la vida, profesor alberto r. torices
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Para Álvaro y Cristina, libreros y replicantes, que cerraron el círculo. Y para Javier Quirós, que lo puso en marcha.
la vida, profesor
Z En Leรณn, durante el verano de 2018
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io la vuelta al disco, subió un poco el volumen y salió al porche. Con el vaso en la mano, se sentó en uno de los dos sillones de mimbre. Bebió y se volvió ligeramente hacia el otro, el sillón vacío. Lo recorrió con mirada grave, deteniéndose en los desperfectos del costado y en una de las patas, algo estropeada también. Luego alzó el rostro hacia el jardín y su vista se perdió entre la hiedra que cubría el muro, al fondo. De vez en cuando, como si obedeciera a un mecanismo cíclico, la mano se alzaba y acercaba el vaso a la boca. Por la puerta entreabierta, a su espalda, salía de la casa una melodía que no lograba concentrar su atención, como tampoco lo hacían las hojas caídas y las ramas rotas que tenía delante, despojos de la tormenta de la noche anterior. Inmóvil, hundido en el sillón, solo el brazo de autómata y los lentos abatimientos de sus párpados permitían asegurar que aquello era un hombre y no una efigie sedente, una estatua de sal. · 5 ·
Aún no había terminado el mes de agosto, pero ya se podía dar por acabado el verano. Apenas había hecho calor, los días de viento y de lluvia habían sido frecuentes, y por las hojas de los árboles avanzaba ya el veneno visible y mortal del otoño. Un vencejo quebró el aire en calma del jardín y el profesor pareció despertar. Volvía a rondarle el asunto que mencionara uno de sus colegas de la facultad, pocos días antes de que finalizara el curso pasado. Lo hacía de manera inconsciente, o al menos involuntaria, pero de vez en cuando, a menudo en realidad, volvía a pensar en ello, es decir, en ellas, en aquellas muchachas a las que su colega se había referido como «auténticos demonios», o algo así. Le avergonzó verse de nuevo a merced de tales fantasías, el asunto de seducciones y engaños que relató sin pudor el profesor Jornet. Sin pudor y sin concretar demasiado, dejando los detalles a la imaginación de sus oyentes, entre los que casualmente había figurado el discreto profesor Euden, aquel día. Tomás Euden, catedrático de Filosofía Política, se obligó a apartar de su cabeza aquellos pensamientos, aquellas insistentes imágenes, y miró de nuevo el sillón vacío a su lado, del que parecía emanar un vago reproche. Centró su atención en el jardín, bastante descuidado últimamente. Además de recoger o arreglar lo que había destrozado la tormenta, de· 6 ·
bía podar la enredadera y los setos, y arrancar malas hierbas, cortar flores secas, segar el césped, apuntalar las ramas bajas del manzano, que ya había perdido buena parte de su fruta… Atardecía. El profesor miró su reloj y se dijo que aún podría aprovechar una hora de trabajo, antes de que oscureciera. No le apetecía hacerlo, pero sabía que le vendrían bien la actividad y un poco de cansancio físico. Dejó el vaso sobre la mesa de cortas patas que tenía enfrente y se incorporó con la intención de ponerse ropa de faena. Al entrar en la casa, oyó el sonido de arrastre que llegaba del tocadiscos, un viejo Thomson cuyo plato seguía girando cuando la aguja ya había completado su recorrido. Se dirigió al salón para apagar el aparato, pero entonces quiso escuchar de nuevo uno de los pasajes de aquella ópera, aquel en el que Salomé se encuentra por vez primera con el Bautista, siente el hechizo de su belleza y, trastornada, le suplica: Déjame tocar tu cuerpo… Comenzó el aria y el profesor vio a su lado una copa abandonada horas o días antes. Sorbió parte del líquido y dejó que su imaginación vagara nuevamente. Asomado a la ventana en dirección a la ciudad, olvidó su propósito de trabajar en el jardín. Le apetecía salir; en realidad, hacía tiempo que lo deseaba, y en ese instante su deseo llegó a resultar imperativo, indeclinable. Pasear, tomar algo, disfru· 7 ·
tar de la noche. Y entrar, por qué no, en alguno de esos locales en los que, según había dicho el profesor Jornet, un viejo como él podía ser «víctima» de una joven sin escrúpulos. Seguramente su colega había exagerado un poco; incluso era posible que no se tratase más que de una de esas leyendas urbanas que se forman y deforman a medida que van pasando de boca en boca. Lo comprobaría por sí mismo, sí… eso haría. Y de ese modo acabaría de una vez con las absurdas fantasías que le habían asaltado durante todo el verano, como a un adolescente. El profesor subió un poco más el volumen del tocadiscos, miró de nuevo hacia la ciudad y pensó en la ropa que debería ponerse. «Bellas y terribles», había dicho el profesor Jornet. O quizá no fueron exactamente esos los adjetivos (el profesor Jornet no era un poeta, desde luego); pero eso venían a significar y así las imaginaba el profesor Euden. Bellas y terribles, como los ángeles de Rilke. Chicas que, según oyó aquella tarde al entrar en el Departamento, acudían ya bien entrada la noche a locales como el Aster o el Roxy. Astutas, hermosas, drogadas. Ángeles caídos. Chicas dulces y atrevidas que pedían fuego y entablaban conversación, se insinuaban y terminaban enroscándose del brazo de hombres como él, tipos maduros, viejos solitarios y de buena po· 8 ·
