LA VIDA DEL LAZARILLO DE TORMES, Y DE SUS FORTUNAS Y ADVERSIDADES
-Anónimo-
[ Introducción, notas y propuestas didácticas de Álvaro Romero Bernal ]
[ Ilustraciones de Miguel Parra ]
A Marina y a Jaime, que han convertido tanta esperanza en verdadera fortuna.
ÍNDICE I. Introducción 1. España en la época de El Lazarillo
• Imperio • Miseria • Honra y religión. Dos conceptos a la española 2. La narrativa española y la novela moderna • Héroes y antihéroes • Lázaro. Humano, demasiado humano 3. La vida de Lazarillo de Tormes, una novela corta pero profunda • Estructura • Una galería real de personajes • Una novela anónima (para siempre)
II. La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades Prólogo Tratado Primero Tratado Segundo Tratado Tercero Tratado Cuarto Tratado Quinto
Tratado Sexto Tratado S茅ptimo
III. Actividades 1. Actividades generales En torno a cada tratado
Pr贸logo Tratado Primero Tratado Segundo Tratado Tercero Tratado Cuarto Tratado Quinto Tratado Sexto Tratado S茅ptimo
2. Propuesta de actividades textuales 3. Actividades de ampliaci贸n
INTRODUCCIÓN 1. España en la época de El Lazarillo
I
mperio. España no fue España (aproximadamente como la entendemos hoy) hasta
el siglo XVI, la época en que se escribe El Lazarillo de Tormes. En la Península Ibérica, que bajo dominio romano y visigodo se llamaba Hispania y que después de muchos siglos se había repartido entre el reino musulmán de al-Andalus y varios reinos cristianos, se contaban en pleno siglo XV (finales de la Edad Media) cinco reinos distintos: aparte de Portugal –que terminará siendo otro país-, estaban Castilla, Aragón, Navarra y Granada. Sólo este último no era cristiano, sino de religión islámica, pues era el último reducto aquí del poder musulmán. Este esquema territorial empieza a cambiar con una boda (1469): la de dos reyes de dos reinos distintos, Isabel y Fernando, más conocidos como los Reyes Católicos. Con su matrimonio, unieron Castilla y Aragón; tuvieron una descendencia que más tarde casarían estratégicamente con príncipes o princesas europeas para que España alcanzase una supremacía continental y, finalmente, terminaron de conquistar lo poco que a los musulmanes les quedaba por Granada. Fernando, ya viudo, anexionará también el reino de Navarra en 1512. Y a partir de ese año, el mapa de España –las Canarias habían sido incorporadas entre 1478 y 1483- empezó a parecerse al actual, por lo menos a depender de una sola Corona. Hubo una fecha, 1492 (cuando los Reyes Católicos llevaban 23 años casados), que ha pasado a la historia de España por muchos motivos, aunque podríamos señalar dos: es el año de la toma de Granada y el año en que el Viejo Mundo descubre el Nuevo, es decir, el año en que Cristóbal Colón descubre América, circunstancia que aquí no sería tan relevante de no ser porque fueron precisamente los reyes de España (los Reyes Católicos) los que financiaron aquella aventura. Todas estas circunstancias hacen que nuestro país comience el siglo XVI no sólo como una nación bajo una sola Corona y una sola religión –lo cual era muy decisivo entonces, máxime después de que en 1478 se hubiera fundado la Santa Inquisición para castigar las faltas contra la fe católica-, sino con el privilegio que le aportaba haber descubierto
un continente –América- del que obtendría múltiples beneficios, casi todos económicos. Por tanto, cuando España empieza a ser España no es un mero país, sino un imperio. Ninguno de los hijos de los Reyes Católicos puede heredar la Corona, casi todos por morir demasiado jóvenes, y Juana (Juana la Loca), porque su desequilibrio mental se lo hubiera impedido. Será un hijo de ésta, Carlos, quien reciba el poder y el inmenso territorio que sus abuelos se habían encargado de amasar entre 1469 y 1516. Criado en Flandes, el joven Carlos de 17 años llega a España en 1517 para ser proclamado rey. Dos años más tarde, no sólo era Carlos I de España, sino Carlos V de Alemania, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Durante su reinado, Hernán Cortés y Francisco Pizarro conquistan imperios precolombinos del norte y del sur de América, Juan Sebastián Elcano da la primera vuelta al mundo y él tendrá una decena de hijos (cinco dentro del matrimonio con Isabel de Portugal y otros cinco fuera de él). Su reinado se extenderá hasta 1556, dos años antes de morir, pues él se retira y deja la Corona a su hijo Felipe II, el rey en cuyos dominios jamás se ponía el sol. Felipe II, monarca hasta finales del siglo, será rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Inglaterra, Irlanda y las Indias; duque de Milán, duque titular de Borgoña y soberano de los Países Bajos. Además, en su carrera expansiva a lo largo de casi media centuria, llega a conquistar partes del sur de África, de la India y hasta Filipinas. Fallecido este rey y agotado el siglo XVI, España comenzará una paulatina decadencia que la llevará a perder influencia en el mundo de manera irreversible.
Miseria. Las ingentes riquezas que llegan de América no bastan siquiera para sufra-
gar tantas guerras exteriores. A la muerte de Carlos I, la deuda de la Corona asciende a 37 millones de ducados. En tiempos de su hijo Felipe II, se produce hasta en tres ocasiones la bancarrota de las arcas reales. De manera que el inmenso lujo que puede imaginarse en la Corte no pasa de ahí. Fuera de ella, el hambre campa a sus anchas por cualquier rincón del país. Y cada vez más, configurando así un trasfondo del imperio español cargado de contrastes. Frente a un porcentaje mínimo de cortesanos o de nobles que viven instalados en los excesos, crece a lo largo del siglo el número de mendigos, parados, pícaros y emigrantes que huyen del campo para buscarse la vida en la ciudad o en tierras americanas. Sobre la pobre clase rural que queda, maltratada por demasiadas sequías y pestes, recae en buena medida la presión fiscal. En 1554, que es cuando se publica El Lazarillo, se contabilizan en España más de 150.000 mendigos. Los que se buscan la vida, entre el gracejo y la delincuencia menor bajo la indulgente denominación de “pícaros”, llegarán a ser considerados empleados de un
oficio, cuya actividad prohíbe el Consejo Real en las ciudades en 1540. No es tan extraño este miserable escenario si se tiene en cuenta que el verbo trabajar era entonces un verbo horripilante. A excepción de unos artesanos que configuran una clase minoritaria o de unos campesinos y criados que laboran porque no tienen más remedio, todos procuran no ejercerlo. El mismo libro de El Lazarillo nos presenta un panorama social, muy representativo del momento en que se escribe, en el que abundan ladrones, pedigüeños, miembros del bajo clero y de la baja nobleza que ponen sus cinco sentidos en no producir nada. Hasta Lázaro renuncia al oficio de vendedor de agua en cuanto se ve “en hábito de hombre de bien”, es decir, en cuanto puede cubrirse de vestidos de cierta apariencia. A continuación, asienta con un alguacil, pero le parece “oficio peligroso”. En aquellos años, se va engrosando la lista de soldados desocupados que vuelven de las numerosas guerras exteriores y ya no encuentran su lugar en el mundo. Los grandes nobles desdeñan la riqueza alcanzada mediante el esfuerzo personal y el resto de la población aspira a imitarlos. Un último dato para comprender el poco éxito de la burguesía en España: hasta 1772, el desarrollo de actividades industriales implica la pérdida de la hidalguía.
