El Presidente Sitiado

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EL PRESIDENTE SITIADO Ingobernabilidad y erosi贸n del poder presidencial en Colombia


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PEDRO MEDELLÍN TORRES

EL PRESIDENTE SITIADO Ingobernabilidad y erosión del poder presidencial en Colombia


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A MarĂ­a y Pedro Alejandro


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Índice

PRESENTACIÓN………………………..………………………………….. 7 ELEMENTOS PARA ESTUDIAR LAS CRISIS DE GOBERNABILIDAD EN COLOMBIA……………………………………………………………... 7 INTRODUCCIÓN……………………………………………………....... 18 LOS PROBLEMAS DEL EJERCICIO DE GOBIERNO ENCOLOMBIA………………………………………………………....18 CAPÍTULO UNO LA FOTOGRAFÍA: ATAJOS Y NOTABLES. LOS FRÁGILES CIMIENTOS DEL PODER PRESIDENCIAL EN COLOMBIA……….. 29 EL RÉGIMEN DE LA INFORMALIDAD (LA PRIMACÍA DE LAS REGLAS SOBRE LAS LEYES…………………………………………………………….

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La fractura entre lo formal y lo real (La distancia entre lo que se dice y lo que se hace)……………………………………………………. 42 El Estado de sitio ¿la excepción de la normalidad o la normalidad de la excepción?...........................................................................................51 El desmoronamiento de las fronteras entre política y economía…………55 La ruptura entre ley, moral y cultura…………………………………… 66 Paréntesis sobre el paramilitarismo …………………………………...... 70 CONTINUIDAD EN LA RUPTURA: EL PAPEL DE LAS ELITES POLÍTICAS……….. 72

Del reto de la historia a la historia del reto……………...…………….. 72 De la ilusión del caudillo al monarca encadenado……………………….. 76 Del monarca encadenado a la realidad del poder: el retorno de los Notables……………………………………………………...…… 80 El Procedimiento: historias de culpas, exorcismos y fetiches……………... 82

CAPÍTULO DOS LA HISTORIA: LA IMPERCEPTIBLE EROSIÓN DEL PODER PRESIDENCIAL EN COLOMBIA……………………………………… 87 LAS RAÍCES HISTÓRICAS DEL DESMORONAMIENTO…………….…………. 88 Gobernar es reinar, la presidencia imperial (1811-1832)…………. ……. 92 La presidencia del monarca encadenado (1832-1880)………………….. 98


6 Gobernar es imponer: el presidencialismo absolutista (1880-1904)........... 107 Gobernar es nombrar: la presidencia de los ministros (1904-1958)………115 El Frente Nacional: la presidencia de la “legalidad marcial” (1958-1991)……………………………………………………………….131 IRRUPCIÓN DE LA PRESIDENCIA PERSONAL EN COLOMBIA: LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL PRESIDENCIALISMO DE MAYORÍAS………..145

La Constitución de 1991 como factor determinante……………………….145 El camino al presidencialismo de mayorías…………………………….....146 El silencioso agrietamiento de la presidencia personal……………………154 A MANERA DE CONCLUSIÓN: CRISIS DE GOBERNABILIDAD Y EROSIÓN DEL PODER PRESIDENCIAL……………………………………………………165

CAPÍTULO TRES LA EVIDENCIA: EL PRESIDENTE SITIADO. LA DURA PARADOJA DEL GOBIERNO URIBE………………………………………………….171 LOS DESAFÍOS DEL GOBIERNO URIBE ………………………………………..173 LOS QUIEBRES DE LA PRESIDENCIA PERSONAL……………………………..177 El primer quiebre: La falta de una carta de navegación…..……………...178 El segundo quiebre: La tentación de la vía autoritaria …………………...186 El tercer quiebre: La fallida revocatoria del Congreso ………………...…191 El cuarto quiebre: La difícil apuesta del referendo (o la degradación del poder constituyente)…………………………………...195 El quinto quiebre: La reelección inmediata (o la pérdida del indicador de actitud)…………………………………………………….205 El sexto quiebre: El estilo de gobernar…………………………………...218 LAS LECCIONES DE LA PRESIDENCIA PERSONAL ……………………………233

Primera lección: Los ciudadanos hacen saber que el poder también tiene límites…………………………………………………….233 Segunda lección: Los políticos hacen saber que para reinar hay que abdicar………………………………………………………….237 Tercera lección: La cuerda también se rompe por el lado más grueso…...239 Cuarta lección: Las sociedades terminan bajando los estándares de exigencia a sus gobernantes…………………………………………...…246 Quinta lección: Las Instituciones también cobran: El suplicio de Tántalo…………………………………………………………………..251 A MANERA DE CONCLUSIÓN: EL RÉGIMEN BLOQUEADO (O EL POTENCIAL DESAPROVECHADO DEL PREDOMINIO PRESIDENCIAL EN COLOMBIA.…......253


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CAPÍTULO CUATRO LA CONSECUENCIA: LA FRACTURA DEL RÉGIMEN PRESIDENCIAL: LOS RASGOS ESTRUCTURALES DE LA INGOBERNABILIDAD EN COLOMBIA………………………………261 LA PRECARIEDAD DE LOS MECANISMOS DE DIRECCIÓN Y REGULACIÓN POLÍTICA……………………………………………………………………

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La fragilidad acción presidencial………………………………………. 270 La debilidad de las políticas públicas ………………………………….. 273 La tiranía del statu quo………………………………………………….276 La primacía de la gobernabilidad tarifada………………………………..277 La pérdida del control territorial ……………………………………….. 280 EL ENDEBLE ORDENAMIENTO INSTITUCIONAL…………………………….285

La presunción de la mala fe como criterio ordenador …………………..285 La cotidianidad de los mecanismos de excepción………………………287 La insuficiencia de las soluciones estatales……………………….………291 El extravío de la administración de justicia………………………………296 LA FRACTURA DEL ORDEN SOCIAL…………………………………………..301

El nuevo valor social de la intimidación………………………………….301 La emergencia de la sociedad cortesana………………………………….303 LA DESCOMPOSICIÓN DE LA POLÍTICA………………………………………305

El desvanecimiento de los proyectos de Estado y de Sociedad……………307 La disolución de los partidos políticos…………………………………….313 El carácter no-competitivo de las elecciones………………………………319 El quiebre de la ética pública……………………………………………...322 LA CONSECUENCIA: EL RÉGIMEN DE LA “OTRA INSTITUCIONALIDAD”…….327

La “otra institucionalidad” del juego parlamentario…………………....328 La “otra formalidad” del juego judicial…………………………………330

EPÍLOGO LAS PARADOJAS DEL PODER PRESIDENCIAL…………………....336 LA EROSIÓN DEL PODER PRESIDENCIAL Y EL RÉGIMEN BLOQUEADO EN COLOMBIA: CRISIS EN EL MANEJO DE LA CRISIS ………………………..340

BIBLIOGRAFÍA…………………………………………………………..344


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PRESENTACIÓN

Elementos para estudiar las crisis de gobernabilidad en Colombia

Colombia parece haber cruzado el umbral de la ingobernabilidad. En medio de una popularidad presidencial sin precedentes, una multiplicidad de actores se disputa, centímetro a centímetro, el control territorial y el dominio de la administración pública. En un mismo territorio coexisten varios ejércitos, confluyen instituciones paralelas que cobran sus propios impuestos, imparten justicia y se entremezcla tal variedad de jurisdicciones, que el Estado aparece como uno más de los actores en confrontación y, por tanto, resulta incapaz de asegurar que todos los ciudadanos conozcan, acepten y practiquen un mínimo de reglas del juego político e institucional. En un contexto regido por la precariedad política, la informalidad institucional y la fragmentación social, el régimen político colombiano aparece fracturado: la extensión de la violencia ha hecho que la política no se estructure por diferenciación deliberante, sino por la negación del otro. Que no se busque argumentar, sino someter al otro. Lo público no está basado en un pacto social que fundamente la existencia del orden político e institucional. Cada uno entiende lo público como la extensión de su interés particular sobre el interés de los demás y sólo se mueve en función de eso. La nación y el sentimiento de nacionalidad no están construidos por referencia a la voluntad de vivir respetando las reglas del juego político y social, o haciendo valer los códigos que le dan sentido a su origen o a su condición de pueblo soberano. El régimen político es tan frágil, que la política está sometida a una volatilidad creciente. El Estado existe pero es tan débil que los gobiernos creen que su misión principal es la de renovar el régimen político y que, por tanto, su trabajo consiste en sacar adelante las “grandes” reformas. Por eso han abandonado la tarea gubernamental


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como un ejercicio de conducción política y la estructuración de las políticas públicas (como instrumento de esa conducción), para dedicarse activamente a la gestión parlamentaria o extraparlamentaria de las reformas constitucionales. Allí comienza su tarea gubernamental, pero también allí acaba. Sin embargo, detrás de cada reforma, de cada intento de arreglo se ha producido un nuevo desorden. Detrás de cada gran causa que se ha invocado como razón de una reforma, se ha generado un nuevo problema. Mientras cada gobernante que llega se reclama como el “renovador” de las costumbres políticas, los instrumentos de organización y participación política se degradan a la misma velocidad que se pierde credibilidad en el Estado y en sus dirigentes políticos e institucionales. Pese a las favorables condiciones en que se gestaron y aprobaron las reformas en la década de los noventa (Flores, 2001), la excesiva dinámica de “transformaciones” terminó por producir una total volatilidad en la tarea de gobierno y por hacer cada vez más frágiles los instrumentos de conducción gubernamental. Los esfuerzos de los distintos gobiernos se revelan infructuosos para mantener el control de las variables que determinan su capacidad de traducir intenciones en hechos de gobierno. No hay duda. Los gobiernos han perdido capacidad para producir los cambios que la sociedad les exige ¿Cómo explicar la persistencia y profundidad de la crisis política e institucional del país? Este libro se propone examinar la relación que existe entre presidencialismo y gobernabilidad en Colombia. Se trata de establecer de qué manera, la particular evolución del régimen presidencial ha contribuido a un mayor o menor grado de gobernabilidad del país y cómo la mayor o menor gobernabilidad ha conducido, a su vez, a la consolidación o al debilitamiento del presidencialismo. Se busca superar las limitaciones de los estudios tradicionales que han concentrado sus explicaciones en los problemas de legitimidad producidos por la ineficiencia administrativa del Estado o por la sobrecarga del sistema político. Para alcanzar este propósito, el caso colombiano se examina a la luz del camino abierto por Juan Linz, en su ensayo “La quiebra de las democracias” (1987), en el que, luego de estudiar la crisis y caída de cinco democracias europeas y siete iberoamericanas (con el apoyo de trece autores que estudiaron cada país), se aparta de la ortodoxia general de su tiempo para proponer “la naturaleza de los regímenes


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presidenciales como una variable importante para explicar la crisis de un régimen político” (Valenzuela y Linz, 1997: 16). En la Quiebra de las Democracias (1987), Linz escribía que, “[….] Otra diferencia entre sistemas presidenciales y parlamentarios, sean monarquías constitucionales o repúblicas, es que no existe –con excepción de los tribunales que a menudo son débiles-, un poder moderador.”… “Un presidente, por el contrario, es elegido para un periodo de tiempo fijo, y su destitución supone una crisis constitucional. Eso explica, en parte, por qué los militares frecuentemente asumen la función ‘moderadora’”…“Cambiar el gobierno en un régimen presidencial, cuando el presidente no está dispuesto, y pocos lo están- a dejar el puesto, requiere una ruptura con las normas de elección democrática del Jefe del Estado: crisis de gobierno, casi por definición se convierten en crisis de régimen” (pp. 130-131)

Se trata, sin duda, de una propuesta sugestiva: las particularidades de los regímenes presidenciales (como por ejemplo, por la doble condición de jefe de gobierno y jefe de Estado que estos regímenes le confieren a un presidente), exigen que, para comprender los problemas de gobierno y gobernabilidad que se presentan en un país, se debe privilegiar, el estudio del régimen político y de las reglas de juego que lo fundamentan. Las relaciones entre gobernabilidad y presidencialismo se abordarán, en este libro, desde el enfoque desarrollado por Guillaume de la Perrière en su libro Le Miroir Politique (1567) en el que, a partir de la raíz griega kubernao en la que gobernar significa literalmente dirigir con el timón (Cotta, 1996:315), ilustra la tarea de gobierno con la metáfora del navío: “[…][gobernar una nave] significa por supuesto ocuparse de los marineros, pero también de la nave, del cargamento; Gobernar una nave significa además tener en cuenta los vientos, los escollos, las tempestades; esto es lo que caracteriza el gobierno del navío: poner en relación los marineros con la nave que debe ser salvada, con el cargamento que es preciso conducir al puerto, y todo ello en relación con los sucesos tales como los vientos, los escollos, las tempestades, etc.” (p. 16).

La metáfora advierte, por una parte, que el gobierno además de ocuparse de una diversidad de fines específicos no necesariamente interconectados, también debe ser capaz de trazar y seguir una


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trayectoria que integre lo que no está integrado, y establezca los vínculos entre las partes para llegar al punto deseado. Y por otra, advierte que el gobernante no sólo debe gobernar a la sociedad que lo eligió, sino también al aparato gubernamental desde el que ejerce como gobernante. Es decir, que el gobierno tiene el doble carácter simbólico e integrador mediante el cual se cumple la tarea de gobernar a la sociedad y gobernar al Estado. Según este enfoque, la tarea de gobernar se define como una tarea de conducción política de los ciudadanos y de las instituciones hacia un horizonte deseado por todos o por algunos. En la medida en que la acción de gobernar entraña el propósito de moldear los comportamientos de unos y otras de manera que puedan ser conducidos en una determinada dirección, el ejercicio de gobierno sólo puede entenderse como el ejercicio del poder político. Y para cumplirse con un contenido específico, necesita de un proyecto de dirección política y un proyecto de dirección ideológica a través del cual se establezca la forma ideal de sociedad (que integra a los ciudadanos) y de Estado (que integra a las instituciones) que implica el horizonte al que se aspira a llegar. En este sentido se entiende porqué el gobierno, es el que define y concreta, paso a paso, en la dirección política y la dirección ideológica, la ruta a seguir y qué es lo que le compete al Estado y a la sociedad; qué es lo que no les compete y qué es lo debe hacer el sector público y qué el privado; qué es lo importante y qué lo que no lo es (Foucault, 1981). Pero la tarea de gobernar no se produce en el vacío. El gobierno se concreta en el vínculo que se establece entre una forma de gobierno (como forma institucional) y un modo de gobernar (como práctica cultural y política). Mientras que la forma de gobierno da cuenta del campo de acción y de los límites que le impone al gobernante un determinado orden político e institucional, el modo de gobernar hace referencia a la manera particular en que un gobernante selecciona y aplica las técnicas y tácticas que le permitan lograr sus propósitos de gobierno. Es aquí dónde la argumentación de Linz adquiere sentido. Para tener una visión más precisa de los elementos que rigen la relación entre gobernabilidad y presidencialismo en un país, es necesario identificar las formas institucionales que caracterizan al régimen presidencial, y establecer cómo esas formas determinan o no un particular modo de gobernar. La razón es clara: aceptar la naturaleza de los regímenes presidenciales, como una variable importante para explicar la mayor o menor gobernabilidad de un país, implica aceptar


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que sus estructuras no son perfectamente armónicas y que en su funcionamiento interno también intervienen gérmenes que activan su propia degradación. Esta aceptación tiene profundas consecuencias analíticas: Primera consecuencia: Es necesario reconsiderar la manera como se han entendido las crisis políticas en Colombia. Hay que superar la visión que define las crisis como momentos de quiebre o ruptura súbita que, por factores endógenos o exógenos, alteran el funcionamiento de un régimen político, hasta llegar a poner en cuestión su existencia. Es la visión que considera que resolver la crisis consiste en identificar la “causa” del desarreglo y extirparla para propiciar el regreso del régimen a la “normalidad”. Ello supone que la crisis tiene principio y fin, y que los regímenes políticos no cambian a menos que se intervenga para hacerlo. Sin embargo, la persistencia y profundidad que, en países como Colombia, han tenido las crisis políticas, exige que sean reconsideradas desde lo que Dobry (1988) llama la “hipótesis de continuidad”. Es decir que no deben ser examinadas como un momento de ruptura del régimen político, sino como una etapa natural de su desarrollo, como un componente fundamental de su proceso evolutivo. La reconsideración no es arbitraria. Surge de reconocer la naturaleza orgánica 1 y autónoma2 que caracteriza a los regímenes políticos y que hace que funcionen a la manera de los organismos vivos; que en su interior actúen cuerpos que posibilitan su crecimiento, pero que también lo llevan a la degradación. Por tanto, las crisis hacen referencia a ese proceso normal en que el crecimiento somete al organismo (esta vez el régimen político) a una tensión entre los elementos que lo constituían antes y los elementos que lo constituirán después. La crisis es la etapa en la que se produce un combate abierto entre aquellos componentes de los organismos que, por su propio desarrollo, deben morir (pero se resisten a hacerlo), y los nuevos elementos que deben nacer (pero no 1 / El concepto de orgánico será entendido en el sentido ordinario, según el cual una relación es orgánica cuando presenta caracteres analógicos a los seres vivientes. Es decir, que una relación orgánica tiene una estructura compleja y netamente diferenciada que, como un ser viviente, funciona bajo sus propios mecanismos de operación y está regida por un principio de organización interna y lazos de interacción o solidaridad estrecha entre las partes componentes. 2 / Por su parte, el concepto de autonomía. Se asimila a la noción de autonomía de lo orgánico que se define como la “capacidad que un agente tiene para determinar que le es relevante y, sobretodo, lo que le es indiferente” (Maturana y Varela, 1984:51). El concepto de autonomía emerge y se cumple sólo por referencia a la existencia otro(s) elemento(s) externo(s). En este sentido, la autonomía implica la constitución de una identidad, su internalización y posterior proyección como elemento diferenciado frente a la acción de los demás elementos internos y frente a los externos.


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encuentran espacio para hacerlo). En las crisis no hay rupturas o quiebres definitivos, sino procesos de transición y adaptación orgánica en el que los organismos actúan bajo una lógica particular y con sus propios mecanismos de operación. Segunda consecuencia: Puesta en la perspectiva del gobierno, las crisis hacen referencia a las tensiones y conflictos que se desatan por la pérdida de armonía entre las formas de gobierno (como formas institucionales) y los modos de gobernar (como practicas culturales). Bien porque las formas institucionales resultan insuficientes para procesar las demandas de poder político exigidas por un determinado modo de gobernar, o bien porque esas formas (las institucionales) son degradadas por la corrupción del modo de gobernar. Esto implica aceptar que la persistencia de las crisis está determinada por la flexibilidad y capacidad que tengan las estructuras políticas para absorber y tramitar las diferencias sin que el orden político se quiebre. Y en este sentido una crisis entraña dos elementos constitutivos cruciales: i) La descomposición de los mecanismos de dirección política de la sociedad y el Estado, que revela la pérdida de capacidades e instrumentos para mantener bajo control a los gobernados, así como para mantener al Estado bajo un rumbo definido. Es el momento en que cada organización, cada agencia, cada agente y cada uno de sus componentes internos comienzan a actuar siguiendo sus propios criterios. Cada quien va por su lado, orientado por sus propias percepciones o su manera particular de comprender y enfrentar el mundo. El rumbo, que antes había sido referente de unidad y consenso, se convierte en factor de ruptura y confrontación. La consecuencia no puede ser diferente. Sin referencia al control y a un rumbo definido, se corre el riesgo de bloquear el conjunto de las relaciones políticas. La crisis explota por distintos frentes con una intensidad variable pero creciente. Erigido por Castoriadis (1995) como el principal rasgo constitutivo de la crisis de las sociedades occidentales, la descomposición de los mecanismos de dirección política “puede ser inventariada a través del fracaso de las políticas seguidas o, más precisamente, de la ausencia de políticas en ámbitos fundamentales” (pág. 14), pero en toda su extensión revela cómo, ante la pérdida de rumbo, la sociedad y el Estado quedan expuestos al desorden y a la confusión. Ahora, visto en la perspectiva del ejercicio de gobierno, el desplome de los mecanismos de dirección política


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implica la puesta al descubierto de la impericia de los dirigentes en todos los ámbitos de la acción estatal. Como bien dice Castoriadis (1995), En sí mismos, el arte de la oratoria, la memoria de los rostros, la capacidad de movilizar partidarios, de dividir y debilitar a los oponentes no tienen nada que ver con la capacidad de legislar, el talento para administrar, para dirigir la guerra o la política exterior” (p. 17). Si la sociedad y el Estado todavía se mantienen en pie, no es por la capacidad de sus dirigentes, sino por la tremenda flexibilidad y capacidad de adaptación de las instituciones a los permanentes cambios de una sociedad cada vez más conflictiva (p. 14).

ii) El alineamiento de los actores de la crisis en torno al mejor posicionado, esperando sacar ventaja de él. Sin embargo, entran en una especie de empate agónico en el que nadie gana y todos salen perdiendo. La situación se va perpetuando sin que nadie pueda hacer nada para remediarlo. No hay rupturas de tiempo, ni quiebres visibles. Los sistemas siguen funcionando bajo una aparente normalidad. Una especie de sentimiento colectivo de superación de la crisis comienza a apoderarse de todos. Pero en realidad la crisis sigue latente, ya no con sus propios mecanismos de operación, sino que ahora pone en evidencia una continuidad en el tiempo. Es la continuidad que emerge como el segundo rasgo característico de las crisis. Siguiendo a Dobry (1988), […] continuidad quiere decir, simplemente que los resortes sociales de las crisis políticas no se sitúan exclusivamente, ni siquiera, sin duda, de forma privilegiada, en la patología y los desequilibrios sociales, en las decepciones o las frustraciones (por muy relativas que sean), en las desviaciones psicológicas, ni tampoco en los arranques de “irracionalidad” individuales o colectivos (p. 2). [Las cursivas son del texto original].

Tercera consecuencia: Privilegiar el estudio del régimen político, y de las reglas de juego que lo fundamentan, implica también reconocer la primacía de la política en la comprensión de los problemas del gobierno y la gobernabilidad de los Estados y las sociedades. Se trata de recobrar el valor explicativo que tiene la política no sólo para explicar el complejo juego de interacciones entre instituciones (políticas), actores (políticos) y papeles (políticos), sino también para deducir sus mutuas determinaciones y comprender los grados de afectación en la crisis (Linz y Valenzuela, 1997). La primacía de la política exige reexaminar el


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problema de las crisis de gobernabilidad a la luz de las teorías del gobierno aportadas por la filosofía política clásica. Esto significa recuperar la definición del ejercicio de gobierno como un proceso de conducción (política), a través del cual se busca dar curso a un determinado proyecto (político) de Estado y de sociedad. Cuarta consecuencia: Recuperar las teorías de gobierno aportadas por la filosofía política clásica permite sistematizar los problemas propios del ejercicio de gobierno, en un modelo teórico y conceptual que pueda dar cuenta de los ciclos de la (in)gobernabilidad. Primero, porque hace posible definir la gobernabilidad como la capacidad que tienen los gobiernos para mantener el control sobre las variables (coyunturales y estructurales) que determinan poder convertir la intencionalidad gubernativa en hechos de gobierno3. Y segundo, porque permite precisar las variables que hacen referencia al conjunto de valores específicos que pueden ser afectados, positiva o negativamente, por un gobierno cuando interviene para obtener un resultado específico. Quinta consecuencia: Restablecer la primacía de la política, recuperar el concepto de gobierno y asumir la gobernabilidad como un problema de capacidades para mantener el control sobre unas determinadas variables, hace que el análisis se desarrolle en torno a tres afirmaciones básicas:  Los problemas de gobernabilidad se producen porque el ejercicio de gobierno se desenvuelve bajo un encadenamiento que siempre tiende a degradarse. Por una parte, porque las instituciones de gobierno, como los metales, están expuestas a la fatiga. Se trata de una fatiga en la que, siguiendo una de las más importantes lecciones de la filosofía política clásica, las formas (institucionales) de gobierno, siempre se degradan por los modos (culturales) de gobernar. Y por otra, porque los comportamientos políticos de los ciudadanos, por su naturaleza siempre depredadora, tienden a desbordar el marco establecido por el orden político e institucional. No importa cuáles sean los límites que enfrentan. En la búsqueda de su beneficio personal, son capaces de transgredir las leyes o los acuerdos y aun sus propios compromisos;  En un régimen presidencial, la degradación de las condiciones de gobernabilidad, producida por el desgaste de las instituciones de gobierno, provoca una inestabilidad tal que desata una Concepto propuesto por Lucía Nieto Huertas en su trabajo de investigación “Estructuración de un índice global de gobernabilidad y su sistema de indicadores para América Latina”. Instituto Universitario y de Investigación José Ortega y Gasset de Madrid. 3


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especie de círculo vicioso: así como la degradación del régimen político genera condiciones naturales de ingobernabilidad, el inadecuado tratamiento de las crisis de gobernabilidad contribuye a acelerar aún más el proceso de degradación del régimen presidencial. Y a su vez, la mayor degradación del régimen presidencial hace aún más complejos los problemas de gobernabilidad que, al no ser adecuadamente resueltos, debilita todavía más el poder presidencial, en una cadena que se auto-alimenta hasta fracturar las bases del régimen político que la sostiene;  El trayecto que siguen las crisis de gobernabilidad puede describirse de la siguiente manera: Los gobiernos comienzan con un mayor o menor nivel de aceptación pública de sus intenciones de gobierno, bien porque se trata de un compromiso adquirido con los electores o bien porque la fuerza de los acontecimientos los ha llevado a asumir esas intenciones que, en otras condiciones, jamás habrían entrado en la agenda gubernamental. En la medida en que las expectativas de los gobernados no son satisfechas, comienzan a presentarse problemas de reconocimiento ciudadano sobre la calidad y pertinencia de las decisiones gubernamentales que se están tomando. Es la señal que anuncia problemas de legitimidad. Sin embargo, ellos no implican una crisis de gobernabilidad. En la medida en que los gobiernos no pueden contener la pérdida de legitimidad, entran en el umbral de la ingobernabilidad, para comenzar a perder la capacidad de conducción política de la sociedad y del Estado. O más precisamente, pierden el control sobre las variables que afectan la conducción gubernamental. En su etapa más desarrollada, la crisis de conducción política evoluciona bajo la forma de crisis presidencial. Y finalmente, si el gobierno no logra recuperar esa capacidad de conducción política, rápidamente se llega a una crisis de Estado, marcada por el desmoronamiento de los elementos que fundamentan el orden político e institucional. En ese contexto se abordan los problemas de erosión del régimen presidencial y su relación con la ingobernabilidad en Colombia. Se establecen las conexiones entre ellos y la particular dinámica en que se han desenvuelto. Se trata de entender la manera como se ha producido la perversa relación entre crisis de gobernabilidad y erosión del poder presidencial en Colombia. Se describe la trayectoria de un proceso en el que la fragilidad de las estructuras políticas e institucionales, que sostienen el poder presidencial, establece de entrada problemas de gobernabilidad que, al no ser adecuada y oportunamente tratados por


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los gobernantes, han terminado por propiciar profundas fracturas en el régimen presidencial, que deterioran aún más la gobernabilidad del país y ésta todavía más al régimen presidencial y así sucesivamente. Precisamente, el valor ilustrativo de este proceso radica en el carácter arquetípico que tienen los ejercicios de gobierno en Colombia: inician con elevados niveles de respaldo popular y altos márgenes de maniobra política para gobernar, pero al ser puestos frente a las reglas del juego político e institucional y a la realidad del aparato gubernamental, se van degradando hasta diluirse por completo en una crisis de gobernabilidad. La excesiva fragilidad de las estructuras políticas e institucionales que soportan el régimen presidencial, sumada a la cadena de errores y omisiones que resulta de la escasa preparación y capacidad de conducción política del equipo gubernamental, despoja al gobierno de turno de su capacidad para trazar una política pública o para inducir algún cambio trascendente que le permita mantener las condiciones de gobernabilidad o resolver algún problema estructural del país. En este contexto, el régimen presidencial aparece sometido a una doble presión: por una parte, la que ejercen los problemas de gobernabilidad surgidos de la fragilidad histórica del régimen presidencialista; y por otra, las presiones que ejercen los problemas de fragilidad institucional desatados por la crisis de gobernabilidad. Este libro se ha nutrido de las reflexiones y debates que se han venido desarrollando en el Departamento de Gobierno y Políticas Públicas del Instituto Universitario Ortega y Gasset (IUOG) de Madrid, así como de las consideraciones de una agenda de investigación sobre el ejercicio de gobierno en Colombia, planteadas tanto en el curso sobre Regímenes Políticos, Presidencialismo y Gobernabilidad en América Latina, que se imparte en el Programa de Doctorado en Gobierno y Administración Pública del Departamento de Gobierno en el IUOG, y en el curso de Teoría Política II en el programa de Maestría en Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, como en el marco del programa de trabajo para la reestructuración de la Escuela de Alto Gobierno de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP). También recoge y profundiza algunas ideas expuestas en la columna de opinión que se publica en el diario El Tiempo de Bogotá, desde enero de 2000. Quiero agradecer la revisión crítica de Salomón Kalmanovitz, Paúl Bromberg, Jairo Díaz y Alfonso Vergara; así como la versión preliminar del documento y los aportes teóricos, metodológicos y conceptuales de


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Lucía Nieto Huertas, quien desde la Fundación José Ortega y Gasset de Madrid contribuyó de manera definitiva con la estructuración del libro.


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INTRODUCCIÓN

Los problemas del ejercicio de gobierno en Colombia

Unas semanas antes de culminar su mandato como presidente constitucional 1998-2002, Andrés Pastrana dijo que “gobernar en Colombia es vivir una sucesión de momentos difíciles”, como queriendo ejemplificar la magnitud de la tarea del gobierno. Esa respuesta, concedida con ocasión del vigésimo aniversario de la revista Semana (2002), se repite una y otra vez cuando los últimos cinco gobernantes del país reflexionan sobre lo que han sido las dos últimas décadas de ejercicio de gobierno al final del siglo XX en Colombia. El balance de cada ex presidente refleja los problemas estructurales de un presidencialismo de mayorías, que no sólo no ha consolidado el régimen democrático en el país, sino que lo ha debilitado. Pese a que esas dos décadas fueron particularmente intensas en la aplicación de reformas que buscaban reforzar el poder presidencial y darle mayor elasticidad a las instituciones que le servían a sus propósitos, los esfuerzos gubernamentales siempre han parecido inferiores a la magnitud de las crisis que atravesaba el país. Desde entonces, una paradoja se ha revelado de manera permanente de un gobierno a otro: mientras más optimistas son los arqueos del saliente, más duras y más críticas son las actas de recibo del entrante. César Gaviria, quien gobernó entre 1990 y 1994, dice que cuando recibió el gobierno en 1990, “el país estaba en una situación de incertidumbre y había que encontrar fórmulas y lograr acuerdos para canalizar la enorme voluntad que existía para transformar nuestras instituciones políticas y económicas”. Luego de enumerar sus principales ejecutorias y de considerar que no hay objeciones serias a lo que hizo, afirma: “Cuando dejé el gobierno la tasa de crecimiento era superior al 5% y la de desempleo era apenas superior al 7%” (Semana,


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2002:72). Sin embargo su sucesor, Ernesto Samper, quien gobernó entre 1994 y 1998, dijo que recibió “un país convulsionado”. Y luego de detallar sus logros en el campo social, las obras públicas y los derechos humanos, concluyó: “Dejé un país con muchos problemas, es cierto, pero un poco más justo, como lo prueban las cifras sobre distribución del ingreso durante los cuatro años de mi gobierno” (Semana, p. 94). A su vez, Andrés Pastrana, sucesor de Samper, sostiene que recibió un país “con muchos problemas de viabilidad hacia el futuro”. Luego de insistir sobre la audacia y generosidad en la búsqueda de la paz, Pastrana reportó un saldo positivo de su tarea como gobernante. Afirmaba que “a todas luces el panorama es el de la estabilidad: dejamos el sector financiero sano y generando importantes utilidades, la inflación en un dígito, las tasas de interés bajas, la tasa de cambio libre y estable, el déficit fiscal en descenso y el país creciendo por tercer año consecutivo después de un año de recesión. Además, realizamos las reformas estructurales más necesarias, como la ley de ajuste fiscal territorial y la reforma al régimen de transferencias territoriales, y dejamos andando otras, como la urgente reforma pensional.” (Revista Semana, p. 118). Pero su sucesor, Álvaro Uribe Vélez, y su equipo de trabajo no pensaban lo mismo. Al hacer un corte de cuentas con el gobierno anterior, afirman haber recibido un país colapsado: altos niveles de violencia y según ellos la “olla de las finanzas del Estado no sólo está raspada sino que ahora hay que soldarla”. Según el diario El Tiempo, “el gobierno entrante identificó alrededor de 15 entidades oficiales que recibe en estado de crisis y que deberán entrar en un riguroso plan de ajuste financiero” (agosto 3 de 2003, página 5A). Pero, sin duda alguna, quien mejor sintetiza lo que pareciera la “inutilidad” del esfuerzo de gobernar, es el ex presidente Belisario Betancur cuando en la edición especial 20 años de la Revista Semana (2002) evoca en toda su dimensión la efigie incuestionable de un soberano cuya potestad se reduce, cada vez más, a la repartición burocrática que lo pone de frente a la realidad de un monarca encadenado. Es ésa la figura a la que se refiere cuando afirma que su tarea consistía cada vez más “en negociarles sus ‘¡no hay plata, señor presidente!’ a los ministros de Hacienda para que me dejaran algo de lo pedido, a fin de lograr que la gente aceptara nuestros llamados de tolerancia y sacrificio en busca de un futuro mejor y duradero” (p. 28). Esa reflexión lo lleva a afirmar que:


21 “Aunque la Presidencia de Colombia fue un honor que busqué y al que ofrecí lo mejor que pude dar, ni en mis peores pesadillas ha vuelto a aparecer la repetición de aquella honrosa experiencia. Un conocedor de la literatura clásica diría que llegar a esas alturas del poder es conocer el monstruo que los clásicos griegos y latinos llamaban la ‘quimera’” (p. 28).

En su balance del gobierno de Belisario Betancur, el ex ministro Bernardo Ramírez (1997) explica lo que para el ex presidente significaba la “quimera” de gobernar. Partiendo de la definición propuesta por María Moliner, en su tercera acepción: “Ilusión. Sueño. Cosa agradable que se piensa como posible no siéndolo en realidad”, Ramírez recuerda una anécdota que ilustra muy bien el sentido: El presidente Betancur fue menos espectacular. Invitó a un amigo a almorzar el 16 de mayo de 1984 y le contó: “Estuve reunido esta mañana con directivos de la Cruz Roja. Al hablar de problemas, les declaré que, según mi experiencia, el gobierno definitivamente es un obstáculo para el progreso del país. Está diseñado para que no se haga nada. Les agregué que a veces pienso que fueron sabios quienes en el siglo pasado establecieron el período presidencial de dos años. Ese plazo basta para saber que no se hizo nada. Al terminar, señalé que precisamente esa ineficiencia es la prueba de que tenemos un gran país, capaz de avanzar a pesar de la oposición del gobierno (p. 330331).

La “quimera” de gobernar no revela otra cosa que una progresiva erosión del poder presidencial, en la que los gobernantes han ido perdiendo cada vez más el control de las variables que afectan la conducción política del Estado y de la sociedad colombiana. Es decir, han ido perdiendo gobernabilidad. Y a su vez, esa mayor ingobernabilidad ha contribuido a profundizar la erosión del poder presidencial, que al producirse reduce aún más el control sobre las variables claves de la gobernabilidad del país. Quizá sea por esa razón que, frente a la magnitud del desplome, en los colombianos sea cada vez mayor la certidumbre de que el poder presidencial perdió las riendas del manejo de la crisis en el país. La limitación gubernamental para responder a las demandas sociales, o su imposibilidad para desatarse de los compromisos burocráticos, ya no es interpretada como un problema de ineficiencia administrativa o simplemente como la consecuencia de la pérdida de liderazgo frente a la crisis. También ha sido señalada como la expresión concreta de la


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progresiva pérdida de dimensión política e institucional del poder presidencial. En medio de innumerables escándalos de corrupción e ineptitud, el poder presidencial se encuentra cada vez más sitiado por los demás poderes públicos, por los medios de comunicación y por los propios ciudadanos. El presidente, que ayer era la personificación del poder y la majestad estatal, hoy es la encarnación del descontento y el rechazo general. Desde los debates en torno al carácter vitalicio y supremo del poder presidencial a finales del siglo XIX, hasta la búsqueda de equilibrios entre los poderes públicos a finales del siglo XX, la historia del régimen presidencial en Colombia ha sido la historia de la fragilidad del ordenamiento político e institucional del país. En poco menos de cincuenta años, al finalizar el siglo XX, el poder ejecutivo ha dejado de ser representado por una fuerte presidencia constitucional, que bajo el ordenamiento político e institucional de la Constitución de 1886 alcanzó los mayores niveles de concentración de poder en torno suyo, para quedar encarnado en una frágil presidencia personal, en la que cada vez resulta más difícil determinar los límites entre las causas personales de ganar las elecciones, la tarea de gobernar y los proyectos políticos e institucionales del ejercicio presidencial. Mientras que bajo la Constitución de 1886 el uso de los mecanismos excepcionales convirtió el poder presidencial en lo que Vásquez Carrizosa (1979) denominó “una dictadura legal de facultades omnímodas que bien podía durar meses o años enteros” (p. 321), bajo la Carta Constitucional de 1991 la utilización cada vez más recurrente de los mecanismos informales de decisión y control gubernamental han ido minando la credibilidad y capacidad de acción del poder presidencial. ¿Cómo se ha producido esa erosión del poder presidencial? ¿Cuáles han sido los factores con mayor incidencia en esa erosión? ¿La naturaleza presidencial del régimen político explica la profundidad de la crisis? ¿De qué manera ha contribuido la crisis de los partidos políticos en ese desplome? ¿Cuáles son sus rasgos más relevantes? ¿El régimen presidencial es condición fundamental para asegurar la continuidad democrática en Colombia? Este libro ofrece algunos elementos analíticos que permitan abordar tales interrogantes, o por lo menos marcar la trayectoria que se debe seguir para dar una respuesta. Se trata de establecer y sopesar los elementos que han concurrido en el proceso de degradación y crisis del poder presidencial en Colombia y su relación con las crisis de gobernabilidad.


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Para lograr su propósito, el libro está estructurado en cuatro capítulos bien definidos. En el primer capitulo se abordan los rasgos característicos que confieren fragilidad estructural al ejercicio del poder presidencial y a la práctica gubernamental en Colombia. Se trata de establecer los elementos que determinan el perfil del régimen político colombiano, como recurso para explicar, al menos en gran parte, la manera en que el particular ejercicio del presidencialismo ha marcado el camino hacia la ingobernabilidad y cómo ésta ha profundizado el deterioro de aquel. El punto de partida lo constituye el estudio de los factores que han marcado la precariedad de los mecanismos de dirección y regulación política y han determinado la frágil acción gubernamental. La identificación de lo que en este libro denominamos régimen de la informalidad se plantea como expresión estable y permanente del conjunto de convenciones y comportamientos con el que gobernantes y gobernados han buscado -por su propia manoevadir los controles o las “trabas” que la regulación de la formalidad legal e institucional, le impone a la obtención de resultados a cualquier precio. Es la informalidad que, en la superficie, se manifiesta en la fractura entre lo formal y lo real, en la distancia entre lo que se dice y lo que se hace, en la existencia de arreglos institucionales incompletos o en el ejercicio repetido de gobernar bajo estados de excepción. Pero más profundamente encuentra sus raíces en la disolución de las fronteras entre la política y la economía y en la precariedad que impone la ruptura entre ley, moral y cultura. El capitulo se cierra con el análisis de la manera como las élites (sociales y empresariales) se ha servido de ese régimen de la informalidad para obtener beneficios inmediatos, así como para consolidar su porción de poder dentro del ordenamiento político e institucional del país, robusteciendo todavía más ese régimen de la informalidad, en una cadena de nunca acabar. En el segundo capítulo se examinan los factores que han contribuido a la erosión del poder presidencial en Colombia. Se trata de mostrar la manera imperceptible como se fue sembrando la ingobernabilidad en el país. Un breve repaso a las raíces históricas del desmoronamiento del régimen presidencial colombiano, permite identificar las bases sobre las que se han ido construyendo los entramados políticos e institucionales a través de los cuales se ha ejercido el poder político en el país. La organización las instituciones de gobierno, la definición de los poderes presidenciales (de nombramiento, regulación, legislación y emergencia) y la especificación de los controles por parte de los poderes legislativo y judicial, se han


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constituido en los asuntos cruciales en torno de los cuales se han desatado las tensiones y conflictos, que han tenido en las reformas constitucionales puntos en los que temporalmente se han impuesto unas fuerzas sobre otras, pero sin que hayan llegado a imponerse definitivamente. Primero, entre 1811 y 1832, cuando la figura del libertador, inspira una especie de poder providencial que da forma a lo que se llamaría la presidencia imperial (Vázquez Carrizosa, 1979); luego entre 1832 y 1880, cuando la concentración del poder en el presidente, desata una dura batalla que en 1832 termina por recortar el poder presidencial a las mínimas funciones de representación del Estado. La creciente inestabilidad que la reforma siembra en el poder institucional, en las regiones y municipios del país, va marcando el debilitamiento del poder conferido al legislativo, que finalmente explota con una interminable sucesión de guerras y levantamientos en los territorios en 1840-42; 1851; 1854; 1859-1862; y 1876-77 (Palacios, 2002). La divisa de la “Regeneración”, marcaría entre 1880 y 1904 el intento por restablecer la primacía del poder presidencial, como fórmula para recuperar el control y la unidad territorial del Estado que se había perdido con la reforma de 1832. Pese a que la Constitución de 1886 da vida a un régimen políticamente unitario y administrativamente descentralizado, el poder presidencial se va desarrollando en torno a la tensión irresuelta entre un proyecto de presidencialismo absolutista y una presidencia sometida al poder político del Congreso. Las guerras civiles de 1895 y 1899-1902, marcan el fin del proyecto absolutista y tránsito hacia un régimen que busca ponerle límites al poder presidencial. Pero no se trata de límites que provengan de un poder legislativo con más prerrogativas o un poder judicial más actuante. Se trata de un régimen dónde los límites son impuestos por la inserción del sector privado en el poder presidencial. Es decir, por la presencia institucional de los grupos de interés en la conducción de los ministerios claves para la acción del ejecutivo. Cada política pública, cada decisión gubernamental, implicaba una negociación entre el Presidente de la República y el ministro que representaba los intereses de un determinado sector. Es la presidencia de los ministros que, entre 1904 y 1958, se institucionaliza bajo un orden político en el que la resolución de la crisis pasa por la atención de los intereses particulares y no la defensa del interés general. Los gobiernos de turno van perdiendo de vista la complejidad de la crisis que, finalmente, estalla en una ola incontenible de violencia a finales de los cuarenta.


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El establecimiento del Frente Nacional, como mecanismo para contener la violencia política, propicia un régimen en el que la alternancia en el poder neutraliza cualquier posibilidad de gobernar en condiciones de normalidad constitucional. La declaratoria de Estado de sitio, el mismo día en que Alberto Lleras Camargo toma posesión de su cargo como primer presidente del Acuerdo bipartidista, señala el comienzo de una larga tradición gubernativa en que los presidentes deben recurrir a los mecanismos de excepción establecidos por los Artículos 1214 y 1225 de la Constitución de 1886, como herramienta cotidiana gobierno. Colombia había transitado hacia la que se conoció como presidencia de la legalidad marcial. El uso cotidiano de los mecanismos de excepción de los Artículos 121 y 122, terminan por degradar el poder presidencial y romper definitivamente los equilibrios entre los poderes públicos. Los intentos por restablecer el equilibrio de poderes públicos, o de por lo menos meter en cintura las facultades presidenciales para utilizar este tipo de mecanismos, se convirtió en uno de los objetivos cruciales de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente que redactarían la Carta Política de 1991 (Palacio Rudas, 1995). Con más o menos diferencias, los constituyentes buscaban propiciar el paso hacia un presidencialismo pluralista. Es decir, hacia un régimen en el que la acción política del presidente (como jefe de Estado y de gobierno) debía estar limitada por el grado de pluralidad y dispersión de las competencias que rigen la acción de los poderes públicos y por el poder que rige la representación y las decisiones en los poderes del Estado. Sin embargo, la debilidad de los partidos políticos y la sólida presencia de un sistema electoral que favorecía la competencia intrapartidaria, impidieron el cruce hacia un El Artículo 121 de la Constitución de 1886 establece que “En caso de guerra exterior o de conmoción interior podrá el Presidente, con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público y en Estado de Sitio toda la República o parte de ella. Mediante tal declaración, el gobierno tendrá, además de todas las facultades legales, las que la Constitución autoriza para tiempos de guerra o de perturbación del orden público y las que, conforme a las reglas aceptadas por el Derecho de Gentes, rigen para la guerra entre naciones. Los Decretos que dentro de esos precisos límites dicte el Presidente, tendrán carácter obligatorio, siempre que lleven la firma de todos los Ministros” … “El Gobierno declarará restablecido el orden público tan pronto como haya cesado la guerra exterior o terminado la conmoción interior y dejando de regir los decretos de carácter extraordinario que haya dictado”…, Véase Constitución Política de Colombia, 1886, Edición 1986 5 Por su parte, el Artículo 122 de la misma Constitución, establece que “Cuando sobrevengan hechos distintos de los previstos en el Art. 121, que perturben o amenacen perturbar en forma grave e inminente el orden público, podrá el Presidente, con la firma de todos los Ministros, declarar el Estado de emergencia por periodos que sumados no podrán exceder los noventa días al año”… Véase Constitución Política de Colombia, 1886, Edición 1986. 4


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presidencialismo pluralista y más bien facilitó el viraje hacia lo que se conoce como presidencialismo de mayorías. Es decir, un régimen en que la elección se produce como un juego de suma cero en donde el que gana se lleva todo. Una vez electo se convierte en un referente de poder que aprueba o desaprueba candidaturas, influye en nombramientos en los demás poderes públicos y entidades autónomas del Estado, asigna recursos a discreción, define la configuración de mayorías parlamentarias y hasta define la agenda de preocupaciones públicas. Su acción política solo está limitada por su capacidad para lograr y mantener (no importa el costo) las mayorías que le aprueban sus iniciativas. Es el tránsito silencioso, pero efectivo, hacia un régimen de presidencia personal, en el que el poder (personal) del presidente se extiende y afecta a los centros más neurálgicos de las decisiones y operaciones del Estado. El capítulo se cierra, a manera de síntesis, con el planteamiento de los elementos que hacen visible la conexión entre crisis de gobernabilidad y erosión del poder presidencial. La ubicación concreta de los elementos de interconexión permite precisar y ordenar los momentos de crisis de gobernabilidad y su relación con el régimen político. En el tercer capítulo, el análisis del gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2006) se constituye en el punto de referencia para mostrar, en toda su dimensión, los quiebres y las lecciones que deja la presidencia personal. Un recorrido por los principales propósitos de su gobierno, al cumplir sus cuatro años, sirve para ilustrar como se produce, despliega y expresa la relación entre erosión del poder presidencial e ingobernabilidad. Esto es, cómo el poder presidencial, al ponerse en marcha enfrenta obstáculos (políticos e institucionales) de tal profundidad, que le impiden cumplir con el cometido de conducción política. Y esa incapacidad para cumplir, rápidamente se expresa en una pérdida de gobernabilidad que, al no ser adecuadamente tratada, agrava las limitaciones de acción del poder presidencial, reduciendo, todavía más cualquier posibilidad de resolución de los problemas de (in)gobernabilidad que todos van viendo acrecentar. La importancia de ver el problema desde el gobierno Uribe, radica en que no sólo se trata de un presidente electo en primera vuelta y por fuera de los partidos tradicionales, sino también porque durante su gobierno contó con todas las variables a favor, de manera que tenía todas las condiciones a mano para obtener los resultados que se había propuesto. En el exterior, una movilización mundial en contra del terrorismo que activó el apoyo de la comunidad internacional y el ciclo


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económico expansivo más prolongado de los últimos cincuenta años; y en el interior, un favorable desempeño de la economía, un apoyo decidido del empresariado y los más altos niveles de aprobación pública que se recuerde. Los desafíos que plantean las reformas propuestas por Uribe, se constituye en el punto de partida para un análisis que busca dar cuenta de cómo, frente a la magnitud de la tarea gubernamental, el haber ganado ampliamente la elección, la voluntad personal, ni el discurso de la eficiencia, ni siquiera el pragmatismo político resultan suficientes para asegurar la condición de gobernabilidad que las reformas requieren. La debilidad del poder presidencial se hace cada vez más visible. Los quiebres de la presidencia personal quedan en evidencia. En primer lugar, la tentación de la vía autoritaria, que se proyectó detrás de las más importantes medidas gubernamentales, puso sobre la mesa la particular manera como el Presidente reaccionaba frente a las trabas estructurales que iba encontrando para cumplir los compromisos que había asumido en la campaña electoral. En el primer año, fue el fallido intento de lograr la aprobación del referendo. Y luego los costos políticos e institucionales que el gobierno tuvo que pagar, en los dos años siguientes, para asegurar la aprobación de la reelección presidencial inmediata. No sólo sacrificó metas y prioridades que se había propuesto. También porque tuvo que hacer demasiadas concesiones a los demás poderes públicos (particularmente el legislativo), para obtener la aprobación de las reformas. Las consecuencias no se hicieron esperar. Los intentos desordenados del gobierno por sacar adelante las reformas, no sólo le significaron altos costos al gobierno, sino también le dejaron claras lecciones. Con la derrota del referendo, los ciudadanos le hicieron saber al gobernante que su poder tiene límites; con la negociación de la reelección, los políticos le hicieron saber que para reinar, debía abdicar; y en el manejo de las crisis, los medios de comunicación le hicieron saber que la cuerda también se rompe por el lado más grueso. Pese a los elevados índices de popularidad presidencial, sus márgenes de maniobra se han ido reduciendo cada vez más rápidamente. El capítulo concluye en con una reflexión sobre lo que en su momento Shugart y Archer (2002) llamaban “El desaprovechado potencial del predominio presidencial en Colombia”, como un recurso para dar cuenta de la profundidad y el carácter estructural que enfrenta el poder presidencial para traducir las intenciones de gobierno, en hechos gubernativos.


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El libro se cierra, en el cuarto capítulo, con un examen a la viabilidad que estructuralmente tiene el régimen presidencial en Colombia. La fragilidad institucional para hacer cumplir los contratos y las leyes, la inestabilidad en las reglas del juego político e institucional, y la escasa disposición de para acatar un orden determinado, se constituyen en los elementos que estructuralmente están minando la sostenibilidad y pertinencia del poder presidencial en el país. El régimen presidencial está marcado por dos rasgos que imponen –de entrada- serias limitaciones a la acción gubernamental: la informalidad y fragmentación social. Mientras que la primera da cuenta de los comportamientos que rigen el actuar cotidiano de los ciudadanos (y las instituciones), la segunda pone en evidencia los débiles lazos de cohesión social que caracteriza a la sociedad colombiana. Pero no son asuntos puntuales que aparecen de manera intermitente. Se trata de rasgos generales que se manifiestan y reproducen de manera cada vez más acelerada, en los comportamientos sociales e institucionales. Y que, por su naturaleza, hacen que las crisis se expresen, en apariencia, a través de la descomposición de los partidos políticos, la extensión de la corrupción a las unidades que deben ser más cercanas y estratégicas para la acción presidencial (los organismos de seguridad y las fuerzas militares) y o la degradación del poder presidencial. Pero en esencia, informalidad y fragmentación social hacen que las crisis se expresen en la precariedad de los mecanismos de dirección y regulación política; el endeble ordenamiento institucional; la fractura del orden social; y, finalmente, la descomposición de la política. No sólo se trata de elementos que advierten sobre la dimensión y alcance es la crisis a la que ha llegado el régimen político, sino que ratifican el carácter trascendente y continuo de la crisis. Han sido la consecuencia de procesos que silenciosa, pero efectivamente, han ido filtrando las estructuras más sensibles del ordenamiento político e institucional del país y que, así como en el pasado el poder presidencial fue crucial para dar forma al Estado y a la sociedad, en el presente está siendo decisivo para la fragmentación del Estado y de la sociedad. Se trata, sin duda, de elementos de una importancia tal, que su estudio remite de manera inmediata a la consideración de los problemas de “calidad” y “persistencia” de la democracia y de sus instituciones políticas en Colombia, para plantearse la especificidad del régimen político colombiano como un “régimen de la otra institucionalidad”. Es decir, aquel que da cuenta de la profundidad y dimensiones de una crisis están regidas por la brecha permanente entre ley y regla; por la


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fragmentación de importantes segmentos del Estado y apropiación por intereses particulares; y que adquiere una forma de manifestación concreta, cuando esa “otra institucionalidad” ya no solamente tiene lugar en el poder ejecutivo, sino que también se ha extendido al juego parlamentario y esa a “otra formalidad” del juego judicial en el país. El capítulo concluye con una reflexión sobre lo que se denominan como “Las paradojas del poder presidencial en Colombia”, con la que se busca esbozar los elementos que sintetizan la perversa relación en que la erosión del poder presidencial va nutriendo la pérdida de gobernabilidad y ésta, a su vez, va alimentando a aquella, en una cadena que termina por bloquear el régimen político. Es el resquebrajamiento que aniquila cualquier esfuerzo político e institucional por encontrar salidas, haciendo que el rasgo característico de la situación sea de crisis en el manejo de la crisis.


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CAPÍTULO UNO

LA FOTOGRAFÍA: Atajos y notables. Los frágiles cimientos del poder presidencial en Colombia “Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad” “[…] En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo” “[…] Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Y llegado el caso –y Dios nos libretodos somos capaces de todo” Gabriel García Márquez

No era un asunto cualquiera. En los primeros días de enero de 2005, los medios de comunicación colombianos reportaban que el 13 de diciembre anterior, en el centro de Caracas, había sido capturado Rodrigo Granda, presunto “Canciller” de las FARC. Desde la Casa de Nariño en Bogotá, se informaba que la captura se produjo en Cúcuta, gracias al sistema de recompensas que puso en marcha el gobierno colombiano. Pero desde el Palacio de Miraflores, se afirmaba que “este señor (Granda), que se encontraba en Venezuela sin conocimiento... [del gobierno venezolano]… fue secuestrado el 13 de diciembre entre las 3:50 y 4:10 de la tarde en un cafetín. Nos falta investigar cómo fue llevado desde Caracas hasta Cúcuta”. Para el gobierno venezolano, se trataba de un secuestro facilitado con el pago de sobornos, por parte de


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funcionarios colombianos, a miembros del Grupo de Acciones Especiales –GAE- la Guardia Nacional Venezolana (Diario El Tiempo, enero 17 de 2005). El Gobierno colombiano reaccionó argumentando que se exageraba en la calificación del asunto y contraatacó diciendo que no se podía permitir que “la complicidad con el terrorismo se convierta en una acusación de secuestro o violación de soberanía”. En declaraciones a los medios de comunicación, el Ministro de Defensa de Colombia afirmaba que “La captura de este señor, por información de nuestra Policía Nacional, fue realizada por nuestros efectivos en forma exclusiva y en territorio colombiano”...“la Policía colombiana no es una Policía secuestradora”. Por su parte, el Director de la Policía colombiana decía que “Fue en Cúcuta (la captura) y así está consignado en el proceso penal que se lleva contra el guerrillero Granda”. Y, mientras el Presidente del Congreso de Colombia validaba el mecanismo de las recompensas y defendía la actuación de las autoridades colombianas, el Fiscal General, sin mediar investigación alguna validaba los procedimientos de la “captura”, afirmando que “[Granda] es una persona que fue privada de la libertad aquí en Colombia”. A los pocos días se comprobó que Granda efectivamente había sido “capturado” (o secuestrado, según el gobierno venezolano) en las calles de Caracas y entregado a la policía colombiana en la fronteriza ciudad de Cúcuta. Y mientras que el Ministro de Defensa de Colombia, Jorge Uribe, reconocía el pago de una recompensa por la entrega de Granda (El Tiempo, enero 12 de 2005), el gobierno colombiano debía enfrentar los cuestionamientos a la manera como procedió en el caso, que iban desde la utilización de los cazadores de recompensas para combatir a los grupos armados ilegales, hasta el haber tramitado una solicitud de captura internacional ante la INTERPOL en la que no sólo se acusaba a Granda de terrorismo (cuando en realidad se le seguía un proceso por rebelión) sino también porque el trámite de solicitud se surtía después de que había sido “capturado”. “Ojala vinieran todos los caza-recompensas del mundo a capturar a estos bandidos; la plata está ahí para ellos y las recompensas son bastante buenas”, afirmaba el Vicepresidente de la República de la época, Francisco Santos, reclamando la validez de los procedimientos, sin reparar que ello implicaba prescindir de los límites que la legislación establece para el cumplimiento de la función constitucional de apoyo a la justicia o para la protección de los derechos ciudadanos. Pero no era la primera vez, ni sería la última, que un gobierno recurría


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al expediente de “retorcerle el cuello a las normas”, como una alternativa para conseguir los resultados que se había propuesto. El episodio Granda sólo venía a ser uno más, de una larga cadena de incidentes en donde las acusaciones por violación del espacio aéreo, por la aplicación de procedimientos extrajudiciales y extraterritoriales o por la realización de actividades de inteligencia en suelo extranjero, sin la autorización de los respectivos gobiernos, se han convertido en una constante de las relaciones exteriores colombianas con los países fronterizos. La falta de un sistema de pesos y contrapesos, que impida al poder ejecutivo ir más allá de lo que las reglas del juego político e institucional le permiten, no sólo profundiza el carácter mayoritario del presidencialismo colombiano, sino que también hace que el ejercicio de gobierno comience a adquirir los rasgos distintivos de lo que Guillermo O´Donnell denomina “democracia delegativa” (1997). Es decir, aquella que Se basa en la premisa de que la persona que gana la elección presidencial está autorizada para gobernar como él o a ella crea conveniente, sólo restringida por la cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación constitucional del término de su mandato. El presidente es considerado la encarnación de la nación y el principal defensor y guardián de sus intereses […] los candidatos presidenciales victoriosos se ven a sí mismos como figuras por encima de los partidos políticos y los intereses organizados […] La accountability [rendición de cuentas] ante las instituciones es vista como un impedimento de la plena autoridad que se ha delegado en el Presidente (pp. 293 y 294).

Pese a que en las democracias delegativas los partidos políticos, el Congreso y la prensa son “normalmente libres para expresar sus criticas” y en ocasiones los tribunales pueden llegar a bloquear medidas por inconstitucionales o ilegales (O’Donnell, op cit, p. 295), la irrupción y primacía de una cultura del atajo hace que las reglas del juego político e institucional se desenvuelvan dentro de los parámetros característicos de lo que bien se podría llamar “regímenes de obediencias endebles” (Medellín, 2004). El gobernante, así como considera que no está obligado a cumplir con las promesas electorales, tampoco cree que deba respetar la supremacía de los controles, ni mucho menos considera que tenga que acogerse a la formalidad de la legislación establecida. Aún cuando los tribunales decidan bloquear acciones o decisiones gubernamentales por razones de inconstitucionalidad o ilegalidad, los gobernantes no se sienten


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obligados a acatar los fallos y, por el contrario, buscan resolver el problema emprendiendo una cruzada de reforma institucional que elimine el tribunal que se “opone” al gobierno o que por lo menos reduzca al mínimo sus atribuciones. El escaso alcance y la baja densidad de las instituciones políticas, característico de una democracia poco institucionalizada como la colombiana, explican porqué no es la inercia institucional la que define, ni el ordenamiento jurídico el que limita, sino es el talante de quien detenta el poder el que termina imponiendo el curso de las cosas. Todo se ordena según los requerimientos de quien gobierna. Bajo una apariencia de control, legalidad y responsabilidad, los actos de gobierno se desplazan entre el extremo de la informalidad institucionalizada y el extremo del leguleyismo arraigado. Sin embargo, en un régimen de obediencias endebles, como el colombiano, no hay dicha completa. Ni siquiera momentánea. Aún cuando el presidente concentre el poder de decidirlo todo o de controlarlo todo, los mismos hechos se encargarán de hacerle saber que ese poder sólo es aparente. Es más, ni siquiera puede mantener como suyo el privilegio de recurrir permanentemente a los atajos que le ofrecen las llamadas “vías de hecho” o el uso cotidiano de los mecanismos de excepción, en la obtención de resultados. Ese privilegio también lo han hecho suyo sus subalternos que, sin distingos de rango, sector o función, han desarrollado una cierta práctica en “estirarle el cuello a las normas”. Bien para obtener un beneficio personal o para mantener sus prerrogativas, o bien para prolongar el statu quo de poder personal en las instituciones. En un escenario en que la distribución de cargos públicos hace parte del botín electoral, el poder presidencial se reduce aún más. Una vez en el puesto de trabajo, los funcionarios no sólo consideran que le deben lealtad al político que “lo nombró” y no al jefe funcional que le asignaron para el cumplimiento de sus tareas, sino que tampoco se sienten comprometidos con el programa de gobierno de quien ha sido electo Presidente. Aún más, no juzgan que sean (o puedan ser) soportes de las acciones y decisiones gubernamentales. La búsqueda de su propia supervivencia, es la que guía sus acciones. Cada cual busca defender sus espacios y prerrogativas. Y para todos, el poder presidencial solo es un referente temporal sin importar los resultados que pueda mostrar. En este contexto, incluso el apoyo popular, resultará contraproducente para el gobernante. A dónde quiera que vaya, siempre alguien se encargará de recordarle sus compromisos y


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prometerle su apoyo para que se mantenga en el poder, pero a cambio de que continúe, aumente o abra nuevos frentes desde los que se puedan hacer favores. El panorama no podría ser peor. Sin un partido político que lo pueda sostener, ni una administración pública que pueda desarrollar su programa de gobierno, los presidentes parecen condenados a pagar los costos del desorden y a tratar de sobrevivir utilizando practicas que todos los días refrenden su poder: en la negociación al menudeo con los congresistas, en los encuentros con empresarios o las reuniones con las comunidades en las que define políticas. En cada una de las reuniones, no le queda otro camino que comprometer recursos o entregar porciones de la administración pública para que sean administradas por quienes “apoyan” al gobierno. Cada confrontación suya o de sus colaboradores, revelan la fragilidad de un régimen en el que la acción de gobierno está sometida a una incertidumbre en la que nada permanece ni se consolida. María Teresa Uribe (2004), presenta con precisión el problema a raíz de la experiencia del gobierno de Álvaro Uribe Vélez: Los bonapartismos y los cesarismos parecerían más cercanos a las prácticas del actual Gobierno, dado su verticalismo en las relaciones de mando y obediencia, y la intención de relacionarse directamente con la población, saltándose los canales institucionales y las intermediaciones tradicionales; pero estas formas de régimen implican un control casi absoluto del poder en cabeza del mandatario y una administración pública que funcione orgánicamente, casi como una máquina que transmita sin interferencias lo mandatos de la cúspide a la base. En palabras de los teóricos, se requiere imperium y potestas; y es evidente que el actual Gobierno encuentra resistencias significativas en las otras ramas del poder publico, en las Fuerzas Militares, en los poderes y las élites locales y regionales, legales e ilegales: el Estado continúa siendo un aparato inorgánico con dificultades reales de control hacia sus propias burocracias. Todas estas transversalidades, tan propias de la vida colombiana, anulan en la práctica la potestad de mando y obediencia; pese a las reiteradas propuestas del gobernante para ajustar la institucionalidad del aparato público a sus intereses políticos, aún subsisten algunos controles jurídicos, algunas denuncias sociales y exigencias internacionales que limitan la potestad y el impero de su mandato (Pág. 11).

En este marco de precariedades, la manera colombiana de gobernar ha estado marcada por la existencia de unas instituciones frágiles técnicamente, sin memoria institucional ni procesos administrativos consolidados y con altos niveles de rotación de sus niveles medio y


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superior de la administración pública; por la configuración de unas relaciones de poder cada vez más regidas por la confrontación de poderes y usurpación de competencias entre las ramas del poder público y al interior de cada una de ellas; Y por la irrupción cada vez más fuerte, cada vez más contundente de una multiplicidad de centros de poder que le disputan las tareas esenciales en el control del orden público y la asignación de recursos presupuestales a los gobiernos. Con instituciones frágiles, los gobiernos quedan sometidos a la incertidumbre que produce tomar decisiones sin los elementos de juicio, ni la información mínima requerida para la decisión. En un marco de relaciones de poder difusas y en permanente tensión, los gobiernos quedan atados a la inestabilidad estatal que provoca la lucha incesante por hacer prevalecer unas prerrogativas sobre otras, unos intereses sobre otros. Incertidumbre e inestabilidad reflejan la permanente irrupción de nuevos frentes reales de poder que quiebra la unidad de los procesos de gobierno y finalmente amenazan bloquear la gobernabilidad del país. En estas condiciones en Colombia se gobierna por pilotaje al ojo. Reducido al pobre espectro del gobierno por decreto, el gobernante recurre a los mecanismos de excepción para hacer valer su poder institucional que le asegure un mayor control del aparato gubernativo o la producción de resultados inmediatos (Medellín, 1998). Es el expediente, al que pueden recurrir, incluso sabiendo de antemano que las normas expedidas no van a cumplirse o que simplemente son inaplicables (Kalmanovitz, 1997:68). Y sin embargo, es el procedimiento que les permite conseguir recursos extraordinarios para su financiamiento, acelerar la ejecución del presupuesto, levantar restricciones a sus programas, establecer elevadas penalizaciones para los evasores o simplemente dar la impresión de que se está gobernando (con el control de la situación), por lo menos mientras se produce el fallo que aclara que la medida era inconsulta o inconstitucional. De esta manera se consolida una situación en la que se combina el “despotismo centralista con el desparpajo de los ciudadanos que buscan cómo evadir con argucias y picardía el cumplimiento de la Ley” (Kalmanovitz, 1997 p. 69). Pero, aún así el gobernante sigue a la zaga de los acontecimientos. Cada decisión política, cada medida administrativa, por desatinada o tardía que fuera (o por puntual y bien intencionada) afectaba unos intereses inesperados, desataba tensiones, explotaba nuevos conflictos, modificaba las agendas de los contendientes, entrababa el manejo político y desconectaba las correas del control colectivo y la disciplina social. Las circunstancias


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terminan por convencerlo de que sus decisiones están determinadas por el carácter individual de los intereses privados y la connotación militar de las intervenciones. Las llamadas de prestigio siempre desplazaran a las llamadas de función o jerarquía. Incluso con sus propios ministros no puede actuar como jefe sino como mediador de sus intereses (los de ellos) y de los intereses que representan en su gabinete. Gobernar se reduce a administrar de la mejor manera que se pueda las presiones, las tensiones, los conflictos políticos y los intereses en juego. El ex presidente Ernesto Samper, lo graficaba utilizando el símil del piloto en la tormenta: Gobernar en Colombia es como tratar de pilotear un avión en medio de una tormenta, en el que el comandante tiene que convencer a su tripulación de que es importante atender a todos los pasajeros por igual y siguiendo sus instrucciones, los pasajeros de primera clase amenazan con abrir las puertas del avión si no aterriza en el aeropuerto que a ellos les conviene, los pasajeros de turismo se quejan porque están muy apretados y no son debidamente atendidos y los de clase económica (que son la mayoría) comienzan a saltar todos al tiempo en la parte de atrás porque nadie los atiende. La tormenta es tan fuerte que obliga a cambiar los planes de vuelo del piloto, la tripulación está tan interesada en quedar bien con los pasajeros de primera y algunos de turismo que sólo se dedican a ellos. Todo porque todos quieren ser al mismo tiempo los comandantes de la nave (Entrevista personal, julio de 2002).

El Presidente, referente de poder, no tiene otro camino que evocar lo que pudo ser y no fue, y que el Ex Presidente Belisario Betancur (1997) precisaba bien cuando decía que “…con la serenidad que confieren los años pienso que todavía están por construir las bases de aquella sociedad que soñaba el 7 de agosto de 1982 [fecha de su posesión presidencial], que están todavía por alcanzar las virtudes que permitirían el progreso con equidad, la disciplina social, la honestidad, la responsabilidad y la solidaridad…”(p.136). Es la realidad de inestabilidad, incertidumbre y autonomía restringida que cada vez más obliga a gobernantes y gobernados a protegerse contra un medio que está cambiando rápida y permanentemente y que además les es agresivo y frente al cual deben desarrollar su capacidad de anticipación. Todo en medio de una tradición de violencia en la que, históricamente, lo que se define en la guerra “no es la toma del Estado o el cambio de sistema, como en las revoluciones, sino simplemente lo


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que se define es la participación burocrática, la incorporación al aparato institucional de las fuerzas ocasionalmente excluidas” (Sánchez, 1991:19). Lejos de la irracionalidad y el caos que se debiera esperar de un contexto de éstas características, lo que prevalece es un conjunto de racionalidades distintas y contradictorias que buscan converger en algún punto para imponerse unas sobre otras. Un régimen de informalidad va invadiendo poco a poco todos los niveles de la vida política, económica y social, hasta convertirse en un patrón de regulación y control de las relaciones políticas y sociales y los comportamientos institucionales. Una fractura entre lo formal y lo real, emerge como referente básico del tejido institucional en lo político y lo social. Lo que comenzó como un escape a la institucionalidad formal, terminó por configurar una institucionalidad paralela. O más precisamente, para utilizar los términos de O´Donnell (1996:16), es la otra institucionalidad marcada por una escasa adecuación entre los comportamientos y expectativas de comportamientos sociales e institucionales y los parámetros de comportamiento establecidos en la Constitución y las leyes colombianas. Y es, precisamente esa escasa adecuación, la que impone la doble tarea de describir los comportamientos de los actores y la de especificar los patrones que rigen y regulan tales comportamientos. El Régimen de la Informalidad (la primacía de las reglas sobre las leyes) Con frecuencia se afirma que Colombia tiene uno de los regímenes democráticos más estables en el continente americano. Sin embargo, también con frecuencia se olvida que es uno de los regímenes que ha estado sometido a grandes sobresaltos y a una cada vez mayor informalidad. En medio de una cadena muy pocas veces interrumpida de gobiernos civiles por elección popular, la democracia colombiana se ha mantenido en el filo de la navaja. No sólo por el uso cotidiano de los mecanismos de excepción, sino también por los permanentes cambios en las reglas del juego político e institucional. Entre 1886 y 1990 la Constitución Política ha sido reformada 77 veces y entre 1991 y 2005, se han producido 20 reformas, que han modificado las reglas del juego político e institucional en el país; En los 42 años transcurridos entre 1949 y 1991, Colombia ha vivido 32 años bajo la figura del “Estado de sitio”. Y, apoyado en esa figura, entre 1984 y 1991 los gobiernos


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expidieron 237 decretos de estado de sitio, de los cuales 45 decretos fueron convertidos en legislación permanente (García V., 2001). Si bien jurídicamente se trataba de un régimen de excepción y de duración transitoria, en la práctica llegó a convertirse en un “atajo” institucional que le permitía al gobierno de turno “compensar” las limitaciones de actuación que imponía el principio de equilibrio de poderes en el ejercicio del poder político. Pero los atajos no sólo están restringidos al ejercicio del poder político, sino que también se observan en todos los ámbitos de la vida en sociedad. Por una parte, la violencia no deja de ser un factor de regulación política y social, que impide reducir las tasas de homicidios (Gráfico No 1.1).

Gráfico No 1.1 Tasa de homicidios 1986-2005

Tasa de homicidios

Fuente: Policía Nacional de Colombia, Crime Report 2005.

Por otra, la economía asociada al contrabando, el narcotráfico, la evasión y elusión de impuestos y la corrupción, ha llegado a convertirse en una porción muy importante y muy activa de la economía colombiana. Un estudio econométrico, publicado por el Banco de la República, muestra que entre 1976 y 2003 la economía subterránea (ES) ha llegado a representar, en promedio para los 25 años, un poco más del 50% del producto interno bruto del país (Gráfico 1. 2).


39 Gráfico 1.2 Economía Subterránea como porcentaje del PIB Kalman como índice

Fuente: Arango, López y Misas, 2005

Como se observa en la gráfica, los mediados de los ochenta, época de oro de los carteles de la droga en Colombia, fue el momento en que la economía subterránea alcanzó la mayor participación dentro del producto total del país, al registrar un valor superior al 65% del PIB para ese año. Una cifra que adquiere una mayor dimensión cuando se considera que el empleo informal para ese año alcanzó un nivel superior al 55% en las cuatro ciudades del país y 63% en las seis ciudades intermedias más importantes del país (López, et al, p.11), en tanto que los niveles de evasión fiscal no habían podido bajar del 30% del total recaudado. Según cálculos de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales, la evasión en IVA fue del 1.4%PIB para el año 2000, que es muy alto si se tiene en cuenta que el recaudo efectivo por ese impuesto fue del 6.4% del PIB, en tanto que la evasión del impuesto de renta fue en 2.2% del PIB, correspondiente al 33% del recaudo por este impuesto, para ese mismo año. Una comparación de los recaudos totales en 2001 muestra ocupa el séptimo lugar entre los países que alcanzaron menores ingresos totales del gobierno central, como porcentaje del PIB, entre 19 países de la región, a pesar de contar con tarifas más altas y bases similares (Revista de Impuestos, 121, Legis, citada por Macías, sin fecha).


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En el complejo contexto de un Estado gobernado por la cotidianidad de los mecanismos de excepción y de una sociedad muy dinámica que elude las reglas, los colombianos han prefigurado un conjunto de valores y convenciones, que es bien captada por el Estudio Nacional de Valores que, basado en una encuesta 6, permitió identificar los siguientes rasgos característicos:  Hay una contradictoria valoración de la democracia. Según la encuesta, los colombianos tienen una alta valoración del régimen democrático, pero muy pocos se declaran satisfechos con la manera como está funcionando la democracia en el país y es mucho menor su confianza en las instituciones democráticas. En efecto. Siete de cada diez colombianos consideran que es bueno y muy bueno tener un sistema democrático y que, además, puede tener problemas pero es el mejor sistema que se conoce. Sin embargo, sólo uno de cada tres encuestados declara algún grado de satisfacción con su funcionamiento, uno de cada cinco tiene algún grado de confianza en el Congreso de la República, uno de cada seis en los partidos políticos, y sólo uno de cada diez considera que es importante proteger la libertad de expresión en el país. Entre quienes valoran positivamente (bueno y muy bueno) la democracia, el 77.46% tiene poca o ninguna confianza en los partidos políticos.  Existe una afectuosa cercanía con el autoritarismo (pero “civilista”). En la ENV es evidente la disposición que tienen los colombianos al ejercicio de formas autoritarias. Uno de cada dos entrevistados considera que es bueno o muy bueno que el país pueda tener un líder político que no se tenga que molestar por el Congreso y las elecciones. No obstante, esa convicción se mantiene dentro de un profundo espíritu civilista. Pese a que siete de cada diez encuestados muestra algún grado de confianza en el ejército, esa misma proporción rechaza –por considerarla mala y muy mala- la posibilidad de tener un gobierno militar. Ese “espíritu” civilista se revela bien cuando se analiza por grupos de respuesta. El 60.6% de los que consideran “muy bueno” tener un líder que no se preocupe por el Congreso y las elecciones, se declaran en contra de la idea de tener un gobierno militar, por considerarlo “malo” o “muy malo”. Esa proporción sube al 66.1%, cuando se consideran los que dicen que es “bueno” tener un líder 6 Se trata de una encuesta realizada por la firma Napoleón Franco & Cía, que trabajó con una muestra de 1.200 encuestados, con entrevistas personales, dirigido a los hogares en 34 municipios de todos los tamaños, agrupados en cinco regiones geográficas, además de Bogotá que se toma como una región aparte por su importancia poblacional y económica.


