumbrosa flecha. ¡Qué castigo de hielo taciturno de tantos deshielos de montaña! Una opresión a pólvora se difumina en el espacio, mientras un reloj de plata desdobla horas y minutos paridos como hormigas deformes, falaces y deterioradas. Traquetea en la oscuridad fosfórica un girón de bandera tricolor atenazada por el viento, mensajeando susurros secre82


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tos, ella sola conocedora de secretos. La garganta no se atreve a producir un grito, supuran heridas abiertas a lo largo y ancho de la tierra, sin contornos, sin latitudes, sin horizontes, extendida en línea definitiva y acusatoria, vibrando en dimensiones de locura. Una oleada de polvo pegajoso me sepulta, estiro desesperada mis brazos, aferrando el aire mientras mi cuerpo desnudo y lapidado se yergue en mármol trémulo, descabezado y anónimo esperando un milagro monstruoso que le permita moverse, desplazarse, desaparece y en un pequeño giro del torso, conseguido con frenético esfuerzo desesperado y vital, el enorme escenario de vidrio espectral y dorado, empieza a resquebrajarse con un olor de hierbas jóvenes pisoteadas; puñales, dagas, espadas transparentes, largas, cortas, deformes, gigantescas, me atraviesan de lado a lado el pecho, reflejando y duplicando en espejo descoyuntado mis vísceras cortadas, divididas, cercenadas, navajéandome el rostro a golpes desarticulados, me orada trepanadora las piernas, me cruzan sangre adentro en amontonamiento de astillitas radiantes y ardientes en sonido de cataclismo coreado por voces desolados, en repiques de bronces de arrebato, en lastimeras provocaciones de trompeta, en cascos desbocados de caballos que arrasan despiadados cuerpos desmembrados y yertos. Sombras, sombras de todas las dimensiones, de mil formas, de bocas harapientas y succionadoras, empiezan a cercar mi desgarramiento de uñas, ojos y alma, me hacen círculos, me clavan astillas en el corazón. Pero allá, saltando sobre lodazales de desespero, un gigantesco mastín negro, ojos de obsidiana refiriendo infiernos, se lanza en tersura tierna de su piel brillante a salvar mi cuerpo, sus belfos suavecitos me rozan apenas las rodillas, su aliento de fuego traspasa mi congelamiento y penosamente extiendo una mano para tocar su testa cálida y expectante, sacudida por el jadeo y la angustia, mientras gritos, entumecidas 83


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trompetas, choques siderales de cuerpos de guerreros se prolongan en indescriptibles sonidos telúricos diezmados en ecos, rodando pegados a moribundos que se deslizan lentamente de los criminales montañones, despedazados en tableteo de balas amorfas, distantes inofensivas entre tanta muerte. Me rescatará el mastín. Las sombras me acosan otra vez dimensionándome con su presencia, se encapuchan de lodo y sangre para serpentearse. Me desplomaré en el lomo negro del can y emergeré del túnel para desperdigarme como una gironeada mariposa o resucitar en negras primaveras de capuliés balsámicos o pencos de hojas transparentes; pero no ¡NOOOOOO!, vuelven a cercarnos más y más numerosas son infinitas, impostoras de infamias y miles de ellas me urgan milímetro a milímetro, metiéndose adentro, diabólicas garrapatas mientras atraviesa a lanzazos al negro perro que se revuelca en la tierra en amontonamiento de huesos, sangre y piel mancillada de barro. Yace a mis pies, mientras indefensa, aturdida, próxima al degollamiento, una serpiente de azufre insurrecto me trepa por las desnudas y maceradas venas y moviendo lentamente mis dedos desollados, tomo con fuerza la más larga astilla de cristal, cimitarra enorme que se me clava en la carne besando mis huesos, canalizando mi sangre y absorbiéndola. Chapoteando en lodo y frío, lanzando alaridos, enceguecida en sombras, muerte y luto, comienzo a esgrimir la cimitarra rasgando las largas túnicas de mis persecutores, hiriendo sin ton ni son, sin premeditación, devolviendo golpe por golpe, remolinos, girones de carne, lágrimas salobres avivan mis heridas y en llaga viva, abierta, contemplo circundándome humana carnicería, agonía, desesperación, odio y triunfo entremezclados. ¿Qué momento es? ¿Con quién estoy? Has venido a visitarme otra vez, repetitiva pesadilla de Ayacucho, en la noche de mi vejez me 84


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asfixias en un dolor que no ha pasado y vuelves para cobrarme la culpa de los irredentos, de los que saboreando la muerte en plena vida, la despreciaron y deben ahora suplicarla, añorarla, convocarla en los terribles años de la miseria, maltrechos de cuerpo y espíritu, redimidos únicamente en los recuerdos. Ayacucho en esos pálidos ejércitos de harapos, en los soldados lívidos saturando la explanada de altura en el furor del choque de las armas; Ayacucho sacudido en sus entrañas por el grito pavoroso del ángel de la muerte sellando a fuego la frente de los elegidos de la desdicha; Ayacucho en el heroísmo de Sucre lanzándose a la leyenda, en la audacia más allá de todo límite del General Córdoba, espada terrible de decapitación de coloniajes; Ayacucho convulso en la caballería de Miller, sudorosa, agitada, fiera, posesa del demonio de la libertad, acribillando, matando, diezmando, descuartizando, haciendo temblar la andesita en estertores de mártires. Ayacucho, último girón de las orgullosas legiones de la España imperial, arrastradas a la impasibilidad del viento en desnudo polvo, degollados sus orgullosos gallardetes, banderas y estandartes, león dorado vencido en último asalto por el joven puma americano, desmelenado y espeluznante aldabonazo de la derrota; Ayacucho , pavoroso hervidero de héroes muertos, oscuridad lóbrega de noche de alaridos, alzándose poco a poco en el amanecer luminoso de Pingaroa, el ave de fuego de los guerreros inmortales, corona de oro de los sabios, plenitud de sol equinoccial desplegando sus alas en una nueva raza nacida y gestada en el dolor y las entrañas de la muerte. Aún hoy serpenteo en las tardes de neblina viscosa de páramo en la inmensidad de Ayacucho, las patas – garras del inextinguible cóndor, pasean mi corazón azaroso por los matorrales recibiendo el beso de los patriotas muertos, en cáliz de sangre se da la comunión de los insurrec85


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tos con la guerrillera irrespetuosa, alma de chuquiragua, huracán de nieve clavando dardo a dardo a lanzazos a los traficantes de la libertad, libertad que en la flamígera esquina de su tricolor lleva inscrito mi nombre y rúbrica de batalla. XX “HAN DERRAMADO LA SANGRE DEL ABEL AMERICANO “ Simón Bolívar La amistad fue el centro y la razón de ser de la mayoría de las acciones de mi vida. Me entregué a ella con pasión, con toda la audacia de mi carácter, con generosidad y más allá de todo límite. En aquellas épocas de grandes depresiones, cuando parecía que Simón se había olvidado de mi, cuando las furias de todos los ataques de quienes me odiaban, arremetían sin cesar, cuando el insulto y la difamación eran mi daga cotidiana, siempre un amigo me demostró en su presencia y en su palabra, lo pasajero del dolor, lo intrínsecamente inviolable del compañerismo, de esa fraternidad de espíritu que una y otra vez recogía diseminados cristales de mi existencia en una copa perfecta para apurar las soledades. Así, Antonio José de Sucre fue mi hermano, el contacto gentil y cariñoso que me hacía sentirme señora de mi misma, dominante y vital, aún en las más difíciles circunstancias. Mientras fumaba un cigarro, sentada en el umbral de la casa de Bogotá, arrebujados los dos en sendos ponchos que pretendían liberarnos del frío, conversábamos abiertamente, hasta que ese caudal, esa 86


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tormenta subterránea que carcomía nuestras vidas, salía a borbotones a la superficie, en la desilusión de esa patria grande, la Grancolombia, que parecía predestinada a mantenerse impávida e irresoluta, ante su inapelable destino de grandeza. El calor de su mano, la firmeza de su hombro fueron muchas veces mi refugio, quizás Antonio José fue uno de los pocos que conoció mis lágrimas y se conmovió en el ejercicio de mi alma atormentada. Sospecho que en algún momento los dos estuvimos enamorados y por esas jugarretas del corazón que se multiplica en mil espejos, el se regocijaba en ese torbellino loco que me rondaba las venas, en este apresuramiento por descubrir la vida hasta lo ilimitado, en este afán fiero por sobreponerme a todas las derrotas y en esta alegría que a veces estallaba en bronces de campana que atraía a todos ; yo en cambio, me buscaba en la profundidad de su ternura, en esa bondad fantástica que lo hacía magnánimo frente a todos y todos, en esa gracia juguetona para minimizar los defectos de quienes no lo querían bien. El sí, él fue mi hermano en el ideal compartido, en la lucha diaria en un mundo oscurecido y sinuoso, en la lealtad que jamás conoció de claudicaciones, en el dolor, en el destierro, en la pobreza, en esa adicción por Bolívar que en los dos era más que una enfermedad. Su frustrado amor por la bella y tenebrosa Mariana Carcelén, Marquesa de Solanda, la mujer más bella de Quito en aquellos días, me enseñó a contemplar horrorizada e impotente como los hombres buenos pueden ser derrotados por el espejismo del amor, como una mujer desprovista de todo escrúpulo puede minarlos hasta los huesos, cómo el puñal del asesino acecha detrás de lo que llamamos los más nobles sentimientos. El asesinato de Sucre en Berruecos, fue el anuncio de mi propia muerte, más que eso, fue la amputación de mis ojos del alma, nunca, nunca, pude recuperarme. Frente a todos los demás callaba, 87


