Otros Titulos Los Cisnes salvajes y otros cuentos es una recopilación de diez maravillosos cuentos de Hans Christen Anders autor de cientos de cuentos celebres infantiles clásicos . En el que dará vida a cientos de increíbles aventuras que te enseñaran que el bien siempre vence sobre el mal y te trasportaran a un mundo lleno de villanos, amor y fantasía. Este libro se termino de imprimir el miercoles 29 de abril del 2015. El material utilizado es papel Royal Natural y la tipografía Dustismo roman 14/17
Los Cisnes Salvajes y otros cuentos
Hans Christian Andersen
Los Cisnes Salvajes y otros cuentos.
Los Cisnes Salvajes y otros cuentos.
Hans Christian Andersen
Editorial
JT
Jet´aime
Índice.
1era edición: 2015 cuentos de fantasia desde 1908 por Hans Christian Andersen Calle Santo domingo #27-c ciudad de México www.editorialesjetaimee.com ISBN: 00-00-001 Edición impresa por: Aimeé Catalina Barajas Rojas toda información sobre el archivo y su contenido en la pagina de donde se saco el texto: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos Todos los derechos reservados de esta edicion de recopilació de los cuenentos de Hans Christian Andersen e ilustraciones de Aimeé Barajas para la editorial JeT´aime cualquier reproduccion tendra repercusiones legales, ó sin el permiso del propietario de los derechios de autor Advertencia: este es un ejercicio de la materia Diseño Editorial.
El Ave fénix EL Patito feo El Soldadito de plomo El Traje nuevo del emperador La Cerillera La Piedra Filosofal La sirenita Los Cisnes salvajes Los zapatos rojos Pluma y tintero Biografía Obras
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Cuentos de
Hans Christen Andersen
El Ave
Fenix
En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo. El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando El Ave Fenix
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las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas. Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla. ¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg. ¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste
tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas. ¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia. En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!.
Hans Christen Andersen
El Ave Fenix
FIN 9
El
patito feo
¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá
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El Patito Feo
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comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón. -¡Cuac, cuac! -dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos. -¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo. -¿Creen acaso que esto es el mundo entero?- preguntó la pata-. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos -agregó, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo y fue a sentarse de nuevo en su sitio. -¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? -preguntó una pata vieja que venía de visita. -Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… -dijo la pata echada-. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos Hans Chrisnten Andersen
se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme? -Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper -dijo la anciana-. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… -Creo que me quedaré sobre él un ratito aún -dijo la pata-. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño. -Como quieras -dijo la vieja pata enojada, y se alejó contoneándose. Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó: -¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua. -¡Cuac, cuac! -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba El Patito Feo
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sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros. -No es un pavo, por cierto -dijo la pata-. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato-. Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato. -¡Vean! ¡Así anda el mundo! -dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila-. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede Hans Chrisnten Andersen
alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!, todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz: -¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo. Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello. -¡Déjenlo tranquilo! -dijo la mamá-. No le está haciendo daño a nadie. -Sí, pero es tan desgarbado y extraño -dijo el que lo había picoteado-, que no quedará más remedio que despachurrarlo. -¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo. -Eso ni pensarlo, señora -dijo la mamá de los patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. El Patito Feo
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Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros. Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. -De todos modos, es macho y no importa tanto -añadió-, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida. -Estos otros patitos son encantadores -dijo la vieja pata-. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena. Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas. -¡Qué feo es! -decían. Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral. Hans Chrisnten Andersen
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían: -¡Ojalá te agarre el gato, grandulón! Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié. Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires. “¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumada de cansancio y tristeza. A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero. -¿Y tú qué cosa eres? -le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía. -¡Eres más feo que un espantapájaros! -dijeron los patos salvajes-. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas. El Patito Feo
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¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano. Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes. -Mira, muchacho -comenzaron diciéndole-, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. -¡Bang, bang! -se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua. Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala Hans Chrisnten Andersen
cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo! El patito dio un suspiro de alivio. -Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme -se dijo. Y se tendió allí muy quieto, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires. Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies. Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo. El Patito Feo
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En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija. Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo. -Pero, ¿qué pasa? -preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido-. ¡Qué suerte! -dijo-. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! le daremos unos días de prueba. Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más importante, al patito le parecía que sobre esto podía haber otras Hans Chrisnten Andersen
opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo: -¿Puedes poner huevos? -le preguntó. -No. -Pues entonces, ¡cállate! Y el gato le preguntó: -¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas? -No. -Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas. Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que -¡no pudo evitarlo!- fue y se lo contó a la gallina. -¡Vamos! ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear. -¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! -dijo el patito feo-. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el fondo! -Sí, muy agradable -dijo la gallina-. Me parece que te has vuelto loco. ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse? El Patito Feo
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-No me comprendes -dijo el patito. -Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas. -Creo que me voy a recorrer el ancho mundo -dijo el patito. -Sí, vete -dijo la gallina. Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era. Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Hans Chrisnten Andersen
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas. Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen. El Patito Feo
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¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo. A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo. Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metiose de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzose de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El Hans Chrisnten Andersen
patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída. Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera. Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía. -¡Volaré hasta esas regias aves! -se dijo-. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los El Patito Feo
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picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno. Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas. -¡Sí, mátenme, mátenme! -gritó el desventurado pato, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne! Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos. En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó: -¡Ahí va un nuevo cisne! Y los otros niños corearon con gritos de alegría: -¡Sí, hay un cisne nuevo! Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles. Hans Chrisnten Andersen
-¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!. Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón: -Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo-. FIN
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Soldadito plomo El
Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue pura alegria: -¡Soldaditos de plomo!- Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa. Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia. El Soldadito de plomo
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En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una. -“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”se dijo-“¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella, igual me encantaria conocerla”-.
