CAMPAMENTO ESPERANZA

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Fue uno de los rescates mineros más largo y espectacular de todos los tiempos. Durante diez semanas, la fe y el coraje de un grupo de mineros chilenos, sus familias y los obreros de rescate fueron seriamente probados, cuando los mineros quedaron aprisionados a setecientos metros, en las entrañas del Desierto del Atacama. Muchos temían que la operación de rescate no sería más que para recuperar cadáveres, dando por sentado que todos estarían muertos. En vez de abandonar la esperanza, las familias de los mineros eligieron ponerse a merced de los elementos, acamparon alrededor de la mina — y fundaron lo que posteriormente llegaría a conocerse como el Campamento Esperanza— uniéndose en sus oraciones por un milagro. A pesar de serios contratiempos y una presión enorme, el gobierno chileno y el equipo de rescate no desistieron. Muy al contrario: el presidente Piñera reafirmó el compromiso de su país de salvar a los mineros y al mismo tiempo, reconoció que sólo Dios podía ayudarles a conseguir el éxito en tan imposible misión. Por su parte, los mineros atrapados se aferraron a la creencia de que éste no iba a ser su final y, con fe y esperanza, lucharon contra una muerte casi certera. Y Dios no los decepcionó. Finalmente, todos los mineros fueron hallados con vida y su rescate fue contemplado en vivo por mil millones de espectadores. Para la mayoría, este rescate espectacular ya pertenece a las noticias del pasado. Pero para los millones que oraron pidiendo el milagro, este suceso se ha convertido en una herencia espiritual para el mundo entero, un recordatorio conmovedor de que Dios escucha las súplicas de sus hijos. Campamento Esperanza es el relato personal del pastor Carlos Parra Díaz, contado a Mario Veloso y Jeanette Windle, sobre su trabajo como capellán del Campamento Esperanza. El pastor Parra es la persona idónea para compartir con nosotros detalles exclusivos de su interacción diaria con las familias, los mineros, y de la forma en la que Dios manifestó su presencia en esta historia realmente sorprendente. Contacto: www.hopeunderground.com $12.99



CAMPAMENTO

ESPERANZA Los 34 mineros de Chile, una historia de fe y milagros

Por Carlos Parra DĂ­az Con Mario Veloso y Jeanette Windle


Copyright © Imago Dei Books Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright. Distribución por: Amazing Facts PO Box 1058 Roseville, CA 95678 800-538-7275 www.AFbookstore.com Las citas de las Escrituras, si no se específica, se han tomado de la Santa Biblia, versión Reina Valera 1960, RV1960 Copyright © Sociedades Bíblicas Unidas. Usada con permiso. Todos los derechos reservados en todo el mundo. ISBN 978-0-9869799-9-6 Diseño de la tapa: Ian Jamieson Diseño interior y composición tipográfica: Gillian Howard


Este libro estĂĄ dedicado a JesĂşs, el mayor Rescatista de todos los tiempos


AGRADECIMIENTOS

Ante todo, le doy gracias a Dios por llevar a cabo este gran milagro y por darme el privilegio de haber sido testigo del mismo. Gracias a todos los cristianos que se unieron a nuestra cadena de oración y rogaron de todo corazón por el rescate de los mineros. Mi más profunda gratitud es para mi esposa Gloria, mis hijos Malaquías y Belén, por apoyarme durante todo el tiempo que pasé en el Campamento Esperanza. Doy gracias a mi padre, Luis, y a mi madre, Ester, por sembrar en mí la semilla del amor de Dios. Gracias a los líderes de mi iglesia en la misión del norte de Chile por permitirme dedicar mi tiempo a servir en el Campamento Esperanza, así como por proveer las 33 pequeñas Biblias que se enviaron a los mineros. Y, finalmente, mi agradecimiento a Marcos Cruz que trabajó duramente para crear este libro.


CONTENIDOS

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 1. Comienza el recorrido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 2. ¡Golpea la tragedia! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 3. Niños y alegrías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 4. Dios obra a través de medios sencillos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 5. Un regalo de esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 6. La prueba de la fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 7. ¡Vivos! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 8. Luz en la oscuridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 9 De nuevo, el desaliento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 10. Septiembre, mes de celebración y esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 11. Expectativas y esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 12. Un alivio divertido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147 13. V igilias de esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 14. L a última vigilia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 15. E l rescate . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171 16. ¡Éxito! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181 17. Agradecimiento y alabanza a Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 18. R eflexiones finales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199



PRÓLOGO

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uy pocos lugares del planeta resultan tan inhóspitos como el Desierto de Atacama. Con una extensión de más de 100.000 kilómetros cuadrados, cubre un tercio del norte de Chile. Estudios sobre sus características climáticas han establecido que es uno de los lugares más secos de la tierra. Gran parte de su inmensidad no recuerda haber registrado lluvia jamás. A diferencia del desierto del Sahara con sus arenas doradas que resultan hasta agradables a la vista, el Desierto de Atacama es una mezcla de mesetas estériles azotadas por el viento, de cadenas rocosas color marrón, salinas, surtidores inagotables de agua hirviente azufrada y flujos de lava, todo tan resquebrajado y árido como un paisaje lunar. Durante el día las temperaturas pueden superar los 35º Celsius (95F) para descender, durante la noche, hasta niveles de congelación. Cualquier viajero incauto que se aventure en estas extensiones sin una conveniente provisión de agua y medios de protección adecuados corre el riesgo de ser derrotado por el frío durante la noche o por el calor intenso en el día. 7


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Sin embargo, el Desierto de Atacama también posee su belleza. El blanco destello de los picos nevados de los Andes ribetea su límite oriental. El oleaje del Pacífico rompe creando una rítmica ondulación que define su largo litoral occidental. Formaciones de roca de extrañas figuras crean agrestes siluetas geométricas contra la encendida puesta de sol. El brillo de las estrellas y constelaciones las hace parecer joyas aplicadas contra el inmenso cielo de la noche, sin que la humedad atmosférica o la iluminación fabricada por el hombre consigan atenuarlo. Al breve rocío del amanecer que llega desde el mar, frágiles flores del desierto abren sus pétalos rosa, amarillos, morados y blancos. También el desierto tiene sus tesoros. Una gran cantidad de ellos. Esta es la razón por la que, a pesar de toda su desolación, el Desierto de Atacama se ha convertido en el hogar de más de un millón de habitantes. Bajo la inhóspita superficie, enterrados en la profundidad de sus venas rocosas, se encuentran algunos de los mayores depósitos de cobre, plata, oro y nitrato de azufre del mundo. Las minas salpican el desierto, ya sea aún en funcionamiento o ya abandonadas, en las que seres humanos han trabajado arduamente durante dos siglos para sacar esos tesoros a la superficie. Hoy en día la minería sigue siendo la principal industria de exportación de Chile. Entre las minas explotadas por Codelco, la compañía minera estatal, se encuentran algunas de las mayores y mejor equipadas del planeta. Pero la mina San José no era una de ellas. Modesta, de explotación independiente, a unos cincuenta kilómetros de Copiapó, la capital regional, la mina San José había venido produciendo un flujo constante de cobre y mineral de oro desde que se excavó el primer pozo en 1889. La entidad propie-


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taria del yacimiento, la Compañía Minera San Esteban, también era modesta, siendo San José su única mina en funcionamiento. Si la red de túneles, pozos, construcciones en superficie y equipos de maquinaria pesada atrajeron algunas veces la atención de los medios de comunicación fue por una prolongada historia de violaciones de los sistemas de seguridad, accidentes y derrumbes, en suficiente cuantía como para que en el 2007 la comisión de seguridad minera del gobierno ordenara su cierre. No obstante, a mediados de 2010 hacía ya más de un año que la mina se había abierto de nuevo. En el interior de su boca profunda y oscura, una estrecha vía de comunicación como excavada con un sacacorchos a más de seis kilómetros de profundidad permitía que los vehículos de trabajo y los equipos pesados llegaran a los niveles más profundos. Durante décadas, la extracción del mineral había penetrado en la montaña a más de 700 metros de profundidad, creando un laberinto de túneles, cámaras y pozos tan extenso que agentes del personal de seguridad minera lo describieron más tarde como un «queso suizo». A esa profundidad las temperaturas superaban los 33º C (90F) y el agua filtrada chorreaba por las paredes formando charcos que hacían que los niveles de humedad relativa se elevaran a casi el 100%. Los mineros, acostumbrados a condiciones de trabajo difíciles, eran resistentes y duros. El 5 de agosto de 2010, un turno había arribado al nivel inferior y llevaba a cabo sus tareas cotidianas de voladura, así como de sacar el mineral con picos y recogerlo con palas para transportarlo a la superficie. Un segundo grupo trabajaba cerca de la entrada de la mina. Aún quedaban veinte minutos para las dos de la tarde, tiempo del almuerzo. Una vagoneta atascada en el nivel inferior


