Primeras páginas de «Las mil caras del monstruo»

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LAS MIL CARAS DEL MONSTRUO


La Colección las puertas de lo posible es un proyecto del Grupo de Estudios literarios y comparados de lo Insólito y perspectivas de Género (GEIG)

Primera edición: marzo de 2018 © de los textos, sus autores © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Directora de la colección: Natalia Álvarez Méndez Edición: Ana Casas y David Roas Imagen de cubierta: © Aida de los Ángeles Méndez (2018) Diseño y maquetación: Alberto R. Torices · www.albertortorices.com ISBN: 978-84-17315-07-8 Depósito Legal: LE 120-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España


Las mil caras del monstruo Ana Casas y David Roas (eds.)

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Prólogo Ana Casas

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n su libro Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú (1966), la antropóloga Mary Douglas dedica un capítulo a «Las abominaciones del Levítico», donde analiza las estrictas normas alimentarias de los israelitas basadas en la clasificación de los alimentos en puros e impuros. Douglas concluye de manera convincente que los alimentos impuros son aquellos que, por unas razones u otras, se consideran híbridos, es decir no categorizables: así, se prohíbe consumir animales que recuerden a los rumiantes de pezuña partida sin serlo (por ejemplo, el camello y el cerdo, de pezuña partida pero no rumiantes); también aquellos que no utilizan el medio de locomoción que por su especie les corresponde, como los animales acuáticos que no poseen aletas (la langosta) o los animales que caminan sirviéndose de sus manos o zarpas (la comadreja o el ratón). Por ello, las reglas de higiene y de suciedad son esencialmente simbólicas: permiten ordenar y clasificar la materia «en la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados». Esta reflexión —que, como es obvio, Douglas extiende a otras comunidades de humanos distintas de la judía— la

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retoma algunos años después Noël Carroll en otro texto igualmente sugerente, Filosofía del terror o paradojas del corazón (2005), en el que aplica dichos conceptos a la figura del monstruo. Si para la antropóloga británica lo impuro es aquello que desafía el orden establecido porque no es categorizable según ese mismo orden, para Carroll el monstruo se sitúa precisamente en esa dimensión intersticial. Su impureza, por lo tanto, implica un conflicto entre dos o más categorías culturales, lo que explica que las estructuras básicas para la representación de las criaturas terroríficas sean de naturaleza combinatoria. De este modo, hay diversos procedimientos gracias a los cuales el monstruo deviene un ser impuro: a) la «fusión» en tanto está vivo y muerto a la vez (el fantasma, el vampiro, el zombi, la momia), se confunden en él especies diferentes (el hombre lobo, los insectos humanoides, los habitantes de la isla del doctor Moreau), es completo e incompleto (la mano animada de La familia Addams), posee forma y es simultáneamente informe (The Blob); b) la «fisión», cuando se funden, condensan o superponen elementos categorialmente contradictorios que se distribuyen en identidades diferentes, aunque metafísicamente relacionadas, como ocurre con la figura del doble o el hombre lobo (Dr. Jekyll y Mr. Hyde habitan el mismo cuerpo pero en diferentes tiempos, esto es, sus identidades no están fusionadas, sino secuenciadas); c) la «magnificación» en la medida en que se ven aumentados los poderes o características propias de criaturas existentes (King-Kong, Tiburón), en especial aquellas que nuestra cultura considera impuras o repugnantes, como arañas, insectos, pulpos u hormigas;


d) la «masificación» cuando el monstruo no es una figura individual, sino que surge de la agrupación de seres, como los enjambres inmensos (Cuando ruge la marabunta) o las masas monstruosas (el zombi resulta terrible sobre todo cuando ataca en grupo); e) y la «metonimia terrorífica» en aquellos casos en los que determinados elementos enfatizan la naturaleza impura y repugnante de la criatura monstruosa asociando a dicho ser entidades y objetos que en sí mismos resultan repulsivos y fóbicos, como ciertas partes del cuerpo, sabandijas, esqueletos y toda forma de inmundicia (en las encarnaciones clásicas de Drácula, este aparece unido a seres que se arrastran por el suelo). Como puede advertirse, estas transgresiones son de índole fundamentalmente biológica. Sin embargo, el monstruo en nuestra cultura tiene otras connotaciones más allá de las estrictamente naturales. De hecho, si sus figuraciones nos resultan tan inquietantes es porque, además de las normas físicas, violan las normas simbólicas que permiten categorizar los diversos elementos de la esfera social. Incluso en aquellos casos en que podemos mostrarnos comprensivos (¡por mucha pena que nos dé King-Kong o por mucha simpatía que nos inspire Eduardo Manostijeras!) el monstruo rehúye toda clasificación y, por lo tanto, se sitúa en los márgenes, es decir, fuera de lo que comúnmente consideramos «lo normal». De ahí que, junto a los monstruos cuya transgresión es de origen sobrenatural (al violentar todas esas categorías biológicas que mencionábamos antes), haya que hablar también de monstruos que, al contrario que en las representaciones clásicas de vampiros, fantasmas o zombis, aparecen totalmente na-