sición. Hombres cansados y aburridos, en suma, y chicas expertas en las artes de la seducción y el engaño, capaces de hacer creer a un saco de arrugas que aún podía ser objeto de deseo, merecedor de la belleza recién formada. Una vez consumados los hechos —la burla, el robo, la humillación—, el ángel desaparecía y el viejo quedaba listo para el machete o juicio final. Eso, más o menos, era lo que había contado el profesor Jornet, aunque con palabras bien distintas. Tomás Euden no daba pleno crédito a aquella historia. Desconocía, además, la existencia de locales concebidos para gente «mayor», de cincuenta y de más, como él, que ya podía contar con los dedos de una mano los años que le quedaban para la jubilación. En esa ignorancia se basaba su escepticismo, así como en el hecho de que aquella historia se pareciera demasiado a ciertos viejos mitos, en los que brujas o ninfas asaltaban a pastores y viajeros extraviados, para robarles o simplemente divertirse a su costa. Por lo demás, si su propia imaginación había aportado no pocos detalles al relato, ¿por qué no habría hecho lo mismo el profesor Jornet? Fuera o no verdad, ese día el profesor Euden cenó poco y con prisa, y se preparó como no lo hacía desde ocasiones que no hubiera logrado recor· 9 ·
dar. Se duchó, se lavó los dientes minuciosamente, se perfumó. Vaciló ante el armario a la hora de escoger la ropa, que a un tiempo debía ser informal y elegante, juvenil pero sin estridencias. Frente al espejo, agradeció sinceramente que los años no hubieran arrasado todo su cabello, que no lo hubieran convertido en un auténtico tonel. Comprobó que incluso con aquel cómodo traje de verano parecía lo que era, un viejo, pero también que aún no habían hecho mella en su aspecto los síntomas de la pura decrepitud. Todavía le quedaba un poco de margen, antes del desplome y el abandono definitivos. Por qué no aprovecharlo, se preguntó, y fue como si se lo preguntara a Celia, muerta hacía algunos años, no tantos. Quizá aún fuera posible que un ángel se fijase en él, aunque se tratara de un ángel inmisericorde, del que solo cupiera esperar tormento. Pero Celia, la pobre Celia, no respondía. Si hubiera sucedido al revés, si él hubiese muerto primero, ¿también ella habría sentido la llamada? ¿También las tardes habrían sido para ella interminables, y el resto del día, y toda la noche? ¿Y habría acudido ella, finalmente, en busca de un poco de placer, por ridículo que fuera, por peligroso? Antes de ponerse el sombrero, el profesor dudó una vez más y terminó por acercarse al mueble-bar y servirse otra copa, que apuró con avidez y oficio. · 10 ·
Salió de nuevo al porche, al jardín ya oscurecido, y se sentó. Miró el sillón vacío y estiró una mano para acariciar aquel mimbre en el que nadie se había sentado desde hacía dos, casi tres años. El sillón en el que desde entonces solo podía sentarse una dama, la más pálida y silenciosa. Eso era lo que hacía el profesor desde entonces, mirar el sillón vacío y esperar… Y sería el viento o la indecisión o el día que se iba, pero Tomás tuvo la sensación que, en efecto, alguien le acompañaba, y que una mano invisible y fría se posaba sobre la suya. Cerró los ojos. Si ella viviera, seguramente en ese momento estarían los dos allí, leyendo o mirando cómo caía la tarde. No hablarían mucho, solo de cuando en cuando uno de los dos pronunciaría una frase que el otro escucharía o no, y respondería o no. Ella se protegería de la brisa con un chal y quizá diera un sorbo a su malta, arrugando la nariz de aquella manera suya; y se sentirían tranquilos y seguros, tranquilos y en paz, y hasta la melancolía sería apetecible y reconfortante, como una leve embriaguez. Y cuando hiciera demasiado frío, o cuando Tomás empezase a cabecear, entrarían en la casa y bajarían las persianas. Y más tarde, ya en la cama, leerían otro rato y luego él apagaría la luz de la mesita y se abrazaría a ella, y tal vez comenzase a acariciarla, provocando su risa, su indulgencia, su deseo quizá, y a ninguno de los · 11 ·
dos le interesaría lo que sucediese fuera de aquella casa, en locales que se llamaban Aster o Roxy, adonde acudían hombres viejos y solos, y chicas perversas y muy hermosas, según decían. El profesor despreció el resto de su copa y se levantó. Justo encima de la ciudad se amontonaban las nubes, panzudas y oscuras. Miró las hojas caídas, las ramas rotas, supo que a la mañana siguiente habría más. Ya no le apetecía tanto salir. De buena gana se habría quedado allí, en su sillón, viendo descargar la tormenta con la misma indolencia, sin miedo y sin curiosidad, igual que vería desplegarse el Apocalipsis de san Juan… Además, debería acostarse pronto y levantarse a buena hora. Aún no había empezado a preparar las clases del curso próximo: las clases…, las viejas lecciones tan sabidas, tan repetidas, que tanta pereza le inspiraban a veces… Pero no iba a cambiar de opinión otra vez. En el recibidor recogió sus llaves y su cartera, tomó el paraguas y repasó de nuevo su aspecto, antes de echarse a la calle tarareando aquel fragmento que seguía sonando en bucle dentro de su cabeza: Tu cuerpo, blanco como los lirios de un prado… ¿Habría sido, su colega el profesor Jornet, víctima de una de aquellas jóvenes de las que habló? Nunca había tenido demasiado trato con él, preci· 12 ·