Honra y religión; dos conceptos a la española. El Renacimiento, movi-
miento humanista de revitalización cultural que llega tarde a España, asentará en nuestro país sobre un sustrato de profunda inquietud espiritual. Dejando de lado el sincero interés por el conocimiento multidisciplinar, la inmensa mayoría de la población acata casi exclusivamente lo que el Renacimiento implicaba de reforma moral por la que se sustituye el teocentrismo (Dios es el centro del Universo) por el antropocentrismo (el hombre es lo más importante y la medida de todas las cosas). Este nuevo impulso a mirarse el ombligo lleva al español del Quinientos a ajustar a su más inmediato interés (en esta vida y no en la celestial que prometía la severa religión oficial) los viejos valores de honra y religiosidad. La primera se entiende no como un ejercicio de la propia virtud, sino como estimación ajena. La segunda, en profunda crisis histórica, se llena de impurezas que llevan a los clérigos a prostituir el culto y la fe, merced al negocio, y a las masas, a confundirse con supersticiones milagreras. En cualquier caso, ambos conceptos se tasan por lo que valen mundanamente para subir puestos en la escala social. Frente a esta crisis espiritual que recorre toda Europa, se alzarán voces de enorme categoría intelectual como el holandés Erasmo de Rótterdam (1466-1536) o el alemán Martín Lutero (1483-1546). El erasmismo (de Erasmo) preconiza el retorno a un cristianismo basado en la integridad evangélica y una religiosidad interior, sin ridículos alardes de solemnidad. Además, anima a la lectura de la Biblia en lenguas romances y no en el latín que el pueblo llano no entiende. La llamada Reforma Protestante, que inicia el fraile agustino Martín Lutero con sus 95 Tesis clavadas en la puerta de la iglesia de Wittenberg (Alemania), acaba provocando un cisma que divide a la Iglesia de Occidente entre quienes se quedan con el Papa y quienes se apartan de él. El propio Lutero será excomulgado por León X, pero sus protestas no caen en saco roto, no sólo porque sigan
sus pasos otros reformadores de la talla de Calvino o Zwinglio, sino porque obliga a la propia Iglesia de Roma a emprender una Contrarreforma que purificara sus prácticas antes de perecer. En 1517 -el mismo año que llegan a España Carlos I y las primeras traducciones de libros de Erasmo-, Lutero, en contra de las ansias políticas y expansionistas del Papa, ataca en su país la venta de indulgencias y afirma que la salvación sólo puede llegar por la fe y no por el negocio en que la Iglesia había convertido el perdón de los pecados. Puede afirmarse que erasmismo y reformismo son dos movimientos contemporáneos promovidos por la misma sensibilidad: el asombro ante una desconocida Iglesia que había abandonado durante siglos sus principios de pobreza y fe verdadera para convertirse en una de las instituciones más poderosas (y corruptas) del mundo. Ante tal evidencia, los erasmistas pretenden cambiar la Iglesia desde dentro, mientras que los reformistas prefieren salirse de ella y formar otra nueva. En nuestro país, el propio emperador Carlos I de España y V de Alemania vive rodeado de un círculo de erasmistas, entre los que destacan los hermanos Juan y Alfonso de Valdés. Y el mismísimo Erasmo es amigo del humanista valenciano de origen judeoconverso Juan Luis Vives. Sobre todos ellos pesa la sombra de la herejía, pero la protección del emperador los mantiene a salvo de la hoguera. Sin embargo, la corriente erasmista será barrida de la faz española una vez fallecido Carlos I y subido al trono su hijo Felipe II. Los hermanos Valdés, Vives y otros muchos tienen que emigrar a Europa; las universidades españolas se cierran a otras corrientes externas y la Inquisición se ceba con cualquier atisbo de herejía. Entre un monarca y otro, en plena época del Concilio de Trento (concilio ecuménico de la Iglesia en su tarea contra-reformadora que se extiende desde 1545 hasta 1563), aparece El Lazarillo, sin autor que lo firme y rebosante de críticas sagaces contra un clero tan avariento como corrupto. La mayoría de los amos de Lázaro son curas pervertidos, tacaños o sinvergüenzas, y el narrador, Lázaro adulto, reflexiona a menudo sarcásticamente sobre ellos. En este sentido, ni es extraño que el libro apareciese sin firma ni que la Inquisición lo incluyese en su Índice de Libros Prohibidos (Index Expurgatorius, en 1559), acompañando, por cierto, a la obra de Erasmo de Rótterdam, y ni siquiera que algunos investigadores hayan pensado durante el siglo XX, para la obra que estudiamos, en la paternidad de un escritor del círculo erasmista de los hermanos Valdés, no sólo por el erasmismo que rezuma todo el libro sino incluso por la naturalidad de su estilo. Al trasluz de la novelita, queda claro que tanto la honra como la religión son en la España de la época dos ingredientes interesantísimos para la supervivencia social y económica del hombre. La honra, basada en las apariencias y en el qué dirán, se traía de nacimiento o no se traía. La religión, por su parte, no es ya un conjunto de creencias y ritos para alcanzar los bienes del cielo, sino una profesión más para ganar bienestar en este mundo o una ficción de beatería que lo empapa todo de profunda hipocresía. El pícaro de esta novela comprenderá más pronto que tarde que la maquiavélica utilización 10
de ambos conceptos lo puede catapultar a su “prosperidad” y a “la cumbre de toda buena fortuna”.
