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LA SANGRE ES COMO EL POLVO
from Ágora número 32
by Ágora Colmex
Rosa Isela Valencia García
—Parece que va a llover— dijo el hombre con la vista clavada en una nube que se encontraba en la punta del lejano y desértico cerro.
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—No digas tonterías, eso no pasará. Hace dos años que no pasa. La sangre de quienes nos hemos atrevido a quedar aquí se ha vuelto polvo. Dentro de poco, el último riachuelo que queda para abastecernos de agua terminará por secarse— dijo la mujer de cabellos metálicos, tratando de descifrar en el aire algún rastro de humedad con el olfato.
—Tal vez llueva hoy— repitió señalando con el dedo y esperando que ella pudiera seguirlo con aquellos ojos sin luz. Recordó la falta de aquel sentido y agregó —Hay una nube ahí, a lo lejos, en el Tejero— sin despegar la vista de esa dirección.
Se estaban pudriendo en vida. Él no sabía por qué seguía a su lado, tal vez el miedo al castigo eterno del que le hablaron desde niño o quizás el saberse solo en un mundo ajeno y extraño del que poco o nada sabía.
¿Sería acaso la obligación que sentía de quedarse a su lado? Pese a la amarga niñez que noche a noche se atravesaba en sus sueños, como una negra serpiente que asfxiaba cualquier memoria y le recordaba que nunca había sido feliz. La miraba con lástima, o al menos así creía él. Volteó a ver su rostro endurecido; aunque sus ojos no servían ya, su boca áspera siempre tenía qué decir y, cual Moira, ella juzgaba lo que consideraba su carácter y su vida, escritos invisibles en el vaho de sus palabras, como amargas sentencias:
—Eres un inútil soñador, igual que tu padre. Se murió por eso, ¡por tonto!, ¡por apostar todo a esta tierra! Sus huesos no sirvieron ni de abono, los tuyos apenas me sirven de sostén. ¡Despierta antes de que termines como él!—. Se levantó de la silla, tomó el palo que usaba de bastón y se dirigió a la casucha en donde tenía una vieja poltrona en la que hacía la siesta de la tarde.
Él se quedó afuera, estático, mirando la nube a lo lejos. Por más veces que hubiera escuchado aquello, esa ocasión fue diferente, como si la tormenta que no cayera en años, la sintiera en lo más hondo del corazón. Sus venas parecían electrifcadas, se le erizó la piel. Trató de recordar, de hacer memoria de un buen momento a su lado. Inútil. Volvió a mirarse tiempo atrás, pequeño y lánguido niño a sus ocho años, harapiento, yendo al catecismo: “Honrarás a tu padre y a tu…”
No logró continuar con la oración. Las lágrimas recorrieron su rostro. Los labios secos le sabían a sal. No supo cuánto tiempo estuvo así, con la cabeza agachada. Oscurecía. Entró en silencio a la casa. Después de unos cuantos minutos salió, el tintineo de las llaves sonaba en el bolsillo de su chaqueta. Caminó sin voltear atrás, no fuera a arrepentirse a última hora. Pero no pudo evitar mirar hacia arriba, ahora la nube se veía cada vez más cercana. No, ya no era una nube, se había multiplicado. Los pocos habitantes que quedaban en el pueblo salieron a ver con asombro. Abrían los brazos al cielo, algunos lloraban. ¡Aquel era un verdadero milagro!
Ella no lo supo hasta que escuchó los gritos de los vecinos, después, el ruido de una camioneta partir a toda velocidad. Se paró de inmediato, de sus piernas resbalaron algunos fajos de billetes que pateó y, con pasos temblorosos, se dirigió a la puerta.
Afuera olía a humedad. Una gota le cayó en la frente, luego otra y otras más. Los gritos de algarabía se oyeron a lo largo del pueblo, pero ella no los escuchaba porque sólo seguía con el oído el ruido de aquel motor hasta que el sonido se perdió rumbo a la carretera.