AÑOS DE MAYOR CUANTÍA
© Tomás Sánchez Santiago, 2018 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Fotografía de cubierta: La señora Transi, la castañera. Cortesía de Antonio Ramos Figuero Maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-17315-04-7 Depósito Legal: LE 88-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España
Tomás Sánchez Santiago
Años de mayor cuantía [ MEMORIA Y FÁBULA ]
eolas ediciones
Comprendí que los grandes acontecimientos ocurren en absoluto silencio, por la fuerza de la inercia, y que detrás de los acontecimientos visibles y perceptibles hay otra cosa, un monstruo adormecido en algún lugar del mundo, detrás de los montes y de los mares, ese monstruo perezoso y torpe que se esconde en el corazón de todos nosotros y que rara vez se despereza e intenta agarrar algo. Y eso también forma parte de ti, tú también eres ese monstruo. En la vida diaria, como en la música o en las matemáticas, hay un orden que en cierto modo es poético… ¿No lo comprendes? Sándor Márai, La mujer justa
La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde William Faulkner, Luz de agosto
H
e aquí depositado en el aire –o casi– el testimonio de un hombre que para hablar ha escuchado antes mucho. Eso si es que no lo sigue haciendo como primera actividad verbal. Y es que hablar, escuchar, recordar e imaginar son acciones que se llevan a cabo de manera impura y revuelta, sin primacías ni exclusividades. Se habla y se escucha a la vez. Mientras uno escucha ya quiere hablar por dentro, sabe lo que va a poder decir. Y recuerda lo que momentos antes ha escuchado y entonces imagina la intención última de quien le está ahora hablando, las repercusiones de tal palabra dicha a destiempo, el peso que más adelante habrá de tener lo que ahora se da por bueno… Hay, por tanto, un extraño juego de intersecciones entre esos verbos que configuran nuestra relación expresiva con el mundo. Con lo demás del mundo. Para decirlo de un modo más incisivo: se habla cuando se escucha; se recuerda cuando se imagina. El oído es una variante vocal al igual que la fabulación es una forma natural de la memoria. Puestos a pensar en todo esto, ha de ser difícil desentrañar por cada cual las causas últimas de los hechos decisivos –más o menos todos lo son, es verdad– de la vida propia. Su manantial está lejano y escondido. Y la desmemoria lo comanda todo: ¿esto lo oí o lo dije yo? ¿sucedió o me lo inventé? Así que muy a menudo lo que se busca con el pensamiento se acaba encontrando con la imaginación. Y es 9
que la memoria, esa mesa desordenada, adolece de soltura en estos esfuerzos por querer conocer a qué se debió la dirección que en un momento determinado orientó nuestra vida. Concebí este título, años de mayor cuantía, en cuanto caí en que iba a tratar de rescatar unos cuantos sucesos capitales que, sin estrépito ninguno, acabaron por configurar un carácter. El carácter de quien escuchó buena parte de estas historias. O fue él mismo quien las contó a otros. O las recordó. O las imaginó. Da igual. El caso es que del tumulto emerge una imagen muy parecida a la de quien está escribiendo esto mismo una tarde de luz calcinada de verano tras dar por terminado –aunque quién sabe– este álbum de años primordiales. Lo cierto es que él nada más puede hacer ya. Hasta ahí supo llegar. Te deja el atadijo entre las manos, insospechado lector o lectora. Sujétalo como puedas. Él se retira a la sombra; se va sin más explicaciones. A seguir escuchando. O a hablar y a recordar y a imaginar. Más. Más todavía. Y así mientras le asista la intensa incertidumbre