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fuerte, al 78.8% para quienes creen que es “malo” tener un líder fuerte, y al 84.6% para los que señalan que sería “muy malo” tener un líder fuerte.  Se tiene una frágil imagen del ordenamiento político e institucional. Por su parte, la imagen que tiene el colombiano sobre el ordenamiento político e institucional es muy frágil. Primero, desconfía del sentido público de las acciones gubernamentales. Dos de cada tres entrevistados consideran que el país esta gobernado por unos cuantos intereses poderosos que actúan en su propio beneficio, al tiempo que ocho de cada diez encuestados tiene poca a ninguna confianza en la burocracia pública. Segundo, tampoco cree que el camino de las reformas haya sido el apropiado para resolver los problemas del país. Pese a que el 54% de los entrevistados considera que la sociedad puede ser gradualmente mejorada con reformas, el 46% de los encuestados considera que Colombia estaba mejor antes de la reforma constitucional de 1991, mientras que sólo dos de cada diez personas justificaron esa reforma constitucional. Y tercero, los ciudadanos no se muestran dispuestos a hacer los sacrificios que sus demandas exigirían. Así por ejemplo, mientras que uno de cada cinco colombianos se pronuncian muy de acuerdo con “dar parte de su ingreso para combatir la contaminación”, esta proporción se duplica cuando se le plantea la posibilidad de que el Estado combata la contaminación, pero sin que le cueste a los ciudadanos.  El Estado es un actor ausente. En Colombia, el Estado no parece hacerse sentir. Mientras que ocho de cada diez encuestados piden un mayor respeto por la autoridad, dos de cada cinco entrevistados considera que la sociedad colombiana es una sociedad donde los impuestos son bajos y los individuos responsables de sí mismos. Quizá por eso, uno de cada dos dice el Estado debe mostrar una mayor responsabilidad para asegurar el sustento de todos y uno de cada tres expresa claramente que Colombia debería ser una “sociedad que garantiza seguridad y estabilidad a través de una regulación apropiada”. No hay duda. Los colombianos no respetan las reglas de juego, ni tienen disposición para hacerlo. O, para decirlo de manera más suave, los colombianos no parecen creer que las reglas de juego institucional y político sean “mecanismos de precompromiso o autorrestricción, elaboradas por el cuerpo político con el fin de protegerse a sí mismo contra su previsible tendencia a tomar decisiones imprudentes” (Elster, 2002:111). Tampoco parecen considerar que sus comportamientos individuales deban estar regidos por


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precompromisos y autorrestricciones que le permitan “protegerse de sus propias pasiones, cambios de preferencias o inconsistencias temporales” (Elster, 2002: 15 y ss). O por lo menos se deban asumir seriamente. Así por ejemplo, una de cada dos personas encontraría una justificación para “exigir beneficios al gobierno a los que sabe que no tiene derecho” o para “evitar el pago de un pasaje en el transporte público”, aún cuando cerca del 83% de los encuestados diga que no se justifica que un funcionario “acepte un soborno por el desempeño de sus deberes” o el 75% afirme que “no se justifica hacer trampas si se tiene la oportunidad” (no hay que olvidar que la DIAN estima que el nivel de evasión y elusión de impuestos es superior al 40% del total de contribuyentes en el país). La edad es uno de los factores determinantes a la hora de opinar en estos temas, aunque siempre la mayoría de las personas entre los 18 y los 29 años que expresan una mayor tendencia a contemplar casos en los que el hacer trampas se justifica (67.9%), frente al 77.3% de la población entre 29 y 43 y el 81.6% de los mayores que dice que nunca se justifica hacer trampa en los impuestos. En general estos datos han servido para corroborar lo que otros estudios ya han identificado: en Colombia, el nivel educativo y el estrato social no son buenos predictores de los comportamientos sociales frente a las instituciones políticas, administrativas y fiscales del país (Rinaudo, 1996). Así por ejemplo, siete de cada diez personas de estrato alto y medio alto, no están dispuestos a denunciar un delito, ni a presentar una demanda, ni a recurrir a las instancias de la justicia formal para resolver un conflicto o denunciar un delito. En cambio, ocho de cada diez personas de los estratos bajo y bajo-bajo, cuando tienen un conflicto o son atacados por extraños, recurren a las instituciones del Estado, buscando una solución al problema y ojala definitiva (Medellín, 1997). Este panorama pone en evidencia que el respeto a la vida y a las reglas del juego político e institucional, no parece formar parte del conjunto de precompromisos y restricciones que se imponen los colombianos, como principio que debe regir su convivencia cotidiana. Por el contrario, y utilizando los planteamientos de Elster (2002), en Colombia concurren muchos factores que impiden el cumplimiento de los precompromisos y restricciones que los colombianos han tratado de auto-imponerse a través de la Constitución y las leyes: 1) La fuerza de las pasiones, que desvían los planes formulados en un momento determinado o pueden distorsionan los valores o lo que piensa sobre las consecuencias que pueden tener los comportamientos; 2) La primacía


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del interés propio, que lleva a los individuos a sobrepasar las barreras de lo permitido; 3) La tendencia a ceder ante lo que Elster llama supervaloración hiperbólica, que ante un cambio en las condiciones con las que esperaba enfrentar el futuro, lleva a las personas a asumir actitudes y comportamientos indeseados para los demás; 4) El poderío de la inconsistencia temporal estratégica, que debilita la credibilidad de las amenazas y las promesas que regulan las actividades de los individuos dentro de ciertos límites; y 5) La imposibilidad de neutralizar o evitar el cambio de preferencias, con las que los individuos dan rienda suelta a sus deseos, independientemente de los compromisos adquiridos o las restricciones auto impuestas. Es el régimen de la informalidad que se expresa a través de las fracturas entre lo formal y lo real; en la distancia entre lo que dicen los colombianos y lo que efectivamente hacen; En la excepción de la normalidad o la normalidad de la excepción; o en el desmoronamiento de las fronteras entre economía y política. La fractura entre lo formal y lo real (la distancia entre lo que se dice y lo que se hace) En Colombia, los comportamientos de gobernantes y gobernados se mueven entre lo formal y lo real. Sus acciones y decisiones se debaten entre lo que dicen las leyes y lo que le dictan sus propios instintos. Una especie de esquizofrenia parece caracterizar los comportamientos políticos, sociales e institucionales de unos y otros. Sometidas al dictado de las pasiones, las tareas de conducción y regulación política y social aparecen limitadas por un bajo nivel de institucionalización del orden formal. O más precisamente el hecho de que no sólo son cada vez más los colombianos que no conocen, no aceptan o no practican los mismos principios y valores institucionales establecidos por la ley, sino que tampoco las instituciones colombianas formales tienen el valor y la estabilidad necesarias para mantener la unidad del poder político y la cohesión administrativa del gobierno por encima de las tensiones y conflictos de la sociedad y del propio Estado. Para Huntington (1991) esta situación se produce cuando la movilidad política, económica o social es mucho más rápida que el desarrollo de sus instituciones políticas en un país. Para este autor, los cambios implícitos en la mayor movilidad: Socavan los fundamentos tradicionales de la autoridad y las instituciones políticas tradicionales, y complican tremendamente los problemas de creación de nuevas


44 bases de asociación e instituciones políticas que unan la legitimidad y la eficacia. Los ritmos de la movilización social y el auge de las demandas por participación política son muy elevados; los de organización e institucionalización políticas bajos. El resultado es la inestabilidad y el desorden (p. 16).

En estas condiciones, lo que los datos revelan es la manera como gobernantes y gobernados buscan imponer sus propias reglas en cada uno de los ámbitos en que se desenvuelve. Pero la comprensión de este fenómeno exige, establecer una clara diferencia entre leyes y reglas. No se trata de las reglas en el sentido genérico de las leyes. No. Se trata, más bien, de las reglas en el sentido estricto de los encadenamientos inmanentes de signos arbitrarios, que como dice Baudrillard (1990) se oponen a la ley como el encadenamiento trascendente de signos convenidos y necesarios. En su célebre ensayo sobre la seducción, establece que: La una [la ley] es ciclo y recurrencia de procesos convencionales, la otra [la regla] es una instancia fundada en una continuidad que parece irreversible. La una es del orden de la obligación, la otra de la coacción y de lo prohibido. La ley, al instalar una línea divisoria puede y debe ser transgredida. En cambio no tiene ningún sentido transgredir una regla: en la recurrencia del juego no hay una línea que franquear (se sale del juego y ya está). La ley, sea la del significante, de la castración o de la prohibición social, al pretenderse el signo discursivo de una instancia legal, de una verdad oculta, siempre instaura la represión y, en consecuencia, la división entre un discurso manifiesto y un discurso latente. La regla, al ser convencional, arbitraria y sin verdad oculta (y tal vez fundada en ello, cosa que por ahora no tiene mucha importancia), no conoce la represión, ni la distinción entre discurso manifiesto, ni discurso latente: sencillamente no tiene sentido, no lleva a ninguna parte, mientras que la ley tiene una meta determinada. Es el ciclo reversible sin fin de la regla que se opone al encadenamiento legal y final de la ley. Los signos no tienen un mismo estatuto en una y en otra. La ley pertenece al orden de la representación y en consecuencia, está sometida a la jurisdicción de una interpretación y un desciframiento. Pertenece al orden de un decreto y de una enunciación a la que el sujeto no es indiferente [….] La regla no tiene sujeto y la modalidad de su enunciado poco importa. No se la descifra y el placer de sentido no existe. Lo único que se toma en cuenta es su observancia y el vértigo de su observancia. Esto distingue también la pasión ritual del juego y su intensidad”. (pp. 126 y ss).


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La primacía de las reglas sobre las leyes plantea una pregunta clave: ¿Dónde se producen las fracturas que incentivan a gobernantes y gobernados a buscar por fuera de los canales formalmente establecidos para expresarse y resolver sus problemas? Las respuestas han oscilado pendularmente entre el extremo de las interpretaciones que privilegian la fuerza de la modernización económica en la transformación de la sociedad y la consecuente erosión de las bases del poder formal establecido (Corredor, 1997:310; Rojas y Moncayo, 1989:248); y el extremo que prioriza el desbordamiento producido por la dinámica específica del conflicto social y la activa irrupción de nuevos actores cada vez más conflictivos (guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo, etc.) y de nuevos escenarios de confrontación (Pizarro, 1989; Gaitán, 1997). Con la excepción de Rojas y Moncayo (1989) en la mayoría de las interpretaciones hay un supuesto de “inmovilidad” estatal frente a la dinámica del cambio como el que finalmente permite la gestación de una acción social cada vez más disociada del marco institucional. Para Consuelo Corredor (1997) “Este inmovilismo se hace patente desde mediados del presente siglo. El arduo periodo de violencia que por entonces sacude al país, y que por demás coincide con el despegue de la modernización económica, es enfrentado no con una readecuación de las reglas del juego político, ni con una ampliación de sus espacios” (p. 310). Por su parte, para Eduardo Pizarro (1989), “el desfase que ha vivido el país entre el proceso de significativas transformaciones en el plano social y económico de las últimas décadas, y el inmovilismo y el retraso en la modernización democrática de las instituciones políticas, se halla en la raíz de este proceso de desinstitucionalización (p. 304). Y para Fernando Gaitán (1995) “El derrumbe total del sistema –producto de la emergencia definitiva del narcotráfico y en menor medida de la guerrilla- permitió entre 1978 y 1984 un desborde de todo tipo de delincuencia, o lo que es lo mismo, un nivel altísimo de impunidad. En la medida que el delito en general no fue castigado, las personas encontraron en la violencia rentabilidad y una forma de sustituir la justicia ineficaz” (p. 403). Al contrario de estas consideraciones, las evidencias dan cuenta de que la “inmovilidad” estatal frente a las transformaciones políticas, económicas o sociales, no es la que incentiva a los ciudadanos a buscar nuevos canales de expresión y resolución de sus conflictos, por fuera de los canales establecidos. Es precisamente la muy activa movilidad del Estado, en su propósito de acomodarse a las nuevas realidades políticas, económicas y sociales (Rojas y Palacio, 1995) las que han


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motivado una búsqueda incesante de una institucionalidad política que responda a esas realidades. Pero el drama de la búsqueda no reside en la ruptura súbita o el agotamiento de una sola y única alternativa de restauración institucional, sino más bien en el enfrentamiento irresuelto entre distintas alternativas y racionalidades contradictorias y conflictivas en lucha por imponer una nueva institucionalidad. Al interior del Estado y por fuera de él; al interior de las organizaciones sociales y por fuera de ellas; al interior de los mercados y por fuera de ellos. Es el drama que se expresa en la múltiple explosión de pugnas distributivas entre una dirigencia política tradicional que cada vez más pierde el control político, pero que todavía mantiene el control sobre las maquinarias y las cestas electorales; una tecnocracia que lleva años ascendiendo al poder, pero sin lograr acumular el suficiente poder político o la fuerza económica para imponer sus reformas; y unos movimientos sociales cada vez más activos, pero cuya presencia es todavía muy difusa y desorganizada y sin capacidad para lograr que sus reivindicaciones trasciendan al terreno político. En estas condiciones unos y otros no parecen capaces para imponerse o hacer imponer sus ideas e intereses sobre los demás, en el terreno político, económico o social. La caracterización que Castoriadis (1996) hace de las crisis de las sociedades occidentales, parece tener toda su vigencia en Colombia: La sociedad política actual está cada vez más fragmentada, dominada por lobbies de todo tipo, que producen un bloqueo general del sistema. Cada uno de éstos lobbies es, en efecto, capaz de obstaculizar eficazmente toda política contraria a sus intereses reales o imaginarios; pero ninguno de ellos tiene una política general; y aunque tuvieran una, carecerían de capacidad para imponerla” (p. 20).

Una y otra vez las expectativas que generan las reformas se diluyen ante la frustración que produce asistir al derrumbamiento de lo prometido. Una y otra vez los intereses particulares desplazan al interés general, en un escenario en el que se aprueban leyes que modifican el sistema electoral, el servicio civil, la estructura de los partidos, la financiación de las campañas electorales, la regionalización, los referendos locales y el acceso a la televisión y a la información pública, pero sin tener un impacto significativo, bien porque el sentido de las reformas no queda explícito o bien porque son atenuadas en su trámite legislativo o en su ejecución gubernamental (Hartlyn, 1998:230).


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Cuatro fracturas básicas dan cuenta, al menos en gran parte, del desbordamiento de las reglas sobre las leyes. O más precisamente, de la escasa adecuación entre los comportamientos y las expectativas de comportamiento de gobernantes y gobernados y los comportamientos formalmente establecidos en la Constitución y las Leyes. Primero, se encuentra la fractura que se produce en la formulación de las leyes, entre lo que se propone y lo que efectivamente se hace explícito en las normas y su consecuencia, en términos de propiciar una distancia entre lo que se dice y lo que se hace; Segundo, encontramos la fractura que se produce cuando el uso de las normas de excepción se vuelven cotidianas y las normas cotidianas se vuelven excepcionales, alterando los sistemas de relación entre los poderes públicos, confiriéndole el rango de legisladores permanentes a los que gobiernan o jueces a los militares. Es la fractura que sirve para que autores como Lambert (1967) afirmen que “los regímenes latinoamericanos más que sistemas presidencialistas, deberían llamarse sistemas de dominación presidencial” (p. 262); Tercero, la fractura de los límites entre política y economía que no sólo conducen a que las decisiones políticas se confundan con los intereses económicos, contaminando de intereses privados al sistema de decisiones públicas, sino que también alteran el ordenamiento macroeconómico institucional, al permitir que las decisiones de una instancia política afecten la independencia de las decisiones económicas; y cuarto, está la fractura entre ley, moral y cultura, que sintetiza la pérdida de la capacidad reguladora del orden político e institucional. Es la ruptura en la que la aceptación cultural de los atajos hace perder de vista la diferencia entre lo que es legal y lo que es ilegal. Frente a esa aceptación, los gobiernos tienden a flexibilizar la ley para hacer legal lo que es culturalmente aceptado (como por ejemplo, legalizar barrios de invasión). La tendencia a justificar ciertas actividades o comportamientos que son ilegales o van en contra de la convivencia social, que posteriormente son legalizados por los gobiernos, no sólo lleva a una explosión de leyes que legalizan lo ilegal, sino también hace que las leyes y las constituciones dejen de ser mecanismos creíbles y legítimos de regulación de los comportamientos e imposición de un determinado orden político y social. No hay duda que uno de los principales rasgos distintivos del ordenamiento político e institucional colombiano ha sido la distorsión producida entre los objetivos con que se diseñan y rigen las leyes (y los procesos legislativos) y las acciones que efectivamente adelantan gobernantes y gobernados en el marco de esa ley. Es la práctica en que


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las leyes se elaboran para un propósito, pero se aplican sirviendo a otro. Es la práctica que ha permitido la doble construcción de un país en el papel y otro en la realidad. Hay dos casos que reflejan muy bien esas prácticas. El primero, que pone en evidencia un proceso legislativo en el que el objetivo de la ley, es encubierto por objetivos distintos que buscan darle otra apariencia e intencionalidad a la ley. Es el caso del proceso legislativo que condujo a la supresión del Ministerio de Justicia y el traslado de sus funciones a la cartera de Gobierno en 1894. Después de su creación en 1890 y un exitoso balance, de manera sorpresiva comenzó a hacer trámite en el Congreso un proyecto de Ley tendiente a la supresión del Ministerio. Para entonces, se esgrimieron varias razones para justificar la supresión. Una cuidadosa revisión de los documentos de la época, llevó a que Ibáñez (1995) encontrara argumentos tales como que “El Ministerio se creó de forma rápida, sin un análisis tranquilo y sereno que demostrara la necesidad para el país de contar dentro del gobierno con una dependencia que sirviera y apoyara a la Rama Judicial del Poder Público” (p. 49). Luego se argumentó que las “normas orgánicas que dieron origen al Ministerio de Justicia no constituyeron un estatuto verdaderamente eficaz para imprimirle la estabilidad y autonomía necesarias, y en el breve término de cuatro años aparecieron los efectos negativos de la falla inicial” (Muñoz Cajiao, 1958: 72). Y finalmente surgió el argumento fiscal. Ibáñez (1995), recuerda cómo los representantes a la Cámara, Tribin y Pulecio miembros de la Comisión de Reforma del Congreso, consideraban que “a la hora presente, cree nuestra comisión que en realidad hay conveniencia para los intereses públicos en reducir el número de ministerios a cinco, como lo propone la Comisión de Presupuesto, después del examen de la situación alarmante a la que ha llegado el Tesoro Público por el desequilibrio de los gastos con las rentas” (Citados por Ibáñez, 1995: pp. 52 y 53). Sin embargo, como demuestra Ibáñez (1995), el éxito en la lucha contra la corrupción fue la razón que llevó a la supresión del Ministerio de Justicia. Este autor dice que, “Desentrañando la verdad real de los documentos de la época, se encuentra que el Ministro, Emilio Ruiz Barreto, inició y tramitó con motivo de la ejecución de los contratos celebrados para la construcción del ferrocarril de Antioquia y de Santander, y que dio lugar a los procesos seguidos contra varias personalidades de la época, y como resultado se dispuso la detención de los señores Santiago Pérez Triana [entonces Director del Partido Radical] y Antonio José Restrepo y la orden


49 de examinar su correspondencia; la orden de comparecencia y examen de algunas personas que figuraban en la correspondencia del citado señor Pérez Triana, tales como Enrique Cortes, Salomón Koppel, y Luís A Robles en Bogotá; Rafael Flores, Alejandro Barrientos, Jesús Montoya, Luís Valcke, Leocadio Lotero en Medellín entre otros” … “Ante las irregularidades que se deducían de los documentos, el Ministro de Guerra, Domingo Ospina, ordenó entonces retener en el poder del gobierno los documentos, cartas y demás papeles que habrían de servir de base a la investigación ordenada por el Consejo de Ministros, al tiempo que los remitió, por riguroso inventario, al Ministro de Justicia para que los examinara y estudiara con el propósito de que, luego de emitir el concepto, pudieran incoarse los procedimientos judiciales a que hubiera lugar”. “El Consejo de Ministros apoyó la solicitud de Ruiz Barreto de remitir los documentos originales del caso a la Cámara de Representantes para su revisión definitiva como ministerio público pues estaban involucrados altos funcionarios del Estado y la publicación de los documentos encontrados a Pérez en los que se hiciera referencia a la construcción de los ferrocarriles. Pero, sin que las investigaciones hubieran terminado, los representantes José María González, Silverio Arango y Aquilino Aparicio, alegando razones fiscales, pusieron a consideración de la Cámara de Representantes el proyecto de ley “sobre el número y precedencia de los ministerios del Despacho Ejecutivo”, que finalmente fue expedido como Ley 11 de 1894, que regulaba el número, nomenclatura y procedencia de los ministerios del Despacho, y que en su Artículo 1º ordenaba la supresión de los Ministerios de Justicia y de Fomento (pp. 50 a 52).

El segundo ejemplo lo aporta la manera como se aplicó el Artículo Transitorio 20 de la Constitución Política de 1991, por el cual, el gobierno recibió facultades para “reestructurar, fusionar, crear o suprimir la administración central”, con el propósito de adecuar el aparato administrativo a las nuevas exigencias de la Carta Constitucional. La reforma se emprendió, como se emprenden todas las reformas, con el propósito de “imprimir coherencia a la administración pública eficaz” (Gaviria, 1994). Sin embargo, lejos de producir la racionalización de la administración pública, la reforma terminó ampliando -mucho más- el aparato estatal. Dos años después de la reforma, el tamaño del Estado había aumentado en un 35% y dos años después de la expedición de la nueva Carta Constitucional, el gasto público se había multiplicado por dos (Misión de Gasto Público, 1997). Según datos oficiales, entre 1990 y 1994, el gasto público creció en un 25% en términos reales, que se concentró principalmente en “la administración general, defensa y orden público y en el gasto social


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como efecto de la reforma del Estado y de las nuevas obligaciones establecidas por la Constitución Política de 1991” (Sarmiento y otros, 2000:11). Desde entonces, una y otra vez los gobiernos han recibido facultades para suprimir, fusionar, reestructurar o transformar entidades y dependencias de la rama ejecutiva; fusionar, escindir o disolver sociedades públicas; suprimir o reformar regulaciones, procedimientos y trámites en la administración pública; revisar y ajustar las normas del servicio exterior y la carrera diplomática; o modificar la estructura de los organismos de control, entre otras cosas. Sin embargo, la primacía de los intereses sectoriales y privados sobre una idea de Estado, han terminado bloqueando los distintos intentos de reforma. Varios años después, cuando el Congreso de la República concedía “amplias facultades para reestructurar al Estado colombiano” (Ley 170 de 1997), al gobierno de Andrés Pastrana, el ex ministro de Hacienda de Gaviria, Rudolph Hommes, criticaba duramente las nuevas facultades. Para ilustrar las dificultades que han enfrentado los procesos de reforma del Estado en Colombia, Hommes recordó la trama de intereses e irracionalidades que se activó con la aplicación del artículo transitorio 20 de la Constitución de 1991: El gobierno de Gaviria obtuvo de la Asamblea Constituyente atribuciones similares y las utilizó, pero no tuvieron el impacto que pudieron haber tenido porque cada ministro se dedicó a defender las instituciones bajo su tutela. El de Minas no dejó acabar el ICEL, el de Obras defendía a Colpuertos, y así sucesivamente. Los gerentes y directores se dedicaron a hacer lobby para que no les desaparecieran las entidades. Después hubo arrepentidos y hasta vueltas de ciento ochenta grados. Pero en su momento contribuyeron a que no se hubiera podido llevar a cabo una ambiciosa reforma que hubiera permitido disminuir el gasto público y el desperdicio del sector. A los ministros hay que recordarles que lo son solamente por un cuarto de hora, y que nunca más lo van a volver a ser. Por ejemplo, a Samper seguramente le importan un bledo ahora el Inurbe y el Incomex. Pero cuando era ministro no dejaba tocar esos institutos por cuestión de orgullo. José Antonio Ocampo no va a volver a ser Ministro de Agricultura, pero en su momento no permitió liquidar el Idema, también por razones de territorialidad, aunque dos años más tarde, cuando ya tenía un puesto de responsabilidad, ayudó a que cerraran esa vena rota de las finanzas públicas. No tiene sentido entrar en pugnas territoriales y defender organizaciones que a la larga son de la burocracia y de nadie más (Diario El Tiempo, p. 5A).


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En este contexto, en los últimos 30 años Colombia ha tenido una Constitución Política, tres reformas del Estado, 6 reformas administrativas y más de 1200 reformas institucionales a nivel sectorial y territorial. Es la expresión real de las crecientes dificultades que han tenido los gobernantes para mover la pesada maquina burocrática institucional en una determinada dirección. Es la dura realidad en la que cada gobierno, cada presidente que asume el poder, debe orientar todos sus esfuerzos a emprender reformas que le den viabilidad política e institucional a sus compromisos de gobierno, sin saber de donde vienen los obstáculos a sus proyectos. Otro ejemplo lo proporciona el ex ministro Jaime Castro, quien al evaluar los problemas del proceso de descentralización en Colombia, afirma que el entonces presidente López Michelsen, […] siempre tuvo claro que uno de los problemas de Colombia en su inmediato futuro sería el ordenamiento territorial. Por ello quiso hacer una gran reforma regional y local. De tan vasto alcance, que pensó que el Congreso no la aprobaría porque una reforma de verdad exigiría de verdad repartir y democratizar el poder político y administrativo del Estado que la Constitución equivocadamente le atribuía al gobierno nacional. En la práctica dicho poder no se ejercía autónomamente por el Presidente y sus ministros, porque las presiones de los senadores eran cada vez más irresistibles. Las concesiones que el poder ejecutivo se veía obligado a hacer terminaban fortaleciendo y consolidando conocidos cacicazgos, gamonalatos y baronazgos departamentales […] Propuso entonces la convocatoria de una Asamblea Constitucional y consiguió que el Congreso ordenara su elección. Pero como la asamblea debía también reformar la administración de justicia, la Corte Suprema de Justicia declaró inexequible el Acto Legislativo No 2 de 1977 que organizaba la ‘pequeña constituyente’” (Castro, 1997: 345 y 346)

Pero los bloqueos no sólo provienen de la interferencia de los intereses sectoriales y privados sobre la que debe ser la nueva estructura del Estado. Los problemas de aplicación de las reformas también emergen del complejo entramado de las políticas públicas. Como lo señalan Archer y Shugart (2002) “muchas reformas realmente necesarias se atascan al intentar abrirse paso por el sistema colombiano de formulación de políticas públicas” (p. 123). En efecto, como se presentará de manera más detallada, el Banco Mundial (1986) realizó un estudio en el que deja en claro los problemas de capacidad del gobierno colombiano para formular políticas y


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traducirlas en operaciones o acciones efectivas en tres niveles: el desempeño macro del sector público, los instrumentos gubernamentales y la toma de decisiones sectoriales. La resistencia institucional a la planeación y la evaluación de políticas, la desconexión entre la planeación y el presupuesto, la existencia de rígidos sistemas de control que bloquean cualquier posibilidad de producción al aparato público, la excesiva concentración del poder y la usurpación de funciones en unas determinadas entidades y organismos públicos, la inestabilidad en los altos cargos ministeriales, que se expresa en una inestabilidad de las políticas públicas (cada vez que cambia un ministro, cambian las políticas); y finalmente, la tendencia a elaborar las agendas publicas en función de los deseos de quien gobierna, se constituyen en factores recurrentes que limitan la capacidad del gobierno para darle curso a cualquier reforma. El estado de sitio ¿la excepción de la normalidad o la normalidad de la excepción? La figura del “estado de sitio” responde a la necesidad de cualquier Estado de derecho de regular inclusive aquellas formas relativamente excepcionales del régimen constitucional ordinario, para de esa manera legitimar debidamente la suspensión de ciertas garantías consideradas básicas o esenciales, en aras de restablecer la normalidad que ha sido alterada por circunstancias de diverso orden, generalmente asociadas con acontecimientos que ponen en peligro la vigencia de las instituciones y la misma estabilidad del Estado. En Colombia, el funcionamiento normal de las instituciones ha sido más bien la excepción que la regla: desde 1948 el estado de sitio ha reinado casi todo el tiempo (Pecaut, 1987:16). Basado en la sistematización que Gustavo Gallón hace del estado de sitio en Colombia (1979:27), Eduardo Pizarro muestra cómo en 30 años de gobiernos liberales y conservadores, 1958 a 1988, el estado de sitio tuvo una vigencia de 22 años, 2 meses y 22 días (Pizarro, 1989:319). El estado de sitio ha convertido al poder ejecutivo en un verdadero poder legislativo (Palacio, 1995:332). Además de su utilización para fines estrictamente militares de restricción de las libertades y garantías individuales (derecho de reunión, derecho de locomoción, derecho de asociación y huelga, libertad de información, etc.), el estado de sitio ha servido para la expedición de la legislación penal, la creación de jurisdicciones especiales y paralelas, incluida la justicia penal militar aplicada a los


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particulares y la expedición de normas orgánicas de seguridad y control del orden público. En su estudio sobre las tendencias de reinstitucionalización del Estado colombiano, Rojas y Moncayo, (1989) demuestran cómo el estado de sitio Ha sido empleado para alterar el funcionamiento de la justicia y sustraerla de las reglas básicas que las rigen en nuestro orden constitucional y legal y, específicamente, para instituir una administración de justicia confiada a la organización militar y encargada del juzgamiento del personal civil en el evento de determinadas conductas delictivas; para definir o complementar los tipos penales o para modificar las penas; y para desconocer las garantías del debido proceso e inclusive el propio derecho a la vida, a la integridad personal o familiar (p. 283).

En este último aspecto, Rojas y Moncayo (1989) muestran como, por ejemplo, la expedición de los decretos presidenciales 2193, 2194 y 2195 de 1976 el Estado atribuyó una vez más competencia a los cuerpos de justicia castrense para conocer de delitos cometidos por civiles e instituye la eliminación de todo recurso de apelación para las sanciones por posesión, producción o comercialización de armas o elementos bélicos y se establecen conductas reprimibles con sanción de arresto por seis meses; luego con el Decreto 2578 del mismo año, bajo el nombre de “caución de buena conducta” se institucionaliza la posibilidad de arrestar indiscriminadamente, sin causa ninguna, a cualquier persona por la sola circunstancia de que sus antecedentes, actividades, hábitos o formas de vivir “hagan temer que van a incurrir en delito o contravención” o que por sus antecedentes penales o policivos se pueda “sospechar” que van a cometer otra infracción o simplemente a los transeúntes o viajeros sospechosos o a quienes perturben la tranquilidad del vecindario con injurias o con amenazas o invadan predios económicamente explotados; conductas todas confiadas a la sanción por parte de las autoridades de policía. Para los autores, esta legislación fue el antecedente más propicio para que, luego del paro del 14 de septiembre de 1977, el ejecutivo cediera a las presiones militares introduciendo una nueva causal de anti-juridicidad del homicidio, al consagrar que “El hecho se justifica cuando se comete por miembros de la fuerza pública cuando “intervengan en operaciones planeadas para prevenir y reprimir los delitos de extorsión y secuestro, producción procesamiento y tráfico de estupefacientes” (p. 284). Esto, en palabras


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de Rojas y Moncayo, significa el establecimiento de la pena de muerte 7. En este contexto, se expiden el Estatuto de Seguridad, durante el gobierno de Julio Cesar Turbay Ayala (1978-1982); el Estatuto para la Defensa de la Democracia en el gobierno de Virgilio Barco Vargas (1986-1990), perfeccionada por el Estatuto de la Justicia en 1989. Todos ellos penalizan conductas en las que incluyeron distintas formas de protesta social y ciudadana, permitidas en cualquier Estado de derecho. Los dos últimos estatutos se convertirían a fines de 1991 en la base de las facultades extraordinarias concedidas al presidente y en elemento central de la legislación penal desarrollada en el país (Palacio, 1995:333). Para Salamanca y Aramburu (1981) esta claro que “el funcionamiento de esos militares convertidos en jueces por obra y gracia de una decisión de estado de sitio, muestra bien las ventajas políticas de abandonar el principio de la separación de las ramas del poder público. El procedimiento militar abre la vía para las capturas sin previa orden escrita y su forma abiertamente arbitraria y violenta, para incomunicar absolutamente al sindicado y someterlo a prácticas de interrogatorio y de confesión provocada mediante torturas, para impedir el ejercicio de la garantía del habeas corpus, para restringir el derecho de defensa y hasta para quebrantar el principio penal de la favorabilidad, amén de todo tipo de irregularidades de tipo procedimental” (p. 286). La Constitución Política de 1991 redefine el estado de sitio y lo sustituye “por la moderna denominación de estado de excepción” (Planas, 1997:526). Según los expertos el cambio no es de poca monta. Para Orozco (1991) “el equilibrio axiológico de la Constitución se ha desplazado hacia un claro predominio de la libertad sobre la autoridad” (p. 34)…. “En contravía de una larga y escandalosa experiencia nacional de normalización del estado de sitio, el constituyente ha querido obligar al ejecutivo a hacer un uso estrictamente provisional de los recursos extraordinarios que le confiere el estado de excepción” (Pág. 39). En efecto, el artículo 214 de la Constitución establece que el control de los estados de excepción se somete a las siguientes pautas: a. El Presidente y sus Ministros serán responsables si declaran el estado de excepción sin las circunstancias Para Rojas y Moncayo, esa particular forma de pena de muerte “efectivamente fue, en lo sucesivo, aplicada en casos que fueron ampliamente conocidos y debatidos por la opinión, como el del Barrio ´El Contador´ en Bogotá en donde los cuerpos armados abatieron a siete personas, justificando su acción como parte de un plan que inicialmente se dijo era contra secuestradores, luego contra ladrones de vehículos o contra narcotraficantes, circunstancias ninguna de las cuales pudo finalmente establecerse” (p. 284) 7


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previstas, así como por cualquier abuso que se cometa durante la declaratoria; b. No podrán suspenderse los derechos humanos ni las libertades fundamentales y se respetaran las reglas del derecho internacional humanitario y los respectivos controles judiciales y garantías de acuerdo con los tratados internacionales; c. No se interrumpirá el normal funcionamiento de las ramas del poder público ni de los órganos del Estado; d. Los decretos legislativos que se expidan serán transitorios y llevarán la firma del Presidente y de sus Ministros; d. Los decretos legislativos que se expidan, estarán sometidos a la Corte Constitucional para su respectivo control de constitucionalidad. La nueva legislación ha impuesto un significativo recorte a las posibilidades gubernamentales de actuar bajo regímenes de excepción. No obstante la buena voluntad del constituyente del 91, la realidad de la confrontación interna ha conducido a uno de los momentos más críticos de violación de los derechos humanos en el país. Sin embargo, la utilización recurrente de los "mecanismos de excepción" ha conducido a un proceso de progresiva concentración de poder en el ejecutivo y de la correspondiente perdida de preponderancia del legislativo y el judicial, en el control y la resolución de los conflictos. El ejercicio del poder político se realiza cada vez más en el primero, y cada vez más por fuera de los segundos. Pero paradójicamente, mientras más se ha concentrado el poder en el ejecutivo, en términos de su acción discrecional para enfrentar la “subversión”, mayores han sido los obstáculos que ha encontrado el propio Estado (como un todo) para controlar y resolver los conflictos. La cada vez mayor concentración de poderes en el Presidente, como consecuencia de la adopción recurrente de las "medidas de excepción", no sólo ha institucionalizado la progresiva disolución de los poderes legislativo y judicial en el ejecutivo, en la tarea de controlar y resolver los conflictos sociales, sino que también ha provocado como reacción el surgimiento de un espacio de fraccionamiento y confrontación institucional que ha desbordado al mismo Estado. El ejecutivo cuestiona al legislativo y al judicial porque no lo deja gobernar y por su poca contribución en la tarea de sacar adelante las reformas que el país necesita. Y estos a su vez cuestionan al primero por su excesiva concentración de poder, por los límites que ha impuesto a su acción en cuanto poderes públicos y por la forma como esta asumiendo las labores de gobierno. Así por ejemplo en 1988, mientras el Presidente Barco afirmaba que no convocaría al Congreso a sesiones extras, puesto que "si no le había dado un pronto tramite a las reformas durante las sesiones ordinarias mucho menos lo haría en extraordinarias" o que la Corte


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Suprema de Justicia se había convertido en el mayor escollo del gobierno, pues "con sus decisiones le había quitado toda eficiencia y utilidad a la institución del estado de sitio, restándole [por tanto] al Estado la capacidad de acción para controlar con prontitud la situación de orden público”. Mientras que el Presidente Barco decía en un discurso televisado, que "La Corte es el mayor escollo del gobierno", los congresistas atacaban duramente el “sistema de asesores y consejeros que había impuesto el Presidente en su gestión gubernamental”, en tanto que el Presidente de la Corte, Juan Hernández Sáenz, respondía que “la Corte no falla por conveniencia", que sus decisiones se ajustaban "a la revisión que le corresponde hacer a las medidas que dicte el ejecutivo con base en el Articulo 121 de la Carta, a examinar que estas disposiciones no vayan más allá de los linderos establecidos por la Ley”. Esto es, que se ha configurado una situación de crisis institucional en donde “lo que ayer era condición para gobernar hoy es la causa del desgobierno”. El desmoronamiento de las fronteras entre política y economía Hace una década, el historiador Marco Palacios (1995), escribía que En diciembre de 1960, Carlos Lleras Restrepo, probablemente el político más emprendedor y visionario de los modernizadores institucionales del siglo XX colombiano, declaró a El Espectador que ‘nadie podrá desmentirme si afirmo que las más importantes empresas del país han sido mis clientes en más de 30 años de vida profesional’. Se refería a la profesión de abogado tributarista (p. 241).

En esos 30 años de vida profesional Lleras Restrepo también había sido Presidente de la República, Ministro del Tesoro, Senador en varias legislaturas y Vicepresidente del Consejo Económico y Social de la Organización de Naciones Unidas ONU, entre otras cosas. Como resulta evidente, esa doble condición de funcionario público y profesional en ejercicio, no sólo revela cuan tenue ha sido la línea divisoria entre política y economía, sino también cuan consentida ha sido la cercanía entre los negocios y el ejercicio del gobierno en Colombia. De hecho, Lleras Restrepo no vio ningún problema en hacer pública esa doble condición, como tampoco 50 años antes la vio el ex presidente Carlos E Restrepo que no tuvo problema en pasar del sector público al privado y viceversa, ni casi 100 años después cuando Álvaro Uribe Vélez no vio ningún problema en que sus más cercanos e


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influyentes funcionarios y asesores, fueran consultores empresariales o mantuvieran sus empresas, al mismo tiempo que ejercían funciones públicas o participaban de los consejos de ministros en donde circulaba valiosa información para inversionistas 8. No hay duda de que se trata de una de las más paradójicas y firmes ambigüedades que ha caracterizado al régimen político colombiano. Bien bajo la forma de la doble condición de funcionario público y consultor empresarial, o bien bajo la forma de la llamada “puerta giratoria” a través de la que se propicia el paso laboral de una entidad pública donde el funcionario cumplía funciones de regulador, a una empresa privada (productora o distribuidores de bienes o servicios) en donde va a desempeñar funciones como regulado. En Colombia no parece hacer parte de los impedimentos, la conversión laboral de un codirector del Banco de la República, prestamista de segunda instancia de los bancos, en presidente de la asociación de los bancos receptores de los créditos; o un Ministro de Comunicaciones al dejar su cargo, asuma como Presidente de la asociación de operadores de telefonía celular que el ministerio regulaba. No obstante, para algunos historiadores (y sobre todo para los economistas) los intereses empresariales no han determinado las decisiones de política económica. Así por ejemplo, el estudio de Villar y Esguerra, sobre el comercio exterior colombiano en el Siglo XX (2005), afirma que las políticas proteccionistas prevalecientes en buena parte del siglo XX se debieron a un problema de insuficiencia en el financiamiento externo de las exportaciones 9. Contra esa corriente, han

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Fue solamente 20 meses después de haber tomado posesión como Presidente de la República, Uribe debió aceptar la renuncia de su principal asesor económico, Rudolph Hommes, para “evitar un posible conflicto de intereses, ya que él aconsejó a la aerolínea Copa Airlines que hiciera una oferta para comprar Aerovias Nacionales de Colombia (Avianca), y esta decisión ha generado sucesivas críticas” (LaNota.com, abril 4/04). Pero Hommes no sería la única persona cercana al presidente que se había visto obligada a renunciar. Sólo unas semanas más tarde, el Consejero Presidencial para los asuntos del Alto Gobierno, José Roberto Arango, tuvo que renunciar al hacerse pública la participación accionaria de su familia en una empresa proveedora del Estado. Y dos días después, señalado por unas presuntas irregularidades en la adquisición del avión presidencial, el secretario general de la Presidencia, Alberto Velásquez, también tuvo que abandonar el gobierno. Pese a que al Ministro de Transporte de Uribe se le cuestionó por haber tratado de comercializar un tipo de asfalto de su empresa, todavía permanece en el cargo. Según los autores, “las políticas proteccionistas prevalecientes en Colombia durante buena parte del siglo XX fueron el resultado de la falta de desarrollo de una base exportadora diversificada. Por supuesto, las ineficiencias asociadas al proteccionismo, lo mismo que la existencia de una tasa de cambio sobrevaluada –comparada con la que se hubiese presentado de no existir un alto nivel de protección-, seguramente desestimularon el desarrollo exportador. Sin embargo, nosotros es necesario hacer énfasis en la causalidad inversa: la necesidad de una mayor 9


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emergido una multiplicidad de estudios sobre la gestión empresarial en Colombia, revelan una importante intervención de los empresarios en las decisiones de política pública de los gobiernos (Saenz Rover, 2004; Dávila y otros, 2005). En su estudio sobre la estructura de poder en Colombia Enrique Ogliastri (1995) identifica dos factores que permiten dar cuenta, al menos en una parte considerable, de la debilidad de las fronteras entre política y economía10. El primero, hace referencia a la existencia de mecanismos muy fuertes de interconexión entre los dirigentes del sector público y el sector privado tanto en la toma de decisiones cruciales para unos y otros, como en la composición social de la dirigencia de uno y otro sector. Uno de los elementos más importantes del estudio es la participación de los dirigentes de un sector en las juntas directivas de las empresas del otro sector. Se trata de un ámbito crucial en la asignación de recursos entre uno y otro. Es en ese nivel que se definen las estrategias de gestión y desarrollo organizacional en uno y otro sector. Según Ogliastri, “para los dirigentes del sector público la junta directiva más importante a la que pertenecían estaba en el sector privado. Y a la inversa, para los del sector privado la junta más importante en la que participaban estaba en el sector público” (Pág. 24). Este elemento se comprende mejor cuando se observa la elevada homogeneidad social de la dirigencia. En el estudio no se hallaron sensibles diferencias en el origen social, formación, antecedentes y desarrollo profesional entre los sectores 11. protección fue consecuencia de una base exportadora pobre y poco diversificada, en un contexto en el cual el país no contaba con acceso a la financiación externa” (p. 4 y 5) “Brasil y Argentina eran economías relativamente abiertas al comienzo del siglo, pero se fueron cerrando gradualmente a medida que adoptaron políticas más proteccionistas, primero como consecuencia de la crisis mundial y luego, como resultado explícito de las políticas adoptadas bajo los lineamientos de la CEPAL. Colombia es un caso bien distinto. No era una economía abierta antes de los años treinta ni se fue cerrando a partir de esa década. Por el contrario, de ser una economía cerrada a comienzos del siglo, fue abriendo gradualmente sus fronteras más o menos hasta finales de los veinte, en un proceso explicado básicamente por el crecimiento de las ventas de café. Este proceso se vio interrumpido durante la Gran Depresión y luego durante la II Guerra Mundial, pero continuó a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, precisamente cuando las políticas de protección se encontraban en pleno auge en otros países latinoamericanos. El proceso de apertura fue revertido una vez más desde finales de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, pero continuó en las últimas tres décadas del siglo” (p. 11 y 12) 10 Una de las fuentes del estudio fue la realización de 512 entrevistas a dirigentes regionales de todo el país, entre los cuales se escogieron los 209 más poderosos, correspondientes a 19 por cada ciudad objeto del estudio (p.. 24) 11 Según el estudio, 7 de cada 10 dirigentes tenía grado universitario, una mayor proporción de dirigentes públicos han recibido educación pública aunque la mitad de ellos se ha educado en colegios privados, las experiencias de trabajo tampoco marcan diferencias significativas, su situación económica es bastante cómoda (los dirigentes entrevistados tenían ingresos muy por


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El segundo factor que permite dar cuenta de la debilidad de las fronteras entre política y economía (desde la gestión empresarial) es la existencia de un tercer grupo de dirigentes, distintos de los del sector público y del sector privado, que han hecho carrera en ambos sectores, tienen concepciones sociopolíticas diferentes de los otros dos y son claves en el funcionamiento del poder nacional. Enrique Ogliastri (1995) los denomina polivados, como los agentes químicos que se caracterizan por tener múltiples conexiones o tener varias valencias, y constituyen cerca del 20% de la clase dirigente colombiana (p. 1). Se trata de hacendados y empresarios que hacen política electoral o han ocupado gobernaciones o ministerios con representación política. Su importancia radica en su capacidad para desempeñarse en distintos sectores y en distintos círculos políticos y sociales. Poseen un alto nivel de formación, proceden de familias muy acomodadas y el nivel de sus ingresos les permite mayor nivel de vida, con relación al resto de la población (p. 38). Su motivación no es ideológica, ni política. No es el campo de sus preocupaciones. Su creciente individualismo, la búsqueda de su propio beneficio y exaltación pública de sus méritos, es lo que más le motiva (p. 38). Su discurso político o sus preocupaciones sociales son las de sus jefes inmediatos. Son perfectos camaleones burocráticos. Funcionalmente los polivados se proyectan bajo la forma de una tecnocracia altamente flexible y con rápida capacidad de aprendizaje y adaptación a cualquier circunstancia o reto. Políticamente emergen como un sector importante que, cuando está al servicio del sector público trata de desplazar a los políticos en sus funciones intermediarias en el sistema clientelar (p. 45), pero cuando está en el sector privado trata de aliarse con ellos (los políticos) pues sabe bien que de ellos dependen algunas variables de su éxito empresarial. Y socialmente reivindican a los sectores medios de la sociedad como los grandes conductores del cambio. Hernán Echavarría, uno de los miembros más sobresalientes de los polivados (empresario Ministro de Hacienda, embajador en Washington y fundador de la Comisión de Valores) afirmaba que: La imagen que se tiene de la América Latina en otros continentes es la de países pobres, gobernados por oligarquías cerradas, cuyos intereses creados impiden todo desarrollo económico y social y tienen condenada la mayor parte de la población a la miseria. Esta no deja de ser una apreciación superficial, puesto que cualquiera encima de los ingresos medios de la población) y en su mayoría han sido profesores o decanos universitarios (Ogliastri, 1995:36)


60 que en realidad conozca a la América Latina sabe que las oligarquías dejaron hace mucho tiempo de gobernarlas. Ya hace tiempo que éstas perdieron el poder político y buena parte del económico, ante el avance de una clase media todo el día más numerosa y mejor preparada. Luego si los problemas económicos y sociales del continente no se han podido resolver, no ha sido sólo culpa de las oligarquías (citado por Ogliastri, 1995:8)

En los hechos, las particulares concepciones éticas y morales que están detrás del ejercicio profesional de personas que al mismo tiempo que son consejeros empresariales, son funcionarios públicos con acceso a información privilegiada y a las instancias de decisión públicas que pueden beneficiar a las empresas para las que prestan asesoría, configuran una situación irregular en la que el carácter público de las decisiones queda amenazado por el carácter privado de los motivos que pueden influir en ellas. Se trata, sin embargo, de prácticas poco cuestionadas o culturalmente aceptadas así sean incorrectas. Bajo distintas modalidades de protección económica y social, la política ha terminado reducida al pobre papel de ámbito en que los políticos (o sus familiares), utilizando su posición privilegiada en información y capacidad de presión, buscan aprovechar la más mínima oportunidad para convertirse en intermediarios de grandes negocios del sector público con empresas privadas o para consolidar su posición como receptor de rentas producidas por su labor como legislador, como funcionario del gobierno o como asesor corporativo del sector privado12. La falta de una regulación que imponga la financiación estatal de las campañas electorales, se ha convertido en otro mecanismo igualmente perverso que históricamente ha contribuido a borrar las

12 A raíz de la ocupación alemana de Holanda Según Villar (1997) “Las acciones de la Handel, como todos los bienes de los alemanes o de los súbditos de los países invadidos por los nazis durante la segunda guerra mundial”... [en fideicomiso]....”no podían ser negociadas sino con la intervención del Fondo de Estabilización del Banco de la República y permiso del Ministerio de Hacienda. Como consecuencia de esto su precio se había reducido considerablemente. Es entonces cuando, según el senador liberal Enrique Caballero Escovar, López Michelsen interviene en la compra de un paquete de acciones en el exterior y negocia con varios accionistas el pago de una comisión a su favor, equivalente a la mitad del mayor valor que ellas adquirieran al ser nacionalizadas y legalizadas en Colombia. Esto ocurre en 1943, en virtud de un decreto dictado por el Presidente López Pumarejo. Las acciones quedan entonces liberadas con lo cual López Michelsen y los poseedores obtienen elevadas ganancias”… “Los cargos siempre serán negados por López Michelsen, pero el escándalo que causan en su tiempo es suficiente para precipitar la renuncia de su padre a la presidencia”… “y un año más tarde la caída del liberalismo del poder (Pág. 214 y 215). Años después, López Michelsen sería electo Presidente de Colombia entre 1974 y 1978.


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fronteras entre política y economía. Bien a través del financiamiento con recursos públicos de campañas electorales, en las que los elegidos han utilizado sus cargos como una manera de financiar sus actividades públicas y sus campañas políticas; o bien por la vía de aportes privados a las campañas electorales, de donde los empresarios esperan mantener sus porciones de mercado o las exenciones que permiten mantener buenos beneficios. De lo que se trata es que los empresarios se aseguren de un precompromiso pactado por el candidato que debe retribuir muy bien la inversión en el territorio. En general, los empresarios tienen claro que los aportes se hacen a todos los candidatos, lo que da un margen muy grande de seguridad a la tasa de retorno de su inversión. En casos excepcionales la apuesta se hace al candidato con mayores posibilidades. La practica ha demostrado que el reconocimiento ideológico, el programa de gobierno o el estilo de gobernar son poco relevantes a la hora de decidir a quien van a financiar. La apuesta que hacen es a largo plazo. De allí aseguran el mantenimiento de una porción del mercado, la reducción de los impuestos o la inyección de recursos para la capitalización de la empresa, en un marco que va desde los compromisos macro-sectoriales, a través de políticas específicas o la expedición de decretos puntuales, hasta los compromisos microorganizacionales, a través de actos reglamentarios, decisiones administrativas o simplemente la contratación como proveedor, productor directo de un bien o prestador de un servicio público. Un ejemplo interesante al respecto lo reporta el informe central de la Revista La Nota Económica (Julio Agosto de 1998) en el que, a raíz de la ruptura pública entre el Grupo Santo Domingo y el candidato electo Andrés Pastrana. En el informe, la revista muestra cómo El Grupo Santo Domingo decidió entonces jugársela toda por Horacio Serpa. La estrategia en la primera vuelta fue inflar a Noemí Sanín para debilitar a Andrés Pastrana. Su campaña recibió $500 millones, cuando a la de Serpa sólo se aportaron $80 millones en esa etapa. El Grupo se sentía más a gusto con Noemí. Consideraba a Serpa demasiado populista y no le gustaba la bandera del odio de clases que pregonaba. Caracol le abrió todos los micrófonos a Noemí y prácticamente ignoró a Andrés. En segunda vuelta el Grupo aportó $1.000 millones a la campaña serpista y se la ‘metieron toda’ en los micrófonos de la Cadena Radial Colombiana –Caracol- la emisora más importante del grupo. Más adelante los redactores se preguntan “¿Por qué un grupo económico se la juega de esa manera con un candidato a la Presidencia?”. Según el informe Santo Domingo tiene enormes


62 intereses en áreas muy reguladas por el gobierno: telecomunicaciones, televisión, radio, los impuestos a la cerveza, regulaciones aeronáuticas, política automotriz, son sólo una muestra. En el campo de las telecomunicaciones y los medios, el Grupo siempre se ha cuidado de tener cercanía con los ministros del ramo. Desde Noemí Sanín, ministra en el gobierno de Belisario Betancur, pasando por Guido Nule (ex empleado del Grupo en Promigas) y William Jaramillo (miembro de las juntas de empresas del Grupo, abogado y consultor del mismo) en el gobierno Gaviria y rematando con los cuatro ministros de esta administración, al Grupo siempre le han pasado al teléfono, le han consultado, le han hecho caso y le han ayudado. En la Asamblea Nacional Constituyente, con el trabajo de Pedro Bonett y Juan Manuel Arboleda, lograron la aprobación de la privatización de las telecomunicaciones y de la televisión. William Jaramillo les otorgó la concesión de telefonía celular, pagando un peaje muy alto, eso sí. El secretario general del ministerio en esa época, Luís Alonso Vázquez, después se fue a trabajar a Americatel. Con la asesoría de Álvaro Dávila y Juan Carlos Gómez, abogados asesores del grupo, el ministerio expidió la ley de telecomunicaciones. Armando Benedetti, primer ministro de Comunicaciones de la administración Samper, les aprobó el horario triple A en las dos cadenas nacionales de televisión que dejó la programadora Audiovisuales al dedicarse exclusivamente a la Cadena Tres. Uno de los espacios más rentables de Caracol es el partido de fútbol que se transmite los sábados a las 3 p.m., en un antiguo espacio de Audiovisuales. Con el ministro Arboleda obtuvo la licitación que se había embolatado de las emisoras FM, donde las principales concesiones otorgadas acabaron en manos de Caracol o RCN. Cinco años antes del vencimiento les otorgó la prórroga de los contratos de telefonía celular por US$38 millones, cuando la ley decía que se debía pagar la misma suma que por la concesión inicial (US$680 millones). Les dio la licencia de ‘trunking’ (la otra se le otorgó a Avantel de El Tiempo). Sacó una ley donde dice que los equipos de telecomunicaciones de los concesionarios no deben revertirse al Estado una vez se termine la concesión, como sucede, por ejemplo, en el sector petrolero. Y aprobó las licencias para la televisión satelital, donde el Grupo se alió con Carvajal en Direct TV (la otra concesión es Sky TV de El Tiempo), y se puso competencia a sí mismo, pues Caracol es socio de TV Cable. En otros campos como el de la cerveza, el Grupo logró que los impuestos al consumo se calcularan sólo sobre el valor líquido, no sobre el total con envase y la tapa (pp. 17-24).

Frente a la inocultable disolución de las fronteras entre política y economía, la Asamblea Constituyente ensayó una ingeniosa fórmula. Recoger la experiencia internacional que le daba un carácter independiente a la banca central, y buscar que la conversión del Banco de la República en un organismo independiente del gobierno se


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convirtiera en el eje a partir del cual se restablecerían las fronteras entre política y economía. El resultado fue exitoso. Uno de los mayores logros de la Constitución del 91 fue, como describía Rudolf Hommes, hacer del Banco “una institución fuerte e independiente que defendiera la racionalidad económica y resistiera los embates de un gobierno de corte populista”. Es decir, una institución con fuertes restricciones para financiar al gobierno con recursos de emisión y que fija sus políticas con criterio de largo plazo, independientemente del ciclo político que pueda atravesar el país. Para hacer efectiva esa autonomía, la Constitución de 1991 estableció una Junta Directiva de cinco miembros, dos de los cuales podían ser nombrados por el presidente de turno y los otros tres eran reelegidos para otro periodo de cuatro años. Era la manera de asegurar que la Junta cumpliera el principio de “representar exclusivamente el interés de la Nación”, sobre todo como autoridad en el manejo de asuntos tan delicados como emitir moneda; regular el dinero circulante, la tasa de interés y la tasa de cambio; administrar las reservas internacionales; ser banco de bancos; o agente fiscal del gobierno. En efecto, la Constitución Política promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente en 1991 introdujo significativas modificaciones al régimen económico, en particular al sistema monetario del país (Steiner, 1995): convirtió el Banco de la República de banco de emisión en banco central (elevando su condición al rango de órgano de Estado independiente del gobierno), le confirió el mandato específico de mantener la capacidad adquisitiva de la moneda y le asignó las funciones de diseño y ejecución de las políticas monetaria, cambiaria y crediticia (como prestamista de última instancia); le atribuyó al Congreso de la República la función de regular el comercio exterior, así como las actividades financiera, bursátil, aseguradora y cualquiera otra relacionada con el manejo, aprovechamiento e inversión de los fondos públicos y la expedición de leyes que regulen la acción del Banco de la República y las funciones que debe cumplir su Junta Directiva; y le otorgó al gobierno las funciones de inspección y vigilancia de las actividades del Banco, el diseño y la ejecución de la política fiscal, y la ejecución de las políticas de comercio, sector social, relaciones exteriores, defensa nacional, obras públicas e infraestructura (Constitución 1991). Este complejo tejido institucional era defendido por los constituyentes con el argumento de que era necesario establecer un marco institucional moderno para la banca central colombiana en la


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que se marcara una clara separación de funciones entre el banco central y el gobierno en el diseño y ejecución de la política económica, en particular de la política monetaria (Steiner, 1995:23). Entre las muchas consideraciones que se derivan del argumento sobresalen, por una parte, la que plantea que con la independencia del Banco de la República se buscaba “dotar a la economía de una institución fuerte e independiente que defendiera la racionalidad económica y resistiera los embates de un gobierno populista, comprometido con una contrarreforma económica” (Hommes, 1995:35) y, por otra, la que afirma que con la incorporación de la obligatoriedad de que el Banco cumpliera con sus funciones en coordinación con la política económica general (Art. 371 de la Constitución Política), se forzaría al gobierno y al Banco a negociar soluciones de compromiso que evitara enfrentamientos entre ellos: Supóngase que el Banco tiene dos herramientas a su disposición la tasa de cambio y la tasa de interés y que el gobierno sólo posee la herramienta fiscal. Si el gobierno se empeña en tener déficit superiores a los que desea el Banco y no quiere colaborar, este último puede subir excesivamente las tasas de interés y/o parar la devaluación nominal para obligarlo a entrar en línea”…. “por el contrario, si hay cooperación esta situación se resuelve con un menor déficit, tasas de interés moderadas y una menor revaluación (Hommes, 1995: 49)

Sin embargo, el contrato macroeconómico suscrito en la nueva Constitución quedó incompleto. En su evaluación de los arreglos institucionales de las instituciones macroeconómicas, Carlos Sandoval (1998) identifica problemas tales como la ausencia de mecanismos precisos de coordinación de la política económica entre el banco y el gobierno, la no-definición en la temporalidad de las metas, la indeterminación en la responsabilidad por los resultados finales de la inflación (en términos de cuál es el agente accountable de sus acciones por los resultados en esta materia) y la ambigüedad en la autonomía del banco central frente a la capacidad del gobierno para controlarlo. Para Sandoval ese control puede ser directo o indirecto sobre las acciones del Banco, bien a través del poder de nombramiento (nombra directamente a 2 miembros) y de veto (confirma el nombramiento de los otros 3) de los miembros de su Junta Directiva o bien mediante la aprobación del programa macroeconómico en el gubernamental Consejo Nacional de Política Económica y Social –Conpes- (pp. 18 y 19).


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Desde la firma de la Carta Constitucional y la expedición de la Ley 31 de 1992, que desarrolla los principios constitucionales, las relaciones entre el banco y el gobierno han estado regidas más por la confrontación que por la cooperación. Los vacíos normativos han sido llenados por las luchas de poder o por la preservación de la autonomía. Por una parte, los problemas que se producen de la relación directa entre las crisis cambiaria y crisis bancaria que surge de la doble función del banco central de garantizar el tipo de cambio y ser prestamista de última instancia del sistema financiero (Rehinart, 1998)13, han abierto un amplio espectro de tensiones y conflictos entre el banco y el gobierno. Según Reinhart, “A menudo ocurre un círculo vicioso: un problema bancario ata las manos del banco central para usar las tasas de interés para defender la moneda, al tiempo que compromete sus recursos para alimentar las instituciones en problemas. Durante el ataque especulativo las tasas de interés aumentan, los bancos sufren y la economía sufre. La mora de los préstamos al sector productivo aumenta. Los bancos tienden a defenderse con más deuda y por ello se descuadran. Asumen un comportamiento más riesgoso, que yo llamo jugarle a la resurrección, es decir, aumentan los riesgos esperando salvarse en la siguiente movida. Pero no hacen explícitos estos riesgos y nadie logra identificarlos a tiempo”. Y por otra, la resistencia del gobierno a reducir sus gastos (aún con el noble propósito de cumplir con las obras que prometió a sus electores) ha terminado por desatar una tensión de grandes proporciones con el banco. No son pocos los analistas que coinciden en afirmar que “una de las variables que más ha perturbado la estabilidad macroeconómica ha sido la política fiscal” (Sandoval, 1998:19). La financiación de un déficit cada vez más creciente ha limitado la capacidad del Banco de la República para reducir la inflación. La política fiscal ha terminado por subordinar a todas las demás políticas económicas. Mientras que no existan límites sobre el monto del déficit fiscal la Junta Directiva del Banco de la República no puede responder por el poder adquisitivo de la moneda (Sandoval, 1998:19).

13 Reinhart y otros investigadores han encontrado que existe una fuerte relación entre crisis bancarias y cambiarias. Hay un patrón claro en la experiencia internacional. Primero, los países liberalizan su sector financiero al tiempo que se produce un boom de la economía. El crédito se expande rápidamente para financiar consumo, vivienda e importaciones. Los capitales y el crédito internacional fluyen hacia el país. El gobierno gasta abundantemente y acumula un déficit fiscal, confiado en su capacidad para financiarlo. Los precios de la finca raíz y los papeles de la bolsa se disparan, en medio de un ambiente especulativo. La moneda local se revalúa, las exportaciones se frenan, las importaciones aumentan y el déficit en cuenta corriente se expande (p. 42)


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En este escenario de tensiones y conflictos el gobierno se ha revelado incapaz para mantener unidad de acción institucional. En el manejo económico esta situación es particularmente cierta. El contrato macroeconómico depende más del perfil y las relaciones de los ministros que de su propia solidez institucional. Sandoval (1998) muestra como a pesar de que la Ley establece que las funciones del Banco de la República, como autoridad monetaria, cambiaria y crediticia se deben ejercer en coordinación con la política económica general aprobada por el CONPES, en realidad la ley no se cumple. Según Sandoval “El caso de la definición de las metas macroeconómicas para 1998 lo confirma. En la última semana del mes de noviembre de 1997 la Junta [del Banco de la República] declaró que su meta de inflación para el año siguiente sería del 16%, para lo cual el Ministro de Hacienda se comprometió con metas de crecimiento del gasto público y de aumento en el precio de la gasolina y en los servicios públicos. Esos acuerdos se lograron con base en el ejercicio tradicional de programación financiera y macroeconómica elaborada por el banco de la República y discutida con el Ministerio de Hacienda. De esta manera, para diciembre de 1997 el programa macroeconómico ya había sido aprobado por las partes pertinentes sin que hubiera pasado por el Departamento Nacional de Planeación y por el Consejo Nacional de Política Económica y Social –CONPES- (pp. 22 y 23). Sin embargo, con la reelección presidencial, aprobada mediante el Acto Legislativo 03 de 2005, el modelo de autonomía entra en demolición. En caso de ganar las elecciones, un nuevo periodo en la Presidencia le va a permitir a Álvaro Uribe el control del Banco de la República. El nombramiento de dos nuevos miembros de la Junta Directiva (adicionales a los dos que ya nombró en su primer periodo) le va a dar la mayoría necesaria para dominar las decisiones del Banco. La experiencia de tres años de gobierno ha demostrado que, por su formación y talante, el Presidente Uribe no es muy dado a preservar una mínima racionalidad económica, ni a respetar la autonomía del Banco. Desde distintos escenarios ha presionado a la Junta para que modifique las tasas de interés, la tasa de cambio o destine las reservas internacionales para pagar la deuda externa, sin tener en cuenta los costos que estas decisiones pueden tener para el país. El cambio en el equilibrio de poderes puede hacerse extensivo a otros entes autónomos y a la rama judicial, particularmente cuando se analizan las implicaciones que tiene la extensión del poder nominador directo del Presidente en la Fiscalía y el Consejo Superior de la


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Judicatura. Aún cuando la Corte reafirmó que “no puede ejercer un control de fondo para cuidar si la reforma es contraria al contenido de la Constitución”, en su comunicado no tuvo problema para decir que con la reforma “Las instituciones de vigilancia y control conservan la plenitud de sus atribuciones. El sistema de penas y contrapesos continúa operando. La independencia de los órganos constitucionales sigue siendo garantizada”. Que paradoja. Un fallo de la Corte que invoca los “elementos esenciales que definen el estado social y democrático de derecho”, como argumento para avalar una reforma que menoscaba el equilibrio de poderes públicos, es a la vez el producto de ese desequilibrio que tiene sometidos al poder legislativo y judicial, y que hoy caracteriza al régimen democrático como lo que es en Colombia: una mesa coja en la que nada permanece ni se consolida. La ruptura entre Ley, Moral y Cultura En un ensayo sobre lo que llamaba “divorcio entre ley, moral y cultura”, Antanas Mockus (1998), analizaba la falta de congruencia entre la regulación cultural de los comportamientos y sus regulaciones moral y jurídica, falta de congruencia que se expresa como violencia, como delincuencia, como corrupción, como ilegitimidad de las instituciones, como debilitamiento del poder de muchas de las tradiciones culturales y como crisis o debilidad de la moral individual. El desarrollo temático de Mockus, se había basado en el trabajo de Tesis presentado sobre el tema por Clara Carrillo, en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional, 1991. Mockus afirmaba que El ejercicio sistemático de la violencia por fuera de las reglas que definen el monopolio estatal del uso legítimo de ella, o el ejercicio de la corrupción, crecen y se consolidan precisamente porque llegan a ser comportamientos culturalmente aceptados en ciertos contextos. Se toleran así comportamientos claramente ilegales y con frecuencia moralmente censurables. En un trabajo posterior se subrayó la fuerza que en Colombia tiene la regulación cultural: “La estabilidad y el dinamismo de la sociedad colombiana dependen altamente del alto poder que en ella tiene una regulación cultural que a veces no encaja dentro de la ley y lleva a las personas a actuar en contra de su convicción moral.

Mockus pone en evidencia, a través de la incongruencia entre los campos de regulación legal y los de regulación cultural, el entrecruzamiento cada vez más extendido de los comportamientos que


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son ilegales, pero que son culturalmente aceptados. El problema radica en que, bajo distintas modalidades de acción legal e institucional, los gobiernos -uno tras otro- han ido dando una solución facilista al problema. Han extendido los campos de la regulación legal, confiriendo legalidad a los asuntos que eran ilegales pero ampliamente aceptados por los ciudadanos, de manera que “lo que ayer era ilegal, pero culturalmente aceptado, sea hoy legal”. Es la consecuencia más evidente de la tendencia estructural de los gobiernos a gobernar por decreto. Frente a la expedición de normas y cambios permanentes en las reglas de juego, los ciudadanos hacen sus propias previsiones: Ocupan espacios públicos, evaden impuestos o simplemente delinquen sin control, porque están confiados en que la fuerza de las circunstancias llevará a los gobernantes a tener que expedir nuevas normas que legalicen la apropiación privada de esos espacios públicos (o legalicen barrios de invasión), otorguen amnistías tributarias a los que no han declarado sus rentas o, forzados por los problemas de hacinamiento carcelario, flexibilicen la legislación penal para que los pequeños delitos puedan ser cubiertos con trabajo social o en reclusión domiciliaria. Y en efecto los gobiernos han procedido de esa manera. Presionados por la pérdida de capital político que puede significar el tener que expulsar a los que se han tomados las calles para sobrevivir, o hacer cumplir las leyes a los evasores de impuestos, los gobiernos optan por la vía fácil de expedir los decretos que legalizan los comportamientos aceptados. De esta manera llegamos, como lo sugiere Kalmanovitz (1997) a Un sistema de Ley poco concordante, cada vez más difuso, unos sistemas de penas poco rigurosas para el crimen en general, y así mismo el entorno se hace más confuso y más contraproducente para el desarrollo del mercado y del capitalismo. No hay una ideología de rigurosa responsabilidad individual que es especialmente notoria en el sistema político. Se prohíbe la reelección de funcionarios o sea que el comportamiento no es la medida de la acción y el buen político no obtiene reconocimiento. Hay un sistema político basado en clientelas partidistas a las que se les reparten servicios públicos baratos, obras mal diseñadas y puestos en todos los niveles del gobierno (p. 64).

Una de las consecuencias de la ruptura, es la conversión (y uso) de la corrupción como un mecanismo de corrección de la incertidumbre.


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Es decir la conversión de la corrupción como un hecho legalmente rechazado, pero socialmente aceptado. El quebrantamiento generalizado del principio de que los bienes públicos están destinados a satisfacer las necesidades comunes e imprescindibles de los asociados, hace que la corrupción se constituya en un fenómeno trascendente en todos los ámbitos de la vida en sociedad. Así como la ineficiencia estatal incentiva a los ciudadanos a que busquen resolver sus problemas por sus propios medios, la generalización de la corrupción crea incentivos para que los ciudadanos, como agentes económicos y agentes políticos puedan protegerse. Cada uno tiende a ajustar sus cuentas para sobrevivir o a modificar los parámetros de lo que está dispuesto a ganar para mantenerse. Los “costos adicionales” a los que deben someterse los agentes son cubiertos como seguro contra la inestabilidad que puedan producir los corruptos14. La cuestión sustancial la constituye la distinción que opone lo formal a lo informal en la circulación del poder y el dinero. Por una parte, el poder institucional circula formalmente como parte rectora de los recursos que deben ser regulados por la ley y la moral. Por otra, el dinero y las prebendas circulan de manera informal como una regulación de lo público mediado por relaciones privadas de compadrazgo, clientela o de familia en las que la existencia de un sistema jurídico y moral no se toma en cuenta. En condiciones de baja institucionalidad formal, las instancias formales del sistema político se degradan con la misma velocidad y contundencia con que consolidan las instancias informales de la política. Los partidos políticos, hundidos en el desconcierto y la inmovilidad social, se revelan incapaces para estructurar y movilizar ideas e intereses de partido, son pesados organismos que agencian los más livianos intereses personales; los políticos, incapaces para estructurar y agenciar un proyecto de largo aliento, se han convertido en profesionales en el arte de hacerse elegir en medio de fuertes señalamientos de corrupción y fraude por parte de los ciudadanos; los sistemas de registro y control electoral están sometidos a la interferencia de prácticas oscuras capaces de modificar resultados electorales o más simplemente de excluir (o mantener) unos determinados electores. Bajo distintas modalidades de “alternancia política” las dirigencias políticas, económicas y sociales (organizadas o no, independientes o no) buscan reproducirse de la manera menos Decía Dario, en su célebre diálogo con Otanes que “la corrupción no genera enemistades, sino sólidas amistades entre los malvados: los que actúan contra el bien común lo hacen conspirando” (Bobbio, 1987:16). 14


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traumática posible. Las elecciones presidenciales se realizan en medio de una lucha abierta entre guerrilla, paramilitares, narcotraficantes y fuerzas regulares por el control territorial de grandes extensiones del país, sin que nadie pueda imponerse (al menos militarmente) sobre los demás. Pero el empate no sólo es militar. También tiene lugar en todos los ámbitos de la vida en sociedad y el Estado. Los acuerdos políticos, la práctica política, las alianzas políticas se hacen reconociendo esa realidad. Los canales de la formalidad institucional están establecidos para regular el empate. De allí que la excepción siempre será la regla. La utilización recurrente de mecanismos de excepción que están dentro de la formalidad institucional (la conmoción interior y el estado de emergencia) y la de los que están por fuera de la formalidad institucional (la componenda política, el favor burocrático, la asignación del contrato), han permitido enfrentar las crisis, regular las tensiones, rediseñar las instituciones, hacer las reformas, definir los patrones de desarrollo, gestionar los recursos públicos, etc. Sin unidad territorial ni unidad institucional el clientelismo emerge como el instrumento capaz de integrar los intereses de los gobernantes con las necesidades de los gobernados; es la correa de transmisión entre la nación y los municipios, el Estado y los ciudadanos. Lejos de constituirse en los referentes de una crisis coyuntural en los finales de los noventa, revelan en realidad la precariedad estructural del régimen político colombiano. Pero esa precariedad es –a la vez- su propia fuerza. Como todo régimen político, el régimen colombiano pone de presente un determinado ordenamiento al que han llegado y sobre el cual interactúan los individuos entre sí y con el Estado. Es decir, un conjunto particular de transacciones, acuerdos y representaciones que dan forma y sustento al orden social vigente en el país. Esto implica que, contrario a lo que usualmente se piensa, la existencia de la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, no han sido agentes externos que surgidos de una realidad social injusta han aparecido de pronto para desestabilizar el régimen. No. Se trata más bien de una multiplicidad de actores cuya irrupción y lucha hace parte de la propia evolución del régimen político colombiano. Y los problemas del régimen no deben analizarse a partir de su presencia como actores conflictivos, sino que deben abordarse como la expresión de las porosidades del propio régimen, que permiten la irrupción y coexistencia de una multiplicidad de esos actores y su reproducción a


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través del tiempo y en un ámbito territorial bien definido. Es la precariedad en la que, la confrontación abierta -y armada- por el control político y militar entre una multiplicidad de actores (no estatales), indican que el Estado ha perdido parte de su poder coactivo para mantener el control sobre las tensiones y conflictos; Los elevados grados de impunidad revelan su pérdida de poder jurisdiccional para hacer cumplir la ley e impartir justicia; el auge y papel preponderante de la economía subterránea, descubre la limitada capacidad para mantener su poder regulador para imprimir una determinada dirección a los procesos económicos y sociales; y los altos niveles de evasión, revelan la pérdida del poder impositivo que asegure la financiación de sus actividades. La especificidad del régimen político colombiano revela los rasgos propios de una poliarquía deteriorada por la vigencia de lo que O´Donnell llama “particularismos” (1996). Para este autor los particularismos hacen referencia a “diversos tipos de relaciones no universalistas, desde transacciones particulares jerárquicas, patronazgo, clientelismo, nepotismo, favores y jeitos (las cursivas son del texto original), hasta acciones que, según la formalidad del complejo institucional de la poliarquía, serían consideradas corruptas” (Pág. 17). Una de las consecuencias de la primacía de estos rasgos es el desdibujamiento de los límites de la rendición de cuentas. Más precisamente Me refiero a los controles que algunas agencias estatales deben ejercer sobre otras acciones

estatales.

La

combinación

de

elecciones

institucionalizadas,

particularismos como institución política dominante y una gran brecha entre las reglas formales y el funcionamiento real de la mayoría de las instituciones políticas, tiene fuerte afinidad con concepciones y prácticas delegativas, no representativas de la autoridad política [….] Me refiero a una visión cesarista, plebiscitaria de un ejecutivo que se cree investida del poder de gobernar como cree conveniente. Estas practicas son hostiles a la institucionalización política formal (p. 23).