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pero ese latigazo cercenante del destino me acompañó para siempre. Y sé que él, Simón, también cambió notablemente, tal vez la muerte de su más fiel amigo y compañero, desgastó terriblemente su fe en la última victoria e inició el paso inevitable en la nocturna cuesta de un país de lluvias y lodazales. Sucre se me extravió en el tiempo, el destino me fue poco a poco doblegando; selló mi lengua, agrietó mis sentidos, arrastró al lugar más recóndito mi corazón; me obligó a olvidarme del olvido. Pero hoy, en este Agosto crepuscular y transparente, frente a este mar inquieto y sonoro de Paita, en grandes bocanadas de viento, Sucre, mi Gran Mariscal de Ayacucho, mi comandante y confidente ha venido a visitarme. Yo he besado sus manos que luego recorrieron mis cabellos y mis sienes, me ha puesto una gota de agua dulce en los labios y hemos hablado tanto de los viejos tiempos, hasta que me he quedado dormida, como otras estremecedoras noches en el paso de los Andes, en el vaticinio de las batallas, rodeados por las tropas y por el frío, por el relincho de los caballos y la paja de páramo, en su hombro joven y gentil, mi último puerto. XXI “ME ATORMENTARON, SE BURLARON DE MI, ME LANZARON MIRADAS CARGADAS DE ODIO “ Salmo 5 ¿Quién soy? ¿Quién era? malditos pajarracos de negro plumaje azufrado repiten de árbol en árbol, de uno a otro mi pregunta, mi des88


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esperado deseo de asirme a algo o a alguien, a una roca, a una alegre navegación de algas o a un viejo tronco de espeso follaje derrumbándose en el embate del viento que despierta todas las hojas en la paradoja del otoño. ¡EXTRANJERA! ¡EXTRANJERA!, me gritan en las calles de esta empedrada Bogotá nocturna y falaz que cierra las lloviznas en el abanico de luz de sus farolas, en el cuchicheo de esas damas de sociedad que se sienten relegadas por mi paso rotundo carente de escrúpulos y falsedades, ante mi fama de morder al mundo como a una manzana plena de savia y alimento, ante mi don del amor ciego de fronteras, amputado de recuerdos y concordatos. ¿Es el acento de mi voz?, el seseo recalcitrante de mis quiteñas sssssss arrastradas como una secreta partitura de violines de viento que gimen las quimeras de un idioma de requiebros, de doble sentido, de animosidad sarcástica, freno de los avatares, las mentiras y las infamias. ¿Es la forma torneada de mis pantorillas de greda equinoccial, columnas móviles que retan las distancias, que dominan al potro, que se abren al amor como la concha salobre que saborea su tesoro de perla insubordinada y pertinaz? ¡EXTRANJERA! cuando para ellos defendí contra viento y marea la libertad y la unidad. ¡EXTRANJERA! como se clamaba en papeluchas abortadas de las imprentas sucias, bajo el mando y el arbitrio de los enanos de corazón, de los rencorosos y personalistas, de los caudillejos sin más dimensión que un corbatín de seda y un legajo de leyes semi dilucidadas para pervertir a los pueblos. ¡EXTRANJERA!!!!! porque salvé a Bolívar del asesinato, del atroz magnicidio que hubiera recubierto de lodo y sangre para siempre jamás a todas nuestras generaciones. ¡EXTRANJERA! , porque me 89


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bebí las distancias y los caminos en un dinámico cuerpo de amazona que se amasó a fuerza de desilusiones. Andina de mis propios andinos, grancolombiana de grancolombianos, guardiana del tesoro de un archivo de crucifixión, florecida en un largo vía crucis, pero nunca genuflexa. Extranjera en Lima hija y esposa de extranjeros, “tapada” irreverente portadora de las proclamas libertarias arrancadas de las bocas de nuestras imprentas, conspiradora infatigable, medida de los vaivenes políticos, ventana escrupulosa de las miradas furtivas de los primeros amantes de la libertad. Señora de festines de copas de oro y bandas de moaré bicolor jugándome a la suerte de la muerte o de la vida, sin destino, sin equidades, estrafalaria e imperfecta ¡ que yo qué se de que maldita imposición me fue impuesta ¡. Criolla entre criollos, mujer entre mujeres, amor entre amantes, demente libertaria, inventerada musa de ideales inconclusos, resurrectos y despreciados. Extranjera en Jamaica, en otro idioma, en otro mar, en otro viento, en otro clima, semi oculta en celosías y mosquiteros de gasa ligera que me velaban el rostro, máscara perfecta de un llanto petrificado desde las entrañas, piel de pieles de otros lustres, cabellos de otra textura, observada, atisbada, marginada, manos, anillos, desesperación y pensamientos. Extranjera en Panamá, joven, ilusionada, inexperta, adolescente de ojos perspicaces, tránsfuga de todos los encierros, potranca de piel inmaculada, saltándome bardas, joven de montaña gélida, corriente fluida de la coquetería, del contacto físico, del engañoso pestañeo cicatrizando heridas de amor. Hermana de palmeras y fosfóricas plantas de trópico dotadas de alma propia, compañera de semillas de rojas flores ansiosas de luz, de lluvia, de viento. Montaraz grupa de gacela remontando a saltos desprevenidos el cinturón del mundo, delgada y flexible 90


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como los recovecos de las promesas incumplidas. Extranjera en el destierro, en la reverberante Paita peruana, en su horizonte de arena ilimitada, en su cielo pobre de nubes, en sus casas, carcomidos esqueletos de ballenas inmemoriales, en la miseria de vendedora de ataditos de cosas, en la vergüenza silenciosa de la pública caridad que me escondía en el cuenco de la mano un endurecido trozo de pan. Extranjera entre cuatro paredes que ni siquiera registraban el mínimo suspiro de los míos, de mis muertos, de todos aquellos que tocaron mi vida en el intransmutable acto de la humana solidaridad, en las terribles bandadas de alcatraces que rozan mi cabeza en las tardes oscuras, en los finísimos pelos de murciélagos que tejen mi mortaja a la luz de una vela, contemplándome cabeza abajo, burlonamente, desde el desesperante techo, hoquedad que se abre al infinito en espera de mi marcha final. Extranjera en mi tierra, en mi tierra de sol y andesita, de obsidiana, plata y bronce, desterrada por los miedosos, por los mezquinos, por la inseguridad de aquellos topos que pretendían cavar la tumba a los demás cuando sólo levantaban los muros de la suya propia. Abandonada, vilipendiada, asediada por todos los costados, buscando una gota de sangre de aquel que ya se fue dividido y martirizado en todos los egoísmos. ¡Fuera de Quito!, ¡fuera de mis Andes!, ¡fuera de mis valles!, condenada a diluirme en otros ríos a dispersarme en otros vientos, sin cruz, sin espada, sin santo y seña, sin relicario. Extranjera del amor, adúltera, dueña de quien jamás podía tener dueño, pertenencia de otra pertenencia, errática sombra de un cariño en cuesta de frustraciones y soledades, apartada a cada instante, llamada a cada minuto, rechazada y deseada, anhelada y poseída, extrañada y re91


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pudiada en un distorsionado mundo de cristal convertido en añicos de un solo manotazo. Señora de nada, amante de quién, barca inclemente abandonada a los vientos. Extranjera en la muerte, repudiada por ella, para mí, para mis hueso marchitos ni un pedazo de tierra sepultura, la fosa común, el anonimato total y eterno, la podredumbre colectiva. Ni una letra, ni responso, ni epitafio. No sé, no sé ni siquiera dónde quedó ese zanjón que me devoró en gusanos con tantos otros, macabros hermanos de la última posada. ¡EXTRANJERA, EXTRANJERA, EXTRANJERA!, pero nadie podrá gritármelo ni una sóla vez más en el espacio en que me regocijo por las noches entre arboledas, nadie me enajenará de mi cabalgata por el domo de mis madres montañas, nadie me quitará el fulgor y palpitar de río de media noche, nadie mi aleteo de ave de luz descendiendo del centro del sol, nadie ocupará el corazón de Bolívar en el punto, en ese minúsculo rasguño de rubí en el que permanezco viva y eterna. Extranjera en la historia, un borrón, me destrozaron, me desaparecieron, me robaron en la obra de O’ Leary, porque fui el pecado del gran hombre, la clandestina del caudillo, la amante desvergonzada pegada al amor como una enredadera vibrátil. Mutilaron mis archivos, quemaron mis cartas, las que algún lugar me otorgaban al lado de Bolívar, me hundieron en el pozo de la infamia, me velaron al conocimiento de los que nos siguieron en suerte. Pero, lamentablemente para los que me odiaron, mi historia fue cometa incandescente más allá de los cielos y planetas y así, por destruirme me encumbraron favoreciéndome con el hilo de su ceguera, con el hilo de su pequeñez, hasta hacerme inalcanzable.