de vivir. Todas las personas tenemos un sistema de computación de nuestras vidas más allá de calendarios y relojes. No me cabe la menor duda de ello. A poco que se rasque en la intimidad de cualquiera, veremos que para sustituir el lenguaje de las fechas se suelen usar como referencias de anclaje datos vitales, rememoraciones, hechos particulares o públicos que nos afectaron o, al menos, quedaron por alguna razón misteriosa fijados en la memoria. “Eso me ocurrió el año en que estrenaron tal película”; “Eso otro pasó cuando repetí aquel curso de bachillerato”; “Aquello fue en el invierno de la nevada increíble”. Así nos situamos ante los demás. Sin hablar de cifras. No hacen falta. Como si adhiriésemos el tiempo a asuntos inoculados dentro de nosotros ya para siempre. En lo que a mí respecta, también tengo mi calendario particular, donde hay años de mayor cuantía y otros que no tanto. Más adelante, cuando en ese légamo oscuro que es la memoria todo esto empiece a reposarse, lo vivido dará la cara a su manera y ocurrirá lo de siempre: aquello que hoy me parece llamado a ser trascendente 10
(nombres, presencias, hechos) se disipará como un juego de vilanos en el aire; por el contrario, presuntas nimiedades o al menos sucesos que ahora pasan incoloros ante mí se alzarán con nueva envergadura. Es siempre así. El grueso del pelotón de estos relatos se fue escribiendo más o menos entrecortadamente entre 2005 y 2015. Los sucesos naturales que baquetearon mi vida en estos años serían determinantes en todo: en la modulación de estas narraciones pero también en la dinámica de una escritura más o menos entrecortada que las tuvo suspensas incluso años enteros –hay algún caso, sí– hasta el punto de convertirlas en totalmente desconocidas cuando volví sobre ellas, como ocurre con esos niños que dejamos de ver unos años para reencontrarlos en los umbrales de otra edad en la que no podíamos imaginarlos así, precisamente así. El espíritu que los engloba a todos ellos es, ya se supone, un desafío a la lógica. Parece que los años cruciales de una persona son aquellos en que cumplimos con esos menesteres vitales que se esperan de nosotros (ceremonias, fallecimientos, objetivos de horizonte laboral o social…). No digo yo que eso no sea así. Pero no siempre. Pero no del todo. Para mí, no. En ocasiones, un rasguño inapreciable de la vida puede crecer por su cuenta hasta colonizarnos sin pedir permiso; solo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera. A esos años de mayor cuantía me refiero aquí. Años de iniciaciones. Años de formación, en los que se amasan los rasgos mayores del rostro de una generación. Años infantiles, escolares, de cercanía familiar o ya de ensayos de emancipación que se lograba a duras penas entre el miedo, la osadía o la inconsciencia. Un espejo estallado en un armario, una charla de cama a cama en un hospital de Madrid o el viaje en un taxi para resolver un episodio de honor sucedido en una pensión anodina de Salamanca han dejado su huella ardiente en mí y me han laminado esos ángulos que tienen que ver con lo que se llama ordinariamente ‘personalidad’. Al menos, yo lo creo así. 11
Pero, al cabo, tómese todo esto como se quiera. Como una mezcla oscura e indiscernible de reflexiones y fabulaciones, de conversaciones escuchadas o activadas por mí, y todo entretejido en el espacio abisal de una memoria viciada por la imaginación y sus asaltos multicolores. A fin de cuentas, también la imaginación forma parte natural de los recuerdos. De eso estoy plenamente convencido. En Zamora, en julio, en 2014 y otra vez en 2017