samente por el carácter zafio y rijoso que demostraba a la menor ocasión, pero le hubiera gustado hacerle algunas preguntas. Con qué criterio, por ejemplo, escogían aquellos dulces demonios a sus víctimas. O si había algún modo de reconocerlas y de prevenirse contra sus artes. Y cuál era el peor riesgo que uno podía correr, ¿perder hasta el último céntimo que llevara encima? No parecía un precio excesivo… Caminando a buen paso, dejó atrás la zona residencial donde vivía, en la parte alta de la ciudad, fortaleza en la que se sentía un tanto aislado pero seguro, privilegiado pero de manera justa. Ya entre calles más estrechas y oscuras, gruesas gotas comenzaron a estrellarse contra el asfalto, y enseguida descargó la tormenta. El profesor se acogió al refugio más próximo que encontró, el estrecho portal de una casa vieja, donde no logró evitar por completo las salpicaduras de la lluvia. La tromba duró apenas unos minutos y la calle se impregnó del agradable aroma del polvo mojado. Antes de ponerse en marcha de nuevo, decidió esperar a que pasara un grupo de adolescentes que se aproximaba por su misma acera. Venían charlando y riendo, ocasionando un ruido mayor del que cabía esperar por su número, seis o siete, chicos y chicas, todos con ropa y peinados llamativos, conforme a los · 13 ·
gustos de su tiempo. Se mostraban exultantes y decididos, listos para abordar los retos que les propusiera la noche. Eran criaturas bellas y alegres, para las que la lluvia no sería impedimento de nada. El alboroto fue cesando a medida que se acercaron a él, hasta quedar en silencio cuando pasaron justo a su lado. Tomás fue objeto de algunas miradas, entre ellas la de una chica de melena larga y roja, que caminaba abrazada a un muchacho alto; le miró con sus ojos grandes y claros, finamente maquillados, y el profesor creyó percibir en aquella mirada una curiosidad inconcreta y leve pero estimulante, mucho más de lo que cabe esperar de una adolescente que se cruza con un viejo. Tomás sostuvo la mirada de la joven y su cara se contrajo en una mueca que quiso ser una sonrisa, y cuando el grupo le sobrepasó miró también la espalda semidesnuda de la muchacha y el juego grácil de sus caderas, el vuelo de su vestido corto y cómo se tensaban los músculos de sus piernas a cada paso. Tomás suspiró y decidió ponerse en marcha de nuevo, pero un sonido brutal, o eso le pareció, le mantuvo enervado e inmóvil durante algunos segundos más. Lo que acabó con el silencio de aquellos jóvenes no fue otra cosa que una gruesa carcajada, la risa colectiva que estalló en el centro del grupo cuando este todavía se encontraba a pocos metros del portal · 14 ·
donde permanecía Tomás. Entre las risas, sobresalieron como espinas los timbres femeninos, y el profesor tardó en dejar de oírlas. Sintió un sudor frío en la nuca y un hormigueo en la base de los ojos. Intentó convencerse de que aquella explosión de risa nada tenía que ver con él, simplemente los muchachos habían callado por pudor al pasar a su lado y luego habían retomado la conversación y el humor que traían. Eso sería lo más seguro, lo más probable, pero Tomás se sintió avergonzado, como si de pronto se le abrieran los ojos y comprobara que había salido a la calle desnudo. No le quedaban ganas de divertirse. En realidad, nada le parecía más apetecible y conveniente que enfundarse el pijama y dormir. Pero Tomás pensó que se sentiría aun peor si retrocedía, y siguió caminando, alejándose cada vez más de su casa. Quizá no llegara a visitar el Astor ni el Roxy, quizá se limitase a dar un pequeño paseo. Pero le sentaría bien, y barrería aquella molesta —y seguramente injustificada— impresión de haber sido humillado. Sin decidirlo, o tomando decisiones arbitrarias en cada esquina, Tomás escogió un camino que le apartó del centro, enfiló el Paseo de Los Tilos y salió al viaducto que acababan de inaugurar, la flamante construcción que salvaba el valle entre las dos colinas de la ciudad, con sus majestuosos arcos · 15 ·
y aquellos gruesos cables que convergían en haces sobre la prolongación de los pilares, hacia el cielo. No se cruzó con ningún otro peatón, y los coches que surcaron el ancho puente le hicieron sentirse más solo todavía, con una forma cruda y violenta de la soledad que nada tenía que ver con la soledad amable de su casa, del jardín que él mismo había plantado hacía años pensando en sus hijos aún pequeños, los hijos que ahora le dedicaban breves visitas en las fechas señaladas. Aceleró el paso para salir de allí cuanto antes, pero al poco su andar se ralentizó nuevamente, como si otro en su lugar tomara las decisiones esa tarde. En la mitad del puente se detuvo, apoyó una mano en el pretil. Miró la ciudad enfrente y debajo, el tráfico, las luces, el hormiguero de hombres y mujeres que entraban o salían de sus casas, del trabajo, de los bares. Acusó el temblor, la flaqueza… En algún sitio leyó que el vértigo no era otra cosa que el deseo inconfesable de arrojarse al vacío. Pero él no deseaba arrojarse al vacío. Él solo quería distraerse, divertirse un poco, qué podía haber de malo en ello. El mareo perdió intensidad y Tomás pensó en su mujer. Tuvo la sensación —frecuente, bien conocida— de que Celia le observaba y se burlaba tiernamente. Era un pensamiento candoroso, fruto de la mala conciencia, de la culpabilidad que le acompañaría · 16 ·