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Mi historia es mía, personal, única, la que me fue dada y elegí, de la que nadie podrá enajenarme. Los horizontes son míos, mía la América, porque yo nací en la línea equinoccial y en su faja de fuego pervivo encendida y constante. XXII “ES DE HIERRO TU DESTINO COMO TU JUEZ “ Jorge Luis Borges. Alguno de ustedes, los que me critican, los que me persiguen, los que me rechazan, los que buscan el leve toque de mi sombra en las tardes de hastío y de nostalgia ¿conocen el otro lado del espejo?; ¿han reptado alguna vez hacia ese hemisferio oscuro y cenagoso donde se confunde la masa de reptiles en perpetuo movimiento con las paredes de troces precipicios en cuyo fondo inalcanzable se pasean seres monstruosos, réprobos, olvidados en la medianoche de pesadilla y espanto? Alguno de ustedes, los felices, los tranquilos, los normales, los que nunca infringieron una norma social, el perfecto orden de las cosas en morbo de batracios apenas insinuados por el sol, ha decidido dar el corto paso que lo trastoca todo, que transmuta la vida en su continuidad desconocida, llamativa y perversa. ¡Yo lo hice! ¡Yo, Manuela Saénz réproba, acosada por todas las lenguas, cruz enrevesada entre sirios negros, conjuro mágico para desenraizar de un solo golpe todas las desdichas! Yo lo hice, yo busqué la muerte por mi propia mano cuando murió Bolívar. ¿ Me quitarán el derecho de cruzar el río tumultuoso entre retumbos de cascadas gangrenosas y putrefactas sin otra ayuda que mi volunta y mi desespero?; ¿por qué, quién me impuso la vida farsa si no 93


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iba a estar sujeta a mi voluntad y a mi albedrío? Yo llamé, yo conjuré, yo supliqué, yo atraje a la muerte como al amante apócrifo recóndito en los huecos de la vida desde los sueños torturados de mi niñez solitaria. Sin embargo no quise más sangre..... ¡si estaba bautizada en ella!, si me pesaba gota a gota como joyas malditas por las cuales he pagado el más alto e indescriptible de los precios. No permití para mi desgracia las armas blancas si sus huellas eran mis propias huellas digitales de libertaria rechazada por los augustos próceres desde sus catacumbas retumbantes de tormentas y huracanes, si fui cortada, inmolada, milímetro a milímetro, portadora de propia espada, empuñadura de lapislázuli para vengar las afrentas del pasado de esclavitud, del presente de indecisiones, de las prolongadas cobardías. No quise el fuego para calcinar los ríos verdes de mis venas de criolla condenada, no quise el agua para regurgitar mi cuerpo pesaroso de ahogada, con los ojos abiertos al último espanto y los cabellos enredados en algas –fibras vegetales del llanto de luctuosas sirenas, esmeraldas de profundidad que reflotan con las entrañas abiertas irradiando luces nacaradas bajo el sol despiadado de un largo e inacabable medio día. No acepté la pólvora, si ella era carne de mi carne rebelde, insatisfecha e insurgente, si no sólo fue mi perfume de viuda en la noche de los caminos, si en ella se desprendió mi piel en el centro de las batallas, si tenía mi nombre, mi apelativo, mi irrevocable ser femenino para enfrentar al enemigo, para clavarse corazón adentro en pestañazo final de luz, revelador de otras verdades inconclusas. ¿Para qué ella?, si no quiso exterminarme en Ayacucho, ni en los senderos ladinos de torcidas montañas llenas de sorpresas, enemigos y quebrantos, si me huyó en Bogotá en la traidora noche Septembrina en manos de los que iban a 94


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ajusticiarme, pero no se atrevieron a utilizarla, no estaba en mi destino, pura voluntad de flor resistiendo a la tormenta. Busqué el más simple, el más genuino, el más primitivo de los venenos, revestido en la cimbreante e indivisible presencia de la víbora, en su cabeza puntona, en su lengua de doble filo rastreando el llanto de las ánimas perdidas, en sus ojillos oblicuos de deidad de la lluvia y las cavernas, en su frío corazón, cántaro de acero destilando veneno revelado en piel helada y brillante, joya animal de los perversos. Ella me tocó, se comunicó con el centro de mi alma en la punta de aguja de sus colmillos, me endiosó en su hipnosis de otras esferas en las que el pensamiento se hunde en el abandono total, ella se me introdujo reptante a través de la yema de los dedos para avanzar lentamente al loco desvarío de mi cabeza pesada y amorfa, máscara distorsionada de toda expresión, de toda línea, de todo vestigio del pasado. Está bien, proclamen la condena a la suicida, a la que suma un nuevo pecado a la larga cadena que la persigue redoblando ajusticiamiento. ¿ De qué se me acusa?; ¿tenía algo acaso a qué aferrarme? ¿me quedaba una sola minúscula esperanza?; no tuve continuidad ni generación, a nadie di mi ser, mi vientre fue estéril contra todo desespero, sólo apto para el amor, jamás para la semilla, no fui prolongada, no debí dejar rastro de mi huella, se me negó el hijo para mi destino de errabundo meteorito en cielo nocturno de relámpago. No tenía pasado, si ella, la única, la que me diera la vida, era muerta de la muerte y apenas me visitaba de noche en noche para musitarme oraciones para los condenados, mi Joaquina me precedió con tantos días, con tantos años, con tantos soles. No tenía presente si el, mi amor, el Libertador, mitad la más pre95


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ciosa de mi vida, mitad de mi rostro, fortaleza y razón de mi lucha, signo de mi patria entera, me llegaba muerto en las escuetas líneas de Pepe Paris, desde San Pedro Alejandrino hasta esta miserable Guaduas, acuchillándome en cada línea, destruyéndome, condenándome, obligándome a desaparecer. ¿Quién entonces para mí, yo para quién?, las rocas malditas, las aves peregrinas ¡Qué patria para la sola, la abandonada, la proscrita, la temida! ¡Qué rincón para mi alma supurada, agusanada, para mi piel carcomida de rechazos!, nada, nada, nadie. Me até al hombre, al compañero, por una razón sentimental de la existencia y me lancé a su vuelo en nubosidad fragorosa, me bebí sus ideales hasta convertirlos en la única razón de mi lucha, de la resistencia al ataque, del sueño y la victoria, en fin, de la vida, de la vida entera y completa, tomé su mundo sobre mis hombros y me integré a sus continentes y mares irreparables en el sino que me había sido preparado. Viví su vida, su lucha, su palabra, sus olvidos, sus grandes caídas y sus triunfos lacerantes, exorcicé su enfermedad, pulí su carne de guayacán miembroso, todos mis sentidos respondieron a sus estímulos y me enraicé en su tierra árida y perdida a toda felicidad, intrasplantable follaje descascarándose en la muerte. ¡Ahora que! Giro en vértice loco de hojarasca, multitud de estrellas verdes me salpican las pupilas, mientras los oídos se adentran en el tableteo de la tierra dialogando con la lluvia. Sólo resta vegetar, vegetación de impiedades rechazada aún por la muerte que sombría me clava la mirada desde la pequeña ventana que dona un pedazo de cielo a mi destierro, manchándome con la contraseña de un lejano encuentro por el que gimo desesperada. Es inútil, es inútil, ni suicidio, ni asesinato, ni bala, ninguna cuerda tocó a mi corazón para ahorcarlo y sigo, fruto maldito en árbol sin follaje resecándome en plena primavera hasta la extinción de mi quebranto. 96


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XXIII “QUE DESCONCERTANTE ES ESTA MANUELITA......CON SUS DEBILIDADES SU LIGEREZA, SU VALENTÍA, SU AFECTO.....” Lolo Boussingault. Mi querido, mi entrañable, mi ausente Lolo Boussingault, recorres quizás las calles de París, ingrávido, indiscreto, reverberando en el sopor de otros soles tropicales deslumbrados los ojos en otro cielo reproducido minuciosamente en tu memoria falaz, acechándote los pasos menudos para decorarte el corazón en una dentellada grande, o permaneces en la semi penumbra de intensas bibliotecas antiguas, circunscribiendo todo el silencio del mundo, para rescatar un dato, un fecha, un nombre, un símbolo perdido en tantos los abecedarios de disímiles autores. Nunca terminaste de saborear América y América te persigue saltando de cada palabra de las obras que la relatan, en tus brujas palabras que la retratan intemporal, contundente, precaria como una alma de mujer segada en la blancura del sol desangrándose en playas innumerables y calladas. Tenías la dulzura de un niño asombrado y perplejo, la máquina de descubrir el mundo te fue entregada por tus innumerables caravanas de viajero insaciable buscando la respuesta de las cosas en las bandadas de aves migratorias, en las corrientes de incalculables ríos peregrinos y ocultos, en la mediación de un verano impostor, en los rostros de todas las razas, figuras irregulares de tu imposible rompecabezas sumido en vacilaciones. 97


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¡Tan francés adorando al nuevo continente! ¡Tan europeo entregado a ala euforia del trópico y a la gelidez andina! ¡Tan estudioso para dispersarte en los quisquillosos detalles de nuestras vidas detrás de las puertas y cortinas, emergiendo en los salones y salas, columpiándose perezosamente en las hamacas! Todo decidiste llevártelo en tu afán de alimentador incorregible de curiosidades; poseía tu mochila una brújula inmisericorde, atada con hielo a tu norte; una estrella marina para excavar los sueños, un pañuelo de lino con ebras de todas las edades, y un libro de hojas vivas que se marchitaba al contacto de otras manos que no fueran las tuyas marcadas y bautizadas con la sal de los veranos. Tu pelo castaño, siempre alborotado, caricatura de un buen peinado francés te dotaba de esa dimensión de desamparo inmenso que tantas veces me impulsó genuinamente a tomarte de la mano para que cruzaras las calles de ese Quito convertidas en enredaderas trepadoras de piedra pulida, deteniéndose bruscas en el hachazo de las quebradas. Te desvelabas por ellas, las adorabas como a la propia carretera de tu sangre, amabas cada claustro, cada iglesia, cada casa monumental de esta ciudad que te brindaba la incógnita de su belleza imponderable. Igual fueron para ti Lima, Caracas, Bogotá, La Paz, amantes polifacéticas y voraces que supieron agotarte hasta la extenuación entregándose ilimitadas para tu deleite de sabio escudriñador de nuevos sabores. Todos nuestros caminos te abrieron paso, los de nieve tajante guardada en la médula de tus huesos, los de la selva profunda adicta al silencio , a los pájaros de colores rotundos, a la imperceptible huella del tigrillo, sello de los sueños convulsos de nuestras latitudes girando locos en su piel de pintas inacabables; los de la costa, rastreando vientos de mar en cada movimiento de las hojas de cacao espumosas en su verdor intocable; las del desierto, interminables, terribles, asándose en 98