12
LOS AÑOS INFANTILES
a Aurora y Horacio
Tres golpes de infancia
I BUEY DE 1963 (el miedo)
A
hora vamos a imaginar que todo sucedió en 1963 o en 1964, desde luego antes de 1965, cuando yo con ocho años había cambiado de colegio, había abandonado el Patronato de las monjas –así se le llamaba y llegar a él era solo cruzar la carretera desde casa– para entrar en el sol y sombra del Dulce Nombre de María, donde resistí hasta los dieciséis años mordisqueando el filo que va de la niñez a la adolescencia. Pero eso es otra historia. Antes estuvo aquello otro: un pequeño colegio de monjas costureras a las que un niño que venía solo del otro lado de la calle les contaba chistes contra Franco –pero ¿y quién se los decía antes a él? ¿y dónde los podía oír?– mientras en su tabernáculo ellas manejaban risueñas y falsamente escandalizadas aquellos bastidores enormes como panderetas por donde deslizaban agujas misteriosas que él miraba y remiraba con inicial fascinación. Y sí. En 1963 pudo pasar lo del buey. El colegio era un edificio chato y adormilado, encalado de blanco y con macetas de flores vivas que las monjas sacaban cada mañana a refrescar a los antepechos de las ventanas. En las tormentas y durante los golpes de lluvia había que recogerlas apresuradamente. Entonces, con los babis blancos y los cuellos azules de presilla –hay foto: mi hermana y yo contemporizando al lado de una imagen sacra de mesa y ante un mapa nacional de pergamino lleno de cicatrices– los colegiales parecíamos un motín de pequeños marineros 17
los años infantiles
en revuelo, agitándonos de acá para allá momentos antes de la tempestad. En la memoria han quedado a salvo aquellos tiestos floridos, que daban una impresión de salud vegetal que se diría trascendía hasta nosotros. Había frente al colegio un pequeño soto húmedo donde saltaba día y noche el agua de una fuente con la taza llena de renacuajos, una fuente que remataba una cuesta. La cuesta del vivero. Así se la llamaba. Bajaba desde la parte más antigua de la ciudad y se abría hacia el oeste, hacia donde empezaban las afueras, justo donde vivía mi familia (Avenida de la Feria 49, ahí nací) y donde estaba ese pequeño colegio al que yo iba a aprender las primeras letras –también las últimas; no hubo nunca ninguna más; desde entonces no he hecho otra cosa que mezclarlas pacientemente–
con sor Pilar, una monja obesa de cara abufada con venillas rojas flotando por las mejillas, igual que los renacuajos nerviosos de la fuente, y por el faldón de la nariz, que así parecía un forro sangriento. Desde aquel lugar, de la mano de aquella mujer de hábito azul y toca blanca de alas espantadas me asomé por vez primera a las cosas del mundo. Al color de los mapas (Zamora era verde, como Guadalajara y Ciudad Real), a los tremendos relatos de la Historia Sagrada, a los murales de hombres y mujeres asexuados, llenos de paquetes sonrosados de músculos y circuitos azules y rojos por donde parece ser que iba arrastrándose la sangre también dentro de nosotros. Por un tiempo creí que la cosa era así, y que todos teníamos dos tipos de sangre: la roja y la azul; cuando me salía de la nariz o de algún diente desprendido, siempre miraba a ver si era por fin la azul. Hasta que se me explicaron en casa algunas cosas que no había carriles azules para la sangre (¡pero yo los veía en las muñecas blancas de mi madre!)
18
Tres golpes de infancia
que las islas Canarias estaban mucho más abajo de donde aparecían en los mapas, enjauladas y fuera de sitio que los hombres y las mujeres tenían agujeros y pelambres y un desenfado genital.