Paréntesis sobre el paramilitarismo No hay duda que el paramilitarismo ha sido uno de los fenómenos que más claramente revelan las consecuencias del gobernar por la vía de los mecanismos de excepción. El paramilitarismo nace en el marco del Estado de Sitio decretado por el Presidente Guillermo Valencia, como un


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instrumento para apoyar la acción del gobierno contra la guerrilla. Con la expedición del Decreto Legislativo 3398 del 24 de Diciembre de 1965, el gobierno le dio un regalo de navidad a los colombianos: el establecimiento formal de las condiciones institucionales para la creación de patrullas civiles que ayudaran al Estado en su lucha antiguerrillera, pudiendo recibir armas de uso privativo de las fuerzas de seguridad del Estado por autorización del Ministerio de Defensa. Se trataba de una norma con la que se proponía regular “La parte de la Defensa Nacional que comprende el conjunto de medidas, disposiciones y órdenes NO AGRESIVAS, que tienden a evitar, anular o disminuir los efectos que la acción del enemigo o de la naturaleza, puedan provocar sobre la vida, la moral y los bienes del conglomerado social”. Expresamente, el Decreto 3398/65 estableció, en el artículo 25 que “Todos los colombianos, hombres y mujeres, no comprendidos en el llamamiento al servicio militar obligatorio, podrán ser utilizados por el Gobierno en actividades y trabajos con los cuales contribuyan al restablecimiento de la normalidad”; y en el Art. 33, numeral 3, determina que, “El Ministerio de Defensa Nacional, por conducto de sus comandos autorizados, podrá amparar, cuando lo estime conveniente, como de propiedad particular, armas que estén consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas”. Sin embargo, sólo es hasta agosto de 1968 cuando en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, que el Decreto 3398/65, se adopta como legislación permanente en la Ley 48 de 1968. Quizá lo más sorprendentemente de la norma fue que la adopción no se produjo en el marco de una Ley reguladora de la Defensa Nacional (como debió ser), sino que se expidió en el marco de una norma general de por medio de la cual, además de adoptar como permanentes algunos decretos legislativos, se definían los criterios de liquidación y pago del impuesto al consumo de cervezas; se autorizaba al Gobierno para celebrar operaciones de crédito interno, abrir créditos y hacer traslados en el Presupuesto; y se autorizaba al Gobierno Nacional para destinar las sumas necesarias para cubrir los gastos adicionales que se hayan verificado con motivo del mismo Congreso Eucarístico Internacional, entre otras disposiciones. En aplicación de la Ley 48/68 se fue consolidando la conformación de grupos de civiles armados por el Estado, ubicándose primero en zonas críticas como el Magdalena Medio, para después extenderse hacia otras zonas del país. En virtud de esa norma, irrumpen en la escena nacional personajes como Ramón Isaza y los hermanos Castaño


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que poco después se convertirían en los más relevantes dirigentes de la acción paramilitar. Esta Ley mantuvo su vigencia hasta el mes de abril de 1989 cuando, después de la masacre de la Rochela, en el municipio de Simácota (Santander), el gobierno del Presidente liberal Virgilio Barco expidió el Decreto 0815, que suspendía la aplicación de los artículos 25 y 33(3) del Decreto 3398/65 a fin de evitar que fueran interpretados como una autorización legal para organizar grupos civiles armados al margen de la Constitución y las leyes15. Pese a la declaratoria, los grupos armados que se habían conformado en los veinte años de vigencia que tuvo la Ley 48/68, no se desmontaron completamente y, por el contrario, dieron origen a otros nuevos o reforzaron su acción militar extendiéndola a otras partes del país. Continuidad en la Ruptura: El papel de las Elites Políticas Del Reto de la Historia a la Historia del Reto La reforma constitucional es una de las prácticas más recurrentes en la historia colombiana. A través de ellas es que con una cierta 15

Según el informe de Naciones Unidas, “Que bandas de sicarios, escuadrones de la muerte, grupos de autodefensa o de justicia privada, equivocadamente denominados paramilitares son responsables de actos perturbadores del orden público; Que mediante decreto Legislativo 3398 de 1965, adoptado como legislación permanente por el artículo 1 de la Ley 48 de 1968, se autorizó la utilización de personal civil en actividades y trabajos para el restablecimiento de la normalidad; Que la interpretación de estas normas por algunos sectores de la opinión pública ha causado confusión sobre su alcance y finalidades en el sentido de que se puedan llevar a tomar como una autorización legal para organizar grupos civiles armados que resultan actuando al margen de la Constitución y la leyes; Que los operativos para el restablecimiento del orden público son función exclusiva del Ejército, de la Policía Nacional y de los organismos de seguridad del Estado; Que el Gobierno Nacional considera, en ejercicio de las responsabilidades constitucionales que le son propias, que en las circunstancias actuales la vigencia de las normas mencionadas dificulta el restablecimiento del orden público; Que es necesario suspender la vigencia de dichas normas, puesto que su interpretación de algunos sectores de la opinión pública contribuye a crear un ambiente de confusión que impide que se aúnen esfuerzos para alcanzar la reconciliación y afectan negativamente la capacidad de acción del Ejército, la Policía Nacional y organismos de seguridad, en la medida en que erosionan la necesaria solidaridad de todos los sectores de la Nación; Que el Gobierno Nacional siempre ha combatido la existencia de grupos armados que operan al margen de la Constitución y la ley y que por ello considera necesario suspender las normas mencionadas, con el fin de que no exista ambigüedad alguna acerca de la voluntad del Gobierno y del Ejército, la Policía Nacional y organismos de seguridad, de enfrentar a quienes forman parte de dichos grupos, los organizan, financian, promueven o de cualquier manera les prestan colaboración...” Decreto 0815 “por el cual se suspenden algunas normas incompatibles con el estado de sitio”. Ver también, Corte Suprema de Justicia, Sentencia de 25 de mayo de 1989, Magistrado Ponente, Fabio Morón Díaz, mediante el cual se declara inexequible el párrafo 3 del artículo 33 del Decreto legislativo 3398 de 1965 (http://www.derechos.org/nizkor/colombia/doc/cidh1.html)


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periodicidad los vientos de la restauración vuelven a soplar fuerte en Colombia. En 1991 el muro de una centenaria constitución ha sido derribado. Vibrantes sentencias y emocionados abrazos de los reformadores parecen dictar, a la mejor manera de sus pares en Europa del este, el crudo epitafio: “De toda su vida, su muerte ha sido su más bella obra” (Garthon Ash, 1990:315). Trece títulos, 380 artículos y una extensa fe de erratas, resumen el deseo por concluir el nuevo pacto social que responda a la "silenciosa revolución" económica, política y social del país. Es el pacto, cuya naturaleza "refundacional" se promueve como el "vademécum" de las convocatorias por las reconciliaciones totales y las soluciones definitivas. Fieles a la más antigua tradición reformadora de toda América Latina, los actores políticos y sociales se han enfrentado a la necesidad de reacomodarse en el sistema político, realinderar sus fuerzas, buscar nuevas alianzas. La expedición de la nueva Constitución y una de sus principales consecuencias, la realización de elecciones legislativas anticipadas, concretan el nuevo comienzo de la vieja tarea: la transformación de las instituciones y estructuras políticas del país. Es la historia de fascinaciones compartidas por el ahora o nunca, heredada desde los tiempos inmemoriales del “Regeneración o Catástrofe”. Principio reformador por excelencia que, desde principios de siglo evoca la tarea patriótica de caudillos y notables, en procura del paso hacia un régimen pluralista, moderno y auténticamente participativo. Pero más allá de las nuevas fachadas, la caída del muro deja ver que la tarea de la transformación es la realidad del reformismo. Inmunizante que previene contra el riesgo de las soluciones de fuerza. Válvula de escape para un régimen oligárquico, caduco y excluyente, que se funda en el fraude y la ficción de la representación, y que, no obstante, se reproduce una y otra vez bajo una larga cadena de gobiernos civiles legalistas (Hermet, 1983:120). Es el reformismo, tarea inacabada de modernización sin modernidad, que ha hecho de los "Pactos Institucionales" el recurso que controla los desbordamientos que causan en las turbas exaltadas la embriaguez de las libertades y la soberanía; que evita la conversión de las revoluciones de justa causa en motines subversivos; que domestica y disciplina a elegidos y electores en la búsqueda del "buen orden". Revestidos de una capa democrática, bajo la forma siempre remozada de los "acuerdos de caballeros" (Palacio, 1995), los pactos institucionales se promueven como el mecanismo que integra los actores e intereses en juego, establece las condiciones del cambio y


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define los objetivos del mismo. Es la refundación que desplaza las búsquedas del consenso entre los dos extremos aparentes de la consolidación democrática. De una parte, las necesidades de instituir y preservar los mecanismos de defensa del ciudadano frente al riesgo de usurpación del poder estatal. Es el extremo cuyos momentos claves los constituyen la lucha por los derechos humanos, el “habeas corpus” y la fuerza impartida por el derecho (Caille, 1990:7-8). Y de otra, la exigencia de modernizar la organización del poder político y los mecanismos de representación ciudadana. Es el extremo cuyos momentos claves los constituyen las luchas por el pluripartidismo y la elección transparente y asidua de gobierno y parlamento (O´Donnell y Schmitter, 1990:34; Rojas 1991:7; Roitman, 1991:23). Pero la dinámica de las confrontaciones muestra el reverso de la moneda. La precipitación de los reacomodamientos, la confusión de los realinderamientos, la fragilidad de las alianzas, revela que en la convocatoria los verdaderos referentes de la lucha democrática están ausentes. No se llama al consenso sobre la pugna de intereses, la redefinición de las relaciones de poder o las metas que deben presidir el ejercicio del gobierno. Se convoca e integra sobre compromiso de la no-agresión; se acuerda sobre el respeto de los derechos ya establecidos; se pacta sobre la definición de las reglas de juego, porque “la negociación de las condiciones de negociación es la primera y más importante etapa del proceso de elaboración de un compromiso” (Lynn y Schmitter, 1991:298-299). Desprovistas de sus referentes naturales, las luchas democráticas se convierten en las luchas por la competitividad y eficiencia de las instituciones "democráticas". Es la convocatoria que restringe el campo de las representaciones y la participación a la correa de la "institucionalidad", buscando reasegurar los intereses vitales de los dominantes y la sumisión de los dominados. Es la tradición histórica que muestra que, en la resolución de la crisis, lo importante no está en el contenido de las soluciones, sino en el procedimiento utilizado. No está en el objetivo del cambio, sino en el itinerario. La Asamblea Constitucional, forma siempre renovada del Cabildo Extraordinario (Liévano Aguirre, 1960:580)16, que asegura la conversión 16

Según el historiador Indalecio Liévano Aguirre, el Cabildo Extraordinario se constituyó en el mecanismo a través del cual el Virrey Amar y Borbón contuvo los primeros ímpetus revolucionarios del pueblo que exigía un cabildo abierto para proclamar la independencia, el 20 de Julio de 1810. Sostiene Liévano, citando al Diario Político, que "[...] para tal efecto ordenó a Jurado trasladarse al ayuntamiento para informar que convenía en autorizar un 'Cabildo Extraordinario', pero no un 'Cabildo Abierto'. Los cual quería decir que el Virrey convenía en que el Cabildo de Santa Fe, dominado por la


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institucionalizada de los "notables" en "constituyentes". Virtuosos que corren presurosos al llamado del "pueblo" para que erradique las causas de la crisis y restituya la unidad de lo social. El llamado se proclama como el nuevo reto que impone la historia. La tarea, se presenta como la instauración de un orden elemental dentro del caos. El objeto, como evocación de aspiraciones represadas y antídoto contra la exclusión, pócima de reconciliaciones, alternativa modernizante para un régimen caduco. La nueva Constitución, más que una respuesta nuevo reto de la historia, es el recurso que mejor caracteriza la historia de un reto: imponer un proyecto hegemónico que le permita al régimen retomar el control sobre los desbordados, disciplinar a los indóciles, cooptar a los revelados. Es la historia del reformar para pacificar que, bajo el viejo recurso de la "revolución sin precedentes", se ofrece como salida de "choque" para una crisis política y social generalizada. Reformar para pacificar, representa bien el procedimiento a través del cual el reformismo procura un cambio en las estrategias de poder, pero no un cambio en las relaciones de poder. Cambiarlo todo para que todo siga igual. Es el procedimiento cuyo itinerario permite dar cuenta de la sorprendente vigencia del parlamentarismo oligárquico en Colombia. Se trata de un procedimiento de culpas, exorcismos y fetiches que pone al descubierto los conflictos y contradicciones, las precariedades y fuerzas, de un régimen en el que se produce y reproduce, una y otra vez, la estabilidad dentro de la crisis; la legalidad dentro del fraude; la legitimidad dentro de la abstención; la institucionalidad dentro de la excepción. Es el itinerario que también evidencia la capacidad de los que detentan el poder para mantenerse y reproducir el régimen que los mantiene. Para utilizar en su provecho el recurso de la dictadura o de la civilidad, desarrollando mecanismos cada vez más refinados, estrategias cada vez más hábiles. ¿Dónde está la clave del éxito?... ¿Cuál es el reconstituyente que asegura una cara siempre fresca y fragante al régimen caduco, oligárquico y excluyente?... ¿Cuál es el procedimiento que como impermeabilizante ha servido históricamente a la

oligarquía criolla, se reuniera en 'sesión extraordinaria', a fin de tomar las medidas adecuadas para afrontar la gravísima emergencia [....] No era, pues, el Pueblo, el que tendría la decisión, como en el caso del Cabildo Abierto, sino los actuales Regidores del Ayuntamiento santafereño, quienes en los últimos meses habían solicitado la constitución de una Junta de Gobierno, presidida por el Virrey, e integrada por los capitulares de dicho cabildo[....]” (p. 121).


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reconstitución? ... ¿Cuáles los itinerarios del tratamiento?... ¿Cuál es el lugar y función de la elite?... De la ilusión del Caudillo al Monarca Encadenado El presidencialismo está en la base de un régimen civilista en donde los acuerdos y transacciones que fundan el orden establecido se muestran insuficientes, por una parte, para asegurar la producción y reproducción de los mecanismos e instrumentos a través de los cuales el ejercicio de la autoridad se extiende y profundiza en la sociedad. Y por otra, para compensar la falta de regulación entre los ciudadanos, diferenciando sus formas de control e internalizando una identidad colectiva. Se trata de un régimen de representaciones parciales cuyos rasgos constitutivos, la precariedad del poder de la elite y la parainstitucionalidad, emergen como la medida de su propia debilidad y su propia fuerza. Son su propia debilidad, porque no permiten concretar e imponer un proyecto hegemónico acabado, ni posibilitan que las relaciones de dominación se desdoblen como relaciones de poder político institucionalizado. Pero, a la vez, son su propia fuerza, porque dotan al régimen de una cierta capacidad para readaptarse y reproducirse en condiciones de permanente inestabilidad y desorden. Es el atributo de cooptaciones que desarticula a las formaciones contrarias, absorbe sus interpelaciones y las reubica en una problemática distinta, para vaciarlas de contenido conflictivo. La precariedad del poder de la elite tiene un doble origen. Por una parte, proviene de su carácter heterogéneo y difuso como unidad social. Se trata de una elite que está fracturada desde su inicio por la incoherencia y confrontación permanente entre una aristocracia de delfines heredada de poder, una burguesía de apellidos heredada de riqueza y unos cuantos emergentes favorecidos por las loterías y el juego electoral. Por otra, la precariedad se origina en la fragilidad y fragmentación de las bases sociales e institucionales sobre las cuales el poder descansa. En primer lugar, el ejercicio del poder esta recortado por la no-coincidencia entre la territorialidad del poder y la espacialidad de los procesos sociales. La soberanía del Estado no cubre a toda la nación y esta no llega a todo el territorio. A falta de un mejor recurso, el clientelismo emerge como el dispositivo que articula los intereses de los gobernantes y las necesidades de los gobernados; como la correa de transmisión entre el Estado y los ciudadanos y entre la Nación y los municipios. En segundo lugar, los sectores medios,


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constituidos como "clase política", agregan demandas y aspiraciones y cohesionan las principales fuerzas en pugna, representando los intereses de los distintos grupos sociales, pero sin llegar a representar un interés general (Lechner, 1977:410). Como portadores sociales privilegiados del poder en los territorios, desarrollan una intermediación irregular que no permite la extensión de la base social de la elite, ni la permeación de la sociedad para lograr imponer un proyecto hegemónico. La precariedad del poder de la elite se expresa, por una parte, en la fragilidad de los mecanismos financieros y administrativos que, en procura de sujetar la relación de favores entre electores y elegidos, hace que los intereses de la elite se encuentren ante la permanente presión (con la amenaza de ser permeados) por los intereses de los intermediarios indóciles con aspiraciones de ascenso; Y por otra, en la apropiación fragmentada de las ramas del poder público y de sus estructuras institucionales que, al insertar y entremezclar distintas racionalidades en el aparato estatal, configuran una diversidad de redes de poder que desconectan los centros de decisión y dirección con los centros de ejecución y gestión de las políticas. La crisis política se caracteriza por una situación en donde los acuerdos que sustentan equilibrios institucionales se revelen caducos. Cada rama del poder público parece independizarse y cobrar vida propia. Se pierde la armonía en el funcionamiento de las diferentes funciones gubernativas. Las redes clientelares sobre las que se estableció el equilibrio precedente, se revelan incapaces de lubricar el sistema. Desprovistos de todas responsabilidades gubernamentales y confinadas al dominio del legislativo, los partidos políticos radicalizan las reivindicaciones sociales frente al ejecutivo (Lechner, 1991:582). La indocilidad se desplaza a electores y elegidos. Su movilidad pone en evidencia su propia lucha por la supervivencia. El recurso a la unidad de las vertientes y de las maquinarias clientelistas en el partido se muestra incapaz de preservar los mecanismos de la dominación política en el país. La invocación a la unidad de los partidos ya no es suficiente para encubrir la fragmentación de las elites y para contener la pérdida del control sobre el Estado. La salida a la crisis implica un replanteamiento de las competencias y relaciones entre las diferentes ramas del poder público y sus instancias en el aparato estatal. Sin embargo, cada uno reacciona desarrollando su propia lógica y postula el reforzamiento de sus propias prerrogativas como solución a la crisis. Invocando el pasado o la necesidad de la modernización las lógicas


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encontradas rompen el equilibrio institucional surgido de los acuerdos y transacciones precedentes. Los equilibrios ayer pactados para asegurar la "gobernabilidad" del sistema, tienden a perdurar en una situación que requiere de otro ordenamiento, una nueva estructura (Restrepo, 1990:12). En este marco de precariedades y dislocaciones, la parainstitucionalidad emerge con su propia lógica. Ante la imposibilidad de encontrar en las instituciones, los ámbitos adecuados para resolver sus tensiones y conflictos sociales, los confrontados se vuelcan sobre la sociedad buscando una salida a sus luchas. La capacidad, cobertura y eficiencia de los mecanismos de la represión oficial, quedan en cuestión. Las estructuras de control y disciplinamiento social se privatizan creando una cultura de los hechos y los actos de fuerza como alternativa de reconocimientos, negociaciones o solución de conflictos. En este sentido, el para-militarismo, las autodefensas campesinas y el sicariato no pueden ser otras cosas que un substituto de la represión oficial. Ante la incapacidad del sector público, es la iniciativa privada la que irrumpe para resolver sus propios problemas. Es la cultura que está en la base de la historia de los procesos agrarios, urbanos e industriales en el país y que se resume bien en el principio guerrillerista de “los hechos, compa, los hechos” (González, 1987; Grave, 1990: sin página). Es el antídoto que busca inmovilizar las fuerzas y racionalidades inmersas en la confrontación y lucha social, a través de una típica relación de mercado, y bajo un sistema de poderes y contrapoderes, en donde lo que cuenta es la capacidad de movilización y la fuerza desestabilizadora de cada uno de los confrontados. Sin referencia a la hegemonía partidista, la figura del presidente (figura concentrada de poder en condiciones de poder fragmentado) es la llamada a conjurar la crisis. Sus decisiones, siempre cruciales, están llamadas a resolver el problema. Su tarea debe apuntar a recrear las condiciones para reconstituir el "bloque histórico" y restaurar el orden institucional. Pero esta tarea debe darse en condiciones de empate social. Es decir, sobre la base del reconocimiento que ninguno de los sectores confrontados tiene la fuerza económica para imponer un interés particular, ni la fuerza política para crear un interés general (Lechner, 1991:405). De la figura del presidente debe emerger la ilusión del caudillo, sacralización del poder, descubridor de culpables, juez y verdugo. Frente al resquebrajamiento del bloque histórico, tiende a restablecer los mecanismos de concertación y a redefinir los escenarios


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de reconciliación. Encarnando la figura mítica de la unidad nacional, el presidente emprende una nueva repartición burocrática que erradique las tentaciones de los partidos a radicalizar las reivindicaciones frente a la concentración de poder en el ejecutivo. Frente a la dislocación institucional y la confrontación de poderes, tiende a desarrollar instancias "ad-hoc" paralelas a los aparatos estatales y las ramas del poder público. Para cada problema o institución problemática crea consejos, cortes o Fiscalías, compuestas por superhombres por encima de las instituciones, tratando de conformar un séquito que restablezca el equilibrio. Pero el poder de presidente también es precario. La política tiene su dinámica propia que impone un reacomodo permanente de las estrategias y programas de gobernantes y gobernados. “En tiempos turbulentos, los ejes nodales de la situación política concentran intensamente todos los problemas pero, rápidamente, la tensión cambia de escenario obligando a modificar los planes, los discursos, las invocaciones, las alianzas. Antes de que se logre un nuevo equilibrio de tensión, ocurre un salto hasta otro punto nodal y así sucesivamente. Los problemas estructurales, uno a uno, van apareciendo como el trauma mayor que sobre determina los demás y desde cuya solución, se podría ordenar un accionar que se ataque al conjunto de la crisis. Es la precipitación de los hechos en la cual rápidamente se agotan las estrategias planteadas y sé escabulle un punto de equilibrio catastrófico disolviendo los vestigios del orden político e institucional. Las políticas explotan. Las instancias paralelas recrudecen la crisis. La recomposición genera polos más confrontados. La interpelación ahora se vuelve en contra del interpelado para convertirlo en el blanco fijo de ataque, ante el vértigo que produce asistir al derrumbamiento en una profunda crisis de ingobernabilidad. Es el triste destino del monarca encadenado”17.

17 Se trata de una precariedad histórica del poder presidencial para resolver, así sea por mecanismos del Estado de excepción y la emergencia económica, las crisis políticas, económicas y sociales del país. Es una historia que va desde la caída del General Rafael Reyes en 1905, pasando por la renuncia obligada del reformador Alfonso López Pumarejo en 1944, hasta los fallidos intentos de Reforma Constitucional de López Michelsen en 1976 y Julio César Turbay en 1981 y Virgilio Barco en diciembre de 1989, la crisis en el manejo de la toma del palacio de justicia por parte de Belisario Betancur en 1985, el manejo de la fuga de Pablo Escobar por parte de César Gaviria, o la crisis de legitimidad de Ernesto Samper por la infiltración de los dineros del narcotráfico en la campaña electoral a la presidencia en 1994.


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Del monarca encadenado a la realidad del poder: el retorno de los notables. La confusión y usurpación de poderes en el aparato estatal y las ramas del poder público, la dislocación de los partidos y la precariedad del poder del Presidente, hacen que la doble tarea de renovación del bloque histórico y restauración institucional, quede expuesta a las soluciones de fuerza. Las esferas de mediación social son desplazadas por el poder represivo del aparato. La para-institucionalidad se recrudece como alternativa de solución. La definición de la pugna entre las distintas racionalidades aparece sometida al arbitraje de la Fuerza (Hermet, 1983:103). Sin embargo, la perspectiva totalitaria que el "arbitro" ofrece, no en términos de la tiranía que pueda ejercer sino en el riesgo que significa la concesión absoluta de poder, aterra a notables y caudillos. Es entonces cuando emerge la figura de los "notables". Convocados por la "fuerza de las circunstancias", irrumpen como los restauradores de un orden resquebrajado. Es la propia elite que hace presencia en defensa de sus intereses. Ungidos con una especie sacra de redentor, la elite se erige como el nuevo arbitro por encima de la sociedad. Legitimados por el recurso patriótico de la convocatoria popular, invocan los intereses nacionales por encima de los intereses partidistas, la estabilidad de las instituciones por encima de los conflictos. Sus banderas se izan sobre la extensión de la paz social. Su carácter difuso y heterogéneo es encubierto por la unidad del discurso pacificador. La precariedad de su poder es encubierta por el recurso de la reforma y la unidad nacional. La unción sacra hace que el poder de los notables no aparezca como un atributo asociado a las instituciones, sino como un poder por sí mismo. La reestructuración del liderazgo se confunde con la reestructuración del poder (Cinta, 1977:449). El recurso de la reforma no sólo hace que la doble tarea de renovación del bloque histórico y reordenamiento institucional, no se produzca en forma caótica, sino que además pueda llevarse a cabo dentro del cuadro institucional de los "acuerdos entre caballeros". Se trata de una renovada convocatoria de la "civilidad" que señala el horizonte de la gestión negociada de las tensiones y de los conflictos sociales. Una convocatoria que históricamente es englobada por el recurso literario de la búsqueda del "retorno desde el punto de no retorno".


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Esta virtud proviene, entre muchas otras razones, del hecho de que los "notables" no constituyen una elite en el sentido estricto a la manera de Mills o de Domhoff (Cinta, 1977:427). La racionalidad de los notables, inmersa en sus discursos unificadores no responde a otra cosa que a una "racionalidad de empresarios", que invierten en defensa de sus intereses y por la preservación de su lugar político, social e institucional. Como inversionistas son volátiles, rápidos, acuciosos. Como hombres públicos, acometen empresas colectivas que se fundan en el reconocimiento de los mercados y de los peligros que ofrece. Pero su falta de percepción del futuro y la ausencia de un proyecto de sociedad no le permite invocar socios y empresas de largo plazo. Con la misma decisión que hoy pueden emprender la empresa reformadora, mañana pueden encabezar la contrarreforma. Con la misma convicción que pueden invocar y legitimar la llegada del tirano, también pueden convocar su derrocamiento. Todo depende de las señales de riesgo que ofrezca el mercado. En él están cifradas todas las esperanzas. Es el principio, expuesto por O Landi (1981), de que el mercado disciplina y resocializa a los individuos identifican el nuevo sentido que debe penetrar en la sociedad para realizar el necesario “cambio de mentalidad” de los individuos; rebautiza a los hombres, resignifica sus identidades anteriores (pp. 178-179). Es la racionalidad que hace que la negociación siempre comporte a la vez la definición de las reglas del juego, como compromiso sobre la cooptación de los miembros de la elite que son admitidos en el juego y el reparto del poder y sus despojos (Hermet, 1983:103). La empresa, lucha por la reorganización e imposición de un proyecto hegemónico, pone fin al "empate social" en el que se estructura el orden precedente, para abrir las puertas al "empate social" que soportará el orden futuro. La realidad conflictiva está definida por el poder de los confrontados. Lo que es lo es por la fuerza de cada una de las racionalidades inmersas en el conflicto (Lechner, 1991:407). El ajuste supone, entonces, rupturas y alianzas que implican reconocimientos, cesiones y concesiones de unos a otros. Los "reconocimientos" permiten establecer las bases para una transacción que definirá las pugnas de racionalidades. Las cesiones y concesiones marcan las condiciones de fuerza y debilidad de cada uno. Sin embargo, el lugar y condición privilegiada de "ungidos" hace que la racionalidad "empresarial" de los notables se imponga sobre las demás, seleccionando los admitidos según su fuerza e imponiendo un orden mínimo sobre el cual se ha de transar para establecer un nuevo


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compromiso. Sus banderas se tiñen con las reivindicaciones de los confrontados. Unos y otros se sienten representados. La reforma se "institucionaliza" como substituto de una hegemonía inacabada. En apariencia, el proyecto reformador se presenta como el paso de una sociedad oligárquica a una sociedad pluralista en donde se produce una redistribución del poder y de los recursos del poder político, como consecuencia de una "silenciosa revolución socioeconómica". Pero, en esencia, no representa otra cosa que el transito que hacia la renovación interna del bloque y la restauración del orden institucional, en el que cada una de las fracciones confrontadas busca relocalizarse en condiciones de cierto equilibrio (el equilibrio de la institucionalidad), para derivar de allí el orden en que se refundará (aunque de manera precaria) la estabilidad "republicana". Las estrategias del poder y las bases que las sustentan se modifican y perfeccionan sin que cambien las relaciones de poder y sus poseedores. Todo cambia, para que todo siga igual. El procedimiento: historias de culpas, exorcismos y fetiches Para lograr su cometido, la racionalidad empresarial de los notables ha de producir, como en el cuento de García Marqués, "una fragancia tan compacta que no deje resquicio alguno para los olores del pasado" (García Márquez, sin fecha). El procedimiento es simple y directo. Su tradición devela los afectos de los "notables" por el "santanderismo" (apego por las leyes y las virtudes del Derecho), como recurso inagotable en el enfrentamiento y resolución de las crisis. El primer paso consiste en la inversión de las acusaciones, encubrimiento de las responsabilidades y exposición de pruebas. Artimañas de abogados, como diría Foucault. La crisis no se reconoce como el producto de su propia incapacidad para imponer y sostener un proyecto hegemónico. Tampoco de su imposibilidad para lograr que las relaciones de dominación se extiendan en todo el territorio y se expresen como relaciones de poder político institucionalizado. Por el contrario, su tarea redentora los exime de las responsabilidades del pasado. Su labor se reivindica como la puesta en marcha de un proceso hacia la pacificación social y la reinstitucionalización del régimen político y esta se reclama, a su vez, como el transito hacia la "modernización". Es decir, como el proceso de adecuación de la estructura institucional a las nuevas "realidades" políticas económicas y sociales del país. El argumento del desfase entre Estado y Sociedad


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Civil se reinaugura, una y otra vez, como el eje de las tensiones y conflictos sociales en el país. Se revela como el causante de la “participación política mediante formas atípicas, como la abstención y... [de la irrupción de los]... mecanismos distintos de los que consagra el ordenamiento jurídico vigente, como el paro cívico y la subversión” (Castro, 1987:20). La precariedad y fragmentación del poder se vuelcan sobre la sociedad civil. La dislocación de las instituciones se desplaza a la confrontación de "novedosas" fuerzas y racionalidades en la sociedad. La disgregación de las organizaciones sociales permite invocar los reconocimientos de caducidad y exclusión, inflexibilidad e injusticia. La crisis de hegemonía se encubre bajo el rotulo de la crisis institucional. La crisis de dominación, bajo el discurso de la crisis de legitimidad. El doble encubrimiento conduce al segundo paso: es preciso tener un acusado, identificar un culpable. Es la parte del procedimiento que permite orientar la lucha contra un sólo adversario, sobre todo si la lucha se plantea en varios frentes de batalla a la vez. Hay que actuar como si la batalla se librase contra un sólo y único adversario. Amalgamar lo diferente, totalizando las culpas en el acusado. Es el recurso del señalamiento que según Foucault (1984) consiste en afirmar “[...]Ya no sois más que un sólo y único adversario, os pediremos cuentas no sólo por lo que habéis dicho, sino también por lo que no habéis dicho, siempre que lo haya dicho uno de vuestros supuestos aliados o cómplices [...]” (p. 60). El tercer paso consiste en exorcizar las culpas, asimilando el enemigo con el peligro. Es el principio mismo que justifica su propia existencia de notables como restauradores de un orden resquebrajado. Volviendo a Foucault, “[...] su problema y su fuerza, consiste en el hecho de que lo que hacen es precisamente construirse un enemigo único, utilizar un procedimiento judicial, poner en marcha una condena, en el sentido político-judicial de la expresión: esto es lo único que les interesa. Es preciso que el imputado sea condenable y condenado. Poco importa la naturaleza de las pruebas sobre las que se basa la condena, ya que, como sabemos muy bien, lo esencial en una condena no es la cualidad de las pruebas, sino la fuerza de quien las esgrime” (p. 63) El paso se completa con el recurso de la auto-legitimación. Es el recurso que Hermet denomina "los amigos del pueblo y el enemigo público", para analizar el poder seductor de los tiranos. Hermet (1990) lo describe de la siguiente manera:


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[...] Con el pretexto de enseñar a las masas a quien deben excluir, [el tirano, en nuestro caso los notables] tiende a exaltar ante ellas el rostro de los buenos apóstoles acusadores. Los que denuncian a los enemigos del pueblo con más vigor, se convierten en sus mejores amigos. A menudo, por otra parte, cuanto menos temibles en la práctica sean esos enemigos, mas útiles resultan para la estrategia. Lo ideal es ofrecer al escarnio público los antiguos subalternos privilegiados de un régimen difunto. Ya derrotados por completo, no pueden reaccionar y tomarse la revancha. La victoria está asegurada, pero hay que simular coraje en la lucha para lograr la seducción” (p. 192).

El camino está allanado para emprender la cirugía: separar las corporaciones del Estado, para reconstituir los equilibrios; alterar los mecanismos de toma de decisión, para hacerlos distantes de los intereses sectorializados (en conflicto); y restablecer el mercado como el mecanismo de asignación de los recursos en los diferentes sectores sociales, para identificar y medir fuerzas y reivindicaciones. La separación permite el reacomodo de fuerzas. La alteración de los mecanismos reconstituye el dispositivo clientelista que aceita la maquinaria. El restablecimiento del mercado, señala quienes entran y quienes salen. Es el paso generador de fetiches en el procedimiento. Redefine las estrategias del poder bajo un aparente cambio de las relaciones de poder. Coopta unos sectores y excluye otros, bajo una aparente extensión de la representación. El procedimiento se cierra con la invocación de la institucionalidad, proclamación de las virtudes del régimen reformado. Es cuando entra de nuevo en escena la figura del Presidente. Hecha ya la labor de la renovación, los notables se retiran a sus toldas privilegiadas de expresidentes, dignatarios políticos, grandes jefes partidistas, industriales, banqueros o comerciantes. El culpable está identificado y juzgado. La pena esta establecida. El reparto está acordado. Es a la figura del presidente que le corresponde la labor de ejecución. Culpas, exorcismos y fetiches, es el itinerario que se repite puntualmente desde que el presidencialismo se estableció en la base del régimen político colombiano. Es el punto de partida y de llegada que evidencia el procedimiento que permite a notables y caudillos cooptar adversarios, inmovilizar excluidos (en el juego de repartición) y reacomodarse siempre renovados en la cabeza del régimen. En 1910, cuando por la vía de una Asamblea Nacional se imprime un carácter "verdaderamente nacional" a la Constitución de 1886, limitando el


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poder "supremo" del presidente para someterlo al control de los partidos, como la alternativa que consolida institucionalmente los acuerdos que ponen fin a las guerras regionales y permiten la creación de Colombia como república unitaria. En 1936, cuando a través del recurso de la "revolución en marcha", el régimen, le arrebata las banderas de la insurrección al naciente Partido Socialista Colombiano, para emprender las reformas que contienen y cooptan a los movimientos agrarios y las embrionarias organizaciones obreras (convirtiéndolas "institucionalmente" en órganos de expresión y representación social del partidismo tradicional). En 1961, con la Presidencia de Alberto Lleras se pone en marcha el Frente Nacional, que consagra los gobiernos alternos y la participación paritaria en la administración, como la alternativa que institucionaliza el fin a la violencia partidista entre liberales y conservadores. En 1986, cuando mediante la bandera de la "pacificación" y el esquema GobiernoOposición, se inicia la tarea de reinstitucionalizar los conflictos y luchas sociales, como alternativa para resolver el desmoronamiento del Frente Nacional y erradicar las "formas atípicas de participación política" y los "mecanismos irregulares de protesta social". En 1991, cuando a través de la convocatoria privilegiada del "constituyente primario" se busca "restablecer el pacto social que modernice las instituciones que detienen el cause de desarrollo del pueblo” (Gaviria, 1990:12) Precariedad del poder y para-institucionalidad, han marcado una y otra vez, los interregnos del itinerario de culpas, exorcismos y fetiches: la parcialidad y debilidad de las cooptaciones; la fragilidad de los controles a la movilidad explosiva de los excluidos; el aparente remozamiento de notables y caudillos. Es la ficción de las representaciones, que obliga la intervención puntualmente repetida de los redentores. Son los interregnos que hacen que el régimen se desplace de manera confusa entre la estabilidad de la crisis y la crisis de estabilidad, la legalidad del fraude y el fraude de la legalidad, la institucionalidad de la excepción y la excepción de la institucionalidad18. Los pactos de caballeros, vocación negociadora de caudillos y notables, aceptación institucionalizada de la precariedad del poder y la para-institucionalidad, fuerza y debilidad de una hegemonía 18

Son los interregnos que se expresan en la incapacidad de los partidos para sostener el carácter "verdaderamente nacional" de la reforma de 1910 o para mantener el cauce de la repartición paritaria del frente nacional en los años setenta. En la dislocación de las instituciones para consolidar los acuerdos de los 20 o para flexibilizar la gestión pública en los ochenta. Y en la precariedad del poder presidencial para imponer hegemónicamente la reforma de los treinta o para contener las formas atípicas de participación política en los noventa.


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inacabada. Fuerza que desplaza, como recurso de transformación, a la instauración de regímenes dictatoriales edificados sobre el uso irrestricto de la violencia represiva de los aparatos militares. Atributo que evita el surgimiento y conversión de las fuerzas armadas en el "partido del orden", como alternativa a la crisis de las diversas formulas planteadas por la "civilidad" en la resolución de la crisis19. Debilidad que hace que la democracia no sea más que un "bien deseable", una utopía de referencia de una tarea siempre inacabada de modernización sin modernidad.

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En este sentido, la "vocación negociadora" de caudillos y notables, marcan la ruptura con el modelo latinoamericano de la renovación del bloque histórico y reorganización institucional, cuya tradición señala, como recurso de transformación, a la instauración de regímenes militares que basan su poder en el uso irrestricto de la represión. Para una consideración detallada ver: Atilio Borón, "El fascismo como categoría histórica: en torno al problema de las dictaduras en América Latina", en Revista Mexicana de Sociología, op cit, pp. 418 a 529.


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CAPÍTULO DOS

LA HISTORIA: La imperceptible erosión del poder presidencial en Colombia

La lucha por el poder presidencial ha sido el factor determinante de la particular evolución del régimen político colombiano. Las búsquedas de mayor poder para el presidente, o los intentos por controlarlo, han marcado la historia de las movilizaciones partidistas y de las reformas políticas e institucionales en el país. Desde sus orígenes, en 1821, cuando la imagen de hombre providencial del Libertador induce un régimen de poderes extraordinarios e ilimitados para el presidente, hasta 1991, cuando la nueva Constitución reduce la esfera de acción del poder ejecutivo, el régimen político colombiano se ha desplazado pendularmente entre el extremo del poder presidencial desmedido y el extremo de la presidencia sitiada. En el marco de una creciente inestabilidad política e institucional, provocada por una sucesión de reformas constitucionales, se ha configurado un orden en el que la formalidad de los arreglos legales coexiste con la informalidad de las prácticas sociales. Formalmente se invoca la ley, pero política y socialmente se busca evadirla. Una cultura del atajo emerge como una práctica histórica a través de la cual el poder de las instituciones ha sido utilizado en provecho de las personas que lo controlan. Así, enfundados en la fuerza de la tradición, particularmente desde la guerra civil de 1840, los partidos políticos han visto en el cambio de la Constitución el recurso para “alterar las condiciones políticas del país y anular a su adversario político” (Vásquez Carrizosa, 1979). Entre 1811 y 1886 hubo once Constituciones distintas; cada una buscaba beneficios específicos para los tenedores de poder político y abría los caminos para aniquilar al opositor. Primero fue la Constitución de 1821, expedida en el Congreso de Cúcuta, con


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que se crea la Gran Colombia. Luego vino la Carta de 1830, que da fundamento jurídico a la República de Colombia después de la separación de Venezuela. En 1831 se expide la Ley Fundamental del Estado de Nueva Granada y en 1832 la Constitución del Estado de Nueva Granada. Posteriormente las tensiones y conflictos en torno al poder presidencial, se expresan con más o menos intensidad en las Constituciones de 1843, 1853, 1858 (que crea la Confederación Granadina), 1861, 1863 (Estados Unidos de Colombia) y 1886, que se convierte en una de las Constituciones de mayor duración. Entre 1886 y 1991 se produjeron 77 reformas a la Carta Constitucional; unas veces buscaban consolidar el poder presidencial y otras lo debilitaban. Y desde 1991 hasta 2003, la Carta Constitucional ha registrado 20 reformas, la mayoría de ellas con el propósito de recuperar ciertas porciones de poder que el régimen presidencial había perdido por cuenta de la reforma constitucional. La consecuencia no podría ser distinta: el poder constituyente se ha ido degradando hasta un punto tal que se ha convertido en el referente de los proyectos personales de quienes detentan el poder. Las raíces históricas del desmoronamiento El régimen presidencial colombiano ha estado marcado por la inestabilidad en las reglas de juego político e institucional y ha evolucionado en seis etapas bien definidas. La primera etapa, que va desde 1811 hasta 1832, hace referencia al proceso en que el diseño institucional de la presidencia se hizo a la medida del hombre providencial, del que se esperaba que resolviera la crisis e impusiera el orden en la naciente república. Es la etapa de la llamada presidencia imperial, en la que el poder presidencial se caracteriza por provenir de las victorias militares y por la elevada concentración del poder en la figura del presidente. En él se concentran todas las facultades y prerrogativas. Se le confieren poderes para actuar por encima del Estado. Una forma particular de presidencialismo se incuba como fundamento del régimen político: se trata de un presidente que, como diría el sociólogo André Siegfried, “Combina la majestad del monarca hereditario, con formas de elección popular” (citado por Vásquez Carrizosa, 1979:38). La segunda etapa comprende el período entre 1832 y 1880, cuando el derrumbe del régimen bolivariano se expresa a través del avance en el recorte de los poderes presidenciales en favor del poder legislativo,


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como una alternativa para contener los que se consideraban como excesivos poderes del centralismo presidencialista. La invocación de las autonomías de gobierno, para los departamentos y municipios, se constituyó en el punto de partida para abrir los espacios a nuevas fuerzas políticas de origen local y regional, que permitirían consolidar el poder de los nacientes partidos políticos en el parlamento y los gobiernos territoriales. En medio de un convulsionado panorama, marcado por la lucha fratricida entre facciones políticas, el ejercicio de gobierno se desenvuelve bajo la modalidad de lo que se podría denominar el monarca encadenado. Pese a los intentos por fortalecer el poder ejecutivo en los inicios de la década de los cuarenta, la degradación del poder presidencial se produce a una velocidad tal que, para el período comprendido entre 1864 y 1884, se vive una especie de régimen de los presidentes transitorios. En veinte años tres presidentes son reelegidos, cuatro gobiernan todo el período sin ser reelegidos, tres no terminan el período, tres ejercen como interinos y cinco gobiernan en períodos que van de ocho días (el mínimo) a diez meses (el máximo). La inestabilidad e incertidumbre alcanzan un grado tal, que el país se hunde en una cadena de levantamientos, guerras y golpes de Estado. La tercera etapa va desde 1880 hasta 1904. Bajo el la bandera de la Regeneración, Rafael Núñez emprende un proceso de reformas que buscan restablecer la fuerza del poder presidencial bajo un régimen unitario y centralizado, con un gobierno republicano y representativo basado en el equilibrio de poderes. Mediante un esquema gubernamental de rasgos absolutistas, Núñez logra reconfigurar el régimen presidencial en torno a un orden político e institucional en el que el presidente se proyecta como “el centro de la acción gubernamental, el conductor del partido, el director de la hacienda pública, y el comandante de la fuerza armada” (Vásquez Carrizosa, 1979). Todo el poder se concentra en el ejecutivo. El presidente es la casi totalidad del Estado en Colombia. “Su palabra, sus puntos de vista jurídicos, económicos y diplomáticos son actos de gobierno” (p. 15). Lo que había comenzado como una tarea de fortalecimiento del Estado, centralizado en el mando y con una función social definida, terminó en un Estado piramidal, centralizado y autoritario, en cuya cúspide está el presidente con todas las prerrogativas de poder. Es la etapa del presidencialismo absolutista, en la que se utiliza el ordenamiento jurídico, bajo lo que el conservador Miguel Antonio Caro llamó la “legalidad marcial”, que se convertiría en la marca que años después


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caracterizaría al régimen político colombiano (particularmente entre 1958 y 1991), al proyectarse como un recurso institucional para cerrar los espacios de acción política y expresión pública a cualquier forma de oposición al presidente. La etapa termina en 1904 con la llegada al poder de Rafael Reyes, quien después de una sangrienta guerra entre los partidos logra incorporar, como algo natural, el hecho de que liberales y conservadores puedan asumir juntos la tarea del gobierno. Era el final de una época de guerras y el inicio de los gobiernos bipartidistas. La cuarta etapa, comprendida entre 1904 y 1958, hace referencia al proceso de configuración y consolidación de la institucionalidad política y gubernamental colombiana. Bajo los rasgos característicos de un liberalismo abierto en lo económico y un conservatismo fuerte en lo político, la etapa se inicia con lo que se llamó el imperativo de la “reconciliación nacional” (Palacios, 1995). Bajo los esquemas del llamado Quinquenio de Rafael Reyes (1904-1909) y el republicanismo impulsado por Carlos E. Restrepo, adquieren forma específica los proyectos a través de los cuales la reconciliación se emprende y desarrolla como un proceso de refundación económica y reformas constitucionales, que busca consolidar el régimen presidencial establecido en 1886. El tránsito de la hegemonía conservadora a la república liberal en 1930 marca el inicio de una activa etapa de reformas económicas y legales que buscan impulsar la modernización del país. Pero es, a la vez, el comienzo de una época de fuertes tensiones políticas y sociales que culminan con la explosión de la violencia partidista. Frente a los reformistas que impulsan proyectos modernizadores del industrialismo y la intervención estatal, emergen movimientos contra reformadores que agitan las banderas del latifundio y el orden de la hacienda. La confrontación va evolucionando hasta adquirir la forma de una violencia partidista que los gobiernos liberales y conservadores se muestran incapaces de contener. La violencia le abre paso a un gobierno militar que, con el aval de las dirigencias de los dos partidos, asume la tarea pacificadora con la que pone fin a más de medio siglo de gobiernos civiles. La quinta etapa se desarrolla entre 1958 y 1991, cuando bajo el sello del llamado Frente Nacional se concreta el acuerdo bipartidista que puso fin a la violencia. Se caracteriza por el control político y burocrático de los dos partidos sobre el gobierno, y por el desarrollo de distintas modalidades de ejercicio del poder constitucional con las que, desde el Congreso, se sientan las bases de lo que será un largo proceso


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de reformas constitucionales y legales en el país, unas veces para potenciar y otras para limitar el poder presidencial en Colombia. La influencia cada vez mayor de los dos partidos en el manejo del gobierno le imprime al régimen presidencial un rasgo distintivo: a pesar de los amplios poderes que formalmente le confiere la Constitución Política al poder ejecutivo, su capacidad para producir cambios es muy limitada. Según Archer y Shugart (2002), esto no sólo ocurre porque las mayorías legislativas determinan la asignación de los poderes constitucionales mediante el control del proceso de enmienda, sino también porque muchas reformas se atascan al intentar abrirse paso por el sistema colombiano de formulación de políticas públicas (pp. 122-123). Es la etapa de la llamada legalidad marcial en la que, ante la incapacidad de propiciar los cambios, el poder ejecutivo recurre cada vez más a los mecanismos de excepción (como el Estado de Sitio), convirtiendo al poder presidencial en una especie de dictadura institucionalizada con la que busca subordinar a los demás poderes públicos. La etapa termina con la expedición de la nueva Carta Constitucional de 1991, que debilita el poder presidencial y cambian las reglas del juego político e institucional en el país. La sexta etapa se inicia con la firma de la Constitución de 1991, con la que se pone fin a la presidencia constitucional y se propicia la irrupción y vigencia de la que se ha denominado presidencia personal. En un contexto caracterizado por la acelerada disolución de los partidos políticos, la expedición de la nueva Constitución marca un punto de quiebre en el poder presidencial. Marca el inicio del lento pero progresivo proceso de desmantelamiento de las prerrogativas que durante décadas se habían preservado para el ejercicio presidencial. El proceso cristaliza cuando, según Gaitán Mahecha (1998), se reducen drásticamente los poderes presidenciales, hasta el punto de reducir al presidente a un jefe de Estado. La jefatura del gobierno pasa en general a otras manos: De la Constitución y sus leyes reglamentarias brotaron consejos, comités y comisiones, la mayoría de ellos con plena autonomía y ausencia de todo control político, y hacia los cuales se desplazó el poder ejecutivo. Tal sucede con sesenta y cuatro entes entre ellos la Comisión Nacional de Televisión y las comisiones de servicios públicos. Estas últimas ejercen de manera absoluta el poder de regulación y de definición de tarifas y contraprestaciones a favor del Estado. En este contexto, se produce un desplazamiento en el que los principios de representación partidista son sustituidos por los criterios


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de amistad y la lealtad personal; las instancias formales de decisión son reemplazadas por las decisiones del círculo de amigos del presidente, y las bancadas partidistas son cambiadas por las coaliciones de los amigos del presidente. Resulta comprensible que Vásquez Carrizosa (1979) llegue a afirmar que Colombia es definitivamente adicta al sistema presidencial. Lo que no quiere decir que el régimen constitucional sea equilibrado. “La hipertrofia de facultades que rodean al primer magistrado hace de él el único poder efectivo del Estado. Todo lo demás parece ser secundario […] La tendencia a delegar en el ejecutivo la obra legislativa que, por naturaleza, le pertenece al Congreso se ha hecho con los años ya inadmisible”. Gobernar es reinar: la presidencia imperial (1811-1832) En Colombia el origen y los primeros desarrollos del poder presidencial están estrechamente vinculados al espíritu del hombre providencial que marcó la gesta libertadora. Las invocaciones de Bolívar, en su preámbulo al Congreso de Angostura en 1819, en torno a la necesidad de configurar un poder institucional que asegure “un pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración” (Lievano Aguirre, 1981:208 y 209), subordinan el camino de lo que sería el régimen presidencial en la Gran Colombia. El argumento central de Bolívar, en su mensaje al Congreso de Angostura, establecía que En las repúblicas el Ejecutivo debe ser el más fuerte, porque todo conspira contra él, en tanto que en las monarquías el más fuerte debe ser el legislador, porque todo conspira a favor del monarca. La veneración que profesan los pueblos a la magistratura real es un prestigio que influye poderosamente, al aumentar el respeto supersticioso que se tributa a esta autoridad. El esplendor del Trono, de la Corona, de la Púrpura; el apoyo formidable que le presta la nobleza; las inmensas riquezas que generaciones enteras acumulan en una misma dinastía; la protección fraternal que recíprocamente reciben todos los reyes, son ventajas muy considerables que militan a favor de la autoridad real y la hacen casi ilimitada. Estas mismas ventajas son, por consiguiente, las que confirman la necesidad de atribuir a un magistrado republicano una suma de mayor autoridad que la que posee un príncipe constitucional. (Las cursivas son del texto original, citado por Liévano Aguirre, 1981:210).


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No hay duda de que esta convicción de Bolívar es la que lo lleva a actuar por encima de los poderes del Estado, y de que, sobre todo bajo su influjo, como argumenta Vásquez Carrizosa (1979), “en el orden constitucional de la Gran Colombia, antes que en cualquier otra parte de América Latina, se instituyó el Presidente. Que no fue el mandatario constitucional, sino el presidente imperial” (p. 25). En su estudio sobre el poder presidencial, Vásquez Carrizosa muestra cómo la originalidad del proyecto de Constitución, puesto por Bolívar a consideración del Congreso de Angostura, radica en una estructura estatal en la que al presidente se le define como el conductor del poder y estará elegido por las Asambleas Electorales para un período de seis años (Título VII, sección 1); se le asigna la función de ser el comandante en jefe de las fuerzas de mar y tierra y se le confiere exclusividad en la dirección (Título VII, sección 3); se le nombra jefe de la Administración General de la República, con las atribuciones de tener a su cargo el mantenimiento del orden y la tranquilidad interior y exterior; además, se le confieren facultades para declarar la guerra y tomar las medidas para enfrentarla, para hacer la paz, negociar los tratados públicos de alianza, comercio y amistad con los príncipes, naciones o pueblos extranjeros, sometiéndolos a la sanción y ratificación del Congreso; y finalmente, (Título VII sección 4) establece que no podrá ser perseguido, juzgado, detenido ni arrestado durante el ejercicio de sus funciones, sino en virtud de un decreto del Senado, en cuyo preámbulo constará la acusación propuesta contra él por la Cámara de Representantes (pp. 32 - 33). En ese contexto, el poder presidencial nace y se estructura bajo la forma de una presidencia imperial que se caracteriza no sólo por estar identificada con la imagen del poder providencial, del que se espera pueda mantener la unidad y el gobierno de la república, sino también, por el hecho de que el poder político proviene no de una elección popular, sino de la ascendencia o la experiencia militar. La Constitución de Cúcuta, aprobada el 20 de agosto de 1821 20, termina por estructurar un régimen presidencial con un presidente y un vicepresidente para un período de cuatro años, un parlamento bicameral con períodos de ocho años para Senado y cuatro años para la Cámara de Representantes, y un poder judicial cuyos miembros debían 20

La Constitución de 1821 tuvo como antecedentes la Constitución de Abril de 1811, considerada como la primera carta política, que dio origen al Estado de Cundinamarca y la Constitución de Diciembre de 1811, que crea la República de Tunja. Una versión detallada se encuentra en Frank Safford (2002. pp. 206 y ss.).


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ser nombrados conjuntamente por el ejecutivo y el legislativo. Las relaciones intergubernamentales estaban definidas en torno a un Estado centralista y no federal. Estableció intendentes que gobernaban los departamentos y las zonas a las que el Estado apenas ha llegado, así como gobernadores en las provincias que formaban parte de los departamentos, y ambos eran nombrados por el presidente como agentes directos en los territorios21. Además de la Carta Constitucional, el Congreso de Cúcuta expide una serie de leyes que comprenden la abolición de la Inquisición y la proclamación de la libertad de prensa; la incorporación de los indios a la ciudadanía y la abolición de los tributos indígenas; el establecimiento de un sistema educativo que comprende la decisión de obligar a la creación de un colegio en cada provincia, y por lo menos una escuela pública en cada uno de los pueblos o aldeas donde vivan cien varones adultos o más; y la redefinición del régimen de rentas que la nueva república había heredado de la Colonia (Safford, 2002: pp. 235 - 237) La Constitución Política de 1821 trasciende la gestión del Libertador. Su contenido difiere en aspectos centrales de la petición de Bolívar al Congreso de Angostura. Según Vásquez Carrizosa (1979), la diferencia se justificaba en la medida que […] el primer problema constitucional no fue, por tanto, la escogencia del Jefe de Estado, sino el género de gobierno republicano que podía acomodarse a la figura del hombre providencial […Esta consideración se fundamentaba en la creencia de que la voluntad recibía su capacidad política del presidente y no éste de aquélla. El instinto de conservación de los pueblos acude a las personalidades sobresalientes en los momentos de peligro más que a los programas ideológicos (pp. 400 - 401).

Pese a que le confiere al presidente todos los poderes y facultades, la Constitución de 1821 también le fija limitaciones en el ejercicio del poder presidencial. Las evidentes resistencias de Bolívar frente a los llamados de su vicepresidente Santander, para que se mantenga en los linderos de la ley, revelan tan sólo una de las dimensiones de los conflictos que internamente se expresaban en la Gran Colombia. Uno de los enfrentamientos más vigorosos se producía entre los militares y los abogados. Era la tensión entre el poder y el derecho o, más precisamente, entre las prerrogativas que debían tener los militares en 21

De esta manera, se estructuró el sistema de interior para un territorio conformado por los departamentos del Orinoco, Venezuela y Zulia, en Venezuela; Boyacá, Cundinamarca, Cauca y Magdalena, en la Nueva Granada; y Ecuador, Guayas y Azuay, en la Provincia de Quito.


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la administración de las instituciones y la primacía que deben tener los civiles (particularmente los neogranadinos) en la administración pública. El propio Bolívar no perdía oportunidad para fustigar a los letrados, despreciaba el formalismo legal y lo acusaba de estar alejado de la vida real del país; sobre todo cuando, ante una consulta del vicepresidente Santander, se planteó la duda en torno a la “legalidad que tenía el presidente para ejercer sus facultades extraordinarias cuando estaba fuera del país” (Safford, 2002:249). La respuesta no se hizo esperar. En julio de 1824, el Congreso de la República decidió que “Bolívar no podía ejercer poder alguno en Colombia, mientras que se encontrara en el Perú”. Las tensiones entre civiles y militares se fue intensificando en la Nueva Granada por el hecho de que muchos oficiales militares eran venezolanos, en tanto que los civiles neogranadinos dominaban los cargos judiciales, legislativos y ejecutivos. No cabe duda de que ésta fue una de las causas que contribuyeron de manera decidida a la ruptura de la Gran Colombia. En octubre de 1825, el general Páez le escribe a Bolívar quejándose de los legisladores civiles de Bogotá que, según el general venezolano, “intentaban reducir a los héroes militares de la independencia a la ‘condición de esclavos’” (Safford, 2002:252). Los enfrentamientos de Páez con los miembros del Consejo de Gobierno de Bogotá, se remontaban a 1821 cuando, según los Acuerdos del Consejo de Gobierno de la República de Colombia (1988), en sesión ordinaria del 20 de noviembre de 1821, el General pide que se le entregue la Hacienda La Trinidad en los valles de Aragua en pago de los sueldos que se le adeudaban y los que debía recibir en el futuro. La solicitud que fue aceptada por los Consejeros, pero a cambio de que “devuelva al Estado el hato de La Yagua, que posee en el Apure, concedido por el excelentísimo señor presidente libertador como premio a sus excelentes servicios” (p. 5). Posteriormente, frente a la oferta de venta que hizo Páez al Consejo de Gobierno de vender sus propiedades en el Apure, “para que con ellas se satisfagan los haberes militares de los habitantes de Apure, que los reclaman con urgencia” en sesión ordinaria del 28 de marzo de 1825, el Consejo encontró ventajosa la propuesta, pero debió rechazarla por considerar que el ejecutivo no estaba facultado para adquirir tierras y menos a ese título (p. 31 y 32). En noviembre de 1825, preocupado por la estabilidad de la Gran Colombia, Bolívar comienza a redactar la Constitución de Bolivia. Frente a los conflictos de poder desatados por la elección presidencial, da forma a una especie de régimen parlamentario en el que el Congreso


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elegiría el presidente, que sería vitalicio, y aprobaría el nombre del vicepresidente que fuera sometido a su consideración por el presidente. Según la propuesta, el vicepresidente sería una especie de primer ministro encargado del gobierno y la administración pública. El poder legislativo estaría constituido por tres cámaras (de tribunos, senadores y censores) y entre sus funciones estaría la de juzgamiento del vicepresidente. Bolívar quiso hacer extensiva la Constitución de Bolivia a todas las demás repúblicas. Luego de que, en marzo de 1826, la Cámara de Representantes le elevara cargos por abuso de poder en el reclutamiento militar, el general Páez encabeza el movimiento venezolano de separación de Colombia en abril del mismo año22. Bolívar aprueba la conducta rebelde de Páez y le otorga el título de “Salvador de la Patria”. La actitud de Bolívar con Páez sólo viene a ser un factor más de la confrontación con los neogranadinos, ya desatada con el anuncio de que una nueva Constitución Política sería implantada. En su mensaje a la Convención de Ocaña de 1828, convocada por elección popular para la tarea constituyente, Bolívar lanzó un duro ataque contra el Congreso por considerar que había copado la soberanía del Estado, y buscaba recuperar el poder del ejecutivo como fuente y motor de la fuerza pública23. Considerando “que [la convención reunida en Ocaña el día 9 de abril de ese año], “no pudo ejecutar las reformas que ella misma había declarado necesarias y urgentes, y que antes bien se disolvió, por no haber podido convenir sus miembros en los puntos más graves y cardinales”, Bolívar expidió el que se conoció como Decreto Orgánico el 27 de Agosto de 1828, con

22 En los hechos, según Safford (2002), “las denuncias contra Páez habían sido iniciadas por autoridades rivales en Caracas, incluido el gobierno municipal, y expuestas ante el Congreso Nacional por los congresistas venezolanos. El vicepresidente Santander intentó persuadir a los congresistas de tomar medidas contra Páez porque temía una reacción violenta del general venezolano. El Congreso, sin embargo, empeñado en hacer valer la autoridad civil sobre la militar, siguió adelante. Páez culpó a Santander y a su gobierno, más que a sus compatriotas venezolanos, de haber presentado cargos en su contra. La acusación en su contra, en 1826, unida al apoyo de disidentes tanto civiles como militares en Venezuela, empujó a Páez a servir de caudillo a un movimiento cuyo fin era independizar a Venezuela de Colombia. La rebelión estalló a fines de abril de 1826, y se propagó velozmente hasta Caracas y otros centros de Venezuela” (pp. 252253). 23 En su mensaje, Bolívar decía que “el [poder que tiene el] ejecutivo de Colombia no es igual al legislativo; ni el jefe del Judicial viene a ser un brazo débil del Poder Supremo que no participa en la totalidad que le corresponde, porque el Congreso se injiere en sus funciones naturales sobre lo administrativo, judicial, eclesiástico y militar. El gobierno debería ser la fuente y motor de la fuerza pública, tiene que buscarla fuera de sus propios recursos y que apoyarse en otros que le debieran estar sometidos” (citado por Vásquez Carrizosa, 1979:57).


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el que resuelve encargarse del Poder Supremo al que le precisa (y extiende) las competencias24 Sin embargo, los forcejeos entre los que estaban a favor y los que estaban en contra de la reforma a la Constitución de 1821 llegaron a un punto tal que hicieron fracasar la convención. El hecho de que los nombramientos de funcionarios civiles y militares ocuparan la mayor parte del tiempo de los Consejos de Gobierno, entre 1821 y 1827, (López, 1988), se había constituido en un factor que había agravado las tensiones en la República. Con la disolución de la Convención de Ocaña en 1828, también expiró la Constitución de 1821 y con ella la Gran Colombia. Un nuevo ordenamiento constitucional había comenzado a gestarse en cada república. Aun cuando inspirada en un sentimiento antibolivariano, la lucha contra la presidencia imperial comenzó a cristalizar una vez disuelta la Gran Colombia. La propuesta de “presidente constitucional y gobierno de partido” en Colombia marcó una diferencia de fondo frente a la propuesta del “cesarismo democrático” en Venezuela. Además estableció la búsqueda de un arreglo político e institucional basado en el pragmatismo de las negociaciones políticas entre los dirigentes partidistas. Fue el primer paso al fin de la presidencia imperial y el inicio del gobierno nacional.

24 En el artículo 1, el decreto Bolívar establece que “Al jefe supremo del Estado corresponde: 1. Establecer y conservar el orden y tranquilidad interior, y asegurar el Estado contra todo ataque exterior; 2. Mandar las fuerzas de mar y tierra; 3. Dirigir las negociaciones diplomáticas, declarar la guerra, celebrar tratados de paz y amistad, alianza y neutralidad, comercio y cualesquiera otros con los gobiernos extranjeros; 4 Nombrar para todos los empleos de la República, y remover o relevar o los empleados cuando lo estime conveniente; 5. Expedir los decretos y reglamentos necesarios de cualquiera naturaleza que sean, y alterar, reformar o derogar las leyes establecidas; 6. Velar sobre que todos los decretos y reglamentos, así como las leyes que hayan de continuar en vigor sean exactamente ejecutadas en todos los puntos de la República; 7. Cuidar de la recaudación, inversión y exacta cuenta de las rentas nacionales; 8. Hacer que la justicia se administre pronta e imparcialmente por los tribunales y juzgados, y que sus sentencias se cumplan y ejecuten; 9. Aprobar o reformar las sentencias de los consejos de guerra y tribunales militares en las causas criminales seguidas contra oficiales de los ejércitos y de la marina nacional; 10. Conmutar las penas capitales con dictamen del consejo de Estado, que se establece por este decreto, y a propuesta de los tribunales que las hayan decretado u oyéndolos previamente; 11. Conceder amnistías o indultos generales o particulares: y disminuir las penas cuando lo exijan graves motivos de conveniencia pública, oído siempre el consejo de Estado; 12. Conceder patentes de corso y represalia; 13. Ejercer el poder natural como jefe de la administración general de la República en todos sus ramos, y como encargado del poder supremo del Estado; 14. Presidir, en fin, cuando lo tenga por conveniente, el consejo de Estado


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La presidencia del monarca encadenado (1832-1880) Vásquez Carrizosa afirma que fuera del prestigio y la genialidad de Bolívar, Padre de la Patria y de las instituciones, el poder político y el orden jurídico creado en 1819 “no descansa en nada sólido” (p. 31). La afirmación pone en evidencia el drama político que se vivía en la nueva república. Las tensiones y conflictos desatados en torno a los propósitos separatistas, en Caracas y Bogotá, habían configurado un panorama de ingobernabilidad que sólo era referente de una situación de confrontación mucho más compleja en los departamentos y provincias que, cada vez más, se incorporaban en una confrontación marcada por la violencia. La lucha contra el presidencialismo imperial se desarrolla a la manera de una lucha contra el centralismo. Detrás de las invocaciones al federalismo se hizo cada vez más explícita la lucha contra los excesivos poderes del presidente. El primer intento se hace explícito en la reforma constitucional de 1824, cuando se intenta restringir los poderes extraordinarios conferidos al presidente por la Constitución de 1821. Se buscaba incrementar las funciones e injerencia del poder legislativo, con el argumento de impedir el ejercicio de gobiernos personalistas. La lucha contra el poder presidencial se acentúa a un punto tal que, una vez asegurada la derrota del proyecto de presidencia imperial propuesto por Bolívar, en la Constitución de 1832 (antecedido por su Decreto Orgánico de 1828), los constituyentes establecen que el vicepresidente debía ser elegido dos años después que el presidente hubiera sido electo y para un periodo de cuatro años, bajo una elección alternada, con el propósito de que el vicepresidente ocupara su cargo durante dos administraciones seguidas (los dos últimos años de uno y los dos primeros del siguiente). Era la fórmula para evitar rivalidades o coaliciones que pusieran en peligro la estabilidad institucional del país. Ese principio fue reafirmado en la Constitución de 1843. El centralismo y el poder presidencial desligado del control y la aprobación parlamentaria se constituían en los principales objetivos de los reformadores. En su célebre escrito de 1838, “Estado actual de la Nueva Granada”, el liberal Florentino González afirmaba que Todo se halla estacionario, a excepción de aquellos reducidos ramos de la administración pública en que pueden disponer libremente las cámaras provinciales y los consejos locales; aquellos en que la administración central ejerce


100 su clientela, se hallan en lamentable atraso […] disputan sobre frivolidades porque para esto no tienen trabas. Pero no se abre un canal, ni un camino, no se hace algún adelanto material; porque los que ven y palpan de cerca las exigencias, los que deben sacar inmediatamente el fruto, no son los que discuten y disponen acerca de esto con independencia y libertad. Tienen que someterse a una legislación uniforme para intereses heterogéneos; pueden pedir a una autoridad que tiene un inmenso recargo de negocios y que por lo mismo descuida muchos, y otros los despacha festinadamente. Debe esperar que el ojo de un hombre, hostigado por los partidos y las pretensiones de un gran capital, vea sus exigencias a doscientas o trescientas leguas de distancia, y que decida sobre lo que no conoce; sobre lo que no le interesa inmediatamente porque está muy lejano; sobre lo que sólo pueden hacer bien los que sacan beneficio y, por lo tanto, ponen en ello toda su atención […] El querer del Presidente no tiene diques que lo contengan en ninguna de las secciones del territorio. Se forma en una capital en donde se reúnen todos los aspirantes, se fermentan las ideas de dominación, que busca su engrandecimiento a expensas de otros pueblos; y que, con los incentivos del poder, que sólo en ella pueden satisfacerse, roba a las provincias los talentos y el patriotismo de sus hijos, que no teniendo en qué ejercitarse en el suelo natal, buscan la sombra del gobierno para encontrar alguna ocupación que satisfaga sus deseos (p. 393).

Pero el cuestionamiento no paraba en la centralización del poder. En su proyecto de reforma constitucional de 1848, con respecto a la necesidad de darle primacía al régimen parlamentario en el control y aprobación de la acción gubernativa, González afirmaba que Para que el gobierno sea fácil, y reúna en su favor la opinión que obra de acuerdo con la voluntad nacional y consultando los intereses del Estado, es preciso que él marche de conformidad con la mayoría del cuerpo legislativo. Jamás hemos podido concebir que pueda ser de otra manera; y la experiencia nos ha acreditado que, cuando no sigue esta práctica del gobierno parlamentario, reina una especie de anarquía en el manejo de los negocios públicos; porque las ruedas de la máquina del gobierno, lejos de acordarse en producir un movimiento ordenado, andan en sentidos diferentes y producen necesariamente colisiones. La política del gobierno ejecutivo debe ser, pues, aceptable a la mayoría del cuerpo legislativo; y para que así suceda, es necesario que esté representada por personas que se hallen identificadas con la opinión de esta mayoría (pp. 455-456).

Los argumentos de González sintetizaban las aspiraciones de los políticos que para finales de la década de los cuarenta afirmaban, según Safford (2002), que


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[…] las provincias conocían sus propias necesidades mejor que el gobierno nacional en Bogotá, y se requerían más autonomía y mayores recursos fiscales para el desarrollo local. Durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, en 1848, el Congreso concedió a las legislaturas provinciales mayor autoridad para cobrar impuestos, contratar obras públicas, supervisar la división y la venta de las tierras comunitarias indígenas y, en general, promover el desarrollo económico. Además en la subsiguiente campaña presidencial de 1848 todos los candidatos principales se empeñaron en su apoyo a la autonomía de las provincias. El movimiento federalista se acentuó en el gobierno liberal. Una medida clave fue la descentralización de varias rentas y algunos gastos en 1850, propuesta por el nuevo Secretario de Hacienda Manuel Murillo Toro (p. 388).

Las invocaciones autonomistas se constituyeron en los ejes fundamentales de la Constitución de la Nueva Granada, de 1853, que, con el propósito de debilitar la tradicional omnipotencia de la rama ejecutiva, establece un régimen federal moderado, con primacía política del legislativo. Pese a que la nueva Constitución establecía la elección popular directa del presidente y extendía el voto a todos los varones adultos sin requisito de propiedad y educación, también consagraba la elección popular directa de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del procurador general de la nación, así como la elección de los gobernadores por las propias provincias 25. La limitación del poder presidencial era evidente. El presidente no podía declarar turbado el orden público sino a condición de tener previa aprobación de los magistrados de la Corte Suprema, ni tampoco podía decidir sobre los destinos de las provincias (Safford, 2002:402). La función gubernamental quedaba reducida al cumplimiento del mandato legislativo, la expedición de patentes de navegación, la concesión de patentes de corso, en casos de guerra, de amnistías e indultos a reos de delitos comunes, y la expedición de cartas de naturalización para los extranjeros.

25 Esta propuesta había sido formulada por Florentino González. En su carta a los legisladores, publicada en El Neogranadino el 31 de diciembre de 1852, afirma “He aquí por qué creo que nuestra patria debe tener un gobierno general que atienda a sus intereses comunes, represente nuestra nacionalidad en el exterior, nos defienda contra las agresiones extranjeras, y conserve los vínculos que deben unir siempre a todos los colombianos; dejando a los Estados la facultad plena de organizar su gobierno interior, sin otras restricciones que las que establecen las condiciones de asociación, necesarias para formar un todo homogéneo, una nación unida por los vínculos de simpatía que crea la analogía de instituciones políticas” (p. 216).


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La reforma de 1853, que además consagró cambios tan importantes como la aprobación del matrimonio civil y el divorcio, la separación de la Iglesia y el Estado y la reducción del ejército, estuvo antecedida por lo que se dio en llamar la “revolución liberal”. En la legislatura de 1851 se habían aprobado leyes que abolían la esclavitud y el fuero eclesiástico, estipulaban la libertad absoluta de prensa, permitían la existencia de comunidades religiosas distintas de la Compañía de Jesús, consagraban un amplio régimen de garantías de libertad individual (incluida la libertad de culto, de expresión y de educación), y habían sentado las bases para la elección popular del presidente, los magistrados de la Corte Suprema y los gobernadores provinciales. Detrás de las reformas se desarrollaba una dura confrontación partidista por los controles políticos; liberales y conservadores, deseosos de hegemonía, recurrieron a una notable movilización popular y no poca violencia, en un conflicto que se concentró entre 1849 y 1852. Según Safford (2002), Después de la elección de José Hilario López (1849-1853) en marzo de 1849, la Sociedad de Artesanos, convertida en Sociedad Democrática, se convirtió en el modelo para la movilización política liberal de las clases populares en muchas ciudades y poblaciones del país. Estas Sociedades Democráticas, que casi siempre estaban dirigidas por caudillos del partido liberal, activaron algún apoyo popular al gobierno de López y se convirtieron en un medio para intimidar a los conservadores en áreas en donde éstos antes habían predominado (p. 382).

Bajo el gobierno del general José María Obando, en 1854, se realizan los comicios para elegir al Procurador General de la Nación y a tres magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Varias semanas después, el general Melo, con el apoyo de las sociedades democráticas y las facciones socialistas del liberalismo, se toma el poder mediante un golpe de Estado al general Obando. Después de siete meses de guerra desatada por el golpe de Estado, el propósito de combatir el poder político acumulado por Melo lleva a los dirigentes conservadores, y a la más importante fracción del liberalismo en el Congreso (los gólgotas), a buscar una coalición entre los dos partidos políticos con la mayor influencia en la política colombiana. Era el primer intento formal de las dirigencias partidistas tradicionales por constituir un “frente nacional” en defensa de sus intereses específicos. Según Frédéric Martínez (2001),


103 La exclusión de los sectores populares de los estratos superiores del poder político, ofrece mejor la garantía de consenso entre las élites liberales y conservadoras. La elección de Mariano Ospina en 1856 acaba enterrando las divisiones entre liberales y conservadores en lo que se refiere al sufragio universal: los conservadores confiando en el poder electoral de la Iglesia ya no le tienen temor y los liberales ya no lo defienden con tanto entusiasmo. El sufragio universal desaparecerá de la Constitución en cinco de los nueve Estados Soberanos, durante el federalismo, y una mezcla de manipulación popular y de fraude partidista se impondrá como forma predilecta en el manejo de las elecciones (p. 147).

Con el derrocamiento del general Melo, la alianza bipartidista impuso una marca de exclusión bipartidista que se expresó en los resultados electorales de 185626. José Joaquín Guerra analizaba el proceso electoral de la siguiente manera: Merced a esa política de moderación, y que hoy se llama de “abstención al gobierno”, pudieron verificarse libremente las elecciones de 1857, no obstante que el ensayo del sufragio universal hubiera podido producir naturales trastornos. Así lo reconocen también los escritores liberales que presenciaron después vergonzosos desmanes de sus mismos copartidarios. Los conservadores se dividieron, como acostumbraban a hacerlo cuando están en el poder: Unos, la gran mayoría, lanzaron la candidatura de don Mariano Ospina; otros, en número no muy crecido, la del general Tomás Cipriano de Mosquera, que aunque conservador entonces de indiscutibles méritos, trataba de formar un tercer partido de miras modernas, sin extremos banderizos, el Partido Nacional. Los liberales votaron en masa por el doctor Manuel Murillo, apóstol de las más exageradas ideas, cuyo nombre había vuelto a adquirir popularidad entre la fogosa juventud, no obstante sus fracasos en la administración del 7 de marzo, de que había sido nervio y cerebro. En completa calma y por número superior de votos que hasta los adversarios reconocieron como auténticos, triunfó el candidato de la mayoría conservadora (Guerra, 1952, citado por Giraldo, 2003:23).

26 Sin duda, entre los mejores ejemplos de la “alianza” bipartidista fue la exclusión del general Tomás Cipriano de Mosquera, como candidato a la presidencia, por alguno de los partidos; en particular el conservador, que “mediante la celebración de una junta privada de diputados, realizada el día 20 de febrero de 1856 en Bogotá, eligió como su candidato para la presidencia a Mariano Ospina Rodríguez. “Así, Mosquera descontento de que la junta de senadores y representantes conservadores no le hubiese dado la prioridad, hizo proclamar su candidatura por algunas personas a quienes denominó ‘Partido Nacional’” (Estanislao Gómez, citado por Giraldo, 2003:23).


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El gobierno de Mariano Ospina Rodríguez, como Presidente de la República, se inició en la más fuerte ortodoxia conservadora 27. Pese a ello durante su gobierno se profundizó el carácter federal y parlamentario del régimen político a través de la que termina siendo expedida como la Constitución de la Confederación Granadina de 185828. Era evidente que, como lo demuestra Giraldo (2003), los liberales veían en la federación el ideario de la libertad, alcanzado por una sociedad que vivió siempre a la sombra de gobiernos arbitrarios y tiránicos como los conservadores, representados más explícitamente en el ‘régimen de doce años’ que comprendió las administraciones de José Ignacio de Márquez (1837-1841), Pedro Alcántara Herrán (1841-1845) y Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849)” (p. 28).