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la hoguera de su corazón de tierra muerta y dúctil, avanzando en dunas cambiantes, coronadas por una pequeña vegetación de estiércol. Todos te revelaron el secreto, el enigma, la clave de tu vida de extranjero enamorado de lo inasible. Más allá de la tierra tu conociste mis propios caminos, los de esta Manuela tumultuosa, adúltera y libertaria, tu amiga de trafasías y triquiñuelas cuya volcánica densidad no llegaste a vislumbrar sino muy ligeramente en su real extensión. Nuestro paseo a la catarata de Tequendama, allá en la lejana Bogotá, se te grabó en el alma con fuego, cuando lograste rescatarme de mi locura de lanzarme al vacío, sujetándome de las trenzas, macizas serpientes de seda que te envenenaron el alma; mi manera tan poco escrupulosa de mostrarte el encaje de mis enaguas, no podía dejarte menos que perplejo; mi modo absorbente de amar a Bolívar hasta en la sombra de su sombra te confundía de manera atroz; mi cuerpo transformado en húsar pervivió en tus sueños; mis apariciones imprevistas en los lugares mas disímiles no te permitieron saber a ciencia cierta mi carta de navegación, mi itinerario, mi vuelo. Pero en algo me adivinaste, un marfil de tarde larga desmayada en los perfiles de la luna, un vestido susurrando escondidos deleites de amor, una tórrida sonrisa prendiendo el deseo de los hombres, una suicida adicción por el amante, una precaria vergüenza de no poder ser a plenitud, un dolor trasladado desde los campos de batalla, una viudez del alma transformada en desnuda espada, el bramido hueco del cañón reventando en chispas de piedra andesita, el tumulto de la cabalgata de miles de guerreros intemporales entregados al festín de la lucha, volcándose de los tañidos terremotosos de los bronces de la independencia bravía e incompleta. Algo, algo supiste de mi, te acercaste quizás sin medir el poder de mi alma y la alas se te quemaron para siempre, te marqué en la eterni99


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dad, te deje mi huella en piel viva y trataste de trasladarme a tu tierra en tus cartas, en tus escritos de viajero, cómplice de la desesperación de no haberme asido por completo, de poseer sólo girones acuciantes, irreproducibles de mi espejo entero para los tuyos. Lograste quizás un matiz de la Libertadora metida a puro amor en el corazón de Bolívar, idólatra de la independencia, revocadora de la orden española de su nacimiento criollo, arriesgada, dúctil, audaz , impositiva, posesa cabalgante que no conoció tregua ni descanso, inclaudicable, clamorosa y desdichada, coronada por la censura y la muerte, vestida de llamas largas de rayos de amatista espectral en Ayacucho, jinete, espuela, lanza y pistola arremetiendo hombro a hombro con la soldadesca en la carga decisiva del combate, orquídea entre un mazo de laureles gritando victoria. Supiste de mi Septiembre, me admiraste, inalcanzable Coronela, sable en mano destrozando en las calles de Bogotá las monigotes imágenes de Bolívar y Manuela, dispuestas a ser públicamente incineradas por la maldad de los traidores; te asombraste al ver crecer mi fuerza y determinación, yo sola, en esa ciudad, esperando el regreso del amante, vapuleada por la calumnia, la difamación, la maldad desbocada, la conspiración de los mezquinos. Te acercaste sobre todo esto y algunos desvahídos destellos te revelaron a la mujer, a la amante pertinaz, clava roca viva al hombre que escogió sobre la guerra y la muerte ; te extraviaste ante la reina de salones y reuniones bruñida de seda, perfumes y oro, deleitando, conquistando, enloqueciendo; mi lengua mordaz no tuvo trabas para atacar a los enemigos de la causa, el sarcasmo me granjeó la antipatía de algunos pacatos que descubrieron a una terrible rival en la envoltura mal interpretada por ellos de la intangible cortesana.

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Lolo, Lolo Boussingault, comprendiste a medias mi tragedia de amante abandonada tantas veces, retomada, pisoteada, requerida y elevada a la gloria y a la caída. Te espantó mi culpa inmensa de adúltera cargando el pasado a cuestas como una inmerecida maldición. Enloqueciste con mi locura, con mi pasión, sabías de mi amante el irlandés Chayne en Bogotá, sólo una circunstancia en mi soledad y me perseguías tratando de extraer un dato más con que escandalizar a tus coterráneos. Te adentraste en mis vericuetos de Quito, ahuyentando una niebla dorada de polvo fino; en mi infierno de Bogotá, en mi roto espejo de Lima, en la tormenta ácida del intento de suicidio, buceo prematuro de la muerte y me enviaste en carta, me transfiguraste en el abecedario de tu propio deslumbramiento, me aferraste a la punta de tu crónica y me revelaste en un libro de alas desperdigadas para recorrer el mundo en tu relato. Testimoniaste mi vida perdurable, mi eternidad transhumante y me vinculaste a ti, para sobrevivir, hombre al fin, en la memoria de una mujer, retando al tiempo en los zumbidos de las amarillas abejas germinando de mi floración que en tu palabra remontó los siglos. No ya científico, no ya curioso investigador, acucioso preguntador, sólo hombre, hombre europeo, atado en admiración candente al amor irredento de esta loca estrella y el cometa irreversible de vuelos siderales, los dos conspirando por América, en el infinito espacio al que fuimos condenados.

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XXIV “ADIOS, ADIOS, ADIOS, INSEPULTA BRAVIA, ROSA ROJA ROSAL HASTA EN LA MUERTE ERRANTE “ Pablo Neruda Este sonido monótono del mar me está enjaranando las ideas, trastocando los recuerdos, deformando las percepciones. Las mismas olas cansinas y perfectas que llegan a las orillas, las mismas olas arrastradas y moribundas que se marchan extenuadas de arena y yodo. Este sonido, este revoltijo, este entrechocar de minerales milenarios ensalivados en agua, me enloquece, no puedo dormir, no puedo pensar, me acosa en su monotonía acompañado de un viento terrible y disimulado, salpicado de raíces, hojas, algas y olores cuestionables. Pero no, no es monótono, tiene indefinibles escalas de sonido, salobridades, ramalazos de peces. Es el Caribe de Jamaica, camino fraudulento, de uno de mis tantos destierros, es su líquida brillantez, su transparencia de vidrio derretido que dejaba asomar lomos de dúctiles peces, recargados arrecifes de corales impávidos. Ese mar tibio y encrespado que en las mañanas de mi soledad se alzaba en refulgentes puntas de espada, escamoso, irregular, frenando espumarajos lanzados contra las orgullosas palmeras de sus orillas de blanca arena solar; ese mar susurrante que me condujo en la goleta de desterrada viuda, de cuerpo y alma cercenados a perderme en la isla tropical y candente, amodorrante y espléndida, luego de la muerte de Simón. No, no me importaba a donde iba si, en fin, era sólo la piel que 102


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marchaba, el vestido, la cabellera y el corazón desangrándose como reloj de arena, midiendo el minucioso suspiro del muerto adorado que iba punzando en el oleaje cada uno de mis huesos. Igual da, pero traspasada de frío y de emociones, entumultada hasta en el vértice de cada vena, desesperada de cabalgaduras, pajonales, nieve, graníticas montañas que me devoraron los sesos, busqué otra paz, otro puerto, otra brújula quebrada para mi desintegración. Jamaica fue un instante de reposo, una hamaca generosa y profunda para doblegarme completa en sus tardes de calor húmedo, fue su muelle ávido de vida, sus huracanados vientos, su lenguaje de Inglés entrecortado, su sólida fruta de banana fresca, el licor grávido de verdes cocoteros, la cinta brillante del horizonte entregándose en precipicio a ese mar que languidecía en plata líquida de moribundas olas, ese reflejo de palmera recortada en el sol de sangre de sus atardeceres de verano. Eso nada más, eso es todo lo que quería; no el contacto con la gente, no la batalla verbal, no el avatar político, no las reuniones sociales, no la conspiración, no las maldiciones ni las alabanzas....ya no existían.....la muerte de Bolívar me descuajó de golpe de todo ello, dejándome sola, fragmentaria, escarnio de todos los enemigos urdiendo pasiones, posesiones, poderes y deseos en todos los rincones simultáneos de esa soñada Grancolombia que agonizaba como yo, media luna de noche oscura, batalla perdida de todas las sangres y los ideales. Pero no, no es este mi Caribe de pestañazos de luz a la media noche, el de las higueras colosales; es mi Pacífico vertebral, profundo y tumultuoso, el que tantas veces me llevó de pasajera de El Callao a Guayaquil, joven mujer descubriendo en poder de su sexo, triunfante reina de un universo de liberaciones, atormentado vértice de un triángulo incomprensible, trágica amante persiguiendo las huellas del errante guerrero, del Libertador imperfecto que sólo en mi encontraba respues103


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ta a cada minúscula exigencia de su cuerpo y de su alma. Es el Pacífico de colores brutales, de abismos móviles y perplejos, de deslumbrantes lomos de delfines acompañando el cabeceante paso de nuestras embarcaciones, a veces de sueño, a veces de pólvora insurgente, a veces de mutilación de tropas derrotadas. Es el mar que signó mi vida con su incomprensible vaivén de soledades, el que me arrojó a las orillas de Panamá en mi primera juventud para frenar una pasión amorosa que hoy no es ni una ligera cicatriz, el mismo que me llevó a Lima para convertirme en la esposa de Thorne, el que me impulsó velas abiertas a todo viento a los brazos de Simón Bolívar, el que hoy me acompaña acechándome en esta casa destrozada, murmurándome provocaciones por sus fracturadas paredes, el que me enloquece de recuerdos, el que me grita, me llama el que quiere acunarme en sus entrañas. No es este entrañable mar el que aterroriza, es el viento, el viento gélido de esa ciudad de pesadilla, de esa cuadrada y polvorienta Guaranda, último eslabón para volver a Quito, después de perderlo todo para ser escarnio de mis enemigos y compasiva sonrisa de los que conocieron mi gloria; proscrita, enajenada, vapuleada en todos mis sentidos, miserable y revolviéndome en desesperación, rendida de la dura cabalgata desde la costa hasta este perdido pueblo de altura, desequilibrada por la caracoleante marcha que parece fatigar por su cercanía a las nubes, recelándome en esa gélida plaza, en esas calles retorcidas y llenas de recovecos y sorpresas, oscuras y terribles como una tumba horizontal de infinitas dimensiones, tocando el cielo desde sus patios con esos monstruosos cactus gigantescos alimentados con las sílabas de los que se van. Aquí espero con los ojos brillantes de fiebre, aquí apoyo mi mano 104