Sor Pilar. Tenía un carácter fuerte, casi violento (yo la vi meter en la boca a un pequeño compañero su propio pañuelo perdido de mocos para que estuviera callado, mientras nos iniciaba a los demás en el cruel ejercicio de reírnos de las miserias ajenas; ella llamaba a esa humillante tortura “El tragabolas”), y yo aún no podía adjudicar eso a una feminidad ya entorpecida, atosigada probablemente por quemazones rabiosas y por el estreñimiento vital de una existencia encerrada entre otras mujeres solas, también sin cuerpo y enamoradas a la vez de una entidad irreal y divina que les bastaba a ratos. A ratos. Constreñidas y contritas, la vida de aquellas mujeres –esto solo puedo pensarlo ahora– derivaba entre el deseo y la culpa, entre la curiosidad y el arrepentimiento. Algo así. Sor Pilar. Fue ella quien me dejó en el oído el encanto bruto de las primeras poesías, que yo aprendía sin esfuerzo en el aula y que me repetía luego como un sortilegio inacabable por las noches, a oscuras y en la cama, hasta dormirme. «Cultivo una rosa blanca / en julio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca»… «Yo vi sobre un tomillo / quejarse un pajarillo»… «En una alforja al hombro / llevo los vicios; / los ajenos delante, / detrás los míos»… Cosas así. Fruta de época. Ahí quedó todo, aún en pie, sobreviviendo por encima de otros escombros de la memoria. Ahí sigue. Y había otras labores nada escolares pero que a mí me encandilaban porque era como si se metieran en aquel espacio los codos de la vida. De otra vida. Sor Pilar establecía un horario para vendernos chucherías. ¿Se lo pueden creer? A la hora prevista, en la propia clase, sacaba una llave y abría las dos hojas de un armario que había al lado del gran pizarrón 19
los años infantiles
verde y de su mesa. Y se obraba el prodigio. Allí alineados aparecían tarros panzudos de cristal, como peceras maravillosas, siempre a medio llenar de todo tipo de golosinas: caramelos diminutos de nata, tubos de pastillas “Bambino” de sabores diversos, gajos de naranja y de limón azucarados y envueltos cuidadosamente en celofán crujiente, palos de regaliz retorcidos como raíces torturadas que luego dejábamos amarillentas y estropajosas contra nuestra saliva, que se quedaba dulce por la noche. Los días convenidos por la monja se formaba un mercadeo que era como una prolongación natural de la clase. Y no solo le comprábamos nuestras menudencias sino que las podíamos comer allí mismo, a las claras, mientras miniábamos los cuadernos de caligrafía o alegrábamos con las pinturas las ilustraciones tan áridas de las enciclopedias. Otra de las encomiendas para salir a las afueras de la vida escolar era lo de ir a tirar la basura cuando sonaba el silbato del carro que hacia el mediodía pasaba siempre a recogerla. Los desperdicios del colegio se iban amontonando en unos cajones de fondo de tablón con asas de cuerda cruda que sacábamos afuera entre dos niños, uno de cada lado. Cada día dos cajones. Cada día dos niños.
Salíamos y el hombre de la basura volcaba en el carro aquel revuelto de olores ácidos que yo miraba siempre con cierta tristeza, como si ya empezara a saber que todo, todo, todo, incluso lo que estuvo una vez en contacto con lo más deseado, termina por caer en el desdoro de lo inútil, de lo desechado. Un reconocimiento, un amor al desperdicio que luego, pero muchos años más tarde, se resolvería en poemas (“Basura”, “Nuevas preocupaciones”, “Lección de Holan”) que escribí pensando en esto. A mí me parecía entonces que una mirada detenida era suficiente para que el contenido penoso de aquellos cajones entrara con algo más de vida en el montón maloliente de la galera. Mondas, vainas, restos de comida, papeles que no se daban de ninguna manera al fuego, retazos de trapería ya inaguantable para 20
Tres golpes de infancia