2. La narrativa española y la novela moderna
H
éroes y antihéroes. El Humanismo, fenómeno cultural que define al
siglo XVI, busca la liberación y el desarrollo plenos del hombre en todas sus facetas (espiritual, política, intelectual…). Para ello, bucea en los clásicos textos griegos y latinos con la intención de encontrar principios eternos emanados de la Antigüedad. La corriente humanista, surgida en Italia en el siglo XIV, se extiende por toda Europa a lo largo de la siguiente centuria y llega a su apogeo en el XVI, impulsada por una imprenta cada vez más activa. El Humanismo –de humano- propugna que el ciudadano debe cultivar su vida activa (política) y contemplativa (letras). De este modo, El Cortesano de Baltasar de Castiglione muestra al hombre ideal, encarnado tal vez en la figura de nuestro poeta toledano Garcilaso de la Vega, tan diestro con la espada como con la pluma. Aunque con tal ideal se completaba la configuración de un hombre que durante todo el Medievo se había dedicado a cultivar o bien sus virtudes físicas o bien las intelectuales, esta nueva concepción del hombre renacentista seguirá pecando de un idealismo demasiado alejado del hombre de la calle o el terruño. Los hombres de veras eran de otra manera. De modo que había una diferencia insalvable entre el hombre real y el hombre de los libros. Lo mismo ocurría –en esta idealización generalizada del Renacimientocon las mujeres; unas eran las grandes ignoradas de la sociedad y otras, muy distintas, aquellas efigies perfectas y hasta cruelmente frígidas del amor platónico. El ser humano, casi siempre perdedor, vivía y sufría muy lejos de la letra impresa. Una cosa eran las personas y otra muy distinta, los personajes. Por eso la gran novedad (y el gran mérito) de lo que se conoce como novela moderna es haber hecho protagonista a un ser humano real, cargado de imperfecciones y miserias, esperanzado en metas, más o menos ilusorias, pero de este mundo y no de ningún otro. En literatura española, no se sabe a quién atribuir el honor de haber inaugurado esta senda del realismo y la modernidad, pues no conocemos al inventor del periplo novelado que recorre Lázaro desde su hambre natal a su deshonra de miserable saciado. Fuera quien fuera el autor de El Lazarillo, tuvo el acierto de cambiar el curso de la narrativa en nuestra lengua castellana. Desde que se tiene conocimiento de narrativa literaria escrita en esta lengua romance (procedente del latín), en torno al siglo XII y aún antes, el protagonista de lo que se cuenta en la épica (todavía no se había inventado la novela) es siempre un héroe que no sólo se afirma a sí mismo en sus admirables hazañas, sino que representa los intereses y hasta el destino de la comunidad a la que pertenece. Por tanto, el héroe medieval es de una profunda trascendencia pública; no es un ser humano particular, sino un ser heroico de interés general. Así se demuestra en el Poema de Fernán González con su protagonista o en el Poema de Mio Cid con el suyo, Rodrigo Díaz de Vivar. Este último, eje principal de la obra maestra de la épica castellana, es un hombre de una pieza: 11
buen padre, buen marido, buen guerrero, buen cristiano y buen vasallo, regalado con todas las virtudes posibles en su contexto. Y triunfador. Tal vez los siguientes héroes de nuestra épica, los protagonistas del Romancero –ya en el siglo XIV- hagan de transición hacia los hombres reales, pues estos otros héroes, presos en un mundo cambiante, aparecen ya como personajes solitarios, angustiados, deseosos de comunicación y de reintegrarse a un universo con sentido unitivo, pero frustrados por no conseguirlo. Con todo, no pierden la aureola trágica y digna de su condición heroica. Al igual que les ocurre a los protagonistas de las novelas renacentistas, todos, pese a sus pesares, albergan capacidades inusitadas en el resto de los mortales, de modo que merecen claramente un foco de atención; de atención literaria, libresca. Así, la novela sentimental presenta a un caballero de amor inquebrantable; la novela de caballerías, a otro héroe capaz de morir por lealtad al rey y fidelidad a su dama; la novela pastoril, a un pastor idealizado cuya melancolía poética construye un mundo mítico; la novela morisca, a moros o cristianos que son en realidad arquetipos de belleza y de virtud, equilibrados por la pluma equitativa y ficticia del novelista; la novela bizantina, en fin, a unos amantes que viven mil y una aventuras por separado hasta reencontrarse para un matrimonio feliz. Por tanto, en la narrativa anterior al siglo XVI, el héroe lo ocupa todo. Para los que no lo son, está reservada la vida real. Y en las páginas de los libros hay lugar si acaso para los antagonistas, los malos de la historia, complementarios, y hasta servidores por contraste, del virtuoso héroe. Sin embargo, una creciente y evidente crisis de valores a lo largo del siglo XV provocará que literatura y vida empiecen a acercar posiciones. A ello contribuyen dos obras de sendos autores contemporáneos y más que probablemente judeoconversos. Dentro de España, un tal Fernando de Rojas (1470-1541) publica La Celestina, novela dialogada que trata el capricho lascivo de un nuevo rico y el magistral oficio de una vieja alcahueta en un marco socio histórico de valores invertidos (dinero en vez de honor; y sexo en vez de fe piadosa). Fuera de España, el jiennense Francisco Delicado (1475-1535), publica en Venecia en 1528 Retrato de la Lozana andaluza, otra novela dialogada que presenta a una prostituta española, también alcahueta, que ejerce en Roma sobre un fondo de corrupciones e inmoralidades eclesiásticas que justifican el saco de 1527. Ambas protagonistas, prostitutas contumaces y alcahuetas, se perfilan como el prototipo antiheroico del que empieza también a merecer la pena tratar desde las letras y la ficción. Sobre este panorama narrativo henchido de realismo, aparece otro cualquiera, otro antihéroe: un pícaro, Lázaro González Pérez, el protagonista de una novela picaresca que no sólo inaugura este subgénero tan español, sino la condición moderna de la novela.
Lázaro. Humano, demasiado humano. Hijo de Tomé González y Antona Pérez, nacido en Tejares, una aldea salmantina, Lázaro parece ejercer todos los papeles en esta novelita que tiene el honor, sencillamente, de ser la primera novela moderna en len12
gua española; Lázaro es narrador, protagonista y, en determinados episodios, incluso personaje secundario. Sólo le faltaría ser también el autor, extremo que, al no conocerse aún y al estar narrado el relato en primera persona, consigue parecerle así a cualquier lector. La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, que es el título original de esta novela anónima editada por primera vez en 1554 y en ciudades dispares como Burgos, Amberes, Alcalá de Henares o Medina del Campo, se presenta como una autobiografía, aunque selectiva, manipulada y manipuladora, es decir, la historia de una vida contada por quien la vive pero con la clara intención de justificarse a sí mismo, de quedar bien ante alguien que le pide explicaciones sobre su situación. Por eso, desde el prólogo, Lázaro se refiere al “caso” de su vida y se empeña en contarlo intentando convencer a su destinatario (el misterioso “vuestra merced”) de que ha hecho en la vida lo que cualquier ser humano en su misma situación y con su misma trayectoria hubiera hecho: escapar del hambre a cualquier precio. El hambre, sustantivo tan desusado en la España de hoy, era un mal familiar en la España de entonces. Hambre radical, cotidiana, desesperante, compañera de viaje. El hambre de Lázaro no es un hambre de justicia o de solidaridad o de igualdad, como hoy podríamos reclamar en determinadas situaciones. No es un hambre metafórica; es un hambre de pan, y punto. El niño Lázaro tiene siempre los ojos más abiertos que la boca, porque con aquéllos tiene la costumbre de atisbar migajas y con ésta parece tener la maldición de no probar bocado. Su periplo, que cuenta en la novela por un espacio real entre Salamanca y Toledo, no consiste en conseguir un tesoro, el santo grial o un arca perdida, sino en dejar de pasar hambre. Aprenderá en la más pura de las soledades a defenderse de los golpes de la vida y de la tacañería de los demás. Desamparado, el hambre –siempre al filo de la extenuación mortal- despierta su ingenio para sobrevivir. Y esa supervivencia simple será ya y para siempre algo mucho más valorado que la amistad, el amor o el honor, que se quedan en conceptos vacíos cuando el estómago también lo está. Como sostienen los principios marxistas, uno piensa distinto cuando no ha comido, o no piensa siquiera, o piensa sólo en comer. En esta obsesión alimenticia se basa la novela del Lazarillo, aunque por sus páginas no aparecen más que mendrugos, migajas, longanizas y uvas, siempre en ridículas raciones. Conforme crece, el adolescente Lázaro irá transformando su salvaje dignidad en socializada hipocresía, hasta el punto de construir una mirada que sólo se fija en lo que le conviene y oscurece lo demás. En una representación gráfica en la que la mejora material y la dignidad de Lázaro partiesen como dos líneas paralelas aunque en desventaja entre sí, ambas líneas se cruzan en un momento de su vida para invertir su relación. Ese momento tal vez coincida con el tratado cuarto del libro, cuando Lázaro estrena sus primeros zapatos y comprende el valor capital de las apariencias. A partir de entonces, abandona paulatinamente su hambriento protagonismo y su sentido crítico para convertirse en un espectador asimilado por el sistema. Como una pieza más del corrompido sistema social, ya no pasa hambre, porque ha encontrado su lugar en el mundo, aunque sea a costa de tragarse su dignidad humana. Vive con un oficio, con casa y casado, 13
aunque ni el oficio lo haya conseguido limpiamente, ni la casa sea suya ni la esposa le sea fiel. No pasa hambre, y eso basta. Le basta a él, que viene de tan abajo; de una madre viuda que no puede mantenerlo y lo entrega como niño guía a un ciego pedigüeño, de los golpes de éste, que no le toma afecto; de la avaricia de un cura que lo mata de hambre; de la prostitución de un presuntuoso escudero que come de las limosnas que él consigue; de las “cosillas” innombrables que sufrió con otro fraile; de los engaños de un buldero; de los trabajillos malpagados de quienes se aprovecharon de él por una maldita moneda…; de una infancia y juventud terribles sobre la línea roja del desamparo. Lázaro, narrador adulto ante quien le pide cuentas por las habladurías de la gente, prefiere empezar por el principio, por su principio, antes de entrar a discutir si su mujer lo engaña o no con el arcipreste de la parroquia toledana de San Salvador, a quien sirven. Cuando su relato llega a tal punto, prefiere no discutirlo, sino empaparse de cinismo, de modo que cuando alguien quiere hablar sobre el tema, tan tabú, él le ataja y le dice: “Mira, si sois amigo, no me digáis cosa con que me pese…”. No hay más sordo que quien no quiere oír, ni más ciego que quien no quiere ver, ni hombre más afortunado que quien se construye su propia fortuna y su propia paz, aun a base de sordera y ceguera de corazón. Víctima de los demás y de sí mismo, el Lázaro adulto y narrador termina su relato con un triunfalismo con poso de amargura, todo envuelto en la ironía que lo salva: “Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna”. Lázaro ha aprendido que no se puede tener todo en la vida, máxime en un país que no mide a las personas aún por su mérito personal sino por rancios, ridículos y falsos valores de apariencia. Lázaro ha aprendido finalmente la lección que le enseña el sistema, y a partir de entonces renuncia a sí mismo para participar del orden social establecido. La historia de su vida es la historia de una muerte paulatina, la del Lazarillo que desaparece para dar lugar a Lázaro. En esa transformación no podemos ver sino a un hombre solo en un mundo sin milagros, sin fantasías, sin esperanza. Lázaro es nuestro semejante, nuestro hermano. Y por eso este relato, sobre todo y a pesar de sus múltiples escenas jocosas, es una novela triste.
3. La vida de Lazarillo de Tormes, una novela corta pero profunda
E
structura.
Esta novela anónima se divide en ocho partes: un prólogo y siete tratados. La utilización de la palabra “tratado” para referirse a los capítulos parece tener un fondo irónico, imitativo de los libros didácticos medievales, pues el narrador presenta la novela como “cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas” que “alguno que las lea halle que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite”. O sea, que su autobiografía selecta es algo insólito que bien merece contarse. Ya que alguien de importante condición social (“Vuestra merced”) le ha pedido explicaciones, él 14
va a contar el “caso muy por extenso”, es decir, desde el principio (de su vida) para “que se tenga entera noticia de mi persona”. Todo ello lo dice en el citado prólogo, antes de comenzar por el tratado primero, que es el de su nacimiento y sus primeras andanzas. Sin este prólogo, no se entendería completamente la novela, pues en él se nos aparece la realidad presente del narrador, que es también el protagonista. En el prólogo, con espíritu de carta, Lázaro se expresa desde la posición en que vive antes de emprender el cuento de su vida. Por lo tanto, se trata de un flash-back, un orden narrativo desde el final, desde un final ya conocido: Lázaro vive tras haber pasado “tantas fortunas, peligros y adversidades”. Cada tratado coincidirá, prácticamente, con un amo de los que servirá Lázaro antes de consolidarse su vida. Los tres primeros son los más largos, y coinciden con el tiempo de aprendizaje del protagonista. Los cuatro últimos, más sintéticos, dejan a Lázaro en un segundo plano, desde donde observa y aprende definitivamente a ser asimilado. El Tratado Primero es el más largo. En él cuenta Lázaro dónde y cómo nació, detalla los nombres y la situación de sus padres y avanza hasta cuando se queda