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derrotada en la mano amiga de mi negra Jonathás, aquí escucho los golpes contra la maciza puerta de madera claveteada y los gritos : ¡Señora Manuela Sáenz, vuelva inmediatamente a Guayaquil, tome el primer barco que encuentre y abandone el Ecuador!........expatriada.......expatriada por tu orden, Vicente Rocafuerte, hombre de letras y educación, débil hombre que tambaleaste frente a la sombra de Bolívar, ante un alma desangrada que no te habría ni siquiera tocado de lejos en el abandono. Nuevamente desterrada, pobre de todas las pobrezas pisándome los talones esa enigmática rosa de los vientos loca, soplando velas de nuevo, ordenando cabalgatas, enfilando la proa de la nave a esta Paita polvorienta, gris, ardiente y desnuda como un largo hueso calcinado por los años. Es el mar, es el mar, me está llamando; mis muertos me imploran impulsar mi barca, abandonarme en ese espejo móvil para despertar en otra tumba, en otra dimensión, en otra muerte vacía. XXV “YO QUE QUISE HACER UN PARAÍSO LA VIDA DE LOS DEMAS, CONVERTÍ LA MIA EN UN INFIERNO “ Simón Rodríguez Para este medio día he pedido a la pequeña Rosalba, la única servidora que aún me queda, uncida a mi más por voluntad que por necesidad, para compartir la pobreza y mediar el destierro entre alguna frase, alguna charla insustancial o quizás sólo el saber que otro igual deambula por nuestro territorio, para de vez en cuando ahuyentar las 105


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telarañas de los despoblados espacios de la melancolía y la duda, algo especial, he pedido una comida que regocije el paladar y espíritu ¡ qué tanto pedir en medio de la pobreza ¡, pero ella sabe ingeniárselas para intercambiar chucherías, alguno que otro dulce, algún bordado insulso, por los más increíbles alimentos en originales combinaciones sin pies ni cabeza. Hoy vendrá a pasar conmigo el viejo Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, el ingenuo cínico que tratando de hacer de la vida de los demás un paraíso, convirtió la suya propia en un infierno; el romántico incurable y visionario que arrancó del entonces joven Bolívar en el Monte Sacro la promesa de liberar nuestras naciones, promesa cumplida con toda la extensión de su vida, su fortaleza, su fortuna y su suerte. Este Rodríguez, el que trató de imponer un nuevo sistema de educación en nuestros nacientes países, el devoto de Rousseau, el de la vida natural, del hombre nacido puro, el esculcador de los trasiegos de la sociedad sus escondrijos y retorcimientos, el aventurero nato, jugándose al todo por el todo las cartas de la vida y de la muerte; en fin, el amigo leal y un poco loco, era el único asidero que me quedaba con el Bolívar material, sustancia de presencia que tanta falta me hacía, hasta convertirme en estatua de sal, sólo dimensión silenciosa del pasado, sin voz y sin textura. Juntos nos aferrábamos al recuerdo, desnudábamos el pensamiento y lo palpábamos; aparecían los campos de batalla, posadas de dioses inmortales, las arterias de Quito brillando en rocas angulares, monstruosas y magnificadas en el recuerdo inalcanzable; traía para mi degustación la monumental plaza de Oruro en Bolivia, ojo infinito de los vientos esotéricos, retumbando en el tambor de cuero de los bombos Aymaras, recordando el paso de prehistóricos guerreros, vestidos con la piel de otros guerreros inmortales. 106


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Suspirábamos por el tiempo de las “tapadas” limeñas, en los que yo, envuelta en saya y manto, llevaba las proclamas revolucionarias sacudiendo las conciencias con el nombre de Protector de San Martín. Enmudecíamos ante la reverberación de esa Latacunga, pequeñita ciudad de fríos, recostada silenciosa al pie del Cotopaxi, inescrutablemente nevado e imponente. Entrábamos por asalto en las casas de Bogotá, resucitando sus nombres, sus gentes, sus ancestros, sus conversaciones y cuchicheos, nos solazábamos en las rutas de páramos jalonadas de cabuyos y lecheros, azoradas en buganvillas, claveles montaraces y violetas. Leíamos una y otra vez las cartas de Bolívar, las de su puño y letra desgarbadas, las dirigidas a mi, las enjundiosas de amor, prisas y deseos, las que me posibilitaban vivir pese a las decapitaciones lacerantes, oscuras de naúseas, las que me proclamaban al mundo aunque todos lo negaran y de sus lecturas volvía a surgir el nombre imperioso, el perdido Comandante y con él nos clausurábamos a toda pena en su grandeza y en su nombre, sintiéndonos también grandes, ilimitados, partícipes de tantos hechos para tan poca vida, para tan fugaces horas. Pegada a las evocaciones de Simón Rodríguez, me introduje en el secreto encanto de la Venecia de los amantes, en el esplendor de Roma, señora de civilizaciones, en los fraudulentos muelles de Barcelona, en el cosmopolitismo de Londres, balanza de nuestras luchas y avatares, en el paladeo de los vinos del Rhin, resucitando la sangre de cantares y campos de sol y vid. Busqué, agoté y recorrí esa Europa que materializó frente a mis ojos la palabra de ese loco irremediable e irredento, el amante ardiente de mujeres jóvenes, persecutor de mujeres indias, seductor de doncellas 107


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avergonzadas, anciano doblegado y recóndito como un molino de viento astillado en el infierno de Paita. Y nos sumergíamos de nuevo en la otra cara de la luna, en Bolívar, en su adicción por al agua de colonia, por cuyo rastro siempre sabíamos donde se hallaba, por sus interminables baños diarios, flotando pensativo en densidad de agua y dudas, acosos, sueños e ilusiones, por su poder imponderable de juntar a su alrededor a los más disímiles caracteres en torno a la causa libertaria, por su poder imponderable de volverse uno solo con su cabalgadura como una escueta estatua de bronce recortada en cielos de tormenta; en sus mujeres diarias, constantes, lúbricas o temerosas; en su ideal despedazado de una sola gran patria, en sus delirios, en sus luchas, en su capacidad increíble de dictar al mismo tiempo a cinco secretarios, en su caminar indiscreto de un lado al otro de las habitaciones cuando la desesperación lo descuajeringaba músculo a músculo, en su comunión deslumbradora con la gloria, en la ovación de los pueblos, en su viudez temprana, corte de cuchilla de hielo en corazón de fuego, en su devoción por Antonio José de Sucre, en el calvario que para el suponía la mente leguleya y estrecha de Santander, en sus comidas, en sus infaltables pañuelos de lino, en el recrudecimiento de la tisis que lo derrumbaba en estertores entre mis brazos, en su pasión inmoderada por una democracia farsante que le jugó tantas triquiñuelas de coraje, en el éxtasis del aplauso y la aclamación, en esa visión de estratega triunfador, en su agonía desnuda de todo..... en él entero, en el Bolívar presente en trilogía de poderes, en su infierno de sueños no cumplidos, en sus delirios. Luego, cayendo la tarde reverberante ¡qué se yo qué comíamos!, algún pedazo de pan de ayer, cebollas demasiado saladas, tal vez un pescado pequeñito achicharrado y un sorbo de agua para desanudar la garganta del humo de un cigarro viejo, apolillado y riguroso.

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Al morir el sol te marchabas a otra hoquedad cavernosa de Paita, con los pasos medidos y agotados, con la turbamulta de los recuerdos a la espalda, con la guillotina del desencanto emergiendo de las nubes en un labio de luna tierna y amarilla, tú, el máximo aventurero, el buscador de tesoros en la mente de los hombres libres, el administrador de una educación de pragmatismos y purezas irresolutas e incompletas, el proclamador de una moral enervada en los tropezones de su propia existencia, el Miguel Ángel de las primeras cinceladas del alma de Bolívar, el disoluto trovador desechado en todas partes, el Quijote sin molinos de viento, sin adarga y sin escudo, sólo a cuestas una mohosa Dulcinea de desordenados cabellos, de edad indescifrable, compañera de infortunios y vergüenzas ¡qué turbia, qué infamatoria desproporción entre la grandeza y la caída, entre la gloria y la derrota! ¡qué oscuro el minuto que precede al alba! Vuelve, vuelve pronto, la memoria tiene huecos de ponzoña que resbala en el tejido disolvente de tan largas las distancias............. XXVI “ ERA EL CAPITAN O’ LEARY, QUIEN BANDERA BLANCA EN MANO, HABIA ENTRADO A LAS FILAS REALISTAS DURANTE LA RECIENTE BATALLA POR QUITO “ Víctor Von Hagen Este mar intensamente calmo, este espejo arrugado y tembloroso, fundido al horizonte como un velo húmedo, celeste, intangible, más bien la visión de un lago inmenso, perverso de vida interna pululante, 109


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este mar que apenas se quebranta en algunas impensadas olas, gesticulando en sonidos tremendos de entrechocar de rocas subterráneas arrastradas, gimientes de océano a océano; este mar sin límites, sumido en luz hasta donde parece absorberlo la distancia, me confidencia tu alma, General Daniel O’ Leary. Desde tu lejana y gélida Belfast te clavaste en nuestra guerra, en flecha lanzad por un dios inmortal señalando el camino, meteoro de luces poderosas avanzando sobre los continentes, los llanos, las montañas, relámpago azul desgarrando la noche de tormenta. ¡Nos conocimos tan jóvenes! Ya formabas parte del estado Mayor de Simón en el baile de la victoria en Quito. La simpatía surgió como una densa corriente de pólvora estallando en temperamentos fuertes, radicales, sin poses ni disimulos. Fuimos amigos entrañables desde la primera carcajada rompiendo pesares. ¡Cuántos horrores de la guerra de Europa para tu nombre! ¡Cuánta secuela de mi conspiración en Lima y mi vida para mi propia historia! ¡Cuánto caudal para los dos! ¡Cuánta alegría! ¡Qué impostación de la vida que nos doblegó a tan terribles destinos! Daniel, tu español resquebrajado y mi inglés seseante y modoso fueron las primeras consignas de nuestro entendimiento........ Yo conocí en el amor la grandeza de la obra de Bolívar, tu la devoraste en el respeto, en la guerra hombro a hombro. Yo me transformé en la guardiana de sus Archivos, archivos de guerras, premoniciones, odios y sangre, patrias turbulentas volcadas en 110