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había interrumpido las operaciones. Cuando los mecánicos llegaron desde la superficie para solucionar el problema, los mineros se dirigieron a un refugio de emergencia cercano, que consistía en una cámara excavada en la montaña y que proporcionaba algunos bancos para sentarse. Aún no habían entrado todos al refugio cuando un estruendo, como una explosión, envió ondas expansivas por todo el lugar, interrumpiendo la energía eléctrica. En un segundo, la oscuridad. ¿Qué había ocurrido? Aunque los mineros no podían saberlo, casi a mitad de camino entre el lugar en el que se encontraban y la superficie, un enorme pedazo de granito, de más de cien metros de largo y de ancho, y que superaba las 700.000 toneladas, acababa de «sentarse» (lo que en la terminología minera significa perder la batalla con la gravedad que la mantiene suspendida sobre los túneles excavados y las cámaras) y había caído, aplastando paredes y techos que estaban por debajo, incluidos los de la rampa principal. Réplicas posteriores provocaron una serie de avalanchas, haciendo que se colapsaran pasadizos y pozos. Envueltos en una espesa nube de polvo y sorteando trozos de roca que cubrían el suelo, el grupo de mineros que trabajaba junto a la entrada consiguió salir al exterior, sano y salvo. Pero el equipo que se encontraba en el nivel inferior se hallaba ahora atrapado en el lugar más lejano. Dos hombres de ese grupo se encontraban, en el momento del derrumbe, conduciendo una vagoneta de carga desde el taller, en un nivel superior. Se dirigían a reunirse con sus compañeros. Oyeron el estruendo y vieron que desde el techo caía una inmensa mole de roca detrás de ellos, bloqueando por completo el túnel.


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Preocupados de que esto no fuese más que el preludio de otras avalanchas, el conductor aumentó la velocidad y se dirigió hacia la seguridad del refugio de emergencia. De repente, a la luz de los dos faros amarillos, vieron ante ellos un espectáculo asombroso. Una pequeña mariposa blanca revoloteaba por el túnel. ¿Qué estaba haciendo allí, a una profundidad de más de medio kilómetro debajo de la superficie? Instintivamente, el conductor pisó el freno. En ese preciso instante, como si hubiese sido provocada por esta acción repentina del chofer, una avalancha tan densa de tierra y piedras los envolvió al punto que ni siquiera los faros de su vehículo la podían atravesar. La mariposa había desaparecido. ¿Lo habrían soñado? Pero ya no quedaba tiempo para consideraciones. Como si se tratara de fichas de dominó cayendo una tras otra, las réplicas desprendían de las paredes y del techo inmensos pedazos que seguían cayendo, aumentando el caos ya existente. Al llegar la tarde no sólo las autoridades mineras sino también los medios de comunicación estaban al corriente del desastre ocurrido en la mina San José. Según la lista de turnos, treinta y cuatro hombres de edades comprendidas entre los 19 y los 63 años se encontraban sepultados a casi un kilómetro bajo tierra. De estos, cinco eran mecánicos contratados y técnicos que habían bajado para realizar algunas reparaciones; de otro modo, no habrían estado allí. ¿O quizás sólo eran treinta y tres? Algunos rumores decían que no todos los mineros se habían presentado al trabajo aquel día. En uno u otro caso, ¿seguirían los hombres con vida, o los niveles inferiores de la mina también se habrían venido abajo? Si quedaban algunos vivos, ¿cuánto tiempo podrían sobrevivir en


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esas negras profundidades con aire, agua y alimentos limitados? En veinticuatro horas los familiares de los mineros habían organizado una vigilancia en el exterior de la entrada de la mina, montando tiendas y lonas que, en las siguientes semanas, llegarían a conocerse como el Campamento Esperanza. Con ellos se encontraban miembros del equipo de rescate, personal médico, políticos y expertos, junto con organizaciones humanitarias y religiosas. También representantes de los medios de comunicación, una gran cantidad de ellos, a medida que la atención del mundo se iba centrando en la catástrofe. Así comenzó la historia de lo que desde entonces se ha aclamado como el mayor de los rescates mineros de todos los tiempos. Durante los sesenta y nueve días siguientes, más de mil millones de personas alrededor del mundo observaron el desarrollo de este tenso drama humano en medio del Desierto de Atacama. No se conformaron con observar, sino que también oraron. Y sus plegarias fueron escuchadas. Al final, sólo treinta y tres fueron los mineros que salieron de las profundidades de la mina San José. Sin embargo, su testimonio no dejó ninguna duda de una trigesimocuarta Presencia en medio de ellos durante la totalidad de su terrible experiencia. Como uno de los mineros expresó más tarde, una vez restablecido el contacto: «En realidad somos treinta y cuatro, porque Dios no nos ha abandonado aquí abajo». Yo no era uno de los treinta y tres mineros atrapados por el derrumbe. Tampoco era miembro de la familia de ninguno de ellos. No había tenido jamás nada que ver con los propietarios de la mina ni con el gobierno chileno. En realidad, no había nada en mi historia pasada que me colocara en el centro de un drama