huérfano. Su madre, ya viuda, se apareja con un esclavo y da a luz a un hermanito, su hermanastro. Pero como no le es imposible criarlo también a él, se lo encomienda a un ciego que paraba en el mesón donde servía. El Ciego (llamado así en la novela) no tardará en demostrar su astucia y crueldad, pues nada más salir con el pequeño que le hace de lazarillo (Lázaro será su guía) lo somete a una novatada sólo apta para inocentes: lo anima a que acerque su oído a un toro de piedra para a continuación darle un fuerte golpe contra él. Con el cabezazo despierta Lázaro a la vida y comprende por primera vez que está solo y que “el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo”. Ante este panorama tan poco halagüeño, el niño Lázaro se irá haciendo pícaro por necesidad. Tiene en el Ciego a un excelente maestro que engaña a mujeres y a crédulos piadosos en las puertas de las iglesias, donde pide. Por eso, mucho tiempo después –en el tiempo del narrador-, dirá Lázaro del Ciego que, “después de Dios, él me dio industria para llegar al estado en que estoy”. Aunque paradójicamente agradecido al Ciego ya de adulto, el niño Lázaro no puede sino albergar odio contra su primer amo, a pesar de que los siguientes serán paulatinamente peores. Además de maltratarlo físicamente, con golpes y coscorrones, el Ciego lo mata de hambre, así que el chiquillo ha de ingeniárselas para robarle, y así son memorables las escenas del cántaro de vino, que acaba estrellado contra sus dientes, de la longaniza, que le saca del esófago el avaro ciego, o de las uvas, que Lázaro come de tres en tres y no consigue engañar al traicionero viejo. Escarmentado por tan mal trato, Lázaro se vengará de su amo con una broma parecida a la que él recibió, tras la cual lo abandona. El Tratado Segundo comienza con su llegada al pueblo toledano de Maqueda. Al pedir limosna en una iglesia, el cura, que se convertirá al instante en su segundo amo, lo reclama como monaguillo, si bien no tardará en ejercer de mozo para todo y en percatarse de que si el Ciego era avaro, el cura es aún peor: “Escapé del trueno y di en el relámpago”, dice. Lázaro sólo advierte en la casa una ristra de cebollas, pero descubre un arca en el que el cura guarda el pan. Acceder a su contenido se convierte pronto en la aventura del capítulo, primero con una llave ingeniosamente comprada y después con ralladuras 15
que simulan ser de los ratones, hasta que el cura, investigador casi enloquecido al pensar incluso que una serpiente se come el pan, descubre la inteligente triquiñuela de Lázaro a golpe de garrotazo. Cuando se recupera, el cura lo despacha. El Tratado Tercero cuenta su etapa al servicio de un escudero o hidalgo que ha huido de su tierra vallisoletana por un ridículo conflicto de cortesía con un caballero de mayor rango social. El hidalgo no tiene más que una capa con la que cubrirse al pasear altanero por las calles. La casa, vacía hasta lo insoportable, es alquilada. Y en ella no sólo se desespera Lázaro esperando que vuelva su amo con algo que comer, sino que terminará preso por las deudas de alquiler cuando el escudero se marcha por no poder hacerles frente. Mientras tanto, el escudero no reconocerá ante el chiquillo su ridícula situación de hambriento y esclavo de las apariencias (la honra), ni siquiera cuando coma exclusivamente lo que consiga el limosnero Lázaro. El hidalgo siempre tiene una excusa para no aparecer como un desgraciado (material y espiritualmente): culpa al propio inmueble (fantasmal, por doble motivo) de la escasez, asegura haber comido fuera o que “hartar es de los puercos”. Lázaro terminará por compadecerse de su amo y ejercitar la mendicidad para mantenerse a sí mismo y a él. Tan “lóbrega y oscura” le llegará a parecer la casa, que cuando se lo oye decir a una recién viuda que lleva a su marido al cementerio como metáfora de éste, el chiquillo corre despavorido de vuelta para cerrar con llave, creyendo que le iban a meter al muerto allí. Cuando los dueños de la casa y la cama reclaman su dinero y el escudero ha huido, toman a Lázaro, que es finalmente salvado por intercesión de unas vecinas. El Tratado Cuarto es el más corto de todos, y también el más intrigante. Lázaro asienta con un fraile de la Orden de la Merced, pero no dura demasiado a su servicio, a pesar de darle “los primeros zapatos que rompí en mi vida”. El religioso aparece como demasiado andariego y libertino. Tanto, que Lázaro no puede seguir su ritmo y por eso, y “por otras cosillas que no digo”, lo abandona. Las tales “cosillas” han puesto a pensar, repensar e interpretar a miles de críticos a lo largo de los últimos cinco siglos, intrigados por su significado presunta y voluntariamente oculto. Se ha hablado, entre otras cosas, de sodomía y homosexualidad. Lo único seguro es que los mercedarios tenían ya fama de mundanos en aquella época. El Tratado Quinto vuelve a centrarse en otro religioso, en este caso un vendedor de bulas de la Santa Cruzada. Se trata del capítulo en el que Lázaro menos interviene como protagonista y más como espectador, asombrado por la picaresca de su quinto amo. En una u otra comarca, el buldero burla a los ingenuos parroquianos con artificios más o menos teatrales que la gente ve como milagros. Así, sorprendidos por el presunto poder divino de las bulas, se precipitan a comprarlas. Lázaro se da cuenta de los engaños y se compadece del gentío, pero calla primero y abandona al buldero después. El Tratado Sexto, casi tan corto como el cuarto, incluye las peripecias de Lázaro con dos amos: al primero, “un maestro de pintar panderos”, sólo le dedica un párrafo. Al segundo, un capellán de la catedral, servirá para venderle agua con cuatro cántaros y un burro. Se trata del primer oficio propiamente dicho que ejerce Lázaro, en el que, 16
después de cuatro años, gana dinero sólo para vestirse “muy honradamente”. Cuando se ve “en hábito de hombre de bien”, es decir, vestido con buena apariencia, deja el trabajo. El Tratado Séptimo, el último y más decisivo, empieza con el relato de su oficio como ayudante de un alguacil. Al parecerle “oficio peligroso”, reniega del mismo y, “con favor que tuve de amigos y señores”, consigue un “oficio real”, es decir, público. Se trata de pregonero de vinos, de delitos de los condenados y en ventas públicas, un trabajo humilde (el único oficio real accesible a los conversos) pero que a él le sabe a gloria. Los vinos que pregona resultan ser propiedad del arcipreste de la parroquia toledana de San Salvador. El clérigo decide casarlo con una criada suya, y él acepta, no por amor y gusto, sino porque “de tal persona no podía venir sino bien y favor”, es decir, porque le interesa para su consolidación material. Y en éstas se halla cuando al finalizar el relato de su vida reconoce que “malas lenguas, que nunca faltaron ni faltarán, no nos dejan vivir”. La gente critica que su mujer entre y salga de la casa del arcipreste, por lo que ello supone. Este asunto es el “caso” por el que el destinatario de todo el relato le pide explicaciones. Así que Lázaro cuenta cómo en cierta ocasión también él pidió explicaciones al arcipreste y éste se las dio: “Quien ha de mirar a dichos de malas lenguas nunca medrará”, le dice cínicamente el cura, y le añade: “Por tanto, no mires a lo que puedan decir, sino a lo que te toca, digo, a tu provecho”. Es decir, que el arcipreste no le niega que las habladurías tengan fundamento, sino que lo anima a mirar para otro lado. Él, que determinó “arrimarse a los buenos”, recomendación que aprendió de su madre, creyó a su definitivo amo y así “no me dicen nada, y yo tengo paz en mi casa”. De este modo se llega a un final que coincide con el “mismo año en que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró, y tuvo en ella Cortes”. Carlos I convocó, en efecto, cortes en Toledo, aunque en dos ocasiones: en 1525 y en 1538. De ahí la discusión histórica acerca de la fecha de composición de la novela.