hasta el final, pero preferible a la certeza de que su mujer no era más que un montón de huesos sobre los que se tensaba el cuero acartonado de su piel. Pobre Celia… Recordó alguna de las escenas que sobresalían en la pasta homogénea y gris de los años, sus muchos años con Celia. El más reciente, el día del entierro, cuando Tomás entró en casa y vio en el frigorífico la lista de la compra que ella había hecho unos días antes. Con aquel trozo de papel en la mano, lloró como no había podido llorar en el cementerio, ni en la iglesia, ni en el tanatorio. Y el día anterior, cuando volvió de la calle y la encontró tendida en mitad del salón, en aquella postura incomprensible, con la pequeña regadera todavía en la mano y aquella expresión de angustia que se le había quedado en la cara. Y antes, el progresivo deterioro de su salud: las consultas, los medicamentos, la operación. Pero también momentos felices: la celebración de su último aniversario, por ejemplo, y los nietos, y algunos viajes. Tomás llegó hasta sus primeros años juntos y recordó una Celia radiante y activa, fuerte, sin miedo ni pudor, y repasó las pocas imágenes que conservaba de las primeras veces que estuvieron juntos. En aquel piso compartido, en un cine que ya no existía, en aquella playa, cuál sería… Y aquel fin de semana en la montaña, y la primera vez… ¡Qué lástima! · 17 ·
¡Qué lástima por la fiesta de las rosas!, murmuró como lo hacía a menudo, también en su lengua original: Schade. Schade um die Rosenfeste… Unas palabras que parecían haberse convertido en el lema de su vida, la leyenda que orlaba su maltrecho escudo, palabras que en esta ocasión no tuvo tiempo de terminar porque el mundo le interrumpió bruscamente; un vehículo pasó a su lado envuelto en una mezcla hiriente de sonidos: el motor, el claxon, la música horrible que vomitaban las ventanillas bajadas y un joven asomado a la ventanilla trasera que gritó: «¡Tírate ya, viejo!». Tomás sintió una súbita aceleración del pulso y, vuelto hacia el coche que se alejaba, olvidó el delicado verso alemán para masticar palabras comunes de odio: «Hijos de puta…». Deseó ver cómo el vehículo se estrellaba, pero el coche desapareció y Tomás volvió a sentirse solo, sin más compañía que su ira y un puñado de recuerdos desvaídos, quizá inventados. Empezaba a llover de nuevo, más suavemente ahora. Tomás abrió su paraguas y reanudó la marcha. Poco después alcanzaba la colina Oeste e iniciaba el descenso hacia el bullicio y las luces del centro de la ciudad. Ahora lo que quería era beber algo, embriagarse ligera, rápidamente, y volver a casa cuanto antes, mirando desde la ventanilla de un taxi aquella ciudad que, después de tantos años, · 18 ·
seguía resultándole ajena, o más bien irreal, pero más que nada fea e inhóspita, poco menos que hostil; volver y refugiarse en su casa demasiado grande, demasiado vacía, y ovillarse en su rincón, en la sombra a su medida, y dormir, olvidar, dormir hasta que en su cabeza no quedara apenas rastro… Nunca había estado en los bares que había mencionado el profesor Jornet, es cierto, pero sabía dónde estaban; hacía tiempo que se había molestado en averiguarlo. El ambiente tranquilo y la media luz del Roxy fueron percibidos por el profesor Euden como las primeras muestras de amabilidad que recibía aquella noche, y decidió quedarse. La música no era la que hubiera puesto él, desde luego, pero tampoco le molestaba demasiado. Tenía los pies húmedos, y las manos, la cara. Le hubiera venido bien tomar algo caliente, pero pidió una copa. La tomó en la barra, prudentemente apartado de la pareja que tenía a su derecha, él y ella más jóvenes que el profesor, ambos bebiendo y tocándose, haciéndose confidencias y comenzando a degustar la larga nómina de placeres que se ofrecerían a lo largo de la noche. La segunda copa se la sirvieron en una de las mesas dispuestas en torno a la pista de baile, y desde allí vio cómo el local se fue animando: entraban nuevos clientes y la música aumentaba de volumen, o acaso fuera al · 19 ·
revés, el ambiente adquiría un cariz más alegre e incluso creyó que había más luz, sobre todo en el círculo de la pista a la que iba afluyendo una pareja tras otra, como si estuvieran anudadas entre sí por hilos invisibles. Ningún hilo tiraba de Tomás, sin embargo, que se limitaba a beber y a observar a la gente. La gente… Hombres, la mayoría, casi todos viejos, no pocos incluso más viejos que él. Y en medio de ellos, las mujeres como piedras rebuscadas entre el limo, pero piedras rudas, bastas, redondeadas a fuerza de rodar. Unos y otras se esforzaban por mostrarse más jóvenes y atractivos de lo que eran, apuntalaban como podían el derrumbe próximo —a veces ya consumado— de sus precarios encantos. Y volvió a pensar en Celia. Recordó, o más bien vio, cómo había envejecido, de qué trágica manera se deformó su cuerpo grande, su cuerpo fuerte y hermoso. Pero Celia fue una mujer a la que no le importaba lo que el tiempo hiciera con su cuerpo… No, eso era mucho decir. A todo el mundo le importa eso, es demasiado terrible. Más bien, Celia fue una de esas mujeres a las que no parece importarles lo más mínimo el destrozo que el tiempo va labrando en su cuerpo: los haces de arrugas en las comisuras de los labios y los ojos, la piel colgante, el vientre estriado y los pechos, los muslos amorfos y todas esas gruesas venas que · 20 ·
