informes y teorías
Colección Caldera del Dagda
Ildefonso RodrĂguez
informes y teorĂas
eol a s ediciones
“Escarbo y sepulto. La escritura de mis pormenores en el puño”. Juan Sánchez Peláez
INFORMES
Dos días de fiesta
P
or las ganas, Gaona hubiera recibido a Lastres con un alegre fraseo, un saludo musical echado al aire. Llevaba un par de horas con el saxo colgado del cuello, mientras iba de tenderete en tenderete, bebía el vino de la fiesta, charlaba con conocidos y desconocidos. Entraba en los grupos, se encontraba una y otra vez con el minero feliz y borrachín, cuyo bigote, tan recto y horizontal, le hacía pensar en un personaje austríaco de entreguerras; y el hombre volvía a insistirle “toca algo, anda, toca lo que yo te diga”. Pero él sabía ya, desde hacía años, cuál era su relación con la música, una espera, un deseo que nace de la espera. Según decía Lastres, así, con el saxo armado y colgado del cuello, componía la imagen de alguien venido de otro continente, allá donde los saxofonistas son héroes que apuran las copas antes de subir a algún escenario de los clubes que llenan la calle 52. Para Gaona, la imagen que estaba componiendo tenía un significado muy preciso, como si fuese alguien que viniera de tocar en el otro lado del río. 11
Es cierto que había tocado en la procesión, detrás del coro de las mujeres, que desafinaban lo imprescindible para recordar el fondo oscuro de la ceremonia. Pero él, en homenaje a un santo minúsculo y despintado, sopló los compases de una marcha muy ajena al lugar, hasta hizo rugir al aparato en ciertos pasajes del Saint James Infirmary. Gaona, parado ante un chiringuito, con el vaso de vino en la mano, apenas escuchaba el habla insistente y enfática de su amigo; Lastres todo lo ponía en relación, armaba una teoría de correspondencias, todo lo pensaba en clave; para Gaona, sin embargo, había una claridad demasiado evidente, cruel por su exceso de luz. Lastres volvía a Lowry, qué tendría que ver Lowry con esa fiesta ya agotada. Él se limitaba a soportar el peso del saxo, era ya un peso inocente, un desprendimiento, aunque no dejase de oír la música fácil y benéfica que, desde hacía ya un rato, venía del templete; le entraban los deseos bien conocidos de subir allí y juntarse con aquella orquestina, sentía las cosquillas, pero tuvo que apartar la incitación, que estaba fuera de lugar. Allí mismo, y de nuevo le ocurriría por la noche, vio cómo el tiempo no necesita transcurrir para ser tiempo, que solo es un hueco, lodos, niebla: lo que entra en el interior de cada cual. Algo parecido al instrumento, del que sus manos, alejándose del cuerpo, pueden extraer música; del mismo modo podría exprimir el tiempo, el aire enrarecido donde germinan las semillas. Porque oía a su amigo y no le escuchaba, estaba viendo una imagen de lo distante; era un aparador, un mueble del comedor familiar, con múltiples cajones de muy diverso contenido. A los más bajos los alcanzaba poniéndose de puntillas, abría el cajón, investigaba otra vez sus secretos. Y así era ese lugar, la fiesta, y así volverá a ser de nuevo: un recinto cerrado, un círculo que persiste con su contenido intacto: los 12
tíos engalanados, la pareja de los padres enlazados en un tango, el olor de la pólvora pequeña. Así hubiera sido en el 65, teniendo por compañero de baile al propio Lastres, aunque aún faltaban algunos años para su encuentro; uno de los dos acabaría por despistarse del otro, en aquel dar vueltas y vueltas en medio de la pequeña y dulce multitud, con la claridad que las bombillas débiles no alcanzaban a abrir en las sombras crecientes. Así fue entonces, pero Gaona ahora se veía como aquella figura pintada por Dalí con cajones en el pecho, los abría, revolvía en su interior. Lastres tiraba de su soga personal, le iba diciendo “Mira, está todo aquí, ese vinatero que le echa tanta agua al vino, la tómbola, el tiro al mono; el que mejor lo entiende, en prosa, es Andrés, por eso se queda mirando todo con tanta fijeza, antes de ponerse a hablar”. De pronto, Lastres descubrió a su primo y cambió de tema, se puso a explicarle a Gaona los apuros del primo para sacar adelante una fiesta ya difícil de mantener, pero aún necesaria, con su gozo y su reunión. Sus esfuerzos, se supo luego, ocultaban un gracioso fraude, porque se veía demasiado solo para seguir con aquello, la mayoría de los mozos del pueblo andaban por Alemania o por Bilbao. Gaona sabía que aquel acto suyo, la insistencia de llevar colgado el aparato, no era inocente. Acabaría por imponer su ley, quería ser llevado a la música. Tuvo todo el día siguiente para recomponer la música que tocó en el desorden, cuando, ya caída la noche, se sentó junto a la vía del tren y alzó el saxo para llevárselo por fin a la boca. Balanceó las primeras frases en un aire verde, oloroso al carburo y a las golosinas de la fiesta; supo tocar un blues frío y aproximativo. Después se puso en pie y empezó lo otro, de murmullos pasó a gritos, mientras daban palmas los cuatro reunidos a su alrededor, hasta que Otoñongo dijo “Tocas mucho”, y Gaona tuvo que pararse a interpretar aquella sentencia de su colega. No necesitó más elec13