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páginas minuciosas y atónitas, indescriptibles como la propia realidad que no podía quedar atrapada en símbolos. Yo la amante, la Libertadora sola, tu la espada de la justicia inaplazable y el Cronista minucioso de nuestros hechos. Jamás perdiste un detalle de importancia, aprendiste a desentrañar almas, paisajes, pueblos, campos de batalla, ejércitos, sesiones de Estado Mayor, fisurados y terribles Congresos. Todo lo viste, todo lo tocaste, lo despojaste de mito historiador enamorado de la independencia, relator partícipe de la lucha. ¡No sé que día es hoy, ni de qué año ni de qué mes ni de qué época, pero todo sigue igual, como un pesado péndulo de bronce que no quiere, inmantado a la tragedia, detener su movimiento! Fue tu admiración de soldado respetuoso, el bullente trabajo compartido en campos de batalla, ciudades, peregrinajes y cuarteles, el conocimiento mutuo d la potencia que nos ataba a un solo destino, lo que logró que se me aceptara como miembro del Estado Mayor de Bolívar. Tu recibiste con una cómplice sonrisa mi ingreso como Coronela a los ejércitos patriotas, tan increíblemente grancolombiana en mi uniforme azul y rojo, con espuelas y laureles dorados, que me dijiste que anhelabas que fuese tu bandera, tu emblema, tu estandarte. Amigo apasionado del valor, fuiste americano por tu propia elección, tórrido caudal emergiendo de la cotidiana búsqueda de la libertad. Nadie como tú, extranjero de corazón universal, captó tan profundamente el pensamiento político de Bolívar, sus ideales, su anhelo de una democracia que se le escapaba de las manos como el humo de las maderas finas en las largas tardes de los trópicos desmayados, su 111


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convicción, sus estrategias, sus derrotas, el rechazo, la crueldad, la dimensión de un pensamiento de estadista que no reconoció límites ni fracasos y cada día rescatabas en tus notas los hechos, los pasos, las batallas, los nombres y las señas de los hombres. Te adentraste en la correspondencia, aún la más confidencial, para rescatar una figura lanzada al mundo en proclamas, cartas, mensajes, palabras gestoras de batallas, ideales imperiosos pariendo naciones; exhumaste cada minúscula vértebra del pensamiento del hombre en el evangelio sencillo y completo del compañero de armas, del soldado, del amigo ponderado e intuitivo de la gloria y también me capturaste en tus palabras, me interpretaste en nuestras cartas, perseguiste paso a paso mis pasos para escribirme toda entera en tu tinta de observador comprometido y protector; me atrapaste en los signos de un alfabeto minucioso y perplejo; acaparaste los mil rostros del amor para ubicarme junto a Bolívar, me encerraste en un volumen entero para la mujer que no admitió encierros, cárceles, prisiones, tradujiste el huracán a las sílabas de las palabras dormidas, pisándome los talones, adelantándote en todos los caminos y me transformaste en frase testimonial de los dolores. General O’ Leary, nadie como tu me descubrió la fibra del alma, en la noche interminable del 25 de Septiembre, mientras Bolívar huía de sus persecutores, encubriéndolo, golpeada, temblando a cada movimiento de pasos cercanos pensando en él capturado o asesinado, contemplando en el momento más terrible de la noche descalabrada, el rostro de William Fergusson, trizado de un balazo fatal que horadó su frente en reguero de sangre rebelde. Tu oíste los desesperados mastines, los campanazos, las botas azotando calles, el silencio de los traidores retraídos en oscuros socavones. Tu vislumbraste la pavorosa fuerza de mi corazón debatiéndose en desesperaciones, y me viste en los brazos de Bolívar, mujer distinta, adus112


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ta, olvidada por el terror cuando me proclamó su Libertadora............ Daniel ¡tantas cosas supiste de mi¡.....quizás más de las que yo imagino, pues un enorme espejo prismático atado al final del túnel, alumbrado desde adentro como ojos de venada joven, te reveló todas y cada una de mis aristas, mis reflejos, mis desdenes y mis modos y como un estudioso de idiomas infinitos me transcribiste giro a giro en mis girones, en el abismo oscuro de la enemistad que me ligó mortalmente a José María Córdoba, seres tan gemelos en la audacia, temiéndonos mutuamente, tan profundos en la pasión por la vida que la buscábamos en la muerte, tan ilimitados en la entrega al ideal que alguna vez ¡y tu lo comprendiste¡, nos sacudió de pronto un ramalazo de amor tan esencial, tan imposible que nos consumió en enemigos irreconciliables por el espanto de desatar nuestras alas en otro vuelo de precipicios insondables. Tu conocías de mi tácito acuerdo con Miller, al que respetaba por su bravura serena de toro de lidia, para sumirme bajo su protección en un soliloquio de almas solitarias mientras cabalgábamos por las tráctiles dunas, huyendo de Lima, bajo la persecución española. Tú me viste correr y competir y transformarme en amazona incontenible en el centro de su caballería y te admiraste de mi poderío de animal indomable que me ganó el profundo aprecio de este Miller, para otros tan lejano, huraño, inalcanzable, difícil e impositivo. Sabías de mis secretos con José Santana, el Secretario de Simón, que me idolatraba, analizabas nuestras contraseñas para comunicarnos sin peligro, alegrías y avatares, ramalazos de mi infantil regocijo al recibir una sola minuciosa noticia de amor, sabías........General O’Leary ¿qué es lo de mi que no conocías? si a fuerza de tu empeño fui nombrada Coronela, si a la lumbre viva de tu admiración e historia verídica, fui rescatada del anonimato, si compartimos secretos de muerte y vida 113


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que sólo dos conspiradores libertarios podían compartir, si aún hoy tu crepitar alimenta mi fuego en el altar invisible del amor por Bolívar. He vuelto para tomar tus libros, para verterlos en cataratas por América, reconociéndome inmortal amazona de tu pluma desatada. XXVII “ADELANTE QUIEN DESEE HABLAR CON LA LIBERTADORA” Manuela Sáenz En una tarde de bochorno me visitaste, Giuseppe Garibaldi, venías sudoroso y desecho bajo el sol calcinante y despiadado de Paita, sol de desierto, sol de pesadillas, buscando la huella de la mujer solitaria, de la olvidada y repudiada. Buscabas la huella pero no podías creer que era la misma a quien estabas acechando, persiguiendo, la de las leyendas, la Libertadora de blanca túnica, juventud inextinguible, espada, sexo, arrebato de ideales, la compañera de Simón Bolívar, la que arrastraba de boca en boca una leyenda de hierbabuena, ortiga, romero y violetas o el más destilado veneno de aquellas serpientes, habitantes ciegas de selvas carentes de luz en húmedos y brumosos trópicos milenarios. Cuando llegaste a mi sentí tu deslumbramiento como una rama de bosque que te golpeara al galope en pleno rostro y caíste de rodillas tomándome las manos, para besarlas una y otra vez, murmurando Manuela.......Libertadora y me sorprendí en el espejo de tus ojos negros y brillantes de la fiebre de los aventureros, de los idealistas, de los perdi114


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dos, de los buscadores infatigables de la luz, la palabra y el signo. Me contemplé minúscula de cuerpo entero en tu retina de tigre dilatada en el encuentro con un igual, una mujer rebasando los cincuenta años, con la barbilla altiva, las negras trenzas cruzada de desdeñosas canas enredadas en una flor marchita y olvidada, la cintura algo abultada pero firme, las caderas ya rotundas y pesadas, pero intactas, invariable frente al tiempo, como un recuerdo de un retrato sin autor. Y sentí desfilar por ti vertiginosamente todas las interrogaciones, los anhelos, los deseos de saber desbocados, la expectativa y una emoción sacudida de tristeza y desconcierto. ¡Remontó tu corazón el tiempo y me escudriñaste con los ojos del alma que lo traspasa y ennoblece todo! ¿Me viste altiva, hermosa, inigualable, vestida de seda blanca, rodeada por ciento once mujeres, desfilando por las calles de Lima para lucir la roja y blanca banda sellada con la Orden del Sol? ¿Me viste encarnando esa nueva nobleza republicana avasalladora de sangre española en mis propias sienes? ¿Me viste en el Baile de La Victoria, celebrando la llegada de Bolívar a Quito, luego de la triunfal Batalla del Pichincha el 24 de Mayo de 1.822, insinuante, sensual, mujer de mil rostros y provocaciones, acercándote, tocando, alejándose, desatando el nudo de la pasión, danzando una música propia y exclusiva para los oídos del amante, luciendo los rubiés sangre de paloma, remolinos pétreos de la pasión? ¿Me viste desnuda, pequeña, nacarada, suelta la rigurosa cabellera negra, insinuada en las llamas titilantes de los candiles con mis caderas y senos redondos, apremiantes del amor, entregada minuciosamente a la pasión de Bolívar, devorada por su lengua incansable, recorrida en cada milímetro de piel por sus dedos nerviosos enervándome, agonizando en la entrega ilimitada, fuego de mujer y sexo desde la punta de 115