Una galería real de personajes. La novela presenta un cuadro de personajes
con tan acertados rasgos de la realidad que, unido al hecho de contextualizar las acciones en lugares también reales en un circuito entre Salamanca y Toledo, consigue aparecer como un relato profundamente realista. En sus páginas, es tan interesante lo que se cuenta como lo que se omite, pues en tales elipsis radica asimismo la complicidad con un lector que es un buen entendedor, partícipe y constructor de todo lo narrado. El lector pone lo que falta. Poco se dice de la madre de Lázaro, de su padre o de su padrastro, pero sabemos que Antona Pérez miente o ironiza cuando le dice al Ciego que Lázaro es “hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves”, y cuando ella “confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre”, sobre todo porque el propio Lázaro ha contado antes que su padre terminó preso por achacársele ciertos robos y que participó en la batalla contra los turcos con cargo de mulero de un caballero al que servía. Por tanto, la madre se nos aparece con una excelente capacidad de revestir los hechos objetivos con la ficción necesaria que le sea precisa a su interés. Tal vez de ella, que “determinó arrimarse a los buenos”, herede Lázaro su capacidad inventiva y selectiva para sobrevivir a su propia conciencia. 17
Del esclavo negro con el se amanceba su madre, llamado Zaide, tampoco se cuenta mucho, pero es tal vez el personaje más admirable del libro, pues roba por puro amor. El padrastro de Lázaro tendría para mantenerse a sí mismo en su trabajo de herrador de bestias, pero no para sostener una familia, así que traspasa la legalidad para evitar el hambre de los suyos, y eso le cuesta la cruel condena de la pringue, que consistía en sufrir grasa derretida a fuego sobre las heridas de los azotes. El pequeño hermanastro de Lázaro, “un negrito muy bonito”, es demasiado joven como para constituir un personaje redondo, pero aun así activa la primera conciencia reflexiva y crítica del protagonista, pues al asustarse de que su padre fuera negro y no verse a sí mismo, provoca en Lázaro aquella sabia frase lapidaria: “Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se vee a sí mesmos”. El Ciego, primer amo de Lázaro, actúa también como verdadero padre y fundamento vital de la trayectoria del pícaro. En la práctica, Lázaro no tiene padre, pues el biológico muere demasiado pronto y al amante de su madre deja de verlo en poco tiempo. Así que cuando el chiquillo despierta a la vida se encuentra sirviendo al Ciego, del que aprende casi todo lo que no le enseña el hambre. El Ciego, prototipo de tantos mendigos de la época, es despiadado y cruel con el niño, pero también astuto y profeta. Mientras está con él, Lázaro se percata sólo de lo primero, pero luego se dará cuenta también de lo segundo, cuando la vida le exige enseñanzas que, apenas sin advertirlo, le había regalado el Ciego. Es este primer amo quien vaticina el valor salvífico que tendrá el vino en su vida, no sólo porque le sane de las heridas, sino porque acabará pregonándolo y constituyendo así el sustento de su vida; también hace lo propio con las sogas de esparto y con los cuernos, pues las primeras serán para Lázaro una imagen inolvidable cuando pregone los delitos de los ahorcados y los segundos constituirán un destino ineludible en su matrimonio con casada infiel. De entre todos los amos, solo al “sagacísimo Ciego” admirará de veras Lázaro, pues, sin ver, fue el que más luz arrojó a su vida. El cura de Maqueda, por su parte, es un ejemplo vivo de tacañería, con lo cual inaugura una serie de críticas de la novela al clero que le ha valido la interpretación de erasmista y la censura histórica por parte de la Iglesia Católica. Darle de comer al niño las sobras de unos huesecillos roídos por él mismo o los despojos de panes que presuntamente comieron los ratones lo retrata magníficamente. El cura pone toda su inteligencia en defender su avaricia y, una vez que descubre los hurtos de Lazarillo, lo pone en la calle como si fuera un bicho maldito. El hidalgo aparece en la novela para representar a una numerosa clase social que ya puede vivir únicamente de la vaporosa honra y nada más. Con su presunción un tanto ingenua, vaticina a otro hidalgo también novelero, el de La Mancha que consolidaría la novela moderna medio siglo después. Es inevitable pensar en Don Quijote cuando encuentra al vagabundo Lázaro y le pregunta si busca amo. “Pues vente tras mí; que Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna buena oración rezaste hoy”. Conforme pasan las páginas del tratado tercero, el hidalgo irá perdiendo simpatía a ojos del lector, pues su fantasía no es tan liberal como la de Don Quijote, sino de un egoísmo tal que 18
lo acaba atrapando a él mismo como primera y verdadera víctima. Serán memorables las imágenes que arroja la novela del escudero dando buena cuenta de los panes que consigue Lázaro, para los que, aun más que hambriento, siente escrúpulo por si no han sido amasados por gente limpia de sangre (cristianos viejos); saliendo de casa con un palillo de dientes para demostrar públicamente que come; o huyendo, en fin, a probar suerte en otro lugar que le permita interpretar el mismo ridículo teatro. En este mismo tratado, las mujercillas que parecen ser prostitutas, vecinas de la casa alquilada, aparecen como las únicas solidarias del mundo exterior por el que transita Lázaro, y no deja de ser significativo que sean éstas, y no ningún cura, las que se apiaden de él y lo socorran, tanto dándole de comer como liberándolo de la Justicia. El fraile de la Merced es mal ejemplo para su orden y, por extensión, para todo el catolicismo, uniendo su condición andariega y poco piadosa al resto de los clérigos que aparecen en la novela. Los zapatos que rompía constituyen una metáfora clarísima de su poco apego a la oración o al sosiego, y las “cosillas” que Lázaro no dice y por las que se aparta de él despiertan la imaginación hacia la lascivia más escandalosa. Es posible que el buldero, su quinto amo, no aparezca a ojos del lector como demasiado antipático, pues sus argucias milagreras lo sitúan por encima de las bobaliconas masas de cristianos viejos, que creen ingenuamente cuanto artificio parece separarlos de moros o judíos. Sin embargo, sus prácticas malévolas para enriquecerse destapan una realidad eclesial que llevará al tratado a ser el más perseguido y temido por la Iglesia hasta fechas muy recientes. La Justicia tampoco aparece bien parada ni a través del alguacil al que sirve Lázaro en el tratado séptimo, al que maltratan unos “retraídos” en tan “oficio peligroso”, ni a través de los otros alguaciles que aparecen en la novela: el que junto al escribano tiene “gran contienda y ruido” con los acreedores en la casa alquilada por el escudero o el que le sirve de compinche al buldero. El arcipreste de San Salvador, en fin, otro cura, aparece en la obra como el colmo del cinismo, al no reconocerle a Lázaro su impúdica relación con su esposa, sino recomendarle que calle para su propio beneficio. La mujer de Lázaro no aparece claramente definida, si no es por el también cínico y taimado narrador que es capaz de asegurar de ella que “es la cosa del mundo que yo más quiero y la amo más que a mí”. En rigor, se trata del instrumento por el que Lázaro alcanza el estado en que el que está, según apunta en el prólogo, y por tanto no es extraño que la ame más que a su propia persona. Cuando Lázaro apunta la posibilidad de que hubiera parido tres veces antes de casarse con él o de que le fuera infiel, ella sabe interpretar perfectamente el rol de esposa escandalizada, lo cual beneficia a todos: a ella misma, que mantiene su estatus sin que le nombren más las críticas externas; al arcipreste, que queda a salvo de sorpresas; y al propio Lázaro, que oye sólo lo que quiere oír.