brotan… Celia, además, nunca se tiñó el pelo, no se maquillaba ni usaba cremas, y siempre se ponía aquellos vestidos tan holgados y aquella ropa interior tan poco… Tomás se contuvo. No quería sentir lo que estaba sintiendo. En otras circunstancias, tal vez, Tomás se hubiera sentido inclinado a la ternura, a la indulgencia. Pero en aquel momento, lo que veía en aquel local insultaba la memoria de su esposa y no sentía otra cosa que desprecio. Y cuando vio a una pareja de ancianos, ella con las piernas hinchadas, él calvo y renqueante, besuqueándose en el centro de la pista, sufrió un acceso de repugnancia y se incorporó con la intención de salir de allí y no volver nunca. Fue entonces cuando las vio, quizá ya con la tercera copa sobre su mesa, aún confiado en su capacidad para tenerse en pie. No las había visto entrar y Tomás se permitió creer que habían aparecido de repente y que así mismo podrían desaparecer, como duendes, como fantasmas. La más alta tenía la piel pálida y una larga melena negra. La otra, de pelo corto y rojo, cuidadosamente desordenado, mascaba chicle y fumaba a la vez. ¿Serían ellas? Tenían que serlo. Su mera presencia operaba una transformación general en el ambiente, un cambio sutil pero innegable. Tomás miró a las dos muchachas y se sorprendió escogiendo. Se insultó sin én· 21 ·
fasis y apartó la vista en un gesto de pretendida indiferencia. Luego se preguntó por qué no había de mirarlas, por qué no podía fantasear mientras las miraba. ¿No era propio de alguien de su condición? La condición, recordó el profesor, de los proscritos de la alegría de vivir. Miró de nuevo a las dos chicas, ahora con más calma, con cierta desvergüenza incluso. Por qué no había sido él —por qué no podía ser aún— de los que caen y se enfangan, de los que pecan y gozan. Por qué negar lo evidente, por qué no desear lo imposible. La pelirroja le pareció más locuaz y desenvuelta y, paladeando el placer con que se formulan los juicios sumarios, la consideró también más vulgar y más ardiente. Más… sucia. Valoró el mal gusto de la ropa brillante y ceñida que llevaba, la insolencia con que exhibía su cuerpo en aquel geriátrico. Dio un largo trago a su vaso y, con la sensación de abrazar una libertad recién conquistada, se imaginó haciéndola gozar. El camarero pasó a su lado y Tomás pidió otra copa sin pararse a pensar si le apetecía, si la toleraría. Aquel rostro, aquellos labios batientes debían de conformar gestos de irresistible lujuria encima o debajo de otro rostro. Encima, debajo, por detrás, por todas partes. Tomás se reconoció excitado, embrutecido, y tampoco se privó de una sonrisa al comprobar que, físicamen· 22 ·
te, aún estaba en condiciones de hacer realidad lo que imaginaba. Se aceptó tan rijoso como su denostado colega el profesor Jornet. Pero, ¿acaso no había sido utilizado el mismo barro para todos? ¿Los pecados de un hombre no son acaso los pecados de todos los hombres, e idénticas las posibilidades de elevarse sobre ese lodo? El profesor Euden no se sentía culpable y agradecía que, casi al final, le fuera ofrecida la posibilidad de conocer. Exageraba, tal vez, pero verdaderamente él tenía la impresión de que una venda acababa de desprenderse de sus ojos. Observó a la otra chica. Vestía con mayor discreción, no mostraba los hombros, ni la espalda ni las piernas, pero por lo que se intuía quizá fuera aun más bella que su amiga. Y por su porte, su mirada, su actitud, el profesor deducía que también su conversación sería más interesante, su historia, su mente, y probablemente su rostro expresaría una tristeza sensual en el momento de gozar, y después desearía que la abrazaran. Una mujer melancólica y culta, inteligente y frágil… Tomás consideró que estaba hecha justo a su medida y no tuvo dudas: prefería a la otra. El descreído profesor Euden no apartó la mirada cuando comprendió que las chicas ya habían seleccionado su presa. Bebió para calmar el escalofrío · 23 ·
que le recorrió y tras posar la copa miró de nuevo la sonrisa que le dirigían. No sabía cuál de las dos le abordaría, si serían ambas a la vez… Quizá en ese momento lo estuvieran decidiendo. Tomás se recostó en su asiento y cerró los ojos. «Amemos el misterio», se dijo con teatral solemnidad, y barajó las distintas formas que podría adoptar el final de aquella noche. Finales trágicos, desde luego, pero también cómicos, y vulgares, e incluso felices, por qué no. Mysteries of Love… Recordó aquella voz y aquella melodía que eran, más que una canción, un pedazo de amor vivo y palpitante: Sometimes, a wind blows, and you and I… Recordar aquella canción en aquel momento era arruinar su frágil encanto para siempre, pensó. O todo lo contrario: comprenderla al fin. Sus labios murmuraban, a la espera del momento en que debería abrir los ojos. Lo hizo tras sentir la oleada de perfume que le tomó al asalto, una fragancia densa y mareante, dulcísima, que le hizo pensar en un cedazo de frutas pudriéndose. Entonces el profesor hizo su apuesta, preparó una sonrisa y despegó los párpados, momento en el que tuvo la impresión de que empezaba a soñar. —Sabía que serías tú —anunció. La muchacha sonrió mostrando junto a la boca un cigarrillo sin encender. —Vaya, qué listo. · 24 ·