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Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio. Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos, de pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y -¡crac!- se abrió la tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte. -¡Soldadito de plomo! -gritó el duende-. ¿Quieres
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hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?. Pero el soldadito se hizo el sordo. -Está bien, espera a mañana y verás -dijo el duende negro. Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguie puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle. La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: «¡Aquí estoy!», lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar. Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle. -¡Qué suerte! -exclamó uno-. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar. Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el Hans Christen Andersen
agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro. De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón. “Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro.» Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla. -¿Dónde está tu pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, enséñame tu pasaporte! Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. Había que ver cómo rechinaba los El Soldadito de plomo
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dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí. -¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte! La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; se hallaba a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos: -¡Adelante, guerrero valiente! -¡Adelante, te aguarda la muerte! Hans Christen Andersen
En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era. Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba: -¡Un soldadito de plomo! El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello. Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. El Soldadito de plomo
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Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra. De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello. El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de Hans Christen Andersen
plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón. FIN
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Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”. La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser Hans Christen Andersen
invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida. -¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche. «Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y El Traje nuevo del Emperador
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todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz. «Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él». El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra. Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela». -¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores. -¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo Hans Christen Andersen
y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente. -Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo. Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías. Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver. -¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía. «Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo. -¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador. El Traje nuevo del Emperador
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Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados. -¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela. «¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso». -¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. Hans Christen Andersen
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales. Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo! Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: -Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela. -¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había. -¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?, se quito el Emperador sus prendas, y los dos simularón ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. El Traje nuevo del Emperador
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Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo. -¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! -El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias. -Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido. Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía: -¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo! Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél. Hans Christen Andersen
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. -¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño. -¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada! -¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al Emperador, mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola. FIN 47
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La
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¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. La verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo La Cerillera
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día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir. En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, Hans Christen Andersen
¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano. Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared. Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a La Cerillera
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lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego. «Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa. -¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor. Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca Hans Christen Andersen
sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo. FIN
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Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia.En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa. El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú.
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Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín. El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos soberanos. Venían las aves polares y también la cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las aves: el ciervo, la ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían allí en su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Hans Chrisnten Andersen
Cada torre se erguía como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había una escalera. Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como unos balcones a los que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no hacía falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más sabio de los hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su nombre es tan difícil de pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que aún quedan por realizar; pero no más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. La Piedra Filosofal
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Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con extraña intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol del Sol. También él, tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando viene el Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma... sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna», respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y cómo? «Allá en el cielo -contestaban las gentes piadosas-, allí es donde vamos». «¡Allá arriba! -repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas ¡allá arriba!» Hans Chrisnten Andersen
Y veía, dada la forma esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, según el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el «cielo luminoso» se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabía bien poco de lo que tanto nos importaría saber. En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la La Piedra Filosofal
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del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la muerte» no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía «El libro de la Verdad»? Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante sus ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer en su propio libro. Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad suficiente. Hans Chrisnten Andersen
Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayoría de los viejos. Les explicaba los cuadros vivientes que veían en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían desde su maravilloso mundo infantil. Les hablaba de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. La Piedra Filosofal
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Les decía que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás. No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma. Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo Hans Chrisnten Andersen
también el segundo, y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles, al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre. -Me marcho a correr mundo -dijo el mayor-. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas. Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos. En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como La Piedra Filosofal
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exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para todas las épocas -decía-, ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende «por Oriente hasta el confín del mundo». ¡Cómo abría los ojos! Mucho era lo que había que ver, y contemplar las cosas al natural, tal como son en realidad, es muy distinto de verlas en imagen, por buenas que sean éstas, y las del palacio paterno no podían ser mejores. En el primer momento, el asombro producido por la cantidad de baratijas y fruslerías que querían pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle perder los ojos; pero no los perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas. Hans Chrisnten Andersen
Lo que ante todo perseguía, poniendo en ello toda su alma, era el conocimiento de la Belleza, la Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo la Fealdad recibía la corona que correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía pasar inadvertido, mientras la medianía era ensalzada en vez de censurada. La gente veía el nombre y no el mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la vocación. Y no podía ser de otro modo. «Hay que intervenir sin perder un momento», pensó, aprestándose a la acción; pero mientras buscaba la verdad se presentó el diablo, que es el padre de la mentira, mejor dicho, la mentira misma. Muy a gusto habría arrancado los ojos al vidente, pero la acción hubiera sido demasiado directa. El diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó, pues, que siguiera buscando lo verdadero y lo bueno y que a veces los encontrara incluso, pero mientras lo estaba mirando le sopló una astilla en cada ojo, uno tras otro, lo cual no es nada indicado para la vista, por excelente que sea. Y la astilla que el diablo le sopló se le convirtió en una viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro vidente se quedó como ciego en medio del vasto mundo y perdió la fe en él. Abandonó su buena opinión del La Piedra Filosofal
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mundo y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a uno, ya puede decirse que está listo. -¡Adiós! -cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el vuelo hacia Oriente -¡Adiós! -cantaron a su vez las golondrinas, dirigiéndose hacia Levante, en busca del árbol del Sol. No eran buenas las noticias que traían a casa. -¡Mal debe haberle ido al vidente! -dijo el hermano segundo-. Tal vez al oyente le vaya mejor. El segundo hermano tenía particularmente sensible el sentido del oído; sólo os diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al crecer; y me parece que con esto basta. Se despidió cordialmente de todos y partió a caballo, armado de sus grandes aptitudes y sus excelentes propósitos. Las golondrinas lo siguieron, y él siguió a los cisnes, y pronto estuvo lejos de su patria, en medio del amplio mundo. Todos los excesos son malos. No tardó en comprobar la verdad de este proverbio. En efecto, su oído era tan sensible que podía percibir el crecimiento de la hierba, pero también el latir del corazón humano en sus alegrías y sus penas. Era como si el mundo entero fuese un taller de relojería, en que todos los relojes marchasen, dejando oír su tictac, era insoportable. Hans Chrisnten Andersen
Pero él aguzó el oído tanto como pudo, hasta que, al fin, el estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un hombre solo. La mentira era la que tenía la voz más recia y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la pretensión de ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el mozo. Se taponó las orejas con los dedos... pero seguía oyendo cantos desafinados y sones horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones que no valían un comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de tan deprisa como se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de barullo y estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello, bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado, perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran desgracia. Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa con ella; renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que volaban La Piedra Filosofal
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hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del Sol. Carta no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo. -Ahora voy a probarlo yo -dijo el tercero-. Tengo una nariz finísima. La expresión no es muy correcta, pero así la soltó, y hay que aceptarlo como era, el buen humor en persona y, además, poeta, un poeta de veras. Sabía cantar lo que no sabía decir, y en rapidez de pensamiento dejaba a los otros muy atrás -¡Huelo el poste! -afirmaba; y, en efecto, su sentido del olfato estaba maravillosamente desarrollado y le servía de guía en el reino de la Belleza -Hay quien goza con el olor de manzanas y quien se deleita con el de un establo -decía-. Cada tipo de olor tiene su público en el reino de la Belleza. A unos les gusta respirar el aire de la taberna, viciado por el humeante pábilo de la vela de sebo, y en el que los apestosos vapores del aguardiente se mezclan con el humo del mal tabaco; otros prefieren un aire perfumado de jazmín, y se frotan con la más intensa esencia de clavel que pueden encontrar. Los hay, en cambio, que buscan el cortante viento marino, la fresca brisa o el aire de las elevadas cumbres, desde donde contemplan a sus pies el afanoso ajetreo cotidiano. Hans Chrisnten Andersen
Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo, vivido y tratado con los hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así hablaba era el poeta, haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna. Dijo, pues, adiós al hogar paterno del árbol del Sol y partió. Al salir de los dominios patrios montó en un avestruz, que es un ave más veloz que el caballo. Poco más tarde divisó a los cisnes salvajes y se subió a la espalda del más robusto. Gustaba de las variaciones, y por eso voló por encima de los mares hacia tierras remotas, donde había grandes bosques, profundos lagos, empinadas montañas y orgullosas ciudades. Dondequiera que llegaba le parecía como si un resplandor solar cubriese el país. Las flores y matas olían más intensamente, pues sentían que se acercaba un amigo, un protector que sabía apreciarlas y comprenderlas. El mutilado rosal levanto sus ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la rosa más bella que nadie haya imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el viscoso caracol negro apreció su belleza. -Quiero estampar mi sello en la flor -dijo el caracol-. He depositado mi baba sobre ella; no puedo hacer más. -¡Así se trata a la Belleza en el mundo! -dijo el La Piedra Filosofal
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poeta; y cantó una canción sobre este tema. La cantó a su manera, pero nadie le hizo caso. En vista de ello dio dos chelines y una pluma de pavo al pregonero; el hombre transcribió la canción para tambor y salió a tocarla por todas las calles y callejones de la ciudad. Entonces la oyeron las gentes y exclamaron que la comprendían y que era muy profunda. Y el poeta pudo componer más canciones y cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad; y las canciones eran repetidas en la taberna, entre el humo de la lámpara de sebo, y en el prado plantado de trébol, en el bosque y a orillas del amplio mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más afortunado que sus dos hermanos mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y acudió con el incienso real y todas las clases de inciensos honoríficos que pudo encontrar, y, hábil como es el diablo en la destilación, elaboró con todos ellos un incienso de olor intensísimo capaz de ahogar todos los demás olores y de marear a un ángel, y no digamos a un pobre poeta. El diablo sabe muy bien cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se lo ganó con incienso, y le llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara de su Hans Chrisnten Andersen
misión, de su casa paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo e incienso. Todas las aves se dolierón de lo sucedido, y estuvieron tres días sin cantar. El negro caracol de bosque se volvió aún más negro, aunque no de tristeza, sino de envidia. -Soy yo -dijo- quien debía haber sido incensado, pues yo fui quien le inspiró su canción más famosa, transcrita para el tambor, sobre la marcha del mundo. Yo escupí sobre la rosa, lo puedo demostrar con testigos. Pero allá, en tierras de India, nada se supo de lo ocurrido. Todas las avecillas se dolierón y permanecieron calladas por espacio de tres días, y cuando hubo pasado el tiempo del luto, había sido éste tan profundo y sentido, que se olvidaron del hecho que lo había motivado. ¡Así van las cosas! -Ahora me toca a mí salir al mundo, como han hecho los otros -dijo el cuarto de los hermanos. Tenía un genio tan bueno como el anterior, y mejor todavía, pues no era poeta, y esto ayuda a estar siempre de buen humor. Los dos habían sido la alegría del palacio, y ahora éste quedaba triste y melancólico. Los hombres siempre han considerado la vista y el oído como los dos sentidos principales, los que La Piedra Filosofal
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conviene tener más sensibles y desarrollados. Los tres restantes son tenidos en menos, pero el cuarto hijo discrepaba de tal opinión. Su sentido más fino era el del gusto, en todas las acepciones que pueda tener. De hecho, es un sentido de gran poder e influencia. Domina sobre todo lo que pasa por la boca y por el espíritu; por eso el hijo cataba todo lo que se ponía en la sartén, el puchero, la botella y la fuente. -Esto es lo que mi profesión tiene de tosco -decía. Para él, cada persona era una sartén, cada país una enorme cocina, visto con los ojos del espíritu. Y esto era precisamente lo que sus aptitudes tenían de fino, y ahora se proponía salir al mundo a ponerlo en práctica. -Tal vez la suerte me sea más propicia que a mis hermanos -dijo-. Me marcho. Pero, ¿qué medios de transporte elegiré? ¿Han inventado ya el globo aerostático? -preguntó a su padre, quien conocía todos los descubrimientos hechos o por hacer. Pero el globo no había sido inventado aún, ni el buque de vapor, ni el ferrocarril. -Tomaré un globo -dijo-. Mi padre sabe cómo se fabrican y cómo se guían, y lo aprenderé. Nadie conoce este invento, creerán que se trata de un fenómeno atmosférico. Cuando termine el viaje quemaré el Hans Chrisnten Andersen
globo, para lo cual tendrás que darme también unas cuantas piezas de este otro invento futuro que se llamarán los fósforos. Todo se lo dierón, y emprendió el vuelo, seguido de las aves, que lo acompañaron hasta mucho más lejos de lo que habían acompañado a sus hermanos. Estaban curiosas por ver cómo terminaba aquel viaje aéreo; y constantemente se les sumaban otras bandadas, creídas que se trataba de un ave de una nueva especie ¡Era de ver el séquito del mozo! El aire estaba negro de pájaros. Éstos formaban grandes nubes, como las plagas de langostas que azotan Egipto; y así fue cómo el quinto hijo se metió en el vasto mundo. -El viento del Este se me ha portado como un buen amigo y auxiliar -dijo. -Viento de Este y viento de Oeste, querrás decir -protestaron los vientos-. Hemos alternado los dos, pues de otro modo no habrías podido seguir rumbo Noroeste. Pero él no oyó sus palabras; lo mismo daba. Las aves dejaron ya de seguirlo. Algunas habrían empezado a encontrar aburrido el viaje. No había para tanto, decían. A aquel hombre iban a subírsele los humos a la cabeza. ¿Para qué volar detrás de él? Si esto no es nada, una verdadera La Piedra Filosofal
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estupidez. Y se rezagaron, y las demás no tardarón en imitarlas. Tenían razón: aquello no era nada. El globo descendió sobre una de las ciudades más populosas. El aeronauta se apeó en el lugar más alto, que era la torre de la iglesia. El globo volvió a elevarse, contra lo que debía hacer. Adónde fue a parar, difícil es decirlo, pero tampoco esto tiene importancia; jamás se supo nada de su paradero. Quedó el mozo en el campanario, y las aves lo dejaron que se arreglase como pudiera. Estaban hartas de él, y él de ellas. Todas las chimeneas de la ciudad humeaban y olían. -Son altares que han erigido para ti -dijo el viento, para halagarlo. Él permanecía arrogante en el lugar, mirando a sus pies la gente que transitaba por las calles. Uno estaba orgulloso de su bolsa bien repleta; otro lo estaba de su llave, a pesar de que nada poseía para cerrar; un tercero se afanaba de su levita, apolillada por cierto, y otro, de su cuerpo, roído de gusanos. -¡Qué asco! ¡Tendré que bajar pronto a agitar la olla y probarla! -dijo-. Pero antes me estaré un rato aquí sentado. El viento me cosquillea en la espalda y me encuentro muy a gusto. Me quedaré mientras sople el viento; me apetece descansar. Cuando se tiene mucho que hacer, es Hans Chrisnten Andersen
conveniente quedarse más tiempo en la cama, dice el perezoso; pero la pereza es la madre de todos los vicios, y en nuestra familia no hay vicios. Lo digo yo y lo dicen todos los que pasan por la calle. Me quedo mientras sople viento, pues esto me apetece.Y se quedó; pero como estaba sentado sobre la veleta del campanario, venga dar vueltas y más vueltas con ella, por lo que le parecía que el viento era siempre el mismo; y allí siguió, sentado y gustando horas y horas. En la tierra de India, en el palacio del árbol del Sol, todo estaba vacío y silencioso desde que los hijos se habían marchado, uno tras otro. -¡No tienen suerte! -decía el padre-. No traen a casa la preciosa piedra. Estoy condenado a no encontrarla; están lejos, muertos-. Y se inclinó sobre «El libro de la Verdad», aguzando la vista sobre la hoja donde se trataba de la vida que sigue a la muerte; pero era letra muda para él. La hija ciega era su consuelo y su alegría; lo amaba con ternura, y por su felicidad deseaba que pudiera encontrarse la preciosa joya. Triste y anhelante pensaba en sus hermanos. ¿Dónde estarían? ¿Dónde vivían? Deseaba soñar con ellos, y, no obstante, cosa extraña, ni en sueños lograba encontrarlos. Finalmente, una noche soñó que sus voces la llamaban, la La Piedra Filosofal
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llamaban desde el vasto mundo, y que ella tuvo que salir, lejos, muy lejos; y, no obstante, le parecía aún estar en la cama de su padre. No encontraba a sus hermanos, pero en la mano sentía como si tuviese fuego ardiente, aunque no la quemaba; era la fulgurante gema, que llevaba a su padre. Al despertarse creyó que aún la tenía, mas era la rueca lo que sujetaba su mano. Durante las largas noches había estado hilando incansablemente; la hebra del huso era más sutil que una tela de araña; ojos humanos no habrían podido descubrirla. Ella la había humedecido con sus lágrimas, y era resistente como soga de áncora. Era necesario que el sueño se convirtiese en realidad. En plena noche besó la mano de su padre, que aún dormía, y, cogiendo el huso, ató fuertemente el extremo de la hebra a la casa paterna, ya que de otro modo, ciega como era, nunca habría podido encontrar el camino de vuelta. Se mantendría cogida a la hebra, confiándose a ella, no a su propio criterio ni al de otros. Cortó cuatro hojas del árbol del Sol con la idea de lanzarlas al viento para que llegasen a sus hermanos a modo de carta y de saludo, en caso de que no los encontrase en sus andanzas por el Hans Chrisnten Andersen
mundo. ¿Cómo lo pasaría, la pobre ciega? Tenía, no obstante, el hilo invisible, al que podía agarrarse, y por encima de todo poseía una cualidad: el sentimiento, y esto equivalía a tener ojos en las puntas de los dedos, y orejas en el corazón. Y así se adentró en el maravilloso mundo del bullicio y del ruido, y dondequiera que llegaba se serenaba el cielo, cuyos cálidos rayos percibía; el arco iris se desplegaba, saliendo de la negra nube, por el aire azul; oía el canto de los pájaros, olía el aroma de los naranjales y vergeles, tan intensamente, que casi creía gustarlo. Le llegaban dulces acordes y cantos prodigiosos, pero también gritos y aullidos; el pensamiento y el juicio se agitaban en rara lucha. En lo más recóndito del corazón resonaban los latidos y los pensamientos de los hombres. Vibraba un coro: La vida es humo escurridizo y noches en que se llora. Pero resonaba también un cántico: La vida es un rosal incomparable bello que el sol baña en dorado. luego una amarga queja: Cada uno piensa sólo en sí, la verdad sólo ésta El amor es lo único claro en esta vida La Piedra Filosofal