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mis pies hasta las móviles hebras de cabello que cubrían la almohada? ¿ Me viste desafiando en abierta carroza, bajo una negra mantilla española del más sensual de los encajes, coqueteándome con el mundo que me temía y me interrogaba en cada impreciso movimiento de mis manos? ¿O tal vez te fulminó mi imagen de húsar varonil, bien calado el morrión portando las pistolas a la cintura y la lanza en la mano, lista para el ataque, animando a los soldados al cruzar la cordillera, tintineando mis espuelas al borde de los precipicios inacabables, que ni siquiera devolvían el eco, atorbellinada, lanzándome pantera de dedos azules a la hora del combate en Ayacucho, como cualquier soldado más a espada, sangre y fuego? ¡Viva la Grancolombia! ¡Viva Simón Bolívar!, jinete experto y tenaz una sola con la bestia que me introducía al corazón de la batalla o amazona loca de furor y rabia arrancando los canallescos papeles que llenaban las paredes de las casas de Bogotá en los últimos días de Bolívar para destrozar al Libertador con los epítetos anónimos de los cobardes. ¿Me viste acaso con poncho de alpaca y botas, relamiendo mis heridas de gata flexible en cualquier pueblecito perdido, esperando, sorbiéndome el tiempo segundo a segundo en el deseo de una sóla línea, de un llamado de quien era mi vida, amodorrada sobresaltada con los nervios, caracolas de viento vibrando a cada sonido, atisbando la inalcanzable cordillera, sólo por su huella, sólo por su paso, sólo por su amor? Me viste, por fin, sola, cruelmente viuda de las lanzas, fusiles y pólvora, perdida mariposa arrojada a los cuatro vientos, traicionada, prisionera, desterrada, odiada y maldecida. Abandonada por el amor, 116


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arrojada de la patria, juguete de la burla y el desprecio, acosada en cada nervio, sacudida y perseguida incluso por mi propia familia. Mujer de mil caminos, caminos de roca impenetrable que se detuvieron para siempre en mi paso, caminos líquidos para una gaviota cansada y sin puerto, caminos de viento para mis cenizas recreadas en la muerte. Mujer de un solo ideal, escalón y preludio de la muerte, pirámide andina recogiendo sus despojos de polvo de estrellas en las mezquinas noches de Agosto. Pero me viste, ya lo sé, Libertadora en cuerpo y alma, sangre criolla en el cálido contacto de mi piel, catarata enfurecida en el amor, precipitada a abismos de locura, montaraz puma de frío depositando mi doble huella humana y animal en la cima de la Pirámide de Cochasquí, rompiendo todos los esquemas, fundiendo las cadenas de mi fuego, caballeresa compañera de centauro, cóndor de vuelo tan alto, conocedora de los secretos de las nieves eternas...........Mujer libertad, mujer amor, plena, sin años, ni tiempo, sin arrugas, puro grito de insurrecta sacudiendo de punta a punta la patria, mi patria y la tuya el universo de los libres. Garibaldi, viejo luchador, destilando tu sombrero de partisano en las lluvias guturales de este continente de eclosión de lavas siderales. Tu fusil roto, testimonio de tantas guerras en tu tierra de viñedos y retorcidos olivares es hoy un ligero cayado para tu camino de lanzador de estrellas, de argonauta perseguidor de sueños inmortales. A mi te traen todos los laberintos del destino y en el místico centro de la rosa secreta nos encontramos simples seres humanos, revestidos de todo lo pasado, aferrados a la nostalgia, bebiendo sorbo a sorbo el delirio del gran renacimiento.

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Libertad tu nombre de lucha varonil y el mío Libertadora, prisioneros de las sombras que nos velan los ojos en la somnolencia del sol que se pierde en el mar de lo imposible. XXVIII “TU FUISTE LA LIBERTAD, LIBERTADORA ENAMORADA” Pablo Neruda Encontré tu huella en la playa, poeta solar, espectro de las caracolas del viento. Pablo Neruda, una huella profunda, constante y repetida empapada en las mil gotas lágrimas del mar, más allá del viejo muelle carcomido, de sus ancianas maderas desvencijadas, pobladas de minúsculas algas petrificadas. ¡Tú me buscabas a mi, fatigando tu voz y tus ojos en el destello de la resurrección! Me oteabas en las altas y doradas montañas que encierra esta geografía de rotas ausencias; dialogaste con la sospechosa sirena de cabellos verdes impostora de mi impostura, pues bien sabías que mis pies jamás estuvieron atados a otras escamas que no fueran las de las desilusiones y los sueños rotos. Me ensalzaste en la rosa mística, centellante fuego central del mundo, me cantaste al oído de la pólvora insurgente de tantas las batallas de nuestras patrias inacabadas, pobres e imperfectas; me alzaste en la bandera de lucha, en el tricolor libertario de los morados relámpagos de angustia y gloria, en la boca de los cañones y en el galope desbocado de los jinetes ilustres que sojuzgaron la cordillera. Corazón, corazón del mío ¡siempre me tuviste tan cerca!, en esa sangre criolla, mestiza, hispana que te carcomía las venas en todas las 118


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persecuciones; en las brillantes trenzas indígenas, puñales de azabache, fuerza y razón de tu pluma y mi destierro; en todos los combatientes, en todos los ideales, en los muertos lacerantes de nuestras guerras, en esa inacabable libertad que nos devora; en las retorcidas y esplendorosas calles de Quito, en las casas guardianas de la memoria de Bogotá; en el Puerto del Callao que conoció mis vaivenes, mi inseguridad, mi gloria y mi derrota, en cada uno de los minutos que Bolívar vivió en Caracas preludiándome y en los interminables Andes que me donaron su monstruoso espíritu de maldecida eternidad. Me cantaste en el esplendor de mi triunfo, en la corona de laurel, en el fragor de la batalla, en los amplios salones de violines y vino, en el diamante de mi corazón centro irradiante de energía. Me hiciste renacer jinete húsar de espuelas tintineantes y pistolas clamorosas, en la compañera tenaz de las tropas agredida de granizo y de vetustos vientos de páramo, en la indoblegable mujer de vaporosa vestidura, soñadora de victorias, viajera infatigable en la noche de los caminos, compañera fiel de las espadas. Me resucitaste en el esplendor de mi sexo, en el poder germinal de mi piel, en el reto de mi pelo desatado y nocturno, en la plenitud de mi cuerpo sendero y surco del amor del hombre al que veneramos todos, en mi huracanada pasión por Bolívar, en mi entrega completa al río tumultuoso del amor que calcinó todos los minutos de mi existencia que sin él no habría tenido ningún sentido. Me invocaste libertadora, cimitarra de los ideales, comandante de las tropas harapientas que yugularon al dominio español, ángela color de sangre esperando el ataque, guerrillera y traficante crucificada a una causa que terminó en un sueño, un sueño destrozado, incompleto de nuestra grandeza propia que no es sino el espejo repetido de tu propio sueño. 119


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Me convocaste tantas veces a recoger cada uno de mis fragmentos y a venir a ti para hablarte en noche de luna clara de todos y cada uno de mis secretos, punzaste, espinaste, retorciste mi espíritu para que retornara, hasta que penetré en ti como un vino caliente de uvas de otras épocas y te inflamé en tu propia hoguera para sentirme resurrecta en el mandato de tu palabra. Hoy estás en Paita preguntando por mi carcomida casa, por mis ojos apagados, por mis cartas tesoros calcinados en el silencio, por mi olor, por mi recuerdo, por mi rota vestidura y yo te beso en cada gota de mar que salpica la tuya, te atraigo en las sinuosidades de las montañas desiertas y susurro en este viento salobre que te sacude en escalofríos. Sabes que no tengo sepultura, que el universo entero que hoy te toca es obra de mi magia y mi destino y poco a poco, empozada laguna de recuerdos se cristaliza hasta restallar en latigazos de mi propia muerte. Pablo, poeta, tu y yo, seres germinales de esta América razón y causa de mil vidas, razón y causa de mil muertes, estamos juntos desde hace mucho tiempo, desde lo inmemorial e imaginario, desde un sonido desgarrado de las profundas entrañas de la tierra forjando la palabra libertad y nuestra suerte estuvo ya echada, era el simple juego de la vida o de la muerte y a él nos entregamos. Por eso no necesito sepultura, por eso cabalgo en los vientos telúricos del continente, en cada nueva mañana de esperanzas renazco, me agiganto, recorro los caminos, convoco y llamo porque mi territorio de amor jamás aceptó una sepultura, porque él, Bolívar, al que amo y al que amé, aún me está esperando.

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XXIX “HUMANIDAD, RECIO SER, TE ADMIRO, NO EN EL VENCEDOR CORONADO DE LAURELES, SINO EN EL VENCIDO “ Herman Melville ¿Sabes lo que es Paita?, es el espejo fraccionado e inmóvil de aguas permanentemente estancadas, reflejando sombras en su negrura de obsidiana infernal; es el florecimiento tembloroso de las entrañas de la tierra, sacudidas por viento salobre y polvo ancestral. Sus calles son infinitas, multiplicadas por cuatro esquinas, son ocho, miles , dieciséis y se transmutan o se cortan de repente, se mueren en una casa de arcilla, guardiana de todo el silencio del mundo, en su resquebrajado rostro de cal. Sus techumbres tiemblan con los vientos, con los suspiros de los muertos. Paita es el luminoso camino del espíritu para encontrar el otro verdadero significado de la muerte. ¡Ciudad deslumbrante, bullente frente a la vida!, a ratos somnolienta y espléndida como un mazo de bouganvillas moradas, trajinando en paredes desmayadas, retando a los rayos de sol en un contraste enloquecedor en el cual los sentidos se hallan permanentemente convulsionados. Paita es el pescado nuevecito entrecruzado de redes y postreras sacudidas, es el difamante perfume de la cesta de mangos, amarillos ojos de la tierra lanzados en frutos desordenados; es un rincón detenido en el 121


