en el estanque de peces de colores
Colecciรณn Caldera del Dagda
Rafael Gallego DĂaz
en el estanque de peces de colores
eol a s ediciones
Necesidad de los cáncamos para las alcayatas A mi hermana Toñi, cáncamo de eterna sonrisa y a mi madre, alcayata y cáncamo.
A
brió el libro de poemas por una página cualquiera y leyó mientras batía los huevos con la minipimer, rayada por el uso, amarillenta en aquella zona por donde el viejo motor eléctrico había salpicado millones de pequeños chispazos que —poco a poco, mayonesa tras mayonesa, masa para empanadas mil, comidas para cuatro niños, minutos y minutos de rugido suave, en ocasiones molesto— habían convertido la pasta de baquelita blanca en un mosaico de grietas y manchas amarillas. Leyó el poema, sujetando el libro con la mano izquierda, mientras, con la derecha, batía los huevos para hacer rosquillos de Semana Santa y no le prestó demasiada atención. Su cabeza se detuvo en dos preguntas que habían aparecido por sorpresa: una, ¿por qué solo se hacen rosquillos en Semana Santa en este maldito pueblo? Si nos gustan deberíamos hacerlos en cualquier época. Es perfectamente posible: hay aceite todo el 7
año, huevos, harina, azúcar, levadura. Ningún problema. Y si no nos gustan, no deberíamos hacerlos nunca. Si hacen daño, si… Y dos, ¿por qué demonios estoy haciendo rosquillos si todos los años digo que no quiero hacer rosquillos, que me salen mal y además es un desbarajuste? Hay que hacer en cantidades industriales para regalar a toda la familia y que ellos te regalen a ti y que la vecina te traiga de los suyos que son muy ricos. —¡Huy! ¡Fíjate, a la Adelina le han salido este año con pollo, con la buena mano que tiene! Apretó el botón rojo con furia y siguió batiendo los huevos, ya había dejado el libro abandonado a su suerte sobre la mesa de la cocina. Ahora podía añadir la harina. Se aplicó en la elaboración de la masa, mezclando la harina, la levadura, el aceite, el azúcar. Recordaba las cantidades exactas que le había oído recitar a su madre cada Semana Santa, canturreando alegremente, apoyada sobre el lebrillo, ligando la masa sin minipimer. —¡Qué inventos, menos mal! Si tuviera que hacer todo esto sin batidora… Se calló. Había dicho aquello último en voz alta y le había sonado en los oídos la voz de su madre recitando la receta mientras, siempre sonriendo, preparaba la masa, ahora tres tacicas de azúcar de las de café. —Ahora tres tacicas de azúcar de las de café —dijo. Y rompió a llorar. El sol iluminaba la cocina entrando desde la ventana que da al patio interior atrapando unas motas de polvo que exageraban su presencia con un bailoteo impertinente. Se sentó a la mesa y secó sus lágrimas con el trapo de cuadros rojos y 8
azules, el eterno trapo de cocina. ¿Sería el mismo de siempre o se compraban siempre iguales? Buscó las huellas del tiempo en el trapo como si en él pudiera estar escrita su fecha de fabricación, tal vez de caducidad; como si el aspecto externo de aquel trozo de tela le pudiera hacer ver la luz para resolver el enigma. ¿Era el mismo trapo? ¿Era la misma mujer ante los rosquillos? ¿Por qué se había puesto a llorar de ese modo al recordar a su madre? Buscó recuerdos de infancia a través del polvo que bailoteaba en el rayo de sol que entraba por la ventana; unos recuerdos amarillos en la fotografía del tiempo, recuerdos de una cocina distinta, una cocina con fogón, con lumbre, con pimientos cornachos colgando a los lados de la chimenea, con ristras de ajos tirando hacia abajo del clavo del almanaque, con el mapa de España dibujado en un hule que cubre la mesa nueva —la que por fin padre ha consentido en comprar, para sustituir aquella mesita baja hecha con madera de pino pintada de blanco en la que hasta hace nada se ponía la sartén con las gachas o las migas o el moje y se colocaba en el centro de la cocina para que todos, sentados alrededor en unas sillas de enea que ahora están en el patio y solo se usan para salir al fresco en las noches imposibles para el sueño del verano manchego, comieran directamente de la sartén, cada uno con su cuchara y con un trapo en las rodillas. Un trapo como este que ahora estruja entre las manos. El mismo trapo. Las huellas del tiempo solo se adivinaban en la batidora. —¿Desde cuándo lees a Pepe Hierro? —preguntó su hija, sentada a la mesa de la cocina. 9