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Una novela anónima (para siempre). Prácticamente desde que se publica La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades en 1554 comienza una lotería por acertar quién hubiera podido escribir una obra tan atrevida y tan crítica con la sociedad española del siglo XVI. No extraña su anonimato, pues su autor hubiera corrido el riesgo de enfrentarse a los poderes fácticos y oficiales de la época: la Iglesia, la Justicia o la Nobleza, entre otros. Pero ello no es óbice para que desde el principio se apuntaran nombres con razonamientos más o menos acertados. El hecho de que se hayan conservado cuatro ediciones de la novelita en cuatro ciudades distintas despista aún más. Hasta el pasado siglo, sólo se conocían tres ediciones: las aparecidas en Burgos, Amberes y Alcalá de Henares (ésta con interpolaciones no atribuibles al primer autor). Las posteriores investigaciones de Francisco Rico y Alberto Blecua concluyen que hubo una primera edición, perdida, de la que derivarían la de Burgos y otra también extraviada. Esta última, a su vez, sería el origen de las que sí se conocen de Amberes y Alcalá de Henares. La primera edición, posiblemente realizada en Burgos, se remontaría a 1552 ó 1553. Para colmo de misteriosas apariciones, en 1995, se descubre una nueva edición de la novela, impresa en Medina del Campo (Valladolid). En cuanto a los posibles autores, la más temprana atribución, del siglo XVII, se refiere al fraile jerónimo Juan de Ortega, pues en su celda se halló un borrador manuscrito. También se le atribuyó al poeta y diplomático Diego Hurtado de Mendoza, quien hasta 1554 gobernaba Siena (Italia) en nombre del emperador Carlos I. Ya en el siglo XX, se ha pensado en la paternidad de escritores erasmistas como Alfonso o Juan de Valdés. Con respecto al primero, existe elaborada una profunda tesis de la investigadora Rosa Navarro Durán. Por otro lado, también ha salido a relucir el nombre del escritor toledano Sebastián de Horozco, pues parece haber semejanzas entre la novela que nos ocupa y la obra del toledano. También han aparecido nombres con menos fortuna como Lope de Rueda, Pedro de Rhúa o Hernán Núñez de Toledo. Una de las últimas atribuciones ha sido la del valenciano Juan Luis Vives, según ha apuntado Francisco Calero en 2003. Según Calero, “si los estudiosos hubieran leído en latín a Vives [lengua en la que normalmente escribía], habrían dado antes con el autor del Lazarillo. Nadie pensó que un escritor en latín hubiera podido crear una obra tan genial en castellano”. Pero el debate prosigue. En cualquier caso, el autor, fuese quien fuese, logró su propósito de permanecer en el más histórico de los anonimatos. Como ha insistido Américo Castro, pudo tratarse de un judío converso, marcado por la deshonra, que somete a la sociedad cristiana de la época a una dura crítica por sus ridículos convencionalismos. Fuera quien fuera, escribió, calló y logró un triunfo literario para el que no cesan los aplausos.
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BIBLIOGRAFÍA
ANÓNIMO: La vida de Lazarillo de Tormes, ed. de Alberto Blecua, Madrid, Castalia, 1984. ANÓNIMO: La vida de Lazarillo de Tormes, ed. de Francisco Rico, Barcelona, Planeta, 1980. BLANCO AGUINAGA, RODRÍGUEZ PUÉRTOLAS y ZAVALA: Historia social de la literatura española, Ed. Akal (Biblioteca de Ensayo), 3ª edición, Madrid, 2000. RICO, Francisco: Breve biblioteca de autores españoles, Seix Barral (Biblioteca Breve), Barcelona, 1991. VV.AA: Historia y crítica de la Literatura Española, al cuidado de Francisco Rico. Tomo II: Siglos de Oro: Renacimiento, por Francisco López Estrada, Crítica, Barcelona, 1980. VV.AA: Historia y crítica de la Literatura Española, al cuidado de Francisco Rico. Tomo III: Siglos de Oro: Barroco, por Bruce W. Wardropper, Crítica, Barcelona, 1983.
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LA VIDA DE LAZARILLO DE TORMES, Y DE SUS FORTUNAS Y ADVERSIDADES
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Prólogo
Y
o por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto, para ninguna cosa se debría romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar della algún fruto; porque si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de que, se las alaben ; y a este propósito dice Tulio: “La honra cría las artes ”. ¿Quien piensa que el soldado que es primero del escala, tiene más aborrecido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse en peligro; y así, en las artes y letras es lo mesmo . Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: “¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!” Justó muy ruinmente el señor Debería. De ella. La reflexión es más que curiosa viniendo de un autor que no firma (por motivos ajenos a su voluntad, ya se entiende) la historia que escribe. Todo el primer párrafo es una sarta de tópicos retóricos que buscan interesar al receptor de la historia que se dispone a contar. En cualquier caso, no deja de ser interesante para el espíritu de la obra (novela pícara y moderna) el hecho de que el narrador combine con cierta maestría las referencias a autores clásicos como Plinio o Marco Tulio Cicerón con obviedades muy del gusto popular como glosar el refrán de que ‘el libro de los gustos está en blanco’. Por otro lado, hay cierta ironía desde el principio en el hecho de considerar la historia de su vida una “cosa tan señalada, y por ventura nunca oída ni vista”. Se parodia, en este sentido, el carácter didáctico de los cuentos medievales. De la. (En el siglo XVI era todavía habitual el uso del determinante artículo el ante los sustantivos que empezaban por vocal). Mismo. Del verbo justar, sinónimo de combatir en una justa.
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don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas. ¿Qué hiciera si fuera verdad? Y todo va desta manera: que confesando yo no ser mas santo que mis vecinos, desta nonada10, que en este grosero11 estilo escribo, no me pesara que hayan parte12 y se huelguen13 con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades. Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues V.M.14 escribe se le escriba y relate el caso15 por muy extenso, parecióme no tomalle16 por el medio, sino por el principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna17 fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto18.