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turalizados en el mundo de la ficción, llegando a pasar incluso desapercibidos para los demás: pensemos sino en los niños del maíz o el serial-killer de American Psycho —monstruosos por sus actos, pero no por sus rasgos—, o en los replicantes con sentimientos de Blade Runner que, como anuncia la empresa que los fabrica, son «más humanos que los humanos». En todas estas oportunidades —en las que a simple vista apreciamos la diferencia consustancial al monstruo, pero igualmente en aquellas en que no es posible distinguirlos de nuestros anodinos vecinos— la criatura monstruosa supone el desvío de la norma, la violación de los límites que hemos creado en relación a lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico, y también social y moral. Drácula resulta amenazador porque vulnera los límites entre la vida y la muerte, y porque no respeta ni una sola norma moral: somete la voluntad de hombres y mujeres, profana sus cuerpos alimentándose de ellos, se burla de la religión, no respeta la organización social. El monstruo, en definitiva, constituye una amenaza para el establishment. Pone en peligro la integridad física de los pobres humanos (que Dios nos coja confesados si sale a nuestro encuentro una horda hambrienta de zombis o, sin ir más lejos, Damien, el joven hijo de Lucifer), pero también atenta contra el orden cognitivo —cuando se trata de criaturas imposibles— y contra el orden moral, pues amenaza las reglas por las que se rige la comunidad a la que pertenecemos. En este sentido, el monstruo posee una dimensión terrorífica, ya que encarna de forma simbólica los miedos más íntimos y antiguos del ser humano: es, en suma, la representación figurativa de nuestros propios temores.


No obstante su carácter amenazante, no podemos dejar de sentirnos atraídos por las criaturas monstruosas. Porque inevitablemente metaforizan el lado oscuro del ser humano y nos ponen en contacto con él. Como dice Louis Vax en su libro Arte y literatura fantásticos (1973): [El monstruo] representa nuestras tendencias perversas y homicidas; tendencias que aspiran a gozar, liberadas, de una vida propia. En las narraciones fantásticas, monstruo y víctima simbolizan esta dicotomía de nuestro ser; nuestros deseos inconfesables y el horror que ellos nos inspiran. El «más allá» de lo fantástico en realidad está muy próximo; y cuando se revela, en los seres civilizados que pretendemos ser, una tendencia inaceptable para la razón, nos horrorizamos como si se tratara de algo tan ajeno a nosotros que lo creemos venido del más allá. Entonces traducimos ese escándalo «moral» en términos que expresan el escándalo «físico». La razón que distinguía las cosas y subdividía el espacio, cede su lugar a la mentalidad mágica. El monstruo atraviesa los muros y nos alcanza donde quiera que estemos; nada más natural, puesto que el monstruo está en nosotros. Ya se había deslindado en lo más íntimo de nuestro ser cuando fingimos creerlo fuera de nuestra existencia.

«El monstruo está en nosotros», efectivamente. Su figuración saca a la superficie realidades, hechos y deseos que no pueden manifestarse directamente porque representan un tabú que la mente ha reprimido o porque no encajan en los esquemas mentales al uso y, por lo tanto, no son factibles de ser racionalizados. Ello ocurre del único modo posible, por vía del pensamiento mítico, encarnando en figuras ambiguas todo aquello que el racionalismo en vigor en cada época o periodo histórico considera imposible, impuro o