Se sobresaltó, no la había oído llegar. A veces era así, suave y dulce como un fantasma. Entraba en las habitaciones sin molestar, sin llamar la atención hasta que uno reparaba en sus ojos siempre iluminados, llenos del brillo de las lágrimas que no se desbordan nunca de los párpados, su sonrisa enorme —el labio superior dibujando un pájaro como los que los niños pintan con dos trazos en los dibujos de la escuela, los dientes francos, perfectos en la línea sobre el labio inferior, este sí, este más grueso, más de la familia—, su belleza eterna, su elegante cuello de princesa de cuento. —¿Ah, pero no es tuyo? Entonces será de tu hermano que siempre anda con estas cosas. Acabo de leer un poema que habla de las señales que deja el paso del tiempo y me he puesto a llorar como una tonta porque me he acordado de la abuela. Espera, no te vayas. No. Era inútil, sabía que no podía estar allí. Había contestado con naturalidad una vez repuesta del primer sobresalto. Al principio le pareció natural que su hija estuviera allí, pero luego supo que no podía ser. No, su hija no podía haber estado allí, no podía haber hablado con ella. Se sorprendió a sí misma buscando con ansiedad el libro de poemas, como si se hubiera podido esconder ahí, entre las páginas de un viaje poético a Nueva York, y releyó las palabras exactas. Y cerró los ojos. Y no lloró porque ya había llorado. Y dejó caer el libro hasta el suelo y se quedó muy quieta, apretada contra el rayo de sol que entraba por la ventana y buscó un hueco para esconderse en el otro lado del espejo, pero no había sitio para ella, porque ella sabía que estaba de este lado, que tenía un trapo entre las manos y que había visto las 10
huellas del tiempo en las grietas que los chispazos sucesivos habían ido marcando en la pasta de la baquelita blanca de la minipimer con la que un año más, contra sus convicciones, se había puesto a hacer rosquillos por Semana Santa. Y entonces recordó. No quiso. Se rebeló cuanto pudo, pero al final tuvo que rendirse y mirándose en el espejo del tiempo en el que se había convertido aquel rayo de sol —aquel trapo, aquella batidora, aquel momento— recordó las cosas que nunca quería recordar pero que siempre terminaba recordando. “Los zarpazos del tiempo”. —¿Sabes? —pensó, pero no dijo—. No me gusta estar así. Nunca me lo he querido permitir. Yo soy una mujer fuerte y no me puedo permitir estar así. El día que se murió la abuela pensé que se acababa el mundo, pensé que la vida no podría ser la misma sin ella, que todo aquello, el luto, el dolor, el llanto, nos habría cambiado para siempre, que ya no podríamos ser las mismas personas, porque ella era joven todavía y no le tocaba morir, porque había sufrido tanto, tantas humillaciones, tanta soberbia, tanta injusticia, tanto trabajo y lo había hecho con tanta alegría, con tanto gusto por las cosas. Tú no habías nacido todavía. Tus hermanos sí. Y yo los miraba. Estaban asustados. Y pensaba que no sabría ocuparme de ellos, que el dolor y la pena que sentía no me dejarían ser otra vez la madre que había sido, pero al día siguiente del entierro me desperté temprano y escuché asombrada que los pájaros estaban cantando como cada mañana sin que la muerte de mi madre hubiera cambiado nada. Y, pasados unos días, me fui otra vez a la escuela donde los niños seguían haciendo cuentas, escribiendo dictados, leyendo historias tontas en los libros 11
de lecturas de la época y yo me ocupé de tus hermanos y de tu padre y del abuelo y de la casa y de todas las cosas, como siempre he hecho, porque soy una mujer fuerte y vestida de negro lo era mucho más. Y comprendí, sin más, que la vida no frenaba, que esa Semana Santa, tocaba otra vez contar tres tacicas de azúcar de las de café para hacer rosquillos. Por eso no me gusta estar así, por eso nunca me lo permito. Por eso miento cuando alguien me descubre en este estado y me pregunta qué me pasa. Ahora ya sabría qué decir, pero prefiero mentir y seguir fingiendo que soy fuerte. —Me parece que todo esto ya te lo había contado —dijo sin pensar. La