labor ninguna. Esa era la triste materia ordinaria de la basura. Y cáscaras, muchas cáscaras. Los tratos con lo inservible: yo sabía hacer bien aquello. Eso me parecía. La sensación de que las cosas desechadas del mundo necesitaban también un último acompañante que aliviase su tránsito. Todo despojo tiene su entereza. Y la materia a punto de fermentar cada mañana se habría de sentir acogida por quien necesitaba aportar en la brusca despedida, antes de ir a los vertederos mayores, algo de amor, algo de compañía secreta en una mirada final sobre ello, eso me parecía. De modo que me volvía loco por querer ir cada mañana yo mismo junto a cualquier otro compañero a escoltar con últimas honras la basura. Sor Pilar me dejaba casi siempre. Aquella mañana estaba luminosa, con un cielo secante y vacío como uno de aquellos cuadernos azules que yo tentaba mucho antes de empezar a mancharlos con mi tensa caligrafía. Letras agarrotadas, enganchadas entre sí como esos insectos pacientes que suben con constancia a los pinos. Recuerdo bien las acacias fragantes que inundaban la antigua cañada de La Feria. Recuerdo bien el calor de aquel día, que aún no molestaba pero que empezaba a detenerse en el corazón de las cosas. Debía de ser ya junio, y estaríamos a punto de rematar el curso. Aquella mañana. Salíamos el otro y yo bamboleando el primer cajón de la basura hacia el carro, que nos esperaba como cada vez. El basurero procedió una vez más a acomodar la carga hedionda. Con una pala que iba hincada en lo alto la repartía para que el burro que tiraba no se atascase. Siempre era así. Yo lo miraba hacer: el hombre en el pescante, de espaldas al animal y revolviendo a paladas aquella superficie que exudaba un olor inconcreto. Y de pronto, con la consternación de lo no esperado, sucedió todo. Por la cuesta del vivero, desmandado y furioso, bajaba un buey, un buey que se habría escapado de algún camión ganadero. Venía trotando, cabeceando a los lados y con la resolución –eso me parecía– de llevarse por delante cuanto se topase en su camino. O sea, a nosotros. 21
los años infantiles
El burro no tardó en reaccionar a su manera. Pegó dos espantes que hicieron tambalearse al carro y, de paso, tirar al basurero, que se afanaba con la pala en aquella cumbre hedionda, al propio cenagal de inmundicias. Y salió en estampida ciega hacia adelante. Mi compañero y yo nos quedamos indefensos y descubiertos, sin tener dónde protegernos de aquella presencia oscura y ciega que ya venía a por nosotros. Hay algunas ocasiones en la vida de cualquiera en las que el tiempo se comporta como una fuerza turbia indefinible. Un tirabuzón desconfigurado de extraña elasticidad. Quienes aceptan intromisiones divinas hablan entonces de providencia; quienes están pendientes de un culto a la mente hablan de ese oscuro acatamiento: la intuición. Otros prefieren plantear simplemente el concurso de los inesperados manteles del azar. Yo nunca me he esforzado en explicar cosas así, cuando me han sucedido. Cosas como esta del buey de 1963. Porque cuando el animal venía hacia nosotros las piernas se me paralizaron, se me clavaron como a Dafne por debajo de la gravilla del suelo, y allí quedaba yo escalfado, a merced de aquella bestia negra, que primero corneó sin miramientos al burro –un par de segundos: eso fue todo– y siguió dando testarazos atolondrados. A las ruedas del carro, a la compuerta trasera que se había desportillado, al mondongo fétido, donde metió y sacó los ollares con increíble celeridad, lo que hizo que el basurero, allí metido, untado de merengue oscuro hasta las cejas, se librara de verse alanceado. La presencia siguiente en la carrera del animal era la nuestra. La mía, porque mi compañero había dado alaridos pavorosos y se había ido a refugiar dentro del colegio. Yo no. Yo estaba allí, uncido al suelo, como un espantapájaros. No recuerdo el miedo. Recuerdo una especie de tristeza serena ante la tromba bruta que ya se me venía encima. 22
Tres golpes de infancia
Y recuerdo algo parecido a la curiosidad por saber cómo sería el primer topetazo. Y recuerdo que recordé la cara limpia de mi madre y la de una niña que también iba al colegio (se llamaba Rosi, y vivía encima del bar familiar, Bar Emilio, en la Plaza de la Puebla, cerca de la tienda de mi padre), y a la que imaginé en su viudez infantil. Y no recuerdo nada más. No recuerdo nada más porque antes que otra cosa sentí un tirón bárbaro y el crujido de telas almidonadas, como el aletazo de un pájaro enorme azul y blanco que me arrebatara en el aire y me quitara de allí justo cuando el buey se acercaba con la cabeza loca y baja, haciendo con los cuernos en el aire