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semejante. Nada, sino una relación personal con el Dios que había creado esa misma montaña en la que treinta y tres hombres habían sido sepultados. Un Dios que tiene un control total de cada situación. Por razones que sólo Él conoce, y que para mí desde luego eran todo un misterio en aquel momento, Dios eligió en su providencia colocarme muy cerca de la tragedia, casi desde las primeras horas. Pero una cosa he tenido muy clara desde el día en que Dios me llamó para que le sirviera, y es que Él no hace nada sin un propósito. Él tenía un propósito en todo lo que iba a ocurrir en las profundidades de aquella mina y también en la superficie. A medida que se iban desarrollando los acontecimientos, fui comprendiendo por qué Dios me había llevado a ese lugar. Cuando llegué por primera vez a la mina San José, poco después del derrumbe, yo formaba parte de un grupo voluntario del clero cristiano de la cercana ciudad de Copiapó. Como era pastor de la congregación Adventista del Séptimo Día de Copiapó, el desastre había ocurrido dentro de los límites de lo que el gran líder cristiano John Wesley denominaba «mi parroquia». De modo que, fueran o no los mineros «ovejas» de mi «rebaño», no podía permanecer indiferente a su tragedia. Esos hombres eran mis prójimos, mis hermanos. Eran seres humanos. Teniendo esto claro, me sentía responsable de hacer todo lo que estuviese en mis manos para ayudar. Cuando llegué, no era más que uno entre muchos colaboradores comprometidos a ofrecer cualquier recurso para ayudar a las familias de los mineros atrapados. No me animaba buscar una posición de liderazgo; mi deseo era servir como los demás voluntarios; pero Dios me llamó para que dejase a un lado todas las


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demás responsabilidades y me dedicara a atender a las necesidades físicas, emocionales y espirituales de una nueva congregación que Él ponía bajo mi cuidado: los residentes del Campamento Esperanza. Así fue cómo, desde los primeros días, me encontré honrado con el título no oficial de «Capellán del Campamento Esperanza». Aunque mis pensamientos y mis oraciones estaban constantemente con los hombres enterrados –muertos o vivos, todavía no lo sabíamos– a 700 metros por debajo de nosotros, mi responsabilidad como capellán se centraba, sobre todo, en sus seres queridos que esperaban en la superficie. Yo quería marcar una diferencia en sus vidas, aliviarles como pudiera en su sufrimiento. Pero cuando me marché de allí, pasados más de dos meses, era mi propia vida la que había cambiado para siempre. En realidad, todos los que desempeñamos un papel, por pequeño que hubiese sido, en este increíble drama humano –no sólo los mineros y sus familias, sino los equipos de rescate, el personal de la mina, figuras políticas, medios de comunicación e innumerables voluntarios– daríamos más tarde testimonio de cómo esta experiencia nos impactó profundamente hasta el punto de no poder dejar de hablar de ella. Tenemos que compartir con los demás lo que nos ocurrió. Hablamos de ello en las reuniones de amigos, en los foros públicos, a través de las entrevistas en los medios de comunicación. Algunos ya han escrito su propia historia en forma de libro. Contamos lo mismo una y otra vez. Historias de una terrible dureza y gran angustia bajo tierra. De asombrosos logros de ingeniería e ingenio científico en la superficie. Dramas familiares angustiosos y reconfortantes. Momentos que llegaron casi a la desesperación. Y el triunfo final.


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Pero la historia que yo quiero contarle tiene otra cara que también merece difundirse: el lado espiritual. Ningún relato del mayor rescate minero de todos los tiempos estaría completo si no se contaran las historias del descubrimiento de la fe y de la esperanza compartida. Los relatos de milagros inesperados; de diferencias dejadas a un lado, ya fuese en cuanto a iglesia o a denominación, para unirse como hermanos y hermanas de una sola fe, unificada en una causa común. Historias de oraciones fervientes dirigidas al cielo en incontables lenguas por decenas de millones de personas alrededor del mundo, todas ellas clamando a Dios por lo mismo: que esta operación de rescate llegara a un feliz término. Al final, no se puede negar que la oración, la fe y la intervención divina jugaron un papel relevante en la supervivencia y el rescate de los treinta y tres mineros, como también lo hicieron la extraordinaria pericia científica de los ingenieros, la inquebrantable determinación de los equipos de rescate y el competente e inquebrantable liderazgo del gobierno chileno. Esta es la historia en la que tuve el privilegio de participar durante mi época de «Capellán del Campamento Esperanza». Por ella no volveré a ser el mismo. Así pues siento el impulso de compartir mi experiencia con los demás. Cuando hoy tome usted este libro en sus manos para leer mi historia, ojalá que sus páginas le ofrezcan un testimonio inequívoco de que, en este siglo XXI, la fe sigue moviendo montañas.