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inaceptable. Dicho de otro modo, en el vampiro, el hombre lobo, el doble, proyectamos nuestros miedos pero también nuestros deseos. Ellos hacen lo que cualquier individuo adecuadamente socializado no dudaría en condenar: asesinan, comen carne humana, se entregan con fruición a cualquier tipo de exceso —mejor si es de índole sexual—. Incluso sin llegar a tales extremos, desafían la noción de normalidad, entendiéndola, con Carroll, como el «comportamiento de quienes conforman sin cuestionarla cierta visión (cultural, moral, política) de la clase media biempensante, es decir, del hombre, de la organización, de la mayoría moral, de la mayoría silenciosa». Por esta misma razón, el monstruo no es un ser estático, sino que evoluciona con el correr de los tiempos, cambia según sea una u otra su localización histórica o geográfica. Aunque concentra miedos atávicos que nos acompañan desde el origen de la humanidad, es extremadamente dúctil y pone de manifiesto hasta qué punto varían los temores dominantes dependiendo de la época y la cultura en la que nos encontremos. Se hace evidente que, a estas alturas, el alienígena, que tan presente estuvo en la literatura y el cine de los 50 como metáfora de la invasión comunista, ha perdido ese significado. El peligro es obvio: a fuerza de volver una y otra vez sobre las mismas encarnaciones del monstruo, se acaba por caer en su automatización o incluso su desnaturalización. En los edulcorados vampiros crepusculares apenas queda nada del ominoso poderío que un día caracterizó a Nosferatu e hizo que los ingenuos espectadores de 1922 temblaran de miedo en sus butacas.


Pero que nadie se desanime: la vitalidad de nuestros monstruos está asegurada. Prueba de ello son los dieciséis relatos que componen la presente antología. Sus autores, nacidos entre 1961 y 1988, pertenecen a una generación de escritores españoles —o radicados en España desde hace décadas, como Fernando Iwasaki y Andrés Neuman— especialmente proclive al cultivo de lo fantástico y lo terrorífico. Sus textos plantean inteligentes propuestas de renovación de los tópicos más recurrentes en el ámbito de la teratología literaria, de modo que en este libro el lector encontrará vampiros, revenants, dobles, zombis, brujas, mujeres-araña y alienígenas, junto con criaturas de estirpe legendaria (una moderna Circe con nombre de personaje borgesiano o una diosa birmana tan atrayente como potencialmente letal) y algún que otro monstruo de apariencia banal y cotidiana (un diabólico dentista, un aspirador hambriento). Aunque, eso sí, actualizados, vistos bajo una nueva luz, de modo que los textos que aquí se ofrecen juegan con las expectativas del lector, dan una vuelta de tuerca a las historias con monstruos de toda la vida. Para ello, emplean la ironía y el distanciamiento, profundizan en los aspectos formales en busca de originalidad expositiva y exploran la alteridad monstruosa acercándonos al «otro» o dejando que este se exprese por sí mismo. Por el primero de estos caminos —el uso de la ironía—, los autores actuales logran comunicar una visión de lo real que es lúdica al mismo tiempo que escéptica. En cualquier caso, desdramatizadora y a veces claramente paródica. Así, por ejemplo, el lector verá superado el tradicional antagonismo que enfrentaba, en los relatos en torno al doble, el original con su copia: al contrario, en «El precio del placer», de

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David Roas, ambas figuras se hacen indistinguibles, siendo tan vulgar, torpe y solitaria la una como la otra; el lector verá también cómo las preocupaciones de cierta sanguinaria criatura son en realidad de carácter más bien práctico: en «Querida Sharon», de Manuel Moyano, el abajo firmante, un tal Vlad, relata a su amada lo difícil que le resulta vivir en un lugar del Mediterráneo, cuyo nombre no se especifica, por ser demasiadas las horas de sol y haber iglesias por todas partes, sin olvidar la manía local de ponerle ajo a los guisos. El humor no anula, no obstante, el sentido ominoso de estos textos, pues convive sin estridencias con lo siniestro, acaso enriqueciéndolo. La segunda de las posibilidades tiene que ver con la búsqueda de cauces formales poco transitados, por ejemplo el uso del discurso referencial —que dota al relato de un plus de realismo—, como la carta («Querida Sharon») o el informe que en «La hora de la verdad», de Santiago Eximeno, elabora el departamento de salud de los Estados Unidos con las instrucciones sobre cómo proceder en caso de tener lugar la primera defunción de un ser querido. En otros textos es el propio lenguaje —y no tanto las imágenes evocadas— el que genera el efecto terrorífico: así, el equívoco en «El ritual», de Fernando Iwasaki, relato sometido a la perspectiva infantil y, por ello, lleno de huecos y dobles sentidos que el lector debe llenar y descodificar respectivamente; la sinonimia en «Luego están los dentistas», de Pablo Martín, donde se ofrece un extenso catálogo de los nombres de Lucifer con el que calificar al sádico odontólogo; o la elipsis en «Los otros», de Andrés Neuman, en el que nunca se precisa el origen ni características concretas de la metamorfosis que