El ordenamiento federal que impuso la nueva Constitución se convertiría en un factor clave para desatar una confrontación partidista29 que terminaría con el estallido de la guerra civil de 1860. En Según Guerra, su programa político consistía en “orden sin despotismo, libertad sin desenfreno, ilustración sin impiedad y progreso sin utopías ni engaño. [...] En moral, trabajo e ilustración; en religión, el evangelio; en política, leyes que, consultando las costumbres, la riqueza y la civilización del país, tengan por base la conveniencia real y positiva del pueblo. Recta administración de justicia, economía en los gastos, fuerza y energía en la autoridad para cumplir y hacer cumplir la constitución y las leyes” (citado por Giraldo, 2003:26). 28 Según Giraldo (2003), “la constitución de 1858 fue el resultado del proceso que se venía gestando en los dos partidos políticos con sus propuestas federativas, las cuales empezaron a dar sus primeros frutos con la creación, el 27 de febrero de 1855, del Estado de Panamá por un acto adicional a la Constitución de 1853; luego, en 1856, con la creación del Estado de Antioquia por medio de una ley basada en un acto adicional a la Constitución (Ley del 11 de junio de 1856), y, posteriormente, con la creación en 1857 de los Estados de Boyacá, Bolívar, Cauca, Cundinamarca, Magdalena y Santander. Con esta división político-administrativa de la república, la Constitución de 1858 proclamó la denominada Confederación Granadina, que sería la consumación del ideario liberal en lo referente a la descentralización administrativa. Esta constitución tenía unas orientaciones consistentes en mantener la autonomía de cada una de las regiones mediante un sistema federal, realidad construida en buena parte del territorio, y la adopción de un cuerpo heterogéneo para gobernar el país que reflejara la conjunción de ideas entre los partidos liberal y conservador. “Una vez sancionada la nueva carta política, el presidente del Senado de la República, Tomás Cipriano de Mosquera, y don Juan Antonio Marroquín, presidente de la Cámara de Representantes, procedieron a firmar la puesta en vigencia de la Constitución con una alocución alegórica a la libertad y la federación. Esto expresaban: Hoy termina la revolución iniciada el 20 de julio de 1810: Han triunfado por fin vuestras virtudes cívicas. La federación está constituida. El pueblo que nos mandó a perfeccionar la organización federal de la república juzgará si sus delegados han cumplido con su misión. La discusión de este espacio sagrado ha sido detenida y animada, y al fin sancionada en el Congreso la Constitución de 1858 con el aplauso de todos los senadores y representantes. Se han conciliado todas las opiniones, y desde hoy tenéis, conciudadanos, el vínculo de unión que hará la felicidad de la Confederación. Bogotá, 22 de mayo de 1858,” (p. 26 - 27). 29 Uno de los argumentos más representativos de las corrientes antifederalistas lo presenta el historiador Gustavo Arboleda cuando en su Historia contemporánea de Colombia, afirma que “desde enero de 1856 que subíamos juntos el Magdalena en vía para el Congreso de aquel año, 27


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efecto, la expedición de una serie de medidas relacionadas con el presupuesto, el manejo de la fuerza pública y el sistema electoral, fueron interpretadas por los liberales como una ruptura de las reglas de juego político e institucional impuestas por la nueva Constitución. Los Estados de Magdalena, Bolívar, Santander, Cauca y Panamá se levantaron contra las medidas, pidiendo su derogatoria. Los apoyaba el Estado de Antioquia, el único de filiación conservadora que pedía una reforma de las mismas. El levantamiento desató una guerra que duró hasta 1862, y es la tercera en el número de muertos, entre las guerras que produjo a lo largo del siglo XIX, con un total aproximado de 6.000; la guerra de 1876-1877, que registra 9.000 muertos, y en primer lugar la guerra de los Mil Días, con un saldo cercano a los 80.000 muertos. El fragor de la guerra no había permitido la elección del sucesor del presidente Ospina Rodríguez. Ante la falta de quórum, el Congreso decidió encargar la presidencia al entonces procurador general, Bartolomé Calvo, quien efectivamente tomaría posesión del cargo el 1º de abril de 1961. Seis meses después se firmaría el Pacto de la Unión, mediante el cual los Estados que se acogieron a él se nombraron “soberanos” e “independientes”30. Bajo el mando de Mosquera, se procede al

tuvimos la ocasión de combatir la errónea idea de que la forma federal entre nosotros pudiera recibir el mismo movimiento de la fundada por los Estados del Norte de América en 1778. Allí, le decíamos, la federación subió del Estado para el gobierno general; entre nosotros bajará del gobierno general para el Estado. Allá fueron soberanías que se unieron y constituyeron una gran soberanía central; acá es la soberanía central que se divide en ocho porciones territoriales, a las que entrega parte de su soberanía; allá pudieron llamarse estados soberanos e independientes, porque dieron a la Unión toda la soberanía que tiene; acá no pueden llamarse tales, sino en tanto que la Confederación les reconozca terminantemente la soberanía que quiso darles. Allá los Estados fueron PADRES de la Confederación; acá son HIJOS de ella” (citado por Giraldo, 2003:29). 30 El texto que daba lugar al Pacto de la Unión establecía entre otras cosas que “y con el fin de proceder a la organización de una nueva asociación política que asegure para siempre el orden, la paz, la libertad y la consolidación del sistema federal, bajo cuyos auspicios desean y quieren fundar su nacionalidad los Estados que representan, y de acuerdo con lo dispuesto en el Tratado de Cartagena de 10 de septiembre de 1860, han convenido en el siguiente: PACTO DE UNIÓN: Artículo 1.- Los Estados soberanos e independientes de Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena, Santander y Tolima se unen, ligan y confederan para siempre, y forman una Nación libre, soberana e independiente, que se denominará «Estados Unidos de Colombia». Artículo 2.- Los dichos Estados se obligan de la manera más solemne y formal a socorrerse y defenderse mutuamente contra toda violencia que dañe la soberanía de la unión, o la de los Estados, o las libertades y derechos que por este Pacto corresponden a los ciudadanos de la Unión Colombiana. Artículo 3.- Los mismos Estados reconocen como miembros y ciudadanos de los Estados Unidos de Colombia a los ciudadanos y miembros de todos y cada uno de los Estados que componen o compongan en adelante la Unión, y los del Distrito federal, de que trata el Artículo


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nombramiento de nuevos magistrados del Tribunal Superior del Estado, se convoca una Legislatura Constituyente del Estado y una Convención Nacional que, mediante un proceso democrático, plasmara una nueva Carta Constitucional para la República, en reuniones en un lugar de la ciudad de Rionegro (Antioquia) a comienzos del 1863 31. Las medidas comienzan en lo que se llamó el Estado Soberano de Antioquia, mediante una serie de decretos expedidos en noviembre de 186232. La fuerza política que había tomado el proyecto de Mosquera en cada uno de los Estados Soberanos del “gobierno de la Unión”, se reflejaría en la fuerza política con que llegaría a la legislatura constituyente. En su discurso a los miembros de la legislatura, Mosquera dijo:

42, conforme a sus propias instituciones y leyes; pero con excepción de los extranjeros, siempre que no hayan obtenido carta de naturaleza. Artículo 4.- Se consideran como bases invariables de unión entre los Estados: 1.El reconocimiento, por parte del Gobierno general de la Unión y de los Gobiernos de todos y cada uno de los Estados, de la soberanía, independencia y libertad de los mismos Estados, en todos los asuntos cuyas funciones no deleguen éstos expresa, especial y claramente al Gobierno de la Unión; 2. Que el Gobierno general de la Unión y los Gobiernos de todos los Estados sean republicanos, populares, electivos, representativos, alternativos y responsables; 3. Que los Diputados por los Estados al Congreso de la Unión sean irresponsables y gocen de amplia inmunidad en sus personas y propiedades, desde que principien o deban principiar las sesiones, durante el tiempo de éstas, y mientras van a ellas y vuelven a sus casas; 4. El reconocimiento, en los mismos términos del inciso 1.º, de los derechos y garantías individuales a todos los habitantes y transeúntes por el territorio de la Unión, a saber: a) La profesión libre, pública o privada, de cualquiera religión, siempre que su ejercicio no sea o pueda ser contrario a la moral, a la seguridad o a la tranquilidad pública; b) La seguridad individual; c) La libertad individual; d) La propiedad; e) La libertad de expresar sus pensamientos por medio de la imprenta sin responsabilidad alguna; f) La libertad de viajar por todo el territorio de la Unión, o de salir de él sin necesidad de pasaporte o permiso de la Autoridad; g) La libertad de industria y de trabajo; h) La libertad de dar o recibir la instrucción que tengan a bien, siempre que no sea en los Establecimientos costeados por los fondos públicos; i) La inmunidad del domicilio y la inviolabilidad de la correspondencia privada; j) La igualdad de los derechos y obligaciones; k) La libertad de asociarse sin armas; y, l) El derecho de obtener resolución en las peticiones que dirijan por escrito a las Corporaciones, Autoridades o funcionarios públicos sobre cualquier asunto de interés general o particular”… 31 La influencia de Mosquera en la convocatoria se hizo evidente cuando, según lo dispuesto por él mismo se decretó la instalación de la Convención Nacional en la ciudad de Rionegro, el día 1º de enero de 1863, considerando “Primero, que no se tenía lista la infraestructura necesaria en la ciudad de Ibagué para albergar la Convención en donde se había previsto instalarla en un principio; segundo, que era urgente instalarla a más tardar el 1º de enero de 1863, y tercero, ‘que por otra parte, la ciudad Rionegro ofrece la ventaja de estar cerca del teatro de las operaciones militares, de donde no puede separarse el gobierno, para asistir el presidente a la instalación de la Convención Nacional’” (citado por Giraldo, 2003:208) 32 Un análisis detallado de las medidas y sus implicaciones en el régimen político e institucional del Estado Soberano de Antioquia se encuentra en Giraldo (2003) en el capítulo 5, titulado “La posguerra en el Estado Soberano de Antioquia”, pp. 204 - 212.


107 Puedo deciros con satisfacción que la libertad y el derecho se han salvado. Ahora toca a vosotros fecundar el triunfo en el suelo de Antioquia por medio de instituciones liberales. En la “Crónica Oficial” habéis visto el decreto fundamental que expedí para darle origen al gobierno propio de los pueblos, descentralizando el ejercicio del poder conforme a los dogmas de la democracia. Confío en que vosotros, profesando la misma doctrina, la consagréis en la constitución del Estado33.

La resistencia de Mosquera y el temor a los excesos del poder presidencial explican en gran parte por qué la Constitución de 1863 llevaría a establecer que […] el mandato presidencial duraba dos años sin reelección, y el presidente necesitaba que el Senado le diera el visto bueno a su gabinete y a otros nombramientos de alto nivel, y los vetos presidenciales podrían ser invalidados con una mayoría simple en el parlamento (Hartlyn, 1998:199). Salvador Camacho Roldán, uno de los constituyentes de la época, explicaría la razón por la que se tomó la decisión de reducir el periodo presidencial a dos años, de la siguiente manera: “[…] Terminado así este punto importante, siguió el de la duración del periodo presidencial. El proyecto establecía la usual de cuatro años y parecía que contra ella no había objeción. El doctor Lorenzo María Lleras, propuso, sin embargo, la modificación de reducirle a dos. Saltó como un resorte el General Mosquera a combatirla expresando el concepto de que eso sería una presidencia de farsa, y sus amigos mostraron el mismo interés. Eso nos hizo sospechar que con ese corto periodo no sería posible desinteresar de la presidencia, en el primer periodo a lo menos, al General Mosquera, y elegir para ese puesto a un civil. El doctor Murillo que, por su ausencia de Colombia, no había tomado parte en las contiendas con Mosquera, parecía el hombre indicado al efecto. Esa rápida observación nos decidió. Sin discutir ni emitir palabra que pudiese agriar el debate, aprovechando el momento en que la ausencia de algunos diputados nos daba mayoría ocasional, votamos favorablemente y la proposición fue aprobada” (Camacho Roldán, 1984: p. 164 y 165)

En adelante todo fue inestabilidad y desorden. A la sucesión de reformas constitucionales, entre 1864 y 1884 siguió una veintena de presidentes (y a ésta la había antecedido una docena entre 1861 y 1863). 33 “Mensaje del Gobernador del Estado a la legislatura Constituyente”, en Crónica Oficial de Antioquia,. Nº 10, p. 43.


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Los vacíos dejados en materia electoral por la Constitución de 1863, había permitido que cada Estado soberano definiera la forma de elecciones y su reglamentación, dentro de lo que Liévano (2002) denominaba el “amplio y nada preciso concepto de ‘sufragio universal’” (p. 129)34. A la larga lista de presidentes seguiría un sinnúmero de guerras generales y locales. En su ensayo “La paz científica”, Rafael Núñez (1882) reportaba que: De 1864 a 1866 hubo tres revoluciones: una en Cundinamarca, otra en el Cauca y otra en Panamá; de 1868 a 1870, hubo una revolución en Cundinamarca y otra en Panamá; de 1870 a 1872 hubo una o dos revoluciones en Boyacá y otra en Cundinamarca; de 1872 a 1874 hubo una serie de trastornos en Panamá y una grande agitación en Boyacá; de 1874 a 1876 hubo una grande agitación en toda la República; de 1876 a 1878 hubo una guerra civil general; y de 1878 a 1880 hubo trastornos en Panamá, Antioquia, Cauca, Magdalena y Tolima, y agitación general (Citado por Vásquez Carrizosa 1979:14).

La estructura y los alcances del poder presidencial se constituían en puntos permanentes de confrontación política partidista por el diseño de la nueva Constitución. Gobernar es imponer: el presidencialismo absolutista (1880-1904) Con la llegada de Rafael Núñez a la Presidencia de la República, en abril de 1880, se inicia una nueva etapa del poder presidencial en Colombia, que por sus características se pude denominar presidencialismo absolutista. Se trata de una etapa marcada por dos hechos cruciales: el fin definitivo del régimen radical y la puesta en escena de un proyecto de profundas reformas políticas e institucionales que, bajo el nombre de la Regeneración, buscaban modificar la vida política y económica del país. Ambos hechos estaban conectados por un antecedente fundamental: la llegada al gobierno del general Julián Trujillo en 1878, que no sólo fue determinante en la erradicación de las

34 Al respecto, Liévano (2002) citaba uno de los párrafos de los escritos políticos y económicos de don Miguel Samper, en el que afirmaba que “El hecho de que la conquista de los gobiernos seccionales sea el objetivo de los partidos en las luchas que, en gracia de discusión, llamaremos electorales, es la prueba palpable de que con tales gobiernos se tiene supeditado al pueblo elector, pues es claro que de otro modo los esfuerzos serían dirigidos a obtener el sufragio. Los gobiernos seccionales en su mayoría, si no en la totalidad, están organizados bajo el más rígido centralismo, para hacer de ellos maquinas de elegir presidentes, gobernadores, congresos y legislaturas” (p. 129)


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fuerzas radicales que permanecían en el gobierno (lo que facilitó la llegada de Núñez al poder). También le permitió a Núñez, como Presidente del Senado, marcar lo que sería el derrotero político del movimiento de la Regeneración cuando, en el discurso en que posesionaba a Trujillo como presidente de la república, dijo: El país se promete de vos, señor, una política diferente, porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema: regeneración administrativa fundamental o catástrofe […] Si la situación de la República fuera normal, yo me guardaría bien de emplear este lenguaje: pero nos encontramos en una época extraordinaria, que requiere condiciones excepcionales en el encargado de dirigir el movimiento administrativo general. Hemos retrogradado momentáneamente en nuestra carrera política, acaso sin deliberada culpa de nadie; y necesitamos, a la verdad, de una acción gubernativa en esencia más eficaz de lo que permiten o demandan las necesidades de los tiempos comunes. (Citado por Liévano, 2002:148. Las cursivas son del texto original)

Los dos años de Trujillo fueron de transición. Pese al nombramiento de Salvador Camacho Roldán (presidente de la Escuela Republicana, el principal semillero del radicalismo en el siglo XIX) como secretario del Tesoro y Crédito Nacional, la incorporación de Rafael Núñez como Secretario de Hacienda, se constituiría en un duro golpe al Olimpo Radical. El camino de Núñez a la presidencia de la república estaba abierto. Conciente de ello, Núñez decide renunciar a la Secretaría de Hacienda para dedicarse a su campaña electoral. Sin embargo, por petición del propio Presidente Trujillo, debe aceptar su nombramiento como Ministro en los Estados Unidos. Pese a que las voces de la oposición se levantan en el Congreso para objetar el nombramiento, la fuerza no fue suficiente para contener el impulso del cartagenero a la Presidencia a la que efectivamente llegó en abril de 1880 (Liévano, 2002:148). Desde su posesión como presidente de los colombianos Núñez generó una fractura. Planteó una agenda de profundas reformas a la institucionalidad política y económica del país, que tenía como eje programático al Partido Liberal. En su propuesta subyacía una idea muy clara sobre el Estado y su intervención en la economía. La apuesta de Núñez implicaba todo un reto al radicalismo manchesteriano, que para la época había impuesto el radicalismo con su sello particular del librecambio “leseferista” en la gestión gubernamental del país. El proyecto de reformas de Núñez estaba estructurado en torno a tres ejes


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fundamentales: un Estado fuerte y crecientemente intervencionista, una estructura económica sólida y unos partidos políticos fuertes y actuantes. Siguiendo a Liévano Aguirre (2002), Al librecambio, doctrina fundamental de nuestra política comercial, [Núñez] oponía la teoría proteccionista; a la libertad cambiaria, pilar sustantivo de la política financiera, la necesidad de la creación de un banco central y la tesis, que en Colombia resultaba una blasfemia, de que la facultad de emitir billetes era privilegio de la soberanía y no un derecho de los bancos particulares […] Para hacer de Colombia un gran país, era necesario fomentar la organización de una economía autónoma en cuanto fuera posible, y tensar los poderes públicos de tal manera, que quedaran en capacidad de dirigir todo el gran esfuerzo nacional hacia esa etapa de superación (p. 166 - 167).

La tarea de “tensar los poderes públicos” comenzaba por el restablecimiento del orden público en todo el territorio nacional; le seguía la creación de un banco nacional que, además de asumir la emisión de billetes, se convirtiera en la principal institución crediticia que le permitiera al gobierno financiar sus actividades y su política de fomento económico; y terminaba en sus componentes más importantes, con el establecimiento de un rígido sistema de protección aduanera que limitara las condiciones de competencia a los bienes provenientes del exterior, y estimulara el consumo de los bienes producidos en el país. Todo apuntaba a propiciar la creación de una estructura industrial que fortaleciera la economía nacional y una organización política e institucional que la respaldara. En la tarea de restablecer el orden público, Núñez tuvo todo el respaldo parlamentario. Apoyado en un proyecto de ley que se venía discutiendo en el Congreso varias semanas antes de su posesión, Núñez logró la aprobación de la Ley 19 de 188035. Sin embargo, en el resto de las tareas, el proyecto reformador de Núñez encontró dos grandes obstáculos. Primero, el choque con los intereses económicos de los banqueros y comerciantes que, al verse seriamente afectados por la apuesta presidencial, apuntalaron el pensamiento radical como los

En su artículo único, la Ley 19 de 1880 establece que “el gobierno nacional asegura a cada uno de los Estados de la Unión, la forma de gobierno republicano en los términos establecidos en la Constitución federal e impedirá toda tentativa de invasión contra cualquiera de ellos, así como también toda violencia doméstica contra el gobierno de cualquier Estado, siempre que en este último caso, la intervención del gobierno nacional sea solicitada por la legislatura del Estado, o por el poder ejecutivo, en receso de ésta”. 35


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principales opositores36. También el enfrentamiento de comerciantes contra artesanos y de industriales contra banqueros, que se extendió a una tensión entre la ciudad y el campo. Frente a las tensiones, Núñez optó por un discurso contra la exclusión económica generada por el librecambismo, que lo ponía claramente del lado de los artesanos y los industriales del país y permitió que los radicales, para extremar sus argumentos, llegaran a acusarlo a Núñez de promotor de las ideas socialistas37. El segundo obstáculo que encontró Núñez a su proyecto reformador no era de poca monta: la ausencia de un partido de gobierno que, además de asumir como propio el programa reformador, le permitiera tener un margen de maniobra político para asegurar el adecuado trámite legislativo de las reformas en el Congreso de la República, y asumiera su defensa fuera de él. Si bien fue cierto que el apoyo legislativo le permitió a Núñez aprobar las reformas — particularmente a través de la expedición de la Ley 39 de 1880, que creó el Banco Nacional, y de la Ley 40 de 1880, que estableció un sistema de protección aduanera en Colombia—, también lo fue el hecho de que los legisladores no acompañaron a Núñez en su defensa. La reacción de los banqueros y comerciantes, de ‘boicotear’ el nacimiento del Banco Nacional38, fue apenas el inicio de una larga campaña de ataques opositores que Núñez debió asumir de manera solitaria. Su obstinación 36 “¿Cómo pretender, que Don Miguel Samper, primer segundo gerente del Banco de Bogotá y presidente de la Cámara de Comercio de la capital, y que don Salvador Camacho Roldán, principal fundador del Banco de Colombia y autor de la ley que implantó el patrón oro en el país, permanecieran al lado y se hicieran solidarios con la obra de un hombre cuyas primeras providencias estaban encaminadas a la creación de un Banco de Estado que, como decía Martínez Silva, interpretando el criterio de los financistas de su época, estaba destinado a ‘derrumbar de un golpe a los tres bancos existentes’; al lado de un hombre que tenía una manifiesta antipatía por el patrón de oro y por el librecambio, sistemas al lado de los cuales había prosperado el gremio comercial de la capital, representado en la Cámara de Comercio?” “Y me refiero a don Miguel Samper, en especial, porque además de ser el más eminente de los expositores económicos del radicalismo fue la figura más caracterizadamente antagónica del Regenerador” (Liévano Aguirre, 2002:170). 37 “Tal socialismo, decía don Miguel Samper, se abroga, entre otras cosas, la misión de dirigir gubernativamente el trabajo nacional, misión que nadie le ha dado, puesto que corresponde a los padres de familia de cada pueblo, por residir en ellos la responsabilidad y la suerte de sus hijos y la voluntad y los medios de procurarles la subsistencia y mejorar su situación” (Liévano, 2002:171). 38 La Ley 39 de 1880 estableció que el capital del Banco lo formarán entre el gobierno nacional, que podrá suscribir hasta $2.000.000 en especies metálicas, y los particulares, que podrán suscribir hasta $500.000 “en acciones de cien pesos que se ofrecerán libremente al público”. Los comerciantes y banqueros, únicos con la capacidad para adquirir las acciones, decidieron abstenerse de hacer tal operación como una forma de boicotear el nacimiento del Banco. El Banco inició sus actividades únicamente con el aporte gubernamental, que le daba al gobierno la condición de accionista único del Banco.


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en sacar adelante el programa reformador y el empuje que demostró en la tarea, llevó a que, después de varias décadas de haber sido relegado, el poder presidencial adquiriera una nueva dinámica en las manos de Núñez. Según Liévano Aguirre (2002), en un país en el cual el presidente no había tenido durante tantos años la misión de hacer elecciones o estudiar en sus innumerables horas de ocio los clásicos latinos, causaba desconcierto el activismo presidencial, como lo expresa el Repertorio Colombiano: Jamás quizás había habido una política más oscura, más indeterminada y caprichosa que la actual. La explicación de este fenómeno sí nos parece clara: está, a nuestro modo de ver, en que hoy no gobierna un partido sino un hombre. Los movimientos y las tendencias de un partido, ya en el poder, ya en la oposición, pueden verse y sentirse; lo que pasa en el fondo de un corazón o un cerebro, sólo lo Dios lo conoce. ¿Qué hay hoy, pues? Una cosa sencilla: que el señor Don Rafael Núñez es el Presidente de la República. Y ¿qué quiere y qué se propone el señor Núñez? Él y sólo él puede decirlo; y decimos que sólo él, porque estamos seguros que aún sus más íntimos amigos lo ignoran. El partido independiente que está en el poder no está en el gobierno. Sus hombres conspicuos desempeñan los destinos públicos, pero sólo el señor Núñez rige los destinos de la nación (p. 175).

El programa reformador de Núñez sólo era el anuncio de un proyecto de mayor envergadura: la Regeneración, el fundamento de la reforma constitucional de 1886 que daría forma definitiva a Colombia como república unitaria. Al iniciar su segundo gobierno en 1884, bajo el calificativo de “Revolución Técnica” Núñez reafirma su proyecto reformador incorporando tres elementos adicionales: la centralización y el fortalecimiento del poder ejecutivo disperso en los nueve Estados, el establecimiento de garantías para los derechos individuales, y la definición de un convenio que regulara las relaciones del Estado colombiano con la Santa Sede. Para Vásquez Carrizosa (1979) era evidente que Núñez no tenía la intención de desmontar completamente la Carta Constitucional de 1863, particularmente en lo relacionado con la estructura federal vigente (P. 184). Sin embargo, el desencadenamiento de los hechos que llevan a la guerra de 1885 modifica el panorama; obliga la destitución de varios gobernadores en algunos Estados y en su reemplazo el nombramiento de gobernadores militares, así como al aumento del pie de fuerza y la imposición de sanciones a los enemigos del gobierno. El


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uso de lo establecido en la Ley 19 de 1880 no sólo le había permitido al presidente Núñez intervenir con toda la energía necesaria, sino que también marcaba el punto final de la Constitución de 1863. Había dejado sin fundamento la organización federal, con todo y sus estructuras políticas y militares, consagrada por esa Constitución. Mientras tanto, la obstinación por sacar del poder a Núñez, había llevado al radicalismo a cometer cada vez más equivocaciones políticas, que terminaron por resquebrajar las relaciones entre el liberalismo y el presidente. La cooperación con los conservadores comienza a abrirse paso como fórmula de sostenibilidad para el proyecto de la Regeneración. No sólo por el apoyo armado que los conservadores le ofrecieron y entregaron al gobierno durante la guerra de 1885, sino sobre todo por el apoyo parlamentario que, cada vez más, le dieron en el Congreso al paquete de reformas propuesto por el presidente Núñez. El nombramiento de los conservadores Miguel Antonio Caro, en la Biblioteca Nacional, y Carlos Holguín, en la representación colombiana ante los gobiernos europeos, es interpretado como el punto de ruptura con el liberalismo y el comienzo de un activo período de colaboración conservadora. El gobierno de Núñez estaba ante una dinámica reformadora tan fuerte que ese apoyo sería fundamental para consolidar el proyecto de la regeneración. Una vez terminada la guerra, en septiembre de 1885, Núñez solicita a los gobernadores civiles y militares el nombramiento de tres delegados por cada uno de los nueve Estados de la federación, con el fin de que se encargaran de expedir una nueva Carta Constitucional para el país. La comisión redactora quedó conformada por Felipe Paúl, amigo íntimo de Núñez, José María Samper, de origen radical, el general Rafael Reyes y el conservador Miguel Antonio Caro, quien finalmente desempeña un papel crucial en la redacción de la nueva Constitución colombiana. En efecto, de su inspiración emerge la figura de un Estado centralizado, de corte autoritario, que ubica en la cúspide al presidente como referente del poder político e institucional del nuevo orden constitucional. Según Vásquez Carrizosa (1979), “Caro concebía la presidencia como una especie de monarquía sujeta apenas a la elección popular” (p. 195). Se trataba del presidencialismo absolutista, en el que el presidente sería electo para un período de seis años por las asambleas electorales; se le habían conferido plenas facultades para nombrar y remover a los ministros, gobernadores y alcaldes, a los funcionarios del Ministerio Público y a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, a los


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tribunales superiores y al Consejo de Estado; ejerce la potestad reglamentaria de las leyes expedidas por el Congreso; forma el presupuesto, las rentas y los gastos públicos que debe someter a consideración de la Cámara de Representantes; conserva el orden público y dispone de la fuerza pública cuando lo considere necesario; somete al Congreso las leyes que considere necesarias; promulga las leyes que expida el parlamento y conmuta la pena de muerte, previo concepto del Consejo de Estado (Vásquez Carrizosa, 1979: 204 - 205) Además, el poder presidencial estaba revestido por la llamada “legalidad marcial”, propuesta por Caro con el propósito de dotar al presidente de los instrumentos excepcionales para hacer frente a las crisis. Por una parte, el artículo 76 le concede facultades extraordinarias cuando la “necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen”, con carácter preciso en sus alcances y limitadas en el tiempo. Y por otra, las facultades más amplias conferidas por el artículo 121 para los casos de guerra exterior o conmoción interior. Se buscaba que el presidente quedara blindado contra todo tipo de amenazas. Bastaba con un decreto firmado por todos los ministros, para que el gobernante pudiera legislar las materias que considerara pertinentes o tomara las medidas que aseguraran el mantenimiento del orden público y la estabilidad institucional39. Las propuestas de Caro, de centralización política y facultades extraordinarias, habían sido muy bien recibidas por Núñez. Pues si la guerra de 1885 lo había persuadido sobre la necesidad de mantener un Estado centralizado fuerte, como condición para mantener el orden público en todo el territorio (como terminó proponiendo Caro), la puesta en marcha de un orden de legalidad marcial le permitiría proceder frente a la crisis de la guerra. El argumento terminó por convencer a Núñez sobre las ventajas de tener una legislación extraordinaria, que dotara al poder ejecutivo de las facultades para enfrentar las crisis. En ese momento, más que nunca, adquirían sentido las frases pronunciadas por Núñez en 1880, Hay que demostrar que las instituciones democráticas tienen resortes adecuados para todas las emergencias. Hay que ofrecer a los pueblos muestras tangibles de En su defensa del artículo 121, Miguel Antonio Caro afirmaba que “la facultad para expedir decretos, concedida al gobierno, para tiempo de guerra, es una de las disposiciones del proyecto que más ha sorprendido. Y aún diré más, ha escandalizado a algunos censores, cuando es puntualmente de aquellas que debieran aplaudir cuantos amen el reinado de las leyes, porque esta disposición es la llave de todo el orden de garantías, es el único medio de establecer la legalidad marcial, que aquí nunca se ha conocido” (citado por Vázquez Carrizosa, 1979:205). 39


115 que ellas son benéficas cuando se les aplica lealmente. Todo esto es urgente, porque dudas y aun agonías alarmantes se hacen ya sentir, y una funesta reacción podría ser la inmediata e inevitable consecuencia (citado por Liévano, 2002: 169).

La Carta Constitucional de 1886, configuró un régimen presidencialista en el que los Estados soberanos quedaban convertidos en departamentos, con gobernadores nombrados por el presidente y municipios con alcaldes nombrados por aquellos. Para los efectos de la gestión gubernamental, los gobernadores eran agentes del gobierno central en los territorios. En los asuntos administrativos, fiscales, en el manejo de las inversiones y el orden público sus actuaciones estaban sujetas a la censura del Presidente quien es el que tiene la facultad de decidirlas. El Tejido institucional para la elaboración y desarrollo de las políticas, establecía una clara división del trabajo. El nivel central concentraba todas tareas de toma de decisión y formulación de las políticas, en tanto que gobernaciones y alcaldías asumían las tareas de ejecución y control. Desde entonces, afirma Vásquez Carrizosa (1979), el poder presidencial en Colombia, […] es el centro de la acción gubernamental, el conductor de su partido, el director de la Hacienda Pública, y el comandante de la Fuerza Armada. Presidencia un tanto monárquica que tenemos desde entonces, con facultades políticas, administrativas, internacionales y últimamente económicas, que opacan la acción de otros poderes. El señor presidente en Colombia es la casi totalidad del Estado. Su palabra, sus puntos de vista jurídicos, económicos y diplomáticos, son actos de gobierno. El concepto de sus ministros es apenas una referencia para él, cuya facultad decisoria es casi absoluta, con toda la serie de atribuciones anexas a tan elevado cargo (p. 15).

La nueva Constitución no sólo le permite a Núñez consolidar su proyecto reformador, sino también consolidarse en el poder como presidente de la república. Desde 1886 hasta 1894, cuando muere, Núñez permanece como primer magistrado de la nación y con el apoyo del partido conservador -en particular de la mano de Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro- lleva a buen puerto el proyecto reformador de la Regeneración. La excepción la constituyó el paso fugaz por la presidencia del general caucano Eliseo Payán, quien, al ser designado por el Consejo Nacional de Delegatarios como Vicepresidente de la República, debió asumir como presidente ante el viaje del titular Núñez a Cartagena.


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La expedición de los decretos 775 de 1887, que convocaba a sesiones extraordinarias al Congreso, y el 779 del mismo año, que establecía que “en ningún caso se suspenderán las publicaciones de la prensa”, no sólo obligó el rápido retorno de Núñez a Bogotá para destituir a Payán de la presidencia, sino que también desató una furiosa reacción del gobierno contra las amenazas de la oposición. Con el propósito de cerrar cualquier camino de expresión opositora que pudiera poner en peligro la Regeneración, Núñez expide la Ley 61 de 1888, conocida como la “Ley de los caballos”. Apoyada en el artículo 42 de la nueva Constitución40. La ley viene a dar un carácter permanente a las facultades gubernamentales para reprimir la oposición y castigar a los periódicos que la promovieran, que ya se habían ensayado con la expedición del decreto 151 del 17 de febrero de 1888, y en su momento sirvieron para cerrar El Correo Liberal y El Liberal así como para castigar a sus directores. La muerte de Núñez y el consecuente enfrentamiento de los partidos políticos, en 1899, llevaría al estallido de lo que se conoció como la guerra de los mil Días, que sólo terminaría con la firma del tratado de Wisconsin en 1902. La derrota de Rafael Reyes, como candidato a la Presidencia de la República, y la victoria de la fórmula presidencial conformada por Manuel María Sanclemente y José Manuel Marroquín, marcarían el cierre de un período agitado y difícil para la república, que vendría a ser liquidado, para usar los términos de Vásquez Carrizosa (1979:242), por Rafael Reyes, quien gobierna en lo que se llamó el Quinquenio entre 1904 y 1909. Gobernar es nombrar: La presidencia de los ministros (1904-1958) Con la Constitución de 1886 el poder presidencial quedó atado a los poderes de nombramiento del presidente. La facultad para designar a ministros, embajadores, altos funcionarios del gobierno, directores de las empresas estatales (como la Empresa de Petróleos y las entidades financieras estatales o las intervenidas), gobernadores y alcaldes municipales, se constituía en uno de los recursos que le permitía movilizar intereses favorables o contrarios. Estos poderes de nombramiento le conferían un elevado margen de maniobra al 40 El citado artículo establece que, “la prensa es libre en tiempo de paz; pero responsable con arreglo a las leyes, cuando atente contra la honra de las personas, el orden social o la tranquilidad pública. Ninguna empresa editorial de periódicos podrá, sin permiso del gobierno, recibir subvención de otros gobiernos, ni de compañías extranjeras”.


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presidente, particularmente en sus relaciones con el Congreso, en la medida en que estaba facultado para nombrar a senadores y representantes como embajadores o ministros. Sin embargo, Maurice Challoix-Dantel (1955), en su informe presentado como miembro de la Misión de las Naciones Unidas para la Administración Pública en Colombia, afirmaba que Los constituyentes colombianos no tuvieron en verdad la ambición de clarificar las funciones atribuidas al presidente, ateniéndose a un orden racional. Su propósito fue solamente el de señalar las atribuciones del primer mandatario en relación con las del Congreso de la República o las del poder judicial. No hicieron tampoco ninguna distinción entre las funciones administrativas propiamente dichas y las facultades de regalía41 (p. 58).

Era la consecuencia de la búsqueda del pragmatismo que llevó a una propuesta de presidencia constitucional y gobierno de partido promovida en Colombia, pero que luego se fue desvirtuando hacia un régimen ambiguo, en el que el parlamento no podía destituir al presidente, pero el presidente tampoco podía gobernar sin el parlamento. La etapa se inicia con el gobierno de Rafael Reyes, quien, bajo el lema de “más administración y menos política”, después de una larga época de guerras entre liberales y conservadores, emprende una doble tarea. Por una parte, propiciar el acercamiento político de los liberales a las tareas de gobierno, con el propósito de “acostumbrar la retina de los conservadores a ver a los liberales en los puestos públicos” (Vásquez Carrizosa, 1979:243). Reyes abandona el modelo gubernamental de gabinete ministerial que refleja la hegemonía de las fuerzas políticas de los directorios partidistas en el poder (para el momento la hegemonía conservadora), para convertirlo en un centro de acción institucional que, con la representación de los dos partidos políticos, permitiría las reformas necesarias para propiciar la reconciliación nacional. Y por otra, Reyes asume el compromiso de sacar del escenario partidista electoral a las políticas fiscal y monetaria. Con este compromiso, no sólo buscaba darle mayor estabilidad al manejo de la economía, sino también marcar un derrotero del ejercicio de gobierno en el país a través de todo el siglo: la búsqueda de independencia entre las políticas partidistas y las políticas económicas. Para la época era tan evidente la 41 Se entiende que son facultades de regalía las que posibilitan los nombramientos de funcionarios de alto rango en la administración pública.


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distorsión que ejercían los intereses políticos sobre la racionalidad económica que, por ejemplo, los debates económicos no versaban sobre la pertinencia o no de la circulación de billetes, sino sobre quien tenía el derecho de emitirlos. Palacios (1995), señalaba cómo el monopolio de la emisión del papel moneda por el Banco Central se había convertido en instrumento ideal para Consolidar la autoridad política y debilitar el federalismo práctico de la oligarquía comercial que surgía de los clanes familiares dominantes en las principales regiones del país. Destacaba la oposición, transitoria en unos casos y permanente en otros, proveniente de estos clanes

que en Bogotá, Medellín, Cartagena,

Barranquilla, Cúcuta o Cali, controlaban mediante sus bancos el financiamiento del comercio exterior y el crédito interno del Estado (p. 53).

Para Reyes esta separación era condición fundamental para darle estabilidad a la economía colombiana. El emprendimiento de un agresivo programa de inversiones públicas en carreteras y ferrocarriles como alternativa para resolver los problemas que la falta de una adecuada infraestructura de transportes y la creación de un Banco Central que resolviera la carencia de una banca moderna, se constituían en elementos claves de la agenda gubernamental. Los esfuerzos de modernización se complementan con la expedición de la Ley 59 de 1905 que organiza el sistema monetario nacional, como un instrumento para regular la moneda y controlar las transacciones internas. Con el primer objetivo, de nombrar liberales en ministerios, logra el segundo objetivo de despolitizar la intervención económica. El acuerdo partidista que se había logrado antes de la posesión de Reyes, en torno a la necesidad de sustraer la política monetaria y fiscal de la órbita electoral, se había constituido en un buen antecedente que mostraba las ventajas de la colaboración entre liberales y conservadores. El llamado período del Quinquenio se iniciaba, entonces, con la puesta en escena pública de un modelo de colaboración entre liberales y conservadores en la tarea de gobernar, y contaba con un indudable apoyo de un empresariado naciente y deseoso de asegurar la estabilidad para sus negocios (Palacios, 1995:91). En medio de un activismo político sin precedentes, el presidente Reyes debía enfrentar las cada vez mayores limitaciones económicas que imponía la depresión económica a la viabilidad del proyecto reformador. Las tensiones y conflictos políticos con algunos importantes gobiernos territoriales, provocados por la decisión de


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despojar a los departamentos de sus principales fuentes de renta y de concentrar todas las medidas que implicaran el desarrollo de la infraestructura en las regiones y municipios, fueron socavando el apoyo político de Reyes. Sin embargo, el escaso apoyo político que tenía el Presidente en las bancadas del Congreso comenzó a debilitar el gobierno, precipitando reacciones desbordadas del propio Reyes. Los destierros y confinamientos determinados por el Presidente marcan el inicio de una época de represión e intolerancia política que termina con el cierre del Congreso y la convocatoria a una asamblea constituyente, con el propósito de asegurar la aprobación necesaria para la agenda reformadora. La asamblea, mediante el acto legislativo Nº 5 de 1905 dispuso que El período presidencial en curso, y solamente mientras esté a la cabeza del gobierno el señor general Reyes, durará una década, que se contará del 1° de enero de 1905 al 31 de diciembre de 1914. En el caso de que el poder ejecutivo deje de ser ejercido definitivamente por el señor general Rafael Reyes, el período presidencial tendrá una duración de cuatro años para quien entre a reemplazarlo de manera definitiva; esta duración de cuatro años será también la de todos los períodos subsiguientes (citado por Castro, 2004:42-43).

El mismo acto legislativo suprimió los cargos de vicepresidente y designado, disponiendo que, en caso de falta temporal o absoluta del presidente, quien lo reemplace sea el ministro que designe el propio presidente o, en su defecto, el Consejo de Ministros. Esas medidas, junto con la supresión del Consejo de Estado, se constituyeron en pruebas de los evidentes esfuerzos por concentrar el poder en torno a la figura presidencial42. La alianza bipartidista, que tanto se había esmerado Reyes en consolidar, se volvió en su contra. No sólo cuestionó las competencias constitucionales que tenía la Asamblea Nacional para tomar decisiones tales como la ratificación de tratados internacionales, particularmente en lo relacionado con el trámite final de los acuerdos con los Estados Unidos por la separación de Panamá (Palacios, 1995:92), sino que también después se constituyó en fuerza política clave para presionar y lograr la renuncia de Reyes a la En su conocido estudio “Las Constituciones en Colombia”, Pombo y Guerra afirma que “jamás se había visto en nuestros anales parlamentarios ecuanimidad más perfecta entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo […] todos querían satisfacer los anhelos del jefe de Estado […] esta única idea (el mandatario ofrecía restauración y concordia) les hizo decretar de plano y por unanimidad de votos la ampliación del período presidencial única y exclusivamente para el general Reyes” (citado por Castro, 2004:43). 42


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Presidencia, abandonado el país hacia el continente europeo donde residió por muchos años. Al asumir como presidente de transición 43, González Valencia convoca una Asamblea Nacional para reformar la Constitución y elegir el nuevo presidente de la República. Con la reforma constitucional de 1910, el poder presidencial fue sometido a una cirugía que buscaba restablecer el equilibrio de poderes como fundamento de la organización estatal, modificando la filosofía del Estado autoritario y abriendo las puertas a un proyecto republicano: se estableció el sufragio universal como principio de elección del presidente de la república; se redujo el período presidencial de seis a cuatro años, y el concepto de supremacía legislativa se cambió por el de supremacía constitucional; se fijaron responsabilidades al presidente y se redujo su margen de maniobra en el manejo de los estados de sitio. La reforma tuvo origen en un documento suscrito por los congresistas Nicolás Esguerra, Miguel Abadía Méndez, Benjamín Herrera y Carlos E. Restrepo, entre otros. Al finalizar la primera década del siglo XX, con el gobierno de Carlos E. Restrepo (1910-1914), el país comienza a transitar hacia lo que Vásquez Carrizosa (1979) llama una forma de presidencia constitucional (p. 412) y tiene en la reforma constitucional de 1910 una pieza central para forzar su tránsito. Sin duda, la naturaleza centralizada del Estado le había conferido al presidente una significativa capacidad nominadora, que adquiría mayor relevancia con el reparto de prebendas a los partidos y la ausencia de una legislación y práctica profesionalizada del servicio civil. Hartlyn (1998) sostiene que Los presidentes podían nombrar a los ministros del gabinete sin el apoyo del Congreso y de hecho a menudo nombraron a miembros del Parlamento en esos puestos. También era importante la capacidad del presidente para legislar cuando el Congreso le otorgaba poderes extraordinarios y para suspender leyes y promulgar decretos bajo Estado de Sitio (p. 203).

43 En los hechos, quien reemplazo a Rafael Reyes fue primero el General Jorge Holguín y luego su cuñado el payanes Euclides de Angulo, quien a petición del propio Reyes asume la Presidencia, en lugar de Ramón González Valencia que había sido electo como vicepresidente de Reyes en las elecciones de 1904, pero por diferencias con éste había renunciado en marzo de 1905. Sin embargo, meses después, González Valencia decide hacer valer su condición de vicepresidente y, por nombramiento del Congreso de la República, en Agosto de 1909 asume en reemplazo del titular hasta el 7 de agosto de 1910 (Arizmendi, 1989: 198 y 199)


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Los gobiernos de Reyes y Restrepo darían paso a un fenómeno que sería recurrente en el ordenamiento político e institucional del país: los diseños institucionales no se hacen por y para las instituciones, sino que se hacen por y a la medida de los intereses y las capacidades personales de quienes están al frente de ellas. Así como el proyecto republicano no trascendió más allá de la presidencia de Carlos E. Restrepo, el proyecto de reforma del llamado gobierno del Quinquenio, de Rafael Reyes, sólo tuvo vigencia mientras su promotor ejercía el cargo presidencial. Una vez terminado el gobierno, los que habían apoyado el proyecto se convertían, como por arte de magia, en sus peores enemigos (Vásquez Carrizosa, 1979). La primacía de los partidos políticos llevó a una variante por la cual, a partir de 1914 y hasta después de los años treinta, se llegó a la presidencia constitucional de partido. La precariedad institucional se convertiría en el rasgo característico en torno al cual se erigió la institucionalidad de la Presidencia Constitucional. La primacía de la hacienda tradicional, se convertiría en otro factor de gran importancia que comenzaría a marcar las primeras huellas del fracaso del republicanismo de Carlos E Restrepo (Brugman, 2003). Las evidentes restricciones que imponía la escasa infraestructura de transporte, junto con la debilidad institucional y financiera del Estado, se convertirían en los principales obstáculos a la modernización política. Para Brugman, citando a Deas, antes de 1920, “el gobierno central permaneció de hecho mucho menos centralizado de lo que se deduce de la letra de la Constitución de 1886. La gran ventaja natural que tenían sus autores conservadores era el apoyo clerical, relativamente disciplinado, abierto, institucional y constitucional” (p.11) Al finalizar los años veinte, las políticas públicas se estructuraban de manera precaria como procesos de negociación, altamente intermediados por intereses partidistas, que buscaban unas veces modificar la correlación de fuerzas entre liberales y conservadores, y otras ensayar alguna solución a los problemas más urgentes del país y sus territorios. Se le daba el nombre de política fiscal a los esfuerzos por atenuar un déficit fiscal crónico (Palacios, 1995); política monetaria al esfuerzo por corregir lo mejor que se podía los desajustes que los problemas de financiamiento externo producían sobre la oferta monetaria del país (Meisel, 1990:35); y política exterior a los sucesivos y muy traumáticos ajustes del gobierno para lograr la aprobación del Tratado de Panamá con los Estados Unidos (Villar, 1997).


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El fin de la hegemonía conservadora en los años veinte, y el tránsito hacia la llamada “república liberal” en los años treinta, estuvo marcada por la llegada a la Presidencia de Enrique Olaya Herrera en 1930, para el periodo 1930-1934. Con ella se rúbrica un cambio significativo para el desarrollo posterior del tejido institucional en que se estructuran las políticas públicas en el país. Se caracterizó por dos hechos principales: la existencia de un proyecto de modernización del Estado y la desestructuración ideológica de los partidos políticos colombianos (Pecaut, 1987:246 y 247; Palacio, 1995:165). Estos hechos tendrían una gran trascendencia en el futuro del país: sentarían las bases para desatar una progresiva institucionalización de las formas desintitucionalizadas de los procesos de estructuración de las políticas públicas en el país. El proyecto de modernización del Estado estaba basado en tres elementos principales: la centralidad del manejo macroeconómico que se formuló desde 1931, la reforma fiscal que se cristalizó en 1935 y la formación de empresas industriales del Estado que adquirió forma definitiva a partir de 1940 (Palacio, 1994:133). Para Olaya la centralidad del manejo macroeconómico radicaba en el hecho de que no sólo jugaba un papel de estabilización institucional porque le permitía mantener todos los controles necesarios para evitar el desbordamiento o la quiebra del sistema, sino también de legitimación política porque la institucionalidad reguladora de la economía permitía abrir espacios para la participación, en niveles de decisión, de sectores como los empresarios que se constituían en pieza clave para validar ciertas decisiones y ampliar la base política. Mientras que por una parte Olaya logró que departamentos y municipios renegociaran la deuda contraída con el exterior y mantuvo los pagos del servicio de la deuda, por otra, consiguió que la Sociedad de Agricultores de Colombia y la Federación Nacional de Cafeteros tuvieran asiento en la Junta Directiva del Banco de la República44. En 1934 se posesiona el liberal Alfonso López Pumarejo, para el periodo 1934-1938, que emprendería uno de los más ambiciosos proyectos de modernización liberal bajo la llamada "Revolución en 44 Lo que en principio se mostró como un intento por "democratizar" las instancias de toma de las decisiones públicas, más tarde abrió las puertas a la privatización de las decisiones públicas. La participación de la Federación de Cafeteros en la Junta del Banco de la República se constituía tan sólo en una forma de institucionalizar el significativo grado de influencia que tenía sobre las decisiones de política económica que se tomaban en el país. Así por ejemplo, en 1935 aprovecho su poder de influencia para lograr que, en el marco de la reforma fiscal de ese año, como lo demuestra Palacio, presionó la rebaja del ‘impuesto de giros’ creado en 1933 y por el cual los exportadores recibían por sus dólares menos pesos de los fijados para las demás transacciones en moneda extranjera (Palacio, 1994:139)


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Marcha". Uno de sus puntales lo constituyó la reforma fiscal de 1935 que produjo una transformación sin precedentes. La reforma amplió la base tributaria e incrementó de los ingresos tributarios del 6% del PIB en 1935 al 10% en 1950, la participación de los impuestos sobre exportaciones e importaciones bajó del 46% a menos del 20% en el mismo periodo y los impuestos directos pasaron a constituirse en la fuente principal de financiación pública al pasar de 8% en 1935, a 24% en 1940 y 46% en 1950 (Palacio, 1994:147). La reforma constitucional de 1936 de López Pumarejo se planteó como el otro gran puntal del proyecto de modernización. Consagró constitucionalmente, el derecho del Estado a intervenir en las relaciones obrero-patronales y la vida económica, para "racionalizar" la economía. Esto es el derecho a intervenir en la producción, distribución y consumo de las riquezas. Con la reforma comienza a moldear una activa intervención estatal en el frente externo y el mercado crediticio, combinada con un gran conservatismo en el mercado monetario y fiscal (Ocampo, 1987:218). Las reformas penal, laboral, fiscal y universitaria completan el catalogo de realizaciones para la modernización liberal (Villar, 1997:193). Las empresas públicas, la mediación administrativa, la intervención sectorial, el control de cambios y la regulación monetaria se constituyen en las principales formas de intervención estatal que se consolidan durante la época. Entre 1935 y 1939 el país vivió una relativa prosperidad, a pesar de las limitaciones del comercio exterior. En esa época se vio obligado a equilibrar su balanza comercial, puesto que el mercado internacional de capitales estuvo cerrado y era imposible financiar con créditos externos un déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos. Para contribuir a generar el equilibrio del sector externo se creó, desde 1931, la Oficina de Control de Cambios y Exportaciones como dependencia adscrita al Banco de la República. La estrategia adoptada por la nueva entidad se enmarcó dentro de las políticas de retaliación, típicas de los años treinta; se establecen barreras a los artículos provenientes de los países que restringieran el comercio con Colombia, así como a aquellas mercancías que vinieran de las naciones con las cuales la balanza comercial fuera deficitaria. Esta política condujo al superávit del sector externo para este periodo. Al mismo tiempo, el saneamiento de las finanzas públicas y el crecimiento moderado de los precios y los medios de pago contribuyen a la mayor prosperidad. Pero así como la modernización de la República Liberal consolida el proyecto de Estado interventor del liberalismo, también abre las puertas


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para la rápida desestructuración ideológica de los partidos políticos. No sólo porque la magnitud y alcance de las reformas llevó a que la irrupción de los personalismos, en pugna por el control partidista, se convirtiera en un hecho predominante. También porque el poder político y económico que fue acumulando la figura del presidente, con la modernización liberal, quebró las bases del control parlamentario sobre el ejecutivo y desató una serie de pugnas internas por el control jerárquico del partido. El control del partido se había convertido en la vía más segura para llegar a la jefatura del Estado. Al carácter policlasista en la composición de los partidos, y a la heterogeneidad cultural proveniente de la diferenciación regional, que inducían un permanente faccionalismo (Leal, 1984:138), se vienen a sumar las expectativas de poder político y económico que podría reportar la Presidencia de la República. La desideologización política y las luchas internas comienzan a aparecer como los principales rasgos que marcarían el rumbo del bipartidismo colombiano. Los dos gobiernos del liberal Alfonso López Pumarejo fueron cruciales para profundizar estos procesos. En su primer gobierno (19341938), con la reforma de la “Revolución en marcha”, sin duda radicalizó los enfrentamientos internos del liberalismo por el control partidista. Por una parte, los terratenientes, banqueros y comerciantes (liberales y conservadores), beneficiarios de los regímenes anteriores, cuyos intereses se veían amenazados con las reformas emprendieron una activa movilización en el Congreso cuya composición era mayoritariamente liberal. El progresivo éxito de los contra reformadores debilita el proyecto presidencial, reduciendo los márgenes de negociación del presidente con los parlamentarios. La debilidad llegó a un punto tal, que las reformas tendientes a modificar el régimen de relaciones con la iglesia y a aplicar la Ley de Tierras se ahogan en medio de una evidente pérdida de control político. Según Gerardo Molina, López debió enfrentar las resistencias de la dirigencia económica y social que “le hicieron ver que como reformador, había andado muy aprisa” (Molina, 1970: 130) y que, como señala Villar (1997) los sectores más conservadores y la iglesia lo tacharan de “comunista y ateo” (p. 192). Por otra, el fortalecimiento del poder presidencial a que conducen las reformas hizo que López se convirtiera en un peligro para la dirigencia liberal. El hecho de que ministros y directores de departamentos administrativos se revelaran beligerantes ante los contra reformadores los proyecta como opciones políticas de futuro. De hecho, Darío Echandía, uno de los ministros de López, se convirtió en el candidato que disputaría con Eduardo Santos, dueño del


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periódico liberal El Tiempo, el boleto a las elecciones presidenciales como candidato liberal para el periodo 1938-1942, no sin antes haber tenido que enfrentar las aspiraciones reeleccionistas de Enrique Olaya o la candidatura de Gabriel Turbay. El gobierno de Eduardo Santos, entre 1938 y 1942, sirve de intermedio a los gobiernos de López Pumarejo, en los que dedica todos sus esfuerzos a consolidar las reformas de la “Revolución en Marcha”. El reforzamiento de la posición colombiana ante la banca internacional, la profundización de las reformas, particularmente las laborales (estableciendo el descanso dominical y festivo remunerado, y creando los comités de conciliación y arbitramento para la resolución de los conflictos obrero-patronales), y de los instrumentos de intervención estatal (creando el Instituto de Crédito Territorial -ICT-, el Instituto de Fomento Industrial –IFI- y el Instituto de Fomento Municipal.-INSFOPAL-). Sin embargo, la política de “convivencia” de Santos no fue suficiente. Una mayoría de dirigentes liberales y conservadores, con la activa participación de la Iglesia, presionaban por las contrarreformas. La creación por parte de Santos del ICT y el INSFOPAL, fue considerada una respuesta de Santos frente a las presiones contrarreformitas. El resurgimiento de confrontaciones partidistas, como la ocurrida en el municipio liberal de Gacheta en donde el enfrentamiento entre liberales y conservadores termina con un sangriento saldo, altera el orden público. La crisis comercial y la depresión de la actividad económica interna, provocada por la segunda guerra mundial, a principios de los años cuarenta, vienen a completar un difícil panorama para el Presidente Santos. En marzo de 1941 el hombre fuerte del gobierno en el manejo económico, el Ministro de Hacienda Carlos Lleras Restrepo, renuncia para asumir la dirección del Diario El Tiempo para combatir desde allí la reelección presidencial de López Pumarejo. Pero la crisis es de tal magnitud, que sólo cinco meses después de renunciar, Lleras tiene que regresar a su cargo en el gobierno. La crisis económica y fiscal al final del gobierno de Santos impone la reducción de las importaciones y el aumento del ahorro como alternativa para restablecer el equilibrio macroeconómico45. Muchos de los compromisos gubernamentales se 45 Según López (1990) mediante la suscripción obligatoria de bonos de deuda pública, el sector privado, al restringir su gasto, colaboró en el ajuste. En este segundo período, el Banco de la República se acomodó a la nueva estrategia fiscal y a los acontecimientos del sector externo. La ley facultó al Emisor para otorgarle al Gobierno un crédito a largo plazo por $ 17.500.000 en 1940 y posteriormente liberó el presupuesto de las cargas contraídas a raíz de los adelantos de las salinas y del préstamo otorgado en 1940. Adicionalmente, el Decreto 1361 de 1942 le abrió un nuevo cupo de crédito al Gobierno, en el Banco de la República, equivalente al 40% del capital y de la


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suspenden y las políticas sociales y de infraestructura deben someterse a un duro ajuste. Alfonso López Pumarejo es reelecto para el periodo presidencial comprendido entre 1942-1946, luego de una agitada lucha intra partidista con Olaya por retornar a la jefatura del Estado. Desde los inicios del gobierno, López debe enfrentar los ataques sistemáticos de la oposición en el parlamento. Con las permanentes denuncias de corrupción que involucran a los hijos del Presidente, la oposición estrecha el cerco al Presidente hasta obligarlo a pedir una licencia para dejar temporalmente el país, sólo un año y medio después de haberse posesionado. En el segundo gobierno de López se producen dos hechos trascendentes, que determinarían la evolución del presidencialismo hacia el régimen de los ministros. Primero, la magnitud de la crisis económica, que le impuso al presidente liberal el nombramiento de su más importante enemigo político, Carlos Lleras Restrepo, como ministro de Hacienda, quien aceptó a condición de tener un manejo sin interferencias de la economía. La crisis llevó a una total concentración de la política económica en cabeza del ministro de Hacienda y, por primera vez en la historia colombiana, su manejo quedaba por fuera del control del propio presidente de la república y de la acción partidista. Y segundo, las presiones desatadas por las demandas y la intentona de golpe militar en 1944, obligaron al presidente a negociar con los militares. El precio que tuvo que pagar López Pumarejo, además de ceder el manejo de la economía a su enemigo, fue el de entregar otros frentes claves del manejo gubernamental. Como lo afirma Palacios (1995), “rompiendo una tradición nombró como ministro de Guerra a un general de carrera y un mes más tarde propició el establecimiento de un fuero especial a los militares, mediante la expedición de un código penal militar” (p. 168). Pero éstas no serían las únicas concesiones burocráticas y legales a las que tuvo que recurrir López para resolver la crisis. Dejando de lado el recurso de convocar la movilización popular, como lo hizo en su primer gobierno, López emprendió la búsqueda de equilibrios políticos entre una élite en el poder cada vez más compleja e indócil. Con el nombramiento en su gabinete de banqueros bogotanos, textileros

reserva legal de dicha institución, con el propósito de que se usara en las necesidades de tesorería del presupuesto ordinario. En el campo cambiario, la Oficina de Control de Cambios y Exportaciones empezó a relajarlas restricciones a partir del primer semestre de 1942, pues debido a la entrada de los Estados Unidos a la guerra, habían disminuido las importaciones.


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antioqueños, cafeteros caldenses y comerciantes costeños, buscaba neutralizar la presión por su salida del gobierno. Los gremios empresariales del país, en particular la Asociación Nacional de Industriales (ANDI), aprovechan la crisis para incrustarse en los ámbitos cruciales de toma de decisión gubernamental. Otros gremios, como la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco) buscan incrustarse, sin mucho éxito, ejerciendo toda suerte de presiones sobre el gobierno por la desregulación económica, el control de precios y la apertura internacional. La movilización política y social que se desató con la crisis marcaría el camino de las tensiones y conflictos políticos en el país. Militares, políticos, empresarios, campesinos, sindicalistas o funcionarios públicos se movilizaban en defensa de sus propios intereses. El interés público comenzó a diluirse de manera acelerada en una multiplicidad de intereses privados en conflicto. La personalización de la política, que daba inicio al quiebre de los partidos políticos, alcanzó su primera cumbre en 1945, cuando el ministro de Gobierno de López Pumarejo, Alberto Lleras Camargo, promovió y sacó adelante una nueva reforma constitucional que, si bien no modificaba la estructura económica y social del Estado, afectaba seriamente el funcionamiento del Congreso de la República. Inspirado en el modelo del Congreso americano, de comisiones permanentes y sin debates en las sesiones plenarias, Lleras Camargo impulsó una reforma en la que según Vásquez Carrizosa (1979), “el meollo del asunto era la antipatía recíproca que se profesaban el dirigente liberal López Pumarejo y Laureano Gómez, jefe de la oposición conservadora, quien usualmente hacía los debates al gobierno en el tiempo consagrado a los proyectos de ley” (p. 284). La reforma debía acabar con el espectáculo de la candente oratoria de Laureano Gómez, en particular gracias al Artículo 9 del acto legislativo Nº 1 de 1945, que establecía que “las leyes pueden tener origen en cualquiera de las dos Cámaras, a propuesta de sus respectivos miembros o de los ministros del despacho, pero no serán llevadas a discusión de la Cámara respectiva, sino después de haber sido consideradas en primer debate en la correspondiente comisión permanente” (Vásquez Carrizosa, 1979:286). La reforma fue el punto de partida que desnaturalizó el Congreso como un foro de deliberación pública sobre el sentido de la intervención estatal; es decir, como el foro de la política. Ante la renuncia de López a su cargo como Presidente en Agosto de 1945, asume su Ministro de Gobierno, Alberto Lleras Camargo, quien


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para darle salida a la crisis conforma un gabinete bipartidista en el que se incorpora a los más importantes contradictores políticos del Presidente. Sin embargo, el intento bipartidista fracasa. La luchas entre reformadores y contra reformadores adquiere el aspecto de lucha partidista entre liberales y conservadores que es la que finalmente marcará todo el periodo de la violencia. El llamado del liberal Jorge Eliécer Gaitán, al levantamiento popular contra las oligarquías liberal y conservadora, comienza a marcar las señales de alerta que preocuparían a las élites colombianas. Por una parte, agudiza las “divisiones en el cuerpo social y socava los fundamentos del poder político e institucional, con el anuncio de su reconstrucción bajo la forma de un pueblo realmente transformado en poder” (Pécaut, 1987:362 y 363). Pese a que en su breve paso por la Alcaldía de Bogotá (1935), el Ministerio de Educación (1940) y el Ministerio de Trabajo, Salud e Higiene (1943), no tuvo más que conflictos como realizaciones, y en sus campañas presidenciales de 1941 y 1944 no encontró otra alternativa que la de abandonar, en septiembre de 1945, aprovechando la crisis lopista, Gaitán emprende una nueva empresa electoral al frente de lo que llamó el movimiento de la “Restauración Moral”, con la que pretendía superar el divorcio entre el “país político” con el “país real” (Pécaut, 1987, p. 375). En las elecciones presidenciales de 1946, el disidente liberal alcanzaría captaría cerca del 44% del total de la votación de los liberales, obteniendo la mayor parte de su votación en las ciudades de Bogotá, Cali, Barranquilla, Cartagena, Santa Marta e Ibagué. El activismo de Gaitán había servido de marco a un proceso mucho más agitado de movilización social y obrera. Las cada vez mayores tensiones que se desataron entre trabajadores y empresarios, marcan un fuerte proceso de confrontación social que entre Agosto de 1946 y diciembre de 1947 alcanza la cifra de 600m conflictos colectivos (Pécaut, 1987: 443). La transición del gobierno liberal de Eduardo Santos al del conservador Mariano Ospina Pérez (1946-1950) se produce de manera similar a la transición ocurrida en 1930 con la llegada del liberal Olaya a la presidencia de la república. En aquella ocasión fue la división del Partido Conservador y la formación de una coalición bipartidista la que dio paso a Olaya (Hartlyn, 1998: 201). Ahora es la división en el Partido Liberal y la formación de una coalición bipartidista la que le permite a Ospina Pérez ganar las elecciones presidenciales. El gobierno de Ospina se caracteriza por dos hechos importantes. Por una parte, las tensiones y conflictos partidistas habían llegado a puntos tan complejos


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que progresivamente fueron forzando un gobierno cada vez más autoritario. La insurrección espontánea que desata el asesinato del dirigente liberal Gaitán, no sólo abre la puerta a los debates sobre la madurez de la democracia colombiana. También forzó una radicalización de las prácticas autoritarias del gobierno Ospina. En este contexto emerge lo que Palacio (1994) llama una “elite plutocrática más heterogénea” (p. 176) conformada por textileros, banqueros, cafeteros, ganaderos, urbanizadores e importadores. Sus intereses se concentran en torno a los beneficios que bajo la forma de exenciones fiscales, subsidios y medidas de promoción les puede garantizar el Estado a su actividad productiva. En esta nueva elite se destacan los industriales asociados en la ANDI que aprovechan la coyuntura para fortalecer su capacidad de movilización y negociación política para intervenir en el nombramiento de los funcionarios responsables de tomar las decisiones en aquellos asuntos de su propio interés. Como lo afirma Palacio, producto de esa intervención, en 1949 la ANDI obtendría dos triunfos definitivos: la terminación anticipada del tratado comercial con los Estados Unidos y la no adhesión al GATT (Palacio, 1994:175). Ospina institucionaliza una política de protección integral a los productores internos que comporta reformas aduaneras y bancarias, el mantenimiento de una tasa de cambio devaluada que asegurara mayor competitividad externa y protección interna, la creación de instituciones públicas (como el Instituto de Fomento Algodonero) que resolvieran los problemas entre los industriales y sus proveedores de materias primas, un limitado control de precios y una cierta flexibilización de las regulaciones salariales y laborales (Palacio, 1994;179) El crispamiento de los conflictos obliga al gobierno conservador de Laureano Gómez (1950-1954) la búsqueda de alternativas para resolver la situación. La reforma constitucional, tradicional mecanismo de pacificación de las fuerzas en conflicto, se propone una vez más como recurso de poder sin igual para lograr la conciliación entre los sectores confrontados. Con la reforma se busca ampliar los instrumentos de intervención estatal para controlar la libertad de expresión de los opositores, establecer la censura de prensa, eliminar la iniciativa del Congreso en la presentación de las leyes en materia militar y de policía, intervenir la industria y garantizar la seguridad nacional. La convocatoria de una Asamblea Constituyente se convirtió en el dispositivo más adecuado para emprender la reforma pacificadora.


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Con la publicación del Informe de la Misión del Banco Mundial, bajo el nombre de "Plan Bases de un Programa de Desarrollo para Colombia", en marzo de 1.950, no sólo se aportó el primer estudio macro de la economía colombiana. También se creo en el gobierno la expectativa de que el seguimiento de las recomendaciones de la Misión le permitiría contar efectivamente con nuevos recursos externos de financiamiento. En 1.952, mediante el Decreto 0389, se crea el Consejo Nacional de Planificación –CNP-, que tendría como su función principal el apoyo al Presidente en la toma de decisiones de política económica y social, así como la elaboración de planes y programas de desarrollo económico y social, para ser financiados con recursos externos. Pese a la actitud del Banco Mundial, de financiar únicamente proyectos "productivos", Laureano Gómez mantuvo separado el "gobierno económico" del "gobierno político" en la estructuración de las políticas económicas. Pero en el resto de las políticas públicas no ocurrió lo mismo. Las disputas entre liberales y conservadores, en las que en la mayoría de las veces también terciaban los empresarios privados, imponían una dinámica tal que las decisiones de política estaban amarradas a criterios tales como el equilibrio regional que generaban o a los beneficios políticos que en uno o en otro sector producían46. Aún cuando Gómez pide licencia por enfermedad y se encarga provisionalmente a Roberto Urdaneta, no se separa del todo del cargo de Presidente. Según el Secretario General de la Presidencia de la época, Alfredo Vázquez (1979), “Gómez no gobernaba pero recibía a los ministros y dialogaba con ellos. Urdaneta nombraba sus ministros y desempeñaba seriamente sus funciones de Jefe de Estado”. Para Vázquez era claro que aún cuando los sectores conservadores enfrentados tenían su representación en el gobierno, “quien tenía en sus manos la balanza del poder ejecutivo era la fuerza armada” (Pág. 288). En diciembre de 1952 Urdaneta sanciona el Acto Legislativo por el cual se convoca una Asamblea Constituyente para que adelantara las reformas necesarias para acabar con la violencia política.

46 Un caso interesante lo constituye, como lo reporta Marco Palacio (1994) la política industrial. En el caso de fomento, para mantener los equilibrios políticos regionales el Instituto de Fomento Industrial debía repartir salomónicamente sus recursos de inversión entre Bogotá, Medellín Cali y Barranquilla. En el caso de las grandes empresas, como ocurría con Acerías Paz del Río, el gobierno desechó la propuesta del Banco Mundial de construir 2 pequeñas plantas en Medellín y Barranquilla y se decidió por impulsar la construcción de una gran planta en Boyacá gracias a las presiones políticas de los conservadores boyacenses que por aquella época tenían una enorme influencia política nacional (Pág. 181).


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El 13 de junio de 1953 el Teniente General Gustavo Rojas Pinilla se toma el poder, con la anuencia de las dirigencias partidistas liberales y conservadoras, argumentando que lo hizo ante la ausencia de su titular que abandonó el cargo47. En su posesión Rojas decretó una amnistía para los delitos políticos, ofreció la paz a los grupos alzados en armas y anunció un plan nacional de rehabilitación. Dos días después, se instala la Asamblea Constituyente que, en su primer acto formal, legitima la Presidencia de Rojas para que ejerza el cargo como Presidente Constitucional hasta el 7 de Agosto de 1954 por la vacancia del cargo dejada por el electo Laureano Gómez. Una vez más las dirigencias políticas, esta vez electas para reformar la Constitución de la República, dan cuenta clara de la creciente disposición a transgredir la formalidad institucional. Con el mismo fervor que un día invocan al dictador, también reclamarán su salida. El régimen presidencial había quedado mal herido. Los instrumentos de excepción, desarrollados durante el segundo gobierno de López para el manejo de crisis, se constituyeron en el camino al que los distintos gobiernos fueron recurriendo. No sólo hasta agotar los propios mecanismos, sino también fracturar el equilibrio que debe regir entre las ramas del poder público. El caso explícito lo constituyó el concepto de “orden público económico”, sobre el que se fundamentarían los posteriores manejos de crisis política y económica en el país. Concebido como una extensión al terreno económico y social, el concepto de orden público sirvió como un instrumento de gran importancia para llenar, según argumentación del ex presidente López Michelsen (1974), el vacío constitucional en la regulación de la intervención del Estado en el orden económico y social “cuando su alteración dependía de la del orden público material o incidía o podía incidir en la de éste”. En su estudio sobre el orden público económico, Jaime Castro (1975: 11, 13) afirmaba, al analizar el uso de Estado de Sitio y el Orden Público Económico, que “entre 1949 y 1958 se advierte 47 Según Ibáñez (1995), la jornada de 1953 fue en la que el país desayunó con Roberto Urdaneta como Presidente Interino, almorzó con Laureano Gómez quien al medio día reasumió fugazmente el poder como Presidente titular y se acostó con la sombra del Teniente General Gustavo Rojas Pinilla quien se tomó el gobierno rompiendo el orden constitucional (Pág. 193). Pero Según Villar (1997) el derrocamiento de Gómez fue una victoria de su enemigo interno del Partido Conservador, Mariano Ospina Pérez por acabar con el laureanismo en el poder, y por eso no es extraño que sea Ospina quien preside la primera sesión de la Asamblea Constituyente. Y tampoco lo es que Dario Echandía, reflejando el optimismo de los liberales, celebre el fin de la hegemonía conservadora y la toma de los militares como un ‘golpe de opinión’. Los periódicos liberales refrendan esa actitud de un partido que se siente salvado de la persecución” (págs. 281 y 282)


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una franja de perfiles muy particulares, en la cual no es necesario esforzarse para concluir que hubo un cierto ‘estiramiento’ o uso generalizado y pertinaz de los mecanismos de excepción”. Carlos Lleras Restrepo, en un concepto fechado el 7 de abril de 1958, afirmaba que […] del 13 de junio de 1953 al 10 de mayo de 1957, el país tuvo un gobierno de hecho nacido de un golpe de Estado, y que los medios que se escogieron para tratar de legitimarlo, lejos de implicar un regreso al régimen constitucional ordinario, creaban un sistema de gobierno completamente distinto. El simple examen de los hechos demuestra que la totalidad del poder legislativo quedó en manos del presidente de la República y sus ministros, y que jamás pudo funcionar normalmente como un cuerpo que tuviera la función de legislar... (citado por Castro, 1979:13).

Siguiendo la tendencia de los Estados latinoamericanos, en Colombia se había configurado, más que un régimen presidencial típico, un sistema de dominación presidencial. Según Robert H. Dix, la diferencia entre el régimen presidencial norteamericano y el sistema de dominación presidencial latinoamericano consiste en que este último, al menos en la práctica, deja de lado el balance de poder que debe regir entre las tres ramas del gobierno” (citado por Archer y Chernick, 1989:33). El Frente Nacional: la presidencia de la “legalidad marcial” (19581991) La posesión del liberal Alberto Lleras Camargo, como presidente electo para el período 1958-1962, formaliza el inicio del Frente Nacional, que institucionaliza el régimen bipartidista Liberales y conservadores firman un acuerdo de paz y pactan alternarse en el poder. De esta manera, buscan superar un enfrentamiento que dejó no menos de 300.000 muertos entre 1946 y 1958 (Tirado Mejía, 1995:170). Con el doble argumento de mantener la paz en el territorio y fortalecer la capacidad técnica del gobierno, el Frente Nacional se desarrolló a partir del principio de repartición paritaria de la administración pública entre los miembros del Partido Liberal y el Conservador. Los desarrollos normativos en materias de planeación y presupuesto48, y el 48 Mediante la Ley 19 de 1958, se crean el Departamento Administrativo de Planeación y Servicios Técnicos, que reemplaza al Comité Nacional de Planeación, y el Consejo Nacional de


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uso recurrente del mecanismo de estado de sitio, se constituyeron en los instrumentos privilegiados que permitieron el tránsito del régimen de la presidencia de los ministros al régimen la presidencia de la “legalidad marcial”, término con el que Miguel Antonio Caro quiso ilustrar y justificar la inclusión de los mecanismos de excepción en la Constitución de 1886 y que, como ya se explicó, se convirtió en el principal rasgo característico del régimen político colombiano, pues, durante los treinta años de existencia del Frente Nacional, veintidós transcurrieron bajo el estado de sitio consagrado por el artículo 121 de la Constitución. En los hechos, el Frente Nacional se iniciaba con una institución presidencial muy debilitada. La manera de tramitar las crisis políticas e institucionales durante el período de la violencia había descentrado el poder presidencial. Las concesiones burocráticas y legales a las que recurrió el presidente López Pumarejo para resolver la crisis habían sido tan sólo el primer paso de un proceso de feudalización del aparato gubernamental. La “toma” efectiva que militares, tecnócratas y empresarios privados hicieron de los distintos ministerios terminó configurando una presidencia que tenía sólo un poder formal (pero no real) sobre las políticas macroeconómicas y las políticas de defensa y seguridad. Así como en los finales de los años cuarenta se había logrado consenso en torno a la necesidad de “separar el gobierno económico del gobierno político”, que le dejaría el control del Ministerio de Hacienda a los técnicos, uno de los pocos legados del gobierno militar de Rojas Pinilla fue la convicción gubernamental de que el manejo de la seguridad y el orden público debía estar bajo el control absoluto de las Fuerzas Armadas.

Política Económica y Planeación (CONEP), como órgano dependiente y rector, respectivamente, de la planeación económica en el país. Además, con la expedición de la Ley 3242 de 1963, se eliminan los cuatro consejeros del Consejo Nacional de Política Económica y Planeación y en su lugar se designan a los ministros de Agricultura, Hacienda, Fomento y Obras Públicas; se invitan a participar —con voz y voto— a los gerentes del Banco de la República y de la Federación Nacional de Cafeteros, y al director del Departamento Administrativo de Planeación como miembro permanente. Todo con el propósito de institucionalizar al CONEP como organismo rector de la política económica, dotado de gran poder decisorio. Por otra parte, con la Ley 1675 de 1964, el Congreso establece las normas orgánicas del presupuesto, a través de las cuales se busca que los organismos nacionales preparen sus proyectos de gasto en inversión dentro de unos objetivos específicos, bajo la dirección y supervisión del CONEP, imponiendo de esta manera un sistema de gestión de la política económica atado a los objetivos del desarrollo económico y social. Mientras tanto, el mecanismo del estado de sitio permitía el manejo de las zonas que seguían azotadas por la violencia.


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Sin referencia al manejo de las políticas económicas y las políticas de seguridad en condiciones de normalidad institucional, el poder presidencial quedaba, paradójicamente reducido al manejo de los asuntos internacionales y a la negociación con sus ministros sobre cómo distribuir la burocracia y la inversión pública entre los partidos políticos y las regiones. Para compensar el desequilibrio, el uso de los mecanismos de excepción se constituyó en el recurso privilegiado que permitía una cierta movilidad en la tarea de gobierno. Esa razón permite explicar, al menos en gran parte, porque uno de los primeros actos de gobierno de Alberto Lleras Camargo, como primer presidente del Frente Nacional, fue precisamente la declaratoria de estado de sitio en todo el país el 7 de agosto de 1958, día en que toma juramento como presidente constitucional de Colombia. De hecho, la amenaza del regreso del general Gustavo Rojas Pinilla, que alimentaba los rumores de golpe de Estado, así como una sucesión de hechos que involucraban militares y policías en tareas proselitistas a favor de algunos candidatos a la presidencia y de congresistas en los departamentos y municipios (Téllez y Sánchez, 2003:32), habían encendido las alarmas. De los cuatro años de gobierno establecidos por la Constitución, Lleras Camargo gobernó al país bajo la figura del estado de sitio durante tres años, tres meses y veintisiete días. Posteriormente, con la llegada a la Presidencia de la República del dirigente caucano Guillermo León Valencia, el gobierno concentró todos los esfuerzos en fortalecer la capacidad militar y en combatir la naciente insurgencia armada en todo el país. La confluencia de los cuantiosos recursos de cooperación que comenzaban a llegar de la Alianza para el Progreso, promovida por el gobierno de los Estados Unidos para contrarrestar lo que llamaba “los efectos negativos de la revolución cubana”, no sólo habían permitido al ejército colombiano entrar en la órbita del llamado Plan LASO (Latin American Security Operation), sino también emprender una serie de ataques en amplias zonas controladas por fuerzas guerrilleras49. Quizá la presencia relevante de militares norteamericanos y periodistas extranjeros haya impedido el uso más permanente de la figura del estado de sitio. Durante el gobierno de Valencia el estado de sitio rigió solamente por un año, dos meses y diecisiete días, de manera continua, desde el 21 de mayo de 1963 hasta el Según Téllez y Sánchez (2003), “después de presentar un corte de cuentas del Plan LASO, que había realizado 300 acciones cívico-militares y concentrado y conservado más de 500 kilómetros de carreteras, el general Alberto Ruiz Novoa, quien para la época estaba frente a las Fuerzas Armadas, determinó centrar sus operaciones en Marquetalia, Riochiquito, El Pato, Guayabero, Sumapaz, Ariari y Vichada, para responderles a los políticos que, desde 1961, aseguraban que esas regiones eran repúblicas independientes” (Téllez y Sánchez, 2003:55). 49


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7 de agosto de 1966. Según Hartlyn (1998), “tras evitar un golpe potencial y una amenazadora huelga general en enero de 1965, el presidente Valencia utilizó los poderes que le proporcionaba el Estado de sitio para promulgar una importante legislación en materia laboral, y una amplia gama de medidas de estabilización económica” (p. 208). Sobre este uso Jaime Castro dice que […] en los años de 1965 y 1966, como es fácil apreciarlo con la lectura de los respectivos decretos, constituyen la época en que se utilizan con más amplitud, y se podría decir que sin reservas ni limitaciones, los poderes de excepción conferidos por el artículo 121 de la Constitución de 1886, para el tratamiento de situaciones de orden económico y social (p. 14).

Con la llegada de Carlos Lleras Restrepo a la Presidencia de la República, para el período 1966-1970, se inicia un profundo proceso de reorganización administrativa del poder ejecutivo. Lleras afirmaba que el plebiscito del Frente Nacional no había introducido un régimen lo suficientemente fuerte y declaraba que era necesario “reafirmar y fortalecer el régimen presidencial para salvar la democracia. Los gobiernos débiles y anárquicos son el preludio de las dictaduras” (Ramírez Aljure, 1986:39, citado por Hartlyn, 1994:209). La idea de Lleras Restrepo era clara. Se trataba de reafirmar el régimen presidencial con el propósito de restablecer para el presidente el control del ejecutivo; se buscaba revisar la distribución de funciones entre el ejecutivo y el legislativo, de manera que permitiera desmontar los controles que le imponía el parlamento a la acción gubernamental; y se proponía una descentralización y tutela administrativa que posibilitara retomar el control del gobierno central en el conjunto de relaciones intergubernamentales. Pero, como argumentaba el ex presidente Liberal Julio César Turbay (2001), “su intención no era hacer el cambio de la estructura del Estado, sino agilizar su ejercicio” (p. 46). Al igual que Lleras Camargo, el presidente Lleras Restrepo decreta el estado de sitio en todo el país el mismo día de su posesión como primer mandatario de los colombianos. El estado de excepción regiría durante dos años, cuatro meses y diez días; es decir, hasta el 16 de diciembre de 1968. Sólo diez meses después fue decretado de nuevo, el 9 de octubre de 1969, y renovado sistemáticamente hasta el final del gobierno, el 7 de agosto de 1970, para una vigencia total de tres años, dos meses y ocho días de excepcionalidad.