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Oyó luego otras palabras: Frágil es nuestro mundo, todo él, e ilusión nuestros actos. Y luego éstas: Pero hay mucho de bueno y noble en el mundo, que aún no se conoce. Se oyó un coro estrepitoso: Todo es locura, risa y burla. ¡Ríe, en nombre de lo malo! Mas en el corazón de la doncella resonó: Aférrate a ti mismo y aférrate a Dios Y a tu corazón. Y, dondequiera que se presentaba, entre los grupos de hombres y mujeres, jóvenes o viejos, brillaba en las almas la idea de la Verdad, la Bondad y la Belleza. Dondequiera que entraba -en el taller del artista, en la gran sala de fiestas o en la fábrica, en medio de las ruedas rechinantes, en todas partes- parecía que entraba un rayo de sol; del arpa salían acordes; de la flor, perfume, y sobre la sedienta hoja caía la reparadora gota de rocío. Pero esto no lo podía consentir el diablo. Y como tiene más inteligencia que diez mil hombres juntos, supo encontrar un remedio a la situación. Se fue al pantano, cogió burbujas del agua sucia, hizo que sonara siete veces sobre ellas el eco de la Hans Chrisnten Andersen
palabra de mentira, para darles mayor fuerza; echo todo tipo de mentiras, historias de terror y temor, finales tristes y malos presagios y con todo ello creo una muchacha, idéntica la hermana ciega. La gente la llamaba «El dulce Ángel del Sentimiento», y así se puso en marcha la treta del diablo. Nadie sabia cuál de las dos era la verdadera, ¡cómo iban a saberlo! Aférrate a ti mismo y aférrate a Dios Y a tu corazón. Así cantaba la ciega, llena de confianza. Dio al viento las cuatro hojas del árbol del Sol, para que las llevasen a sus hermanos a manera de cartas y saludos, segura de que su deseo sería satisfecho; y estaba persuadida también de que encontraría la joya en la que se encerraba toda la belleza del mundo. Desde la frente de la Humanidad enviaría sus rayos hasta la casa de su padre. -A la casa de mi padre -repitió-. Sí, la piedra preciosa está en la Tierra, de ello estoy segura. Siento su ardor; que crece por momentos en mi mano cerrada. He captado y guardado cada granito de Verdad, tan pequeño que volaba en alas del viento; dejé que lo impregnara el aroma de la Belleza. ¡Hay tanta en el mundo, incluso para el ciego! Recogí el acorde del corazón humano, cuando palpitaba movido por La Piedra Filosofal
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la Bondad, y le añadía lo demás. Lo que traigo son granitos de polvo, pero en ellos hay el polvo de la piedra preciosa buscada. ¡Tengo llena la mano! Y la alargó hacia su padre. Estaba en su patria. Había vuelto a ella en alas del pensamiento, sin soltar jamás el hilo invisible que le servía de guía. Con el fragor del huracán las potencias del mal se lanzaron contra el árbol del Sol, y en un terrible embate penetraron por la abierta puerta hasta la cámara secreta. -¡Se la lleva el viento! -exclamó el padre, cogiéndole la mano, que había abierto. -¡No! -contestó ella, segura de sí misma-, el viento no puede llevársela. Siento en el alma el calor de sus rayos. Y entonces el padre vio una llama luminosa en el lugar donde el polvo fulgurante, escapándose de su mano, volaba a la página en blanco del libro, aquella página que debía instruirlo acerca de la certeza de la vida eterna. Brillando con intensidad deslumbradora apareció una inscripción, una única palabra: «Fe». En el mismo momento aparecieron los cuatro hermanos. Espoleados por la nostalgia de la patria, cuando cayó sobre sus pechos la hoja verde, emprendieron el camino del regreso, seguidos de las aves de paso, del ciervo, el antílope y de todos los animales del bosque. También ellos querían participar de la Hans Chrisnten Andersen
alegría, ¿y por qué no debían hacerlo los animales, si así les era dado? Muchas veces hemos visto cómo una brillante columna de polvo se levanta y se agita cuando un rayo de sol penetra en la habitación por un agujero de la puerta. Pues del mismo modo, sólo que con incomparable magnificencia, a cuyo lado hasta el arco iris parecía tosco y sin brillo, se levantó de la hoja del libro, de la luminosa palabra «Fe», el granito de Verdad con el brillo de la Belleza, con el son melodioso de la bondad, irradiando una luz más viva que la columna de fuego que guió a Moisés y al pueblo de Israel hacia la tierra de Canaán. De la palabra «Fe» salió el puente de la esperanza que lleva al amor absoluto, en el infinito. FIN
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En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas. La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar. La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas. -¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito,
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y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores! -Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas. La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marínas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, no respondían a su llamada. Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor. -¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Hans Chrisnten Andersen
Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias! Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida. -¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz. Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!», pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!” A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche La Sirenita
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se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta seguía a bordo, pero el mar se agitaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida. -¡Cuidado! ¡El mar...! -en vano la Sirenita gritó y gritó. Pero sus gritos, silenciados por el viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado,
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cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos. El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre el mar, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar. -¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito...! ¡Ha sido la tormenta...! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda... La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas. -¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida. La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de Hans Chrisnten Andersen
que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado. pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos! Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre. Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla. -¡por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor. -¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- solo que pueda volver con él! ¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se La Sirenita
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casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola. -¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído. -No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo.¿De dónde vienes?.Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle. -Te llevaré al castillo y te curaré. Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones Hans Chrisnten Andersen
del príncipe, éste le tenía afecto y la llenaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio. Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa. Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita. La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba La Sirenita
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enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo. Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó una llamada: -¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos tus hermanas!. ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas-. Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó a las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma. Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por Hans Chrisnten Andersen
última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas: -¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras! -¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-. ¿Dónde están? -Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos. La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban: -¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal La Sirenita
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y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían. -¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron. Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez. Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.