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tiempo y geografías para hospedar a los que simplemente fuimos, a los que siempre seremos, a los solos, a los sin patria, ni nombre ni mañana. Este dolor, este dolor que arranca pecho adentro para resbalarse por los ojos, por las manos, para bajar en goterones líquidos arrasando el rostro entero hasta desfigurarlo por completo, máscaras de cera crapulosa. Marineros, balleneros de países enlutados, apareciendo macilentos por estas calles sacudidas por el polvo lunar, enzarzados en peleas, en pleitos desmemoriados, buscándome para solucionar sus conflictos, mendigando una traducción del inglés para convencer al fiscalito tembloroso de un paludismo viejo. Allí me clavó la mirada de Herman Melville, joven, asombrado, asomado a mi precipicio, adivinando en mis ojos la transmutación de una existencia de ventarrón doblegado. Allí me ensalzó como símbolo de la grandeza del derrotado, del que ha sufrido todos los avatares, de quien ha sido conjugado en la gloria y la miseria. ¿Sabes qué es Paita para la muerte?; es un espejo silencioso, tenue, el espejo que capta el último hálito de las almas que ya se van; el zumbido de miles de abejas dora sus tardes declinando en soles rojos. Es el fogonazo del cielo azul apuñalando las hendiduras de las estatuas; es la tarde cargando su joroba de contratiempos de duna en duna, deformada por los vientos; es la insistente memoria de los arcos triunfales de piedra, desmoronados en la soledad del medio día, espejo desfigurado de un sol canicular que reverbera en vapores de sudor infiltrándose en las venas ansiosas de todo el continente. Eso es Paita, una grieta en donde morir atrapada sin pasado en las telarañas de los sueños, cubiertas las arrugas de la piel por las arrugas del olvido; es el rincón de los desterrados de la suerte, la impalpable 122


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estancia en la cual no hay que medir palabras, ni saber su peso exacto o no pronunciarlas; la dicha pesarosa de no sonreír al mundo ni a la gente, de ser imperceptible como un rayo de luna en noche de sol, de dejar que el cuerpo se guíe por si mismo, de no poseer deseos, de no desear posesiones, de no tener ni amigos ni enemigos, amantes ni amados, de no ser peso ni victoria ni caverna de ventana, de no importar los días y las noches, de olvidar o desconocer todos los caminos, de ser sin ser de padres, hermanos, hijos. Es esta mesa raquítica de comida, sosteniéndose en patas desiguales, es la cama desvencijada para recibir un cuerpo solo, es el largo silbido del dolor acechando en una esquina pestilente, liberándose, extendiéndose en cada paso, es la mano torpe de la artritis deformando el abecedario incoloro es la rotura de mis huesos paralíticos atándome a una vieja hamaca de la que casi no puedo moverme si una mano amiga no me socorre; es la noche bullente en ceremonias nupciales de viuda, la larga tarde ceniza, el ocaso de la mirada enemiga amortiguada en la desdicha de los que no pueden ya recibir ningún daño. Es este diario adivinarte, Simón Bolívar, es el convocarte con mi pensamiento sin interrupciones, sin sombras, sin dudas, sin esperas, sin lágrimas, sin alegrías. Es tocar tu cuerpo duro de granito en mi cama desolada y recorrerte en la oscuridad de la alta noche poro a poro ; es tomar tu rostro entre mis manos y contemplarte sin vacío, poco a poco, es integrarnos los dos solos en convulsiones de maremoto. Es poseerte sin disfraces, sólo tu para mi, sola yo para ti, enredaderas caprichosas bajo cielo gris. Es recorrer en el espejo del destierro mi ciudad de Quito, la de mis nostalgias, para asirme cada día a sus calles; a sus monumentales campanarios, a sus montañones, al eco de tantas risas rompiendo las tristezas. 123


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Es volver a Lima en un horizonte de mar brumoso, traquetear sus calles en carruajes de Virreyes difuntos de ojos reprobables; es entrar en Bogotá silenciosas bajo el frío azote de la lluvia, renaciendo en neblinas pegajosas y densas; es Guayaquil con sus esquinas asustadas del grito largo que emerge del río impenetrable y turbulento; es la interminable solemne de pesares y huracanes; es Guaranda petrificada en la negrura de la noche de hielo, gritándome la expatriación, el exilio, la sepultura en plena vida; es Riobamba dormida en sus inmensos caserones coloniales. Paita, Paita es el espejo espléndido de todas mis ciudades, de todos mis pasos desacompasados, es el escondite extraño de mi propia ciudad, la llave de mi reino perdido en mis sueños de jovencita revolucionaria, en mi ser de mujer libre, viva como la lluvia despertando los techos de tejas rojizas, lluvia azul, transparente, fecunda más allá del horizonte, fibra a fibra para que yo perviva en ella, en cada una de sus gentes, en su memoria, en su estandarte, en sus cestas frutales, en sus archivos de papel borroneado, en sus tristezas de faroles empapados, en sus días colmados del rumor inobjetable de los pueblos libres. Paita lo resume todo, en sus balcones enamorados de luz de luna . Cada tarde, en el ocaso, a ella llegan en atropelladas formas o en silente descomposición las imposiciones de mi padre que me acribillan, el susurro de las oscuras vestiduras de mi madre preparándome para el diálogo diáfano, la carcajada feliz de José María, el bullicio abrumador de la negra Jonathás, los persecutores pasos largos de Santander y de Córdoba, las confidencias de Bossingault. Paita....... en ella están todos y cada uno de ellos, otorgándome el don de la eternidad o su castigo, para el encuentro preciso, para los secretos, para las verdades que hoy las comprendo enteras.

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Ya no me es permitido entonces pedir algo más, si conocí el amor en su compleja integridad, si toqué todas y cada una de sus cuerdas como una partitura imprescindible para los proscritos. Amasé las esperas, devoré cada uno de los encuentros fui para otra alma completa e insustituible, clara como un rotundo cántaro de greda, sencilla y voluptuosa en la floración de todos los trópicos del continente. Amé al hombre para mi y fui amada al extremo de la locura y el repudio. Conocí la guerra, su sacrificio, el trepidar de los cañones, las cargas cerradas de caballería, el paso de vencedores, los milagros, la voluntad, las banderas, los clarines, el temblor de la piel de la tierra bajo el galope de miles de centauros que hicieron a la libertad irrevocable. Su dolor, su muerte, las muertes, la sangre india persiguiéndome las huellas de mis propias huellas. Sustenté la gloria en mis hombros de mujer enamorada y me elevé en la aclamación, en el aplauso, supe del halago, de las medias frases del esbirro, del beso de los traidores signándome entre multitudes. Abracé la derrota, me revolcó el odio, ola de sal y saliva, la venganza, la envidia ilimitada de los espíritus mezquinos, la encarnizada persecución por tronchar el tallo tumefacto de una flor que ya había sido despetalada por todos los vientos. ¿Es qué queda algo más?; no, ni vestigio, ni palabra, ni destino. Todo ha sido dicho. Por eso Paita para la muerte, sin amor, sin rencor, anodina, incógnita, como una ola agonizante entre las olas, sólo los cansados ojos contemplan el vértice dl tiempo para captar el espejismo en el que emergen d las arenas monstruosas las siluetas de los que recorrieron trechos de mi camino y que hoy me buscan en la tristeza para prometerme el encuentro final, la contemplación en metales pulidos y brillantes de 125


Campaña Triunfal “Manuela la Libertadora”

esta alma que se ocultó en cuerpo mortal, para un día, en su tierra y en su hora, renacer en canciones, en cascadas portentosas o en la simple palabra de un niño que anuncie un nuevo sol. Por eso Paita es volverme pajonal, lava, piedra profusa o simple sombra de mujer paralítica, gritando desde el fondo del corazón encendido: ¡Simón Bolívar, te amo, te amé por sobre todas las distancias; me desespera tu espera obligatoria! Yo sola, cada segundo esperando, espejo fiel, tu resurrección en el ocaso, para retomarme, tu nombre, tu consigna, tu beso transfigurado para ser muerta al fin, muerta enamorada de tu palabra, tu bandera, tu libertad que nos hizo esclavos inmortales. PROCLAMA Un día pensé, un día dije : “La Historia me justificará”, pero en verdad, cada minuto crucial de la existencia me enseñó que nada debía esperar de la historia, ni siquiera la justificación, ni el recuerdo, ni la palabra, ni nombre consignado entre otros tantos nombres. Nada espero entonces porque viví a plenitud, a fuerza de coraje. Amé a Simón Bolívar, Libertador de la Grancolombia en vida, lo veneré en la muerte. Hice de la libertad mi único punto cardinal y mi convocatoria para todos los espíritus que no reconocen ningún género de esclavitud. Quise a mis amigos, transformando la amistad en un culto. Odié a mis enemigos y los desprecio aún en cada partícula de polvo que reme126


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mora mi paso. No conocí discreciones ni disimulos, ni frases intermedias. Fui total, completa, entera, mujer inextinguible. Todo lo asumí y lo vertí en cada minuto de mi trayectoria: la revolución, la guerra, la gloria, el destierro, la miseria, la conspiración maldita destrozándome. Solamente viví a vida plena, a velas abiertas al huracán, a sangre de criolla vindicando continentes, a vuelo beligerante remontando el horizonte. Viví al borde del precipicio, escalando las más altas cimas, desafiando vendavales y trampas. Nada quiero, nada pido ni exijo, ordeno o mando, sólo un rincón del pensamiento de los míos, para seguir siendo Manuela en cada célula, quiteña, equinoccial, ciudadana de América que me debe el orgullo de ser libre; sólo esto pido para lanzarme a un nuevo reto, a una nueva dimensión y una mano amiga, una determinación de amor que me conduzca allá , a esa cripta sacudida por la lluvia, viento y soles donde Simón Bolívar me espera, río subterráneo de soledades ¿o es que aún nuestros huesos deben ser calcinados, separados y maldecidos? Sólo espero un designio, una palabra para mirar más allá de la muerte, para tocornos él y yo al fin fibra a fibra, polvo primordial, ceniza de volcanes y adentrarnos en el mandato de los que tanto se esperaron y resucitaron destruyendo límites y fronteras que no sean las de la verdad, llevando de nuevo en la mano una bandera de sol, llamas, luz , renacimiento, fuego central de la tierra, más allá de las desilusiones, el olvido y la muerte, Libertador y Libertadora, rostros de sol, rostros de arcilla, destellos de una luz ideal que no aceptó la tumba, sino el fragor de un espada clamorosa en la fe de todos los que nos esperan de nuevo.

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Campaña Triunfal “Manuela la Libertadora”

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