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En medio de un trámite accidentado en el Congreso, y después tres graves crisis políticas que implicaron la amenaza de renuncia del presidente y la salida del ministro de Gobierno Misael Pastrana Borrero, el gobierno logró la aprobación de la reforma constitucional propuesta por el presidente Lleras Restrepo a los pocos días de su posesión como presidente (Villar, 1997;456). La reforma de 1968 buscó fortalecer de manera significativa los poderes del presidente en su relación con el poder legislativo. En primer lugar, amplió las facultades presidenciales en materia económica, fiscal y administrativa. En materia económica, el gobierno asumió el control de la economía con intervención directa en actividades que, como la regulación del ahorro, le otorgaban un amplio margen de maniobra; igualmente en materia fiscal, al conferírsele la iniciativa del gasto público; y en el plano administrativo, se le entregó al gobierno la iniciativa para reformar la administración pública50. En segundo lugar, además del margen de maniobra político que le confería la facultad de nombrar congresistas como ministros y embajadores, la reforma de 1968 fortaleció el dominio del poder ejecutivo sobre el Congreso. No sólo le entregó facultades extraordinarias pro tempore al presidente de la República, sino que también le permitió recurrir a instrumentos extraordinarios como la declaración de “urgencia”, con la cual podía encauzar la agenda legislativa del Congreso y, además, acelerar el trámite de los proyectos legislativos que sean de su interés. Así mismo le confirió al presidente la facultad de reglamentar las leyes que el Congreso aprobara, con lo que se le otorgaba al gobierno una cierta capacidad para corregir los defectos que a su parecer tuviera la ley aprobada, o para darle una determinada orientación a su desarrollo. Le permitió la participación ministerial en los debates del Congreso, con lo que le concedió al gobierno una importante capacidad de gestión de los proyectos de su interés; y le otorgó la facultad de objetar las leyes aprobadas cuando considere que no son de conveniencia para la nación, 50 Para Archer y Chernick (1989), esta cesión de poderes se debió, entre otras cosas, a la escasa infraestructura del Congreso, que “no cuenta con los recursos para agrupar los expertos ni con la tecnología necesaria para evaluar los proyectos propuestos por el ejecutivo o desarrollar sus propias iniciativas. Pero también tiene que ver con la inestabilidad de los miembros del Congreso, especialmente de la Cámara. Debido a la reñida competencia que sufren los congresistas, resulta difícil encontrar algunos que hayan permanecido el tiempo suficiente para adquirir la especialización necesaria en el estudio profundo de los proyectos propuestos por el ejecutivo o para diseñar sus propias respuestas a los problemas centrales que afectan al país. Además, la falta de continuidad dentro de las comisiones, al igual que la inexistencia de un plantel técnico y profesional, actúan fuertemente en contra de la iniciativa de los propios congresistas. Por estas razones, para la mayoría de los congresistas es más fácil delegar en el presidente la dirección y el contenido de la legislación” (p. 36).


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con lo que el gobierno quedó dotado de una potente herramienta para mantener un cierto control sobre la estabilidad jurídica del país. En tercer lugar, la reforma de 1968 amplió los poderes fiscales y de planeación del presidente, así como fortaleció las facultades de utilizar la legislación excepcional para el manejo de crisis. Desde el punto de vista de los poderes fiscales y de planeación, la reforma le confirió al gobierno la facultad de ordenar el presupuesto de rentas y gastos nacionales que antes tenía el Congreso. Hernán Toro Agudelo diría que El constituyente de 1968 amplió, y de qué manera, los poderes ordinarios del gobierno: su propósito central, junto con el de la planeación, fue el ofrecer al ejecutivo instrumentos ágiles, casi discrecionales, para el manejo oportuno, por vía ordinaria, de cuanta situación sea inimaginable en materias económicas, sociales y administrativas, dentro de las provisiones normales sobre el acaecer de los negocios del Estado (citado por Archer y Chernick, 1989:36).

Y finalmente, la reforma de 1968 dio el primer paso para iniciar el desmonte del Frente Nacional, al plantear la sustitución del principio de distribución partidaria de la administración pública entre liberales y conservadores, por un principio de “participación adecuada y equitativa”. Pero, paradójicamente, los propósitos de fortalecimiento que se buscaban con la reforma terminaron minados por los condicionamientos impuestos en el trámite de aprobación del proyecto. Pese a que a primera vista se podía considerar que la amenaza de renuncia del presidente Lleras Restrepo había sido el factor crucial que presionó de manera efectiva la aprobación de la reforma, en realidad hubo un factor que fue mucho más decisivo para esa aprobación: la formalización de los llamados “auxilios parlamentarios”. Se trataba de una destinación de recursos nacionales hacia los departamentos y municipios con la que se financiaban obras y/o programas públicos prometidos o gestionados por un determinado congresista para su región y sus electores. Sólo hasta que, se incluyó un artículo que permitía los auxilios parlamentarios, fue aprobada la reforma de 196851. 51 En sus memorias, el ex presidente Julio César Turbay Ayala (2001), recordaba que la resistencia a la reforma de 1968 “casi produce una grave crisis presidencial. Recuerdo que yo estaba de embajador ante las Naciones Unidas y llamé a Hilda de Jaramillo, Francisco Eladio Ramírez, Raúl Vásquez Vélez, todos del grupo de resistencia a la reforma para pedirles que apoyaran al gobierno. Varios de los rebeldes atendieron mi llamado y otros no. Por su parte, el doctor López Michelsen movilizó entre sus amigos del MRL y hubo un acuerdo en el que el doctor Juan José Turbay participó. Este último logró un entendimiento con el ponente de la reforma, el cual propuso un artículo que restableció el viejo sistema de los auxilios parlamentarios, que siguen siendo una fuente de discordia por su uso no siempre correcto” (p. 45).


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Aun cuando la reforma había permitido un mayor margen de maniobra del gobierno frente al Congreso y una mayor capacidad de acción técnica, en verdad no se podía negar que, con la aprobación de los auxilios parlamentarios, ese mayor margen de maniobra había quedado sujeto a la presión parlamentaria por los recursos invertidos en los departamentos y municipios. La consecuencia no sólo fue el fortalecimiento de la capacidad intermediaria de la clase política y los ciudadanos en la gestión de los recursos públicos, sino también la pérdida de prestigio político de la administración Lleras Restrepo. Según Turbay Ayala (2001), con la reforma de 1968, “[…] se duplicó el servicio público, ya crecido por el establecimiento de la paridad, se aumentó la fronda burocrática. Se debilitó en el aprecio de la opinión el funcionamiento del aparato administrativo y se crearon expectativas de tecnificación del Ejecutivo” (p. 47) En este contexto, el fortalecimiento de la capacidad intermediaria de la clase política marcaría, de manera definitiva no sólo la suerte del Frente Nacional, sino también la permanencia del régimen presidencial en Colombia. En un escenario de profunda fractura política bipartidista, la fuerza electoral de los políticos intermediarios en las regiones y municipios contribuye de manera definitiva, en las elecciones presidenciales de 1970, a la victoria del candidato del Frente Nacional, Misael Pastrana Borrero, por una diferencia de sólo 63.557 votos respecto a los que obtiene el candidato de la Alianza Nacional Popular, general Gustavo Rojas Pinilla. Una escasa diferencia que señala, tanto el peso de la maquinaria electoral activada por los auxilios parlamentarios decretados por la reforma de 1968, como la influencia de algunas prácticas electorales irregulares que, como lo denunció el entonces ministro de Gobierno, Carlos A. Noriega (1998), propiciaron la realización de un fraude irrefutable y de grandes proporciones (pp. 199 - 213). No de otra manera Sin embargo, las memorias del entonces ministro de Gobierno, Carlos Augusto Noriega (1998), aclaran el panorama. Los nombres a los que se refiere el ex presidente Turbay corresponden a tres senadores, miembros de la Comisión Primera del Senado (Asuntos Constitucionales), que votaron negativamente “artículos que el presidente consideraba esenciales de la reforma constitucional”. Ante la negativa, la Dirección Liberal quiso convertir la reforma en la plataforma de campaña electoral del candidato conservador al que le correspondiera el turno de la alternancia. La reforma pareció hundirse en medio de una crisis que implicó la renuncia del ministro Pastrana Borrero y la llegada del nuevo ministro Noriega. Y según éste último, gracias a la intervención del entonces ministro de Relaciones Exteriores, Alfonso López Michelsen, el proyecto tuvo una nueva oportunidad. Según Noriega, “Con la colaboración de su amigo Juan José Turbay, contactó a los tres liberales díscolos, opuestos a la reforma, y los convenció de que reconsideraran su actitud y se reabriera el debate, para aprobar, con algunas modificaciones, los artículos negados” (p. 26).


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podría explicarse el quiebre de una tradición electoral según la cual los votos urbanos definían la Presidencia de la República. En las elecciones de 1970 se observó una nueva “tendencia” electoral: los votos rurales y más particularmente los votos de los más pequeños y alejados municipios y veredas han definido el presidente de Colombia (Palacios y Safford, 2002:606). Según Marco Palacios, En la noche de las elecciones presidenciales de 1970, parecía incontrovertible la victoria rojista. Súbitamente, el gobierno canceló las transmisiones de resultados parciales y a la mañana siguiente, llegadas las informaciones de los distritos rurales, anunció el triunfo del candidato oficial Misael Pastrana Borrero. En un clima muy tenso, el presidente [en ejercicio] ratificó ese resultado oficial e impuso el toque de queda en las grandes ciudades. Unos días más tarde, Rojas aceptaría en privado su derrota (citado por Noriega, 1998:239).

Fue el primer campanazo de alerta sobre los alcances y magnitud de la crisis que vivía el país, así como la alerta temprana con la que se hicieron evidentes las consecuencias de la incapacidad de los “jefes naturales” del bipartidismo, primero, para tramitar las reformas sin que significaran costos que terminaban en sacrificios institucionales y sociales y, luego, para imponer al candidato conservador Misael Pastrana Borrero como candidato único del Frente Nacional (Leal, 1984:161). El presidente Pastrana (1970-1974) debió pagar la deuda de gratitud adquirida con los caciques locales y regionales que le permitieron su ascenso al poder. Consciente de la importancia que la gestión gubernamental tenía para asegurar la continuidad del régimen bipartidista, el gobierno de Misael Pastrana dedicó todos sus esfuerzos a consolidar el dominio político de liberales y conservadores, particularmente de los caciques en los territorios. Según Palacios y Safford (2002), […] antes que emprender el desmonte del Frente Nacional, conforme lo exigía la reforma de 1968, había que desmontar la ANAPO. Pastrana elaboró una retórica de conservatismo social; anunció una reforma urbana con el trasfondo de expropiaciones y redistribución que nunca se realizó, y empleó organismos estatales como el Instituto de Mercadeo Agropecuario (IDEMA) para distribuir mercados populares en las zonas de más alta votación rojista. Simultáneamente cooptó a varios líderes de la ANAPO y bloqueó financieramente las municipalidades en las que había mayorías anapistas en los concejos. En 1972, comenzó el eclipse de ANAPO y dejó de ser la amenaza populista (p. 606)


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Pastrana no escatimó esfuerzos. El bipartidismo había logrado que los recursos que los políticos profesionales debían orientar para pagar favores a sus seguidores, fueran más variados y abundantes. Y que el concepto de maquinaria política adquiriera un sentido más real, al conformarse una red partidista de relaciones personales y de mercado entre los políticos y sus protegidos, quienes a su vez los mantenían electoralmente en la brega cotidiana” (Leal, 1984:160).

Pero la fuerza electoral de los caciques en regiones y municipios no terminó con el gobierno Pastrana; también jugó un papel definitivo en las elecciones de 1974. No sólo le permitió la victoria electoral, sino que también fue un factor clave en la definición de los mecanismos de relación política para asegurar la gobernabilidad del régimen político. Según Francisco Leal (1984), en 1974, la candidatura presidencial de Alfonso López Michelsen tuvo el acierto táctico de compaginar la revitalización del nivel nacional con el apoyo de las instancias regionales. Tal acierto fue tenido en cuenta a lo largo de su mandato, pues a medida que se desgastaba la revitalización del nivel nacional, el presidente cultivaba con dádivas políticas el clientelismo regional. En otras palabras, la capacidad política de López Michelsen logró, efectivamente, proyectar las prácticas clientelistas de provincia a nivel nacional. No se trataba ya de una articulación autoritaria de las jefaturas regionales por parte del nivel nacional, sino del ascenso de dichas prácticas a la jefatura del Estado (p. 162).

Si bien era cierto que el esquema de relación política favorecía la capacidad intermediaria de los políticos regionales y locales, fortaleciendo el régimen bipartidista, también lo había sido el hecho de que, durante el llamado “gobierno de transición” del liberal Alfonso López Michelsen (1974-1978), se dieron los primeros pasos decisivos para el desmonte del Frente Nacional. Se eliminó la obligatoriedad de mantener una distribución paritaria de la administración pública. López nombró una mayoría de funcionarios liberales en el gabinete de ministros y en las gobernaciones. Sin duda era un golpe de gracia para el Frente Nacional. Sin embargo, López mantiene la tendencia presidencial de recurrir al uso de los mecanismos de excepción como alternativa para gobernar. Más de la mitad de su período de gobierno se desarrolló bajo la fórmula del Estado de sitio. La fórmula se estrena el 21 de junio de 1975, cuando la explosión de manifestaciones estudiantiles lleva a que se declare el estado de sitio para los departamentos de Antioquia, Atlántico y Valle. La


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excepcionalidad duró catorce días. Sin embargo, ante la cada vez mayor y más activa movilización ciudadana, a través de distintas formas de manifestación de estudiantes y trabajadores, el gobierno de López Michelsen recurre de nuevo al estado de sitio. En desarrollo de esa excepcionalidad, el gobierno restableció los consejos verbales de guerra y se aumentó considerablemente la lista de delitos bajo su competencia; se incrementaron las sanciones para las llamadas contravenciones de orden público; se autorizan los allanamientos a cualquier hora del día y se imponen sanciones especialmente fuertes contra ‘actos subversivos’ llevados a cabo por funcionarios públicos (García Villegas, 2001:321-322). El estado de sitio regiría hasta el 22 de junio de 1976 y sólo tres meses después se restablecería como consecuencia de una huelga en el Instituto de Seguros Sociales. De los cuatro años de su período presidencial, López Michelsen gobernó durante dos años, diez meses y diez días bajo la excepcionalidad constitucional. Según Uprimny y Vargas (1990), mientras que en las ciudades se hacía más fuerte la represión, los campos eran objeto de la guerra sucia, el terror y la arbitrariedad sin cortapisas (p. 114). Ese hecho es el que permite a Rojas y Palacio (1990) afirmar que “Lo propio del régimen político colombiano y, si se quiere, su fortaleza, consiste precisamente en la combinación de los mecanismos “democrático-formales” con los ‘represivos-autoritarios’. Decimos aquí que lo represivo funciona en la medida en que existe simultáneamente lo democrático-formal y viceversa; que la fuente, la base, el soporte de funcionamiento de lo democrático es la utilización de mecanismos altamente represivos” (p. 85)

No hay duda. El Frente Nacional había dejado el legado de una muy nociva práctica gubernamental: el uso recurrente de los mecanismos de excepción, particularmente el estado de sitio y la emergencia económica, establecidos en el artículo 120 y 121 de la Carta Constitucional, como alternativa para mantener el control político e institucional sobre un escenario político y social cada vez más convulsionado e ilegítimo. Pero, al mismo tiempo que se reforzaba el uso de los mecanismos de excepción, los gobiernos emprenden campañas reformadoras que buscaban adecuar el régimen político a las novedosas exigencias de cambio político e institucional. Pero con Pastrana Borrero y López Michelsen no sólo se institucionalizaría esa perversa combinación entre la represión y la democracia, inaugurada desde el propio inicio del Frente Nacional. También durante el gobierno de López se abrió paso a una nueva


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modalidad de gestión gubernamental: recurrir a instrumentos parainstitucionales como alternativa para reformar las propias instituciones. Según Rojas y Palacio (1990), el ejemplo más destacado fue su propuesta de Asamblea Constituyente para reformar las instituciones, haciendo caso omiso del parlamento mismo. Las temáticas que abocaría este organismo ad hoc

serían la reforma del régimen departamental y

municipal, que en la actualidad han cristalizado como reformas constitucionales y legales descentralizadoras y en el tema de reforma a la justicia (p. 87).

En diciembre de 1977 el Congreso de la República, mediante acto legislativo reformatorio de la Carta Constitucional, aprueba la convocatoria de la asamblea constituyente de López Michelsen y en el mismo acto dispone la separación de las elecciones presidenciales y las parlamentarias. Cinco meses después, la Corte Suprema de Justicia declara inconstitucional el acto legislativo por el cual se convocaba la constituyente. El argumento de la Corte fue que el Congreso “no podía delegar en un organismo extraño, creado por él, sin competencia para hacerlo, la facultad constituyente de reformar la Constitución Política, puesto que sólo el Constituyente Primario podía crear ese cuerpo y atribuirle el poder de reformar” (Corte Suprema de Justicia, 1978). Sin embargo, el recurso a formas parainstitucionales para reformar las instituciones marcaría una nueva tendencia gubernamental que sería seguida por los gobiernos de Turbay en 1979, Barco en 1989 y Gaviria en 1991. Los propósitos de reforma comenzarían a copar las propuestas electorales y las agendas de acción institucional de los gobernantes. Cada gobierno quería distinguirse por su propia reforma constitucional. Cada uno quería ser recordado por haber sido el refundador el régimen político colombiano. Con la llegada a la presidencia del liberal Julio César Turbay (19781982), se endurece el estado de sitio mediante la expedición del llamado “Estatuto de Seguridad”, como una alternativa para contener la cada vez más creciente ola de tensiones y conflictos sociales. Expedido como el decreto 1923, el Estatuto de Seguridad refinaba los mecanismos de represión política utilizados durante la década de los setenta, creó nuevos delitos, aumentó las penas para los que ya existían, modificó el procedimiento judicial y transfirió, para el conocimiento de los jueces militares, el juzgamiento de todos los delitos que tuvieran alguna connotación política (Uprimny y Vargas, 1990:113)


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Una vez más se consolida como instrumento gubernamental la combinación de los mecanismos de la democracia formal con el más duro autoritarismo. Todo como un recurso que vino a complementar el uso de instrumentos parainstitucionales de la reforma a las instituciones. En diciembre de 1979, Turbay logra en el parlamento la aprobación de una reforma constitucional en busca de profundos cambios en las mismas materias en que había avanzado López Michelsen (los aparatos legislativo y judicial, y en los regímenes departamental y municipal). La reforma es aprobada aunque con modificaciones importantes en materia judicial. Sin embargo, la reforma fue efímera, pues, pese a los esfuerzos del gobierno para impedir un pronunciamiento en contra, dos años después la Corte Suprema de Justicia declara inconstitucional el acto legislativo Nº 1 de 1979, por el cual se reformó la Constitución. El día 2 de noviembre de 1981, el gobierno de Turbay, enterado de que al día siguiente la Corte Suprema de Justicia declararía inconstitucional tal acto legislativo, expidió el decreto 3050 con el objeto de “impedir dicha declaratoria, estableciendo que los fallos que declararan la inconstitucionalidad o inexequibilidad de los actos legislativos reformatorios de la Constitución Política, requerirían la mayoría de las tres cuartas partes de la votación favorable de los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, norma que sería aplicable a todos los procesos en curso y a todo fallo que se expidiera a partir de la fecha” (p. 523). Posteriormente Belisario Betancur (1982-1986) promueve una reforma constitucional que complete el proceso de la descentralización municipal. En el marco de un proceso hacia la pacificación del país, logra sacar adelante en el parlamento reformas tendientes al fortalecimiento administrativo y fiscal de los departamentos y municipios, a través de la ley 14 de 1983 y la ley 12 de 1986 y sus decretos reglamentarios, que incrementan la capacidad de financiamiento de los territorios, al tiempo que transfieren importantes responsabilidades y recursos del nivel central al descentralizado. La reforma se completa con la aprobación del acto legislativo Nº 1 de 1986, mediante el cual se establece la elección popular de alcaldes, abriendo el espectro para una de las reformas más importantes en la historia reciente del país. Sin embargo, la crisis lejos de resolverse se profundizó. En el marco de una creciente desestabilización política y social, motivada por el desencadenamiento de la violencia terrorista del narcotráfico en su lucha contra la extradición, Virgilio Barco (1986-1990) emprende la tarea de


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convocar a un referendo que sometiera a consideración la reforma del artículo 214 de la Carta Constitucional de 1886, por el cual se establecían los requisitos para reformar la Constitución de la República. Para Barco era claro que la convocatoria y trabajo de una asamblea nacional constituyente aportaría los elementos necesarios para resolver la crisis política del país y detener todas las formas de violencia (Cepeda, 1994: 60). Finalmente, durante el gobierno de César Gaviria (1990-1994) se instala y trabaja la Asamblea Nacional Constituyente, cuyo trabajo termina con la reforma constitucional de 1991. La expedición de la Constitución de 1991 se convierte en un hito crucial para la definición y gestión de la reforma del Estado en Colombia. Completa y culmina un proceso parcial y desarticulado de reformas políticas y económicas iniciado desde principios de la década de los ochenta. El nuevo ordenamiento constitucional se estructuró en torno de dos ejes fundamentales: la modificación de las estructuras y relaciones de poder entre las ramas del poder público, y la apertura de importantes espacios de participación ciudadana no sólo en lo electoralrepresentativo, sino en la esfera de las decisiones públicas (Moncayo, 1992:16). Por una parte, restringió las competencias de la rama legislativa al señalamiento de las orientaciones y directrices esenciales y más generales de la acción estatal; reorganizó la rama judicial, fortaleció la flexibilidad, agilidad y oportunidad del ejecutivo en el proceso de toma de decisiones; reorientó la misión del Estado hacia aquellas actividades tendientes a garantizar la atención de las necesidades básicas insatisfechas; y rediseñó la práctica estatal en función de novedosos principios de celeridad, economía y eficacia, que abren el campo para una nueva gestión empresarial del sector público. Por otra parte, la nueva Carta Constitucional no sólo dispuso todo un capítulo de derechos sin precedentes en la historia del país, sino que también estableció mecanismos directos de participación de los ciudadanos (plebiscitos, referendos, consultas populares); consagró el derecho de iniciativa ciudadana ante las corporaciones públicas y reconoció instancias de concertación, control y vigilancia de la gestión pública. Sin embargo, la tradición se impuso de nuevo. La creciente confusión entre objetivos empresariales, sectoriales y macroeconómicos, en medio de una cada vez mayor interferencia de intereses fragmentados, hace que en el desarrollo legal y funcional de la nueva Constitución el gobierno se confunda entre reformismo y reestructuración. El replanteamiento de las


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competencias y relaciones entre las diferentes ramas del poder público y sus instancias en el aparato estatal, antes que contribuir a la modernización, estalla en una nueva situación conflictiva. Ante la perspectiva del cambio, cada quien reacciona desarrollando su propia lógica y postula el reforzamiento de sus propias prerrogativas como solución a la crisis. Invocando el pasado o la necesidad de la modernización, cada rama del poder público tiende a independizarse y cobrar vida propia. Se pierde la armonía de las funciones gubernativas. El poder tiende a vaciarse de autoridad institucional, para llenarse de autoridad factual. Las lógicas encontradas rompen el equilibrio institucional surgido de los acuerdos y transacciones precedentes, para revelar la confrontación de poderes y la fragmentación institucional. Las ofertas estatales de la democracia participativa, la racionalización administrativa y la eficiencia económica resultan insuficientes para procesar las presiones políticas, contener las demandas sociales, conciliar los intereses en conflicto y adecuar las economías a la competencia abierta con el exterior. Cada vez se hace más evidente el conflicto producido por las demandas de ciudadanos y comunidades por el ejercicio efectivo de los derechos políticos, la redistribución de los beneficios del desarrollo o la apertura e institucionalización de espacios de participación. Lejos de lograr la simplificación propia del Estado eficiente, las reformas hacen que las estructuras, organizaciones y procedimientos sean cada vez más complejos. Por todas partes proliferan nuevas instancias intermediarias que distorsionan el manejo de los asuntos públicos. Las acciones hacia la modernización económica chocan con el retraso y la inadecuación de las estructuras productivas nacionales frente a las exigencias de los mercados mundiales. Así, durante décadas la gestión gubernamental queda cada vez más amarrada a un cada vez menor margen de maniobra, que se caracteriza únicamente porque cada presidente puede bautizar su plan de desarrollo y subrayar algún contraste con el antecesor, pero experimentando los significativos límites de su margen de acción política e institucional. Es la realidad que el general Álvaro Valencia Tovar señalara: […]Este es un país de cuatrienios: cada presidente rompe con el pasado y entra a revolcar el país con su esquema de salvación; diseña nuevas políticas, si es que se pueden llamar así las improvisaciones. Esas improvisaciones han caracterizado también los frentes interno y externo. Sólo en parte la ausencia de políticas ha sido reemplazada por el estamento militar… (citado por Leal, 1994, p. 79).


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Irrupción de la presidencia personal en Colombia: la institucionalización del presidencialismo de mayorías La Constitución de 1991 como factor determinante La expedición de la nueva Carta Constitucional de 1991 marcó un quiebre en el ordenamiento político e institucional del presidencialismo. Pero no por los límites que pudiera haber establecido al ejercicio del poder presidencial, sino porque —sin que haya sido su propósito— propició el tránsito hacía un presidencialismo pluralista. En decir, hacia un régimen en que la acción política del presidente (como jefe de Estado y de gobierno) está determinada por el grado de pluralidad y dispersión de las competencias y del poder que rige los procesos de elección, representación y decisión en los poderes del Estado, la administración pública y las relaciones de partido (Lanzaro, 2001). Ése era, por lo menos, el espíritu que se podía entrever detrás de la propuesta de darle autonomía al Banco de la República y a los organismos que posteriormente se crearían como la Corte Constitucional, el Consejo Superior de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo o la Comisión Nacional de Televisión, se daba forma a un presidencialismo pluralista. Sin embargo, no se trataba de un proyecto que estuviera claramente definido en las agendas de los constituyentes. Ni siquiera había claridad sobre cuáles serían los principios que debían regir las relaciones políticas e institucionales en un régimen pluralista. La manera como operó la Asamblea Constituyente puso en evidencia la consolidación de esa especie de sociología política de la reforma, que se fue erigiendo como un factor de obstrucción a los cambios de verdadero fondo. Es la sociología en la que todos tratan de mantener ese empate agónico en el que a nadie le importa seguir perdiendo, si ello implica que los demás no ganen. Con el propósito explícito de combatir los partidos políticos, los debates en torno al nuevo ordenamiento constitucional del país estuvieron marcados por una multiplicidad de intereses personales e intereses corporativos, que se entrecruzaban sin lograr una idea precisa del proyecto de Estado y de sociedad que se quería. Sin referencia a un acuerdo mínimo sobre un proyecto político e ideológico de Estado y de sociedad, las búsquedas de los constituyentes se desplazaban entre dos extremos: por una parte el de las necesidades de instituir y preservar los mecanismos de defensa del ciudadano frente al riesgo de usurpación del poder estatal, cuyos


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momentos claves los constituyen la lucha por los derechos humanos, el habeas corpus y la fuerza impartida por el derecho (Caille,1990:7), y por otra parte el extremo de la exigencia de modernizar la organización del poder político y los mecanismos de representación ciudadana, cuyos momentos claves los constituyen las luchas por el pluripartidismo y la elección transparente y asidua de gobierno y parlamento. Pero no se llamó al consenso sobre la pugna de intereses, la redefinición de las relaciones de poder o las metas que debían presidir el ejercicio del gobierno. Se convocó e integró sobre el compromiso de la no agresión, se acordó sobre el respeto de los derechos ya establecidos, se pactó sobre la definición de las reglas de juego, porque “la negociación de las condiciones de negociación es la primera y más importante etapa del proceso de elaboración de un compromiso” (Lynn y Schmitter, 1991: 298299). Pese a los límites que podía imponer la versión final de la nueva Carta Constitucional de 1991, los gobiernos de César Gaviria Trujillo y de Ernesto Samper Pizano tenían a su disposición los instrumentos que podrían mejorar la capacidad de gobernar y resolver algunos de los problemas de funcionamiento del régimen político. La Constitución no sólo le confirió amplias facultades al Presidente de la República para la reglamentación de asuntos que, como la definición de la estructura del poder ejecutivo, la planeación y el presupuesto, el ordenamiento territorial, el régimen jurídico de los servicios públicos y la organización de la Fiscalía, entre otros, serían claves para definir el futuro de los contenidos de la acción gubernamental, la dinámica de las relaciones políticas territoriales e incluso la administración de justicia. También le dio amplias facultades nominadoras para los más importantes organismos, así como importantes instrumentos para la gestión gubernamental. El camino al presidencialismo de mayorías El gobierno de César Gaviria, cuyo inicio estuvo marcado por una alta aceptación popular y un amplio margen de maniobra política. Tuvo bajo su responsabilidad el proceso de reglamentación que daría forma definitiva a la nueva Carta Constitucional de 1991. De haber profundizado el espíritu pluralista, habría cambiado para siempre la estructura y práctica de las relaciones políticas e institucionales del país. Sin embargo, un factor fue definitivo para variar el curso de los acontecimientos o, más precisamente, para alterar el espíritu pluralista


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de la nueva Constitución: la tendencia del mandatario a comportarse bajo los parámetros de un presidencialismo de mayorías. Quizá animado por el desplome de los partidos políticos, Gaviria optó por una acción política caracterizada por la concentración de poder y de competencias que, en muchos casos, no se apegaban a la legalidad del proceso gubernamental (Lanzaro, 2001). Gaviria buscó imponer un control absoluto de los procesos de elección, representación y decisión en los poderes del Estado, la administración pública y las relaciones de partido. Tres elementos ponen en evidencia la disposición hacia el presidencialismo de mayorías. En primer lugar, estaba el juego de suma cero que impuso en la conformación del equipo de gobierno. Gaviria siguió el principio mayoritario según el cual el que gana, gana todo. El poder de nominaciones lo concibió como exclusivo y excluyente. Para nada intervinieron los partidos o movimientos que lo respaldaron en la elección. Por lo menos eso es lo que se deduce de la descripción hecha por el ex ministro de Comunicaciones, Mauricio Vargas (1993), sobre la manera como se “cocinó” el gobierno de César Gaviria en 1990. Luego de un relato sobre la evolución de las “reflexiones” políticas para el nombramiento de los ministros, Vargas mostraba el elevado grado de apropiación del poder nominador por parte del presidente y su equipo de asesores, quebrando una vieja tradición presidencial: A lo largo de la semana, el tema ocupó nuevas reuniones, reducidas siempre a Gaviria, Miguel y yo. Era obvio, sin embargo, que el recién elegido presidente hacía consultas con otras personas. Pero eran más bien de tipo general. El manejo de la baraja de nombres parecía ser monopolio nuestro” (p. 91)

Con Gaviria se “institucionaliza” el principio de que quien gana la elección es el candidato y no el partido o movimiento político que lo presenta. Son los primeros pasos de la personalización del poder presidencial, que no sólo se desarrolla bajo la forma de poder nominador, sino que también se extiende y afecta a los centros más neurálgicos de las decisiones y operaciones gubernamentales. El mecanismo funciona de manera muy simple: frente a lo que consideran como amenaza al poder adquirido, es decir, la pretensión de que los electores hagan parte del gobierno, los ganadores tienden a concentrar todas las decisiones y sus equipos a cerrarse para evitar cualquier intromisión externa. En medio de las tensiones internas por el control político, burocrático o presupuestal del aparato público, se reservan las


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grandes decisiones y los mejores y más importantes cargos. Incluso llegan a afirmar que el nombramiento en un alto cargo no necesariamente implica que el funcionario, su grupo político o su partido adquiera capacidad real para participar en las grandes decisiones gubernamentales. Los que no son del “entorno” quedan condenados a asumir un papel secundario y ocasionalmente serán convocados en instancias formales en las que se le solicite 52. En la medida en que se va produciendo el “encerramiento” del equipo de gobierno, se va propiciando la privatización de los procesos de formación de las políticas La definición de objetivos, procesos administrativos y viabilidad política, comienza a depender enteramente de la particular percepción que tengan el gobernante y su equipo sobre cómo se debe ordenar la acción de gobierno. Los sobresaltos sobre la manera de proceder dependerán de la capacidad de negociación personal que tenga cada alto funcionario nombrado con el gobernante, y de los recursos que pueda mover para satisfacer las peticiones y compromisos del jefe. La intencionalidad gubernamental se personaliza, estableciendo claros límites a los procesos de definición de las agendas de gobierno. Los procesos de selección, jerarquización y apropiación, a través de los cuales los gobernantes ordenan y priorizan su acción de gobierno, aparecen filtrados por la particular percepción y los intereses específicos del grupo de asesores que asiste al gobernante. Las promesas y compromisos del gobernante aparecen filtrados por su propio equipo de trabajo53.

52 Se trata de una tendencia que apareció con el gobierno de Virgilio Barco, bajo el llamado “Sistema de Paralelismo Institucional” cuya existencia, en términos de Edgar González (1997) “se vio estimulada por el estilo del presidente, distante y circunspecto, cercado por un reducido grupo de colaboradores que consolidaron las Consejerías Presidenciales, pero también además por la poderosa importancia súbitamente tomada por la Secretaría General de la Presidencia de la República, por la influencia del grupo más cercano al Presidente que se dio en llamar el ‘sanedrín’. Este paralelismo se extendió por todo el tejido institucional de la administración pública. Formalmente unos eran los jefes y otros quienes decidían; pero no sólo por este aspecto. También por cuanto se previeron aparatos administrativos paralelos, que denotaban la desconfianza por la eficiencia y el manejo del aparato formal e instituido por el Estado […] Muchos ministros fueron supeditados a los caprichos del grupo de elite e inclusive relegados frente a consejeros, asesores o a sus propios subalternos, de los cuales dependía la aprobación o reprobación de las actuaciones oficiales (p. 209-210). 53 En su descripción de los días previos a la posesión del presidente César Gaviria, el ex ministro Mauricio Vargas (1993) relata cómo esas sesiones nocturnas fueron especialmente creativas (las cursivas son mías). Nos dábamos cita en la oficina de Gaviria en la calle 74 [en el norte de Bogotá], Rudy Hommes, Fernando Brito, Fabio Villegas, Armando Montenegro, Fernando Carrillo, Rodrigo Pardo, Mario Molano, Miguel y yo. De esas sesiones surgió la idea central de los proyectos de reforma laboral, financiera, de comercio exterior, de vivienda social y, en general, el paquete económico que fue llevado dos meses después al Congreso de la República


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El segundo elemento que marca la tendencia al presidencialismo mayoritario lo constituye la feudalización del aparato público. Se trata de un fenómeno en el que, como consecuencia de la concentración del poder, cada funcionario tiende a replicar el modelo de jerarquía vertical promovido desde la cima. Cada uno busca demarcar su territorio y hacer valer su poder sobre él. Por una parte, cada entidad del gobierno central buscó imponer su racionalidad y poder en los gobiernos territoriales. En 1993, el gobierno Gaviria expide trece leyes que, antes que propiciar un ordenamiento de la acción gubernamental en el territorio, conducen a la multiplicación de las estructuras, funciones y procedimientos que los gobiernos territoriales deben seguir, en la elaboración y gestión de cada uno de los planes sectoriales de desarrollo en el nivel departamental y local. Entre los planes de desarrollo sectoriales ordenados por la legislación se encuentran: el plan de inversiones de la ley 60/93 para la administración e inversión de las participaciones municipales; el plan de descentralización para la administración del situado fiscal de la ley 60/93 y la asunción de las competencias en salud y educación a cargo de los departamentos; el plan ambiental de la ley 99/93; el plan educativo de la ley 115/93; los planes sectoriales de vigencia anual y los planes de ordenamiento territorial de la ley 152/93; el plan general de transporte para cada entidad territorial de la ley 105/93; el plan del deporte de la ley 181/94; el plan de salud de la ley 100/93; los planes de saneamiento básico de la ley 142/93; y los planes de ordenamiento físico de la ley 9/89 (Medellín, 1998). Pero la feudalización del aparato público no sólo funcionó hacia abajo. También se proyectó hacia arriba, cuando los más altos funcionarios hicieron sentir su poder para resistirse a los cambios institucionales que debía adelantar el gobierno. En desarrollo del artículo transitorio 20 de la nueva Constitución, el gobierno emprendió un proceso de adecuación orgánica y funcional de la rama ejecutiva a la Carta Magna. El ex ministro Hommes ilustra muy bien el curso que tomó el proceso de reforma, al comentar las amplias facultades recibidas por el gobierno Pastrana para reformar la administración pública, […] el gobierno de Gaviria obtuvo de la Asamblea Constituyente atribuciones similares [a las que años después se le conferirían a Pastrana] y las utilizó, pero no tuvieron el impacto que pudieron haber tenido porque cada ministro se dedicó a para salir airoso […] también surgieron muchas ideas que habrían de nutrir el proyecto gubernamental de reforma constitucional, llevado en febrero de 1991 a la Constituyente" (p. 109).


151 defender las instituciones bajo su tutela. El de Minas no dejó acabar el Icel, el de Obras defendía a Colpuertos, y así sucesivamente. Los gerentes y directores se dedicaron a hacer lobby para que no les desaparecieran las entidades. Después hubo arrepentidos y hasta vueltas de ciento ochenta grados. Pero en su momento contribuyeron a que no se hubiera podido llevar a cabo una ambiciosa reforma que hubiera permitido disminuir el gasto público y el desperdicio del sector. A los ministros hay que recordarles que lo son solamente por un cuarto de hora, y que nunca más lo van a volver a ser. Por ejemplo, a Samper seguramente le importan un bledo ahora el Inurbe y el Incomex. Pero cuando era ministro no dejaba tocar esos institutos por cuestión de orgullo. José Antonio Ocampo no va a volver a ser ministro de Agricultura, pero en su momento no permitió liquidar el Idema, también por razones de territorialidad, aunque dos años más tarde, cuando ya tenía un puesto de responsabilidad, ayudó a que cerraran esa vena rota de las finanzas públicas. No tiene sentido entrar en pugnas territoriales y defender organizaciones que a la larga son de la burocracia y de nadie más (diario El Tiempo, p. 5A).

Quizá esa misma disposición de los ministros y directores de institutos descentralizados a hacer valer sus propias prerrogativas es la que explica que, durante todo el gobierno, desde cada entidad y sector, se impusieran condiciones y racionalidades distintas y desconectadas de las necesidades y realidades de la gestión municipal y departamental. Fue el inicio de un proceso de desmonte de la descentralización que dinamitó la unidad de acción gubernamental en el territorio. Quizá esa pérdida de unidad es la que tiempo después llevaría al ex presidente Gaviria a lamentarse y a tratar de crear conciencia sobre la exigencia de recuperar la unidad de acción territorial, cuando invocó la necesidad de profundizar el proceso de descentralización permitiendo una mayor autonomía en el manejo de los recursos de las regiones (Revista Semana 2002:72). Bajo un progresivo proceso de parlamentarización de la acción del gobierno y presionado por la necesidad de mantenerse, el gobierno de Samper fue abriendo espacios, cada vez más a la intervención de los congresistas en asuntos del gobierno. La enorme debilidad que le produjo la acusación de infiltración de dineros del narcotráfico en la campaña presidencial llevó al nuevo gobierno a un cerco político e institucional de grandes dimensiones. Para mantenerse, Samper tuvo que recurrir prácticamente a una coadministración con los congresistas, los altos empresarios (llamados “cacaos”) y —paradójicamente— con el gobierno de los Estados Unidos. Según la revista Semana, esa falta de


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legitimidad y credibilidad hizo que tuviera que concentrar todos sus esfuerzos no en gobernar sino en sobrevivir políticamente. Esa estrategia le sirvió a él pero no a Colombia. En su análisis, Semana afirmaba que Gran parte de la responsabilidad del gobernante consiste en trancar. A Samper le tocó ceder. Tuvo que entregarse prácticamente a todos los grupos de presión. Al Congreso para manejar su juicio y los proyectos de ley vitales. Por eso no pudo ni recortar la nómina oficial ni acabar con los fondos de cofinanciación, los cuales descuadernaron el presupuesto. También tuvo que hacer excesivas concesiones a los sindicatos para mantener uno de sus principales pilares de apoyo, como lo fueron las centrales obreras. Y no solo le tocó ceder ante los grupos de presión populares sino también ante los privilegiados. Los grupos económicos hicieron su agosto durante el gobierno que termina. Siempre tenían quién les diera pero esta vez no tuvieron quién los parara. Con los militares también cambió el equilibrio del poder. No tanto por lo que se entregó económicamente sino por lo que se cedió en el terreno de la autoridad. Por primera vez en mucho tiempo existió en Colombia la posibilidad real de un golpe de Estado. El presidente logró neutralizar este frente, pero también esta vez a un costo alto. Se rompió la tradición de unas Fuerzas Militares no deliberantes y los quepis se dieron el lujo de hablarle duro a su comandante en jefe”

El tercer elemento que da cuenta del tránsito hacia un presidencialismo de mayorías lo constituye el acelerado vaciamiento de los contenidos políticos e ideológicos de la acción gubernamental. Bien porque la concentración de las decisiones tiende a encontrar en la tecnocratización del gobierno su principal fundamento (Gaviria), o bien porque la necesidad de mantenerse en el poder exige cerrar los espacios a la deliberación pública sobre los fines de la intervención estatal, para reducir el ejercicio de gobierno a la pequeña administración de los grandes y pequeños intereses (Samper). Lenta pero progresivamente produce un proceso de separación entre política y poder. Mientras que el poder se concentraen las decisiones de un gobierno cada vez más distante de la realidad territorial, la política se degrada en la acción de las corporaciones públicas. La interferencia de las acciones políticas y las acciones partidistas aparece cada vez más señalada por los medios de comunicación. La siembra de un régimen presidencial de mayorías estaba hecha. Ahora comenzaba a proyectarse la amenaza de un Estado que puede ser capturado por fines privados distintos a los públicos.


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En la medida en que los gobiernos producían los desarrollos reglamentarios, se hizo cada vez más evidente la extensión de la sociología de la reforma parlamentaria a la esfera gubernamental. Quienes se mostraban como los restauradores en realidad reversaban los cambios que se habían abierto con la nueva Constitución. Cada vez que concretaban la formulación constitucional en cada materia específica, los sueños se hundían en un escenario en el que los acuerdos que sustentaban equilibrios institucionales se revelaban simplemente caducos. Frente al desarrollo normativo, cada rama del poder público reaccionaba con actitudes que parecían independizarse y cobrar vida propia. Muy rápidamente perdieron la armonía en el funcionamiento de las diferentes funciones gubernativas. Las redes clientelares sobre las que se fundó el equilibrio precedente se revelaban incapaces de mantener lubricado el sistema. Desprovisto de toda responsabilidad gubernamental y confinado al dominio del legislativo, lo que iba quedando de los partidos políticos radicalizó sus reivindicaciones frente al ejecutivo. Su nueva movilidad puso en evidencia su propia lucha por la supervivencia. El recurso a la unidad de las vertientes y de las maquinarias clientelistas en el partido se mostró incapaz de preservar los mecanismos de la dominación política en el país. La invocación a la unidad de los partidos ya no fue suficiente para encubrir la fragmentación de las élites y contener la pérdida del control sobre el Estado. El replanteamiento de las competencias y relaciones entre las diferentes ramas del poder público y sus instancias en el aparato estatal, que implicaba el desarrollo constitucional, se aplazó o simplemente se modificó el sentido y contenido. Por reacción, cada uno privilegió su propia lógica, postulando el reforzamiento de sus propias prerrogativas como solución a la crisis, invocando el pasado o la necesidad de modernización de las lógicas encontradas que rompen el equilibrio institucional surgido de los acuerdos y transacciones precedentes. Los pactos políticos fueron incapaces de asegurar la “gobernabilidad” del sistema. La crisis comenzó a adquirir características regidas por el principio que establece que “lo que ayer fue condición para gobernar, hoy es la causa del desgobierno”. En ese marco, el poder presidencial se degradó a pasos agigantados. La rapiña por la administración pública quebró la confianza en las participaciones políticas formales. Los gobernantes comenzaron a rodearse de aquéllos que les producían más confianza. Sin la disciplina de la militancia partidista, la lealtad al jefe se constituyó en prenda de garantía suficiente. Otra vez emergió el


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principio de presunción de la mala fe del otro, como el factor que marcó los acercamientos políticos a los que gobernaban. El cambio en las prácticas gubernativas marcó la erosión de la presidencia constitucional y el tránsito hacia la presidencia personal. Se trata de un modo de gobernar cada vez más personal y menos institucional de la Presidencia, en el que los intereses y el talante del presidente son los que marcan el destino del país. El hundimiento de los partidos políticos, que obliga elecciones entre personas y no entre partidos; la presión de los medios de comunicación, que impone la medición de la calidad de los gobiernos por la popularidad y no por sus acciones; y la interferencia de intereses personales de círculos estrechamente ligados a los presidentes, han concurrido como los fenómenos culminantes de un proceso de degradación que fracturó el ordenamiento político e institucional del presidencialismo, y que se expresa concretamente en la eliminación de los límites entre la causa personal del aspirante a gobernar y los fundamentos del proyecto institucional del ejercicio presidencial. Arropados bajo la figura ambigua de las convocatorias suprapartidistas o de movimientos cívicos, los proyectos personales se van gestando de manera acelerada. Movilizados por la coincidencia de intereses individuales y por la aceptación del discurso contra los políticos, se van transformando en empresas electorales exitosas. Tras la elección, los equipos de gobierno se conforman en torno a la figura, propósitos y percepciones particulares de quien ha sido electo presidente. En los círculos cercanos al gobernante no se participa a título político sino a título personal, en virtud de la relación de confianza y amistad preexistente. La invocación de la lealtad supera cualquier requerimiento de conocimiento profundo o amplia destreza en el manejo de los temas. Las consecuencias resultan evidentes. El círculo presidencial tiende a cerrarse en torno de quien es el titular del poder presidencial. A él se le rinden los honores y se le debe obediencia. La participación personal desplaza cualquier obligación ética que pueda imponer la ley o los propios ciudadanos. Los ministros saben claramente que al único al que se le debe lealtad y ante quien se debe reportar y responder es al propio presidente. Es, para todos los efectos, el único referente de poder. Sin referencia a un proyecto político e ideológico definido, el esquema de decisiones que por años ha regido la acción gubernamental pierde toda perspectiva institucional y política. Institucionalmente, las instancias de decisión establecidas de manera formal (consejos, juntas y


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comités) son desplazadas por los pequeños cónclaves del círculo presidencial, distorsionando la toma de decisiones gubernamentales. Y políticamente, las alianzas que apoyan la acción del gobierno en el parlamento tienden a conformarse no en función de un determinado proyecto político, sino en torno a los amigos del presidente. Es el círculo que refuerza la causa personal del presidente, en busca de beneficio propio. Se atornillan a sus cargos poniendo el enemigo siempre de frente. Los problemas no están en sus equivocaciones o malos manejos, sino en el poder malévolo del enemigo. Bajo el principio de “no se gobierna con los enemigos”, cada uno de ellos aplica el criterio presidencial en su ámbito. Los cargos son para los amigos, las decisiones se toman con los amigos y las leyes se gestionan con los congresistas amigos. El manejo de los principales programas del gobierno es asignado a los amigos más cercanos al presidente, y a ellos se les da la prioridad en la asignación de los recursos. Las políticas, planes y proyectos se estructuran y gestionan con el mismo criterio. Todo lo que no sea relevante para el gobierno puede ser distribuido entre otros para que sea usufructuado. Y con el mismo criterio se manejan los demás asuntos del Estado. Los “acuerdos institucionales” que mantenían por fuera de la esfera partidista a la política económica, la política internacional y la política de seguridad y defensa nacional, y que aseguraba, una cierta estabilidad política, se degradan al privatizar la función gubernamental y profundizan la crisis de los partidos políticos. Incluso el ejercicio de la oposición sale de las esferas institucionales para situarse en el terreno personal. De un régimen marcado por el poder de los ministros, se transita progresivamente hacia un régimen caracterizado por el poder personal del presidente. El silencioso agrietamiento de la presidencia personal Andrés Pastrana recibió un país fracturado en todos los frentes. Las estructuras políticas habían quedado muy resentidas, como consecuencia de los enfrentamientos producidos en torno a la filtración de dineros del narcotráfico en la campaña electoral de quien fuera electo Presidente, el liberal Ernesto Samper. Al panorama de tribulación política, se sumaba una importante caída en la actividad productiva —agravada por el deterioro de los mercados internacionales— y un escenario de difícil manejo en el que concurrían crisis financiera, crisis fiscal y crisis


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carcelaria, así como el estancamiento del proceso de paz y agravamiento del conflicto armado. Sin embargo, los cinco y medio millones de votos que recibió Pastrana se constituían en un incontestable aval conferido por la sociedad colombiana, para que emprendiera el proceso de cambio de grandes magnitudes que había anunciado de manera casi obsesiva en la campaña electoral. Los apoyos que recibió el Presidente entrante en todos los frentes habían permitido augurar los mejores éxitos. En el frente externo y el productivo, el gobierno entrante contó con un margen de maniobra relativamente importante. El apoyo del gobierno de los Estados Unidos y la apertura de los países de la Unión Europea, que veían en Pastrana a un presidente de prestigio renovado, abrían las puertas de par en par a los productos colombianos en el mercado internacional. En materia fiscal y financiera, el gobierno Pastrana contó con las herramientas para enfrentar el problema del déficit en toda su magnitud. Incluso antes de la posesión presidencial, los dirigentes gremiales de los distintos sectores empresariales y de los trabajadores habían ofrecido su irrestricto respaldo al presidente Pastrana para que adelantara las reformas necesarias con la austeridad que exigiera el ajuste fiscal. Y en materia de paz, la audacia de Pastrana frente a las FARC, de asumir una responsabilidad exclusiva y excluyente del proceso de paz, ya había logrado destrabar los obstáculos que imponía la falta de una interlocución directa. Además, el control del Parlamento que había logrado el parlamentario conservador Fabio Valencia Cossio con la exclusión por primera vez, en los últimos treinta años, del liberalismo oficialista de las mesas directivas del Congreso de la República (y por tanto de su manejo) completó un panorama muy favorable para el inicio del gobierno. El comienzo no podría haber sido mejor. Sin embargo, antes de cumplir su noveno mes de posesionado, Pastrana y su equipo habían desperdiciado el capital político con que inicialmente habían contado para gobernar. En un abrir y cerrar de ojos el gobierno había entrado en barrena, camino a la crisis. Pero, ¿qué fue lo que hizo que todo se deteriorara tan rápido? El desgaste del capital político. No hay duda de que, las acciones iniciales lejos de mostrar un equipo de gobierno firme, decidido y con una idea clara de lo que se debía hacer, revelaban un equipo muy fragmentado en sus concepciones, incomunicado entre sí y sin ninguna orientación sobre la tarea de


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gobierno a cumplir. El activismo del presidente en el exterior (inusual para el inicio de un gobierno) produjo demasiados costos a la tarea de dar forma y ordenar la acción de gobierno. Las tareas de coordinación fueron débiles y muy esporádicas, así como el uso de los mecanismos institucionales de formación y coordinación de las políticas. En los primeros ocho meses de gobierno, el Consejo de Ministros solo se había reunido cuatro veces; el Consejo Superior de Comercio Exterior tres y el Consejo de Política Económica y Social (CONPES) tan sólo dos veces. En este escenario fue evidente que el gobierno se excedió en el manejo de la transición gubernamental. No supo manejar el superávit de capital político con que llegó al poder, ni supo prever los costos de las decisiones que se tomaban y de las declaraciones emitidas. Primero, el gobierno se excedió en la presentación de la situación económica del país. Con propósito de dejar en claro el corte de cuentas con respecto al gobierno anterior, el equipo económico no consideró el impacto que tendrían sus afirmaciones sobre el clima de negocios en el país. Cada intervención del ministro sobre la gravedad de la situación era más preocupante que la anterior. La imagen de crisis que se producía siempre superaba la imagen de capacidad del gobierno para enfrentarla. Cada problema se veía más grande que la solución que se proponía. Mientras que los agentes económicos expresaban su disposición a hacer el sacrificio que fuera necesario, al gobierno le faltaban alternativas claras para buscar una salida a los problemas. En medio de la imprevisión que rigió la elaboración de las reformas tributarias que sucesivamente se presentaron, las decisiones de política económica no sólo se demoraban sino que tampoco atacaban los problemas de raíz. Las expectativas de inversión, producidas por el cambio de gobierno, se diluyeron tan rápidamente como la disposición de los agentes a sacrificarse. El propósito de evitar una devaluación de la moneda llevó las tasas de interés a niveles exageradamente altos. La pérdida de confianza en el manejo macroeconómico del gobierno produjo una desbandada de capitales hacia el exterior que avivó el fuego de la especulación. La consecuencia no podía ser distinta: el PIB cayó en más de siete puntos en el último trimestre de 1998. El Gobierno también se equivocó en el manejo de la reforma política. Presionado por el cumplimiento de acuerdos electorales se apresuró en el compromiso de sacar adelante una reforma sin otro objetivo que el de “cambiar las costumbres políticas del país”. La primera equivocación se produjo cuando, sin esperar a que bajara la espuma de la posesión, se embarcó en la elaboración de un proyecto de reforma sin contar con los


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actores que luego serían determinantes claves en su aprobación, ni con los insumos del proceso de paz que serían claves en el contenido de la reforma. Luego volvió a equivocarse cuando, en la discusión sobre los mecanismos de aprobación de la reforma política, se dejó llevar al innecesario terreno de la revocatoria del mandato a los congresistas, aun a sabiendas deque en el Congreso el gobierno contaba con toda la artillería necesaria para sacar adelante el proyecto que quisiera. La discusión se le salió de las manos al gobierno en el momento en que dejó debilitar su posición en el Congreso. Y como si no fuera suficiente, el gobierno volvió a equivocarse cuando creyó que con el llamado Acuerdo de Casa Medina se resolverían los problemas de gestión de la reforma política en el Parlamento. La convocatoria de los jefes políticos de las principales fuerzas electorales, antes que motivar un trabajo parlamentario de bancada, terminó por oficializar la desconfianza del gobierno en el Congreso para sacar adelante la reforma política. El resultado para el gobierno no pudo ser peor. Y se equivocó en el manejo inicial del proceso de paz con las FARC. La reunión de Pastrana con el jefe máximo de esa organización guerrillera, Manuel Marulanda, no pasó de ser un encuentro en el que se hicieron expresas intenciones de paz dos actores importantes del conflicto armado colombiano. El gobierno se dejó arrastrar por una multiplicidad de acciones puntuales forzadas por las circunstancias y no trazadas por una estrategia. No había unidad de criterios ni unidad de gestión. Las convocatorias para un acuerdo político siempre aparecieron vacías de sentido estratégico y contenido político. Los resultados obtenidos en la lucha contra la evasión y el contrabando, en la reorganización del sector energético o la reestructuración de las Fuerzas Armadas, se diluyeron rápidamente en un panorama oscuro y de muy difícil manejo. Antes de cumplir ocho meses de gobierno, el panorama había adquirido unos rasgos de crisis muy preocupantes. Es demasiado pronto para que al nuevo gobierno se le hayan acumulado tantos problemas de fondo. Estamos entrando al octavo mes y la cosa ya está grave”, escribía en el mes de abril de 1999 el director del diario El Tiempo, Enrique Santos Calderón. Y tenía razón. El tiempo de la espera que tradicionalmente le habían dado los ciudadanos a todo gobierno que comenzaba se agotó muy rápido, y el tiempo en que los ciudadanos querían exigir resultados al gobierno llegó antes de lo esperado. Ni siquiera el manejo presidencial de la tragedia del Eje Cafetero, o la buena imagen que le reportaban al presidente sus viajes al exterior, le alcanzaron para retomar el control sobre la situación.


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La sensación de incertidumbre comenzó a ser generalizada y persistente. La crisis colombiana adquirió una novedosa faceta: la distorsión en los tiempos del gobierno. Antes de haber cumplido los primeros seis meses de su posesión, la imagen del presidente Pastrana llegó a registrar niveles de aceptación del 37%, dos puntos por debajo de los registrados por el gobierno Samper, en el momento más duro de la crisis del proceso 8000, luego de la declaración del entonces Ministro de Defensa y jefe de la campaña de Samper, Fernando Botero Zea. Más que una particular percepción de los entrevistados, la calificación revelaba el desgaste del gobierno en su tarea de gobernar. Lo que debía ser todavía el momento de una “luna de miel” se había convertido en la época de la ruptura. Al cumplir el octavo mes de gobierno, los medios de comunicación no habían dejado de registrar un solo día hechos que comprometían en situaciones irregulares a los funcionarios más cercanos al presidente. Los grandes aliados del gobierno comenzaron a presionar por una acción gubernamental más decidida frente a la crisis. Una sensación generalizada de incertidumbre, propia del final de los gobiernos, parecía haberse apoderado de gobernantes y gobernados. Incluso la afirmación, hecha por el ex presidente Alfonso López Michelsen, de que el presidente “no terminaría su mandato” llegó a trascender en todos los ámbitos. El camino a la crisis de gobernabilidad El acelerado desgaste del capital político con que había llegado el gobierno se encontró con un factor inesperado: los principales aliados políticos del presidente en el Congreso de la República se vieron involucrados en un escandaloso problema de corrupción. La magnitud de las acusaciones contra el presidente y los vicepresidentes de la Cámara de Representantes por malversación de fondos, contratación indebida y cobro de comisiones, hicieron estallar en mil pedazos la llamada Alianza para el Cambio, movimiento que se había constituido para impulsar los proyectos del gobierno en el Congreso. La transformación de la política, que tanto había pregonado el gobierno, muy rápidamente entró en barrena. Las acusaciones también salpicaban a los más importantes funcionarios del gobierno. Incluso se llegó a demostrar que los fondos apropiados por los congresistas amigos del presidente salieron del llamado Fondo Interministerial, fondo que es discrecionalmente manejado por el gobierno para atender situaciones de


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urgencia presupuestal. Igualmente se demostró que el traslado de los dineros había tenido lugar con la aprobación del propio gobierno. Para tratar de enfrentar el problema, el gobierno se jugó una carta que parecía muy atractiva: exigir la revocatoria de los congresistas y promover una reforma política que “saneara las costumbres políticas del país”. Convencido de que los ciudadanos verían con agrado la propuesta, Pastrana recurrió al pueblo como Constituyente Primario. Se promovió un referendo, mecanismo constitucionalmente establecido para producir reformas constitucionales por fuera de los canales normales del Congreso de la República. Pero la propuesta, que en principio obtuvo el natural apoyo popular, progresivamente se fue debilitando. Lo que se anunciaba como un triunfo sin precedentes del gobierno poco a poco se fue convirtiendo en una estruendosa derrota. Los ciudadanos, que tenían muy presente la estrecha relación entre el presidente y los congresistas corruptos, progresivamente le fueron retirando el respaldo a la propuesta gubernamental. Poco a poco el gobierno terminó amarrado ante los congresistas que, como reacción, bloquearon la discusión y aprobación de todos los proyectos de reformas que hacían tránsito en la Cámara y el Senado. Los que antes habían sido excluidos, ahora se reencontraban en la fórmula de aplicar al gobierno su misma medicina reformadora: se acepta la revocatoria del Congreso, pero que se vote también la revocatoria del Presidente de la República. Ante la magnitud del bloqueo y la inesperada aceptación popular de la revocatoria del presidente, al gobierno no le quedó otro remedio que rendirse y finalmente, después de muchos intentos, tuvo que retirar la propuesta de reforma y revocatoria. La decisión presidencial tuvo el mérito inmediato de desbloquear la agenda legislativa del gobierno en el Congreso y darle un respiro al ambiente de confusión e incertidumbre que vivió el país en ese momento. Sin embargo, estuvo muy lejos de amainar las agitadas aguas de la crisis de gobernabilidad. La razón era elemental: la crisis de gobernabilidad dejó de ser un problema de pactos que se resuelve con acuerdos políticos. La resistencia del gobierno a enfrentar los problemas que, desde diciembre de 1998, se presentaban de manera sistemática complicó de tal forma el panorama, que la crisis de gobernabilidad adquirió su forma más avanzada: la de una crisis institucional caracterizada por la pérdida de control del gobierno sobre sus principales organismos, políticas y procesos gubernamentales. En principio, la crisis se presentó como un problema de credibilidad institucional surgido del incumplimiento del gobierno de


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sus promesas de cambio. Pese a contar con un gran capital político, el presidente olvidó que contaba con un período de relativamente importante para llevar a cabo sus reformas y se dejó absorber por la llamada “tiranía del statu quo” (Friedman, 1984). Luego puso en evidencia la absoluta impericia gubernamental para gestionar su agenda legislativa en el Congreso. Más allá de contraprestaciones burocráticas y de con los congresistas, el gobierno dejó que los problemas de credibilidad institucional se convirtieran en problemas de legitimidad política. En medio de los reclamos generalizados por la falta de liderazgo, el gobierno perdió capacidad para mantener las alianzas o movilizar ciudadanos a favor de su proyecto de transformación política. Y finalmente, el intento de capitalizar en su favor la corrupción que se descubrió en el Congreso llevó al Gobierno a una cadena de equivocaciones que terminan por imprimirle a la crisis de gobernabilidad rasgos definitivos de una crisis institucional. La improvisada decisión de promover la revocatoria del Congreso no sólo modificó las prioridades de la agenda de gobierno, también bloqueó la acción gubernamental, llevándola a una batalla suicida con la oposición. La reacción de inversionistas, agencias internacionales calificadoras de riesgo y los propios mercados hicieron explotar el tablero de mandos del gobierno. El arma que esgrimió se volvió en su contra. La revocatoria el Congreso se convirtió en amenaza. De un momento otro, el gobierno perdió la iniciativa y el control sobre sus más importantes procesos gubernamentales. La manera como se comportó el dólar fue uno de los factores que reveló el efecto real de la decisión presidencial. Puso en evidencia la desconfianza de inversionistas y mercados. El gobierno había perdido la iniciativa en la definición de los grandes problemas nacionales. Es decir, la capacidad para conducir la sociedad y el Estado hacia el objetivo de buscar la paz. El gobierno no sólo no logró estructurar un proyecto político hacia la paz que definiera la trayectoria que el Estado y la sociedad debían seguir para alcanzarla, sino que tampoco llevó a cabo su propósito de que ciudadanos e instituciones pudieran absorber las exigencias políticas que imponía el objetivo y se acomodaran a las condiciones del momento. Era una crisis en la que los gobernantes no sólo vieron disolverse los instrumentos de conducción, sino también en la que perdieron el horizonte de las acciones y decisiones futuras. El gobierno no sólo hizo cada vez menos uso de las instancias formales de toma de decisión y coordinación de políticas (Consejo de Ministros, Conpes, etc.), sino que –más grave aun- tampoco realizó el trazado de una


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política de seguridad interior. Lo que en apariencia se reclamaba como una pérdida de liderazgo, en la realidad se reveló como lo que era: una pérdida en la capacidad de conducción política del país. En todos los frentes de la vida política e institucional, el margen de maniobra del presidente, antes que ampliarse, se fue reduciendo hasta niveles insospechados. El clientelismo, que en principio pareció un recurso adecuado para contener las presiones políticas, la movilización social o el descontento empresarial, no sólo terminó por reducir los márgenes de maniobra presidencial. También (y ésta fue la principal consecuencia) desplazó los ejes del poder gubernamental del ejecutivo al legislativo. Por tratar de asegurar la gobernabilidad, el presidente Pastrana le entregó todo a los parlamentarios, Incluso la facultad de gobernar. Mientras que el rumbo de las entidades gubernamentales comenzó a depender de los intereses y proyectos de los parlamentarios, el gobierno asumió cada vez más un papel protagónico en el proceso legislativo. El desplazamiento de los ejes del poder, produjo una inversión total de los roles estatales. Ante la decisión gubernamental de entregarle porciones de la administración a los congresistas, éstos se dedicaron cada vez más a gobernar las entidades que les habían entregado, en tanto que los funcionarios del gobierno se dedicaron a gestionar las leyes que resolvieran sus problemas. Las leyes terminaron promovidas y convertidas en políticas públicas. En este escenario ya no importaba la calidad legislativa. Los congresistas cambiaron el debate de los contenidos, por la transacción de prebendas. Por eso, cada artículo que necesitara el gobierno para actuar, exigía otro que beneficiara al parlamentario que lo iba a aprobar. Guiados por el espíritu propio de los buscadores de rentas, congresistas y altos funcionarios gubernamentales terminaron negociando las pautas que regirían la administración de justicia, el manejo de la política fiscal, o los contenidos de la reforma institucional que iría a “purificar” el ejercicio de la política en el país. En este escenario de desinstitucionalización acelerada, el esquema de un “súperministro”, como el que había definido Pastrana, era perfectamente funcional. El gobierno no asumía el reto de tomar decisiones, sino de intermediar intereses entre particulares. Por eso no era necesario mantener los canales institucionales de las decisiones de política pública como el Consejo de Ministros, el Consejo Superior de Política Económica y Social (CONPES) o el Consejo Superior de Comercio Exterior. En uno de sus acostumbrados y punzantes análisis sobre la coyuntura política colombiana, el ex presidente Alfonso López


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Michelsen mostraba en toda su dimensión el rápido tránsito de la crisis de Estado. Con ocasión del noveno aniversario de creación de la Corte Constitucional, afirmó que la Corte había invadido terreno del legislativo y el ejecutivo. Según López, la Corte fue más allá de la función clásica de dictaminar entre la exequibilidad o la inexequibilidad de las normas, “para comprometerse a prevenir o remediar las consecuencias de sus propios fallos”. La primacía que había tenido el poder ejecutivo sobre las demás ramas del poder público encontraba ahora un contradictor de peso que limitaba seriamente su margen de acción institucional. Para decirlo de una manera coloquial, la expresión de López hoy sería: “La corte desbancó al Congreso, porque el Congreso estaba dedicado a gobernar y no a legislar”. En efecto, se argumentaba que los fallos de la Corte respondían no a fines políticos sino a los problemas producidos por la fragilidad jurídica (y política) del gobierno en sus actuaciones en el Congreso. Como afirmaba el analista Hernando Gómez Buendía, “la Ley del Plan que fue mal tramitada, la de Isagen que fue mal licitada, la de los trámites que se hizo mal tres veces, la del Upac que excedía facultades...” (Revista Semana, 2001). Así como el ex presidente López demostró que la sentencia C545/92 “nos ha debido alertar sobre el tema del alza de salarios”, muchos expertos advirtieron sobre los peligros de expedir el decreto del Plan de Inversiones que se cayó el 19 de octubre de 1998. Como si se tratara de un ejemplo que constatara la vigencia de los principios básicos de la filosofía política clásica, la distorsión funcional de las ramas del poder público ratificaba —por lo menos para Colombia—, la validez del principio según el cual “las formas (institucionales) de gobernar siempre se degradan por los modos (culturales) de gobierno”. Así como en una situación de crisis los regímenes parlamentarios tienden a presidencializarse (los legisladores tienden a concentrar los problemas y soluciones en la ocupación del poder presidencial), en las crisis los regímenes presidenciales tienden a parlamentarizarse (los gobernantes tienden a concentrar los problemas y soluciones en la ocupación del poder legislativo). La crisis de gobernabilidad había trascendido la pérdida de la capacidad de conducción política. En las nuevas condiciones había comenzado a escalar hacia un estadio superior: la crisis de Estado. La propia evolución de los hechos y la falta de un manejo adecuado de ellos hizo que el gobierno no sólo perdiera el control sobre sus principales políticas, sino que también progresivamente se


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judicializarán sus acciones. El inadecuado manejo de procedimientos y decisiones que afectaban el patrimonio público, o las imprudentes declaraciones de altos funcionarios gubernamentales, obligaron su concurrencia para explicar sus actuaciones ante las autoridades judiciales; como en el caso de Dragacol, que involucró al más alto equipo del Ministerio de Transporte; ante los jueces; o el señalamiento del uso de recursos del Fondo Interministerial para pagar favores a los congresistas, que obligó la intervención de la Fiscalía General de la Nación. La sucesión de hechos relacionados con quiebras o defraudaciones que involucraban, directa o indirectamente, a altos funcionarios del gobierno (como en los casos de la directora de la DIAN o de la Superintendencia Bancaria en la quiebra del Banco Andino y el Banco del Pacífico), afectó la imagen del gobierno, al tiempo que le confirió una inusitada importancia a la Fiscalía y a los organismos de control en la evaluación de la gestión gubernamental. La mayor relevancia y visibilidad pública de las sentencias judiciales, o de las actuaciones administrativas de los organismos de control, comenzaron a determinar de manera crucial los campos de la actuación gubernamental. Como si se tratase de una operación de lucha contra las mafias, algunos ministerios y entidades del gobierno fueron prácticamente paralizados por la acción judicial. Incluso hubo entidades, como la Escuela Superior de Administración Pública, que fueron allanadas por la Fiscalía al final del año 2001. En un escenario de deterioro de la imagen gubernamental, la judicialización del gobierno se convirtió en un hecho característico. Las informaciones sobre el desempeño gubernamental se desplazaron de las páginas políticas a las páginas judiciales de los diarios e informativos nacionales y locales. En medio de fuertes cuestionamientos a la actitud de Pastrana54, la cada vez mayor visibilidad de estos hechos no sólo llevó a que el gobierno perdiera cualquier posibilidad para seguir invocando la lucha contra la corrupción, y a que algunas de las más importantes personas cercanas al presidente de la República fueran señaladas por las autoridades, sino 54 Así, por ejemplo, según la revista Semana, “para muchos, al presidente le faltó tacto y le sobró prepotencia. El solo hecho de haber generalizado sobre la corrupción de todo el Congreso, y no haber salvado el honor de muchos de ellos, ni siquiera sus amigos, cayó muy mal en un amplio sector de parlamentarios para quienes las frases de Pastrana fueron injustas y desobligantes […] Al meter a todos los congresistas en el mismo saco de la corrupción el presidente despertó, como era apenas natural, la solidaridad de cuerpo entre los parlamentarios. Sobre todo los liberales, quienes ante el ataque oficial terminaron unidos, algo que hasta el momento nadie había podido lograr”.


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también a poner en evidencia las diferencias cada vez más fuertes entre el gobierno y los organismos judiciales. Fue el primer y más evidente rasgo de la escalada de la crisis de gobernabilidad como una crisis de Estado. En medio de la crisis, un hecho se hizo latente: la personalización del poder presidencial, que había llevado a los más cercanos amigos del presidente a una posición privilegiada en el manejo de los asuntos de gobierno, no sólo implicó un quiebre de la institucionalidad en las relaciones del presidente con las demás ramas del poder público y con el exterior; también se tradujo en un cierre de los espacios de deliberación y decisión de la Presidencia hacia adentro. La concentración se desarrolló de una manera tal que terminó por explotar, poniendo en evidencia serias fisuras en el equipo gubernamental. Desde el inicio del gobierno, el ministro de Defensa protestaba porque se enteraba de las decisiones gubernamentales por los medios de comunicación; el ministro de Justicia cuestionaba lo que el ministro del Interior presentaba como propuesta de reforma legislativa del gobierno en el parlamento; o la ministra de Comercio trataba de atajar la gestión del director de Proexport. Los ministros se quejaban, en público y en privado, de las dificultades para estructurar y gestionar sus agendas de trabajo con el presidente y sus colegas. Las quejas revelaban el hecho incuestionable de que las políticas sectoriales no se hacían con referencia al plan de gobierno, sino al conocimiento del ministro sobre el sector o a la propia interpretación que hiciera de las declaraciones y compromisos adquiridos por el presidente (que en la mayoría de casos tampoco consultaba el plan de gobierno). Todo en un contexto caracterizado por la fragilidad técnica de unas instituciones sin memoria ni procesos administrativos consolidados sometidas a una gran rotación de sus niveles medio y superior, y cuya acción estaba marcada por la fragmentación, la colisión y usurpación de competencias entre niveles, así como por la proliferación de conflictos por el control de las principales tareas y la asignación de recursos presupuestales a los gobiernos. En este contexto, el gobierno quedó sometido a la incertidumbre producida por la toma de decisiones sin los suficientes elementos de juicio ni la información mínima requeridos por la decisión. Sin la solidez institucional necesaria, el gobierno quedaba atado a la inestabilidad que producía la pérdida progresiva de la autonomía requerida para convertir sus ideas y compromisos electorales en hechos de gobierno. La desinstitucionalización se convirtió en el principal


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rasgo característico del gobierno; quebró la institucionalidad del poder presidencial, reforzando el poder personal en el ejercicio de gobierno. Los bajos índices de aceptación popular, la irrupción de nuevos frentes de poder que gobernaban de facto en grandes territorios, los llamados a señalar un norte definido, el desajuste fiscal o la descoordinación de las entidades gubernamentales, revelaban en toda su profundidad el quiebre institucional del poder presidencial. La profundización del conflicto descentró el poder organizado y lo despojó de autoridad institucional. Nuevos frentes y centros de poder efectivo han irrumpido en escena modificando la correlación de fuerzas. Arrojadas al vacío de los desequilibrios y el desorden, las estructuras estatales quedaron expuestas a la intensidad de los combates internos que desataba cada iniciativa. Una multiplicidad de inesperados actores entró en la pugna buscando delimitar y controlar el poder en su propia parcela. El poder comenzó a desplazarse hacia zonas desconocidas. En aras de restablecer la unidad del poder, que además confiriera autoridad institucional, las acciones gubernamentales se subordinaron al manejo de los mecanismos de excepción. La toma de decisiones quedó determinada por el carácter individual de los intereses privados y la connotación militar de las intervenciones. Las llamadas de prestigio desplazaron a las llamadas de función o jerarquía. La movilización de fuerzas efectivas superó las investiduras institucionales, como muestra de poder. Entre tanto, como por paradoja, la agitación social, la inmovilidad institucional y la dispersión de las formas organizativas desaparecieron de la “escena pública”, para entrar a engrosar las angustias del cotidiano transcurrir de la vida privada de ciudadanos y comunidades. Los debates en torno a la moralización, a la popularidad de los gobernantes (medidas por los sondeos de opinión), y a la urgencia de los pactos que restablezcan los equilibrios de poderes, coparon la escena pública, pero no por mucho tiempo. El poder presidencial había sido erosionado hasta su más alto nivel. El régimen presidencial había quedado en cuestión.

A manera de conclusión: crisis de gobernabilidad y erosión del poder presidencial Hace algunos años, el ex presidente César Gaviria, al evaluar los resultados de su gobierno, reconocía que “si volviera a ser presidente, tendría las mismas prioridades, pero el énfasis sería distinto: no tanto sobre las grandes reformas, como en la calidad de las políticas públicas”. Como los demás ex presidentes, Gaviria no ahorró esfuerzos


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para señalar los factores que estructuralmente hacen inútil la tarea de gobernar. De la misma manera que en su momento lo hizo el ex presidente Alfonso López Michelsen, cuando identificaba a la tiranía de los mandos medios para mostrar cómo la lucha de la administración contra el gobierno había desmantelado los sueños del “Mandato Claro”; o el también ex presidente Belisario Betancur, cuando sintetizaba de la mejor manera la esterilidad del ejercicio gubernamental al sentenciar que “fueron sabios quienes en el siglo ante pasado establecieron el período presidencial de dos años. Ese período basta para saber que no se hizo nada”. La precariedad gubernamental, tanto en la estructuración de las políticas públicas, como en la gestión profesional de los recursos humanos, daba la razón a Gaviria y a López. Gobierno tras gobierno, la situación es peor. Los problemas que los salientes dicen dejar resueltos, no son más que inmensos escollos que esperan al entrante. O si de veras se han resuelto, entonces a los nuevos se les ocurre otra idea y todo vuelve atrás. En estos años se han probado todas las alternativas: la presidencia imperial, diseñada a la medida del hombre providencial que debía “salvar la república”; la presidencia absolutista, que concentraba los poderes en el presidente con la ilusión de que “resolviera los problemas de la nación”; la presidencia de los ministros, que preludia un frente nacional; la presidencia de la legalidad marcial, que revela los límites en el uso y abuso de los mecanismos de excepción, como un instrumento cotidiano del ejercicio de gobierno; y la Presidencia Personal que delimitó, de manera “exclusiva y excluyente” los ámbitos de la acción presidencial en la atención de los principales problemas. Por eso el poder presidencial es, como lo describe Vásquez Carrizosa, un referente que ha llevado al régimen político a identificar al “presidente como la casi totalidad del Estado” (Vásquez, 1979:15). No obstante, todavía está por ensayar la fórmula del gobierno democrático.; es decir, aquél que se mueve en el equilibrio e independencia de poderes; se fundamenta en la calidad de las políticas públicas y se legitima con la acción profesional de los servidores públicos. De lo contrario, insistir en las grandes reformas o en la presidencia imperial nos condenará a una nueva quimera. La fractura de poder, evidenciada en el quiebre del ordenamiento político e institucional que da fundamento al régimen presidencial, ha dejado de ser una simple huella del desprestigio del poder presidencial, para poner en cuestión la supervivencia misma de la democracia en el


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país. El avance de los procesos de desarrollo económico y reforma institucional que en otros países contribuye a mejorar el funcionamiento del Estado y su relación con la sociedad, en Colombia termina por desatar un proceso de desinstitucionalización, desideologización y despolitización que hoy tiene al país en la incertidumbre y la inestabilidad. El desplazamiento de las decisiones públicas a la iniciativa privada, y de la confianza pública a las soluciones privadas, nunca respondió a un proyecto definido de Estado o de gobierno. Tampoco estuvo acompañado de la búsqueda de una mayor capacidad de control y regulación del Estado. La apertura de los espacios de participación política nunca se apoyó en el fortalecimiento de los partidos políticos. Y los estilos de gestión gubernamental terminaron por personalizar la política y convertir la democracia en un “bien de consumo”, que no sólo diferencia la calidad de vida de los ciudadanos, sino que también discrimina entre ciudadanías de primera y de segunda categoría. El ejercicio de gobierno aparece cada vez más desprovisto de un proyecto político que lo guíe, carece de los contrincantes ideológicos que le den un sentido y un contenido definido, y emerge vacío de principios y valores institucionales que le permitan trascender. El pragmatismo se ha convertido en el agente mayor de la política, construyendo una gobernabilidad mediática que no puede ir más allá de promover una ciudadanía (virtual), cuando es necesario conferirle unidad a una sociedad dispersa, dar transparencia a actos oscuros, sustituir la ideología conflictiva por la búsqueda del buen sentido, cambiar las luchas políticas por las protestas de consumidores y los conflictos sociales por la atención de necesidades básicas. Mientras tanto, la realidad es contundente: el agravamiento de las tensiones sociales y los conflictos políticos, en un contexto de cada vez mayor fragilidad estatal e indocilidad social, está socavando los fundamentos del régimen presidencial. La consecuencia no podría ser distinta. La tarea de gobierno, como tarea de conducción política e ideológica de la sociedad y del Estado, se degrada a pasos agigantados. Se trata de la incapacidad para estructurar un proyecto político que no sólo represente los ideales de los ciudadanos sino que también los movilice, de manera que pueda hacer confluir los intereses particulares hacia un interés general que se superponga y condicione a los demás, aunque esta consideración haga más complejo y difícil el manejo de los asuntos públicos.