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Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino. ¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre. Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir Hans Christen Andersen
pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa. A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos. -¡A volar por el mundo y apáñense por su cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a volar como grandes aves sin voz! Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque. Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana, Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando fuertemente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar. Cisnes Salvajes
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La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y le pareció como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos. Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas: -¿Qué puede haber más hermoso que ustedes?. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían: -Elisa es más hermosa. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro: -¿Quién puede ser más piadoso que tú? -Elisa es más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir. Había logrado que la niña regresaría a palacio asta cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija. Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era Hans Christen Andersen
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todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero: -Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca. Y al tercero: -Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra. Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas.Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos funcionaran sobre ella. Al verlo la malvada Reina, la frotó con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte negruzco; le untó luego la cara con una pomada apestosa y Hans Christen Andersen
le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa. Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba. La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos. Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces. Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en Cisnes Salvajes
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la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y numeros, sino las aventuras que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos. Pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto. Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la Hans Christen Andersen
claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra. Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y se metió en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella. Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, se adentró en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se entraba por entre las ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al Cisnes Salvajes
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mirar la doncella a lo alto, le parecía verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido. La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza. Al despertarse por la mañana anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque. -No -respondió la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo. Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua. Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto. Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. Hans Christen Andersen
¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano. « La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por su lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevarán al lado de mis hermanos queridos». Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la orilla Cisnes Salvajes
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siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido. A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas. No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, se desprendió el plumaje de las aves y aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel proceder de su madrastra. -Nosotros -dijo el hermano mayor- volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo para los pies a la hora Hans Christen Andersen
del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las nubes, nos precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita querida. Tenemos aún dos días para queCisnes Salvajes
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darnos aquí, pero luego deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra. ¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en absoluto que pueda flotar. -¿Cómo podría yo redimirlos? -preguntó la muchacha. Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas. Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra; reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol se puso recobraron todos su figura natural. -Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar? -¡Sí, llévenme con ustedes! -dijo Elisa. Hans Christen Andersen
Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible corteza de sauce. Se tendió en ella Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus anchas alas extendidas. Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella. Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra con las alas. Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la muchacha; pero al elevarse más el sol Cisnes Salvajes
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y quedar rezagada la nube, se desvaneció la hermosa silueta.Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo, llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la superficie del mar. Se daba cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento anunciaban la tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían sin interrupción. El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por Hans Christen Andersen
primera vez el arrecife al fondo, tan pequeño, que se habría dicho la cabeza de una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y encontraban en ellos confianza y valor. Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, les pareció como si las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca, fuesen millones de cisnes nadando entre las olas. Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en el centro se extendía un palacio, que bien mediría una
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milla de longitud, con atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores, grandes como ruedas de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio castillo de nubes de la Fata Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar para criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar. Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros, ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol se encontró en la cima de una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas trepadoras, comparables a bordadas alfombras. -Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche -dijo Hans Christen Andersen
el menor de los hermanos, mostrándole el dormitorio. -¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvarlos! -respondió ella; aquella idea no se le iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a gran altura, hacia el castillo de la Fata Morgana; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro. -Tus hermanos pueden ser redimidos -le dijo; pero, ¿tendrás tú valor y constancia suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en que empieces la labor hasta que Cisnes Salvajes
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la termines no te está permitido pronunciar una palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus vidas. No olvides nada de lo que te he dicho. El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar su trabajo. Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con los pies descalzos y trenzó el verde lino. Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas. Hans Christen Andersen
Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo. En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que había recogido y peinado, se sentó encima. Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió. -¿Tú quién eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza. -Quietos -dijo una voz. Era un joven rey. -¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír. -Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse. De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey. Cisnes Salvajes
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Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo. -Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella. -Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño. Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después. Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos. El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey: -Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo. El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba. -No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.
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Elisa fue acusada de brujería. -Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes. Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba: -¡Quemen a la bruja! De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes. Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala. -¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente! Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio. El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey. La multitud gritaba alborozada: Hans Christen Andersen
-¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián. -¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando. -No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional. FIN