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COMIENZA EL RECORRIDO

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i propio periplo de fe no comenzó el 5 de agosto del 2010 en las polvorientas pendientes de la mina San José, sino casi cuarenta y tres años antes y mucho más al sur. Mi nombre es Carlos Roberto Parra Díaz y nací el 15 de septiembre de 1967 en la pequeña comunidad rural de Coelemu, situada a unos 500 kilómetros al sur de Santiago, la capital de Chile. En total y absoluto contraste con el desierto de Atacama, lugar en el que un día me habría de encontrar a mí mismo, Coelemu es una región rica y fértil de onduladas colinas, bosques de eucaliptos, verdes pastos y campos cultivados, huertos y viñas. Muy cerca de allí serpentea plácidamente la vía fluvial del río Itata. La familia en la que nací era modesta y no contaba con muchos medios. Mi padre, Luis Parra, realizaba distintos tipos de trabajos manuales en la industria maderera, principal ramo de exporta17


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ción de la región. Mi madre, Ester, tenía bastante ocupación con encargarse de nuestra familia y criar a nueve hijos, entre los cuales era yo uno de los más pequeños. Vivíamos en una pequeña casa de madera con vista a un rústico sendero sin pavimentar. Si nos sentíamos muy apretados dentro de casa por ser una familia tan numerosa, siempre podíamos salir a un enorme patio lleno de árboles frutales y un emparrado. Allí jugábamos mis hermanos y yo, trepando a los árboles, corriendo entre las parras y manejando en la tierra diminutos modelos de autos. Mis padres eran cristianos piadosos y desde mi más temprana infancia asistí a una iglesia evangélica local, en la que me fui haciendo mayor oyendo historias de la Biblia y cantando alabanzas a Dios. En mi tiempo de escolar, Coelemu tenía una escuela primaria y una secundaria, a la que asistimos mis hermanos y yo. La vida en el pueblo transcurría apacible y serena. Con todo, no siempre me sentía feliz. Al ser uno de los más pequeños en el seno de una gran familia, constantemente me encontraba luchando contra mi pobre autoestima. Me habían enseñado que la salvación se alcanza sólo por medio de creer en Jesucristo; que Dios existe y que con su poder había creado todas las cosas. Sin embargo, no había puesto mi fe en Jesucristo, ni había hecho el compromiso de seguir a mi Creador. A la edad de diecisiete años, cuando me gradué en la escuela secundaria, mis padres no disponían de medios para que pudiera proseguir con mi educación. De hecho, nadie en mi familia se había graduado en la universidad. Yo había obtenido buenas notas en la escuela y soñaba con acceder a una educación superior. Pero al no contar con los medios económicos, me vi obligado a salir en busca de trabajo.


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A diecisiete kilómetros al sur de Coelemu se encuentra la ciudad de Concepción, el segundo centro metropolitano más grande de Chile, con una población de casi un millón de personas. Hacia allá me dirigí. Uno de mis hermanos mayores, Claudio, ya se había establecido en Concepción. Me hospedé en su casa y pronto encontré un empleo. Trabajaba duro, enviando parte de mis ingresos a casa para ayudar a mis padres y ahorrando lo que podía, con la esperanza de poder volver a estudiar algún día. Poco a poco fui haciendo amigos. Pero, muy pronto también, di la espalda a la formación cristiana que había recibido de mis padres. La gran ciudad estaba llena de tentaciones para un joven que había salido de su casa y se encontraba viviendo solo por primera vez. Cuando no trabajaba, mis días eran una continua sucesión de fiestas que, con toda seguridad, no habrían contado con la aprobación de mis padres. Asistir a la iglesia era algo que había quedado en el pasado. Más o menos una vez al mes viajaba a casa. Mis padres no tenían ni la menor idea del cambio que había experimentado mi vida. Sencillamente se alegraban de que su hijo hubiese encontrado trabajo y de que se estuviera labrando un futuro por sí mismo. En contraste, a pesar de toda la excitación de la vida de la ciudad, yo no era feliz. Alrededor de los diecinueve años fui presa de una profunda depresión. Aunque no podía señalar qué era lo que iba específicamente mal, sentía que mi vida daba vueltas sobre sí misma escapando a mi control. Empecé a dudar de la existencia de Dios. Mi autoestima había tocado fondo. Tenía un trabajo, amigos, y mis necesidades básicas estaban cubiertas. Sin embargo, mi existencia no parecía tener un propósito; no encontraba una razón para seguir viviendo.