frase rebotó sonora entre los electrodomésticos de la cocina y se estrelló contra el reloj de plástico que señalaba las doce menos diez. Se levantó con esfuerzo apoyando las manos sobre las rodillas machacadas de reúma y volvió a ver el libro tirado en el suelo. Lo recogió con esfuerzo, lo cerró con una caricia y lo volvió a dejar sobre la mesa. La masa ya casi estaba. Batir un poquito más. Extenderla. Cortarla. Todavía le daba tiempo a freír los rosquillos antes de las dos. La comida ya estaba preparada del día anterior y de todos modos hasta las dos y media o las tres no vendrían a comer, porque esos días hay mucha gente en el pueblo y…
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Índice
Necesidad de los cáncamos para las alcayatas ���������������������� Los trabajos de S ���������������������������������������������������������������������������� La muerte de Benjamín ��������������������������������������������������������������� El milagro del bar de la calle Villafranca ��������������������������������� Ahora ������������������������������������������������������������������������������������������������� O dia que o limpiño mercou o coche (El día que “el limpito” se compró el coche) ���������������������������������������� O ollo de vidro (El ojo de cristal) ��������������������������������������������� Sobre la indefensión del cero ����������������������������������������������������� Motivos para reír ��������������������������������������������������������������������������� La esposa del prestamista ������������������������������������������������������������ Tres pruebas psicotécnicas: ejercicio previo. Reset ������������ Tres pruebas psicotécnicas: prueba número uno. Ejercicio escrito ���������������������������������������������������������������������� Tres pruebas psicotécnicas: prueba número dos. Entrevista ����������������������������������������������������������������������������������
7 13 25 33 41 47 57 59 65 75 79 83 87
Tres pruebas psicotécnicas: prueba número tres. Entrevista (bis) ����������������������������������������������������������������������� 91 Un dibujo de Lolo ������������������������������������������������������������������������� 93 Mens Agitat Molem ���������������������������������������������������������������������� 99 Calamocha ���������������������������������������������������������������������������������������103 Aniversario ��������������������������������������������������������������������������������������111 Amalia y su gata Ginebra �������������������������������������������������������������113 Hogar ������������������������������������������������������������������������������������������������123 El último saltimbanqui �����������������������������������������������������������������131 En el estanque de peces de colores ������������������������������������������143
Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda 1. La sombra del Toisón. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. Educando a Tarzán Francisco Flecha Andrés 3. Braganza César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. Perro no come perro, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. Segundo cuaderno de St. Louis. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. secretos de espuma Cristina Peñalosa Giménez 9. Iluminada Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. la verdadera historia de montserrat c. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero 13. WASSALON (V Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Salvador J. Tamayo 14. DÉJAME DECIRTE QUÉ DÍA ES HOY Rafael Gallego Díaz 15. 40 Óscar M. Prieto 16. Álbum de sombras Elías Moro 17. LA MANO QUE EL PERRO LLEVABA EN LA BOCA (VI Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) René Fuentes 18. poscontemporáneos Ignacio Fernández Herrero 19. un viento raro Enrique Álvarez
© Rafael Gallego Díaz, 2018 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices (www.albertortorices.com) Fotografía de cubierta: Alice Mourou (www.unsplash.com · Con Licencia CC0) ISBN: 978-84-17315-14-6 Depósito Legal: LE 201-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España