Primeras páginas de «Perro ladrando a su amo», de Javier Sachez

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perro ladrando a su amo

Colecciรณn Caldera del Dagda



Javier Sachez

perro ladrando a su amo VII Premio de Novela Corta Fundaciรณn MonteLeรณn

eediciones o las



Al profesor Victoriano Santana Sanjurjo, maestro y amigo, en seĂąal de cariĂąo y agradecimiento.



¿Cuándo es cuando se cambian las funciones del alma y los resortes del cuerpo, y en vez de llanto no hay más que risa y baba en nuestro gesto? Si no es ahora, ahora que la Justicia vale menos, mucho menos, que el orín de los perros. León Felipe



Primera parte



I

D

esde el día que contrajo matrimonio, Casilda comenzó a asustarse con el sonido de la cerradura. No le aterrorizaban las sombras que pululaban en su mente nocturna. No sentía temor ante los perros sueltos que la olisqueaban en las aceras del pueblo. Casilda no se arredraba frente a los insultos de la vecina o los petardos que los críos lanzaban a su balcón para conmemorar la victoria de su equipo de fútbol o el aniversario de algún santo que murió hacía ya mucho tiempo. Casilda temía el sonido de la llave. Todos los días. Siempre que escuchaba pasos por la calle, su corazón se paralizaba. La mujer hacía resbalar sus manos de sudor sobre la tela de los cojines y suplicaba a su dios judío que aquel hombre de la casa, que estaba a punto de entrar, hubiese tenido un buen día. Lo estremecía el susurro de la llave intentando entrar en el pequeño orificio sin llegar a conseguirlo. Casilda podía calcular el grado de borrachera que disfrutaba su esposo cuando regresaba de madrugada, sopesando la torpeza que mostraba el 13


hombre al introducir la llave. A veces, el marido lograba abrir la puerta en diez o doce segundos y ella entonces respiraba calmosa y su corazón detenía poco a poco su cabalgadura. En ocasiones, el período se dilataba hasta los dos o tres minutos y ese lapso de tiempo transcribía el verdadero grosor de la tragedia. Y ella lo sabía. Y lo temía. Cuando abandonaron el pueblo y se instalaron en la ciudad, ese temor al sonido de la cerradura también la acompañó. Se instalaron de alquiler en un tercer piso sin ascensor y ella esperaba sentada la llegada del hombre cada la noche. Escuchaba con íntimo terror aquellos sonidos que su marido fabricaba en el pasillo a oscuras: Los pasos decididos, como una percusión en trance; el respirar asmático de vagón cansino; las tos rítmica; el ufano roce de su jersey… Entonces, Casilda corría a la habitación y se metía en la cama. Respiraba hondo y esperaba a que el tipo introdujera su llave en el orificio. En ese momento, un ejército de mil hormigas centelleaba por su estómago y las piernas le temblaban. Una noche, el cascabeleo metálico que tanto temía se alargó en demasía. Casilda, arropada de frío y de pánico, escuchó los empellones sobre la puerta primero, las blasfemias al unísono y el timbre final, como una alarma histérica que la reclamaba. Con el timbrazo, la mujer apretó el crucifijo hasta clavarse las aristas en las yemas de sus dedos. Casilda salió de la cama, recorrió el oscuro pasillo, se aseguró de que su hijo Juan estaba dormido en su habitación y abrió la puerta del hogar. Tras verse obligado a esperar en exceso, el marido hervía su rabia macerada. 14


Al abrirse la puerta encontró en el pasillo de la casa a su mujer, cosificada, pequeña y muda, buceando la mirada en las baldosas. ¿Qué varonil neurona transmuta el cetro en vara y el trono en patíbulo? ¿Qué intermitentes pulsaciones delimitan el freno y la aversión? ¿Dónde está la frontera entre la piel y el odio? ¿Qué diagrama emocional te obliga a distinguir fieros enemigos entre la flora doméstica? ¿Quién traduce el término miedo? —¿Por qué tardas tanto en abrir, joder? ¿Con quién coño estabas? —Pero si yo… El hombre, oscilante en la entrada, era de aspecto pitecantrópico, de lengua deleznable y mirada subterránea. La mujer retuvo la respiración y emitió un tiemble infantil desde sus manos, sin saber qué decir. Casilda era ya guiñapo inerte, muñeco anexo que aleteaba sobre el pasillo al igual que un insecto ajeno a la familia. El hombre la miró con unos ojos de color turbio y la vio como una bacteria inane que debe ser éticamente adoctrinada, secularmente domada, patriarcalmente castigada. La esposa braceaba y protegía cerviz y cráneo pero los brazos herculinos lloviznaban, atizaban y enceraban aquel cuerpo desacostumbrado a las reyertas de taberna. No eran de papel las paredes del piso, como ella había pensado hasta entonces, después de percibir diariamente las nítidas charlas vecinas. No eran los muros coladores por los que se escuchaban con claridad los diálogos de familia de al lado. Los tabiques parecían fabricados, más bien, con sordo 15