Era una voz casi risible, entre infantil y estúpida. Tomás se incorporó. —No creas, pero sabía que serías tú y no la otra. Hoy podría adivinar muchas cosas. Cómo acabará la noche, por ejemplo. —Me encantan los viejos chiflados, y tú tienes toda la pinta de serlo. El viejo agradeció aquellas palabras y quiso corresponderlas. —Tú también tienes aspecto de ser lo que eres. Un ligero mohín permitió entrever el daño acusado por la muchacha, que enseguida adoptó una actitud más arrogante. —¿Decepcionado? La joven dejó la boca abierta después de hablar, y el cigarrillo sin llama muy próximo a ella. —En absoluto, es mejor así. No tengo fuego, lo dejé hace mucho. Pero puedes sentarte. Ella sacó un mechero del bolsito que colgaba de su antebrazo y encendió el cigarrillo. —Gracias —dijo después de expulsar el humo, y se sentó. Tomás cabeceó blandamente y miró sin pudor el busto que tenía delante. Luego ascendió por el cuello y los pómulos y se detuvo en los ojos de la chica, que le parecieron verdes, de un verde acuático e imposible. Le llamó la atención la cantidad · 25 ·
de pendientes que llevaba: tres o cuatro en cada oreja, siguiendo la curva del cartílago; otro más, diminuto, en la aleta izquierda de la nariz; y otro, creyó entrever, escondido dentro de su boca, clavado en el centro de la lengua. Probablemente, pensó, habría más en el resto de su cuerpo. El profesor Euden sintió, turbadoramente, la ternura que inspira siempre o casi siempre la virginidad; se trataba, por supuesto, de su propia virginidad: seguramente, esa chica habría estado con muchos hombres, con hombres de todo tipo; pero él nunca había estado con una mujer así, y ansiaba ser uno más, uno cualquiera de los muchos hombres cuyo peso habría soportado aquella muchacha. Era como el deseo de violarse a sí mismo, de violar la parte más íntima y sagrada de uno mismo. Y para eso le haría falta ver y tocar, por primera vez, un cuerpo como aquel, visto y tocado por tantos otros antes, y besar, lamer, morder por vez primera aquella piel sobre la que tantos litros de sudor y saliva y demás habrían corrido ya. —Dime, cómo debo llamarte. Tomás no se sentía seguro y agradecía que únicamente le temblaran las piernas, pero a la vez se veía propulsado por una osadía que nunca había experimentado. También sentía de pronto una incitante curiosidad: necesitaba seguir descubriendo · 26 ·
misterios tan poderosos y decepcionantes como la voz o el perfume de aquella joven, o como la calidad de su ropa interior, si llevaba, como las palabras que le diría cuando estuviera a punto de derramarse o como el nombre idiota que le propondría para el juego que acababa de empezar. —Diana. El profesor sonrió con satisfacción, sinceramente sorprendido. —Muy bien, Diana, daría igual uno u otro, pero ese te sienta bien. Y dime, Diana cazadora, ¿estás segura de haber elegido bien tu presa? La joven le miró con desconfianza, valorando tal vez la posibilidad de una retirada. Fumó para darse tiempo y expulsó el humo del cigarrillo por un lado de la boca, en un gesto plástico y soez. —¿Mi presa? ¿Qué quieres decir? La voz de Tomás adquirió un tono solemne, no exento de sinceridad. —Eres bella, Diana, a pesar de todo. Ni siquiera yo soy digno de ser tu víctima. El propio Goethe tampoco lo sería. Los ojos de la joven brillaron como si en ellos se hubiera avivado una llama interior. Tomás seguía hablando: —Tis pity she’s a whore… —¿Eh? · 27 ·
—Qué lástima, Diana, que seas una pecadora. Pero qué podría reprocharte yo. Dime, ¿ya has leído a John Ford? Se estaba excediendo, lo sabía. No asumía su condición de víctima y la muchacha mostraba su extrañeza, sus dudas. Sabiendo que disparataba, se dijo que tal vez ella empezaba a sospechar que tenía delante a un cliente que no le convenía, un policía por ejemplo. Se le escapó una mueca de ironía y procuró mostrarse más dócil, más practicable. —Tranquila, en realidad no viene a cuento. ¿No bebes nada, Diana? —Olvidé mi copa en la barra —dijo la joven e hizo ademán de incorporarse—. Voy a buscarla. —No —la detuvo el profesor—. No te muevas de aquí, yo la traigo. De camino al lugar en el que habían estado poco antes las dos jóvenes, Tomás buscó a la otra, la morena, pero no la vio por ninguna parte. En la barra seguían, sin embargo, las dos copas, una clara y otra oscura, y nadie había ocupado aquel espacio vacío, como si Diana y su amiga aún siguieran allí, espectrales, solo visibles para él. Tomás cogió el vaso oscuro y tuvo la certeza de que, cuando se diera la vuelta, Diana tampoco estaría ya en el lugar donde la había dejado. Sonrió sin ganas al ver · 28 ·