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Los problemas de gobernabilidad, lejos de ser problemas de incapacidad funcional del Estado para responder a las demandas de la sociedad y los mercados, se constituyen en problemas de viabilidad política (cada vez más efímera) e intensidad (cada vez mayor) de las tensiones y conflictos en que se desenvuelve el ejercicio de gobierno. Mientras que lo efímero de la viabilidad política da cuenta de la frágil aceptación (política) de los actos de gobierno por parte los gobernados, como consecuencia de la valoración y validación (políticas) de esos actos, la mayor intensidad de las tensiones y conflictos pone en evidencia los cambios traumáticos y sorpresivos en la correlación de fuerzas de poder entre los distintos contendientes. Los gobernantes se vuelven incapaces de lograr no sólo transformar los intereses particulares de los gobernados (ciudadanos y funcionarios) en un interés general de toda la sociedad y del Estado en su conjunto, sino también de imponer desde el gobierno una dirección determinada al proceso político, económico y social, que sea aceptada por los ciudadanos y por los propios funcionarios del gobierno. La gobernabilidad no hace referencia a la “capacidad” intrínseca del gobernante para gobernar, ni a su habilidad para establecer compromisos que controlen los potenciales enemigos del gobierno. La gobernabilidad hace referencia al conjunto de condiciones políticas e institucionales, internas y externas, que le permiten al gobierno avanzar en su tarea con el mínimo de inestabilidad e incertidumbre, porque en la consideración de los problemas de gobernabilidad se deben tener en cuenta tres tipos de factores: • Los que orgánicamente revelan la solidez institucional (funcionamiento de los partidos políticos, permanencia de la legislación, disposición ciudadana a cumplir las leyes o funcionamiento de la justicia). • Los que coyunturalmente dan cuenta de la capacidad de conducción política que tienen los gobernantes (grado de control gubernamental sobre la agenda pública, influencia de los medios de comunicación en las decisiones de gobierno, grado de cohesión de la acción gubernamental e iniciativa de la oposición política). • Los que ocasionalmente afectan la credibilidad del gobernante (transparencia de los actos de gobierno, nivel de represión política, apoyo de las élites y apoyo de los ciudadanos al gobierno). Según estos factores, existen tres focos críticos de ingobernabilidad. Primero, el Congreso: el gobierno tendrá que tramitar allí las reformas


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que permitan resolver el déficit fiscal y promover la expedición de las leyes que de viabilidad a los principales compromisos de gobierno y corrijan los problemas críticos de la legislación vigente. Segundo, la relación con los territorios: el desafío está en estructurar una política interior que reconstruya el tejido político e institucional, destruido por conflicto armado y el centralismo; si quiere gobernar debe reestablecer la unidad de mando gubernamental que asegure la ejecución de las políticas nacionales, y la unidad de acción institucional que impida que cada uno actúe como quiera. Y el tercer foco está en las relaciones internacionales: el desafío radica en estructurar una política exterior (no una agenda diplomática) que defina, de una vez por todas, una posición del país en el nuevo escenario mundial. Lejos de reducir los focos de ingobernabilidad, la acción presidencial los acrecienta. La disputa por el apoyo parlamentario a las candidaturas presidenciales está marcada por el espectáculo de las adhesiones, pero no por la puesta en escena de las agendas legislativas que sustentan esos apoyos. Por lo que se ve, las agendas no coinciden. Tampoco se percibe una política interior. En el mejor de los casos, se invoca la descentralización pero sin pasar del municipalismo legislativo. Y mucho menos se percibe una política exterior que permita saber cómo se va a manejar la lucha antinarcóticos o la acción del tribunal penal internacional en relación con el conflicto armado, o bajo qué criterios se va a adecuar la legislación (financiera, de propiedad intelectual, de compras oficiales, etc.) para cumplir con los compromisos de integración regional. Cada gobierno entrante tiene que enfrentar un Congreso robustecido por los peajes parlamentarios, gobiernos territoriales fuertes y beligerantes que sí están haciendo los ajustes fiscales, y un conglomerado de empresas privadas que proveen la casi totalidad de los servicios públicos y mueven muchos más recursos de los que puede disponer la nación en las regiones. El nuevo presidente debe saber que la politiquería y el reformismo convirtieron en rey al presidente, pero que también lo encadenaron. La erosión del poder presidencial ha resquebrajado los fundamentos políticos e institucionales que dotan al gobierno de la capacidad para mantener el control sobre las variables coyunturales y estructurales que determinan la conversión de la intencionalidad gubernativa en hechos de gobierno. Lo que comienza como un problema de legitimidad, rápidamente evoluciona hacia una crisis de


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conducci贸n pol铆tica (crisis presidencial), para terminar en una profunda crisis de Estado.


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CAPÍTULO TRES

LA EVIDENCIA: El Presidente Sitiado. La dura paradoja del gobierno Uribe

Colombia es uno de los casos característicos en que la naturaleza presidencial del régimen político explica buena parte de la inestabilidad y la tensión entre democracia y autoritarismo. Siguiendo la caracterización de los regímenes presidenciales de Linz (1984), el ejecutivo en Colombia tiene considerables poderes en la formalidad constitucional y tiene control en la composición del gobierno y la administración; es electo por el pueblo, para un período de tiempo fijo, y su permanencia no depende del voto de confianza del Parlamento, ni puede ser destituido salvo por la excepcionalidad de un juicio político. En esa formalidad constitucional, el hecho de que tanto el presidente como los congresistas sean elegidos popularmente, por períodos definidos y de manera independiente, obedece a que el régimen presidencial colombiano se funda en lo que Linz llama el sistema de “legitimidad democrática dual”. Es decir, un sistema que favorece la competencia entre alternativas políticas bien definidas, pero que implica el peligro latente de que “ningún principio democrático puede decidir quién representa la voluntad popular en principio” (Linz, 1994) si es el presidente o son los congresistas. Y esa tensión, que en otros países se resuelve gracias a la función articuladora de los partidos políticos, en Colombia se tramita a través del uso recurrente de los mecanismos de excepción constitucional. Bajo los recursos excepcionales de la “conmoción interior” (antes estado de sitio) y la “emergencia económica”, los gobiernos han asumido funciones legislativas y prerrogativas judiciales con el propósito de hacer prevalecer la primacía del ejecutivo sobre las demás ramas del poder público. Es el contexto hacia el cual ha derivado el país: la insostenible


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dinámica de confrontaciones que, poco a poco, han activado la perversa relación entre la degradación del régimen presidencial y la ingobernabilidad. En un escenario caracterizado por la descomposición de la política, el resquebrajamiento del orden institucional, la fractura del orden social y la fragmentación del régimen democrático, la irrupción del fenómeno electoral y político de Álvaro Uribe Vélez parecía proyectarse como un reconstituyente efectivo para el debilitado poder presidencial. Los elevados niveles de popularidad y ascendencia de Uribe, habían llegado a niveles talque que, al terminar sus cuatro años de gobierno, siempre estuvieron por encima del 62% de aprobación pública. Sin embargo, los obstáculos que sistemáticamente ha ido encontrando para sacar adelante sus principales iniciativas gubernamentales, han vuelto al país ante la dura realidad: La crisis política e institucional que vive Colombia ya no es una crisis de legitimidad, ni siquiera de conducción política. La multiplicidad de fisuras del régimen presidencial no se ha podido cerrar sólo porque fue electo un presidente con reconocida capacidad de trabajo y dotes de liderazgo. Los hechos, uno a uno, han ido atestiguando que el país atraviesa una crisis de Estado marcada por la confluencia de un doble proceso de derrumbe de las instituciones políticas colombianas y de las formas de organización y participación política. Una derrota tras otra en el Congreso o en las urnas, habían sido el testimonio de cómo, a pesar de la elevada popularidad del gobierno Uribe, las iniciativas de cambio político se habían ido diluyendo entre la desesperanza y la impotencia. Al igual que sus antecesores, cada fracaso revelaba el duro destino de constituirse en un presidente sitiado. La popularidad ha sido insuficiente para sacudir el bloqueo al que está sometido el régimen político. Frente a cada iniciativa, las debilidades estructurales del sistema gubernamental colombiano se manifestaban con toda intensidad. La magnitud de la crisis había obligado a preguntarse si todavía el régimen presidencial tenía algún margen de maniobra para enfrentarla y resolverla, o si definitivamente el régimen presidencial se ha agotado como fórmula que rige la organización política e institucional del país. Estos interrogantes habían ido imponiendo la tarea de evaluar las posibilidades que verdaderamente tenía en el futuro el ejercicio de gobierno en Colombia en el contexto de un poder presidencial extremadamente frágil. No sólo porque era necesario sopesar el margen


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de maniobra que realmente podían tener los gobernantes para enfrentar y resolver la crisis política e institucional, sino porque también era imprescindible identificar las claves que permitieran entender los alcances y la capacidad de restauración que tiene el régimen político colombiano. Los desafíos del gobierno Uribe Desde su posesión como presidente de los colombianos, además de la derrota militar de la guerrilla, Uribe Vélez se había propuesto el objetivo de erradicar la corrupción y la politiquería. Mientras que la política de seguridad democrática era el instrumento para enfrentar la guerrilla, la convocatoria al constituyente primario lo era para atacar a los corruptos y politiqueros. “Esta tarde quedará radicado el proyecto de ley para convocar el Referendo contra la corrupción y la politiquería”, anunció en su discurso de posesión anticipando lo que sería el eje de su acción gubernamental (El Tiempo, Agosto 8 de 2002, 13). Uribe seguía la nueva tradición presidencial. Como sus antecesores, estaba convencido de que su principal misión como primer mandatario de la república era la de acabar con las malas prácticas políticas. Y como ellos, se empeñó en esa tarea sin tener conciencia de la capacidad institucional que tuviera el poder ejecutivo para asumir una empresa de semejante magnitud. Y, sobre todo, sin tener muy claro que las reformas políticas podían servir para mejorar el funcionamiento del sistema político o para subsanar los desajustes de algunas piezas claves de la democracia, pero nunca para corregir los comportamientos de una descompuesta clase política. Si se trataba de emprender procesos de reforma política era evidente que la profundidad de la crisis política e institucional que vivía el país exigía, en primer lugar, la reinstitucionalización política del país. Es decir, el retorno a los cauces institucionales de las decisiones gubernamentales, los procesos legislativos y las determinaciones judiciales; En segundo lugar, el restablecimiento del equilibrio entre las ramas del poder público, esto es el aumento de la capacidad institucional y el mejoramiento de los mecanismos de control político combinado entre las ramas del poder público; Y en tercer lugar, el fortalecimiento de los mecanismos de organización y participación política que estimulara la presencia más decidida de los ciudadanos en la definición, gestión y control de los asuntos públicos.


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Entre las reformas que cumplían con estos objetivos, quizá la más urgente y la que mayor impacto podía tener era la reforma a los partidos políticos. Se necesitaba rescatar su capacidad para agregar las preferencias de los ciudadanos, representarlas e impulsar políticas que dieran curso a su proyecto de sociedad. Se trataba de una reforma que restableciera los procedimientos para democratizar la selección de los candidatos a los cargos de elección popular; que instituyera un estatuto que garantizara la disciplina interna de sus actuaciones en los órganos legislativos y sancionara el transfuguismo político; y que instaurara mecanismos que aseguraran el financiamiento público de la actividad política y limitaran el financiamiento privado de las actividades políticas y electorales de los partidos y movimientos políticos legalmente reconocidos. Pero la existencia de partidos fuertes con una institucionalidad estatal equilibrada era condición necesaria pero no suficiente. Las reformas que se impulsaran en esta dirección debían enmarcarse en un paquete de reformas más trascendente. Por una parte, se requería una profunda reforma al régimen territorial que resolviera la crisis regional y local que vivía el país y asegurara un ordenamiento territorial acorde con un Estado más democrático y participativo. El agotamiento del régimen departamental había comenzado a exigir la creación de un nivel regional con mayor capacidad de gestión política, administrativa y financiera y autonomía política, así como especializar el nivel local en la prestación de los servicios públicos, y potenciar el nivel nacional como orientador de las políticas públicas en todo el territorio. Y por otra parte, era necesario emprender un conjunto de reformas al poder ejecutivo, que lo dotara de una mejor capacidad de conducción y control gubernamental, que delimitara claramente los niveles de responsabilidad (política, jurídica y disciplinaria) de los funcionarios en el cumplimiento de sus labores, y que mejorara la calidad de las políticas públicas. Las reformas al poder legislativo debían restablecer los códigos y procedimientos de la deliberación política, rescatar la calidad de la legislación expedida por el Congreso de la República, y sobre todo recuperar los mecanismos que aseguran el cumplimiento de las funciones de control político y disciplinario sobre los poderes ejecutivo y judicial, como condición para apuntalar el equilibrio de poderes en el país; Y la reforma al poder judicial, debía redimensionar la estructura institucional y los instrumentos de actuación judicial, de manera que pudiera emprender el camino hacia la solución de los problemas de eficiencia, calidad y prontitud en la administración de justicia.


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La complejidad de la tarea reformadora no sólo ponía de presente la enorme responsabilidad que quedaba a cargo del gobierno, sino que también le planteaba tres grandes desafíos: Primero, definir los contenidos de las reformas que serían puestas a consideración de las demás ramas del poder público y de los ciudadanos en general. El gobierno debía tener claramente diseñada la carta de navegación que le indicara que sectores y entidades se debían reformar, con qué propósitos y en busca de qué resultados. Era allí donde el presidente electo enfrentaba el mayor reto: mostrar cuan preparado estaba el gobierno para liderar la tarea. Mucho más, en un escenario en el que las propuestas de reforma habían surgido en el marco ya tradicional de invocar el fin de las prácticas corruptas y politiqueras, como la razón de ser de los procesos de refundación institucional del Estado. El segundo desafío estaba en el diseño de la agenda gubernamental para el desarrollo de las reformas. El gobierno debía acertar en el manejo de los tiempos de presentación y gestión de las reformas. La experiencia ya había demostrado que la precipitud impuesta por la obligación de cumplir un compromiso electoral podía acabar con el margen de maniobra conferido al gobernante por el mandato ciudadano. La presión que, por ejemplo, en su momento se dejó imponer el gobierno Pastrana, para cumplir lo acordado sobre la reforma política, no sólo produjo un severo desgaste de su capital político que finalmente lo volvió preso de aquello que pretendió cambiar, sino que también le generó una incertidumbre institucional que impuso elevados costos al país en los mercados financieros internacionales. Y finalmente, el tercer desafío, estaba en la distribución de las cargas de las reformas. Es decir, que debía repartir las responsabilidades y las tareas de una manera tal, que cada uno de los poderes públicos y sus entidades no sólo quedaran vinculadas a la tarea, sino que también hicieran sus aportes a la definición y desarrollo técnico e institucional de las nuevas estructuras. En los hechos, Uribe contaba con una ventaja. La calidad y el nivel de desprestigio de los gobiernos precedentes habían dado los argumentos suficientes para que los ciudadanos entendieran la necesidad y urgencia de las reformas. Era cada vez más generalizada la convicción popular sobre la obligación de restablecer las fronteras entre política y economía, y entre lo público y lo privado. Una cosa era lo que los gobiernos decían y otra muy distinta la que hacían. La primacía de los acuerdos informales había desplazado el rigor de la institucionalidad formal legal. Pero no sólo se trataba de un problema


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de aceptación cultural de comportamientos ilegales o de rechazo cultural de comportamientos legales. También se trataba de la disolución de los límites de la ética. Cada vez más se aceptaba sin cuestionar que personas con claros intereses en sectores económicos, o que eran miembros de juntas directivas de grandes conglomerados o representaban intereses de empresas multinacionales, estuvieran al frente de importantes decisiones gubernamentales o participaran del nombramiento de funcionarios que inciden sobre estos intereses. Se había olvidado que, así como el interés público no nacía de la suma de los intereses privados sino de su negación, la tarea de los servidores públicos tampoco implicaba el sacrificio de los intereses privados. La ola reformadora desatada por los gobiernos anteriores había producido un desgaste tal, que las que habían comenzado como reformas institucionales para resolver los problemas de representación del sistema político, cuando no terminaban en invocaciones al fortalecimiento de los partidos y el ejercicio de la oposición, como ocurrió con la propuesta elaborada durante el gobierno de Ernesto Samper55, terminaban en reformas al sistema electoral como las presentadas por el gobierno de Andrés Pastrana 56. El destino de las iniciativas fue el mismo. Mientras que el proyecto de Samper se hundió en el Congreso como consecuencia de la irresuelta crisis producida por la filtración de dineros en la campaña presidencial, la propuesta de reforma de Pastrana se diluyó en desinteresados debates sobre la conveniencia de mecanismos como la cifra repartidora, la lista única, el voto preferente o el umbral electoral. En este contexto, la redefinición de las reglas de juego en la relación entre el Estado y los ciudadanos implicaba el restablecimiento de nuevas fronteras que delimitaran los comportamientos de los ciudadanos y las instituciones. El trayecto estaba bien marcado. Claro 55 En el gobierno de Ernesto Samper, el proyecto de reforma política fue concebido y redactado por una Comisión creada por el gobierno y convocada mediante el Decreto 763 de 1995, y conformada por dirigentes de los partidos, representantes gremiales, académicos y analistas políticos. Las propuestas de reforma de la Comisión se concretaron en el Proyecto de Ley No. 118 (que reglamenta la financiación de las campañas electorales), el proyecto de Acto Legislativo No. 05 (que reforma la Constitución Política) y el proyecto de Ley Estatutario No. 118 (que dicta el Estatuto de la Oposición). 56 Por su parte, en el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), el proyecto de reforma política fue encomendado a un grupo de académicos de la Universidad de Georgetown (Arturo Valenzuela, Joseph Colomer y Miguel Ceballos) y la Universidad de California (Arend Liphart y Matthew Shugart). A partir de un conjunto preciso de preguntas elaboradas por un equipo del Ministerio de Interior, los académicos elaboraron un informe que se entregó en Junio de 1999 y bajo el título de “La reforma política en Colombia” fue publicado por la ESAP y la Fundación José Ortega y Gasset, en Octubre de 2002


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que se requerían cambios en el sistema electoral y en el sistema de partidos, que aseguraran, en condiciones de igualdad, el reconocimiento y la canalización de las preferencias ciudadanas en la conducción del Estado y los asuntos públicos. Pero estas reformas debían enmarcarse en una reforma del Estado que, por una parte, restableciera el ordenamiento político e institucional en la toma de decisiones y el equilibrio de poderes entre las ramas del poder público y, por otra, propiciara un ordenamiento territorial que permitiera la reconstrucción de las reglas de juego que definen las competencias y responsabilidades de los distintos niveles territoriales. Los quiebres de la presidencia personal El inicio del gobierno de Álvaro Uribe Vélez no podía ocurrir en un escenario más convulsionado. Los regímenes políticos latinoamericanos se encontraban acosados por una crisis política e institucional que se reflejaba en la erosión del poder presidencial en la región y a los candidatos presidenciales a sucederlos. Ante la magnitud e intensidad de los problemas, los ciudadanos habían rebajado la barra de las exigencias a sus gobernantes y a los candidatos a sucederlos. El desespero producido por la falta de soluciones los había llevado a concentrar sus esperanzas en el arreglo de los problemas más acuciantes. Quizá ésa haya sido la razón para que, en Colombia, el proceso de negociación de la paz comenzara a determinar la evolución de las elecciones presidenciales para el período 2002-2006. La desconfianza social frente al conflicto armado, de quien, poco a poco marcó las posiciones a favor o en contra de la resolución por la vía del diálogo o por el enfrentamiento armado, se fue constituyendo en un referente de paz definiría las decisiones de los votantes en las urnas. La persistencia y consistencia del candidato liberal disidente Álvaro Uribe Vélez, durante un año y medio de campaña solitaria y bien organizada, lo llevó a posicionarse ante los electores colombianos como una alternativa cierta de poder, que acabaría “de una vez por todas” a los violentos para poner fin al conflicto armado y que cambiaría las costumbres políticas del país. Bastó una sola vuelta electoral para que Uribe fuera electo con el 53% del total de la votación. El resultado electoral y el discurso de posesión del presidente electo señalaban que la magnitud del cambio no era de poca monta. Las elecciones presidenciales habían marcado un cambio político de gran magnitud. Por primera vez, un candidato disidente —en solitario— derrotaba con


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amplio margen al candidato oficial del históricamente mayoritario Partido Liberal. Pero, por una parte, se trataba de un fenómeno electoral forzado por la traumática evolución del proceso de paz del gobierno saliente. Y, por otra, la victoria ponía en evidencia el quiebre definitivo de las maquinarias partidistas a las que habían quedado reducidos los partidos políticos tradicionales. La elección de Uribe fue una voz que alertaba sobre la inminencia de una transformación política de mucho fondo, que había tenido su germen en la elección popular de alcaldes en el país. El aporte electoral de los proyectos políticos independientes en los municipios, distritos y departamentos que habían desplazado las maquinarias, comenzaba a demostrar que los sistemas de favores que aceitaban tales maquinarias partidistas generaban votos pero no legitimidad política. Se ganaban elecciones pero no capacidad para gobernar. El primer quiebre: La falta de una carta de navegación Uribe emprendió su tarea gubernamental en medio de una gran expectativa. La libertad con la que procedió en el nombramiento de su equipo y la dureza que utilizaba en sus discursos contra la guerrilla y la politiquería, hacían presagiar el inicio de unas nuevas reglas de juego político e institucional para el país. Un presidente sin la presión burocrática de un partido político y con un desbordado apoyo popular para enfrentar la guerrilla, parecía un presidente que podía poner condiciones a la clase política y a la cúpula militar por el logro de resultados. Desde su posesión, Uribe dejó ver su talante y puso las condiciones. Formuló los que serían los tres ejes básicos de su tarea gubernamental: 1) La política de seguridad democrática, con la que se buscaba enfrentar la insurgencia armada y recuperar la confianza; 2) La reforma política, con la que se proponía –a través del referendo- luchar contra la politiquería y la corrupción y crear una nueva cultura de lo público; y 3) La reactivación económica y social, con la que buscaba extender los beneficios del desarrollo a la población más pobre. Un par de horas más tarde, durante la radicación en el Congreso del “Proyecto de ley por la cual se convoca un referendo y se somete a consideración del pueblo un Proyecto de Reforma Constitucional” (2002), Uribe dejó en claro el carácter transversal que tenía la reforma política en su gobierno. En la exposición de motivos que sustentaba el proyecto de Ley, afirmaba que


180 No puede construirse el Estado democrático, sino sobre las bases de una buena política”…“Por eso, la reforma política será un dato esencial, como se dijo lógicamente prioritario, pero en ningún caso el ingrediente único de una estrategia global o de conjunto. Sin política sana y franca no se hará buena economía, ni se recuperará la confianza pública ni se doblegará la inseguridad, ni se resolverán las hondas necesidades de los colombianos (p. 1).

La estrategia parecía clara. La reforma debía crear las condiciones políticas e institucionales necesarias para asegurar la viabilidad de la política de seguridad democrática y el piso institucional al propósito de reactivación económica y social. Quizá por esa razón, para sacar adelante su propuesta de reforma política, Uribe optó por dos caminos bien definidos. Primero, sometió al Congreso un proyecto de convocatoria a un referendo para que fuera el constituyente primario el que definiera las nuevas reglas de juego político e institucional que debían regir las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo en los niveles nacional y los niveles territoriales57. Y segundo, tramitó la solicitud de facultades al Congreso de la República para simplificar el Estado, como una alternativa para reorganizar el poder ejecutivo, sin mayores traumatismos. Con respecto a los proyectos de reforma a la justicia y al ordenamiento territorial, Uribe no sólo había preferido el camino establecido para tales reformas en la Carta Constitucional del 91, sino que también decidió no darles un carácter prioritario, al tramitarlos dentro de la agenda legislativa normal que el gobierno sometería a consideración del legislativo en sus cuatro años de trabajo. Sin embargo, la apariencia de claridad se disolvió en una realidad cada vez más confusa. La concepción y el alcance de la reforma política, propuesta por el gobierno terminaría marcando lo que luego sería el principal rasgo característico de la gestión gubernamental de Álvaro Uribe: la falta de una verdadera carta de navegación para la reforma política. Como se hizo evidente en el referendo y posteriormente en la reforma al poder ejecutivo (presentada un año después) y el proyecto de reforma a la justicia (presentada dos años más tarde), antes que 57 En la exposición de motivos, el gobierno expuso las razones por las cuales “La Reforma Constitucional ha quedado reservada a una iniciativa que debía refrendar el pueblo con sus votos. La primera, que no puede quedar duda de la valerosa decisión de los poderes públicos para revisar su estructura, su manera de ser y su actividad misma. La segunda, que por la prioridad lógica que tiene la estructura política sobre otras materias, resulta propicia la intervención del constituyente primario en su diseño final. Y la tercera, que los ciudadanos entenderían como un acto de delicadeza elemental de su Congreso el que pusiera a su consideración los temas en que pudieran verse involucrados los congresistas mismos” (p.4).


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impulsar una gran reforma orgánica al sistema político, el gobierno Uribe había optado por resolver algunos problemas puntuales de la administración pública. Así por ejemplo, en el proyecto de ley de convocatoria a un referendo, el gobierno propuso una amplia gama de reformas que iban desde la propuesta de establecer la pérdida de los derechos políticos a quienes hubieran cometido delitos contra el patrimonio público, como una alternativa para combatir la corrupción, hasta el establecimiento de límites a las pensiones y salarios de los funcionarios públicos, como un recurso para reducir el gasto público. Se trataba de un conjunto de reformas que pasaba por la definición de nuevas prioridades de orientación de los gastos en educación y saneamiento básico, o la eliminación del servicio militar obligatorio. La propuesta gubernamental no sólo tenía el problema de elevar a nivel constitucional el tratamiento de algunos problemas que podían ser resueltos con la expedición de nuevas leyes o el ajuste de leyes ya existentes. También sofocaba cualquier posibilidad de una reforma política integral como la que necesitaba el país. La reforma al Congreso aparecía confinada a una propuesta segmentada: para hacer más “eficiente y transparente” el trabajo de los congresistas, proponía, por una parte, la reducción del tamaño del Congreso y, por otra, la aprobación del voto nominal en cada uno de los asuntos que tratara; Para combatir la corrupción y las interferencias de los intereses políticos proponía eliminar las suplencias, privatizar la prestación de los servicios administrativos, endurecer la pérdida de investidura de los congresistas que incurrieran en actos corruptos y eliminar los llamados auxilios parlamentarios; Y, en el ámbito territorial, la reforma política quedó reducida a la propuesta de suprimir los organismos de control (contralorías y personerías) en departamentos y municipios 58. Por su parte, la reforma al poder ejecutivo se planteó bajo la perspectiva de un proceso de renovación y modernización de la estructura de la rama ejecutiva del orden nacional. En el marco de la Ley 790 de 2002, el gobierno estableció los criterios que debían guiar la fusión de entidades y organismos nacionales y ministerios 59, señalaba 58 En la exposición de motivos, el gobierno argumentaba que “El discurso de la Reforma Política no puede quedar reservado a la limitada esfera de lo nacional, en un país que se pretende fortalecer a través de sus regiones. Las contralorías de los departamentos, los municipios y los distritos, están muy lejos de dar ejemplo en materia de austeridad y de eficacia. El clientelismo político regional ha sentado reales en estas instituciones, de tan incierta misión y de tan pobres resultados. En el momento en que se sella la unión entre el poder político dominante en la región y el que se monta a través de las Contralorías, queda echada la suerte” 59 En el artículo primero de la Ley 790/202 se establecieron los siguientes criterios para la fusión: a) Se deberá subsanar problemas de duplicidad de funciones y de colisión de competencia


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las causales que debían motivar las fusiones 60 y se dictaban la fusión del Ministerio del Interior y el Ministerio de Justicia y del Derecho (Art. 3); la del Ministerio de Comercio Exterior y el Ministerio de Desarrollo Económico (Art. 4); y la del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Salud. (Art. 5), y se le confieren facultades precisas al Presidente de la República, por el término de seis (6) meses para tomar las medidas que desarrollan la ley61. Sin embargo, la primacía fiscalista que el gobierno le imprimió a la reforma, llevó a que la reestructuración, que en principio se había formulado dentro del marco del “Programa de Renovación a la Administración Pública (PRAP)”, terminara reducida a un proceso de racionalización y reducción del tamaño del Estado. Los propósitos de asegurar el tránsito hacia un “Estado formado, organizado y administrado en función del servicio al ciudadano, en cuya concepción, ejecución y control, participa activamente la comunidad” (Conpes 3248

entre organismos y entidades; b) Se deberá procurar una gestión por resultados con el fin de mejorar la productividad en el ejercicio de la función pública. Para el efecto deberán establecerse indicadores de gestión que permitan evaluar el cumplimiento de las funciones de la Entidad y de sus responsables; c) Se garantizará una mayor participación ciudadana en el seguimiento y evaluación en la ejecución de la función Pública; d) Se fortalecerán los principios de solidaridad y universalidad de los servicios públicos; e) Se profundizará el proceso de descentralización administrativa trasladando competencias del orden nacional hacia el orden Territorial; f) Se establecerá y mantendrá una relación racional entre los empleados misionales y de apoyo, según el tipo de Entidad y organismo; g) Se procurará desarrollar criterios de gerencia para el desarrollo en la gestión pública. 60 En el artículo segundo de la ley, se establecen las causales que justifican la fusión: a) Cuando la institución absorbente cuente con la capacidad jurídica, técnica y operativa para desarrollar los objetivos y las funciones de la fusionada, de acuerdo con las evaluaciones técnicas; b) Cuando por razones de austeridad fiscal o de eficiencia administrativa sea necesario concentrar funciones complementarias en una sola entidad; c) Cuando los costos para el cumplimiento de los objetivos y las funciones de la entidad absorbida, de acuerdo con las evaluaciones técnicas, no justifiquen su existencia; d) Cuando exista duplicidad de funciones con otras entidades del orden nacional; e) Cuando por evaluaciones técnicas se establezca que los objetivos y las funciones de las respectivas entidades u organismos deben ser cumplidas por la entidad absorbente; f) Cuando la fusión sea aconsejable como medida preventiva para evitar la liquidación de la entidad absorbida. Cuando se trate de entidades financieras públicas, se atenderán los principios establecidos en el Estatuto Orgánico del Sistema Financiero. 61 El artículo 16 de la Ley 790/02, facultó al Presidente para: a) Suprimir y fusionar Departamentos Administrativos, determinar su denominación, número y orden de precedencia; b) Determinar los objetivos y la estructura orgánica de los Ministerios; c) Reasignar funciones y competencias orgánicas entre las entidades y organismos de la administración pública nacional; d) Escindir entidades u organismos administrativos del orden nacional creados o autorizados por la ley; e) Señalar, modificar y determinar los objetivos y la estructura orgánica de las entidades u organismos resultantes de las fusiones o escisiones y los de aquellas entidades u organismos a los cuales se trasladen las f unciones de las suprimidas; f) Crear las entidades u organismos que se requieran para desarrollar los objetivos que cumplían las entidades u organismos que se supriman, escindan, fusionen o transformen, cuando a ello haya lugar; g) Determinar la adscripción o la vinculación de las entidades públicas nacionales descentralizadas.


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de Octubre de 2003, Pág. 3)62, se disolvieron muy rápidamente. Los propósitos de austeridad, eficiencia y eficacia de los procesos fueron desplazados por un progresivo desmonte de las principales tareas del Estado; la gestión por resultados llevó a un activismo desenfrenado de funcionarios e instituciones sin tener un horizonte claro de llegada; la flexibilidad administrativa se convirtió en una permanente trasgresión del orden jurídico; y el Estado descentralizado dio paso a un gobierno que, bajo el recurso de los consejos comunales de gobierno, desplazaba de sus funciones institucionales a funcionarios locales y departamentales, asumiendo para sí todas las prerrogativas y el mando en la resolución de los problemas territoriales. Eso explica el porqué, al presentar su balance “Hacía el Estado Comunitario” (Diciembre de 2004), el PRAP reportaba como sus principales resultados los siguientes: i) La reducción de 302 entidades en agosto de 2002 a 274 entidades dos años después. Se habían producido cuatro fusiones, treinta y dos entidades liquidadas, tres se habían escindido y una se había descentralizado (Págs. 7); ii) La supresión de 238 entidades regionales, al pasar de 1.588 al iniciar el gobierno, a 1353 entidades dos años más tarde (Pág. 8); y iii) La supresión de 24 mil 500 cargos de los 37 mil que había definido como meta del programa (Págs., 9 y 10), lo que se aplaudía como un ahorro de aproximadamente 668 mil millones de pesos del cerca de un billón que se ha señalado como la meta que el programa debía alcanzar. Según el informe oficial, todo este esfuerzo gubernamental ha permitido que entre septiembre de 2003 fecha en que se emprende la reforma y septiembre de 1004, se había producido un ahorro en los gastos de funcionamiento superiores al 5% del PIB en términos reales (Pág.2). En los demás frentes de acción del programa de reforma, los resultados habían sido particularmente débiles en materia de protección social y las reformas transversales que apenas, dos años y medio después, estaban comenzando su trámite legislativo en el Congreso de la República. Y, finalmente, en relación con el poder judicial, el gobierno abrió fuegos con un proyecto de reforma constitucional que buscaba un arreglo institucional de fondo en dos frentes bien definidos: el

62 Según el Documento Conpes, El gobierno buscaba, como objetivo primordial, “un Estado participativo (que estimule la participación y tenga en cuenta las demandas ciudadanas), un Estado gerencial (que administre lo público con eficiencia, honestidad, austeridad y por resultados), y un Estado descentralizado (que tenga en cuenta las necesidades locales sin perjuicio del interés nacional y de la solidaridad regional)” (p. 3)


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establecimiento de límites a los poderes de control judicial y la modificación de los sistemas de gobierno y administración judicial. En primer lugar, para limitar los poderes de control se proponía: i) Limitar el ejercicio de la tutela únicamente a los derechos fundamentales, excluyendo su aplicación contra sentencias judiciales o contra la jurisprudencia de los tribunales ordinarios o de lo contencioso administrativo; y ii) Recortar las facultades de control que tiene la Corte Constitucional (en especial el control de los decretos de Declaratoria de la Conmoción Interior, pues considera que se trata de un decreto político, no revisable jurisdiccionalmente sino en cuanto a su forma). En segundo lugar, para modificar el sistema de gobierno y administración judicial se proponía: i) La eliminación de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, para lo cual no sólo sugiere devolver esa función al ministerio público (que llama el “juez natural” de los servidores públicos), sino también crear un tribunal disciplinario para las altas cortes, que evalúe el rendimiento de los magistrados y produzca su retiro anticipado cuando los bajos resultados de la evaluación así lo requieran; ii) La entrega de nuevas facultades del Consejo de Estado y de la Corte Suprema de Justicia, la creación de la jurisprudencia nacional, tanto de la ordinaria compuesta por las ramas penal, civil, mercantil y laboral, como la que se refiere a la rama contencioso administrativa; iii) La precisión de los términos del régimen de carrera administrativa, al proponer que para la Administración de Justicia, la Procuraduría General de la Nación, la Contraloría General de la República, la Defensoría del Pueblo y la Registraduría del Estado Civil, el ingreso al cargo se produzca por concurso, establece los criterios que regulan tal acceso, reglamenta los ascensos y establece que deben quedar sujetos a verdaderos logros y fija el principio de que la remoción pueda hacerse frente al incumplimiento de objetivos, baja calificación y ausencia de resultados en el cargo; iv) La determinación de los criterios para asegurar la prontitud y oportunidad en la administración de justicia, a partir de imponer el principio de que el uso de la administración de justicia implica un aparato demasiado costoso, y por ello deberá utilizarse con mesura y


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con prudencia. Por esa razón se propone conferirles a los jueces un importante poder disciplinario para castigar el abuso de los litigantes, cuando interponen recursos por el prurito de retardar el proceso o de impedir una sentencia oportuna. Sin embargo, el proyecto no tuvo un trámite afortunado en Senado y Cámara, condenándolo al fracaso legislativo. Los proyectos de reforma a la justicia que sucesivamente fueron puestos a consideración del Congreso, estuvieron marcados por un hecho clave: los contenidos de los proyectos estaban cada vez más determinados por la coyuntura política y, más particularmente, por la coyuntura que atravesaban las fuerzas políticas presentes en el Congreso de la República. El nombramiento del dirigente empresarial Sabas Pretelt como ministro de Interior y de Justicia, en reemplazo de Fernando Londoño Hoyos, marcó un importante punto de inflexión en la política de interior y de justicia. De una actitud polémica y confrontacional pero firme del ministro saliente, se pasó a una actitud de dialogo y negociación del ministro entrante. El primer acto del nuevo ministro fue la convocatoria a los partidos y movimientos políticos con representación en el Congreso, para que conformaran unas comisiones prelegislativas que formularan las propuesta de reforma del Estado, reforma pensional y reforma a la justicia, como una alternativa que buscaba emprender una nueva ruta para darle viabilidad política e institucional a las reformas. Con la propuesta ministerial, en la justicia no sólo cambiaron las actitudes políticas, sino también las prioridades gubernamentales. De hecho, los partidos políticos aceptaron una decidida participación 63. De la limitación de la tutela y el desmonte de los controles constitucionales, se pasó un esquema de reforma que priorizaba la descongestión del aparato de justicia del país. El gobierno fue cediendo de manera sistemática los puntos que sólo unas pocas semanas atrás, 63

La Comisión debía operar de la siguiente manera: Los cuerpos directivos de los partidos nombrarían tres expertos que los representara en el trabajo de la Comisión. Allí no sólo debían defender las particulares visiones sobre el deber ser de la reforma a la justicia en Colombia, sino también servir de enlace y consulta tanto con los directivos partidistas, como con los miembros del partido con asiento en el Congreso. De esta manera, se esperaba que una vez acordada la reforma no sólo tenía el aval de los partidos y los congresistas, sino que el trámite en senado y cámara sería el menos traumático. El procedimiento de creación y puesta en marcha se surtió adecuadamente. En el mes de marzo de 2004, la Comisión comenzó a funcionar con las siguientes personas: Por el Partido Liberal, Juan Manuel Santos, Rodrigo Rivera y Alfonso Gómez Méndez; Por el Partido Conservador, Jesús Carrillo, Gustavo Cuello y Rómulo González; y por los movimientos uribistas, Andrés Gonzáles, José Luis Flores y Nancy Patricia Gutiérrez. Los congresistas del Polo Democrático Independiente y del Frente Social se abstuvieron de participar en la Comisión.


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no eran negociables. Pese al exitoso avance de las tareas de la Comisión (que se tradujo efectivamente en una importante descongestión del aparato judicial64), la falta de apoyo presidencial y, posteriormente, el cambio de reglas de juego que se planteó con la puesta en escena del proyecto de reelección presidencial inmediata, ahogó cualquier posibilidad de una reforma apoyada en un importante consenso político. Finalmente, al gobierno no le quedo otra opción que presentar un proyecto de reforma, pero ya no de carácter constitucional, sino que optó por una improvisada reforma a la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia. En este escenario, se hizo cada vez más evidente el problema fundamental: al gobierno le faltaba una verdadera carta de navegación política e institucional. Los 100 puntos del llamado Manifiesto Democrático, que contenía el programa de trabajo del Gobierno Uribe, no lograban ir más allá de los cien propósitos que exponía y que, en la mayoría de los casos, no estaban interconectados entre sí, ni seguían un hilo conductor, ni sugerían una idea clara o un derrotero de gobierno. Y sin referencia a una carta de navegación, el gobierno debió estructurar su programa de trabajo sobre la marcha y sometido a los rigores del desgaste y la improvisación. Fue así como todo quedó amarrado al equipo de funcionarios y asesores que se conformó. Y así como cuando estaba definido que la prioridad sería la ruta a seguir en el manejo del conflicto armado y el referendo, apareció el problema fiscal que alteró las prioridades. Los más importantes asuntos gubernamentales quedaron condenados a desaparecer o, en el mejor de los casos, a ser modificados de manera sustantiva. En la medida que las dificultades aparecían, una tras otra, el gobierno se mostraba cada vez más incapaz de tramitar los desacuerdos y las tensiones provocadas por la necesidad de darle una salida rápida y efectiva a los problemas. Frente a los bloqueos políticos e institucionales que se le levantaban al gobierno desde las ramas del poder público, bien por la interferencia de los congresistas o bien por los controles de constitucionalidad y legalidad que ejercían los jueces, el Presidente reaccionaba emprendiendo la demolición de la frágil institucionalidad dejada por sus predecesores. Su experiencia como disidente lo llevó a despreciar cualquier esfuerzo por fortalecer los partidos políticos; su sentido pragmático, lo llevó a invocar la flexibilización de las normas y la supresión de las cortes; Su capacidad 64 Un informe detallado se encuentra en el Informe Institucional del Consejo Superior de la Judicatura de Noviembre de 2004


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para manejar auditorios, lo convirtió en el único interlocutor de los gobernados; su percepción gerencial del gobierno no sólo lo llevó a fusionar entidades y programas sin considerar las implicaciones que tenía, sino también hizo que se degradara la función ministerial. Los ministros habían dejado de ser los conductores de las políticas públicas sectoriales, para convertirse en simples administradores de las convicciones y los improvisados mandatos presidenciales. Las instancias de toma de decisión, como los consejos de ministros, quedaron cada vez más reducidas a simples instancias de información y coordinación gubernamental. Pese a la popularidad presidencial, los márgenes de maniobra político e institucional aparecen cada vez más reducidos. El Presidente y su equipo parecían sometidos a la tiranía del statu quo. Tanto, que antes de cumplir su primer año y medio de gobierno, debió recurrir a una circular en la que se solicitaba a “todos los integrantes del Gobierno concentrarse a trabajar, a gerenciar, a producir resultados, a laborar con visión macro y dedicación micro o de detalle” (Centro Nacional de Noticias del Estado, 12 de Noviembre 2003). Y tuvo que hacerlo porque cada vez fue más evidente que la incertidumbre generada por el desconocimiento de los temas que debían manejar los ministros o por el manejo presidencial de los cambios ministeriales, había llevado a la parálisis al aparato gubernamental. Las doscientas horas transcurridas entre el cambio de ministro de interior y de justicia, y la renuncia del comandante de las fuerzas armadas y la manera como se manejaban los cambios, dejaban al gobierno en una especie de interinidad. Ministros, mandos militares y altos funcionarios gubernamentales quedaban inmóviles a la espera de la llamada de los asesores del Presidente Uribe para presentar su carta de renuncia. De nuevo quedaban en evidencia los problemas del gobierno para manejar los tiempos con que contaba para tomar decisiones de política o para estructurar y concretar los cambios políticos e institucionales que se requerían.

El segundo quiebre: La tentación de la vía autoritaria Las primeras decisiones del gobierno esbozaron un fuerte contenido autoritario. Tan sólo un par de días después de la elección, el presidente Uribe comenzó a enviar un mensaje claro y directo al país sobre lo que sería su manejo del poder en los cuatro años de mandato.


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En primer lugar, pidió facultades extraordinarias al Congreso de la República para llevar a cabo, en el término de seis meses, el programa de supresión, fusión y transformación de ministerios y otras entidades del Estado. Y luego, en medio de una multiplicidad de advertencias, anunció su intención de revivir la polémica figura del estado de sitio para enfrentar a los grupos al margen de la ley. Mientras anticipaba la designación de trece ministros en lugar de los quince establecidos, expidió el Decreto 1837 del 11 de agosto de 2002, “por el cual se declara el Estado de conmoción interior”. Fue el motivo del primer choque con la Corte Constitucional que declaró exequible el Decreto con excepción del artículo 3º., con el que el Gobierno pretendía eludir el control constitucional de la Corte sobre el contenido de los decretos que expediría en desarrollo de la Conmoción Interior. En la sentencia C802/02, la Corte declaró inexequible el artículo 3° del Decreto 1837 de 2002 en cuanto excluye del control de la Corte el decreto declaratorio del estado de conmoción interior, con violación de los artículos 214.6 y 241.7 de la Carta Política 65. Pero el choque con la Corte no fue el único que desató la declaratoria de conmoción interior. También fue la razón de los primeros enfrentamientos con las organizaciones de derechos humanos, pues con este Decreto iniciaba la redacción de las normas que le permitirían establecer provisionalmente un mayor control sobre el sistema de telefonía celular, como las interceptaciones telefónicas, sin orden judicial. No había duda. La fórmula de rescatar el estado de sitio, sin control y afectando derechos fundamentales, resultaba inútil y peligrosa. Bastaba con repasar la larga experiencia colombiana para apreciar que, antes que resolver los problemas, este mecanismo había terminado por convertirse en el principal argumento de existencia y reproducción de la insurgencia armada, así como en un factor de quiebre institucional. La cada vez mayor concentración de poderes en el presidente, como consecuencia de la adopción recurrente de las “medidas de excepción” y al amparo del estado de sitio, no sólo institucionalizó la progresiva disolución de los poderes legislativo y judicial en el ejecutivo para la tarea de controlar y resolver los conflictos sociales, sino que 65 En la misma sentencia, el Magistrado ponente, Jaime Córdoba Treviño, recoge la propuesta del Procurador general de la Nación, en el sentido que “el Jefe del Ministerio Público solicita a la Corte que reitere su competencia para conocer no sólo de forma sino también de fondo los decretos que declaran un estado de excepción, así como la obligación que tiene el Gobierno para enviar inmediatamente a la Corporación tales decretos y los que con base en ellos se dicten, por cuanto "es un deber que le impone la Constitución y no acto de simple cortesía". Expresa que mientras la Carta Política no indique expresamente que determinado acto no es susceptible de control jurídico, no puede quedar a discreción de quien lo dicta o de quien debe revisarlo, abstenerse de permitir o de ejercer el control que sobre ellos corresponde”.


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también provocó el surgimiento de un espacio de fraccionamiento y confrontación institucional que desbordó el propio Estado. Mientras que la conmoción interior agitaba un ambiente de polémica, la decisión presidencial de fusionar los ministerios, en particular el de Interior y el de Justicia, traía a la memoria los problemas que históricamente habían producido decisiones de ese tipo, afectando la capacidad de gestión gubernamental de las políticas públicas de justicia en Colombia. Fue gracias a una fusión de los ministerios de Gobierno y Justicia que el país no tuvo políticas públicas de justicia por más de medio siglo. En efecto, con la supresión del Ministerio de Justicia y el traslado de sus funciones a la cartera de Gobierno en 1894, se inició un período de estériles debates parlamentarios sobre la necesidad de separar los ministerios, mientras que la acción gubernamental en materia judicial quedaba reducida a una pequeña oficina que apenas sobrevivía como botín burocrático en el Ministerio de Gobierno. Casi treinta años después de la supresión, en 1928, el Congreso reconocería que “no era tan extraordinaria la economía que implicaba la supresión del Ministerio de Justicia, como para que el Congreso, con medida tan inconsulta, acabara con la existencia de un despacho que tenía, bajo su amparo y control, los más sagrados intereses sociales: la libertad, la vida, la propiedad y la honra de los ciudadanos” (Ibáñez, 1995: 58). Sin embargo, el vacío institucional continuó por veinte años más. Sólo hasta 1947 se restableció el Ministerio de Justicia, dando inicio a un período de reinstitucionalización de las políticas de justicia que finalmente naufragó, pues el esfuerzo se emprendió precisamente en la época de oro del estado de sitio. Un siglo después, el país ha seguido pagando los costos de ese error. Ni el gobierno ni la dirigencia empresarial habían logrado tomar conciencia de la importancia que tiene el Ministerio de Justicia para el país. No habían entendido que no sólo era el responsable de ordenar el desarrollo y gestión de la infraestructura judicial en el país, sino también de preparar y coordinar la agenda legislativa requerida para la gestión de los planes, programas y proyectos gubernamentales. Durante décadas, Colombia abandono cualquier posibilidad de buscar conducir la organización judicial a los procesos de cooperación judicial internacional, en un contexto de “mundialización delictiva”; asegurar la conexión de la política carcelaria con las políticas de seguridad y de derechos humanos; reafirmar la naturaleza de la justicia más como servicio público que como poder público; conducir la defensa de los


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intereses de la nación en los procesos judiciales nacionales e internacionales. Ya no se trataba de un problema fiscal, sino de un problema de políticas públicas. O mejor, un problema de conducción gubernamental de la justicia y la lucha contra el crimen y las corruptelas. El gobierno tenía otras alternativas para enfrentar y resolver el problema carcelario o incluso el apoyo a la administración de justicia, pero no para solucionar la ausencia de políticas públicas de justicia. Allí no se podía hacer ningún ahorro. Dura paradoja ésa: fusionar los ministerios de Interior y de Justicia en un país donde no había un sistema interior y si una justicia muy frágil. Pero para el gobierno las limitaciones que enfrentaba la política de seguridad democrática no eran solamente institucionales y financieras, sino que también trascendían al plano constitucional de los derechos y las libertades civiles. En este contexto, el gobierno orientó todos sus esfuerzos para lograr la expedición de una reforma constitucional que eliminara las limitaciones que, según el gobierno, enfrentaba la política de seguridad democrática. Después de un polémico tránsito legislativo, el Congreso de la República aprobó el Acto Legislativo 223, por medio del cual se modificaban los artículos 15, 24, 28 y 250 de la Constitución Política de Colombia, como un instrumento para enfrentar el terrorismo. La norma permitía la interceptación o registro de comunicaciones y las detenciones o registros domiciliarios sin orden judicial y, con la modificación del artículo 250 de la Constitución, se permitía la creación de unidades especiales para investigar los delitos o acusar a los presuntos infractores de la ley, otorgando así funciones de policía judicial a las fuerzas armadas (Diario Oficial. Año CXXXIX. No 45406. 19, Diciembre, 2003. Pág. 1y2). Unas semanas después, mostrando una eficiencia sin precedentes, el Congreso expide por amplia mayoría la Ley Estatutaria que reglamentaba el recién expedido el Acto Legislativo. Sin embargo, el 30 de agosto la Corte Constitucional declaró inexequible el acto legislativo por un vicio en el trámite del proyecto en la plenaria de la Cámara de Representantes. El presidente de la institución, magistrado Jaime Araujo, le dijo a los medios que la decisión fue tomada por vicios de procedimiento en el sexto debate de los ocho que cursó en el Congreso de la República, como quedó consignado en los Expedientes D-5121 Y D-5122, y la sentencia C816/04. Mientras la polémica se agudizaba, el gobierno reportaba como éxito de la política de seguridad ciudadana que 50.470 personas habían sido privadas de la libertad por razones vinculadas al orden público,


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muchas de ellas producidas bajo la modalidad de detenciones masivas que, en la mayoría de los casos, por sus características e irregularidades, terminaban en la obligación de liberar a los detenidos66. La propuesta gubernamental no había podido ser más inoportuna y desproporcionada. Primero, porque la sola alusión a la restricción de las libertades y los derechos fundamentales encendía las alarmas internacionales, con elevados costos para el país. Ése, por lo menos era el mensaje que el embajador de Colombia en los Estados Unidos, Luís Alberto Moreno, había tratado de hacerle llegar al nuevo gobierno. Segundo, porque la propuesta no sólo llevaba implícito el primer paso para el desmantelamiento de la Corte Constitucional, sino porque también dejaba una clara advertencia a todos los que quisieran oponerse al poder absoluto de la presidencia. Y tercero, porque la señal que ofreció sobre el propósito real de la fusión de los ministerios de Justicia e Interior no era otra que la de poner la ley al servicio de los deseos del gobernante. Pero lo grave de la propuesta no era su facilismo y aparato parainstitucional de efectividad en que se fundamentaba, sino la incapacidad gubernamental para medir las consecuencias internas y externas de las medidas que tomaba en éstas materias. No había duda, el gobierno estaba ante la patología que en otras épocas había atacado a las dirigencias, cuando creían que para resolver la crisis sobraban el parlamento y los jueces. Los demócratas han sabido que, la democracia como la definió Francisco Gutiérrez, es el único régimen político en el que todos están descontentos porque todos se controlan entre sí. En la democracia nadie detenta el poder omnímodo. Y ésa siempre ha sido una condición para salir bien de las crisis.

66 Según el Informe de la Corporación Colectivo de Abogados ‘José Alvear Restrepo’ (Septiembre. 2004), las irregularidades comprendían de las 67 capturas masivas, se discriminan de la siguiente manera: capturas realizadas sin orden previa judicial y sin que mediara flagrancia (como ocurrió en San Luis, Antioquia y Cartagena del Chairá, entre otras); órdenes de captura redactadas al momento mismo de detener las personas (como ocurrió en Saravena, Cartagena del Chairá y Quipile, entre otras; ordenes de captura redactadas con posterioridad a las detenciones, como las detenciones ocurridas en Sucre en Octubre del 2002;Capturas realizadas con base en señalamiento de encapuchados (como ocurrió en Sucre y Quipile); órdenes de allanamiento indiscriminadas (como en las comunas de Medellín); Capturas fundadas en testimonios de reinsertados y/o redes de informantes, por dadivas, presiones o amenazas (como ocurrió en Quinchía y Villahermosa); capturas motivadas por testimonios de testigos ‘clonados’ (como en el caso de Cisneros, Ant.), entre los más destacados (p.202).


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El tercer quiebre: La fallida revocatoria del Congreso En los primeros meses del gobierno Uribe, la dinámica de las relaciones entre las ramas del poder público se había caracterizado por una ruidosa confrontación. Mientras que el Congreso se atoraba en pequeñas pugnas y las altas cortes eran sistemáticamente atacadas por altos funcionarios gubernamentales, en particular el responsable del fusionado Ministerio de Interior y de la Justicia, el gobierno comenzaba a marcar un cambio político e institucional de grandes proporciones en el país. Las señales de independencia del presidente en relación con los congresistas y las nuevas formas de interacción establecidas con las comunidades locales y regionales, a través de los consejos comunales de gobierno, parecían señalar el principio del fin del modelo de cohabitación entre el ejecutivo y el legislativo que durante años caracterizó el régimen político colombiano. Era la cohabitación identificada hace más de cincuenta años por la Misión de las Naciones Unidas para la Administración Pública, dirigida por Francios Challoux Dantel (1955), como un tipo de gobierno con “las apariencias jurídicas de tipo presidencial, pero las posibilidades de tipo parlamentario” (Pág. 13). El dictamen no podía ser más preciso. En Colombia el presidente ha sido, al mismo tiempo, Jefe de Estado y de Gobierno. El parlamento no puede destituirlo, pero sus planes y sus políticas dependen de las mayorías parlamentarias. Sin la aprobación de los congresistas no puede gobernar. En efecto, con las primeras señales de “independencia” presidencial parecían marcarse nuevas reglas de juego. Mientras el Congreso se dejaba sitiar en los combates internos por la distribución de oficinas, la conformación de las comisiones o la repartición de la burocracia interna, el gobierno arrancaba anunciando que los nombramientos de los gerentes regionales de las entidades nacionales sería por concurso público; convocaba a los gobiernos y comunidades territoriales a definir y trabajar conjuntamente las prioridades de gobierno; y expedía un decreto de conmoción interior que abarcaba todos los ámbitos posibles de intervención gubernamental para enfrentar la crisis. Se trataba de una redefinición a fondo de las reglas de juego político entre el ejecutivo y el legislativo. En primer lugar, con el nombramiento por concurso público de los gerentes regionales el gobierno anunciaba el paso de un esquema basado en el intercambio de favores entre el gobierno y los congresistas, a otro fundado en las relaciones entre niveles


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gubernamentales. El procedimiento, como estaba concebido (la Universidad Nacional y empresas expertas seleccionaban tres candidatos para que los gobiernos territoriales eligieran uno a su criterio), despojaba del poder “nominador” a los parlamentarios en los territorios, para entregarlo a los gobernadores y alcaldes. Una nueva alianza de intereses entre gobierno nacional y gobiernos territoriales parecía marcar la línea que señalaba la frontera de las alianzas y coaliciones políticas que garantizaran la gobernabilidad del país. En segundo lugar, con la puesta en marcha de los llamados Consejos Comunales de Gobierno, el presidente Uribe comenzaba a dar forma a un nuevo modelo de intermediación política entre el Estado y los ciudadanos. Establecía una relación directa en la que gobernante y gobernados buscaban soluciones a los problemas, sin la intermediación de los congresistas ni de los dirigentes partidistas67. Además, el Presidente buscaba que los altos funcionarios del Estado se pudieran enterar de primera mano de lo que sucedía en cada lugar del país (y que el país los conociera), además de constituirlos en poderosos instrumentos de movilización política en manos del presidente. Mientras la relación directa (es decir, sin mediación parlamentaria) entre los ministros y los funcionarios departamentales y municipales implicaba un eficaz dispositivo para la elaboración del Plan de Desarrollo, el sistema de compromisos directos entre el presidente y los dirigentes regionales y locales (con representación política o sin ella) le otorgaba al gobierno nacional una gran capacidad política de movilización y gestión de sus proyectos en el territorio. La estrategia no 67 Desde su puesta en marcha, el gobierno definió que con los consejos comunales de gobierno se buscaba: Insertar temas y proyectos al Plan Nacional de Desarrollo; Conocer las necesidades más apremiantes de la región; Definir compromisos del Gobierno Nacional, los del ente territorial, definir las acciones, remover obstáculos y obtener resultados. Y metodológicamente, se procedía teniendo en cuenta las peticiones del Gobernador del Departamento, el desarrollo de la región y la actividad que la caracteriza. La Presidencia y la Dirección Nacional de Planeación definían con anterioridad los temas a tratar. Se estableció que siempre habrá temas fijos como: cupos educativos, obras públicas, bibliotecas y escuelas de música, orden público, agro, microempresas, vivienda, Sisbén, etc. El Gobernador o el Alcalde, según sea el caso, debía tener la información sobre el número de cupos educativos faltantes para llegar a la plena cobertura escolar en primaria y secundaria; el número de municipios sin Biblioteca pública; número de municipios sin banda de música y escuela de música; necesidades en vías nacionales; proyectos especiales; los faltantes para llegar al 100% en el cubrimiento del Sisbén; las necesidades en acueducto, alcantarillado y servicios públicos. De cada Consejo Comunal debían quedar tareas expresas. La Consejería Presidencial para las Regiones y Planeación Nacional se encargaban de realizar el acta de compromisos y acciones y a su vez de hacer el debido seguimiento y la rendición de cuentas será tanto del gobierno nacional central, como de los entes territoriales. Al final del Consejo Comunal el Presidente hace una intervención a manera de conclusión.


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podía tener una imagen más clara y atractiva. Al comprometer públicamente, en los Consejos Comunales de Gobierno, los recursos que se podían liberar con las reformas (en particular los destinados a sostener personerías y contralorías), el presidente comenzaba a movilizar directamente el apoyo de los votantes a su propuesta de referendo presentada ante el Congreso de la República el mismo día de su posesión. Y en tercer lugar, el apelar a la declaratoria de la conmoción interior a los tres días de haberse posesionado como presidente de los colombianos, revelaban una intención muy clara del gobierno Uribe: buscar tener a disposición y bajo su control las herramientas jurídicas y legales para enfrentar la crisis sin tener que apelar al Congreso. Era la alternativa cuyo atractivo consistía en ofrecer un margen de maniobra gubernamental que podía ser extensivo hasta por un periodo de un año. La anomalía de la coyuntura política y social permitía que el presidente ejerciera como jefe de Estado y de Gobierno, y que el margen de maniobra de sus políticas fuera total. Mientras tanto, el Congreso seguía sin darse cuenta de que, en los hechos, estaba siendo revocado. Se desgastaba trenzado en las pujas internas, en las denuncias de corrupción, y discutiendo si el referendo propuesto por el gobierno alcanzaba o no para una reforma política. Sin embargo, el propósito de cambiar las reglas de juego político exigía que el gobierno no sólo hubiera calculado los costos que implicaba excluir a los congresistas y dirigentes partidistas de la intermediación con los electores directos, sino que también tuviera absolutamente claras las nuevas reglas de intermediación política que quería imponer. De lo contrario, solo cabía esperar pequeñas reformas que mantenían el statu quo. La decisión gubernamental de cerrar los canales de negociación de puestos y contratos, a cambio del apoyo parlamentario a sus proyectos, agravaría el panorama de tensión e incertidumbre política en el país y amenazaría con volverse en contra del propio gobierno. Eso fue advertido en su momento. Pese a que no se sabía cuál era el modelo de relaciones políticas que el gobierno quería establecer con el Congreso, había la certeza de que más allá de la revocatoria se buscaba una restauración de la política, y que en ese propósito el gobierno se mantendría en la raya. En un Congreso de la República regido por el fraccionamiento y la emancipación de los seguidores del presidente Uribe, y con las demás fuerzas políticas en contra de la propuesta de referendo, el gobierno sometió sus principales proyectos de reforma (a la rama ejecutiva, al


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régimen laboral y al de pensiones) sin la conducción política que necesitaba. Los proyectos de reforma no sólo tuvieron un manejo confuso a la remisión de los mensajes de urgencia al Congreso, sino que la débil factura de los proyectos (especialmente del referendo) habían dado la impresión de que el gobierno no lograba dar forma acabada a sus propuestas de cambio institucional. Sin un proyecto claro en el horizonte y un equipo que apenas se estaba conociendo, era apenas normal que la magnitud de la tarea legislativa impuesta por los propósitos reformadores desbordaran la propia capacidad del gobierno para estructurar las reformas planteadas en todos los frentes. Entre tanto, los congresistas acosados por el fantasma de la revocatoria, al no lograr acomodarse a las reglas de juego político e institucional que trató de proponer el presidente Uribe, fueron forzando una negociación que poco a poco tendió un cerco a la base del proyecto gubernamental de reforma política: el referendo. En efecto, la falta de una idea clara sobre lo que se buscaba con el proyecto de reforma política, la urgencia por resolver la crisis fiscal que dejaba el gobierno anterior y la demostración de la inestabilidad a la que podían someter las iniciativas gubernamentales en el Congreso (como en la elección del Contralor), forzaron un acuerdo entre el gobierno y los ponentes del proyecto de referendo, en Senado y Cámara, sobre los asuntos que más preocupaban a los parlamentarios: la eliminación de una de las cámaras y la convocatoria a elecciones anticipadas al Congreso. Esos asuntos se habían convertido en verdaderos “obstáculos” a la disposición parlamentaria de aprobar lo que se les propusiera. Al fin y al cabo ya habían sido “revocados” de la participación en la burocracia y los contratos. Mientras unos pocos parlamentarios buscaban elevar la calidad de los debates, los demás continuaban reproduciendo los comportamientos que llevaron al desprestigio de los partidos y del propio Congreso de la República. Antes que por una diferenciación ideológica o programática, la mayoría de los parlamentarios luchaba por mantener el sistema de repartijas y favores que durante años le había permitido reproducirse sin tener que rendir cuentas o propiciar la irrupción de nuevos liderazgos, votando según la oferta que en su momento se les hiciera. Como decía Max Weber (2000), “[…] las instituciones despojadas de responsabilidad y poder reales tienden a actuar de modo que parecen confirmar las razones aducidas para ese despojo” (p. 38)


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Frente a la magnitud de la crisis económica y fiscal, las preocupaciones públicas comenzaban a girar en torno al interrogante sobre el verdadero margen de maniobra que tenía el gobierno para sacar adelante una reforma política de verdadero fondo. O por el contrario, muchos se preguntaban si, frente a la magnitud de los problemas por resolver, el gobierno optaría por una estrategia de acercamiento y negociación con los parlamentarios. La cada vez más evidente fragilidad gubernamental parecía imponer el fatal destino de seguir soportando a politiqueros y clientelistas que, como si no pasara nada continuaban disputándose, centímetro a centímetro, los cargos públicos y los contratos que les quedaban a la mano. Los desacertados manejos y la confrontación llevaron al gobierno a bloquear la relación con el Congreso y, por esta vía afectar la viabilidad de la agenda legislativa. Lo que parecía una estrategia clara de redefinición de las reglas de juego político e institucional, había terminado como una evidente confirmación de la vigencia que mantenían las reglas del juego tradicional. El cuarto quiebre: La difícil apuesta del referendo (o la degradación del poder constituyente) Como ya se señaló, el principal compromiso electoral adquirido por el presidente Uribe era la presentación de un proyecto de referendo para atacar lo que él consideraba como los principales males de la práctica política del país: la politiquería y la corrupción. En cumplimiento de su compromiso, Uribe radico un proyecto de reforma que proponía la disolución y reducción del Congreso bicameral. Buscaba reducir de 268 congresistas (repartidos en 102 senadores y 166 representantes a la cámara) a sólo 160 miembros de una sola Cámara, con el propósito de combatir la corrupción política y ahorrar gastos estatales. También, como ya se señaló atrás, el proyecto de referendo contemplaba duras sanciones para los congresistas y funcionarios públicos que hubieran sido declarados culpables de actos de corrupción; la eliminación de las contralorías departamentales y municipales, con el propósito de “liberar” recursos que serían destinados a salud y educación; la supresión del servicio militar obligatorio, al que sugería reemplazar por un servicio social obligatorio. Y finalmente proponía que “con el fin de facilitar la reincorporación a la vida civil de los grupos armados ilegales que se encuentren vinculados a un proceso de paz, el gobierno podrá


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establecer, por una sola vez, circunscripciones especiales de paz o nombrar directamente un número plural de congresistas en representación de esos grupos” 68. Sin embargo, un mes después de radicado el proyecto en la Secretaría del Senado, en septiembre de 2002, con la ponencia presentada por la bancada de liberales y conservadores el proyecto iniciaría un largo y traumático proceso de ajustes e inclusiones que terminaría por desvirtuar el propósito de reforma inicialmente promovido por el presidente. En medio de agitados debates, los parlamentarios fueron introduciendo nuevos elementos en lo que sería el texto definitivo para poner a consideración de los electores 68 Según la agencia oficial de información del Estado, la ponencia entregaba un proyecto con el siguiente contenido: el primer punto de consulta era la pérdida de derechos políticos. Quienes fueran condenados por la comisión de delitos contra el patrimonio público no podrían ser elegidos ni designados servidores públicos. Tampoco podrían celebrar contratos con el Estado. El segundo buscaba responsabilizar al elegido por voto popular en cualquier corporación pública, frente a la sociedad y a sus electores, por el cumplimiento de las obligaciones propias de su investidura, con voto nominal y público. El tercero eliminaba las suplencias en las corporaciones públicas de elección popular. Los elegidos sólo podrían ser suplidos en caso de muerte, incapacidad absoluta para el ejercicio del cargo o renuncia justificada. El cuarto, buscaba asegurar la adecuada intervención del Congreso, de las asambleas y de los concejos municipales en la inversión pública global y regional, y en los ingresos del Estado. El quinto buscaba rescatar la majestad del Congreso, impedir su dedicación a preocupaciones subalternas y evitar toda forma interna de clientelismo político, suprimiendo su injerencia en la parte administrativa de las cámaras. El sexto se refería a la reducción del número de congresistas. El séptimo planteaba el endurecimiento de las causales de pérdida de la investidura de los congresistas, diputados y concejales que no cumplieran con las funciones para las cuales fueron elegidos. El octavo punto del proyecto limitaba el máximo de las pensiones de los ex funcionarios públicos en veinte salarios mínimos mensuales, al tiempo que congelaba hasta diciembre de 2006 el valor de los salarios de los altos dignatarios del Estado. En los puntos noveno y décimo se interrogaba sobre la supresión de las contralorías departamentales y municipales, y las personerías municipales y distritales, dejando las funciones que actualmente tienen dichas instituciones para que fueran ejecutadas, en su orden, por la Contraloría General de la República y por la Procuraduría General de la Nación y la Defensoría del Pueblo. En el punto once se prohibían totalmente los auxilios con recursos de la nación, los departamentos o los municipios, sus entidades descentralizadas o las empresas industriales y comerciales, o las sociedades de economía mixta, para apoyar campañas políticas. Quien resultara beneficiado con dádivas perdería su investidura, mientras que se aplicaría la “muerte política” al servidor público que las promoviera, tolerara o ejecutara. Los puntos doce y trece asignaban para la ampliación de la cobertura y el mejoramiento de la calidad, en educación preescolar, básica y media, o el saneamiento básico, todos los recursos que se ahorrarán por concepto de la reducción de cargos y salarios previstos en el referendo. El punto catorce promovía la congelación de los gastos del Estado durante los próximos dos años, exceptuando los referentes al sistema general de participaciones de los departamentos, distritos y municipios, los gastos destinados a la expansión de la seguridad democrática diferentes de los correspondientes a salarios, el pago de nuevas pensiones y las nuevas cotizaciones a la seguridad social o las compensaciones a que haya lugar. El punto quince para mejorar y racionalizar el sistema de partidos políticos. El punto diez y seis establecía la prohibición de la dosis mínima para el consumo de estupefacientes. En el diez y siete se proponía la unificación de las elecciones y los periodos de ejercicio gubernamental de presidente, gobernadores y alcaldes. El texto proponía como punto final una pregunta para que el electorado aprobara o no, integralmente, el texto de la reforma propuesto.


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colombianos. Lo que había comenzado como un proyecto de reforma contra la politiquería y la corrupción se había ido convirtiendo –de manera silenciosa pero efectiva-, en un proyecto que institucionalizaba la primera (la politiquería) y moderaba los instrumentos para combatir la segunda (la corrupción). En la versión reformada en el Congreso de la República, el proyecto de referendo le entregaba el poder a los parlamentarios, atenuaba los requisitos para la pérdida de investidura y robustecía la intermediación política de los barones electorales entre el gobierno nacional y las inversiones territoriales. Por una parte, porque el gobierno terminó sacrificando los puntos esenciales de su proyecto inicial (como la reducción del tamaño del Congreso y la anticipación de las elecciones parlamentarias) a cambio de incorporar asuntos que, como la congelación del gasto público, permitían abordar algunos problemas estructurales de la economía colombiana. Y por otra, porque la desordenada inclusión de nuevos temas y contenidos al proyecto de reforma, incluso aquéllos de iniciativa gubernamental (como la prohibición del consumo de la dosis mínima de narcóticos o la ampliación de períodos para alcaldes y gobernadores), acabó abriendo las compuertas a las más insólitas propuestas y los más hábiles regateos de senadores y representantes. El resultado fue el deterioro de la calidad de los debates parlamentarios y acelerando el desinterés ciudadano por el contenido del referendo. Pese a las alertas que desde el primer momento fueron encendidas sobre los riesgos institucionales y políticos de lo que iba quedando del proyecto inicial, y de los ajustes que se le hicieron a medida que avanzaba su trámite en el Congreso, el gobierno se obstinó con la idea de sacar adelante el referendo. Una y otra vez se le insistió sobre la necesidad de dimensionar muy bien los temas y contenidos del texto que se estaba discutiendo. Mucho más si se consideraba que la difícil situación de las finanzas públicas imponía un gran esfuerzo para lograr la aprobación de las reformas tributaria, laboral y pensional en el Congreso. Tampoco sirvió de nada invocar la experiencia del gobierno Pastrana, que demostraba cómo la precipitud impuesta por la obligación de cumplir un compromiso electoral terminaba amarrando el gobierno a un esquema de negociación al menudeo con cada uno de los congresistas. La historia pareció condenada a repetirse. Los acontecimientos, uno a uno, pusieron contra la pared al Presidente Uribe en el trámite del proyecto de referendo, como en su momento lo hicieron con el Presidente Pastrana. No era otra cosa que la evidencia


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de cuan sitiado estaba el régimen presidencial en Colombia. No había transcurrido mucho tiempo desde el fracaso de Andrés Pastrana al proponer un referendo, cuando el presidente Álvaro Uribe, fue obligado a ver su propuesta sometida a una suerte similar. Antes que lograr la depuración política, su proyecto de referendo había precipitado una cadena de intermediaciones y ajustes al proyecto inicial, que finalmente terminaría por atornillar —todavía más— el poder a una dirigencia política tradicional cada vez más descompuesta. En efecto, cuando se estudiaba el texto final del referendo aprobado por el Congreso de la República, se encontraban los siguientes problemas:  El referendo sometido a votación de los ciudadanos, concentraba el poder en el Congreso. Después del encandilamiento que producían las tres primeras preguntas (la pérdida de derechos políticos para los corruptos, el voto nominal de los congresistas y la eliminación de suplencias), en la número cuatro el texto entraba de lleno en la materia sustantiva para los congresistas69. El verdadero referendo comenzaba con el condicionamiento de que los gastos de inversión deberían ser “el resultado de audiencias públicas consultivas y del análisis hecho por las comisiones constitucionales y las bancadas de cada departamento y Bogotá” (Atr. 4º). Con ese condicionamiento, la iniciativa del gasto 69

El texto de la pregunta cuatro que finalmente fue sometido a consideración de los votantes, era el siguiente: “4. FACULTADES DE LAS CORPORACIONES PÚBLICAS DE ELECCIÓN POPULAR EN LA DIRECCIÓN Y CONTROL DE LA HACIENDA PÚBLICA. “PREGUNTA: PARA HACER EFECTIVA LA PARTICIPACIÓN DE LA COMUNIDAD, DEL CONGRESO, LAS ASAMBLEAS Y LOS CONCEJOS, EN LA FORMULACIÓN Y CONTROL DE LOS PRESUPUESTOS DE INGRESOS Y GASTOS DEL ESTADO, ¿APRUEBA USTED EL SIGUIENTE ARTÍCULO? Adiciónase al artículo 346 de la Constitución Política un inciso y un parágrafo del siguiente tenor: Los gastos de inversión, incluidos en el proyecto de presupuesto presentado al Congreso por el Gobierno, recogerán el resultado de audiencias públicas consultivas, convocadas por los gobiernos Nacional, departamentales y del Distrito Capital, y del análisis hecho en el Congreso por las comisiones constitucionales y las bancadas de cada departamento y Bogotá. El presupuesto no incluirá partidas globales, excepto las necesarias para atender emergencias y desastres. El Congreso de la República participará activamente en la dirección y control de los ingresos y los gastos públicos, lo cual comprenderá, tanto el análisis y la decisión sobre la inversión nacional, como sobre la regional. La ley Orgánica del Presupuesto reglamentará la materia, así como la realización de las audiencias públicas especiales de control político, en las cuales los congresistas formularán los reclamos y aspiraciones de la comunidad. Lo relativo a las audiencias, dispuesto en este artículo, se aplicará a la elaboración, aprobación y ejecución del presupuesto, en todas las entidades territoriales. PÁRAGRAFO. Con excepción de los mecanismos establecidos en el título XII de la Constitución Política, en ningún caso y en ningún tiempo, los miembros de las corporaciones públicas podrán, directamente o por intermedio de terceros, convenir con organismos o funcionarios del Estado la apropiación de partidas presupuestales, o las decisiones de destinación de la inversión de dineros públicos. Lo dispuesto en este parágrafo se aplicará a la elaboración y aprobación de presupuesto en todas las entidades territoriales.”