padece el narrador de la historia, así como sus (nuestros) semejantes. En la mayor parte de estos cuentos asistimos a la asimilación no traumática del monstruo, y esta sería una tercera novedad importante con respecto a anteriores momentos de la historia literaria, al ser tradicional la posición marginal del «otro» en el relato fantástico y de terror. En Drácula de Stoker —por poner un ejemplo de los clásicos— son los demás personajes los que hablan del monstruo a través de sus cartas; en cambio, de lo que piensa el vampiro no tenemos la menor idea. Silenciado, el monstruo se situaba en un espacio de ajenidad —venía marcado como un no-humano—, mientras que el lector tendía a empatizar con lo que se parecía a él (Mina y Jonathan Harker, hasta Van Helsing, pero de ningún modo el conde Drácula). Sin embargo, en nuestra época se ha generalizado una lectura más comprensiva, más cercana del monstruo, es decir, se ha ampliado el interés por dar espacio a lo que se encuentra fuera de los márgenes y fomentar la identificación con el otro lado. Quién no se ha sentido alguna vez —o más de una vez, con toda seguridad— un bicho raro, un intruso, un inadaptado… Cómo no conmoverse, por lo tanto, con los seres a los que se hace referencia en «La hora de la verdad», de Eximeno, aquellos que una vez fueron como nosotros y cuyo destino tal vez compartamos (en el fondo ¿no estamos sometidos, como ellos, a las regulaciones gubernamentales y al control estatal?). Lo mismo ocurre con el patético señor H. creado por Care Santos, quien regresa doce años después de su muerte para arreglar esos asuntos pendientes que dan título al relato y «no le dejaban descansar tranquilo».

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Por otra parte, en muchos relatos apenas se hace evidente la diferencia entre el sujeto y el objeto fantásticos, desvaneciéndose sutilmente las fronteras entre lo normal y lo extraordinario: tan raro resulta ese aspirador con aparentes impulsos asesinos de «La familia y uno más», de Raúl del Valle, como el empecinado narrador que se niega a aceptar que su electrodoméstico es un serial-killer en potencia o, peor todavía, que es una cosa y no un ser con el que establecer lazos afectivos. De igual modo, abundan los cuentos en los que el lector asiste a la transformación de lo «uno» en lo «otro», como sucede en el relato de Andrés Neuman, donde se narra una brutal metamorfosis, asunto del que también nos hablan María Zaragoza en «Antes que el cine», en el que se combina la brujería y la licantropía, y Patricia Esteban Erlés en «Azul ruso», donde la víctima —objeto también de una transformación— acaba convirtiéndose en victimario, o también en el muy cortazariano «Bestiario secreto en el London Zoo», de Juan Jacinto Muñoz Rengel, cuyo narrador tal vez haya ocupado siempre, sin nosotros saberlo, el espacio de la alteridad. Por fin, la exploración de lo «otro» alcanza mayor profundidad cuando el monstruo se convierte en la voz del relato, como ocurre en «Querida Sharon», de Manuel Moyano. Lo marginal adquiere, pues, carta de presencia. Así, desde hace algunos decenios, el monstruo está más cerca de nosotros y nos resulta más familiar. Buena prueba de ello es la reciente literatura de vampiros —sobre todo a partir de la novela de Anne Rice— o la de fantasmas, por no hablar de la legión de películas y series de televisión protagonizadas por monstruos de toda clase (True Blood, The Walking Dead, The Vampire Diaries, etc., hasta los paródicos y muy