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Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados. En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña. La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias. Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior Los Zapatos Rojos
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iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote: -Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño. Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: «Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!» Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos. Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el sacramento de la confirmación. Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un nuevo par de zapHans Christen Andersen
atos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados. -¡Cómo brillan! -comentó la señora-. Supongo que serán de charol. -Sí que brillan y mucho -aprobó Karen, que estaba probándoselos. Le venían a la medida, y los compraron, pero la anciana no tenía la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a Karen usarlos el día de su confirmación. Todo el mundo le miraba los pies a la niña, y en el momento de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen. Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, Los Zapatos Rojos
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la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos. Al llegar la tarde ya la señora había oído decir en todas partes que los zapatos eran rojos, lo cual le pareció inconveniente y poco decoroso para la ocasión. Resolvió que en adelante cada vez que Karen fuera a la iglesia llevaría zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló sus zapatos rojos y luego los negros... Miró otra vez los rojos, y por último se los puso. Era un hermoso día de sol. Karen y la anciana señora tenían que pasar a través de un campo de trigo, por ser un sendero bastante polvoriento. Junto a la puerta de la iglesia había un soldado viejo con una muleta; tenía una extraña y larga barba de singular entonación rojiza, y se inclinó casi hasta el suelo al preguntar a la dama si le permitía sacudir el polvo de sus zapatos. La niña extendió también su piececito. -¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos de baile! -exclamó el soldado-. Procura que no se te suelten cuando Hans Christen Andersen
dances. -Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano. La anciana dio al soldado una moneda de cobre y entró en la iglesia acompañada por Karen. Toda la gente, y también las imágenes, miraban los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos, que parecían estar flotando ante su vista. Olvidó unirse al himno de acción de gracias, olvidó el rezo del Padrenuestro. Finalmente la concurrencia salió del templo y la anciana se dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir también al carruaje, y en ese momento el soldado, que estaba de pie tras ella, dijo: -¡Lindos zapatos de baile! Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos de danza, y una vez empezado el movimiento siguió bailando involuntariamente, llevada por sus pies. Era como si los zapatos tuvieran algún poder por sí solos. Siguió bailando alrededor de la iglesia, sin lograr contenerse. El cochero tuvo que correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban danzando, tanto que golpearon horriblemente a la pobre señora. Por último, Karen se quitó los zapatos, lo cual permitió un poco de alivio a sus miembros. Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en Los Zapatos Rojos
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un armario, pero no sin que Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos. Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba también invitada. Miró a su protectora, y se dijo que después de todo la pobre no podría vivir. Miró luego sus zapatos rojos y resolvió que no habría ningún mal en asistir a la fiesta. Se calzó, pues, los zapatos, se fue al baile y empezó a danzar. Pero cuando quiso bailar hacia el fondo de la sala, los zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles, y más allá de los muros de la ciudad. Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no; era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja. El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo: -¡Qué lindos zapatos de baile! Aquello infundió a la niña un miedo terrible; quiso quitarse los zapatos y tirarlos lejos, pero era imposible: los tenía como adheridos a los pies. Cuanto más danzaba más tenía que bailar, por campos Hans Christen Andersen
y praderas, bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, pero por la noche aquello era terrible. Entró bailando por las puertas del cementerio, pero los muertos no la acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo, pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel mostrábase grave y sombrío, y su mano sostenía una espada. -Tendrás que bailar -le dijo-. Tendrás que bailar con tus zapatos rojos hasta que estés pálida y fría, y la piel se te arrugue, y te conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen. Sí, tendrás que bailar... -¡Piedad! -gritó Karen, pero no alcanzó a oír la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando. Cierta mañana pasó danzando ante una puerta que ella conocía muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que Los Zapatos Rojos
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la anciana señora había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los santos ángeles de Dios. Siguió, siguió danzando. Tenía que bailar, aun en las noches más oscuras. Los zapatos la llevaban por sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el cristal de la ventana y llamó: -¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando! -¿Acaso no sabes quién soy yo? -respondió el verdugo-. Yo soy el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando! -¡No me cortes la cabeza -rogó Karen-, pues entonces nunca podría arrepentirme de mis pecados! pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos! Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque. Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos. Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los matorrales. Hans Christen Andersen
«Ya he padecido bastante con estos zapatos -se dijo. Ahora iré a la iglesia, par que todos puedan verme». Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le dio tanto terror que se volvió a su casa. Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas amargas, pero al llegar el domingo se dijo: «Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta». Salió a la calle sin vacilar más, pero apenas había pasado de la puerta volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero arrepentimiento en el corazón. Se dirigió entonces a la casa del párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, prometiendo trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra cosa que un techo y el privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella al párroco. Karen demostró ser muy industriosa e inteligente, y se hizo querer por todos, pero cuando oía a las niñas hablar de lujos y vestidos, y pretender ser lindas como reinas, meneaba la cabeza. Los Zapatos Rojos
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El domingo siguiente fueron todos al templo, y preguntaron a Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con lágrimas en los ojos. Y se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se quedó sentada sola en su pequeña habitación, donde no cabía más que una cama y una silla. Estaba leyendo en su libro de oraciones, con humildad de corazón, cuando oyó las notas del órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo: «¡Oh, Dios, ayúdame!» En ese momento el sol brilló alrededor de ella, y el ángel de túnica blanca que ella viera aquella noche a la puerta del templo se presentó de pie ante sus ojos. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama verde cuajada de rosas. Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas. Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: «¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros
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después de tanto tiempo, pequeña Karen!» -Todo ha sido por la misericordia de Dios -respondió ella. El órgano resonó de nuevo y las voces de los niños le hicieron eco dulcemente en el coro. La cálida luz del sol penetró a raudales por las ventanas y fue a iluminar plenamente el sitio donde estaba sentada Karen. Y el corazón de la niña se colmó tanto de sol, de luz y de alegría, que acabó por romperse. Su alma voló en la luz hacia el cielo, y ninguno de los presentes hizo siquiera una pregunta acerca de los zapatos rojos. FIN 132
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En el despacho de un escritor, alguien dijo un día, al considerar su tintero sobre la mesa: -Es sorprendente lo que puede salir de un tintero. ¿Qué va a darnos la próxima vez? Es bien extraño. -Lo es, ciertamente -respondió el tintero-. Incomprensible. Es lo que yo digo -añadió, dirigiéndose a la pluma y demás objetos situados sobre la mesa y capaces de oírlo-. ¡Es sorprendente lo que puede salir de mí! Es sencillamente increíble. Yo mismo no podría decir lo que saldrá la próxima vez, en cuanto el hombre empiece a sacar tinta de mí. Una gota de mi contenido basta para llenar media hoja de papel, y, ¡cuántas cosas no se pueden decir en ella! Soy verdaderamente notable. De mí salen todas las obras del poeta, personas vivientes que las gentes creen conocer, estos sentimientos íntimos, este buen humor, estas amenísimas descripciones de la Naturaleza. Hans Christen Andersen