su silla vacía y, seguro de que ya había pasado su oportunidad, se dijo con pena y alivio que ya podía irse o despertar. Pero la reconoció un poco más allá, a la entrada de una zona en penumbra, fundida casi por completo a la oscuridad, esperándole. El profesor avanzó hacia la sonrisa que aquella joven le ofrecía como señuelo. Se había apostado al comienzo de un espacio de confortables sillones y mesas bajas sobre las que flameaban unas pequeñas velas eléctricas. Tenía la copa de Tomás en una mano y un cigarrillo en la otra. «Perra de Babilonia —murmuró el profesor, burlándose de sí mismo—, ten piedad de mí…». Cuando estuvo de nuevo a su lado, trató de sonreír ante el brillo irreal de aquellos ojos. Sintió miedo, vértigo, y estiró un brazo para tocar. Una mano caliente recogió la suya y tiró de él hacia la oscuridad. A Tomás le pareció distinguir cuerpos abrazándose, una poderosa marea nocturna de brazos y labios y piernas por la que ella le abrió paso hasta alcanzar unas butacas vacías. La muchacha se acomodó lánguidamente, devolvió al profesor su copa y tomó la que él había ido a buscar. Brindaron. No dejó de advertir el nuevo sabor del whisky y pensó en brebajes milagrosos, en venenos fatales, y al tiempo que brotaban las siluetas a su alrededor, aventuró un aquelarre en el que su papel sería, cómo no, el de cabestro. Tomás · 29 ·
se permitió estos delirios y sin embargo le entristeció pensar en una muerte por envenenamiento. Se preguntó cuánto sufriría, la humillación le daba un poco igual. Con todo, en aquel momento cualquier cosa le parecía preferible a morir de puro viejo, de puro hastío. Bebió de nuevo y se inclinó sobre la muchacha para besarla, al tiempo que con ambas manos iniciaba la búsqueda de las fuentes secretas de aquel cuerpo. Ella le retuvo. —Joder, con el abuelo. El profesor Tomás Euden estuvo a punto de abofetear aquel rostro, de insultar a la muchacha con la palabra que desde hacía rato pugnaba por salir de su boca. Pero qué podía reprocharle… ¿No era eso, la vulgaridad, la bajeza, lo que había elegido al final, en lugar de la ternura y las palabras cultivadas? La seguridad de que obtendría un placer mayor golpeando a la joven que poseyéndola le hizo consciente de que debía calmarse. El rapto pasó. Tomás recordó que su condición allí era la de víctima. No era a él a quien cumplía dirigir los hechos. Había acudido a ese lugar por curiosidad, para conocer. Debía mostrarse por lo tanto más dócil, dejarse enseñar. Bien sabía el profesor Euden que no hay conocimiento sin humildad. —Disculpa, Diana. Tú mandas, tú dirás. —Tranquilo… · 30 ·
Una mano se posó sobre su espalda y describió en ella pequeños círculos. Tomás cerró los ojos y pensó en el roce de un ala. La de un ave carroñera. Comenzó a murmurar: —Du bist doch nun einmal eine Hur… Y bebió nuevamente, como si así rubricara las palabras. Esta vez el líquido ardió como metal derretido en su estómago. Miró la copa y apuró de un trago lo que quedaba, apretando los puños al tiempo que se abrasaba. —Ya está —dijo, sin mirar a Diana—. Tu pócima ya está haciendo efecto. El perfume de la muchacha se hizo más denso, casi sólido, y Tomás tuvo la sensación de que se asfixiaba. Iba a llevarse una mano al cuello, pensando que sangraba, cuando comprendió que ella le estaba besando. Los objetos comenzaron a dar vueltas. La lengua de la joven subía por su cuello hacia la mejilla y Tomás sufrió un profundo pinchazo en las sienes, al que siguió un intenso y rítmico martilleo que propagaba ondas de dolor por su cabeza. Buscó con los labios aquella lengua que se infiltraba ahora hacia su oído y quiso robar placer con ambas manos, pero el dolor aumentaba, se hacía insoportable. «Atrás, lúbrica perra…», murmuró al apartarse. El sudor se espesaba entre su ropa y su piel. · 31 ·
—Qué me has dado —dijo apenas, pues hasta las palabras le dolían—, qué quieres de mí… La muchacha abrazaba casi maternalmente al viejo y este oía, muy lejos, un coro que repetía Pobre, pobre Tomás; oyó también sonidos metálicos y carcajadas, tambores, y una luz de hoguera brillaba en algún lugar: elementos de un imaginario hecho de libros, de cuadros y melodías que Diana sin duda desconocería, aunque en ellos ocupase el lugar de la reina, de la diosa. «En el infierno la piedad consiste en no tener piedad», recordó. Y no ignoraba, por supuesto, qué círculo del infierno era el que le correspondía. Se llevó las manos a la cabeza como si así fuese a evitar que estallara en pedazos, pero de pronto, increíblemente, el dolor desapareció, y a continuación todo quedó en silencio, sumido en una perfecta oscuridad. Tomás quiso llamar pero no tenía voz, moverse pero no tenía miembros. De la oscuridad brotó un punto de luz que se fue agrandando hasta convertirse en una gran burbuja que alguien inflaba, una burbuja brillante que irradiaba calor de hogar, de lecho. Lentamente, Tomás distinguió lo que había en su interior. Una muchacha dormía sobre un tálamo de plumas y se cubría con sus propias alas. Tomás se acercó y, como si le presintiera, la joven comenzó a desperezarse. Sus alas se estira· 32 ·