dibujos furiosos de hoz. De guadaña. Sor Pilar me preguntó si se me había pasado el susto pero yo quería seguir vomitando. Mis compañeros de clase me miraban con una prevención que parecía iba a marcarme en adelante: entre la pena y la admiración. También con algún gesto de asco cuando veían salir vómitos con bolas de hilos pegajosos que mis lágrimas fabricaban, como si yo tuviera abejas dentro de mí. Lo que tragaba lo entregaba de nuevo así, como el bolo alimenticio de aquel mismo animal que se había perdido hacia el bosque de Valorio. O como aquel tragabolas humillado por sor Pilar, a saber… estabas blanco y tenías los pelos de punta
Eso me dirían luego, durante algunos días, en el pequeño patio del colegio. Se hablaba de mí. Del suceso de aquel buey atormentado por la confusión de la libertad, que terminó tiroteado por la guardia civil. Me preguntaban cosas como si yo pudiera relatarlas. Los niños intentan siempre hacer del miedo materia plástica. Para poder jugar también con él. Para dominarlo, probablemente. Para perderlo. Perder el miedo. Siempre me ha parecido la expresión de un imposible. El miedo no se pierde; vuelve, en todo caso, de una lejanía incubado en otros ropajes distintos que no esperábamos. Pero 23
los años infantiles
al menos hacerlo palabras parece disolverlo de momento. Y los compañeros me lo preguntaban, me decían que les dibujara el miedo con palabras recién aprendidas: ahí empezó todo. Tenía activo y resonante dentro de mí aquel olor a sudor viejo y aquella fuerza y aquel cloqueo de manteos de pliegues endurecidos. La proximidad de la monja. Su firmeza escondiéndome contra el pecho empanado en los hojaldres del hábito. Su carrera torpe y palmípeda hacia la puerta del colegio cuando la bestia ya se alejaba por su cuenta con galope desconcertado. Sus palabras jadeantes al posarme en el suelo hijo… hijo… ya pasó todo…
Me había enseñado a leer y a escribir. Me había ordenado el alfabeto para que yo lo deshiciera billones de veces a lo largo de mi vida en relatos, en juicios, en versos, en fábulas. Ahora me había librado del buey, como si decidiera que yo siguiera en adelante entendiéndomelas con el lenguaje, con las palabras recién aprendidas que ella me había puesto ante mí para que las manejara desde entonces en composturas numerosas. Una y otra vez. Relatos, juicios, versos, fábulas. Te saqué de la muerte para que lo cuentes todo. A lo mejor aquel impulso fuera de la lógica del tiempo (providencia, intuición, azar) era sobre todo eso, una encomienda: intenta siempre contarlo todo Todo. Siempre. Lo hago aún. Sor Pilar. 24
Índice
LOS AÑOS INFANTILES �������������������������������������������������������������� 13 Tres golpes de infancia ������������������������������������������������������������������ 15 Los pormenores ������������������������������������������������������������������������������ 73 Un recuerdo que no tuve ������������������������������������������������������������ 115 LOS AÑOS ESCOLARES �������������������������������������������������������������� ¡Uñas sueltas, uñas sueltas! �������������������������������������������������������� Los cocineros se aburren a las cinco ���������������������������������������� Las flores del verano ��������������������������������������������������������������������
175 177 247 281
LOS AÑOS MOZOS ���������������������������������������������������������������������� Semestre con patrona ������������������������������������������������������������������ Algunos nombres propios y algunos domingos quietos ���� Última salida de una casa en 1985 ������������������������������������������
307 309 343 399
de un tiempo a esta parte ���������������������������������������������� El ruido de unos gramos ������������������������������������������������������������ Rapsodia corsa ������������������������������������������������������������������������������ Sermón del centrífugo ���������������������������������������������������������������� Solo los mudos saben pronunciar la hache ����������������������������
447 449 519 579 593
Esta primera edición de Años de mayor cuantía se terminó de imprimir el día 8 de febrero de 2018, coincidiendo con el 190 aniversario del nacimiento del gran Julio Verne.