Yo no lo comprendo, pues no conozco la Naturaleza, pero lo llevo en mi interior. De mí salieron todas esas huestes de vaporosas y encantadoras doncellas, de audaces caballeros en sus fogosos corceles, de ciegos y paralíticos, ¡qué sé yo! Les aseguro que no tengo ni idea de cómo ocurre todo esto. -Lleva usted razón -dijo la pluma-. Usted no piensa en absoluto, pues si lo hiciera, se daría cuenta de que no hace más que suministrar el líquido. Usted da el fluido con el que yo puedo expresar y hacer visible en el papel lo que llevo en mi interior, lo que escribo. ¡Es la pluma la que escribe! Nadie lo duda, y la mayoría de hombres entienden tanto de Poesía como un viejo tintero. -¡Qué poca experiencia tiene usted! -replicó el tintero-. Apenas lleva una semana de servicio y está ya medio gastada. ¿Se imagina acaso que es un poeta? Pues no es sino un criado, y, antes de llegar usted, he tenido aquí a muchos de su especie, tanto de la familia de los gansos como de una fábrica inglesa. Conozco la pluma de ganso y la de acero. He tenido muchas a mi servicio y tendré aún muchas más, si el hombre de quien me sirvo para hacer el movimiento sigue viniendo a anotar lo que saque de mi interior. Me gustaría saber qué voy a dar la próxima vez. Pluma y Tintero
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-¡Botijo de tinta! -rezongó la pluma. Ya anochecido, llegó el escritor. Venía de un concierto, donde había oído a un excelente violinista y había quedado impresionado por su arte inigualable. El artista había arrancado un verdadero diluvio de notas de su instrumento: ora sonaban como argentinas gotas de agua, perla tras perla, ora como un coro de trinos de pájaros o como el bramido de la tempestad en un bosque de abetos. Había creído oír el llanto de su propio corazón, pero con una melodía sólo comparable a una magnífica voz de mujer. Se diría que no eran sólo las cuerdas del violín las que vibraban, sino también el puente, las clavijas y la caja de resonancia. Fue extraordinario. Y difícil; pero el artista lo había hecho todo como jugando, como si el arco corriera solo sobre las cuerdas, con tal sencillez, que cualquiera se hubiera creído capaz de imitarlo. El violín tocaba solo, y el arco, también; lo dos se lo hacían todo; el espectador se olvidaba del maestro que los guiaba, que les infundía vida y alma. Pero el escritor no lo había olvidado; escribió su nombre y anotó los pensamientos que le inspirara: «¡Qué locos serían el arco y el violín si se jactasen de sus hazañas! Y, sin embargo, cuántas veces lo hacemos los hombres: el poeta, el artista, el inventor, Hans Christen Andersen
el general. Nos burlamos, sin pensar que no somos sino instrumentos en manos de Dios. Suyo, y sólo suyo es el honor. ¿De qué podemos vanagloriarnos nosotros?». Todo esto lo escribió el poeta en forma de parábola, a la que puso por título: «El maestro y los instrumentos». -Le han dado su merecido, caballero -dijo la pluma al tintero, una vez volvieron a estar solos-. Supongo que oiría leer lo que ha escrito, ¿verdad? -Claro que sí, lo que le di a escribir a usted -replicó el tintero-. ¡arrogante! ¡Cómo es posible que no comprenda que la toman por necia! las palabras me han salido desde lo más hondo de mi entraña. ¡Si sabré yo lo que me llevo entre manos! -¡Vaya con el tinterote! - rezongó la pluma. -¡Barre-tintas! -replicó el tintero. Y los dos se quedaron convencidos de que habían contestado bien; es una idea que deja a uno con la conciencia calmada. Así se puede dormir en paz, y los dos durmieron muy tranquilos. Sólo el poeta no durmió; le fluían los pensamientos como las notas del violín, rodando como perlas, rugiendo como la tempestad a través del bosque. FIN Pluma y Tintero
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Biografía Hans Christian Andersen: (Odense, Dinamarca, 1805 Copenhague, 1875) Poeta y escritor danés. El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann. Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios. En 1819, a los catorce años, Hans viajó a Copenhague en pos del sueño de triunfar como dramaturgo. La crisis que vivía el reino a raíz de las duras condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual obstaculizaron seriamente su propósito. El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a
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anotar sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En Suecia, En España). Para 1831 había publicado el poemario Fantasías y esbozos y realizado un viaje a Berlín, cuya crónica apareció con el título Siluetas. En 1833, recibió del rey una pequeña beca de viaje e hizo el primero de sus largos viajes por Europa. El valor de estas obras en principio no fue muy apreciado; en consecuencia tuvieron poco éxito de ventas. No obstante, en 1838 Hans Christian Andersen ya era un escritor establecido. La fama de sus cuentos de hadas fue creciendo. Comenzó a escribir una segunda serie en 1838 y una tercera en 1843, que apareció publicada con el título Cuentos nuevos. Entre sus más famosos cuentos se encuentran «El patito feo», «El traje nuevo del emperador», «La reina de las nieves», «Las zapatillas rojas», «El soldadito de plomo», «El ruiseñor», «La sirenita», «El ave Fénix», «La sombra», «La princesa y el guisante» entre otros. Han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro, ballets, películas, dibujos animados, juegos en CD y obras de escultura y pintura. Andersen se convirtió en un personaje conocido en gran parte de Europa, a pesar de que en Dinamarca no se le reconocía del todo como escritor. Sus obras, Hans Christen Andersen
para ese tiempo, ya se habían traducido al francés, al inglés y al alemán. En junio de 1847 visitó Inglaterra por primera vez, viaje que resultó todo un éxito. Charles Dickens lo acompañó en su partida. Dirigidas en principio al público infantil, aunque admiten sin duda la lectura a otros niveles, los cuentos de Andersen se desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos. Hans Christian Andersen recibió en vida muchos honores. En 1866 el rey de Dinamarca le concedió el título honorífico de Consejero de Estado y en 1867 fue declarado ciudadano ilustre de su ciudad natal. En su honor, desde 1956 se concede, cada dos años, el premio Hans Christian Andersen de literatura infantil y, desde 1966, también de ilustración. La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a la rápida popularización de éstos, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la literatura universal.
Biografía
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Obras de Hans Christen Andersen
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Hans Christen Andersen
Abuelita
El bisabuelo
Algo
El caracol y el rosal
Ana Isabel
El cerro de los elfos
¡Baila, baila, muñequita!
El chelín de plata
Bajo el sauce
El cofre volador
Buen humor
El cometa
Cada cosa en su sitio
El compañero de viaje
Chácharas de niños
El cuello de camisa
Cinco en una vaina
El diablo y sus añicos
Dentro de mil años
El duende de la tienda
Desde una ventana de Vartou
El duendecillo y la mujer
Día de mudanza
El elfo del rosal
Dos hermanos
El escarabajo
Dos pisones
El gallo de corral y la veleta
El abecedario
El gollete de botella
El alforfón
El gorro de dormir del solterón
El Ave Fénix
El hada del saúco
El abeto
El hijo del portero
El ángel
El hombre de nieve
Obras
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El intrépido soldadito de plomo
El soldadito de plomo
La aguja de zurcir
La niña que pisoteó el pan
El jabalí de bronce
El tesoro dorado
La campana
La pareja de enamorados
El Jardín del Paraíso
El titiritero
La casa vieja
La pastora y el deshollinador
El jardinero y el señor
El torrero Ole
La dríade
La piedra filosofal
El libro de estampas del padrino
El traje nuevo del Emperador
La espinosa senda del honor
La princesa del guisante
El tullido
La familia de Hühnergrete
La princesa y el frijol
El último día
La familia feliz
La pulga y el profesor
El último sueño del viejo roble
La gota de agua
La Reina de las Nieves
El viejo farol
La gran serpiente de mar
La rosa más bella del mundo
El yesquero
La hija del rey del pantano
La Sirenita
En el corral
La historia del año
La sombra
En el cuarto de los niños
La hoya de la campana
En el mar remoto
La hucha
La suerte puede estar en un palito
Es la pura verdad
La llave de la casa
La tempestad cambia los rótulos
El pequeño Tuk
Guardado en el corazón, y no olvidado
La margarita
La tetera
El pino
Historia de una madre
La mariposa
La tía
El porquerizo
Historias del sol
La más feliz
La última perla
El príncipe malvado
Holger el danés
La Musa del nuevo siglo
La vela de sebo
El ruiseñor
Ib y Cristinita
La niña de los fósforos
La vieja campana de la iglesia
El sapo
Juan el bobo
La niña judía
La vieja losa sepulcral
El libro mudo El lino El molino de viento El nido de cisnes El niño en la tumba
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El niño travieso El pacto de amistad El pájaro de la canción popular El patito feo
Hans Christen Andersen
Obras
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La Virgen de los Ventisqueros
Los vecinos
Las aventuras del cardo
Los verdezuelos
Las flores de la pequeña Ida
Los zapatos rojos
Las habichuelas mágicas
¡No era buena para nada!
Las velas
Pedro, Perico y Piedrín
Lo más increíble
Pluma y tintero
Lo que contaba la vieja Juana
Psiquis
Lo que dijo toda la familia
Pulgarcita
Lo que el viento cuenta de Valdemar...
¡Qué hermosa!
Lo que hace el padre bien hecho está
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Rompe-nieves Sopa de palillo de morcilla
Lo que se puede inventar
Tía Dolor de Muelas
Los campeones de salto
Tiene que haber diferencias
Los chanclos de la suerte
Un tramo de la sarta de perlas
Los cisnes salvajes
Una historia
Los corredores
Una historia de las dunas
Los días de la semana
Una hoja del cielo
Los fuegos fatuos están en la ciudad
Una rosa de la tumba de Homero
Los trapos viejos
Visión del baluarte.
Hans Christen Andersen
Impreso en los talleres de Editoriales Jet-Aime calle santo domingo No. 27-c col. las misiones. Baja California. Tecate Tel. 666-07-09