juveniles Buffy, cazavampiros o Embrujadas). Sin embargo, la mayor proximidad del monstruo no debe hacer que este pierda su naturaleza ominosa, pues sin ella desaparecería el principal efecto de esta clase de historias: inquietar al lector. Por ello, en la mayor parte de las narraciones el encuentro con el «otro» tiene efectos negativos para los personajes: así le ocurre a la madre que ha dado a luz a un bebé vampiro al que debe alimentar en «True Milk», de Aixa de la Cruz; al narrador de «Los arácnidos», de Félix J. Palma, que cae en la trampa que él mismo ha colaborado en urdir; al narrador de «Nox Una», de Marian Womack, sumergido en una alucinatoria trama de vampirismo; o al protagonista de «Invasión», de Ismael Martínez Biurrun, que debe aceptar un destino inútilmente aplazado desde el inicio; e igual suerte corre el incauto personaje de «La familia y uno más», de Raúl del Valle, empeñado en no aceptar la verdadera esencia de su aspirador último modelo. Y, aunque no asistimos al desenlace que solo se insinúa y que tal vez nunca tenga lugar en «Flores atroces», de Ángel Olgoso, en la sugerente Ngapali —la mujer birmana del hermano del narrador— su consustancial erotismo la asimila a una naturaleza tan atrayente como voraz y peligrosa para quienes se rindan a su seducción. La figura del monstruo, por lo tanto, sigue interpelándonos. Como lleva sucediendo desde sus inicios, su presencia —chocante, amenazadora, inquietante— trastorna las fronteras de lo comúnmente aceptado, haciendo que nosotros, los lectores, nos interroguemos acerca de nuestra propia normalidad. Por diversas vías —en los casos más felices, distintas de las tradicionales— el monstruo sigue perturbándonos, pues al abrir brechas en las leyes de uniformidad que rigen

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nuestras sociedades (da igual en qué lugar o en qué momento nos encontremos) nos pone frente a frente con nuestros temores, deseos e inseguridades. Estamos convencidos de que los relatos que conforman esta antología son una excelente prueba de ello. * * * Por último, señalar que la presente versión de esta antología es una edición corregida y aumentada con 4 cuentos respecto a la edición original publicada en 2012 por la editorial Bracket Cultura.

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Procedencia de los relatos Fernando Iwasaki, «El ritual», en Un milagro informal, Alfaguara, Madrid, 2003. Care Santos, «Asuntos pendientes», en Los que rugen, Páginas de Espuma, Madrid, 2009. Manuel Moyano, «Querida Sharon», en El oro celeste, Xordica, Zaragoza, 2003. Aixa de la Cruz, «True Milk», en Modelos animales, Salto de Página, Madrid, 2015. Marian Womack, «Nox Una», en Antonio Rómar y Pablo Mazo Agüero (eds.), Aquelarre. Antología del cuento de terror español actual, Salto de Página, Madrid, 2010. David Roas, «El precio del placer», en Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, 2010. Patricia Esteban Erlés, «Azul ruso», en Azul ruso, Páginas de Espuma, Madrid, 2010. María Zaragoza, «Antes que el cine», en Concepción Perea (ed.), Cuentos desde el otro lado, Nevsky Prospects, Madrid, 2016. Ángel Olgoso, «Flores atroces», en Los demonios del lugar, Almuzara, Córdoba, 2007. Andrés Neuman, «Los otros», en El que espera, Anagrama, Barcelona, 2000. Félix J. Palma, «Los arácnidos», en Los arácnidos, Algaida, Sevilla, 2004. Santiago Eximeno, «La hora de la verdad», en Bebés jugando con cuchillos, Grupo AJEC, Granada, 2008.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel, «Bestiario secreto en el London Zoo», en 88 Mill Lane, Alhulia, Granada, 2005. Pablo Martín, «Luego están los dentistas», en Fricciones, e.d.a. libros, Málaga, 2011. Raúl del Valle, «La familia y uno más», en Estrategias para acabar con las culebras (libro inédito). Ismael Martínez Biurrun, «Invasión», en Mariano Villarreal (ed.), Visiones 2006, Asociación Española de Fantasía, Ciencia ficción y Terror (AEFCFT), 2006.