ron. Nunca había visto nada tan hermoso y sin embargo conocía a aquella muchacha, la conocía muy bien. La joven abrió los ojos y su sonrisa conmovió a Tomás como una declaración de amor eterno. Estiró la mano y entró en la burbuja. Comprendió que estaba muerto, o muriéndose, y se abrazó a la joven, humedeciendo su rostro y su cabello. Y las alas del ángel cubrieron todo su cuerpo. Hubiera sido fácil morir así, pero el efecto del narcótico remitió y a Tomás no le quedó más remedio que seguir viviendo otro poco más. Bastaron dos dedos para explotar aquella burbuja, los dedos con que le despertó uno de los camareros del Roxy. «Oiga, tenemos que cerrar». Tomás vio que dentro de su abrazo no había más que un vaso vacío y el dolor de cabeza comenzó a percutir nuevamente sus sienes. Debió hacer un gran esfuerzo, un esfuerzo que consistió en pura y dolorosa resignación, para entender lo que le decían y dónde estaba. Había un exceso intolerable de luz, como intolerable le resultó que aquel desangelado lugar, aquellas gastadas butacas, fueran la tibia cueva a la que le había conducido Diana. Trató de incorporarse pero no pudo. El dolor le doblegaba. «¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llamemos a un taxi?» Tomás sintió una irresistible necesidad de llorar, de suplicar. Pidió un minuto, por favor, y el camare· 33 ·
ro se apartó. Tenía la boca reseca y su estómago ardía. Comprobó también que había una humedad pringosa en sus pantalones y que habían desaparecido su cartera y las llaves de su casa. Pensó en Celia, pensó en sus hijos, quiso estar muerto, pero ya completamente muerto… Los camareros barrían y le miraban. Por fin Tomás logró ponerse en pie y caminar hacia la salida. Se tambaleaba, a cada paso amenazaba con derrumbarse como se derrumbaba toda su vida, el fruto de una larga vida de trabajo, de estudio, de disciplina… «¿Seguro que no quiere…?». No, no quería. Adiós, gracias. La calle le recibió con la bofetada del alba y Tomás avanzó arrastrándose sobre la fachada de los edificios. Otro golpe, ahora en el estómago, le hizo doblegarse y vomitar. Expulsó un líquido de turbia transparencia y oyó murmullos, insultos tal vez. Cuando acabó, se limpió con la manga de la chaqueta y reanudó el paso. El dolor de cabeza no cesaba, pero la sensación de mareo parecía remitir y, pese a la extrema debilidad que sentía en las piernas, logró salir de aquella calle. Se dijo que debería pedir ayuda, llamar a la policía y ordenar que fueran inmediatamente a su casa, que imaginó desvalijada. Más que la vergüenza, soportable, y la culpabilidad, remota, lo que le hizo desechar la idea fue la certeza incontrovertible de que ya nada tenía · 34 ·
la menor importancia. Al doblar una esquina vio al fondo de la calle, entre dos edificios, el viaducto que unía las dos colinas de la ciudad. En el rostro de Tomás afloró una fatigada sonrisa de gratitud. Le costó mucho llegar hasta allí; mucho, también, apartar de su cabeza las imágenes de sus hijos y sus nietos, su casa vacía, su abandonado jardín, y sobreponer a todo ello la de la joven que le tendía su mano dentro de aquella burbuja caliente. Fuera de la burbuja llovía, sin furia, solo porque las cosas pesan y tienen que caer. El profesor agradeció aquella lluvia que le despabilaba y le permitía creer que su decisión era lúcida. Amanecía cuando alcanzó aquella altura. Hacia el Este, sobre el mar, una delgada franja de nubes filtraba los primeros rayos del sol. Miró la ciudad desde lo alto. Le pareció que al fin aquella sucia criatura de cristal y hormigón se dignaba a mostrarle su verdadero rostro, fatigado y odioso. O que al fin él estaba capacitado para verlo, para librarse de él. Súbitas ráfagas de viento le abordaron por la espalda y ulularon bajo los arcos descomunales. Tomás se agarró con fuerza al pasamanos. Hacía frío y pensó en la burbuja donde ella le esperaba con calor y caricias. Su mirada se mantenía fija hacia el frente. Sabía que un simple paso, una mirada ha· 35 ·
cia su izquierda bastarían para mostrarle el camino de vuelta a casa y abolir su propósito. Un mínimo gesto y volvería a ser un viejo sentado que espera la muerte. Al cabo de muy pocas horas reconocería que había estado a punto de hacer una tontería y volvería a escuchar sus óperas y a tomar sus pastillas con la misma disciplina y la misma falta de interés con que releía a Aristóteles o explicaba a Kierkegaard. El viento arreciaba en oleadas que parecían decirle: «Ahora, ahora…». También ella se lo decía: «¡Ahora, Tomás, ahora!». Y no sabía si era ella o la lluvia o la pura fragilidad de ser un viejo borracho en un puente lo que le hacía verlo todo mojado y borroso. El viejo y triste Tomás se sorbió los mocos. Ya no habría más llanto ni más arias, más vasos en la mano, más miradas al sillón vacío ni más jardín abandonado. Y fuera cual fuese su aspecto, él se sintió limpio, puro, digno al fin de todo el cielo que fuera posible.
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y La vida, profesor recibió el primer premio en el I Concurso de Relatos ‘La Puerta de Tannhäuser’ convocado por la librería del mismo nombre y fallado en Plasencia el 25 de noviembre de 2017, estando el jurado compuesto por Gonzalo Hidalgo, Álvaro Valverde y Javier Morales.
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y Schade. Schade um die Rosenfeste‌
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