hormigón acumulado hasta armar un búnker del que no brotaba sonido alguno. No había vecinos equipados con oídos ni gente dispuesta a escuchar. Juanillo, cobijado en su cama, se acurrucaba y temblaba y esperaba, como otras veces, a que cesara el granizo que arreciaba en el pasillo. Sin embargo, los insultos de su padre engordaron, los porrazos fueron una percusión rítmica interminable, acompañada por los gritos vocálicos de Casilda. El joven decidió entonces renunciar a la almohada y salir afuera para socorrer a su madre. El miedo apretaba su barriga y, al abandonar las cálidas sábanas, se orinó generosamente en el interior del pijama. Pese a contar con dieciséis años, Juan era de escasa estatura, pusilánime, enclenque y de naturaleza enfermiza. El muchacho se acercó y, ante el padre abrasado de ira, decidió actuar. Lo hizo casi sin meditar. Se arrodilló frente al hombre y agarró aquellas piernas de padre borracho con todas sus fuerzas. El tipo se tambaleó varias veces desde su aturdimiento hasta que cayó al suelo, como árbol carcomido. Todo fue premura. El hombre fabricó un eructo que hedía a alcohol de a poco. Se incorporó con estruendo y su furia condujo sus brazos. Se agachó y recogió al hijo, delgado como el trigo, en un abrazo sin lírica, al igual que recogía los sacos de trigo cuando era aparcero en el pueblo natal. Lo zarandeó con violencia en el aire y recorrió el pasillo, con el muchacho en vilo, hasta la puerta del piso. La madre marchaba detrás del saturno, que insultaba y escupía y que lanzó finalmente al hijo escaleras abajo, como en una ceremonia atávica. 16


Casilda, desde el vano de la puerta, contempló espantada la caída y vio a su hijo Juan rodar sin freno sobre los peldaños, hasta que se detuvo bruscamente en el primer descansillo. Allí se quedó, agazapado, como había estado un minuto antes entre las sábanas calmas. No se movía. La mujer emitió un mugido acuoso desde el fondo de su barriga y caminó desquiciada con paso firme hacia el marido, que permanecía inmóvil en la orilla de la escalera. Entonces lo odió. Una fuerza de rabia inveterada de siglos brotó del interior de la madre y empujó al hombre, que fue besando tiernamente cada peldaño hasta quedar encima del muchacho, cubriendo su cuerpo en una delicada posición protectora como nunca antes había ejercido. El cráneo del marido, debido a la caída, había girado ciento ochenta grados y su mirada de esposo muerto permaneció fija en los ojos de Casilda y también en su mente, el resto de su vida.

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Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda

1. La sombra del Toisón. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. Educando a Tarzán Francisco Flecha Andrés 3. Braganza César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. Perro no come perro, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. Segundo cuaderno de St. Louis. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. secretos de espuma Cristina Peñalosa Giménez 9. Iluminada Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. la verdadera historia de montserrat c. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero 13. WASSALON (V Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Salvador J. Tamayo 14. DÉJAME DECIRTE QUÉ DÍA ES HOY Rafael Gallego Díaz 15. 40 Óscar M. Prieto 16. Álbum de sombras Elías Moro


17. LA MANO QUE EL PERRO LLEVABA EN LA BOCA (VI Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) René Fuentes 18. poscontemporáneos Ignacio Fernández Herrero 19. un viento raro Enrique Álvarez 20. en el estanque de peces de colores Rafael Gallego Díaz 21. preludio de una borrasca Alberto Masa 22. Informes y teorías Ildefonso Rodríguez 23. la sombra que amó bram Rubén G. Robles 24. pasos al atardecer José Luna Borge


Esta novela ha sido galardonada con el Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón · 2018 que otorgó por unanimidad el Jurado compuesto por Salvador Gutiérrez Ordóñez, Francisco José Martínez Carrión, Ángela Díaz-Caneja González y Andrés Blanco Blanco.

© Javier Sachez, 2018 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices (www.albertortorices.com) Fotografía de cubierta: Cristian Newman (www.unsplash.com · Con Licencia CC0) ISBN: 978-84-17315-34-4 Depósito Legal: LE 379-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España



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