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El ritual Fernando Iwasaki

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bajo mi papá está bien molesto y dice que cuando los agarren él les va a sacar la mierda. Mi mamá y María Fe están llorando y también dicen que cómo pudo pasar algo así. Parece que se han robado el cadáver de Dieguito, que han profesado su tumba o una cosa por el estilo. A mí no me dejan estar abajo porque dicen que soy muy chico, pero yo sé un montón de cosas y seguro van a querer que les cuente. Me da miedo estar aquí arriba. La casa huele a muerto, a podrido. El Dieguito comenzó poniéndose todo aburrido: le prohibían jugar pelota y paraba metido en la cama. Ya desde esa época mi mamá lloraba mucho, pero creo que ahora está llorando más. A veces se escapaba de su cuarto para jugar conmigo y me prestaba su Lego. Se había vuelto más bueno, ya no me pegaba tanto y hasta me contaba secretos. «¿Sabes, Sebastián? —me dijo un día—. Mi mamá me ha dicho que me van a llevar donde un doctor amigo del tío Luis Carlos y que después nos vamos a Disneyworld». Nos reímos un montón y le pedí que me trajera un «Dumbo» como el que tenía el gordito Arízaga, pero en verdad me daba pica. No era justo: todo era para Dieguito. Los viajes, los juguetes y los libros con dibujos, ¡todo para Dieguito! Hasta

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los mejores dulces de la Pancha eran para Dieguito, el Pie de Limón o los Babarois de Chirimoya, ¡todo para él! A mí me daba pena ver llorar a una negra tan grandaza como la Pancha. «El niño Dieguito se va a morir, niño —decía—. Todas las veces que uno se va a los Estados Unidos se muere. Yo no sé qué tanto le hacen a la gente en ese país, niño; pero a su abuelito se lo llevaron y ¡pum!, se murió; a su tiíta Hermiña la metieron en el avión y ¡cataplún!, también se murió. A mí esos gringos no me dan confianza, niño. Seguro que no saben cuidar a los enfermos, mientras que aquí yo les doy su turrón y su mazamorra caliente». Y sí pues, porque la Pancha hacía unos dulces bien ricos. Cuando Dieguito volvió estaba gordo, todo hinchadote y parecía un señor porque se le había caído el pelo como al tío Alejo. Nos reíamos mucho y jugábamos a que María Fe era sister Eleanor y Dieguito el padre Nicholas, porque como estaba pelado lo imitaba igualito. En cambio, no nos pudo contar nada de Disneyworld porque dijo que mi mamá se la pasó llorando todo el tiempo y tuvieron que quedarse en el hotel, pero sí se acordó de traerme mi «Dumbo» y además un «Winnie Pu». Fue por esa época, más o menos, que Dieguito comenzó a escupir sangre. La verdad es que se había vuelto un señor completo, siempre serio y sin ganas de jugar. Decía que se iba a morir y le tenía miedo a la oscuridad, y entonces se picaba cuando le tocaba ser el cucurucho. Mi mamá seguía llorando y mi papá se encerraba en su despacho. Ahí se metía todo el día y solo Ceferino podía entrar para llevarle sus botellas. La Pancha seguía haciéndole postres especiales a Dieguito, pero ahora también le daba unos remedios horribles


El ritual

preparados por ella misma. «¡Tómese esto, niño Diego! —le mandaba—. Una vecina mía que viene del norte sabe un montón de cosas. Ella lo va a curar, niño. Como cañón lo va a poner». Fue así como empezamos a ir por la casa de la Pancha sin que nos vieran mis papás. Ella tomó todas las precauciones y le dio la dirección a Candelario para que nos llevara en el carro plomo, en el que íbamos a Chaclacayo. Madame Pacheco era una señora gorda y trompuda. En la entrada de su casa había un cartelote que decía que había sido alumna de «Mandrake» y que tenía los secretos de las huaringas, las shiringas y otras pingas que ya no me acuerdo. Le miró los ojos a Dieguito, le pasó un huevo por todo el cuerpo y después lo rompió en un vaso de agua. «A usted le han hecho mucho daño, niño —dijo la vieja mirando la yema medio verde—. Yo voy a hacer lo posible, pero el mal ya está muy avanzado». La Pancha tenía razón: los gringos habían embrujado a Dieguito. Comenzamos a ir muchas veces. Un día lo hicieron sudar mientras Candelario lo cargaba sobre unas plantas que olían a esos caramelos de menta, otra vez la señora lo hizo fumar y le pedía que viera en el humo la cara del que lo había ojeado y un día le provocó un vómito negro que dijo que era casi todo el daño que tenía adentro. Dieguito empezó a faltar al colegio y Candelario aprovechó para llevarlo donde Madame Pacheco por las mañanas. En la noche me contaba lo que le habían hecho y yo no podía creerle: le frotaban el cuerpo con un gato negro, otro día lo habían bañado en una sopa que parecía la crema de ajos de la Jacinta y también le obligaron a rezarle a un pájaro dise-