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pasaba del ejecutivo al legislativo. Y en la medida que se establecía que el presupuesto no incluiría “partidas globales”, la iniciativa no quedaba restringida a la definición de los grandes rubros de inversión gubernamental, sino –más allá-, se extendía a la definición de los proyectos puntuales en los que debía invertir el gobierno. Los congresistas adquirirían el poder real de asignar los recursos en su territorio y a sus clientelas. La discusión ya no sería sobre cuántos recursos se irían para educación, sino sobre cuántas escuelas se construirían en uno u otro municipio o en una u otra región.  El Congreso dejaba de ser la instancia de control político sobre el gobierno, para convertirlo en órgano de coadministración. Según el contenido del texto final aprobado, la tarea del Congreso ya no era velar por que el presupuesto reflejara los compromisos de gobierno, sino convertirse en una arena de negociación política sobre el destino final de los recursos públicos. Con la propuesta todo quedaba en manos de los congresistas: aprobar un puente allí, una carretera allá. En adelante, nada los desconectaría de sus clientelas. Además, el referendo despojaba al Presidente de su función reglamentaria establecida en la Constitución, al conferirle a los congresistas la facultad para reglamentar su participación “en la dirección y control de los ingresos y los gastos públicos”.  No atacaba la corrupción al mantener la perversa cohabitación entre política y economía. El referendo aprobado por el Congreso prohibía las donaciones o apropiaciones de auxilios con recursos de origen público (ya estaban prohibidas artículo 136 de la CP), pero no los auxilios privados que financiaban las campañas políticas o apoyaban causas electorales específicas, comprometiendo la independencia de los electos. Tampoco cerraba la puerta giratoria que permitía el paso de funcionarios públicos al sector privado y viceversa. Los altos funcionarios seguirían pasando a las plantillas de los grupos económicos, de allí a las campañas electorales y luego de regreso al gobierno y del gobierno a los grupos económicos en una travesía de nunca acabar.  Fortalecía la intermediación política de los barones electorales. Con la eliminación de las contralorías y personerías en los territorios, y el traslado de sus funciones a la Contraloría General y a la Procuraduría (preguntas 9 y 10)70, el referendo le quitaba el poder nominador de los 70

El texto de las preguntas 9 y 10 que finalmente fue sometido a consideración de los votantes fue el siguiente: “9. SUPRESIÓN DE CONTRALORÍAS DEPARTAMENTALES, DISTRITALES Y MUNICIPALES. PREGUNTA: PARA SUPRIMIR LAS CONTRALORÍAS


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organismos de control a concejales y diputados en los municipios y departamentos, para entregárselo a los representantes y senadores, que elegían al Contralor General de la República y al Procurador General de la Nación en el nivel nacional. En las nuevas condiciones, el referendo no sólo facilitaba el camino para senadores y representantes pudieran comprometer a quien iban a elegir como Contralor o Procurador, sino que también ahora podrían controlar directamente a los gobiernos departamentales, distritales y municipales, al tener la facultad de decidir quienes ejercerían el control fiscal y administrativo en los territorios. De esa manera, podían amarrar políticos regionales y locales que antes no controlaban completamente. No quedaban dudas. Además de la existencia de algunos asuntos que fortalecían el poder intermediario de senadores y representantes, como el que dificultaba la pérdida de investidura, fue evidente que el texto de referendo que se propuso a los colombianos para su

MUNICIPALES, DISTRITALES Y DEPARTAMENTALES, Y ASIGNAR SUS FUNCIONES A LA CONTRALORÍA GENERAL DE LA REPUBLICA, ¿APRUEBA USTED EL SIGUIENTE ARTÍCULO? El artículo 272 de la Constitución Política quedará así: “ARTÍCULO 272. El control de la gestión fiscal de las entidades del orden territorial será ejercido, con austeridad y eficiencia, por la Contraloría General de la República, para lo cual podrá apoyarse en el auxilio técnico de fundaciones, corporaciones, universidades, instituciones de economía solidaria, o empresas privadas escogidas en audiencia pública, celebrada previo concurso de méritos. Las decisiones administrativas serán de competencia privativa de la Contraloría. Las contralorías departamentales, distritales y municipales, hoy existentes, quedarán suprimidas cuando el Contralor General de la República determine que está en condiciones de asumir totalmente sus funciones, lo cual deberá suceder a más tardar el 31 de diciembre de 2003. En el proceso de transición se respetará el periodo de los contralores actuales. Los funcionarios de la Contraloría General de la República, que se designen para desempeñar estos cargos, serán escogidos mediante concurso de méritos y deberán ser oriundos del departamento respectivo”. “10. SUPRESIÓN DE PERSONERÍAS. PREGUNTA: PARA ASIGNAR LAS FUNCIONES DE LAS PERSONERÍAS A LA PROCURADURÍA GENERAL DE LA NACIÓN Y A LA DEFENSORÍA DEL PUEBLO, ¿APRUEBA USTED EL SIGUIENTE ARTÍCULO? Adiciónase el artículo 280 de la Constitución Política con los siguientes incisos: La Procuraduría General de la Nación y la Defensoría del Pueblo, dentro de su respectiva competencia, ejercerán todas las facultades que en la Constitución y la ley se atribuyen a las personerías municipales o distritales. La Procuraduría y la Defensoría cumplirán estas funciones con austeridad y eficiencia, pudiendo apoyarse en el auxilio técnico de fundaciones, corporaciones, universidades, instituciones de economía solidaria o empresas privadas, escogidas en audiencia pública, celebrada previo concurso de méritos. Las decisiones administrativas serán de competencia privativa de la Procuraduría o de la Defensoría. El Procurador General de la Nación y el Defensor del Pueblo reorganizarán sus entidades para asumir las funciones previstas en este artículo. En aquellos municipios donde no lo puedan hacer, se mantendrá la personería respectiva. A más tardar en el mes de febrero de 2004 quedarán suprimidas todas las personerías de los municipios y distritos de más de cien mil habitantes. Los funcionarios de la Procuraduría o de la Defensoría, que se designen para desempeñar estos cargos, serán escogidos mediante concurso de méritos y deberán ser oriundos del departamento respectivo”.


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aprobación, antes que propiciar un cambio en las reglas de juego político e institucional del país, se había convertido en un potente dispositivo de los políticos para presionar y someter el poder presidencial. Cada cambio sugerido, cada iniciativa presentada, le impuso al gobierno una dinámica de negociación política tan fuerte y extenuante, que la existencia de un apoyo siempre precario apenas le podía asegurar el mantenimiento del orden político en una especie de empate agónico. Todo porque la descomposición de los partidos políticos o la pérdida de horizonte de los sindicatos o de las organizaciones empresariales y sociales, habían configurado una sociedad política fragmentada por una multiplicidad de intereses. Cada uno con la fuerza suficiente para mantenerse y bloquear toda política que le fuera contraria, pero con la debilidad manifiesta de no tener un proyecto de Estado o de sociedad para proponer, ni la capacidad para imponerlo sobre los demás. Pero así como el gobierno de Pastrana tuvo que asistir al entierro de su proyecto de referendo para revocar al Congreso, el gobierno de Uribe también tuvo que hacerlo por cuenta de la resistencia de los votantes a la propuesta presidencial. La intención de renovar el Congreso y reducirlo a una sola cámara, apenas quedaba como un lejano testimonio de cuan dura había sido la derrota que le había propinado a Uribe la clase política. Los altos niveles de popularidad no le habían servido al presidente para ganar el primer pulso de fondo a la clase que tanto repudiaba. Fue el fin de una presidencia ajena a las presiones y la intermediación clientelista de los congresistas y el comienzo de un matrimonio de conveniencia entre el poder ejecutivo y el legislativo, que levantaba un gran muro de contención a cualquier intento de transformar las costumbres políticas en el país. Movidos unas veces por las más nobles causas y otras por intereses espurios, gobierno y congreso habían recurrido a los más variados instrumentos para lograr sus propósitos, sin importar si se apegaban o no al rigor de la legalidad institucional. Eso fue lo que –por ejemploocurrió con el proyecto de ley sobre estímulos electorales que buscaba aclarar la Ley 403 de 1997. Aprovechando que había iniciado su trámite en octubre del 2001, el gobierno no tardó en tratar de obtener un conjunto de estímulos que ayudara a aumentar la votación para el referendo. El optimismo del gobierno frente al proyecto parecía justificado. El proyecto de ley establecía tal cantidad de beneficios que al colombiano medio le resultaría imposible rechazar: quienes demostraran que habían ejercido su derecho al voto, obtendrían entre


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otras cosas: rebajas del 25 al 30% en los intereses de mora por impuesto predial, descuentos del 10% del valor a pagar por las infracciones de tránsito, una reducción similar en los gastos de expedición de pasaportes, libreta militar, pasado judicial y cédula de ciudadanía o la reducción de la pena en dos meses para los presos (no condenados) que ejercían el derecho a sufragar (El Tiempo, Mayo 14 de 2003, 1-6). El problema no estaba solamente en la condición de desigualdad en que la norma podía dejar a quienes promovieran la abstención en el referendo y en el desajuste que la norma podía tener sobre la estabilidad de las reglas del juego político en el país. El verdadero problema estaba en el modelo de sociedad que parecía estar inspirando el “espíritu del legislador” que, por lo que se deducía del proyecto de ley, amenazaba con llevar a una mayor degradación de la calidad de la democracia en Colombia. Para comenzar, el proyecto no sólo establecía una serie de estímulos a quienes infringían la ley o por lo menos quebrantaban la convivencia ciudadana, sino que también reducía la virtud democrática al ejercicio del voto. Según el proyecto, el hecho de votar se constituía en una actitud tan trascendente que justificaba que a los infractores se les perdonara una parte del castigo que merecían por no pagar los impuestos a tiempo, por violar las normas de tránsito o por delinquir. Era la degradación de los valores democráticos. Se promovía una cultura democrática en donde lo importante era votar y no hacer valer el imperio de la ley. Frente al descrédito de los partidos políticos, imponerle al Estado la tarea de “premiar” a los ciudadanos fueran a las urnas podía terminar de desgarrar los tejidos que soportaban la organización política e institucional del país. El riesgo radicaba en que los ciudadanos dejaban de valorar la importancia política e institucional de ejercer el derecho a elegir a sus gobernantes, para encontrar en el acto de votar a la posibilidad de obtener algunos pequeños beneficios que antes les proporcionaban los politiqueros a cambio de su voto. Sin esa conciencia eran inútiles los partidos políticos. Sólo se requerían pequeñas organizaciones que se movilizaran en torno a pequeños intereses bien definidos. Se había entrado en una era en la que lo único que contaba era la existencia de procedimientos democráticos (elecciones) y no la existencia estable y sólida que asegurara las reglas del debido proceso político y un poder judicial independiente. De un tajo se quería olvidar que, como diría Lipset (1992), “el funcionamiento de una democracia implica ciertas condiciones sociales mínimas. Y eso implica el respeto por los derechos y el imperio de la ley” (Pág.131).


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En ese complejo y activo escenario, se realizó la votación por el referendo. Con dos elementos adicionales que terminaron influyendo en el resultado. Primero, la convocatoria de la votación por el referendo para el día anterior a las elecciones de alcaldes y gobernadores. Convencido de que la creciente popularidad presidencial sería aprovechada políticamente por los candidatos a los gobiernos locales y departamentales, el Presidente Uribe optó por esa fecha, aún contrariando los preceptos establecidos por la Carta Constitucional colombiana, que taxativamente prohibía convocar a unas elecciones en fechas que pudieran alterar o interferir con otras elecciones que se llevaran a cabo. Era evidente que la votación por el referendo impactaría sobre las elecciones de autoridades locales y regionales en el país. Una aprobación masiva del referendo provocaría una victoria de los candidatos amigos del gobierno, en tanto que una derrota estimularía una mayor votación por los candidatos opositores. El segundo agravante lo constituyó el fallo de constitucionalidad que emitió la Corte Constitucional sobre la ley que convocaba al referendo. A través de la Sentencia 551/03, con ponencia del magistrado Eduardo Montealegre, la Corte declaró inexequibles: i) El parágrafo del artículo 6 que facultaba al gobierno para que, por una vez, pudiera establecer circunscripciones especiales de paz para las elecciones a corporaciones públicas que se realizaran antes del 7 de agosto de o nombrar un numero plural de congresistas, diputados y concejales de procesos de paz y desmovilizados. La corte argumentaba que tal facultad era “claramente independiente del nuevo sistema electoral y la nueva estructura del Congreso” (Pág. 155); ii) La pregunta número 10 que sometía a consideración la supresión de las personerías distritales y municipales, pues la Corte consideraba que la comisión de conciliación había desbordado su competencia al incluir en el texto final, un articulo que no había sido aprobado en una de las cámaras y que, por tanto, no podía ser incluido; iii) La pregunta 16 que penalizaba la siembra, producción, distribución, porte o venta de narcóticos, por considerar que quebraba la unidad de materia con los demás temas abordados en la ley que convocaba al referendo; iv) La pregunta 17, que buscaba prorrogar el período de los mandatarios locales y departamentales, son el argumento de que por referendo no era posible ni revocar períodos de personas que hubieran sido elegidas popularmente ni ampliar sus períodos de los mismos y los encabezados introductorios de las preguntas formuladas en el texto por considerar que inducían una respuesta determinada de los votantes. Pero sobre


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todo la Corte negó la pregunta 19 en la que proponía que el referendo se votara en bloque y no pregunta por pregunta. La Corte había considerado que esta pregunta podía vulnerar la libertad del elector y convertía al referendo en una institución plebiscitaria. Sobre el voto en blanco aclaró que era otra de las normas que se declaran inconstitucionales, y cada pregunta debía tener incorporado el sí y el no en sus respuestas para ser una de ellas marcada por el votante. Pero sin duda, uno de las conclusiones más importantes de la Corte estaba en sentenciar que cada pregunta necesitaba pasar el umbral mínimo de 6, 2 millones de votos, para ser aprobada (Sentencia C 551 del 9 de julio de 2003). Transcurridas las votaciones, los resultados no pudieron ser peores para el gobierno. El sábado 25 de octubre de 2003, seis millones de colombianos se acercaron a las urnas para depositar su voto por el referendo. De las quince preguntas, sólo una obtuvo el umbral de 6.200.000 votos necesarios para su aprobación. Las demás estuvieron en niveles muy cercanos a la votación requerida pero no pasaron. Los resultados fueron interpretados como una estruendosa derrota para el gobierno nacional, agravada al día siguiente por la victoria de los opositores al gobierno en las alcaldías de las principales ciudades (Bogotá, Calí, Medellín y Barranquilla) y en las gobernaciones de los principales departamentos del país (Cundinamarca, Antioquia y Valle). El propósito de pasar a la historia por haber sido el refundador de la República, había llevado al Presidente Uribe a no sólo a forzar de tal manera al aparato gubernamental en busca del apoyo ciudadano, sino que también había contribuido a la degradación del poder constituyente. Invocar el referendo como un instrumento para hacer valer el poder presidencial o para resolver problemas que podían haber sido resueltos por legislación ordinaria, no podía implicar otra cosa que un manejo excesivamente ligero y recurrente de los instrumentos de carácter excepcional y extraordinario concebidos para hacer valer poder soberano de los ciudadanos para instaurar un nuevo orden jurídico e institucional del Estado. No quedaba duda. Con el manejo que el gobierno le dio al referendo, el poder constituyente se había degradado. No sólo había quedado reducido a un instrumento cotidiano del gobierno, sino que además se había intentado incorporarlo al sistema jerarquizado de normas y competencias, sin reconocer que como poder constituyente debía permanecer ajeno al derecho. Mientras que la reducción a instrumento gubernamental lo convertía en un recurso propio de los


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gobiernos absolutistas, el propósito de incorporación al sistema normativo negaba su naturaleza misma como fuerza fundadora del orden político e institucional (Negri, 1994, Págs. 29 y 30). La conclusión era devastadora: la degradación del poder constituyente reflejaba la erosión del poder presidencial en Colombia. Era la comprobación de la realidad de un régimen en que la utilización institucionalizada de mecanismos como el estado de sitio y la emergencia económica había terminado por moldear un régimen presidencial que se debate entre la cotidianidad de los instrumentos excepcionales y la excepcionalidad de los instrumentos cotidianos. El quinto quiebre: La reelección inmediata (o la pérdida del indicador de actitud) Apenas seis meses después de la derrota del referendo, el presidente se enfrascaba en la nueva empresa electoral. Sin importar la carta de navegación que traía, ni la necesidad de tramitar reformas cruciales para asegurar la sostenibilidad fiscal y política del gobierno, Uribe decidió cambiar las prioridades para meterse de lleno en la búsqueda de su reelección inmediata. “No me voy a quedar mirando hasta el 7 de agosto del 2006, sino que voy a ver qué sigue de ahí en adelante. Y voy a jugarme ¡hasta el último gramo de energía!”, dijo en una agitada entrevista para la cadena radial RCN (Abril 30 de 2004) como para que no quedaran dudas sobre la nueva prioridad. El presidente parecía haber perdido el indicador de actitud71. Desde que el gobierno planteó su intención de buscar la reelección presidencial inmediata, era evidente que se trataba de una reforma constitucional que alteraría de manera sustantiva las reglas de juego político e institucional que rigen el acceso al poder presidencial. Por una parte, el tránsito de una situación que prohibía la reelección presidencial a otra que autorizaba la reelección inmediata, implicaba un cambio sustantivo en las prácticas gubernamentales y en las reglas de juego electoral. Para comenzar, la búsqueda de la reelección exigía levantar la prohibición que constitucionalmente impedía a los funcionarios públicos participar en política y que había consolidado El indicador de actitud (también llamado “horizonte”) es quizá el más importante instrumento de un avión. En condiciones de visibilidad reducida o nula, le proporciona al piloto una referencia real e inmediata de la posición de la nave: si está inclinada lateralmente, con el morro arriba o abajo, o ambas cosas, con respecto al horizonte. Sin este instrumento se puede perder el control del avión e incluso llegar a volar invertido sin que los tripulantes se percaten de ello. 71


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una tradición de distanciamiento progresivo de los gobernantes con los gobernados. Ante la evidencia de la no reelección inmediata, los congresistas copaban los espacios vacíos dejados por el gobernante de turno, asumiendo el papel principal de intermediario político de la intervención gubernamental con las demandas de los gobernados. Esa misma intermediación llevaba a que los congresistas se constituyeran en los únicos referentes del control político sobre los gobiernos y la rendición de cuentas de éstos a la ciudadanía. En la perspectiva de la reelección, los gobernantes quedaban obligados a retomar la relación directa con los gobernados y a considerar a los votantes como los principales responsables del control político y como destinatarios de la rendición de cuentas72. La propuesta de reforma se formalizó mediante la presentación al Congreso, por parte de un grupo de senadores uribistas, de un proyecto de acto legislativo por el cual se proponían reformas, por una parte, al artículo 127 de la Constitución Política, que regulaba la participación de los funcionarios públicos en política y, por otra, a los artículos 197 y 204, que prohibían la reelección inmediata del Presidente y Vicepresidente de la República, respectivamente. Pese a que en un primer momento negó haber tenido injerencia directa en la redacción y presentación del proyecto de reforma presentado al Congreso, varios días después el presidente decidió aceptar, a través del Ministro del Interior y de Justicia, que buscaría su reelección inmediata. Por otra parte, la redacción del proyecto de acto legislativo no solo implicaba un cambio en las reglas de juego político e institucional que rige el acceso al poder presidencial. También estaba el hecho de que la reforma tenía como beneficiario único y directo al presidente Uribe. El proyecto no establecía ninguna limitación para quien estaba ejerciendo la presidencia al momento del trámite del proyecto en el Congreso. Como diría el ex ministro Jaime Castro (2004), “Uribe era el único colombiano que podía aspirar a la reelección inmediata. Cualquier otro

72 / En esa perspectiva, los comportamientos que cada vez más asumía el Presidente Uribe tanto en los Consejos Comunales de Gobierno, como en sus frecuentes visitas a los municipios y departamentos, así lo confirmaban. Anuncios tales como “El presidente Álvaro Uribe autorizó ayer en esta ciudad un descuento del 10% en el pago del recibo de energía para aproximadamente 5.000 establecimientos comerciales de Cúcuta” (El Tiempo, 16 de mayo 2004, 1-5), se hicieron cada vez más frecuentes en todos los diarios del país. Sin que se hubiera levantado la prohibición, la participación del presidente y los altos funcionarios de su gobierno en la política (o con fines políticos) era un hecho inobjetable (Castro, 2004, Págs. 120 a 126).


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colombiano que quisiera, sólo podría hacerlo hasta la reelección del 2014” (p. 23). El carácter personal de la reforma y la misma actitud presidencial frente al proyecto, exigía el otro gran paquete de cambios en las reglas de juego político e institucional, que se debía emprender con la aprobación de reelección inmediata: la definición clara y precisa de los parámetros que regían la competencia electoral y el ejercicio de la oposición en el país. Sin duda, se trataba de un asunto sustantivo. Por una parte, la continuidad democrática exigía un sistema de garantías tal que les asegurara a los demás aspirantes a la presidencia de la república los mismos derechos y beneficios que pudiera tener el presidente en ejercicio para competir por la primera magistratura de la nación. Y por otro, la institucionalidad política del país debía adelantar los cambios necesarios para asegurar el ejercicio de los derechos y las libertades a todos aquellos movimientos y partidos políticos en oposición al gobierno. Mientras que en el proyecto de reforma facultaba al Congreso para expedir una Ley Estatutaria que reglamentara los términos y condiciones bajo los cuales los funcionarios gubernamentales podían participar en política y podían utilizar en su favor los bienes y recursos del Estado en la campaña electoral73, las reformas que debían regular el ejercicio de la oposición o las que debían restablecer la independencia de poderes públicos, se disolvieron en la bruma de los pequeños debates sobre las condiciones y plazos de la reelección inmediata. En particular el proyecto de reforma que expedía el Estatuto de la Oposición fue hundido en el Senado de la

73 El Artículo 4º del Acto Legislativo 02 de 2004, establece que “Adicionase al artículo 152 de la Constitución un literal f) y un parágrafo transitorio así: f) La igualdad electoral entre los candidatos a la Presidencia de la República que reúnan los requisitos que determine la Ley. Parágrafo Transitorio. El Gobierno Nacional o los miembros del Congreso presentaran, antes del primero de marzo de 2005 un proyecto de Ley Estatutaria que desarrolle el literal f) del artículo 152 de la Constitución y regule además, entre otras, las siguientes materias: Garantías a la oposición, participación en política de servidores públicos, derecho al acceso equitativo a los medios de comunicación que hagan uso del espectro electromagnético, financiación preponderantemente estatal de las campañas presidenciales, derecho de replica en condiciones de equidad cuando el Presidente de la República sea candidato y normas sobre inhabilidades para candidatos a la Presidencia de la República. El proyecto tendrá mensaje de urgencia y podrá ser objeto de mensaje de insistencia si fuere necesario. El Congreso de la República expedirá la Ley Estatutaria antes del 20 de junio de 2005. Se reducen a la mitad los términos para la revisión previa de exequibilidad del proyecto de Ley Estatutaria por parte de la Corte Constitucional. Si el Congreso no expidiere la ley en el término señalado o el Proyecto fuere declarado inexequible por la Corte Constitucional, el Consejo de Estado en un plazo de (2) dos meses reglamentará transitoriamente la materia”.


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República, por los propios miembros de la bancada del presidente Uribe. Desde que emprendió el largo y tortuoso camino hacia las discusiones del proyecto de Acto Legislativo en el Congreso, se hicieron visibles los peajes que debía pagar el gobierno para obtener el apoyo de los votos uribistas y luego del Partido Conservador al proyecto de reelección inmediata. Como un anticipo de lo que sería la discusión sobre el tema, los miembros de la Comisión Primera del Senado, amigos del gobierno, al tiempo que daban su aprobación al proyecto de reelección presidencial inmediata, también aprobaban un proyecto de reforma constitucional que les permitía a los senadores y representantes ser ministros o embajadores. Pero lejos de implicar un mayor margen de maniobra del gobierno, como se podría interpretar, la facultad de nombrar parlamentarios en el gabinete presidencial significaba un mayor nivel de ingerencia parlamentaria en las decisiones del gobierno o por lo menos en el curso de acción gubernamental. El mensaje quedaba claro. Si se llegaba a convertir en norma constitucional, ese sería apenas un pequeño precio que debía pagar el gobierno por el cambio en las reglas de juego de la elección presidencial. Sin embargo, la presión sobre la gestión presidencial era tan fuerte, que cualquier reforma que redujera los márgenes de maniobra gubernamental no podía afectar los estrechos márgenes que el gobierno ya tenía. El hecho de que el Presidente dedicara todas sus energías y la atención de su gobierno a su reelección inmediata, significaba que el poder conferido por el régimen presidencial de mayorías, ya no era suficiente para tramitar los cambios que necesitaba sacar adelante en otros frentes. Y más aún, el tener que recurrir a una reforma hecha a la medida del gobernante de turno, no sólo demostraba que la crisis de los partidos políticos no había tenido como contraparte la aparición de nuevas formas de organización y participación política, sino la irrupción de proyectos caudillistas que profundizaban la desinstitucionalización política del país. Además, la personalización de la reforma también ponía en evidencia el hecho inobjetable de que en una democracia marcada por la informalidad institucional (Medellín, 2004), la reelección inmediata no podía producir algo distinto que profundizar el carácter no competitivo de las elecciones en Colombia. Antes que asegurar la supervivencia del régimen electoral en un país con instituciones tan frágiles, la aprobación del proyecto de reelección presidencial inmediata propiciaba fracturas que debilitaban mucho más


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el ejercicio democrático en el país. El precio que se debía pagar por la reelección inmediata del presidente sería demasiado alto. En primer lugar, aceleró el resquebrajamiento del régimen presidencial. En apariencia, la perversa dinámica de negociación de pequeños intereses de senadores y representantes a cambio de su voto aprobatorio para la reelección presidencial inmediata, no sólo ha implicado un desgaste político e institucional para el gobierno, sino también la pérdida del control del aparato gubernamental en aquellas porciones de la administración pública que el gobierno debía entregar a los congresistas para que las “explotaran” políticamente 74. Las consecuencias no se harían esperar. Senadores y representantes retomaron el control de algunas entidades gubernamentales que en los inicios del gobierno habían perdido como consecuencia de la dureza y popularidad del discurso del recién posesionado Presidente Uribe contra el clientelismo y la politiquería. En la medida que avanzaba la discusión parlamentaria, en los congresistas parecía cada vez más evidente la necesidad de mantenerse como una fuerza de poder. El esquema de intercambios fue revelándose de manera cada vez más evidente. Los congresistas estaban dispuestos a apoyar la reelección inmediata del Presidente, si el gobierno les daba los recursos necesarios para que se pudieran reelegir como congresistas para el periodo inmediatamente siguiente. Mientras que los nombramientos de altos directivos de las entidades “entregadas”, abandonaron muy rápidamente la meritocracia como mecanismo de reclutamiento institucional, para volver al viejo esquema de nombramiento “a dedo”

74 Un informe del Diario Portafolio, publicado el 15 de Octubre de 2004, mostraba cómo uno de cada dos congresistas, tenían algún tipo de vínculo a las entidades del gobierno, bien como cuota política o por meritocracia que, por más que fuera se notaba”. Las características de tiempo, modo y lugar como se maneja la gobernabilidad han variado de gobierno a gobierno, pero el trasfondo es el mismo. En el cuatrienio de César Gaviria se volvió famoso "el computador de Galleta", sobrenombre del ministro de Gobierno Fabio Villegas. Allí reposaba el disco duro de la milimetría política. Samper sí que tuvo que manejar los hilos del Gobierno repartiendo a diestra y siniestra: lo que estaba en juego no era un proyecto de ley sino su propia cabeza. Pastrana triunfó montado en el caballito de batalla del anticlientelismo. Tan pronto ganó, nombró al veterano Fabio Valencia Cossio para que le armara en el Congreso la Alianza para el Cambio. ¿Cómo? Pues con puestos. Como dicen los analistas académicos, el problema de tener que armar mayorías parlamentarias a punta de prebendas burocráticas no se soluciona con frases de campaña ni golpes de intuición de un Presidente. La cruda realidad termina tragándose las promesas. La solución está en propiciar partidos fuertes con plataformas ideológicas, sistemas internos y democráticos de elección de candidatos y bases populares que les tengan confianza. Un Presidente, entonces, arma una coalición de Gobierno con tres o cuatro partidos, incluidas algunas minorías. No con trescientos ávidos y hábiles manzanillos. Pero las tesis académicas están muy lejos de la realidad, que sintetizó, sin sonrojarse, hace varios años el propio senador José Name: "En Colombia llaman clientelista al que tiene hasta 1.000 puestos. De 1.000 en adelante lo llaman Estadista".


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como el mecanismo de cooptación funcionarial, la ejecución y el avance de los planes y programas públicos fue quedando cada vez más sujeta a los intereses que particularmente quisieran gestionar los nuevos responsables de la administración pública. Y como si eso no fuera suficiente, el Presidente Uribe no dejaba de invitar a los parlamentarios para que personalmente entregaran los subsidios o las viviendas en los consejos comunales de gobierno. En su propósito de asegurar el apoyo de los congresistas, el gobierno no escatimaba esfuerzos para incorporar partidas para vivienda rural o vías terciarias amarradas a los proyectos de adición presupuestal o la reforma tributaria. Eran “nuevas partidas” que aparecían de manera cada vez más frecuente en los trámites parlamentarios de las reformas en discusión. Los elevados niveles de exposición política a los que la búsqueda de la reelección inmediata sometió al poder presidencial, aparecían sólo como evidencias incontrastables de la dura realidad colombiana: la historia de las reformas constitucionales, había sido la historia de los fracasos por lograr un presidencialismo pluralista subordinado a los controles de la institucionalidad política y no por los pequeños intereses privados. Pero por más que la apariencia de los intercambios sólo revelara una perdida de control presidencial (que bien podía ser coyuntural) del aparato gubernamental (o por lo menos algunos de sus principales segmentos), en esencia esos intercambios ponían en evidencia una alteración de las reglas del juego político e institucional del régimen presidencial, mucho más profunda. Por una parte, afianzaba el quebrantamiento del principio de independencia de poderes públicos. La búsqueda de rendimientos políticos y electorales hacía que, mientras que el poder ejecutivo cada vez más se parlamentarizaba (los principales resultados del gobierno, dependían de las aprobaciones del Congreso), el poder legislativo se gubernamentalizaba (los principales resultados que podían mostrar los congresistas frente a los ciudadanos, dependían de las obras que pudieran realizar a través de las entidades del gobierno). Se trataba de una alteración que no sólo invertía el orden de las jerarquías decisionales y los controles gubernamentales, sino también trastornaba los procesos deliberativos y la calidad legislativa. Así como las entidades del gobierno abandonaban los grandes derroteros marcados en el Plan de Desarrollo, el Congreso renunciaba a cualquier tarea que implicara ejercer el control político al gobierno de turno.


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Pero eso no era todo. La negociación entre los altos funcionarios gubernamentales y los congresistas, también perturbó el funcionamiento de las entidades gubernamentales y el congreso hasta alterar los sistemas decisionales que regían la administración pública colombiana. La búsqueda de beneficios particulares llevo a congresistas y altos funcionarios a forzar lo que Lanzaro (2001) llamaba la “elasticidad de las instituciones”, que no era otra cosa que someter a las entidades gubernamentales y al Congreso a operaciones regidas por elementos carismáticos y a por un decisionismo imperativo en los que no importaba el orden de las prioridades (gubernamentales o legislativas) ni la calidad del resultado. La ingeniería constitucional colombiana que con la reforma de 1991 había tratado de resolver los problemas de un presidencialismo cargado de poderes y con amplia primacía sobre el legislativo y el judicial, una década después asistía a un nuevo cambio en las reglas del juego político e institucional. La aprobación del proyecto de reelección presidencial inmediata se había convertido en un testimonio más de cómo, antes que haber logrado estructurar un presidencialismo pluralista, los gobiernos de turno se han enfrascado en una agenda de reformas que ha terminado por degradar la institucionalidad política hacia un presidencialismo de mayorías. Es decir, el régimen en donde la figura del presidente copa todos los espacios institucionales bajo una especie de principio de “supremacía presidencial”, que subordina –aún más- a los poderes legislativo y judicial, a la iniciativa gubernamental. El proceso ha sido tan fuerte y sostenido, que la acción institucional ha quedado sometida al talante y los intereses del gobernante de turno. En el contexto de un presidencialismo de mayorías, la reelección presidencial inmediata se constituía en un mecanismo que consolidaba la desinstitucionalización política del Estado y potenciaba –como contrapartida- la personalización del poder y en particular del poder presidencial. Colombia consolidaba un régimen político que no sólo privilegiaba las reglas informales de comportamiento político y el caudillismo como dispositivo que subordinaba la operación de las instituciones y la organización política a la persecución de beneficios personales. También propiciaba espacios de poder heredados según los designios o los afectos del gobernante de turno. La reelección inmediata permitía al gobernante de turno concentrar –todavía más- las principales prerrogativas de la acción institucional del Estado, entre ellas la de definir las reglas de sucesión política y acceso efectivo al poder presidencial por parte de amigos y opositores al gobierno.


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En un régimen presidencial de mayorías, es tan fuerte el ascendiente presidencial, que incluso los ex presidentes mantienen unos determinados márgenes de vigencia e influencia política. No hay duda, en Colombia se concreta –quizá con mayor fuerza que ningún otro país- el rasgo que André Siegfried le atribuye al presidente latinoamericano, cuando afirmaba que “combina la majestad del monarca hereditario con las formas de la elección popular” (Citado por Vázquez Carrizosa, 1979:25). En segundo lugar, la aprobación de la reelección presidencial inmediata agrava la quiebra de los partidos políticos. En un régimen presidencial que opera en claves mayoritarias, como el colombiano, resulta evidente observar que la personalización del poder presidencial no sólo ha debilitado el poder institucional de la presidencia. También ha recortado los espacios institucionales que soportan la acción de los partidos en la deliberación política y el ejercicio del control político. La razón es simple. En la medida en que el poder se ha personalizado, el talante y los intereses del presidente de turno han ido desplazando al talante y los intereses partidistas como los referentes claves de la acción institucional y política del Estado. Atrás han quedado los pactos ad hoc que el gobierno de turno debía firmar con las dirigencias partidistas para asegurar la gobernabilidad en el Congreso e incluso en las altas cortes. En condiciones de personalización del poder, los que gobiernan han preferido hacer valer ese poder, negociando directamente con cada senador y cada representante. Es evidente, antes que enfrentar fuerzas políticas compactas, que puedan tener una enorme capacidad de presión sobre el Congreso y los ciudadanos, han optado por el camino menos traumático de administrar los pequeños intereses personales de los congresistas. La negociación al “menudeo”, se ha convertido en el recurso con el que se ha buscado asegurar la gobernabilidad de las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo y entre gobernantes y gobernados. Sin referencia a la intermediación partidista y ante la aprobación de la reelección presidencial inmediata la política no sólo se individualiza cada vez más, sino que los grados de dispersión de la competencia electoral aumenta. Cada quien es considerado, no por la presión que pueda ejercer política o ideológicamente, sino por los votos que pudiera movilizar. Los pactos ad hoc deben firmarse con los intermediarios de poder, [power brokers] que –sin estar sometidos a una disciplina partidista- “exigen prebendas a cambio de apoyar las políticas


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propugnadas por el presidente” (Archer y Shugart, 2002, p. 122) a sabiendas que el gobierno los necesita para asegurar su reelección. Esta situación problemática ha venido a sumarse a dos problemas cruciales que, según Archer y Shugart (2002) institucionalmente habían explicado la quiebra de los partidos políticos en Colombia. Primero, la pérdida progresiva de estrictos controles sobre el uso de las etiquetas partidarias. Es decir, los candidatos recurren al respaldo partidario solo para obtener el aval que les permita presentarse a como candidatos a un cargo de elección popular. Y segundo, los cambios normativos (como la aprobación del voto preferente en el Acto Legislativo No 1 de 2003), han permitido que el sistema electoral favorezca la competencia intrapartidaria, lo que entre otras cosas ha imposibilitado conciliar las demandas urbanas emergentes con la capacidad de respuesta o adaptación de las dirigencias responsables de dar una respuesta (p. 122). No hay duda. La reelección presidencial inmediata ha sido uno de los factores que han contribuido, de manera decidida, a que los partidos políticos hayan perdido sentido y contenido como instancias privilegiadas de organización, intermediación y movilización política y social. Han perdido sentido, porque en la medida que el poder presidencial ha copado los escenarios de la acción y la decisión institucional, los partidos han dejado de cumplir con su función de intermediación entre gobernantes y gobernados y como instancia de mediación entre los poderes públicos. Y han perdido contenido, porque en la medida que el talante y los intereses personales del presidente definan el rumbo de la acción institucional del Estado, los partidos se vacían de contenido político, para llenarse de intereses burocráticos. Y en una coyuntura de reelección presidencial, los ciudadanos que antes se acercaban a los partidos como una alternativa para expresar y hacer valer sus convicciones y deseos. Ahora sacrifican el móvil de representación política, para montarse en el vehículo que mejores ofertas pueda hacer para satisfacer los intereses y necesidades (puntuales e individuales) en su territorio. Los partidos políticos han dejado de ser el referente privilegiado que guía la acción ideológica de los individuos. Han perdido su atributo como el mecanismo privilegiado a través del cual se moviliza el apoyo político de los ciudadanos a las políticas de un gobierno o su rechazo para hacer oposición a ellas. Su función expresiva ya no consiste en estructurar discursos y prácticas que movilicen ideológicamente, sino que ahora reflejan intereses puntuales de algunos de sus miembros. Su función instrumental y representativa ha quedado


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reducida a la expedición de avales electorales, que puedan contribuir a los caciques que han poblado las dirigencias partidistas. La manera como se obtuvo la aprobación de la reelección presidencial inmediata puso en evidencia que los partidos políticos han dejado de ser los sujetos políticos dominantes en Colombia 75. Al observar, siguiendo la argumentación de Lanzaro (2001), la forma en que los partidos se han ubicado “en la política de masas, su relación con el Estado, con las burocracias, las circunscripciones regionales, los sujetos corporativos y los demás actores” (p. 25), se puede concluir que los partidos han dejado de ser el soporte fundamental del régimen político colombiano. Ya no son más que organizaciones frágiles en sus bases, sin continuidad programática, ni reglas de juego estables, sin capacidad para representar a los ciudadanos, sin comportamientos leales a sus principios y desconectados de las demandas sociales y de la acción gubernamental. Los partidos políticos han quedado marginados de los procesos de formación y selección de las dirigencias políticas. Ya no tienen responsabilidad alguna en la agenda de reformas o en la dinámica de cambios que se operan en el Estado. Han dejado de ser centros de producción de liderazgo, ni siquiera han podido mantenerse como núcleos de opinión o interpelación ideológica en los momentos más críticos o de mayor desestabilización. Y, finalmente, en tercer lugar, la reelección inmediata profundiza el carácter no-competitivo de las elecciones en el país. Una razón es crucial: la particular evolución del régimen político ha ido degradando las condiciones requeridas para que las elecciones sean perfectamente competitivas y puedan pasar cualquier examen que se les pueda hacer para constatar tal condición. Primero, unas elecciones competitivas son aquellas en las que la oferta de candidatos es lo suficientemente amplia y diversa como para asegurar que los ciudadanos se sientan representados por aquellos, por los que optaron votar; segundo, los ciudadanos están completamente persuadidos de que, con su voto, van 75 Los intentos del Partido Liberal por mantener una oposición férrea a los intentos reeleccionistas del presidente Uribe, no pudieron ser contenidos por el esquema de negociación al menudeo que impuso el Presidente con algunos senadores y representantes liberales. La Por su parte, la decisión del partido conservador de apoyar la reelección de Uribe, antes que obedecer a una agenda ideológica bien definida, ha sido interpretada como una actitud oportunista de sus dirigentes que sólo buscan beneficios personales. “Uribe está comprando conciencias con la intención de permanecer cuatro años más en la Casa de Nariño”, ha dicho el ex presidente Andrés Pastrana Arango en una entrevista a la cadena radial Caracol (Septiembre 13 de 2004). “No se puede cambiar una candidatura presidencial por el Seguro Social. En el conservatismo hay figuras muy importantes, es fundamental en el Congreso y puede tener su propio candidato”, precisó Pastrana, tras abogar porque su Partido reconsidere la decisión de apoyar a Uribe y buscara un candidato propio a la Presidencia


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a cambiar o por lo menos influir en el curso de acción gubernamental; y tercero, el escrutinio es neutral de manera que asegura igualdad de condiciones para todos los candidatos. Pero, aún cuando la oferta de candidatos fuera tan amplia y pluralista que un ciudadano pudiera votar por aquel por quien se va a sentir mejor representado, en realidad sólo unos pocos candidatos podrían contar con los recursos para financiar y proyectar sus campañas. El evidente desequilibrio podría llegar a llevar a los electores a un cada vez más generalizado pragmatismo: antes que buscar representación, les interesaba establecer compromisos que los potenciales elegidos no puedan eludir. Era la consecuencia, como diría Alain Roquié (1992), del inocultable hecho de que “los electores no estaban en condiciones de desechar a los dirigentes que han sido propuestos por el régimen establecido” (p. 92). El carácter no competitivo de las elecciones en Colombia había sido tan fuerte, que los ciudadanos no estaban persuadidos que con su voto fueran a influir en el curso de acción gubernamental. No importaba cuanto pudieran confiar en la consistencia, la calidad técnica en los escrutinios o la autenticidad de los resultados. Lo que aparecía como pluralismo, en realidad no era otra cosa que una mixtura de pequeños focos de poder local, regional o nacional, que se movilizaban en defensa de intereses determinados (empresariales, religiosos, cívicos o ligados al conflicto armado) y que utilizaban las elecciones como una forma de legitimación y extensión institucional de su poder. Es la fragmentación del poder que, al establecer una asociación directa entre un candidato y una unidad natural (profesionales, ligas de usuarios, sindicatos, organizaciones patronales o comunidades locales), terminaban por excluir a los partidos como formas orgánicas de expresión y representación política. La existencia de elecciones no competitivas eran el caldo de cultivo ideal para la promoción y el desarrollo de procesos electorales en los que uno de los candidatos no sólo contaba con todos los recursos a su favor, sino que privilegiaba las formas personalizadas de acción política e institucional. Lo más paradójico ha sido que el poder conferido por el presidencialismo de mayorías al Presidente, no había sido lo suficientemente aplicado como para inducir los cambios que se necesitaban; la crisis de los partidos políticos no había sido compensada por la aparición de nuevas formas de organización política, sino por la irrupción de liderazgos personalistas que profundizaban la desinstitucionalización política del país; y la


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existencia de elecciones no competitivas antes que asegurar la supervivencia del régimen electoral, había propiciado fracturas que han debilitado aún más el ejercicio democrático en el país. En estas condiciones, aprobar la reelección inmediata de presidente, no podía producir otro resultado que un agravamiento de las fracturas estructurales del régimen presidencial colombiano. Con el proyecto de reelección inmediata, parece confirmarse la tesis de Vásquez Carrizosa (1979), en la que planteaba que desde la guerra civil de 1840, los cambios de la Constitución han sido el recurso “para alterar las condiciones políticas del país y anular al adversario político” (p. 12). Un precio demasiado alto que debía pagar la institucionalidad política del país, para satisfacer la “vocación” de poder que animaba a los que pretendían hacerse reelegir. No quedaba duda de que el gobierno le había apostado todo su arsenal al proyecto de reelección presidencial inmediata. Tanto, que en la propia gestión de la agenda legislativa prefirió postergar la discusión de proyectos claves en el gobierno, para permitir que la reelección avanzara sin problemas. Pero el cambio súbito de las prioridades y la degradación del lenguaje gubernamental dejaban ver que el Gobierno estaba perdiendo el indicador de actitud. Así como cuando, decidió con inmejorables condiciones de vuelo, meterse en la tormenta del referendo, ahora se estaba comprometiendo en la reelección inmediata cuando la visibilidad era reducida, decidió forzar a fondo la máquina gubernamental. Mientras el déficit pensional aumentaba y los militares presionaban por más recursos, el presidente apretaba por más resultados, en una cadena de nunca acabar. Sin que nadie se percatara, el gobierno había comenzado a perder el horizonte. Y la tripulación no ayudaba mucho. Por el contrario, todos habían salido a defender la reelección de su jefe, argumentando la necesidad de dar continuidad a las políticas, contribuir a la ampliación del espectro democrático y a la expansión de los controles políticos sobre el presidente. Como si el gobierno tuviera políticas públicas y no acciones puntuales como las que tuvo en sus dos primeros años; como si en sus prácticas hubiera buscado ampliar el espectro democrático en lugar de restringirlo; y como si en sus proyectos de reforma hubiera promovido mayores controles al presidente, en lugar de pretender desmontarlos como lo hizo. Mientras tanto, como otra señal más que revelaba la pérdida del horizonte, el lenguaje gubernamental se había degradado a pasos agigantados. “El Gobierno prefiere que el buque se pudra en lugar de


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que este tipo de delitos continúen pudriendo la dignidad nacional” (El Tiempo, Mayo 10, 2004, Pág. 1-6), concluyó un comunicado oficial que hizo pública la decisión de suspender a los tripulantes e inmovilizar al buque Escuela Gloria, por el hallazgo de varios kilos de coca y heroína en la embarcación. El gobierno había medido que con la decisión de inmovilización, el que ha sido insignia de la Armada se convertía en símbolo de corrupción. Era un lenguaje pugnaz el que se había extendido sobre las instituciones para demostrar no sólo determinación en la lucha contra la corrupción y el clientelismo, sino también capacidad de acción. Había que “eliminar la corrupción del sistema subsidiado o desmontamos ese régimen”, afirmaba el presidente frente a una atribulada comunidad chocoana (El Tiempo, Junio 8, 2004, 1-7). Como si el gobierno apenas comenzara. El discurso mesiánico se había revestido de poder institucional. Nada más efectivo para una tarea electoral: ofrecer alternativas, pero sobre todo decisión y capacidad de acción. “Dejen que el pueblo colombiano sea el que decida”, afirmaba desafiante el presidente en una entrevista radial (Noticias SNE, 2004, Abril 30), anticipando la alternativa de un segundo referendo si no llegaba a obtener la aprobación del Congreso para su reelección inmediata. O el Congreso aprueba la reelección o la hacemos aprobar con el pueblo, era el desafío que acrecentaba la tormenta, reducía mucho más la visibilidad y llevaba a las instituciones a una situación de máxima debilidad. Fuera del prestigio, el apoyo popular y la genialidad que se le atribuían al presidente, lo único cierto era que el orden político e institucional gestado por Uribe no descansaba en nada sólido. Todo era muy volátil y estaba muy expuesto al talante personal del gobernante. Era el régimen de la presidencia personal, en la que el propio presidente desplazaba a sus ministros de las funciones que le competían. Cada vez fue más frecuente ver a Uribe debatir con los parlamentarios, negociar con los sindicatos, resolver los problemas de los acueductos o colegislar con los congresistas de las distintas comisiones. Había presidente pero no institucionalidad gubernamental. El cambio de las prioridades y la degradación del lenguaje gubernamental habían puesto en evidencia que el gobierno perdía el horizonte. Sin haber logrado estructurar verdaderas políticas públicas, ni haber dispuesto soluciones de fondo a los problemas más apremiantes, en pleno vuelo decidió el viraje en busca de su reelección. Un precio demasiado alto tuvo que pagar la institucionalidad política del país, para satisfacer la “vocación” de poder presidencial.


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Pero la popularidad presidencial no había bastado para movilizar a la ciudadanía para que presionara la aprobación de las reformas. Y pasó lo que tenía que pasar: la agenda nunca se destrabó. Mientras que el acuerdo fue interpretado como un paliativo para disimular la falta de resultados, al finalizar 2003 los grandes proyectos de reforma, de iniciativa gubernamental, estaban paralizados. La lucha por la sucesión presidencial había quebrado cualquier posibilidad de acuerdo político para sacar adelante las reformas estructurales que el país necesitaba. Al finalizar el 2004, la situación no había mejorado. La legislatura había sido afectada por el debate sobre el proyecto que aprobaba la reelección inmediata del Presidente de la República. Lamentablemente, el tiempo de las grandes reformas había pasado. Uribe había optado por un esquema de gobierno basado en el trípode de la popularidad, el apoyo de Washington y la seguridad democrática. Pasados treinta meses de haberse posesionado, su gobierno ya no tenía margen para lograr acuerdo político alguno. En una coyuntura marcada por la ausencia de los partidos, el individualismo buscador de rentas de los parlamentarios, la actitud patrimonialista de los magistrados, la vocación depredadora de los empresarios y la complacencia de los medios, sólo podían hacer más profunda la desviación del modelo de liderazgo carismático que Uribe encarnaba. Era el modelo que había conferido popularidad pero no gobernabilidad, que había logrado congregar seguidores, pero sin la capacidad para movilizarlos en una dirección o por una causa definida, y que presionaba a los demás poderes públicos a aceptar las soluciones que el gobierno proponía, pero sin lograr que las soluciones ofrecidas pudieran ser consideradas como una verdadera salida a los problemas. Todo porque la preocupación gubernamental no estaba en la construcción de una doctrina, ni en el seguimiento de unos principios que condujeran al Estado y la sociedad en una dirección determinada, sino en la renovación permanente de la fe que se le debía profesar al líder. Y eso sólo podía significar que el presidente había perdido el horizonte. El sexto quiebre: El estilo de gobernar Desde el primer día, el presidente decidió conferirle toda la importancia a su papel como gerente público y no a su tarea de conducción política. De nada sirvió la experiencia de otros gobernantes vecinos que, como el recién electo presidente de México Vicente Fox, había sido contundente: “Se acabó el presidencialismo” (Diario La


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Jornada, Julio 6 de 2000). Con su sentencia Fox había querido borrar de tajo los lazos con el pasado y marcar un nuevo futuro. “Los que quieran formar parte del gobierno van a tener que pasar por el proceso de selección. No tengo compromisos con nadie”, decía el nuevo presidente haciendo valer su poder nominativo… “el PAN tiene que respetar la decisión del Presidente de nombrar su gabinete. ¡Al final quien gobierna es Vicente Fox y no el PAN!, ¡El que tiene los aciertos es Vicente fox, no el PAN!” (Berrueto, 2003:21). Las promesas de Fox habían llevado un aire de cambio al pueblo mexicano. Sin embargo, sólo un año después las esperanzas de cambio ya se habían convertido en la realidad de la frustración. El viejo sistema del PRI, con todo su aparato, seguía vigente y permanecía intocable en el poder. Sin las ataduras de un partido político que lo controlara, el poder presidencial se había concentrado en la primera dama y algunos amigos cercanos al presidente. Fox nunca pensó que era importante apoyarse en un movimiento político que le ayudara a impulsar sus proyectos en el Parlamento. Antes que acabar con los vicios del presidencialismo, el gobierno de Fox había propiciado —quizá sin querer— un desmantelamiento institucional tan profundo que había puesto en riesgo el propio régimen presidencial. Todo porque, como ya se dijo, Fox y su equipo pensaban que el problema sólo era ganar las elecciones, entrar a mandar y listo. Al cumplir sus primeros cien días, el gobierno del presidente Uribe Vélez había recorrido un camino similar al seguido por Fox. Había concentrado el poder presidencial en unos pocos amigos y nunca consideró importante organizar una bancada que le permitiera una adecuada gestión de sus proyectos en el Congreso. Y desechó cualquier posibilidad de darle un contenido político a las acciones y decisiones que tomaba como presidente. Una y otra vez insistía en reivindicar su papel como gerente público, cuya preocupación fundamental se concentraba en la búsqueda de la eficiencia y la eficacia. Uribe nunca evaluó la pertinencia de conferir una mayor importancia a su papel como gerente público, olvidándose de su tarea de conducción política. En el gobierno había demasiado activismo, pero todavía no lograba estructurar ni proyectar una idea del Estado y la sociedad hacia la que se quería transitar. La noción de Estado comunitario que promovía no guardaba relación con las reformas que impulsaba en el referendo, con los principios de la política de seguridad democrática o con el diseño institucional que se buscaba sacar adelante con el proceso de racionalización de la administración pública, para citar tan sólo algunas


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acciones gubernamentales. Tampoco consideró las consecuencias de convocar un equipo de ministros con una preparación previa demasiado desigual. Por su procedencia, la mayoría de los ministros estaban vinculados a actividades y frentes muy distintos a aquellos en los que debían desempeñarse. Así por ejemplo, la ministra de Relaciones Exteriores era experta en planeación urbana, la ministra de Comunicaciones reportaba una experiencia de quince años en el manejo de parques, y la ministra de Defensa sólo tenía antecedentes en comercio exterior. Además de tener que asumir las tareas propias de cada sector, al nuevo equipo de gobierno se le impuso la descomunal tarea de entender lo que sucedía en el interior y definir las políticas que seguiría el gobierno. El desconocimiento de los temas no sólo llevó al equipo gubernamental a una excesiva dependencia del presidente, sobre todo en el diseño de las políticas y los programas públicos. También se dejó presionar demasiado por la coyuntura. Sin tener una idea clara de lo que se podía hacer, los ministros iban adquiriendo cada vez más compromisos en los foros en que el gobierno participaba. Frente a cada problema que se les planteaba, proponían una solución que no siempre se enmarcaba en el marco de las competencias y las decisiones y políticas que les correspondía en su sector. Se gobernaba a tientas, en la oscuridad. La consecuencia no podía ser otra que el descentramiento de la acción gubernamental. La importancia concedida por el presidente a la política de seguridad democrática hizo que las relaciones con los gobiernos territoriales fueran conducidas cada vez más por el Ministerio de Defensa y no por el Ministerio del Interior como correspondía. Mientras tanto las relaciones con los partidos políticos las asumía directamente el presidente, jugando un papel como interlocutor del gobierno con las bancadas parlamentarias. La discusión con el presidente no se adelantaba con referencia a una agenda legislativa, sino puntualmente a cada uno de los proyectos que se presentan a consideración del Congreso. Sin embargo, cada vez se hacía más evidente que el desafío gubernamental no era de gerencia, sino de conducción política. Insistir en la desaparición de los partidos, de la política, y en la subordinación del Congreso y la justicia a las decisiones gubernamentales podía resolver algunos problemas de eficiencia y cortar con los lazos del pasado, pero no permitía sembrar institucionalidad política para el futuro. Entre tanto, en materia de justicia, se había seguido gobernando por “pilotaje al ojo” y con declaraciones ministeriales que anunciaban políticas que luego no se


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concretaban, y en cambio sí generaban innecesarios choques entre las ramas del poder público. En todos los demás sectores el panorama era de inmovilidad e improvisación. En su informe trimestral, el Observatorio de Gobernabilidad de la Fundación Ortega y Gasset (2002) reportaba que, al cumplir sus primeros cien días de gobierno, había un panorama de apoyo y confianza en la labor del Presidente, pero desconfianza en el desempeño de las entidades gubernamentales y en los logros del equipo de gobierno. Sin embargo, la imagen de laboriosidad, austeridad y decisión al frente del gobierno, parecían sustentar los elevados índices de popularidad que registraba para el momento. No había duda en cuanto a la convicción ciudadana de que el Presidente siempre actuaba en función del interés público. Poco importaba la capacidad desestabilizadora de los grupos insurgentes, la falta de cohesión gubernamental o la influencia de los medios de comunicación en las decisiones gubernamentales. Si bien afectaban la capacidad de conducción política del Presidente Uribe, también eran subvalorados por el grueso de los ciudadanos. Y paradójicamente, los mayores niveles de confianza en el presidente, no implicaban una mayor disposición de los ciudadanos a pagar impuestos o cumplir la ley. La apuesta presidencial para restablecer el imperio de la ley aparecía muy rezagada (p. 2). Lo que era inobjetable era que, por una parte, Uribe había logrado dar forma y esgrimir un discurso que ha trascendido social e institucionalmente. Es el discurso que se concreta en lo que María Teresa Uribe (2004) denomina: republicanismo patriótico, que “aboga por un Estado fuerte, orientado hacía la protección del bien común, suscitar el amor a la patria y a la república en funcionarios y ciudadanos, reinstitucionalizar las relaciones políticas para evitar prácticas clientelistas y corruptas, optar por un orden jerárquico dónde fuese posible someter a los enemigos mediante la fuerza de las armas, promover la estabilidad social y garantizar las condiciones necesarias para el incremento de la inversión nacional e internacional” (p. 15). Y por otra, que el presidente había logrado posicionar, siguiendo con María Teresa Uribe (2004), Una imagen de alguien que trabaja sin descanso, que está en varias partes al mismo tiempo, que puede pronunciarse y definir los temas más especializados, es él quien deshace los entuertos, soluciona los problemas, ‘pone la cara’, y mete en cintura a los ministros, a los militares, y a los otrora intocables funcionarios de alto


223 rango; valiéndose para ello de los medios de comunicación o de las convocatorias que reúnen públicos diversos; es decir, lo hace en público y para el público, con lo cual los éxitos del gobierno no son percibidos por la opinión como el despliegue de la gestión del Estado, sino debido a las ejecutorias personales del presidente; y los fracasos recaen casi exclusivamente sobre la fronda burocrática y las instituciones públicas sin afectar la imagen del presidente. (p.16).

Para el mes de diciembre de 2003, se había consolidado una especie de encanto ciudadano con su presidente, en las encuestas de opinión. Mientras los medios reportaban una imagen positiva y popular del presidente, en cada una de sus acciones y decisiones Uribe multiplicaba las acciones y decisiones que conducían hacia el desmantelamiento político e institucional del país. Al igual que su colega mexicano, Vicente Fox, para el presidente colombiano Álvaro Uribe la solemnidad y majestad del poder presidencial no eran más que un obstáculo a la buena gerencia. La tendencia presidencial a romper el protocolo o a salirse de la programación formal, revelaban un cierto desprecio por la fuerza jurídica, política y simbólica de las instituciones y su predisposición a imponerse sobre ellas, sin importar los límites que haya establecido la carta constitucional del país (Berrueto, 2003:26) La puesta en marcha de los Consejos Comunales de Gobierno, dirigidos y moderados por el propio presidente de la República, se habían convertido en un mecanismo de asignaciones de recursos y responsabilidades que, si bien resolvían algunos problemas, también transgredían el ordenamiento jurídico e institucional. La aceptación popular que comenzaron a tener estos Consejos se convirtió en un imperativo gubernamental. Buena parte de las agendas de los ministros y altos funcionarios gubernamentales comenzaron a ser consumidas por la preparación y discusión de problemas y proyectos que, cada ocho días, realizaba el gobierno en los municipios y departamentos del país. En medio del más evidente activismo gubernamental, los primeros seis meses de gobierno Uribe permitieron encender las alarmas sobre el estilo que estaba imponiendo el recién posesionado presidente de la república. Y la preocupación eran tan generalizada que, al terminar el primer trimestre de 2003, editorialistas y analistas planteaban la necesidad de “cambios estratégicos en el estilo presidencial, so pena de que los asuntos de forma se convirtieran en un mal de fondo”, como lo hizo el diario El Tiempo en su editorial dominical del 16 de Marzo de 2003 y tres semanas antes lo había hecho el Semanario El Espectador


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con una nota titulada ¿Dónde está el piloto? El llamado editorial de los más importantes periódicos del país, recogía la inquietud que producía en la sociedad el ver al presidente demasiado enfrascado en asuntos locales que debían ser resueltos por sus ministros o por alcaldes y gobernadores. Incluso se encendieron las alarmas sobre los costos que en tiempo y recursos generaban al presidente y a sus ministros la preparación y desarrollo de los consejos comunales de gobierno. Frente a la crítica, el presidente argumentó que así como en el nivel macro de América Latina le preocupaba la estabilidad democrática, en el nivel micro (departamentos y municipios) todo el esfuerzo gubernamental se había concentrado en asegurar la legitimidad de las instituciones. Quizá eso explicaba su desvelo por cada cosa que sucedía en las regiones y municipios, su disposición a mantener contacto directo y permanente con las autoridades locales y con cada comandante de policía, y su vocación por la intervención directa para resolver cualquier problema territorial que pudiera provocar conmoción social sin importar quién debía atenderlo. Pero el problema no era solamente de estilo. El problema era, sobre todo, de concepción. Puede que en la búsqueda de la legitimidad, la intervención directa del presidente en los asuntos locales hiciera sentir la presencia e interés del Estado. Y que a la gente le gustara, sobre todo cuando el país venía de dos gobiernos en los que la imagen presidencial no era la mejor. Pero también había que tener claro que esa intervención desplazaba las fuentes de legitimación del poder de las instituciones a la persona del presidente. Era la personalización del poder presidencial, en la que todo quedaba sometido al talante, presencia y aprobación del presidente. Se legitimaba al presidente, pero no a las instituciones. Pero esa no había sido la única consecuencia. En su propósito de controlarlo todo, el presidente empezó a desarrollar una modalidad de trabajo basada en la consulta permanente y directa a los mandos medios de ministerios y fuerzas militares. Cada vez se hacía más evidente que el presidente, en su afán por resolver rápidamente los problemas, optaba por consultar directamente a los funcionarios y oficiales que llevaban las tareas en el terreno, sin que necesariamente los mandos superiores estuvieran enterados de ello. La excesiva intromisión presidencial rompía el control y las unidades jerárquicas y funcionales que debían mantener los ministros y militares en su respectivo sector, y distorsionaba los flujos de información y los sistemas de decisión que debían regir las organizaciones públicas. Muy rápidamente, ministros y generales no sólo veían que el presidente se


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“brincaba” las jerarquías, sino que también se encontraban con funcionarios medios y oficiales que únicamente querían rendirle informes al presidente. El estilo presidencial había configurado un sistema dual en que las decisiones se desplazaban pendularmente entre el extremo del poder presidencial, que se concentraba en la persona del presidente, y el extremo de lo que el ex presidente López llamaba la “tiranía de los mandos medios”. En efecto, por una parte, la disposición presidencial a tomar parte activa en la solución de los problemas llevó al presidente a convertirse y proyectarse como el primer y único interlocutor del poder ejecutivo y, por tanto, como el único agente con poder de decisión efectiva para el tratamiento de los problemas o la resolución de tensiones y conflictos. Fue tan evidente esta condición, que se consideraba que problema en el que no participaba el presidente no tenía solución a la vista. Y, por otra, la permanente tendencia presidencial a “brincarse” las jerarquías le abrió el camino a “la tiranía de los mandos medios”76. En este complejo contexto, el poder presidencial no sólo estaba ante el riesgo de la excesiva concentración del poder, sino también ante la amenaza de su dispersión en los mandos medios. Cada vez era más frecuente ver a ministros y generales desgastados, tratando de mantener “a raya la iniciativa presidencial”, y al mismo tiempo dedicando parte de sus energías a poner en su lugar a los subalternos que, por tener contacto directo con el presidente, creían contar con una mayor jerarquía que aquéllos. La consecuencia no pudo ser otra: el poder presidencial se desplazó hacia zonas no conocidas, para las cuales nadie estaba preparado. Al finalizar el primer año de gobierno, el balance revelaba cuán profunda era la crisis del régimen presidencial y cuán peligrosa su resolución. “He venido insistiendo ante el país, que los servidores públicos tenemos que modificar nuestro ritmo y nuestros resultados. Que tenemos que duplicar velocidades oficiales de respuesta a las inquietudes y angustias de nuestros compatriotas. Que los problemas

76 Se trataba de un sistema en que, al ser consultados continua y directamente por el presidente, los funcionarios del nivel medio tendían a fraccionar la información (para ser imprescindibles) y trataban de forzar decisiones por encima de sus jefes (como muestra de poder). La agenda de trabajo de los altos funcionarios gubernamentales ya no sólo estaba determinada por los requerimientos puntuales del presidente, sino también por la buena voluntad que pudieran tener los mandos medios “amigos” del presidente. Sin que haya sido su propósito, la convicción presidencial de concentrar sus esfuerzos en busca de la legitimidad contribuyó al proceso de desintegración del poder institucional que desde hace años ha venido atravesando el país.


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se agravan con sorprendente rapidez y las soluciones llegan con descorazonadora tardanza”, expresaba tajante el presidente para reafirmar su desencanto con la operatividad de las instituciones colombianas (CNE, agosto 20 de 2003). Comenzando su segundo año de gobierno, en su discurso de instalación de las sesiones ordinarias del Congreso, el presidente Uribe había reconocido lo que Belisario Betancur llamó la “quimera de gobernar”. Se trataba de esa figura con la que el ex mandatario quiso ilustrar cómo en Colombia los gobiernos obstaculizan el progreso, pues “todo está diseñado para que no se haga nada” (Betancur, 1997:309). Una vez más, el presidente Uribe había tenido que reclamar a los funcionarios del Estado para que produjeran resultados con mayor celeridad. “Colombia ha contado con magníficos discursos para casi todos los temas, pero ha sufrido por épocas el desfase entre una muy rica proposición teórica y una pobre realización”, dijo para llamar la atención de los servidores públicos. Pareciera que el llamado de atención lo propició su evaluación del consejo público de ministros. Allí constató que, con algunas excepciones, había muy poco para mostrar. Que no se había logrado estructurar una política interior, ni una de justicia; que todavía no estaba despejado el camino de las finanzas y ni siquiera estaban claras las cuentas del déficit fiscal; que los objetivos de política exterior chocaban con un servicio diplomático que el mismo gobierno había colonizado con politiqueros y clientelistas; y que no se había podido armonizar la política de seguridad con la locuacidad de la ministra y los generales, los recursos asignados y los resultados que reporta. El resto, sólo tenía para proyectar costosos videos cargados de grandes propósitos y pocas realizaciones. El restablecimiento de la confianza pública era sin duda el principal resultado que se podía mostrar en el gobierno, algo necesario pero no suficiente para salir de la crisis. La planeación seguía reducida a la programación financiera, el proceso presupuestal atado a un vetusto Estatuto Orgánico de Presupuesto, el diseño institucional amarrado a criterios fiscalistas, y la toma de decisiones concentrada en proyectos de inversión y no en políticas y estrategias que orienten la acción gubernamental. Y el balance legislativo que se constataba otra vez era que, para sobrevivir, la “poderosa” Presidencia colombiana debía servir a los intereses clientelistas que se movían en el Congreso y los organismos de control. Pudo ser la verificación de ese asedio la que llevó al presidente a establecer una relación directa con la burocracia media civil y militar (saltándose a los ministros y generales), o la que lo


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indujo a impulsar proyectos de ley que buscaban restablecer el poder para el ejecutivo. Todo era gestionado por las vías más expeditas, pero no necesariamente las institucionales. Detrás de la laboriosidad presidencial se propiciaba un desmantelamiento político e institucional de grandes proporciones. ¿Cuántos procesos se habían detenido, cuántas decisiones reversadas o cuántos recursos perdidos, como consecuencia del nombramiento presidencial de personas que no estaban capacitadas para asumir los cargos asignados? Todo sin considerar la parálisis producida por el uso de unas facultades de reforma del Estado, que detuvo procesos de cambio institucional ya activados (como en notariado y registro), y por reducir costos nunca se definió el nuevo tipo de Estado que se quería construir. Los problemas aparecían en su verdadera dimensión cuando, frente a la magnitud del asedio y la presión presidencial forzando la máquina de producir resultados, los funcionarios públicos creían que para responderle al presidente había que reducir los límites a las libertades que establecía la ley, concentrar el poder del presidente o desmontar los controles al gobierno. El camino al autoritarismo estaba abierto. Desprovistos de poder real, los ministros, uno tras otro, iban desfilando ante los medios de comunicación exponiendo sus propósitos y cada una de sus tareas. Presionados por la necesidad de mayor protagonismo, comenzaron a emerger enfrentamientos, pequeñas pugnas o simplemente desacuerdos que eran tramitados públicamente. Mientras que el Ministro del Interior y de Justicia emprendía un ataque contra cada rama del poder público, contra cada gobierno vecino, contra cada personalidad política del país, los ministros de Transporte, Relaciones Exteriores y Defensa, debían abandonar algunas de sus tareas para enfrentar a sus subalternos que, por estar bajo la protección presidencial o haber sido nombrados o consultados por el Presidente, se habían convertido en obstáculos a la gestión ministerial. Pero detrás de cada ataque, de cada amenaza (como aquélla en que decía que “si no aprueban el referendo, lo hará el pueblo”), comenzaba a perfilarse una especie de gobierno litigante. Era el estilo que restringía el ejercicio de gobierno a la defensa de una causa, como si se tratara del primero y único motivo de sus acciones. Con la derrota del referendo, el gobierno Uribe había comenzado a sentirse atacado por todos los costados. Su reacción no era la de un Jefe de Estado que sopesaba los distintos elementos que propiciaron la derrota, sino que hizo visible a un político que se dejaba llevar por sus pasiones. Reaccionó como si se tratara de un litigio y su condición fuera


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la de un abogado litigante. El proceso puede ser descrito de la siguiente manera: El litigio se inicia recurriendo a la inversión de las acusaciones, al encubrimiento de las responsabilidades y a la exposición de pruebas. Artimañas de abogados, como dice Foucault en su ensayo “Lo que digo y lo que dicen que digo” (1977). Frente al referendo, Uribe y su equipo no reconocían la dimensión de los problemas como el producto de la propia incapacidad para estructurar una salida a la crisis, sino como el resultado de la incomprensión y conjura de todos los “enemigos” del proyecto. Tampoco pudieron entender que, mientras más florido fuera su discurso, más limitadas eran sus soluciones. Ante la gravedad de la situación, cada intervención se invocaba como la tarea redentora que llevaría al país a la pacificación social y a la restauración del orden institucional. La inversión de las responsabilidades y el encubrimiento conducían al segundo paso litigioso: era preciso tener un acusado, identificar un culpable. En este caso, Uribe había optado por la politiquería y la corrupción. Era la parte del procedimiento que permitía orientar la lucha contra un solo adversario, sobre todo si la lucha se planteaba en varios frentes de batalla a la vez. Era el momento en que el gobierno litigante mostraba toda su dimensión: debía ser capaz de amalgamar lo diferente, totalizando las culpas en ese único acusado. Todo lo malo se lo apuntaba a la politiquería y el clientelismo. Era el recurso que, volviendo a Foucault (1997), permitía afirmar: “Ya no sois más que un solo y único adversario, os pediremos cuentas no sólo por lo que habéis dicho, sino también por lo que no habéis dicho” (Pág.18). El tercer paso del proceso litigante exigía exorcizar las culpas propias, asimilando el enemigo con el peligro. La pretensión no era poca: El combate a la politiquería y el clientelismo justificaba cualquier desbordamiento. Pero ese recurso litigioso también exigía poner en marcha una condena, en el sentido judicial del término: era preciso que el (los) imputado(s) (la politiquería y el clientelismo) fuera(n) condenable(s) y condenado(s). El litigante estaba ante su razón de ser: la certidumbre de un proceso en el que no importaba la naturaleza de las pruebas, sino la “fuerza de quien las esgrimía”. No se reparaba en que el gobierno recurriera a las prácticas politiqueras y clientelistas (como las que condenaba) para mantenerse. Lo que para todos contaba era la fuerza presidencial de Uribe para señalarlas como el enemigo derrotable y derrotado. El proceso se completaba con el recurso de la autolegitimación. Era el recurso, expuesto por Hermet, en su libro La democracia contra el pueblo (1990), que ponía en evidencia a “los amigos del pueblo y el enemigo público” para analizar el poder seductor de los


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tiranos. Hermet afirmaba que “con el pretexto de enseñar a las masas a quien deben excluir, el tirano tiende a exaltar ante ellas el rostro de los buenos apóstoles acusadores. Los que denuncian a los enemigos del pueblo con mas vigor, siempre serán sus mejores amigos”. Por eso, el gobierno no había tardado en esgrimir el dedo acusador hacia el Congreso como el responsable de la crisis. Hiciera lo que hiciera, en él recaerían todas y cada una de las culpas. En él se concentraban todas las vergüenzas. Y todos, incluidos medios de comunicación, atizaban la hoguera, convencidos de que así se iban a extirpar los males. Todo en nombre de la lucha contra la politiquería y el clientelismo. Al cumplir el primer tercio de su período de gobierno, el Informe del Observatorio de Gobernabilidad de la Fundación Ortega y Gasset (2003) revelaba cómo el presidente comenzaba a ver reducida su legitimidad. La imagen de laboriosidad, austeridad y decisión al frente del gobierno, reflejo de la convicción ciudadana de que el presidente actuaba en función del interés público, empezaba a verse afectada por el cierre del gobierno en sí mismo y su incapacidad para poder afrontar la derrota. En consecuencia, los entrevistados no sólo creían que la oposición política había adquirido una mayor importancia en la deliberación de los asuntos públicos, sino que también había ganado capacidad para condicionar las decisiones del gobierno. Esa percepción, sumada a la convicción de que el Presidente comenzaba a perder el control que tenía sobre la agenda de preocupaciones públicas y que no podía mantener la cohesión de las entidades gubernamentales, comenzaban a afectar la gobernabilidad del presidente Uribe No había ninguna duda. Por cuenta de su propia actitud, el gobierno había dejado erosionar su principal activo de gobernabilidad: el liderazgo político e institucional. Poco a poco la majestad del poder presidencial se ha ido degradando en manos de un presidente que interviene en todos los frentes e instancias de la administración pública. Una imagen sintetizaba bien lo ocurrido en 2003: un representante a la Cámara, que días antes había sido señalado por el presidente como “politiquero perfumado”, salía del palacio presidencial luego de haber recibido las disculpas del caso. Su ausencia en sesiones de la Cámara se había convertido en un factor de bloqueo para la aprobación de proyectos claves del gobierno en el Congreso. La necesidad de destrabar el proceso legislativo y asegurar el apoyo del congresista, llevó al gobierno a todo tipo de presiones. Sin embargo, antes que en un caso excepcional, el tener que rectificar —después de agredir— se había convertido en norma de


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comportamiento del gobierno Uribe. Cada vez se hizo más frecuente ver a ministros, viceministros, directores y altos asesores arremetiendo contra las Cortes, el Congreso, el Banco de la República o el Consejo Electoral. Y aun cuando el presidente después salía a rectificar, el daño político e institucional ya estaba causado. Todo porque el gobierno había asumido un modelo de liderazgo en el que no se usaba la autoridad para movilizar el compromiso ante los problemas, sino para imponer una posición sin importar que cuestionara la institucionalidad del país. Pero ese modelo tuvo elevados costos políticos e institucionales, y el presidente los tuvo que comenzar a pagar. Cuando parecía que su poder se consolidaría mucho más, en 2003 el presidente Uribe vio erosionarse su liderazgo político e institucional. Lo que un año atrás se mostraba como un caso de manejo gubernamental excepcional se revelaba ahora como un caso de dependencia silenciosa. El gobierno debía enfrentar una multitud de actores que le habían hecho saber que tenían la capacidad para bloquear cualquier política contraria a sus intereses particulares. Por eso, mientras en los micrófonos Uribe declaraba la guerra a la politiquería, en las entidades y embajadas mantenía a familiares de congresistas, jueces y periodistas. La derrota del referendo no sólo hizo visible la falta de una agenda gubernamental y de un equipo asesor que ayudara a procesar las decisiones claves del gobierno y a regular el estilo del presidente. También dejó ver la fragilidad presidencial para sostener la iniciativa en la gestión de los asuntos públicos y —sobre todo— mantener el liderazgo político e institucional que asegurara los cambios necesarios. La incapacidad para tramitar adecuadamente la derrota en el referendo, fue vaciando ciertos segmentos de poder que controlaba el presidente y que comenzó a ser ocupado por los parlamentarios. O más precisamente, por el poder intermediario de los congresistas. Mientras que el equipo presidencial confiaba en la capacidad intimidatoria de la popularidad de Uribe, los parlamentarios tomaron el control de las principales decisiones gubernamentales. Para los congresistas el balance del año no pudo ser mejor: se aprobó un referendo justo a la medida de sus intereses, de manera que con cualquier resultado ganaban. Bien porque mantenían segmentos de presencia política y control institucional o bien porque la aprobación del referendo aumentaría su capacidad intermediaria con los ciudadanos. Por cuenta de un estilo de gobernar, el régimen presidencial se bloqueaba por cuenta del poder parlamentario. Su capacidad de


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gestión y el control institucional se hizo tan visible, que reactivó una dinámica de intermediaciones tan fuerte, que forzó la cercanía de militares, políticos, jueces, ministros, empresarios, periodistas, alcaldes, gobernadores, diputados y concejales, cada uno en busca de su propio beneficio. El retorno de la próspera función intermediaria de los congresistas, en un escenario en que el gobierno se había dejado caer en una tentación reformadora, buscando concentrar la totalidad de los poderes estatales en el ejecutivo. Pero sus intentos habían fracasado. Al iniciar el segundo tercio de gobierno, la actitud presidencial validaba la sentencia de Ronald Heifetz (1998), profesor de la Escuela Kennedy de Harvard: Hoy en día enfrentamos una crisis del liderazgo de muchas áreas de la vida pública y privada. Pero interpretamos mal la naturaleza de esas crisis. Nos apresuramos a atribuir los problemas a nuestros políticos, como si estos fueran la causa. A menudo los utilizamos como chivos expiatorios [...] Además, en períodos de crisis, tendemos a buscar el tipo de liderazgo erróneo. Pedimos que venga alguien con respuestas, decisión, fuerza y un mapa del futuro, alguien que sepa adónde debemos ir (p.84).

Y Uribe, que parecía tener la capacidad y el liderazgo, no lograba proyectarlos. El problema era de fondo. Para enfrentar la crisis, había que rescatar el sentido político del ejercicio de gobierno como proceso de conducción política. O más precisamente, como un proceso de conducción del poder político que llevara a una salida de la crisis. Y para lograrlo, la legitimidad política e institucional era condición necesaria pero no suficiente. Había que trascender el discurso de la gerencia pública, para dedicarse a trabajar en los asuntos estratégicos que le dieran salida a la crisis. Las críticas que, desde distintos ámbitos, se advertían sobre la improvisación y la desorganización gubernamental demostraban que el problema no se resolvía sólo con llegar y mandar o trabajar más que todos los demás, sino que estaba — sobre todo— en la precariedad de los instrumentos de gobierno. Y ése era, precisamente, el frente que había abandonado el gobierno de Álvaro Uribe. Los discursos de la gerencia pública se disolvían en el vacío ante la ausencia de un proyecto gubernamental. Los objetivos de política seguían amarrados a la idea de que únicamente se puede hacer aquello que sea posible financiar y que, para producir impacto, hay que invertir en los proyectos que sean visibles. Los enunciados de las políticas


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continuaban reducidos a la exposición programática de grandes propósitos que, aun cuando respondían a las necesidades del país, en la mayoría de los casos no consultaban la capacidad del aparato público para llevarlos a cabo. La ejecución de las políticas se había limitado a un simple problema de operaciones administrativas y financieras, mientras que su evaluación ha sido condenada a la elemental contabilización de los montos presupuestales comprometidos o efectivamente gastados por los ejecutores públicos o privados de las políticas. La efectividad de las políticas seguía bloqueada por la existencia de un tejido institucional muy complejo y altamente intermediado por intereses privados que buscaban un beneficio político o económico particular. Se seguía gobernando en medio de la inestabilidad que producen los permanentes cambios en las reglas de juego, que no dejan madurar las reformas institucionales acometidas, ni tampoco dejan consolidar las instituciones que se crean. Las tareas gubernamentales no han dejado de desplazarse entre la formalidad de los arreglos institucionales que invocan el interés público y la informalidad de la negociación de los intereses privados. Al llegar a la mitad de su período de gobierno, el modelo de microgerencia del presidente Uribe había hecho crisis poniendo en franca evidencia la quiebra del régimen presidencial colombiano. “El presidente manda, pero no gobierna”, era la conclusión irremediable a la que se llegaba luego de ver que mientras el presidente invocaba una lucha feroz contra el terrorismo, tenía que recurrir a la destitución de una larga lista de oficiales de las Fuerzas Armadas y la Policía por una cadena de errores injustificables. El problema no estaba en cuestionar la decisión presidencial, sino en valorar los efectos que producía. Los que debían ser casos ejemplarizantes sorpresivamente se había convertido en referentes de la confrontación de feudos de la administración pública. Mientras el director del Departamento Administrativo de Seguridad —DAS—cuestionaba el compromiso de algunos generales en el conflicto armado colombiano, los militares hacían saber su molestia por haber “entregado” al escarnio público, la cabeza de uno de sus altos oficiales. La decisión antes que resolver el problema la responsabilidad terminó juzgado como una pérdida de poder. Una vez más, los objetivos gubernamentales del presidente Uribe quedaban diluidos en un cúmulo de pugnas y enfrentamientos internos, que se extendía en buenas porciones de la administración pública entre ministros y viceministros, directores de departamentos administrativos y subalternos.