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Una noche, tomé la drástica decisión de quitarme la vida. Había ido a divertirme con uno de mis amigos, pero no conseguía disfrutar de aquellos festejos. En un momento me separé de él y me encaminé hacia la vía de ferrocarril que atravesaba aquella parte de la ciudad. Había decidido lanzarme al paso del tren para que allí se acabara todo. Aquella noche no había nubes. Las estrellas brillaban contra el telón negro del cielo. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había pensado en ese Dios en cuya fe me habían criado mis padres, el Creador Todopoderoso del universo. Al levantar mis ojos hacia ese cielo cuajado de estrellas, fue como si vislumbrara en aquel destello de las constelaciones tan lejanas por encima de mí, una paz que yo no había sido capaz de hallar en ningún lugar aquí abajo, en la tierra. Era una paz tan inmensa y tan impresionante que trajo claramente a mi mente la presencia de ese Dios acerca del cual me habían enseñado cuando yo era un niño su perdón su paz. Con desesperación alcé mi voz hacia aquellas estrellas, y grité: «¡Dios, si de veras estás ahí, te ruego que perdones mis pecados y que me des otra oportunidad de vivir!». La respuesta que me llegó no fue a través de un trueno del cielo sino que oí sus palabras de una manera tan audible como si las hubiera pronunciado en voz alta: «Carlos, te daré otra oportunidad de vivir. Pero debes vivir esa vida para mí». Aparté la vista de aquella expansión centelleante del cielo nocturno. Pero en el momento que empecé a mirar la oscuridad a mi alrededor, la desesperación volvió a abrumarme. Ahora sé que fue un ataque directo de Satanás. No vales nada, murmuraba en mi mente. Harías mejor quitándote la vida.


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Pero el Dios que había creado aquellas constelaciones y que me había hablado desde el cielo no me abandonó en aquel momento. Antes de que pudiera hacer cualquier movimiento imprudente, mi amigo llegó hasta donde yo estaba. Al notar mi ausencia había empezado a buscarme hasta que dio conmigo. Insistió en acompañarme hasta la casa de mi hermano, lo cual acepté. Ya era bastante tarde. Al abrirme la puerta, mi hermano Claudio me dijo que me fuera a la cama y que por la mañana hablaríamos. Debatiéndome aún en medio de la incertidumbre, me dirigí a mi habitación. No podía dormir. Vi un Nuevo Testamento en un librero. Lo tomé y empecé a hojearlo y a leer por aquí y por allá. Ni siquiera recuerdo qué fue lo que leí. Pero en aquellas páginas capté un destello de la misma paz sobrenatural que había sentido al mirar las estrellas. Era como si Dios me estuviera hablando de nuevo dándome una confirmación de que la breve plática que habíamos mantenido anteriormente era real y que había perdonado todas las cosas incorrectas que yo había hecho durante los dos últimos años. Finalmente me dormí como un niño, sin ninguna agitación. Cuando desperté a la mañana siguiente, supe que era otra persona, nacida de nuevo. Desde aquel día me comprometí a seguir a Dios con todo mi corazón. «Dios Todopoderoso», oré. «Como te pedí, me has dado una nueva oportunidad de vivir. Ahora te entrego mi vida para hacer tu voluntad. Guíame donde quieras que te sirva. Permíteme vivir para exaltar tu nombre entre todas las naciones». Mi siguiente paso fue encontrar una iglesia donde pudiera reunirme, escuchar de nuevo la Palabra de Dios y estudiarla. Ubiqué una a cierta distancia, a la que estuve asistiendo por poco más de un año.


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Yo seguía viviendo con Claudio. Un día, nuevos vecinos se mudaron a una casa contigua a la de mi hermano. Eran misioneros adventistas, una denominación de la que yo no había oído hablar hasta entonces. Pronto descubrí que se trataba de personas cordiales y amables. Al poco tiempo comenzaron un estudio bíblico en nuestro vecindario. Mi cuñada y yo decidimos asistir. Después de tres meses de estudio intensivo de la Biblia, ambos tomamos la decisión de bautizarnos como testimonio de nuestra fe, lo que tuvo lugar el 24 de junio de 1989. Tenía veintiún años. Desde el momento en el que deposité mi fe en Dios, comprometí mi vida a su servicio. Pero en ese tiempo no tenía el pensamiento de convertirme en pastor o misionero. Había encontrado un buen trabajo como auxiliar administrativo en un banco pero seguía soñando con una educación superior. Los misioneros me hablaron de la Universidad Adventista, en la ciudad cercana de Chillán, a unos cien kilómetros al este de Coelemu. Les dije que no tenía dinero para estudios universitarios pero ellos me informaron que eso tenía solución; que la Universidad tenía un plan de auto financiamiento, que los estudiantes podían trabajar durante un año para la Universidad y asistir al curso siguiente de forma gratuita, alternando años de trabajo y estudios hasta que hubiesen acabado el nivel elegido. Con gran entusiasmo me matriculé y decidí estudiar Contabilidad, una carrera que no sólo me permitiría proveer para mí mismo, sino también para ayudar a la familia. Pero al final de mi primer año de trabajo para la universidad, Dios me dejó muy claro que me estaba llamando para que le sirviera a tiempo completo. Así fue cómo cuando comencé mis estudios en 1991, lo hice en el campo de la teología y no en el de la contabilidad.


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Durante los siete años siguientes alterné trabajo y estudios. Mi empleo en la universidad era distribuir y vender literatura cristiana de puerta en puerta por toda la ciudad, así como en las ciudades y pueblos de alrededor. El llamamiento de Dios era muy claro en mi vida. Pero yo no quería limitarme sólo a eso. Al mismo tiempo, empecé a pedirle a Dios la compañera idónea que tuviese para mí. Oré durante cinco años, no sólo para que Dios preparara a la que habría de ser mi esposa, sino que también trabajara en mí para que fuera el esposo devoto para la mujer elegida por Él. Cuando estaba en mi tercer año de estudios viajé a Santiago, la capital de Chile. Parte de los requisitos para los estudiantes de tercer año era dirigir una campaña de evangelización. Entre los voluntarios que ayudaban en la iglesia a la que yo había sido asignado había una joven muy atractiva llamada Gloria Angélica Montoya. Pertenecía a un hogar de cristianos de tercera generación y era una creyente profundamente comprometida en el trabajo con niños y adolescentes. Profesionalmente, era auxiliar de enfermería en una clínica psiquiátrica local. Al año siguiente no tenía que estudiar, así es que me quedé en Santiago. Trabajaba en la distribución de literatura y, por supuesto, aprovechábamos cada oportunidad para conocernos mejor con Gloria. No pasó mucho tiempo para que ambos nos diéramos cuenta de cuánto habíamos llegado a amarnos. Sentíamos la misma y completa certidumbre de que Dios nos llamaba a ser compañeros en la vida. Nos casamos en el verano de 1996, regresando luego a Chillán para hacer mi último año de estudios teológicos. Me gradué en 1998 y pasé el año siguiente en Concepción haciendo el apren-


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dizaje del ministerio. Luego volvimos a Santiago, donde serví como pastor y misionero durante los cinco años siguientes, supervisando a un grupo de iglesias en el área metropolitana. Por aquel entonces Dios nos había dado a Gloria y a mí dos hermosos hijos: Carlos Malaquías, que en el momento de escribir este libro tiene trece años, y Belén, diez. En 2003 nos volvimos a mudar como familia, esta vez a Viña del Mar, famosa por sus viñedos, sus playas y el Festival de la Canción. Allí serví como pastor y misionero para un grupo de iglesias diseminadas por aquella zona. Viajaba de una a otra, predicando, enseñando y asesorando a la feligresía y dirigiendo el movimiento de alcance evangelístico en cada comunidad. Corría el año 2009 cuando se me pidió que me mudara a la ciudad norteña de Copiapó para servir como coordinador de zona. Dejar la exuberante vegetación que había conocido durante toda mi vida en el sur para ir a vivir a los estériles páramos del desierto sería todo un impacto. Pero sabía que Dios me llamaba a este nuevo reto. En Copiapó tendría nueve iglesias bajo mi supervisión, incluida una kangiri gitana –como ese grupo romaní suele llamar a sus asambleas de iglesia– en la pequeña comunidad de Paipote, a ocho kilómetros de Copiapó. La capital regional de Copiapó es una comunidad de unos ciento treinta mil habitantes, y se encuentra un poco más allá de donde la «zona verde» al sur de Chile da paso al Desierto del Atacama. Su principal base industrial son los minerales de cobre, plata y oro que se extraen de sus numerosas minas situadas en toda la zona circundante. Una gran fundidora de cobre cerca de Paipote emplea a muchos residentes locales. Sorprendentemente en una zona tan árida, la segunda fuente principal de empleo es


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la producción agrícola. Desde mi primera visita a Copiapó me sorprendió descubrir que la ciudad era un gran oasis, con riego procedente de fuentes subterráneas de agua a gran profundidad y que se utilizan para la producción de cítricos, olivos, viñas y hortalizas diversas. Más allá de las zonas de regadío la esterilidad de una región que no recibe ni una sola gota de lluvia es algo que se evidencia de inmediato. Desde mi infancia en Coelemu, rodeado de colinas cubiertas de bosques, la escalada había sido uno de mis pasatiempos favoritos. Una vez comenzado mi ministerio, y en cada nuevo lugar al que Dios nos enviaba, había convertido en una práctica habitual el buscar una colina cercana que pudiera escalar cuando quisiera estar a solas con Él y orar. Lo que me estimulaba a hacerlo era reconocer que estaba siguiendo el ejemplo de Jesús, que solía retirarse a las montañas para pasar tiempo a solas con su Padre celestial. Poco después de llegar a Copiapó, subí a la cima de una colina desde la que se veía toda la ciudad; era una elevación a la que los lugareños habían dado el nombre de Cerro de la Cruz. Cuando fui alcanzando la cumbre ví, en su punto más alto, una gran cruz blanca que se proyectaba contra el telón azul del cielo despejado de nubes. Era la razón del nombre de la colina. Al llegar al pie de la cruz vino a mi pensamiento un versículo de la Biblia que Dios había puesto en mi corazón y en mi mente desde el comienzo mismo de mi trabajo cristiano. Las palabras las había pronunciado el propio Jesús cuando anunció cómo tendría que morir en breve sobre una cruz: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Juan 12:32). Desde que Dios me había llamado a servirle a tiempo com-