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cado. Yo le preguntaba si se sentía mejor y él decía que sí, que «como cañón». Una noche me dijo en secreto que Madame le había dicho que estaba en la última parte del tratamiento y que necesitaba que una persona que lo quisiera mucho hiciera algo por él, que tenía que ser alguien de la familia y que por eso Candelario no pudo ayudarlo, pero Madame no quería que le dijera nada a mis papás porque ellos tampoco podían ser y que por eso me lo decía a mí. Entonces sacó un pomo y una gillette, me enseñó en su brazo una marca que le habían hecho con lapicero y me dijo que me tenía que cortar a mí en ese sitio, que no me iba a doler y que trajera un algodón con alcohol. Yo quise decirle que el tío Luis Carlos tenía unas inyecciones especiales para eso, pero Dieguito no me hizo caso. Cuando el pomito estuvo casi lleno, me dio el algodón con alcohol y me dijo que doblara bien fuerte el brazo. Entonces sacó unas medallitas y las mojó en la sangre con cadena y todo, y me contó que eran de Sarita, una santa de la colonia o algo así. Después cada uno se puso la suya y me dijo que Madame Pacheco le había dicho que esas cadenitas no iban a dejar que él se muriera, que no me la quitara nunca porque mi sangre le iba a dar fuerza y que él iba a estar siempre unido a mí, algo así como que no me iba a dejar nunca. «¿Y la sangre del pomito?», le pregunté, pero él no sabía para qué era, que Madame se la había pedido y que no me podía decir más. A los tres días Dieguito se puso pésimo y no se levantó ni para ir al baño. Mi mamá lloraba como loca y mi papá se encerró con muchas botellas en su despacho. Ya ni Ceferino entraba.


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Cuando Dieguito murió yo estaba en clase de Lenguaje y sister Thomas entró para pedirnos que cantemos el Oh Mary, take my spirit in your hands por el alma de Dieguito. La casa estaba llena de flores y a mí me pusieron la ropa que tenía el día que se casó la tía Teté. En cambio, Dieguito estaba en una caja blanca con su ropa de primera comunión. Ya le quedaba chica, pero con las flores no se notaba. Me empiné hasta arriba y vi que en el cuello tenía la medallita. Al cementerio no me dejaron ir. Desde hace días que mi mamá no para de llorar, sobre todo desde ayer, un mes después del entierro, porque la tumba de Dieguito amaneció profesada. Candelario y Pancha se asustaron y le han contado todo a mis papás. Ahora los han metido presos, creo. He oído que la policía busca a Madame Pacheco y leí en el periódico del Ceferino algo sobre Dieguito y una misa de negros o algo así. Mi papá sigue tomando y todo el día dice «carajo». Yo también quiero mucho a Dieguito, pero me da miedo y quiero estar abajo con todos. Si Pancha estuviera aquí le pediría que le subiera Suspiro Limeño o Arroz con Leche, pero la Pancha está en la cárcel y él debe tener hambre. Cuando entró por la ventana me asusté, todo negro y apestoso, pero si no fuera por la medallita no lo habría escondido en mi ropero.

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Ana Casas · 7 · Prólogo Fernando Iwasaki · 21 · El ritual Care Santos · 27 · Asuntos pendientes Manuel Moyano · 31 · Querida Sharon Aixa de la Cruz · 37 · True Milk Marian Womack · 49 · Nox Una David Roas · 71 · El precio del placer Patricia Esteban Erlés · 77 · Azul ruso María Zaragoza · 99 · Antes que el cine Ángel Olgoso · 113 · Flores atroces Andrés Neuman · 119 · Los otros Félix J. Palma · 125 · Los arácnidos Santiago Eximeno · 153· La hora de la verdad Juan Jacinto Muñoz Rengel · 169 · Bestiario secreto en el London Zoo Pablo Martín Sánchez · 181 · Luego están los dentistas Raúl del Valle · 187 · La familia y uno más Ismael Martínez Biurrun · 191 · Invasión



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