Se trata de un pequeño sayo que solía llevarse debajo de la armadura. De esta. 10 Cosa sin importancia, nimiedad. 11 Basto, rústico. 12 Tomen parte, participen (se refiere a los lectores). 13 Se regocijen, se diviertan. 14 Pronombre estilizado que significa lo mismo que “usted” (la segunda persona del singular), y que es el destinatario inmediato del relato de Lázaro, ya adulto. Con respecto a esta misteriosa persona se ha debatido si se trata del propio arcipreste con cuya criada acabará casándose Lázaro o incluso si se trata de un hombre o de una mujer. Parece ser más bien lo primero. 15 El famoso caso que da pie a toda la historia de Lázaro de Tormes contada por él mismo. El caso de su vida es el paradójico ascenso hasta conseguir no pasar hambre a cambio de un descenso en su nivel de honra. Cuenta el caso para justificar su situación. 16 Al uso del pronombre enclítico (por detrás del verbo) hay que acostumbrarse al leer obras de los Siglos de Oro y aún más antiguas. En este caso, diríamos hoy: “Me pareció no tomarle…”. 17 La diosa Fortuna (en la mitología romana, la diosa de la Suerte), por eso va con mayúscula. El sustantivo fortuna es muy significativo en la novela, no sólo porque aparezca en el propio título, sino porque en su relativa consecución basa la obra su máximo interés. Tras diversos infortunios, Lázaro se confiesa afortunado al final, aunque es discutible el sentido que le da a su fortuna (¿fortuna material o fortuna de su honra?). 18 La alegoría rodea a la diosa Fortuna y a los desgraciados, los cuales, sin haber tenido el apoyo de ella, han cosechado éxito en sus vidas, como le ocurre al propio Lázaro, que cuenta su vida desde una perspectiva de triunfo, por haber salido de la miseria (material), según detalla justamente al final del relato, cuando dice: “Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna”.
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LAZARILLO DE TORMES
TRATADO CUENTA LÁZARO SU VIDA, Y CÚYO HIJO FUE
TRATADO PRIMERO Cuenta Lázaro su vida, y cúyo hijo fue
P
ues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes , por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña, que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí: de manera que con verdad me puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo que fue preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados . En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida. Es probable que estos epígrafes no sean obra del primer autor, máxime si se tiene en cuenta la focalización en tercera persona. La expresión “cúyo hijo fue”, que significa “de quien fue hijo” viene cargada de segundas intenciones, pues no alude sólo a los padres naturales de Lázaro, a los que se hace referencia al principio del tratado, sino al Ciego, el primer amo que lo recibe por hijo y del que el propio pícaro llegará a decir: “Después de Dios, éste me dio la vida”. Este río nace en la Sierra de Gredos, provincia de Ávila; atraviesa la de Salamanca y desemboca en el Duero después de discurrir por las dos citadas provincias a lo largo de 284 kilómetros. En ambos verbos en tiempo pretérito se repite el uso del pronombre enclítico ya explicado: “le tomó el parto y me parió allí”. Al margen de la paródica referencia al nacimiento en un río de Lázaro, como el Amadís de Gaula –el más famoso de los caballeros andantes, también referente para la parodia en El Quijote-, este comienzo está plagado de ironías al utilizar un conocido tono evangélico en las cuitas de su padre. En rigor, las Bienaventuranzas de Cristo incluyen a los perseguidos, aunque por defender el nombre de Jesucristo, no por otros motivos tan mundanos. Mulero. Acabó su vida, es decir, murió.
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Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno dellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban , vinieron en conocimiento10. Éste algunas veces se venía a nuestra casa, y se iba a la mañana; otras veces de día llegaba a la puerta, en achaque11 de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo al principio de su entrada, pesábame con él y habíale12 miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos. De manera que, continuando con la posada y conversación13, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padre trebejando14 con el mozuelo, como el niño vía15 a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía dél con miedo para mi madre, y señalando con el dedo decía: —¡Madre, coco! Respondió él riendo: —¡Hideputa!16 Yo, aunque bien mochacho17, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos18!”
Ese afán de “arrimarse a los buenos” será proverbial en la vida de Lázaro, que lo intenta incansablemente hasta pagar el precio de su propia honra. Negro. No es extraña la raza negra en el siglo XVI y en la España descubridora de América, además de potencia colonial en África. A finales del XV, se calcula que había en nuestro país unos 100.000 negros, sobre todo en Andalucía. Hay incluso quien mantiene que el padre de Lázaro no era negro, sino moro y que en aquella época se conocía con el apelativo de negro (del latín niger) a cualquier esclavo procedente de África. Cuidaban. 10 Tuvieron relaciones sexuales. 11 Con la excusa de. 12 Le tenía. 13 En el sentido de consolidar la relación entre ambos. 14 Jugueteando, retozando. 15 Veía. 16 Como en la actualidad, la interjección aunaba los sentidos de insulto y exclamación afectiva. En cualquier caso, se juega también con su significado literal. 17 Muchacho (vacilación vocálica). 18 A sí mismos. El pequeño Lázaro saca sabias conclusiones desde sus primeros pasos en la vida.
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Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide19, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo20, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas21, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas22, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas23 y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto. Y probósele cuanto digo y aun más, porque a mí con amenazas me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron24, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario25, que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese. Por no echar la soga tras el caldero26, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban. En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle27, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de
19 Nombre muy propio de moriscos; recuérdese lo apuntado en la nota 26. 20 El criado encargado del control de la casa del Comendador de la Magdalena. 21 Cepillo de púas o bayeta para limpiar caballos. 22 Fingía que se perdían, es decir, robaba. 23 Se nota aquí, como en otros pasajes, la intención irónica y anticlerical del Lázaro narrador, quien asegura que el clérigo roba a los pobres y el fraile a su convento (casa) para satisfacer a sus amantes o mancebas (devotas) o para quedarse con otro tanto, por lo que no ha de sorprendernos que también lo haga un esclavo por amor. 24 Castigo que consistía en echar grasa o tocino derretido al fuego sobre las heridas causadas por los azotes o latigazos. 25 Cien azotes que recibían las mujeres que, en aquella época, cometían lo que se consideraba un delito: cohabitar con un hombre que profesara otra religión distinta a la católica. 26 “Echar la soga tras el caldero” (en el sentido que se deduce de caérsele a alguien incluso la soga cuando intentaba sacar agua del pozo) es un refrán que significa “echarlo todo a perder”. En este caso, el narrador juega asimismo con el sentido literal, pues si el caldero se toma aquí por el de la pringue con que fue atormentado el padrastro de Lázaro, aquí significa “por no ser ahorcada después de ser pringada”. 27 Se omite el atributo: “pareciéndole que yo sería [bueno, ideal] para adestralle…”. Esta última palabra proviene de “mano diestra”, es decir, derecha, con lo que aquí “adestralle”, que hoy sería “adiestrarle” significa “guiarle”.
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EL LAZARILLO DE TORMES