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LA ESCUELA DESPUÉS DEL COVID

Lecciones Sobre El Cuidado

Por: Miguel A. Sahagún

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Vivimos en una época prodigiosa y convulsa. Hemos atravesado tiempos complejos en muchos sentidos, hemos perdido seres queridos y hemos experimentado el miedo en sus distintas intensidades y formas. La pandemia nos sacudió con fuerza; ante ella, no tuvimos más re- medio que reorganizar nuestros estilos de vida de muchas maneras. El campo de la educación no fue la excepción: desde el preescolar hasta el posgrado tuvimos que abandonar la rutina de arreglarnos para desplazarnos a nuestras escuelas y universidades, de encontrarnos, saludarnos y conversar, de mirarnos cara a cara. Todo se redujo a hablar a través de una pantalla. Algunos docentes no fueron capaces de ajustarse al cambio. Ciertamente, no todas las instituciones ofrecieron las herramientas y orientaciones básicas para el nuevo escenario. Por el lado de los y las estudiantes, se asumió que todo el mundo contaba con las condiciones mínimas necesarias para atender clases en línea, lo cual en un país como el nuestro no se justificaba de ningún modo. No todo el alumnado tenía acceso a una computadora; algunos se conectaban a través del celular. Otros ni siquiera contaban con una conexión a internet o tenían una de mala calidad, como llegó a ocurrir con buena parte del personal docente. Hasta ahora estoy hablando de dificultades más bien técnicas. Hubo otras quizá no tan evidentes, pero con un calado mucho más profundo.

¿Qué hay de la angustia de ver un mundo patas arriba? La convivencia en las familias se intensificó a tal punto que los casos de violencia crecieron; se presentaron separaciones y divorcios; muchas personas perdieron su trabajo o vieron sus negocios orillados a la extinción; la sintomatología ansiosa y depresiva creció de forma notable, a tal punto que prácticamente todos los colegas dedicados al acompañamiento psicológico me relataban que la demanda por sus servicios se había incrementado a tal punto que no se daban abasto para cubrirla. ¿Cómo se puede atender una clase de estadística a través de un teléfono celular cuando sabes que tu padre está intentando vender el carrito de chaskas que ya no pudo usar debido a la contingencia?

No voy a decir que las y los docentes enfrentamos los peores retos de la pandemia; está claro que el personal de salud y los responsables de servicios considerados esenciales tendrían que ocupar el primer lugar. Sin embargo, la necesidad de establecer una relación con el otro —el educando— en condiciones tan precarias llegaría a pasar factura. Nos vimos en la necesidad de hablar de lo que estaba ocurriendo; nos vimos explorando formas de conectar con los y las estudiantes, de hacer ese clic indispensable para el aprendizaje. Cada estudiante y cada docente fue acumulando experiencias de frustración y de logro, en lo que acabaría dejándonos un regusto agridulce.

Las secuelas de la pandemia están aquí, nos envuelven y nos atraviesan de muchas maneras: algunos docentes sienten una suerte de angustia aparentemente inexplicable al colocarse frente a grupo; hay estudiantes que tiemblan cuando tienen que hablar frente a sus compañeros; algunos sufren lo que se conoce como Covid de larga duración: dificultad para concentrarse, fatiga, problemas con la memoria, etc. Otros acarrean la pena de haber perdido a personas muy cercanas sin haber siquiera tenido ocasión de despedirse. Otros viven en contextos familiares que a duras penas van recuperando una precaria estabilidad económica en nada parecida a las condiciones que tenían antes de la pandemia. Otros, profesores y docentes, no han logrado zafarse de las garras de la preocupación o la tristeza, no han logrado volver al equilibrio del que gozaban antes de marzo de 2020. El trabajo en las escuelas es más arduo, nos exige más a todos los involucrados: en los niveles básicos, profesores, directivos y padres de familia llevan la carga de estar atentos a lo que ocurre con niños y adolescentes. En los niveles superiores, los padres de familia dan un paso atrás y los propios estudiantes se ven en situación de asumir una mayor responsabilidad: escuchar, estar atentos al otro.

“Otros viven en contextos familiares que a duras penas van recuperando una precaria estabilidad económica en nada parecida a las condiciones que tenían antes de la pandemia.”

La pandemia nos ha roto un poco a todos. Unos más rotos que otros y rotos de distintas partes. La singularidad está en primera fila: hay tantas secuelas como personas. La práctica del cuidado emerge como exigencia inexcusable en los procesos de enseñanza y de aprendizaje. Escuchar, estar atentos a lo que les pasa al otros, a sus condiciones, a sus afecciones. Generar y sostener espacios para que se hable de lo que nos pasa, encontrar lo que nos mueve en el camino del aprendizaje significativo, fomentar la integración de quienes parecen quedarse un poco al margen, saber a dónde se puede derivar a aquellos cuyo sufrimiento les dificulta el día a día. Aprender a cuidarnos para poder realizar nuestras labores; ese es el tamaño del reto.

Miguel A. Sahagún

Doctor en psicología social (2009) por la Universitat Autònoma de Barcelona. Desde agosto de 2013, es profesor de tiempo completo en el Departamento de Psicología de la Universidad Autónoma de Aguascalientes (México), realizando docencia e investigación en psicología social y metodología de la investigación. Es coordinador de la Maestría en Investigación en Psicología de la UAA y miembro del núcleo académico del Doctorado Interinstitucional en Psicología. Su trabajo de investigación se enmarca en la línea de prácticas de cuidado, instituciones y discurso. Ha sido becario del Ministerio de Educación, Cultura y Depósito (España); del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (México) y de la Agència de Gestió d’Ajuts Universitaris i de Recerca (España). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (México).

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