1 minute read

DECLARO LA GUERRA EN CONTRA DE MI PEOR ENEMIGO

Joaquín Emmanuel De La Torre Herrera

ciertos días qUisiera gritar: “Basta, ya no juego”. La infancia en la cual jugábamos a matar y morir al salir de la escuela no era un paraíso perdido y, aún así, todavía de adultos tenemos la garganta y los labios resecos de tantas risas de aquel entonces. Después de la hora de la comida, recuerdo que extendía la mano en el mostrador de la tienda lleno de angustia por ofrecer una moneda con un valor incierto y preguntar: “¿Señor, para qué me alcanza?”.

Advertisement

Extraño las reglas simples en la explanada de la colonia. Gritar: “¡Pido tiempo!” si me raspaba la rodilla, enjuagarla y soplarle para contener la sangre. Frenar la guerra y beber un chorro de agua fresca en el grifo de la esquina. Atarme las agujetas y seguir corriendo; seguir.

La infancia no es un paraíso perdido. Cuando vivía en Veracruz, a mi vecino le enseñaron ciertos métodos para evitar al mosco del dengue cuando cursaba la primaria. Antier —me dijo mientras fumábamos un cigarro durante el descanso en las escaleras— su sobrina de trece años aprendió a meterse bajo una banca en caso de balacera; mismo colegio, misma ciudad.

Ayer torturaron y asesinaron a cinco personas frente al jardín de niños de mi hijo mientras él jugaba con sus compañeritos a los policías y ladrones durante el recreo. La prensa declaró que habían pagado para matar sólo a uno y “los otros cuatro fueron de pilón”. El dinero —se comenta— llegó desde aquella ciudad donde sicarios e infantes aprenden a tirarse pecho tierra sin la oportunidad de gritar “pido tiempo”. El comandante de la policía capitalina declaró que los asesinos eran simples rateros y que las cosas se salieron de control por su inexperiencia, como si se tratara de un juego con reglas nuevas o como si alguien hubiera olvidado que debía gritar: “¡Basta!” tras una declaración bélica en lugar de correr.

Y así la vida sigue y avanza en medio de una guerra que no es ningún juego. La infancia es cruel, pero nunca hubo paraíso: nuestras rodillas sangraban al rasparse y, ahora, en la edad madura, nuestro hígado se envenena más rápido de lo que puede sanar.

Sin embargo, mi mayor preocupación aún es preguntar: “¿Te sientes bien?” si alguien se tropieza, extenderle la mano, ofrecer una sonrisa incierta y ver para qué nos alcanza.

This article is from: