EL HILO DEL AIRE Estudios sobre Antonio Colinas
López Castro, Armando El hilo del aire : estudios sobre Antonio Colinas / Armando López Castro. – [León] : Área de Publicaciones de la Universidad de León, 2017 323 p. ; 24 cm Bibliogr.: p. 315-323. – Índice de primeros versos ISBN 978-84-9773-881-1 1. Colinas, Antonio (1946-)-Crítica e interpretación. I. Universidad de León. Área de Publicaciones. II. Título 821.134.2 Colinas, Antonio 1.07
© Armando López Castro, 2017 © de esta edición: Área de Publicaciones de la Universidad de León http://servicios.unileon.es/publicaciones/ Fotografía de cubierta, cortesía de Amando Casado Diseño y maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-9773-881-1 Depósito Legal: LE 144-2017 Impreso en España
Armando Lรณpez Castro
EL HILO DEL AIRE Estudios sobre Antonio Colinas
2017
Para Antonio Colinas, con mi amistoso reconocimiento.
La poesía de Antonio Colinas, de lenta y pausada gestación, se destaca en el panorama de la poesía actual justamente por eso, por haber ido paso a paso, porque el poeta la ha dejado crecer sin forzarla; ha sabido permitir a su poesía su tiempo propio. No ha tenido prisa, tampoco dejadez —es decir, un dejarla para luego— sino que la ha llevado consigo por donde quiera que va sin sumergirse en ella ni tampoco andar a solas. Lúcidamente la lleva consigo. No se perderá. María Zambrano
í n d i c e
Prólogo: Vida y poesía .
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I. Antonio Colinas: La palabra, lugar de la revelación . II. El hilo musical . . . . . III. La presencia de la voz . . . . IV. El sueño verde de la naturaleza . . . V. La copa de amor . . . . . VI. Por un bosque de símbolos . . . . VII. El lenguaje del silencio . . . . VIII. El pensamiento poético . . . . IX. La actitud humanista . . . .
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Epílogo: Bajo el signo de Orfeo .
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Índice de primeros versos
Bibliografía citada
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Referencias bibliográficas
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p r ó l o g o
Vida y poesía
Estamos en el mundo para dar a la vida un sentido trascendente. La percepción de la realidad que nos sobrepasa, que implica una actitud de diálogo e intercambio, forma parte de una cultura de la hospitalidad, que dura mientras uno vive y que, a nivel poético, es indisociable de la palabra como acogida, cuya capacidad de encarnación, característica del lenguaje poético, nos abre a una experiencia diferente. Nace así la poesía de la vida, a la que ilumina desde lo más íntimo, dándole un sentido simbólico y prestando atención a esos vislumbres de lo real, intensos y fulgurantes, que pueden llegar en cualquier momento. Apertura a lo real, que exige una práctica de la escucha hasta límites insospechados, pues los grandes creadores han sido también grandes receptores. A partir de esa acogida hospitalaria, que exige un recogimiento, se entiende mejor la trayectoria poética de Antonio Colinas, dispuesto a dejar que la vida se exprese tal cual es, sin interponer ninguna forma de intencionalidad o apropiación, y consciente de que cada sensación, por mínima que parezca, debe ser explorada. En poesía, donde el no saber es una condición primera, se pide al lector que vaya al poema, no con una teoría previa, que puede condicionar su sentido, sino que se exponga a lo que el poema quiera decirle desde su propia construcción lingüística, manteniendo abierta la alteridad de las formas posibles en la singularidad poética del análisis, que es lo único que puede justificar la escritura. Teniendo en cuenta el ritmo temporal del intercambio, que afecta al juego de vivir, lleno de nostalgia y esperanza, pues cada mañana hay que afrontar 11
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la luz con una ilusión nueva, y la distancia que mantiene al pensamiento y a la realidad bajo tensión, alteridad que nos salva de la dispersión y asegura la continuidad del lenguaje, podemos aislar tres momentos básicos en la escritura del poeta leonés. Si ésta se presenta como un todo único, en el que cada fase guarda una coherencia con su evolución y el impulso inicial de no apagar la llama de la infancia alumbra toda su andadura, el acto de comenzar la vida con el día que empieza, en armonía con el ritmo creador, descubre la posibilidad de pasar de lo visible a lo invisible, del tiempo a la eternidad (“Mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día”, dice San Pablo, 2Cor. 4, 16). El primero de esos momentos tiene lugar con el retorno del poeta al espacio vital de la tierra que lo ha engendrado, al margen de cualquier moda, como vemos en los poemas de Preludios a una noche total (1967-1968), a un tiempo de formación primordial, donde el sueño no se distingue de la vida y la palabra, tratando de reunir lo que estaba disperso, nos abre a un mundo aceptado y querido, cuya memoria nos llama y nos atrae. Así se percibe en uno de los poemas más conocidos y comentados: EL POETA VISITA LA CASA DONDE NACIÓ Abrasaba la luna el patio, los tejados, cuando salté la tapia rota y entré en la casa donde un día atisbé la luz por vez primera. ¡Qué llama tan tremenda, qué asombro inesperado 5 para el que espera alivio buscando en el recuerdo! Cruzaba los pasillos tropezando en los cántaros oscuros, polvorientos, y crujían los pasos, y el corazón crujía de horror y de ternura. Pesaba la honda nota del corazón al ir 10 penetrando y las lágrimas quedaban contenidas. Desván para recuerdos sólo era aquel lugar que el tiempo empapó todo de lluvia y de tristeza. Salí con el sigilo medroso del que huye. En un no sé qué rincón el pájaro de entonces 15 desgranaba su queja sobre las ruinas mudas. Dejó de derramar la luna luz de azufre y todo el firmamento quedó mudo, tranquilo. Sobre el cerro los muros sonámbulos del templo seguían mi escapada con ojos de lechuza. 12
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Cualquier visita a un lugar querido, al que se pertenece afectivamente, tiene el carácter de revelación, de irrupción imprevisible y sorprendente. Esa es también la función de la palabra poética: tratar de unir las grietas o heridas que el tiempo ha dejado (“¡Qué llaga tan tremenda, qué asombro inesperado / para el que espera alivio buscando en el recuerdo!”), sufriendo el hablante de no tener ya la felicidad de la infancia. De ahí el tono melancólico que recorre el poema, visible tanto en el predominio de la forma verbal en imperfecto de indicativo (“crujían”), tiempo de la evocación, como en el símbolo central del “corazón”, sede de lo íntimo y capaz de concentrar en sí mismo la transformación de lo visible en invisible, pensamiento nuclear en la poesía de Rilke, y sin el cual el lenguaje no alcanzaría su verdadera plenitud. A ese centro irradiante, que mantiene una analogía con “la casa” como representación del cosmos, van a dar otros símbolos no menos importantes, como “la luna”, “el pájaro de entonces”, “las ruinas mudas” y los “ojos de lechuza”, revividos aquí como figuras de la vida interna, de la vida del sentimiento. Si los estados tristes pasan, mientras los melancólicos pesan (“Pesaba la honda nota del corazón al ir / penetrando y las lágrimas quedaban contenidas”), el melancólico, traspasado por el “dolorido sentir”, busca cambiar la realidad presente manteniendo vivas las posibilidades de “la luz primera”, que alumbra desde lo más profundo. Porque los grandes melancólicos suelen buscar refugio en la noche, según revela el símbolo lunar al principio y al final del poema, siendo ese ambiente nocturno de la casa familiar, que sostiene la infancia e intenta poner fin a la separación, el que funde la memoria con la imaginación y permite al hablante soñar en paz. Y dado que toda escritura debe buscar lo que Jung llamaba el pleroma, esto es, la plenitud, la intensidad y la realización, en pocos poemas como éste se siente de forma tan directa la capacidad de la palabra para penetrar en el fondo de los recuerdos más lejanos, donde la infancia sigue estando viva, para hacer de esa casa, de raíz cósmica, un lugar habitable, una morada del ser y del lenguaje. La escritura poética habita lo secreto y lo ilumina desde un estado de espera, de absoluta disponibilidad, del que el poeta no puede dejar de sentirse ligado. Mantenerse en ese punto extremo de la espera, donde lo que importa es solamente escuchar, equivale a renunciar a una biografía reconocible, pues hablar de lo vivido es entrar de lleno en el territorio de la ficción, ya que de la propia vida se habla siempre ex persona, a través de la máscara de los actores o personajes que vamos a representar, y dejar hablar al lenguaje, sin rodeos ni mediaciones, sustrayéndolo de toda tematización y 13
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dándole un lugar para acoger al otro (“La esencia del lenguaje es amistad y hospitalidad”, dice Lévinas en Totalidad e Infinito). Porque a esa visión que viene del otro lado y que se obtiene tras un largo viaje, con el que comienza una nueva existencia posible, no hay que ofrecer resistencia, pues es fruto de un impulso germinante, de una sabiduría profunda, cuya vibración el lector deberá compartir. Acaso por ello, ese saber algo más no se da de inmediato en la escritura de Colinas, sino que requiere un tiempo de maduración, de emoción y reflexión compartidas, en el que la búsqueda de la armonía, de la fusión de sentir y pensar, empieza a darse a partir de Noche más allá de la noche (1983) y Jardín de Orfeo (1988), donde la inmersión en lo profundo se hace inminencia del canto sin fin, y alcanza su punto culminante en lo que el propio poeta ha llamado “poética de la mansedumbre”, integrada por el ciclo poético de Los silencios de fuego (1992), Libro de la mansedumbre (1997) y Tiempo y abismo (2002), obras en las que la plenitud de la realidad, sustentada por una visión simbólica del mundo, remite a un segundo lenguaje, generado por el impulso fundamental de una palabra que ya no se detiene y en el que la escritura, perdiéndose en la maraña de su laberinto, va siempre un poco más allá, buscando una relación entre los puntos más alejados de este territorio navegable. Por ese mar mediterráneo, encuentro y cruce de culturas, se dilata el poema “Fe de vida”, del Libro de la mansedumbre, en donde se vislumbra toda una “poética de la aceptación”, de fidelidad a un destino común, y la voz poética, que cae y cala hondo, se esfuerza por alcanzar, desde la desnudez, la inocencia primordial del conocimiento poético: FE DE VIDA Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas) sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.) Ser sólo la brisa en la copa del pino grande, el aroma del azahar, la noche de las orquídeas 5 en las calas olvidadas. Sólo permanecer viendo el ave que pasa y no regresar; quedar esperando a que el cielo amarillo arda y se limpie con los relámpagos 10 que llegarán saltando de una isla a otra isla. O contemplar la nube blanca 14
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que, no siendo nada, parece feliz. Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá, sobre las olas que pasan, como un remo perdido. 15 O seguir, como los delfines, la dirección de un tiempo sentenciado. Ser como la hora de las barcas en las noches de enero, que se adormecen entre narcisos y aros. Dejadme, no con la luz del conocimiento 20 (que nació y se alzó de este mar) sino simplemente con la luz de este mar. O con sus muchas luces: las de oro encendido y las de frío verdor. O con la luz de todos los azules. 25 Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca, que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos, a los días tensos, a las ideas como cuchillos. Ser como olivo o estanque. Que alguien me tenga en su mano 30 como a un puñado de sal. O de luz. Cerrar los ojos en el silencio del aroma para que el corazón —al fin— pueda ver. Cerrar los ojos para que el corazón crezca en mí. 35 Dejadme compartiendo el silencio y la soledad de los porches, la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme con el plenilunio de los ruiseñores de junio, que guardan el temblor del agua 40 en las últimas fuentes. Dejadme con la libertad que se pierde en los labios de una mujer.
La lección del mar es de ida y vuelta, de perpetua metamorfosis. Participar del vaivén de sus ondas, que llevan y traen la vida, la muerte, implica un dominio sobre el tiempo, allí en el punto justo, donde memoria y esperanza brillan en el corazón del instante. Las aguas del mar en su flujo perpetuo, en su inmutable duración (Esa “inmortalidad delgada, que hace de la muerte un 15
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seno materno”, afirma Paul Valéry), como si en su fondo flexible toda forma resultara más apta para el cambio. Por eso, de todas las luces de ese mar el poeta prefiere la luz blanca del alumbramiento (“Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca”), de la palabra naciente, aquella que “nos sorprendería como el albor de la palabra”, según nos dice María Zambrano en De la aurora (1986), para que la vida y el amor se mueran y continúen de una vez para siempre. De ahí que todo el poema se formule como la expresión de un deseo, según revela el predominio de las distintas formas verbales en infinitivo (“Esperar”, “Ser”, “permanecer”, “quedar esperando”, “contemplar”, “Quedar flotando y transcurriendo”, “seguir”, “Cerrar”), y discurra entre la insuficiencia de la razón (“en el que nacieron las ideas”), luz del conocimiento que ahoga la sed de vivir, y la esperanza de nuevos renaceres. Tiene, pues, el poema mucho de utopía, concebida ésta como mirada tendida a lo desconocido, pues nacemos incompletos, como presentimiento de un mundo distinto, donde el amor se hace dorado sueño de la libertad (“Dejadme con la libertad que se pierde / en los labios de una mujer”). Y así, desde ese imperativo que centra el poema (“Dejadme”), cifra del lenguaje apelativo que revela una experiencia compartida, se entiende que dar forma al sueño ardiente de la libertad significa construir otro mundo, hablar otro lenguaje, el de la mujer, que es la palabra del otro. Aceptando la relación con lo profundamente extraño, viviéndolo anticipadamente, la palabra conserva su carácter de ofrenda, de vibración o música primera en la que respiran el ser y la vida. Dentro de una evolución abierta a la metamorfosis permanente, donde los opuestos no dejan de comunicarse entre ellos, comienza la fase de la indistinción, nacida de la serenidad, que se hace presente como un hueco, y cuyo discurso único intenta captar la totalidad del mundo. Al igual que la “poética de la mansedumbre” no se reduce a simple resignación, siendo la aceptación de lo desconocido la que hace que el sentido permanezca abierto y disponible, también ahora la simplicidad, que es lo más difícil de expresar, marca la tonalidad de la escritura y se convierte en garantía de autenticidad. Si la plenitud es llaneza, pues responde a una visión unitaria de lo real, el poeta sabe prestar oído a lo que adviene espontáneamente, y en tal sentido percibe la armonía. Esta sencillez experimentada como plenitud se desencadena en Tiempo y abismo (2002), libro de voz humana y grave, y va en aumento en todo lo que viene después, tanto en Desiertos de la luz (2008), como en Canciones para una música silente (2014), obras que nos invitan a un mayor recogimiento y en las que, a pesar de sus diferencias, la expresión poética, tan ligera y alusiva, nos engloba de manera invisible. Precisamente, esta simplicidad, signo de una 16
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armonía que sólo se percibe interiormente y nos conmueve por lo esencial, es reconocida como ideal de la creación poética en uno de los poemas más importantes de Colinas, “El poeta da razón de su palabra”, que pertenece a la segunda parte de Tiempo y abismo, significativamente titulada “Del ser y del no ser”, e ilumina a través de una mayor participación en el orden del mundo, que es fruto de la maduración, la relación entre vida y escritura: EL POETA DA RAZÓN DE SU PALABRA Perdonad si no he dado a las palabras ese sentido que me reprocháis; disculpadme si sólo he ido recogiendo palabras en mi vida 5 como piedras de los caminos, como leña en los montes; disculpad si ofrecí mis sentimientos sin máscaras y fui mucho más fiel a las palabras vivas que a las muertas, 10 si no puse coronas a los lejanos difuntos, si no desmenucé, sajé, sangré sus palabras, cuando ellos eran ya cadáveres gloriosos. Me arriesgué a encontrar los tesoros nocturnos 15 marchando sobre el borde de los acantilados, por senderos musgosos, penetrando en malezas que ocultaban los cepos oxidados de la envidia 20 y los antiguos pozos abismales en cuyo fondo aúllan corrompiéndose los animales del odio. Vivo estoy aún y vivo estaré en las palabras claras 25 que he hallado como piedras de un camino, como leña en los montes. Yo sólo he tenido que encontrarlas entre zarzas y espinos. Con ellas pude dar sentido a mi vida. 17
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30 Eso es, eso ha sido lo importante. No tuve por misión utilizar palabras como piezas de museo, como medallas que rinden, como navajas que hieren. Perdonadme si, milagrosamente, 35 me encontré esas palabras con las que un día habré de dar vida a los otros, muerte y vida a mí mismo.
Lo artístico siempre es evocativo y exige, como tal, un reconocimiento de lo que es el mundo, de lo que es la vida. La tácita analogía que aquí se establece entre las palabras y las “piedras de un camino”, que en el fondo aspira a un nuevo orden sagrado (“Los caminos con sus luces planetarias, y sus luces de yerba, y sus luces de piedra. La luz y la verdad que hay al final de los caminos”, escuchamos en ese texto memorable “Los caminos del tiempo”, de Nuevo tratado de armonía), tiene por objeto abrirnos a una experiencia radical, la de toda escritura poética, cuyos límites no se superan sin riesgos. Concebida esta experiencia como viaje interior, como penetración en los infiernos del ser (“pozos abismales”), el hablante se esfuerza por esbozar una propuesta poética, que no recurre a artificio alguno, sino que tiende espontáneamente hacia la expresión natural. Adoptando un tono familiar, visible en la reiteración anafórica de las formas verbales en imperativo (“Perdonad”, “disculpadme”, “disculpad”, “Perdonadme”), con las que pretende involucrar al lector en una misma experiencia afectiva, el sujeto poético hace un recuento de su trayectoria a través de cada una de las estrofas, fidelidad en la primera (“y fui mucho más fiel / a las palabras vivas que a las muertas”), riesgo en la segunda (“Me arriesgué a encontrar los tesoros nocturnos”), afirmación en la tercera (“Vivo estoy aún y vivo estaré / en las palabras claras”) y solidaridad en la cuarta (“con las que un día habré de dar vida a los otros, / muerte y vida a mí mismo”), siendo el poeta un nadie que habla para todos, donde el proceso hacia lo real, que es lo que da acceso a la intuición verdadera (“Con ellas pude dar sentido a mi vida”), se muestra a través de la experiencia clara y directa, cuyo fundamento es, una vez más, la naturalidad. Trasunto de la propia visión poética, según la cual la plenitud se encuentra en el interior, lo que este poema revela, bajo la necesidad de ir hasta el fondo, es una extrema defensa de la libertad, convirtiéndose así en cifra de su poetizar. En armonía con el fluir del tiempo, Colinas ha sabido ser un poeta de lo elemental, la voz de la corriente 18
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vital que destruye las certidumbres de las significaciones cristalizadas (“No tuve por misión utilizar palabras / como piezas de museo”), pues lo único que existe es la vida que fluye en la palabra. La palabra como la vida; en la palabra la vida (“La poesía reclama nada menos que la vida”, afirma Roberto Juarroz en Poesía y realidad). Escribir es siempre transcribir y lo que todo escritor transcribe es un texto secreto, el libro indecible de la vida. El escritor, y más aún el poeta, está a la espera de un fondo oculto que no se revela (“la inminencia de una revelación que no se produce”, como dijo Borges refiriéndose a la poesía), de manera que su actividad, semejante a la de Moisés, que no puede entrar en la Tierra prometida, pero sabe indicar el camino para llegar a ella a través del desierto, es un ejercicio arduo y difícil, donde el paso por las sombras es signo de salvación, pues se destruye el viejo mundo para que pueda tener lugar el nacimiento del nuevo. Si en su discurso “La profesión del escritor”, de 1976, Elías Canetti ha definido a los escritores como “custodios de las metamorfosis”, en el doble movimiento de estar familiarizados con la herencia de la tradición y estar abiertos a nuevas incorporaciones, esta pasión de la metamorfosis es una práctica constante en la escritura de Antonio Colinas. Suele haber en el proceso de escritura dos ritmos distintos: uno rápido, destinado a captar los instantes, y otro lento, basado en la reelaboración. El poeta leonés acostumbra a escribir sus poemas con lentitud, tratando de integrar el sentir y el pensar en un solo ritmo, que se hace visible en la escritura del poema, conservando la huella de algo volcánico, de algo que llega al lector como una nueva forma de experiencia, según pedía Ezra Pound. Para el poeta maduro, aquel que empieza a percibir que todo está al otro lado de la sombra, esa nueva forma de mirar el mundo, que en el caso de Colinas se concreta lingüísticamente en tres rasgos peculiares, la fidelidad al espíritu de la infancia, el intercambio con la naturaleza y la práctica de un lenguaje simbólico, apunta a una plenitud de la respiración, en donde la palabra es al mismo tiempo limo primordial y estrellas lejanas. Por eso, a la hora de trazar una visión sintética de su escritura, habría que tener presentes las palabras de su admirado Vicente Aleixandre: “Amo muchísimo la poesía, pero amo más la vida. ¡Ay del hombre que dice amar más la poesía que la vida!”. Todo el ciclo de la aventura humana se hace transparente en la fulgurante aparición de la palabra poética, cuya realidad viviente nos hace retornar continuamente al centro de nuestro ser profundo y se hace inextinguible como el propio fluir de la vida.
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Esta primera ediciรณn de
EL HILO DEL AIRE Estudios sobre Antonio Colinas se imprimiรณ en los talleres de Kadmos (Salamanca) en abril de 2017
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