tricidad, solo el impulso que dan la alegría y la tristeza cuando van juntas, una sola escala que reúne ambas, el ámbito dominador de un sentimiento al que estaba dando salida, y en la conversación que vendría más tarde. La conversación sería por la noche y acabaría en un cuento de hadas, tendría ese pretexto. En el dormitorio había cinco, tres en una cama, dos en la otra. Sonaba el español irreal de un jesuita cuyo tema de disertación Gaona ya no recuerda, pero sabe que era un prodigio de versos blancos, tan tentadores que él dijo “esto se puede tocar”, y saltó de la cama, fue a por el saxo, aunque estaba demasiado alegre y borracho. Versos blancos y el miedo de Lastres, que se tapaba con las mantas cada vez que oía un ruido en la escalera, y podía ser su tía, veinte años atrás, cuando subía a reñir a los alborotadores nocturnos. Por encima de todo, en el cuento de hadas vio una verdad que se imponía en lo real; el techo del gran dormitorio, de fuertes vigas de roble, era idéntico al de la casa de sus abuelos, la madera hacía las mismas muecas, estaba muy lejos y estaba muy cerca de sus ojos. A los pocos días andaba por la ciudad contando la experiencia, aludía a la mística, le vencía el tópico: todas las cosas del mundo eran aquel techo, estaban a mano, para cogerlas; pero alargabas la mano y las veías inalcanzables. En el mismo punto que a los siete años, en la otra vida, el amor y la amistad. Y después uno al que le tocó dormir con la cabeza a los pies de la cama. Le tocó a Gaona, y no lo hacía desde aquella otra vida. Se durmió pensando: así sería reencarnarse, como les sucede a esos niños a los que buscan para que sean lamas, reconocerlo todo de nuevo, quererlo todo a la vez. Pero la tarde había seguido con otras conversaciones, algún baile desganado, el olor de las sardinas fritas, entre las respuestas a bandas (así las escuchó Gaona) de las guitarras eléctricas. Unas 14
horas antes, habían ido paseando en grupo hasta el valle olvidado. Un simple paseo, antes de que empezase lo otro, procesión incluida, pero fue como adentrarse en una película japonesa de monstruos; así pareció al principio, entre bromas de ese carácter. Pero alcanzaron la escombrera, la boca de la mina, el refugio que estaba tocado por la mano de lo siniestro, y Gaona se fue poniendo solitario. El valle era una cuña en el monte, solo había un árbol pintado en aquel paraíso negativo. Toda la mina recogía la situación del valle, su abandono. Las hierbas crecían en los lugares menos propicios, y todas las cosas de la industria ya eran cosas naturales a fuerza de lluvia y desuso. En la oficina, el lugar más tocado por lo siniestro, encontraron hojas de nóminas: “Juan González Rodríguez… 1958… ausencia por… borrachera”. Las vagonetas diluyendo óxido en las aguas, los cables sin tensión, los motores con la grasa endurecida. A Gaona se le presentó otra imagen del dinero que él nunca tendría, la imagen contraria a aquella desocupación, inutilidad ociosa y sin respuesta desplegada ante su vista. También era aquello como las ruinas de un campo de concentración, los instrumentos de la tortura a flor de piel, emergiendo de la tierra erosionada, largos tubos, chapas de metal que una vez se puso incandescente. Las hojas de las nóminas, el papel quebradizo con el registro de los nombres, la cadena oxidada del perro guardián, los barracones. Lastres le sacó de ese mal espejismo, contándole el proceso que siguió la mina, desde su descubrimiento en un prado familiar, la primera inversión fuerte, la decadencia más tarde. Lastres conocía la cara de todos aquellos nombres que aparecían en las listas resecas: uno de ellos acabó por emigrar a Alemania, otro puso un bar, otro murió de viejo. 15
Entonces el espejismo malo se trasformó en una imagen más benéfica. A Gaona se le ocurrió pensar que todo el valle podría verse como un lugar de juegos, y por eso impidió que Otoñongo lanzase por un terraplén la última de las vagonetas aún utilizable. Con ella podría uno deslizarse gritando a pleno pulmón, en el eco del valle, sin miedo a la sombra del monstruo antediluviano que por allí anda. La imagen venía con música, una canción alegre se le compuso en los oídos a Gaona. También imaginó aquel paraje poblado por unas ninfas amigas, que se refrescasen la cara y los pechos en el agua dulce de la herrumbre.
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© Ildefonso Rodríguez, 2018 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices Cubierta y foto del autor: Francisco Suárez ISBN: 978-84-17315-32-0 Depósito Legal: LE 358-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España