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pleto, mi mayor deseo había sido que todos fijaran sus ojos en Jesucristo y que fuera exaltado entre las naciones. Mientras estaba allí, de pie, orando por la ciudad de Copiapó y el nuevo trabajo al que Dios me había llamado, añadí una petición muy específica. Pedí a Dios que me abriera puertas para poder predicar sus buenas nuevas de redención por medio de Jesucristo, no sólo en la ciudad de Copiapó, sino por toda la región de Atacama, por todo Chile y –si en su voluntad soberana me daba la oportunidad– que un día pudiera hacerlo al resto del mundo, más allá de las fronteras de mi país. Durante los meses siguientes estuve muy ocupado con mis nuevas responsabilidades, visitando a cada una de las nueve iglesias asignadas a mi administración, trabajando y orando tanto con los adultos como con los jóvenes, pidiendo un avivamiento en la iglesia. Juntos como creyentes oramos que Dios nos mostrara cómo tener impacto en aquella ciudad y región para Cristo. Mientras tanto, mi familia estaba bien instalada y se había adaptado al lugar. Mis hijos no habían tardado en hacer nuevos amigos en la escuela adventista local a la que asistían. Cuando teníamos algún tiempo libre, disfrutábamos haciendo una excursión familiar a las colinas que rodean Copiapó. Pero cuando me las arreglaba para conseguir un poco de tiempo, escalaba solo hasta la cruz blanca de la cima del Cerro de la Cruz. Allí solía orar, elevando la misma plegaria de aquel primer día. ¿Quién habría de decir que a los dieciocho meses de mi primera escalada a aquella colina, Dios daría una maravillosa respuesta a mi oración y que abriría puertas jamás imaginadas por nadie para que proclamara su evangelio no sólo por toda la región de Atacama y todo Chile, sino por todo el mundo? Jamás habría podido soñarlo.



Fue uno de los rescates mineros más largo y espectacular de todos los tiempos. Durante diez semanas, la fe y el coraje de un grupo de mineros chilenos, sus familias y los obreros de rescate fueron seriamente probados, cuando los mineros quedaron aprisionados a setecientos metros, en las entrañas del Desierto del Atacama. Muchos temían que la operación de rescate no sería más que para recuperar cadáveres, dando por sentado que todos estarían muertos. En vez de abandonar la esperanza, las familias de los mineros eligieron ponerse a merced de los elementos, acamparon alrededor de la mina — y fundaron lo que posteriormente llegaría a conocerse como el Campamento Esperanza— uniéndose en sus oraciones por un milagro. A pesar de serios contratiempos y una presión enorme, el gobierno chileno y el equipo de rescate no desistieron. Muy al contrario: el presidente Piñera reafirmó el compromiso de su país de salvar a los mineros y al mismo tiempo, reconoció que sólo Dios podía ayudarles a conseguir el éxito en tan imposible misión. Por su parte, los mineros atrapados se aferraron a la creencia de que éste no iba a ser su final y, con fe y esperanza, lucharon contra una muerte casi certera. Y Dios no los decepcionó. Finalmente, todos los mineros fueron hallados con vida y su rescate fue contemplado en vivo por mil millones de espectadores. Para la mayoría, este rescate espectacular ya pertenece a las noticias del pasado. Pero para los millones que oraron pidiendo el milagro, este suceso se ha convertido en una herencia espiritual para el mundo entero, un recordatorio conmovedor de que Dios escucha las súplicas de sus hijos. Campamento Esperanza es el relato personal del pastor Carlos Parra Díaz, contado a Mario Veloso y Jeanette Windle, sobre su trabajo como capellán del Campamento Esperanza. El pastor Parra es la persona idónea para compartir con nosotros detalles exclusivos de su interacción diaria con las familias, los mineros, y de la forma en la que Dios manifestó su presencia en esta historia realmente sorprendente. Contacto: www.hopeunderground.com $12.99


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