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Una vez más, el estilo de la microgerencia era sinónimo de crisis. De nada había servido que el presidente interviniera en los asuntos más pequeños de la administración pública o que se mostrara enérgico frente a sus subalternos, si en el manejo de las grandes políticas no lograba mantener la cohesión de las organizaciones responsables de esas políticas. En todos los sectores era evidente que cada entidad iba por su lado. Y lo que era peor, en la toma de decisiones se evidenciaba el desigual criterio con que se manejaban las crisis. Mientras el presidente destituía públicamente a un general del Ejército por una toma guerrillera, el ministro de Protección Social era desbordado por una epidemia de fiebre amarilla que producía varias muertes, sin que se procediera de manera similar. Era evidente que el Ministerio no estaba preparado para la emergencia 77. Mandar no significaba gobernar. El ex presidente López Michelsen no dejaba de tener razón cuando argumentaba que el exceso de poderes con que cuenta el presidente Uribe estaba “asfixiando al país”. La razón era simple. Los problemas gubernamentales ya comenzaban a afectar seriamente la estabilidad del Estado. Cada golpe que recibía el gobierno, cada fracaso que registraba, se reflejaba inmediatamente en una mayor fragilidad estatal. En un régimen político en el que el jefe de gobierno era el mismo jefe de Estado, resultaba evidente que cualquier asunto que afectaba la estabilidad gubernamental también afectaría la estabilidad del Estado. La falta de una sólida institucionalidad de 77

En las primeras semanas de 2004, una epidemia de fiebre amarilla sorprendió al país después de haber controlado el riesgo de la enfermedad. En una comunicación a los medios, el ex director del Instituto Nacional de Salud afirmaba: “el Instituto produjo la vacuna de fiebre amarilla por décadas. Un rezago tecnológico hizo que perdiera el reconocimiento de la Organización Mundial de la Salud como centro de producción de referencia en los años ochenta, pero siguió, todo el tiempo, supliendo las necesidades del país y exportando a los países vecinos en varias emergencias. El año 1998 se produjeron 2’900.000 dosis. El área de producción había sido anteriormente reestructurada según las normas vigentes y se había recibido la visita de una comisión oficial de la Organización Mundial de la Salud que estudió los procesos de producción y generó recomendaciones para algunas mejoras que debían ser llevadas a cabo antes de la visita adicional, que le devolvería al país el reconocimiento perdido en la década anterior. La principal recomendación fue el desarrollo de un sistema que mejorara la estabilidad de la vacuna. Se llegó a un acuerdo (plenamente financiado por el Ministerio) con el instituto Fiocruz de Brasil para la transferencia de su tecnología de estabilidad, y de un lote de semilla secundaria, que aseguraba la producción, a ese ritmo, por unos 15 años”. Sin embargo, por razones fiscales, el Instituto Nacional de Salud suspendió la producción de la vacuna. El gobierno no hizo ninguna previsión sobre cómo se mantendría el abastecimiento de la vacuna. La epidemia encontró al país con muy pocas vacunas. Sólo reaccionó algunos días después, cuando recurrió a los gobiernos de Venezuela y Brasil para contener el avance de la enfermedad. El costo económico y de vidas había sido muy alto para el país.


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controles y contrapesos aceleraba el proceso de erosión del poder presidencial y abría paso a las tentaciones del absolutismo. Todo se concentraba en el presidente. Todo dependía de él. Y mientras más sometido se estaba al talante del gobernante, más frágil era el Estado frente a los problemas del gobierno. La consecuencia no podía ser otra. Los intereses del Estado se fueron disolviendo en los intereses del pequeño círculo que rodeaba al presidente y que luchaba por mantenerse a toda costa. Una vez más, militares, políticos, congresistas, jueces, periodistas, empresarios, ministros, alcaldes, gobernadores, diputados y concejales, trataban de mantenerse y hacer valer sus prerrogativas. Como ya se ha dicho antes, con la característica de que cada uno tiene capacidad para bloquear cualquier política contraria a sus intereses reales o imaginarios, pero no la tiene para imponer la propia. En este escenario, nadie parece tener la capacidad y las armas para imponerse sobre los demás. Colombia se sumergía, cada vez más, en el régimen de un presidente sitiado. Los mecanismos de dirección y regulación política se hundían cada vez más en la precariedad. Cada vez era más evidente que la acción gubernamental quedaba sometida a la tiranía del statu quo. Y el ordenamiento institucional cada vez más condenado a la endeblez estructural. Las lecciones de la presidencia personal Primera lección: Los ciudadanos hacen saber que el poder también tiene límites El entorno más próximo al presidente Álvaro Uribe se jactaba de que no había perdido ninguna votación en su vida. En ese hecho habían guardado toda su confianza frente al desafío que le imponía a Uribe movilizar a los votantes a favor de su propuesta de referendo. Sin embargo, de un día para otro, los colombianos le cambiaron el escenario por completo. No sólo le inflingieron la primera derrota electoral, sino que también le hicieron saber que una popularidad del 70% no era suficiente para sacar adelante una propuesta de reforma constitucional. Las preguntas no obtuvieron el umbral que exigía la ley. El sábado 26 de octubre de 2003, el referendo obtuvo seis millones de votos, y al día siguiente, el domingo 27, los alcaldes y gobernadores obtuvieron doce millones de votos. Con esa decisión, los colombianos le dieron la más importante lección que debía recibir un gobernante: le hicieron saber que el poder también tiene límites.


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Se trataba de una lección bien ganada. En todo el proceso de discusión y votación fue evidente que el poder de la presidencia se dejó tentar por la fractura ética. Con el propósito de sacar adelante el “Sí” al referendo llegó a forzar las circunstancias a tal punto que hizo que todo pareciera válido, que el fin justificara los medios. Por cuenta de su campaña por el “sí” se sobrepasaron los límites de la ética gubernamental. Primero, el gobierno buscó aprovecharse de la elección de autoridades territoriales, al decretar la realización de la votación por el referendo el día anterior a la elección de alcaldes y gobernadores, sin considerar que la Constitución lo impedía. Luego mantuvo un extraño silencio cuando, a pesar de la ostensible violación de lo establecido por las autoridades, los promotores del “sí” al referendo difundieron publicidad que evidentemente desorientaba a los votantes. Más tarde, una senadora amiga del gobierno debió rectificar una declaración en la que reconocía que el presidente le había pedido que apoyara a un candidato a alcalde que promovía el “sí” al referendo. Y como si fuera poco, sin importar que la ley impidiera taxativamente la promoción del referendo en programas familiares y de entretenimiento, el presidente no tuvo problema en participar en programas como en el reality del Gran Hermano, en que buscó abiertamente el apoyo del “sí” al referendo. El Gobierno confundió audacia con inconsistencia. Una cosa era que el presidente fuera audaz y buscara aprovechar todos los recursos disponibles para avanzar en su “tarea pedagógica por el referendo”, y que eso revelara cuán lejos podía llegar en busca de sus objetivos. Pero otra muy distinta, que fuera inconsistente al desbordar los límites de la ley, cuando desde la campaña presidencial había insistido en la necesidad de “restablecer el imperio de la ley” y cuando con su presencia, había terminado por validar programas que difundía valores que no eran precisamente los de convivencia y transparencia que el gobierno pregonaba. La promoción del referendo había producido una fractura ética de fondo. Primero, transgredió las reglas de juego legal e institucional establecidas. Y segundo, el gobierno no tuvo problema en desbordar los límites que la consistencia de su compromiso ético y político le exigía. El referendo se promovió como un recurso contra la politiquería, pero para obtener su aprobación se recurrió a prácticas politiqueras que degradaban la política o pervertían la naturaleza de los instrumentos políticos, legales y constitucionales establecidos para la participación política de los ciudadanos. No sólo había que ver al propio presidente


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entregando dinero o subsidios en mano a comunidades necesitadas, en eventos públicos en los que su discurso se concentraba en la promoción del “sí” al referendo, sino que también era frecuente encontrar en sus mensajes el propósito explícito de darle un carácter plebiscitario a su propuesta. El problema radicaba en que buena parte de la salida a la crisis colombiana pasaba por el rescate de una ética gubernamental que, más allá de sus propios objetivos, promoviera comportamientos que hicieran más compacta la sociedad en busca de soluciones. Mucho más cuando, utilizando los conceptos propuestos por Octavio Bordón (2001), la discusión sobre el referendo había estimulado una conducta pública de los ciudadanos, que demandaban, primero, un comportamiento ético de los políticos (demanda de transparencia). Es decir, presionaban por la reducción de la distancia entre representantes y representados, y el restablecimiento del sentido público de las acciones y decisiones públicas. Segundo, reclamaban una ética de las políticas (demanda de justicia y equidad) que obligara a los gobernantes a reorientar sus acciones, pues las reformas habían convertido al Estado en garante de algunos derechos individuales pero no en responsable de derechos sociales, y la privatización había significado la privación del Estado para los más pobres. Y tercero, exigían una ética de la política (demanda de futuro), que les diera la seguridad a los ciudadanos de que podían erigirse como verdaderos actores en la definición de su destino, y que eso significara la oferta de un futuro cierto y viable. Pero no se trataba de que el gobierno impulsara un comportamiento que le permitiera a la sociedad un mayor nivel de conciencia frente a la magnitud de los problemas, y que en consecuencia ésta pudiera votar sobre un tema sustantivo. Se trataba más bien de garantizar las formas de organización, los espacios de deliberación y la información que le permitiera desarrollar su capacidad de reflexión sobre las alternativas de futuro, y reafirmara su convencimiento sobre el valor estratégico de identificar esas alternativas y optar por una de ellas. Pero todo ello exigía un compromiso con el fortalecimiento de los partidos políticos y la reivindicación y el ejercicio de la política. El desafío no era volver al populismo, sino buscar el equilibrio en la deliberación política entre los que gobiernan y los que se oponen. Y en este escenario no todo era válido, como el gobierno suponía. La conducta gubernamental no había sido un ejemplo de corrección y juego limpio.


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Desde Aristóteles se ha debatido si en verdad los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. La evidencia histórica de que las sociedades siempre reaccionan sabiamente cuando ven que sus gobernantes se alejan alucinados por su capacidad de actuar, se ha erigido en una muestra de que también la virtud de los pueblos radica en su disposición para obedecer y en su capacidad para enseñarles a los gobiernos que, por fuerte que sean, su poder (el que los ciudadanos le confieren) también tiene límites. Con los resultados de la votación por el referendo y la elección de autoridades locales y regionales, los colombianos le dijeron al Presidente que, en aras de sacar adelante un resultado, los gobiernos no podían quebrantar las reglas del juego, ni invadir la cotidianidad de las personas, ni abusar de la debilidad de las instituciones, ni exponer al riesgo de la degradación al poder constituyente. Y no ha sido la única vez que lo han hecho, ni la última que lo harán. Con la votación quedó en evidencia que los ciudadanos aprecian a su presidente, pero que eso no significaba que estuvieran dispuestos a darle un cheque en blanco para que avanzara a discreción en su tarea reformadora. Y mucho menos si tenían claro que los cambios que promovía con el referendo no eran los mismos a los que se había comprometido el día de su elección. Los resultados electorales obtenidos en muchos municipios como Bogotá, Medellín y Cali, y departamentos como Antioquia, Cundinamarca y Valle, testimoniaban cuán fuerte había llegado a ser la insubordinación de los ciudadanos frente a las caducas dirigencias partidistas en los territorios del país. Sin importar las buenas o malas experiencias anteriores de los alcaldes y gobernadores independientes en muchos gobiernos locales y regionales, los ciudadanos refrendaron una vez más el mandato a quienes abiertamente estaban por fuera o en contra de la política tradicional. El mensaje fue tan fuerte que puso sobre la mesa una dura realidad para el gobierno central: la frágil institucionalidad política, la que permitía decir que todavía existe una frágil democracia en el país, se sustentaba en las colectividades locales y se mantenía gracias a su capacidad de movilización y participación política territorial. Los electores no sólo habían aprendido a discriminar sus decisiones de voto entre los asuntos que son nacionales y los que son locales. También hicieron valer su fuerza de reacción frente a la amenaza de los poderes del unanimismo, reivindicando el poder y la potencia que tiene la deliberación pública, como recurso para decidir el destino de todos.


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Pero eso no fue todo. Además, con sus votos hicieron saber que, en la tarea de gobierno, el poder de los medios de comunicación también tenía límites. Mostraron que los gobernantes podían utilizar a discreción los medios (y éstos prestarse a sus propósitos), pero que las sociedades siempre irán más allá de las imágenes y los mensajes velados; podían crear mundos virtuales, pero no encubrir realidades; podían perfilar las opiniones de las personas, pero no determinar su capacidad de discernimiento. El tremendismo, abierto o soterrado, con el que se quiso promover la votación por el referendo, o con el que se “invitó” a no votar por los candidatos-amenaza, se revirtió en contra del gobierno y los medios. Lo que reinó fue el optimismo y la confianza. Mientras seis millones de colombianos votaban el referendo, cerca de doce millones elegirían sus autoridades territoriales al día siguiente. Más que un nuevo mapa político-electoral, lo que los votantes habían decidido poner en evidencia era una nueva realidad política en el país, que comenzaba a cuestionar los proyectos personalistas y por tanto a exigir la búsqueda de la unidad en medio de la diferencia. Y aun cuando el peso de la “derrota” se reflejara en el desplazamiento de la presencia total a su ausencia total, del presidente en los medios como si se hubiera perdido un plebiscito y no un referendo, lo importante era que el gobierno supiera leer el mensaje que enviaban los colombianos: el presidente no había perdido gobernabilidad ni respeto, simplemente debía saber que el poder también tiene límites. Segunda lección: Los políticos hacen saber que para reinar hay que abdicar Para el presidente Uribe, la escena no había podido ser más vergonzosa. Los más altos funcionarios de su gobierno —y él mismo— volcados en encuentros y halagos buscando el apoyo de quienes, por acuerdos todavía no muy claros, estaban ocupando una curul en la Comisión Primera (de Asuntos Constitucionales) de la Cámara de Representantes. Sus votos eran definitivos para la aprobación del proyecto de reelección presidencial. El primero era el conservador Teodolindo Avendaño, segundo renglón del también conservador Oscar Arcila, quien se posesionaba como congresista a sólo unas semanas de obtener su pensión como congresista. Y la segunda era la representante Yidis Medina, segundo renglón del también conservador Iván Díaz, que llegaba a la Cámara como la viva encarnación del


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transfuguismo. Se había iniciado como concejal de Barranca a nombre del Partido Liberal, luego se presentó como candidata a la alcaldía de su municipio con el aval del movimiento independiente del padre Bernardo Hoyos, y finalmente, para justificar su voto, afirmó sin rubor: “Me debo al Partido Conservador que apoya la reelección” (diario El Tiempo, junio 7, 2004, p. 5A). Estas conductas, que en su campaña el presidente tanto cuestionó, luego no fueron ningún obstáculo para que el gobierno asegurara la aprobación del proyecto en la Comisión Primera de la Cámara. Las largas entrevistas que el presidente y sus funcionarios debieron sostener, con lo más representativo de la política colombiana, no eran otra cosa que una silenciosa cuenta de cobro que le pasaba la politiquería a un presidente que en público la rechazaba pero que en privado la recibía buscando su apoyo. La larga cadena de halagos y compromisos a que debió recurrir el presidente, con los congresistas que definían la suerte del proyecto, alcanzó su máxima expresión con el “se lo imploro” de Uribe a un representante nortesantandereano, cuyas ínfulas en su respuesta negativa le debieron hacer sentir al presidente con mayores niveles de popularidad, la penuria del monarca encadenado. El esfuerzo para revertir una votación que se anunciaba contraria llevó la situación al límite. Aun cuando pudiera ser interpretada como un cambio de reglas de juego en beneficio propio, la decisión presidencial de jugársela a fondo por el proyecto de reelección inmediata, no sólo hizo que todo el gobierno se movilizara a fondo, sino que la acción gubernamental quedara subordinada a su aprobación. Desde la inversión social hasta los acuerdos humanitarios para liberar a los secuestrados, todo quedó atravesado por la reelección inmediata que, por cuenta de la urgencia de sacarla adelante, quedó elevada al rango de prioridad de Estado y convertida en punto de honor presidencial. Sin haber comenzado la batalla, el gobierno ya se había jugado los restos de su proyecto renovador. El 70% de popularidad no le había bastado al presidente para contener la voracidad de los parlamentarios a quienes les abrió la puerta de los nombramientos. Pero esa situación sólo tenía valor anecdótico. Guiado por un novedoso pragmatismo, al gobierno sólo le importaban los votos que permitieran la aprobación del proyecto en Senado y Cámara. No se medían los costos que el contenido del proyecto y la manera como se estaba tramitando en el Congreso, tendrían sobre la institucionalidad política del país. Por una parte, el desfile de los congresistas por el despacho presidencial


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ratificaba que los legisladores volvían a estar más preocupados por las cuotas que esperaban del ejecutivo, que por la calidad de las leyes que debían producir o el control político que tenían que ejercer sobre las acciones gubernamentales. Y por otra, el desfile de los altos funcionarios por las oficinas de los congresistas implicaba el regreso a las épocas en que la mayor preocupación de los ministros estaba más en la aprobación de los proyectos, que en la calidad de las políticas públicas. Eso explicaba porque, mientras algunos expertos cuestionaban el “deplorable estado de la salud pública en el país” y denunciaban que “el sistema de salud carecía de rectoría y dirección estratégica”, el ministro de Protección Social visitaba diligente a los parlamentarios que estaban “indecisos” para votar el proyecto de reelección. Un nuevo principio había comenzado a regir el pragmatismo gubernamental: la ferocidad del combate al clientelismo y la politiquería dependía de la capacidad que los politiqueros tuvieran para afectar los intereses del gobierno en el parlamento. Si tenían poder para influir, entonces el gobierno se mostraba dispuesto a negociar con ellos. Los que antes eran principios innegociables, inamovibles, como se dijo en la campaña presidencial, luego no lo fueron tanto cuando Uribe se posesionó como Presidente. Los fines habían comenzado a justificar los medios. Por asegurar el trámite del proyecto, el gobierno había olvidado que a veces había victorias que, por sus costos, era mejor no conseguir. Y ese olvido puso al gobierno ante la dura realidad de que el cambio de las costumbres políticas, de nuevo, había quedado atado a los peores comportamientos. Una vez más, los políticos le hicieron saber al presidente Uribe que, para mantenerse en el trono, el rey debía abdicar. Y así lo hizo. Tercera lección: La cuerda también se rompe por el lado más grueso En un régimen democrático, además de tener que llevar la carga pesada de la acción gubernamental en cada sector, a los ministros también les ha correspondido el difícil papel de ser los “fusibles” del presidente para el manejo de las crisis. Tradicionalmente, la composición política del gabinete siempre ha sido el reflejo de los pactos políticos o de los acuerdos partidistas que les han permitido a los gobiernos llegar o mantenerse en el poder. Sin embargo, en un régimen en donde la personalización del poder gubernamental llega a niveles tales que el propio presidente desplaza a sus ministros en sus


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tareas primordiales, los ministros pierden su valor político como “fusibles” para la gobernabilidad. Todo el peso de la tarea de gobierno se desplaza hacia el presidente y su entorno más próximo. Los “fusibles” comienzan a ser los consejeros más cercanos al gobernante y los hombres fuertes del gobierno. Así, en condiciones de un poder presidencial excesivamente concentrado y personalista, cualquier salida a una crisis política tiene que pasar, necesariamente, por el despacho presidencial o por el ajuste de cuentas con los ministros y asesores que mejor reflejan el poder del presidente. En la resolución de las crisis, la cuerda también romperá por el lado más fuerte. Ésa es una de las principales lecciones que ha dejado la presidencia personal en Colombia y, más particularmente, en el caso del presidente Uribe. El estilo excesivamente concentrado de poder y altamente personalizado que ha impuesto, lejos de contribuir a resolver los problemas, se convierte en un factor que lo ha dejado al descubierto en los momentos más duros de crisis política e institucional. No se habían cumplido los dos años de gobierno cuando al presidente Uribe ya había perdido a los funcionarios más importantes de su equipo: el ministro del Interior y de Justicia, Fernando Londoño Hoyos, quien interpretaba mejor que nadie su filosofía de gobierno; el asesor económico, Rudolph Hommes, que era la cuota de experiencia en el gobierno y el puente del presidente con el mundo empresarial del exterior; el consejero para Asuntos de Alto Gobierno, José Roberto Arango, su mejor amigo y más cercano colaborador, responsable de atender los más complejos problemas gubernamentales, y el secretario general de la Presidencia, Alberto Velásquez, quien había sido el gerente de su campaña electoral. La cuerda se había roto por la parte más fuerte. La primera crisis política interna se produjo con la derrota del referendo. Lo que había comenzado como una presión del círculo más cercano del presidente, por entregar una cabeza que totalizara las culpas por la derrota del referendo, terminó en un profundo replanteamiento de los puntos neurálgicos del gobierno. La crisis producida por el pésimo manejo (antes, durante y después) del referendo no sólo concentró toda la responsabilidad electoral en la acción presidencial. El Presidente había asumido personalmente las tareas de explicación, promoción y movilización de los electores a favor del referendo. Esa decisión no sólo le significó tener que dedicarse por entero durante tres semanas al “perifoneo” electoral, sino que también puso en evidencia la tremenda fragilidad política y estratégica del equipo más cercano al presidente y su capacidad para producir


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resultados. Por lo menos eso debió entender el propio Uribe cuando, ante la derrota en las urnas, comenzó a recibir todo tipo de presiones de los sectores empresariales y parlamentarios amigos, por la conformación de un nuevo equipo de asesores de gobierno. La reacción presidencial no pudo ser peor. En medio de una serie de informes y comunicados confusos y contradictorios, el presidente se mostró errático en la decisión de producir un cambio en el equipo de gobierno. Su compromiso inicial de mantener ministros por cuatro años se convirtió en un ancla que le impedía moverse libremente. Los asesores y funcionarios gubernamentales, lejos de facilitar las decisiones, cerraron filas en torno al presidente, bloqueando cualquier decisión. El anuncio oficial de que todos los ministros presentarían su renuncia para permitir que el presidente redefiniera su gabinete fue rápidamente desmentido por los propios ministros. Sólo unas horas después de haberse anunciado la renuncia colectiva, se supo que el único ministro que de verdad había puesto su firma de renuncia había sido, precisamente, el de Interior y de Justicia. Y más aún, luego se hizo público que habían sido los propios amigos del presidente y funcionarios de su entorno más próximo los que, ante las tensiones generadas por Londoño Hoyos, por todos los medios presionaron su renuncia. Era evidente que las continuas intromisiones del presidente en su relación con los parlamentarios, y algunas declaraciones del propio ministro, habían deteriorado su capacidad de interlocución con el Congreso. Y esa pérdida se convirtió en un serio obstáculo para el propósito gubernamental de resolver el problema fiscal, ahora agravado por la derrota del referendo. Lo mismo pudo haber pasado con el Ministerio de Defensa. Las permanentes intromisiones del presidente en los mandos medios de las Fuerzas Armadas y una seguidilla de tensiones y conflictos entre la ministra y la cúpula dejaron claro que, al igual que su colega del Interior y Justicia, la ministra de Defensa había perdido la capacidad de interlocución con los altos mandos militares y de la Policía. Además, la manera inapropiada como días antes se había anunciado el cambio de cúpula militar contribuyó a empeorar el ambiente de incertidumbre y tensión entre el gobierno y los militares. La publicación de una errática entrevista a los altos mandos militares, con afirmaciones controvertidas unas páginas más adelante por el director de la Policía y, finalmente, unas desafortunadas declaraciones de la ministra de Defensa en las que rectificaba afirmaciones del presidente, confluyeron para presionar el cambio


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ministerial. Para el gobierno era claro que ante la proximidad de escoger la nueva cúpula con un nuevo ministro, no sólo se despejaba el ambiente de tensión con los mandos militares, sino que se facilitaba retomar el control sobre el aparato militar. Ante la crisis el presidente decidió asumir personalmente la interlocución con los parlamentarios y los militares, y nombró como ministro del Interior y de Justicia al presidente del gremio de comerciantes que lo había acompañado en el referendo, y a un empresario amigo suyo, ajeno al estamento militar, como ministro de la Defensa. ¿Cuáles eran las implicaciones de este replanteamiento? Por una parte, al hacer público el nombramiento de un dirigente gremial como nuevo ministro del Interior y de Justicia, el presidente hizo una doble notificación al país: primero, que el gobierno abandonaba cualquier posibilidad de estructurar una política de justicia que fuera más allá de la lucha contra el lavado de activos, el mantenimiento de la extradición y la descongestión judicial. Y segundo, que ése era el costo que el país debía pagar para que se pudiera resolver el problema fiscal, pero sin que afectara la confianza (y las rentas) de los empresarios. No de otra manera se explicaba cómo el nuevo ministro del Interior iría a defender una reforma tributaria que siguiera ampliando las exenciones que sólo favorecían a los grandes capitales, y descargaba en los asalariados y pensionados todo el peso del ajuste fiscal 78. Por otra parte, con el nombramiento del nuevo Mindefensa, Jorge Alberto Uribe, se institucionalizaba el esquema de gobierno de las Fuerzas Armadas: el presidente sería el responsable de definir los asuntos de política y estrategia militar, y el ministro quien se encargara de la gerencia de los recursos disponibles. Aun cuando venía precedido de una bien ganada fama de empresario serio, riguroso y con capacidad ejecutiva, el nombramiento del nuevo ministro no dejaba de ser una apuesta arriesgada de Uribe. Sobre todo en un país cuyo Estado había impedido que muchos empresarios no fueran sino rentistas. Es decir, expertos en dilapidar capitales, destruir el tejido social, degradar las instituciones y sobrevivir de las prebendas que les han reportado las 78 Al finalizar el año 2004, se estimaba que el saldo en rojo de las finanzas públicas de 2005 llegaría a los seis y medio billones de pesos. Para ese mismo periodo, las exenciones superaban los tres billones de pesos anuales, es decir cerca de la mitad del déficit, sin cuantificar las más de doce aprobadas en las últimas reformas tributarias, ni la norma que premiaba la reinversión de utilidades por parte de las empresas, que según Fedesarrollo, “ni siquiera la DIAN sabe cuál va a ser el costo de esa exención”.


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reformas tributarias. Ahora quedaban al frente de instituciones claves para la supervivencia de la frágil democracia. Ante la crisis, el presidente se había decidido por una apuesta fuerte que, a la postre, lo llevaría a profundizar el discurso de la gerencia pública en el que tanto insistía. Sin embargo, el modelo gerencial muy pronto comenzó a fallar. No tanto por la capacidad de los ministros sino por las continuas e inesperadas interferencias presidenciales. Por una parte, el nuevo ministro del Interior y de Justicia se había posesionado proponiendo un acuerdo político con los partidos, sobre las reformas estructurales que se debían tramitar para salir de la crisis: reforma a la justicia, reforma al Estado y reformas económicas. Se trataba, sin duda, de una alternativa que no sólo permitía destrabar la agenda legislativa en el Congreso, sino que también, ejercía soluciones a los problemas políticos, institucionales y fiscales en que estaba sumido el país. La manera improvisada como se presentó el proyecto hizo visible la falta de claridad del gobierno sobre los propósitos y alcances del acuerdo político, y permitió a los movimientos políticos proponer una larga lista de temas con los que condicionaban su ingreso al acuerdo. Además, no se podía perder de vista que desde su inicio el gobierno ya había comenzado a adelantar con escasos resultados reformas en los temas propuestos. Era, por decir lo menos, problemático pensar que se podía proponer un acuerdo para reformar el Estado, cuando el gobierno ya había utilizado unas facultades amplias conferidas por el Congreso para hacerlo. ¿O en qué había quedado la carrera de supresiones y fusiones en que terminó la reforma del Estado? Tampoco había demasiado margen para reformar la justicia. Mientras que el gobierno promovía una reforma a la justicia, en el Congreso estaba en curso una reforma de fondo a los códigos. Y mucho menos para flexibilizar la legislación tributaria, ¿se necesitaba un acuerdo político para eso? ¿No había sido suficiente la lección que dejó la aprobación de la reforma tributaria? Además, la interferencia del presidente y su entorno había llegado a un punto tal, que el viceministro de Defensa produjo una crisis al renunciar en medio de muy graves señalamientos al ministro por haber recibido en su despacho a los abogados de un grupo extraditables. Eran cuestionamientos que se le hacían al gobierno desde los distintos partidos y movimientos que ahora eran convocados para el acuerdo político. Sin embargo, los partidos y movimientos políticos (con la excepción del Polo Democrático Independiente) aceptaron las condiciones y


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entraron al acuerdo político con la disposición de trabajar en las reformas. Se había acordado que una vez fueran redactados los proyectos de reforma, el gobierno los sometería formalmente a la discusión en el Congreso. Ya con el apoyo de los partidos, la aprobación parlamentaria sólo sería un asunto de trámite. Pero, paradójicamente, el acuerdo político puso en evidencia que el problema no estaba solamente en el bloqueo de la agenda legislativa, sino —más estructuralmente— en la falta de una carta de navegación que orientara el rumbo del gobierno. Después del referendo ya no habían quedado claras las prioridades. No se veía la ruta que el gobierno quería seguir, ni el puerto al que se quería llegar. Todo dependía de lo que al presidente se le fuera ocurriendo, o lo que el curso de los acontecimientos le fuera imponiendo en política exterior, en manejo macroeconómico o política social. La falta de horizonte en su agenda de relaciones políticas y de reformas legislativas era tan evidente que, cuando Uribe Vélez decidió fijar como nueva prioridad su reelección inmediata, el gobierno no tuvo mayor problema en alterar los compromisos que había adquirido para el trámite de las reformas en el Congreso. Algunas reformas claves, como la reforma al régimen de pensiones, que sólo unos días atrás se había considerado como prioritaria y frente a la cual se había llegado a un consenso en el acuerdo político, terminaron desplazadas de la agenda legislativa que el gobierno sometía a consideración del Parlamento. El acuerdo recibía un entierro de tercera. El margen de maniobra político e institucional que se había ganado con el acuerdo se perdió por completo. Pero si por los lados de la gestión ministerial del Interior y de Justicia llovía, por los lados del Ministerio de Defensa no escampaba. Los llamados de atención sobre pobres resultados, las constantes presiones a las que públicamente había sometido el presidente a los generales de las distintas fuerzas, y sus permanentes llamadas a oficiales de bajo rango sin tener en cuenta a sus superiores, habían generado un ambiente poco propicio para la gestión del nuevo ministro de Defensa. Esa comunicación excesivamente exigente y personalizada del presidente Uribe había generado un ambiente de competencia y tensión entre los comandantes de las distintas fuerzas. Con el propósito de producir cada vez mejores resultados, cada uno buscaba optimizar sus recursos sin compartir la información con los demás. Muy rápidamente se haría público el paso de las tensiones a los


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enfrentamientos abiertos entre el comandante del Ejercito y el director del DAS, la comandancia del Ejército y la Policía. Además de desplantes, se producían refriegas internas e incluso enfrentamientos armados, en las propias calles o en las zonas rurales, que comprometían a oficiales de la fuerza pública. Mientras el presidente seguía “apretando”, el ministro parecía cada vez más incapaz de contener los enfrentamientos abiertos y soterrados. En medio de la confrontación, comenzaban a publicarse en los diarios informes en los que se afirmaba que “la seguridad en las carreteras no es como la pintan” (El Tiempo, mayo 10 de 2004 primera página,). El modelo de solución a la crisis al que recurrió Uribe terminó por poner en cuestión los resultados de su principal política: la seguridad democrática. El régimen de la presidencia personal comenzó a hacer agua por los lados más críticos. La resistencia del asesor presidencial Rudolph Hommes a abandonar su condición de consultor empresarial, mientras ejercía como asesor presidencial, generaba más de una incomodidad y un problema político. “Como asesor presidencial, concurría al Consejo de Ministros y al de Política Económica, en los que circula valiosa información. Simultáneamente asesoraba transnacionales y poderosos grupos económicos”, afirmaba Jaime Castro en su columna del diario El Tiempo de Bogotá, en octubre de 2004. Los ataques a la doble condición de asesor del presidente y consultor de empresas rindieron sus frutos cuando, forzaron su salida del gabinete de asesores al hacerse pública la participación de Hommes como representante de la empresa aérea panameña Copa, para adquirir acciones de la colombiana Avianca. Pero, como ya se dijo atrás, Hommes no sería la única persona cercana al presidente que se había visto obligada a renunciar. Sólo unas semanas más tarde, al hacerse pública la participación accionaria de su familia en una empresa proveedora del Estado, tuvo que renunciar a su cargo el consejero presidencial para los Asuntos del Alto Gobierno. Y dos días después, señalado por unas presuntas irregularidades en la adquisición del avión presidencial, el secretario general de la Presidencia, Alberto Velásquez, presentó su renuncia. Las conjeturas habían llegado a extenderse al Congreso de la República, en donde congresistas del Polo Democrático Independiente habían preparado un debate sobre el tema, citando al propio Velásquez. Ya no cabía ninguna duda. La cuerda se había roto por el lado más fuerte.


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Cuarta lección: Las sociedades terminan bajando los estándares de exigencia a sus gobernantes Tantos aplausos para tan pocos resultados, en los dos años de gobierno Uribe, sólo han puesto en evidencia hasta dónde han bajado los niveles de exigencia pública a quienes gobiernan el país. Los elevados niveles de popularidad del presidente llevaron a una situación en la que no había límite para la exageración. Los más enardecidos defensores de la gestión presidencial comparaban a Uribe con Churchill, De Gaulle o Roosevelt, que por su talante, su vocación, su capacidad de trabajo. Todos son aplausos. Quizá por eso el presidente había tenido que decirle a The Wall Street Journal, “Hablar conmigo es como hablar con un miembro de la oposición, vivo más pendiente de lo que hace falta que de lo que se ha hecho” Agosto 10 de 2004). El ambiente de unanimismo se reflejaba en la imagen de los medios que presentaban al presidente como el único y el más fuerte crítico de su gobierno. Sin embargo, en su disposición a estar alerta por lo que faltaba, el Presidente Uribe no estaba en la misma sintonía que la mayoría de sus funcionarios. Así por ejemplo, el director del Departamento Administrativo de Planeación Nacional (DNP) afirmaba que “la realidad social del país ha cambiado desde el 2002”, en respuesta al “Informe mundial de desarrollo humano, que alertaba sobre la caída de tal índice en Colombia. Según el informe, basado en datos de 2002, aun bajo el impacto de la crisis económica el país pasó de un índice de desarrollo humano de 0,779 en 2001 a uno de 0,773 en 2002. Fue el reflejo de un descenso en el PIB total y per cápita (éste pasó de 1.915 a 1.850 dólares), de un notable aumento en el número de desplazados que registra el informe (de 720.000 a 2.040.000) y de un nuevo aumento de la desigualdad de ingresos, entre otros factores. En consecuencia, Colombia, que avanzaba en años recientes, había perdido nueve puestos al pasar del 64 al 73 en la clasificación PNUD 79. Frente al informe, el funcionario no tuvo el más mínimo problema en decir: “Lo que ha sucedido a partir del año 2002 es lo que verdaderamente toca tener en cuenta. El avance que ha tenido la economía y la mejora sustancial en todos los indicadores sociales”. Si hubiera examinado los informes sobre el mercado laboral, la encuesta nacional de calidad de 79

El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) mide a nivel mundial el índice de desarrollo humano, que pondera cuán larga y saludable es la vida de la gente en cada nación, la calidad y el acceso a la educación y el nivel de ingresos per cápita.


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vida publicada por el DANE en noviembre del 2003 o la evaluación de la Contraloría sobre la política social de 200380, habría tenido que decir que la situación social al inicio de 2004 era peor. Que el desempleo no cedía y la calidad del empleo se deterioraba cada vez más. No había duda, los estudios mostraban que el país había comenzando a transitar de una crisis social a una crisis humanitaria. Sin embargo, todos seguían aplaudiendo. Argumentaban que el país era otro, que se podía salir por carretera o que la economía estaba en pleno crecimiento. Pero entre aplauso y aplauso, se alcanzaba a escuchar que el agotamiento paulatino de las reservas petroleras y la caída del 25% en las exportaciones de petróleo para los próximos años; los mayores pagos por el servicio de la deuda 81, que se calculaba que crecerían un 14% y las mayores inversiones en infraestructura que

80 En el reporte de prensa, publicado por el diario El Tiempo (julio 16 de 2004), el informe de la Contraloría General de la República indicaba que el aumento de la pobreza y la indigencia, el deterioro de la calidad del empleo y la persistencia de serios problemas en salud y educación, sumados a la respuesta insuficiente del Estado, son los responsables del retroceso. De acuerdo con las cifras presentadas, la indigencia, que afectaba al 20,4% de la población en 1991, ascendió en 2003 al 34%. La pobreza afectaba en el 2003 al 64,8% de los colombianos, a pesar de que entre 1991 y 1998 había bajado del 53,8% al 51,5%. El estudio atribuía las causas del deterioro social a la crisis económica de finales de los noventa, al aumento del desempleo y a la baja calidad del empleo, “lo cual condujo a la pérdida neta de ingresos para estos sectores de la población”. La tasa de desempleo subió del 10.8% en 1991 al 17% en 2003. Según la Contraloría, frente a esta emergencia social la respuesta del Estado ha sido insuficiente, “por cuanto las medidas adoptadas han sido débiles y puntuales”. En términos de desigualdad, Colombia ocupa el tercer lugar en América Latina, región que se ubica a su vez como la más desigual del mundo, subrayaba el informe. La investigación señalaba que la situación se agravó entre 1991 y 2000, al presentarse un “empeoramiento progresivo en la distribución del ingreso del país", medida por rangos de ingreso, lo cual —según la Contraloría— generó un aumento vertiginoso en la brecha entre ricos y pobres. Mientras en 1991 el 10% más rico de la población tenía 52 veces más ingresos que el 10% más pobre, en 2000 esa relación aumentó a 78. En materia de salud, el informe era crítico con los resultados de la ley 100 de 1993. Anotaba que “Las expectativas generadas con la reforma al sistema de salud no se han satisfecho y persisten problemas estructurales”. Precisaba, por ejemplo, que hubo un deterioro de las personas que solicitaron atención médica en 2003, que ha bajado la cobertura en vacunación y que se han incrementado las enfermedades transmisibles y previsibles. 81 Según la Contraloría, el principal problema fiscal, por encima de las pensiones, estaba en el pago de la deuda pública del país, que seguía subiendo a pasos acelerados y que llegaría a 120 billones de pesos, de los cuales 57 billones serían endeudamiento interno a través de TES, y el resto obligaciones internacionales. El propio contralor general de la República había insistido en la urgencia de desactivar esta bomba fiscal, triplicada en menos de diez años. Para ilustrar lo complejo del tema, se mencionaba que en 2005, sólo en pago de intereses de la deuda interna y externa (sin contar abonos a capital) la Nación tendría que desembolsar 12,7 billones de pesos, es decir, casi todo lo que se destinaría a salud y educación. Pero como el dinero no alcanzaba para todo y con el fin de seguir financiando los diferentes gastos, al gobierno no le quedaba otra alternativa que seguir endeudándose más a través de emisiones de TES por 17 billones, y más crédito externo. Se calculaba que en 2005 el gobierno tendría que hacer amortizaciones de deuda externa superiores en un 51% a las de este año, ante el mayor vencimiento de bonos (diario El Tiempo, julio 11 de 2004, p. 8A).


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exigía la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, permitían anticipar un preocupante panorama fiscal para el país. Mientras, el gobierno buscaba una solución con más impuestos, unas pocas voces se levantaban muy débilmente para presionar el desmonte del régimen de exenciones, que para 2005 copaba la mitad del déficit fiscal del país. No había duda de que buena parte del aplauso debía provenir de los beneficiarios de las exenciones. Allí estaba una porción importante de la dirigencia política y empresarial del país, y una de las razones por las que Colombia había llegado a estar entre los diez países con peor distribución del ingreso del mundo. Que algunas cosas iban bien, era cierto. Pero los indicadores sociales llegaron a un nivel alarmante, las calificadoras de riesgo no habían elevado la calificación al país con el argumento de que desconfiaban de la sostenibilidad del crecimiento, y hasta el gobierno en su reporte de gestión debía reconocer que los resultados en seguridad no habían sido los mejores. Incluso quienes justificaban la tarea del presidente por su honestidad, debían callar al ver que sus más importantes asesores o sus familias no habían podido romper los nexos entre el gobierno y sus negocios. ¿Acaso no fue ese nexo el que acabó con el país? Entonces, ¿por qué tanto aplauso? Una primera respuesta que se podría arriesgar, consiste en que, con las ovaciones, las dirigencias políticas y empresariales querían esconder su estruendoso fracaso, su incapacidad absoluta para conducir la sociedad y el Estado. Basta leer los estudios publicados por la revista Dinero sobre el papel del empresariado en la destrucción del capital productivo; repasar las más de noventa reformas constitucionales y los proyectos de referendo, para ver cómo se han degradado las instituciones y el poder constituyente del pueblo. Y eso sin hablar del narcotráfico que los había beneficiado a todos, directa o indirectamente. Sin embargo, más allá de la consistencia que tenga o no la respuesta, lo cierto era que la ética de los políticos y empresarios alcanzó tal nivel de degradación, que los colombianos habían ido reduciendo los estándares de exigencia a sus gobernantes. Bastaba con que el gobernante de turno fuera honesto y trabajara, para que se le aplaudiera por lo que dijera o hiciera. No importaba si con ello menoscababa las instituciones políticas, agravaba la crisis fiscal o propiciaba el desmantelamiento de la institucionalidad de la planeación y el presupuesto, como ocurría con los Consejos Comunitarios que el presidente organizaba semanalmente en los


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municipios y departamentos del país. Cada vez más a los gobernantes se les reclamaba menos. Seguramente a eso se refirió el presidente Uribe cuando, en el marco del Encuentro Anual de las Cámaras de Comercio 2005 afirmó: en Santa Marta, “Aquí no se asumen responsabilidades políticas por un déficit del 4.2 por ciento, por un endeudamiento del 54 por ciento del PIB, ni por 170 mil hectáreas de droga y 50 mil terroristas. Aquí no se asumen responsabilidades políticas por un 60 por ciento de informalidad. Aquí no se asumen responsabilidades políticas por haber ahuyentado al sector privado de Colombia”. Uribe tenía razón. Todo pasaba y nadie respondía. Pero su reclamo no estaba lejos de tener un marcado tinte populista. Si asumir la responsabilidad política significaba renunciar, era muy poco probable que, con sus afirmaciones, el presidente estuviera haciendo pública la disposición a renunciar a su cargo si el déficit fiscal seguía subiendo (como pasaría con el gasto público frente a los requerimientos de la reelección), o si el nivel de endeudamiento llegaba al 60% del PIB (como los expertos comenzaban a pronosticar, o si la informalidad superaba los niveles del 60% de la población activa (como se esperaba que fuera a ocurrir), o por haber utilizado las reformas para desmantelar el Estado pero no para impedir el cierre de los hospitales públicos (como ocurrió), por no haber impedido la corrupción forzando una mejora en los organismos de control o la eliminación del clientelismo judicial. El presidente había tenido en sus manos los medios y todo el apoyo político que requería para lograrlo. Y por eso también le cabía responsabilidad en la crisis. Y también la tenía que asumir. Pues no se es más responsable porque se señale la irresponsabilidad de los demás. Si el presidente quería que se asumieran responsabilidades, no debió insistir en acabar con los partidos políticos; ni recurrir a las prácticas politiqueras de negociar al menudeo los votos de los parlamentarios; ni señalar como irresponsables, obstruccionistas o amigos de los terroristas a quienes se oponían a sus proyectos o reclamaban del gobierno alguna responsabilidad. Esas actitudes acaban con la institucionalidad que da fundamento al control político y al ejercicio de la responsabilidad pública. Asumir la responsabilidad política tiene sentido en un régimen en el que la sociedad y los partidos ejercen activamente el control, cuentan con un escenario adecuado para expresarse (el Parlamento) y con los dispositivos de sanción política que aseguran un castigo (político) para el responsable. Pero en un régimen como el colombiano, en el que las


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tareas de control político y la oposición partidista están subordinadas a los favores del poder presidencial o están sometidos a su amenaza, invocar la responsabilidad política resulta poco menos que una ironía. En Colombia, en el mejor de los casos, asumir dicha responsabilidad ha tenido una dimensión simbólica: se está dispuesto a reconocer una “culpa” pero no a aceptar una sanción. Nadie ha renunciado o ha perdido su puesto después de haber aceptado la responsabilidad política por un hecho determinado. Tampoco los partidos han sancionado a quienes han asumido esa responsabilidad. Y los debates parlamentarios por la moción de censura a un ministro terminan en lánguidos enfrentamientos personales. No hay sanción política. Y sin ella, nadie responde por las instituciones. Como argumenta Jean Coicaud, “sin la amenaza de ser condenado por sus decisiones y acciones nefastas, para el gobernante la idea de la responsabilidad política es inexistente”. Y agrega que “cuando la inmunidad se convierte en regla, las instituciones pierden credibilidad y los regímenes políticos se hacen cada vez más frágiles” (Blanquer, 2004:234). ¿Qué tanto afecto democrático se les puede pedir a unos ciudadanos que, por imprevisión o por una mala decisión ministerial, terminan como víctimas de una epidemia de grandes proporciones? ¿Qué tanto respeto pueden sentir por un equipo ministerial que avala la decisión de acabar con la producción de vacunas en el Instituto Nacional de Salud y, cuando se produce la epidemia, ésta sorprende al país sin vacunas? ¿Quién responde por el desmonte del sistema de observación de amenazas sísmicas que por razones fiscales se dispuso en Ingeominas durante el gobierno Uribe? ¿Habrá que esperar un desastre para que se reverse la decisión? ¿Qué tanta legitimidad puede reclamar un gobierno que, después de todo, mantiene a los responsables de estas situaciones como si “nada hubiera pasado”? Mientras tanto es cada vez, más evidente que se vive en medio de una gran hipocresía política y social. Y para guardar las apariencias, lo único que les queda a unos dirigentes políticos y empresariales, política y moralmente débiles, es seguir aplaudiendo al presidente de turno por su capacidad y desempeño. Y mientras los ciudadanos tienen que asumir (y seguirán asumiendo) los costos de una herencia de mediocridad, clientelismo y politiquería por décadas de malos gobiernos, el empresariado y (a veces también la Iglesia) no han hecho otra cosa que beneficiarse de esos políticos que tachan en público, pero a los que piden en privado. Para mantener sus beneficios, era claro que están decididos a aplaudir los Consejos Comunitarios, aunque pasen


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por encima de la institucionalidad vigente de la planeación y el presupuesto territorial; a apoyar la reelección inmediata, aunque signifique cambiar las reglas de juego institucionales y políticas del país o a mantener las exenciones, aunque Colombia siga siendo uno de los países con la peor distribución del ingreso en el planeta. Los bajos estándares de exigencia a los gobernantes se constituyen sin duda en uno de los indicadores más reveladores de la pérdida de calidad democrática de un país. Colombia ha entrado en la recta final de la erosión del poder presidencial. Quinta lección: Las instituciones también cobran. El suplicio de Tántalo El presidente Uribe parecía vivir la paradoja de la abundancia: mientras mayores eran las expectativas, más lejos estaban los resultados. De pronto Uribe se encontraba ante el suplicio de Tántalo. Según la mitología griega, Tántalo, hijo de Zeus, había sido un favorecido de los dioses. Y lo fue hasta el día en que su arrogancia lo llevó a creerse más sabio que ellos y para probar la sapiencia divina quiso someterlos a una dura prueba. Los dioses, que sabían lo que ocurría, lo castigaron. “Tántalo –como escribió Bauman- no se conformó con ser participe de la divina beatitud. En su altanería y arrogancia deseó apropiarse de lo que sólo se podía disfrutar como un don” (Uno de los dones era el de la política que, como lo recuerda Satizábal, en su análisis de Antígona, era “el sentido de lo justo, el don de compartir en comunidad, el don de propiedad de Zeus”). El castigo fue cruel y rápido. Zeus condenó a Tántalo a sufrir sed y hambre perennes en medio de la abundancia. Lo sumergió en un río hasta el cuello. Cuando bajaba la cabeza para beber el agua con la que quería saciar su sed, el nivel del agua descendía. Y cuando para calmar el hambre, levantaba la mano para alcanzar una fruta del racimo que colgaba sobre su cabeza, un viento fuerte soplaba alejando el racimo. Es el “Suplicio de Tántalo”, que bajo la paradoja de la abundancia, sirve para mostrar cómo la ira y la desmesura nacen de la ambición de poder. Y que ignorar el don de la justicia lleva a los hombres a ignorar los límites de la ética, de lo sagrado y a acrecentar más su ambición de poder. Es entonces cuando todas las cosas que parecen estar cerca, en realidad están cada vez más lejos. En la teoría del gobierno, el suplicio de Tántalo ha sido utilizado con frecuencia para mostrar cómo los gobernantes tienden a


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desperdiciar su capital político en empresas que sólo sirven a sus ambiciones de poder. En ello gastan sus energías y a ello dedican sus mejores horas. Y esa es la falta que los pueblos (como los dioses) no perdonan. Y que muy rápidamente castigan con severidad. Cuando el gobernante se desborda, sobre sí mismo, cuando exige que las lealtades le sean ofrecidas conforme a la obediencia, es cuando los gobernados le hacen saber que ya no gobierna. Uribe parecía estar padeciendo el Suplicio de Tántalo. Una sucesión de fracasos le ha hecho ver que todo lo que parecía estar cerca, en realidad, estaba muy lejos: Cuando las encuestas anunciaban su victoria aplastante en el referendo y las comunidades aplaudían sus candidatos a gobernadores y alcaldes, fue derrotado y tuvo que emplear en su equipo a muchos de sus candidatos perdedores; Cuando parecía haber pasado la tormenta del referendo y el ambiente parecía dirigirse hacia un buen futuro, Uribe se dejó meter en la empresa de su reelección inmediata, alterando todas las prioridades de gobierno; Cuando el inmenso apoyo popular parecía haberle dado las armas para someter al Congreso y permitirle el triunfo en su lucha contra la politiquería y el clientelismo, la realidad le hizo ver su poca capacidad para tramitar las grandes reformas y su sometimiento a la voracidad burocrática y clientelar de sus principales socios; Cuando parecía tener un gobierno fuerte y dispuesto a intervenir, cada hecho le hizo saber que su equipo no era capaz de seguirle el ritmo, ni de producir resultados; y cuando la política de seguridad democrática parecía darle un respiro al país, de pronto las preocupaciones públicas se desplazaron al abandono social y la pobreza, frentes en los que no había podido producir resultados. Todo mostraba a un presidente en medio de la abundancia. Frente a cada coyuntura, los astros parecían alinearse como si fuese un favorecido de los dioses. Sin embargo, la obsesión por preservar su popularidad intacta, en medio de un equipo que no funcionaba, lo había puesto en una situación de desmesura. Mientras cada acto presidencial era reducido o asimilado a un acto electoral, su credibilidad comenzaba a descender. Cada vez más, se veía a un presidente que hace señalamientos, reclamaciones o promesas que luego no podía sostener. Cada vez era más evidente que no controlaba su ira y desmesura frente a cada pequeño fracaso que tenía. Lo grave estaba en que no parecía tener el suficiente margen de maniobra, ni el equipo para reversar el estado de cosas. Las expectativas que ayer mostraban sólo posibilidades de éxito, ya no mostraban sino


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preocupación. El país comenzaba a salir de una especie de estado de idealismo que, como la inocencia, cuando se perdía, ya no se podía recuperar.

A Manera de conclusión: El régimen bloqueado (o el potencial desaprovechado del predominio presidencial en Colombia) En un sugestivo ensayo, bajo el título de El potencial desaprovechado del predominio presidencial en Colombia, Ronald Archer y Matthew Shugart (2002), analizaban la dicotomía entre los aparentemente vastos poderes de la presidencia para producir reformas y la debilidad real de la autoridad presidencial a la hora de implementarlas. “La razón que hemos identificado”, afirman los autores “es que esos poderes fueron modelados para servir a los intereses clientelistas de la tropa partidaria” (Pág. 128). A esa conclusión también habían llegado muchos ex directivos públicos, al exponer las razones de la crisis que habían llevado a muchas entidades al borde de la desaparición. Pero ése sólo era un lado del problema; el que revelaba las apariencias del poder presidencial y la realidad del poder parlamentario. Era la triste paradoja en que el presidente era jefe de Estado y de Gobierno, pero sin los congresistas no podía gobernar. Archer y Shugart se quejaban de que en Colombia no se habían estudiado con suficiente rigor los límites de los poderes del ejecutivo. Y tenían razón, sobre todo cuando se trataba del analizar la capacidad real del presidente para gobernar. Y ése era el otro lado del problema: la tarea de gobierno se había reducido al manejo de los problemas cotidianos de la administración pública. Antes que asumir la conducción política, los gobernantes habían tenido que dedicar la mayor parte de su tiempo a asignar los escasos recursos disponibles y administrar –lo mejor que podían- las tensiones y conflictos que se iban desatando en su entorno. Uno tras otro, habían gobernado para resolver problemas, pero no para definir cuáles eran problemas que quería resolver. Y por eso habían pretendido arreglar todo al mismo tiempo. Mientras que la planeación respondía a las presiones del momento y los planes no llegaban a conducir la acción de las instituciones, los presupuestos respondían a las presiones políticas y los recursos no alcanzaban para cubrir las necesidades. Se había planeado sin pensar en la capacidad de las unidades encargadas de ejecutar tales planes. Y se había presupuestado sin dimensionar los problemas que realmente se debían atender. Los planes habían terminado en macro


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formulaciones que no lograron trascender, y los presupuestos, que siempre habían sido inferiores a la tarea por realizar y –como si se tratara de una paradoja-, sin embargo no alcanzaban a ser ejecutados en su totalidad. Además las interferencias producidas por los organismos de control, sumados a los problemas de capacidad de los altos dirigentes públicos, no sólo habían terminado por debilitar los mecanismos de dirección política e institucional del Estado, sino también por bloquear todo el aparato público. Con el inicio de cada nuevo gobierno este recibía facultades para emprender las reformas que ha considerado convenientes. Y cada vez se ha cumplido el plazo para las reformas sin que el gobierno de turno se haya encontrado preparado para el efecto. El gobierno de Uribe no ha sido la excepción. Ha emprendido el cuarto intento en los últimos cuatro gobiernos. Por cuarta vez la reforma del Estado se ha emprendido haciendo uso de facultades extraordinarias (ley 790 de 2002) solicitadas por el gobierno sin saber lo que iba a hacer. Ha sido el drama del desaprovechado potencial del predominio presidencial en Colombia, incapaz de profesionalizar la administración pública y de creer que la reforma del Estado es algo más que la reforma administrativa del poder ejecutivo. Por eso cambian las entidades, pero no los sistemas de planeación, presupuestación y gestión que han regido el funcionamiento de las ramas del poder público y la relación entre ellas. Pero aun si sólo se tratara de reformar entidades, tampoco han logrado transformar el Departamento Nacional de Planeación, el Ministerio de Hacienda o el Departamento Administrativo de la Presidencia, porque han sido las unidades responsables de diseñar y aplicar las reformas, pero sin hacerlo sobre sí mismo. Ni tampoco el Departamento Administrativo de Seguridad, el Departamento Administrativo de la Función Pública o la Escuela Superior de Administración Pública, porque los reformadores no han entendido su importancia estratégica en el conjunto del aparato ejecutivo. Las reformas no sólo se han hecho a las carreras, sino a la medida de los reformadores. Si el presidente considera que se deben fusionar algunas entidades, pues se fusionan; si hay que crear una nueva o modificar una existente, se hace sin mayor problema. Todo se hace según la voluntad y particular comprensión del gobernante. La dinámica reformadora muestra hasta donde ha llegado la concentración de poder y el desmantelamiento institucional. En el caso específico del gobierno Uribe, dos altos funcionarios del Estado han mantenido encendidas las alarmas. Un magistrado de la


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Corte Constitucional y un codirector del Banco de la República se han visto obligados a salir en defensa de la independencia de los poderes públicos y la autonomía que consagra la Constitución para el banco central. Mientras el magistrado ha prevenido al gobierno sobre los riesgos del desmonte del Estado de Derecho, el codirector del Banco ha tenido que alertar al presidente y a su equipo económico sobre los riesgos de presionar al banco para que mantenga un determinado nivel de utilidades. Estos llamados se han sumado a un cúmulo de voces públicas y privadas que, con mucha seriedad, han tratado de llamar la atención sobre el silencioso tránsito hacia un Estado autoritario en Colombia. Han demostrado que, con el argumento de que todo está bloqueado, cuando no se ha saltado a la torera la Constitución y la ley, el gobierno ha tramitado “discretamente” proyectos de reforma buscando concentrar todas las facultades en el presidente. Ya eran muchas las evidencias que revelaban cómo las reformas impulsadas desde la Presidencia Uribe, que pedían chequera en blanco para la acción del ejecutivo, con el propósito de desmontar los controles constitucionales y legales a la acción gubernamental. Para lograrlo, han creado instancias “comunitarias” –como los llamados consejos comunitarios-, en los que sin considerar lo que han decidido las instancias y organismos de planeación y presupuesto (nacional, regional y local), se deciden proyectos de inversión, se asignan recursos de gasto o se cambian decisiones de política ya tomadas en otras instancias gubernamentales como el Consejo de Política Económica y Social – CONPES- o el Consejo de Política Fiscal –CONFIS-82. Se trata de espacios cerrados a la acción de los partidos políticos o a la fiscalización de los organismos de control, a los que esa dinámica de decisiones presidenciales ha terminado por conferirles un cierto “status de legalidad”. Y un Estado autoritario es eso: un Estado que se caracteriza por la concentración en el ejercicio del poder, prescinde de los controles 82 Un caso bien ilustrativo lo constituye la decisión presidencial de no vender el Banco Cafetero. Luego de un estudio de la situación financiera, el gobierno nacional tomó la decisión de incluir la venta del Banco en el plan de privatizaciones que adelantaría el gobierno nacional para el 2005 y que además permitiría contribuir a la financiación de un faltante por 7 billones de pesos del presupuesto 2005. Así se consignó formalmente en un Documento CONPES del mes de Abril de 2004 y se incorporó como parte de los compromisos de ajuste de Colombia con el FMI. Sin embargo, en desarrollo de un consejo comunitario, ante la petición de los asistentes y sin que mediara estudio alguno, el Presidente tomó la decisión de no vender el Banco. “Hay que salvar el Banco Cafetero. Yo creo que no lo voy a vender sino a salvarlo con el sacrificio de todos”, dijo emocionado en un consejo comunitario con el sector cafetero realizado en Ciudad Bolívar, Antioquia, a mediados de octubre de 2004.


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y de los mecanismos que promueven el consenso ciudadano, recorta las garantías individuales y, como lo recuerda Kalmanovitz, acude a vías expeditas para comunicarse con el pueblo, debilitando las instituciones encargadas de hacerlo (Lecturas Dominicales, Septiembre 12 de 2004). Detrás de las reformas institucionales y la puesta en marcha de consejos “ad hoc” se está propiciando un verdadero desmantelamiento del orden institucional. Se pedía que el ejecutivo asumiera las facultades para reorganizar el Estado, pero se le encomendó la tarea a un equipo de asesores liderado por una joven profesional con apenas un par de años de experiencia en el sector público, tan costoso como inexperto. Se liquidaban empresas públicas sin saber cómo se iban a reemplazar, ni quien asumirá sus funciones y pasivos. Se querían suprimir contratos de riesgo compartido con las petroleras extranjeras con inversión en el país, sin tener la más remota idea de lo que ello implicaba. Mientras la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales – DIAN- anunciaba acciones que aumentarían los recaudos, la defensora del contribuyente debía alertar sobre la incapacidad de la entidad para cumplir lo que se proponía. Después de cambiar las reglas de juego a los contribuyentes, el equipo económico seguía descubriendo faltantes o recursos amarrados, ante lo cual planteaba la necesidad de otra reforma tributaria; mientras la presidencia se multiplicaba para justificar algunos faltantes y malas asignaciones en el sector defensa, a la ministra se le ocurría proponer que si las regiones quieren seguridad deben pagar por ella. Como si las arcas territoriales no estuvieran menguadas y no fueran sus habitantes los que ya estuvieran contribuyendo a sostener los gastos de seguridad y defensa; mientras el presidente trataba de contener la voracidad burocrática de los parlamentarios, que él mismo propició al debilitar los partidos políticos, el Banco de la República debía multiplicarse para defender la autonomía, que él mismo puso en riesgo al ofrecerle al gobierno 500 millones de dólares de las reservas para prepagar la deuda. Como ellos, todos se mantenían a la defensiva. Sin embargo, los congresistas seguían presionando a las directivas del Banco Central para que diera más recursos de las reservas, sin importar las consecuencias; los magistrados pedían más autonomía burocrática, pero mantenían un sistema de cooptaciones que favorecía el carrusel bipartidista de intereses personales que tiene tomada la rama judicial; los militares pedían más recursos, pero presionaban para que el gobierno no acatara ciertas decisiones judiciales; los maestros no querían la evaluación y los notarios recurrían a todo tipo de recursos para evitar el mandato


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constitucional que establecía el acceso por concurso a la carrera notarial. De manera sistemática, se han ido desperdiciando oportunidades y degradando los procesos de cambio institucional. Lo que debía ser una ocasión para hacer valer el Estado de Derecho, en el mejor de los casos ha terminado reducido a un choque de poderes. Quizá el ejemplo más ilustrativo lo constituye la decisión judicial en que, ante el ejercicio del recurso de la tutela por parte de un Coronel del Ejército, un juez de la República le ordenó al gobierno del Presidente Uribe ascender al grado de General. Más allá del caso personal del implicado, no se valoraba como una evidencia del Estado de derecho que un oficial de alto rango recurriera a la justicia para hacer valer su permanencia y jerarquía en la carrera militar. Por el contrario, el gobierno había interpretado la decisión judicial como una indebida intromisión en la función gubernamental y, más precisamente, en el estamento castrense. Para evitar que prosperara como antecedente, no se dudó en afirmar que, con base en la facultad discrecional del presidente, no se iba a conferir ningún ascenso por vía judicial. Como si se tratara de un desafío de los jueces. Y como si el presidente verdaderamente tuviera facultad discrecional en los ascensos militares. Ciertamente, la Constitución lo ha facultado para conferir los ascensos (artículo 189), pero conforme a lo que establece la ley. Pues la ley “determinará el sistema de reemplazos en las Fuerzas Militares, así como los ascensos, derechos y obligaciones de sus miembros y el régimen especial de carrera, prestacional y disciplinario, que les es propio” (artículo 217). Y aun cuando la ley establezca que, para los casos de ascenso a brigadier general, el presidente puede “elegir libremente” entre aquéllos que hayan aprobado el curso, ese “libremente” no significa un poder sin límites. Cuando se establece sujeción no hay discrecionalidad, por lo menos en sentido estricto. La podría tener el Senado, pues debe “aprobar o improbar los ascensos militares que confiera el Gobierno” (artículo 173). Se trata de uno de los rasgos históricos de civilidad que ha mantenido el régimen político colombiano. Pero lo que se observa, de nuevo en este caso es que la ley ha quedado bajo libre interpretación, de manera que busca hacer valer su primacía, por lo menos en el pedazo de la administración pública que cada uno controla. No importaba que se transgredieran los límites que establecía la Constitución. Otra vez la cultura del atajo, con la que cada uno buscaba ganar e imponer su propia visión sin importar qué pasara con lo demás.


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El gobierno no ha podido darse cuenta de que las demandas ciudadanas por la transparencia y la equidad comenzó a ser desplazadas por las demandas de futuro. Y eso significa pérdida de liderazgo del poder presidencial. Todos han comenzado a sentir que van a la zaga de los acontecimientos. Los llamados presidenciales a la estabilidad institucional, que antes despertaban la esperanza, -como diría Cannetti- ahora ya no parecen más que "ficciones volátiles de igualdades y equilibrios que sólo pueden ser mantenidas con una fuerte dosis de autoritarismo. Todo porque no se sienten parte del mismo Estado. Ni quieren darse cuenta de que cuando pierde uno perdemos todos. El gobierno no ha podido ver que las alarmas desde hace tiempo están encendidas. Colombia viene atravesando un período de coyunturas fluidas. Según los expertos en manejo de crisis, una coyuntura fluida es aquella que, cuando todo parece ir bien, hace que se enciendan las alarmas para indicar la llegada de una crisis. Se trata de un conjunto de circunstancias que, a pesar de no tener mayor visibilidad, produce desbalances tan fuertes que alteran las agendas públicas, sacan al gobierno de su órbita operacional y desatan una incertidumbre tal que hace que todo quede regido por la fragilidad. A partir del enfrentamiento radial del presidente Uribe con un senador uribista, el país ha entrado en una coyuntura fluida. No sólo porque el gobernante tuvo que dar explicaciones sobre uno de los asuntos en que más reclama consistencia (la lucha contra el clientelismo y la politiquería), sino porque desde entonces los hechos se han precipitado uno tras otro, revelando una gran fragilidad gubernamental. “Yo les pregunto a ustedes, los periodistas —inquirió fuertemente el presidente—: ¿Este Gobierno los ha presionado?” Y la respuesta no tardó en llegar. Una consulta entre 20 directores de medios de comunicación, realizada por el Observatorio de Medios y el CPB (2004), concluyó que el presidente Uribe “[…] sí ha ejercido presión a los medios para emitir u omitir información. Aunque este porcentaje es menor, en un sistema democrático de prensa libre no debe existir ninguna, ni la más mínima, presión de los gobernantes”. Mientras el presidente pasaba el trago amargo de la refutación, los ciudadanos habían comenzado a ver que el gobierno debía reconocer que la falta del registro de la circulación de vehículos o el tráfico por las vías concesionadas lo estaban obligando a responder por 200.000 millones de pesos en garantías; que las trabas a la entrega de subsidios por parte del Estado y el desinterés de la banca y los constructores


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habían deprimido la construcción de vivienda de interés social hasta niveles inferiores a los registrados en 1999; que la corrupción había terminado por acorralar la prestación de los servicios de salud, o que las metas de ajuste con el FMI debían cambiar porque no se podía resolver el problema fiscal. Así como que los estudios comenzaban a demostrar que la “seguridad en las carreteras no era como la pintaban” y el subsecretario general de Naciones Unidas denunciaba el exterminio de muchas comunidades indígenas y el crecimiento de desplazados y de minas antipersonales. Que en Colombia, “se vivía una crisis humanitaria”. Entre tanto, el gobierno no lograba controlar el enfrentamiento entre sus fuerzas y organismos de seguridad, ni tampoco estructurar acciones que dieran viabilidad y sostenibilidad a su política de seguridad democrática. Y de la misma manera, gobernadores y alcaldes reproducían los Consejos Comunales: siguiendo el papel presidencial, ahora querían repartir subsidios, ordenar el cambio de leyes, reasignar recursos o hacer señalamientos judiciales por fuera de los canales de la institucionalidad. Pero la fragilidad no era sólo gubernamental. Los que operaban por fuera también contribuían a la confusión. Los congresistas estaban a la espera de lo que les rentaría su voto por la reelección presidencial; el fiscal general no lograba salir del ojo del huracán; el procurador general de la Nación anunciaba que presentaría denuncia penal contra los conjueces de los tribunales involucrados en el trámite de acciones judiciales, quienes pretendían una bonificación de 380.000 millones de pesos para 1.400 miembros de la rama judicial; y la operación “Dólar blanco” no sólo había puesto a varios importantes empresarios contra las cuerdas de la extradición, sino que también había hecho volver al país ante la dura realidad: con algunas excepciones, nuestros empresarios no son más que una clase rentista que ha vivido y vive al límite de la legalidad. No hay duda. El país atraviesa una coyuntura fluida. Sin embargo, el gobierno no parece tener conciencia de la necesidad de disponer los recursos para contenerla. Su empeño por la reelección inmediata lo llevó a imponer una dinámica caudillista a la gestión gubernamental. El equivocado manejo de medios redujo el espectro de influencia real (no la popularidad) de las decisiones presidenciales sobre las instituciones, el aparato productivo y el sistema social. Y la ambigüedad en los ámbitos de operación policial y militar afectó la gobernabilidad sobre los medios coercitivos a disposición gubernamental. Aunque todos aplaudieran porque Colombia iba de maravilla, todo amenazaba con


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disolverse en un escenario en el cual a los colombianos no parecía quedarles otra alternativa que agarrarse, cada vez más, a la figura providencial del presidente Uribe, esperando que tras él volvieran el orden y la prosperidad. El poder personal de la presidencia se volvía sobre sí mismo. Al tiempo que proclamaban al presidente como un rey, también le hacían saber que se trataba de un monarca encadenado. Dura realidad la que debía enfrentar el país con un poder presidencial absolutamente erosionado: como cada cuatro años, el cambio político quedaba suspendido hasta la próxima oferta del candidato de turno.


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CAPÍTULO CUARTO

LA CONSECUENCIA: La fractura del régimen presidencial: los rasgos estructurales de la ingobernabilidad en Colombia

Tienen razón quienes afirman que Colombia es un país atípico. En su territorio ha persistido por décadas un conflicto armado cuyos actores se disputan milímetro a milímetro el control territorial. Sin embargo, ese rasgo no determina la especificidad del régimen político, y en cambio concurren tres factores característicos: en primer lugar está la creciente fragilidad institucional para hacer cumplir los contratos y las leyes, para impedir o limitar decisiones administrativas arbitrarias de quien gobierna, o para hacer valer el interés público como criterio fundamental de la vida en sociedad. En segundo lugar, hay que considerar la significativa inestabilidad en las reglas de juego político y social, que impide mantener las relaciones de poder y tramitar las diferencias en los cauces de la institucionalidad. Y en tercer lugar, la primacía de una cultura del atajo que impide que los actores sociales puedan constituirse como ciudadanos, en el sentido de tener la convicción de hacer valer sus derechos y cumplir con sus deberes. Esa naturaleza irregular del régimen político colombiano parece encontrar su síntesis en dos elementos: la informalidad y la fragmentación social, no como problemas puntuales o fenómenos coyunturales, sino como arquetipos de las reglas de juego en que se desenvuelven los colombianos. Por una parte, la informalidad caracteriza la manera como las instituciones son permanentemente “instrumentalizadas” por lógicas privadas y facciones políticas; es decir, la manera como los intereses privados copan la escena en los ámbitos estatales y no estatales, penetrando las instituciones en busca


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de un beneficio determinado. Sometidas a la presión y las luchas entre intereses privados, las instituciones se ven forzadas a desplazarse entre el extremo de la más precisa formalidad jurídica que las sostiene y el extremo de la más vigorosa informalidad de los particularismos que las activa. Es la instrumentalización en que las lógicas privadas y las facciones políticas capturan y definen cada sentencia judicial, cada ley y cada tarea de gobierno. Cada institución y cada acción estatal se mueven porque hay un interés particular que las impulsa a hacerlo. Porque hay alguien que las convierte en instrumento. Por otra parte, la fragmentación social encarna la débil constitución de la nación; es decir, la insuficiente voluntad colectiva para vivir respetando unas reglas mínimas o para mantener el espíritu que confiere legitimidad a las instituciones que regulan y fundamentan la razón de existir políticamente como colectividad. Por esa razón, el problema no radica en la falta de soluciones, sino en el enfrentamiento irresuelto entre ellas. Es la fragmentación que también se expresa en el conflicto armado, que por sus características alude a esa especie de empate agónico en que vive la sociedad y el Estado en Colombia. Se trata de actores que por su profunda heterogeneidad tienen cada uno, la fuerza para desestabilizar pero no para imponerse. En cada lado de los combatientes concurre una multiplicidad de proyectos tal, que no logran estructurar un proyecto en el que puedan converger todas las fuerzas que buscan imponer. La ideología, la corrupción, el bandolerismo, el tráfico de influencias y la supervivencia coexisten y se confunden con unas máquinas de la muerte apenas conectadas por la jerarquía. Informalidad y fragmentación social hacen que la sociedad política sea sometida por todo tipo de intrigas y conspiraciones. Cada actor con la fuerza para bloquear aquello que vaya contra sus intereses reales o imaginarios, pero sin la suficiente para imponerse, y responder a un proyecto que lo oriente. Vistas desde la sociología de los actores, informalidad y fragmentación social constituyen los rasgos distintivos de un régimen político en el que confluyen una multiplicidad de actores, cuyos comportamientos viven en la tensión entre interacciones violentas y transacciones inciertas. Mientras que las interacciones se desplazan entre la violencia extrema y la violencia tolerada, las transacciones se mueven entre las rupturas totales y los acuerdos parciales. Pero ninguno de ellos logra penetrar a toda la sociedad, ni es lo suficientemente fuerte como para movilizarla. Cada uno rompe o pacta porque se mueve entre el oportunismo y la movilización


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estratégica. En los colombianos no logra constituirse un interés común en torno al cual puedan siquiera movilizarse o protestar. La especificidad del régimen político se manifiesta bajo la forma de un régimen configurado en torno a adhesiones endebles (alléances fluides) que nunca logran consolidarse. Lo político no se construye por referencia a un proceso deliberante, sino por la negación del otro. Nadie busca argumentar, todos tratan de someter. Es la lógica de “quien no está conmigo está contra mí”. Lo público no se construye como el sustrato de un pacto social que fundamenta el orden político, sino que se deduce de los acuerdos parciales, es decir, de lo que interesa a unos. Los que acuerdan definen los contenidos de la esfera de preocupaciones públicas. Los espacios públicos lo son por la demarcación de unos intereses privados (los que están por fuera de los acuerdos). La nación colombiana no está construida por referencia a una voluntad colectiva que tiene conciencia de su origen común y de su existencia como pueblo soberano, sino que es deducida de los rasgos distintivos de los comportamientos individuales y grupales. El “ser” colombiano implica moverse en fronteras siempre precarias (entre la ley y la regla, entre legalidad y legitimidad, entre política y economía). Es la primacía de una especie de cultura del atajo en donde no todo lo que es legal es culturalmente aceptado, y hay una manera “colombiana” de hacer negocios y de gobernar. La especificidad del régimen político colombiano radica, como rasgo distintivo, en que todo está sometido a un cambio incesante. Nada permanece ni se consolida. La debilidad paradójicamente, le confiere su propia fuerza, que le permite adaptarse y subsistir como un régimen de rostro renovado. En él coexisten la formalidad de las instituciones y la informalidad de los regímenes de excepción. El Estado existe, pero es tremendamente débil. Las reglas del juego institucional y social están regidas por principios y valores que no todos conocen, no todos aceptan y no todos practican. Son los bajos niveles de institucionalización política en los que las instituciones pierden valor y cohesión como dispositivos de regulación de la sociedad y del Estado. El Gobierno es un actor determinante, pero no es el único que define el rumbo del Estado y de la sociedad. En esa tarea debe competir con otros actores que emergen como tenedores reales de poder territorial. El Gobierno tiene la fuerza y concentra en torno suyo los recursos de la legalidad del poder formal, pero no logra imponerlos de


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manera hegemónica. Es lo que podríamos llamar la degradación del poder presidencial. En este contexto, se vive en un régimen presidencialista de mayorías, en donde el que gana controla la composición del gobierno y la administración pública, en un juego de suma cero. Los perdedores lo pierden todo. Bajo una especie de “supremacía presidencial”, el interés del gobernante se invoca como el interés general de la sociedad, y la dirección que propone se asume como medida de la ascendencia que pueda tener. La acción política e institucional adquiere la apariencia de estar regida por los deseos del gobernante, y eso hace que los grados de dispersión de la competencia y el poder político desaparezcan a favor de quien gobierna. Las mayorías no se construyen por identidad ideológica, sino en busca de beneficios individuales inmediatos. Y eso le confiere una tremenda inestabilidad a los acuerdos políticos que sostienen el poder presidencial. Por eso, para mantener las mayorías que les permitan gobernar, los presidentes han tenido que moverse entre las ofertas populistas y las negociaciones politiqueras. Por eso pareciera que sobran los partidos, estorba la justicia y el parlamento sólo es arena de negociación En síntesis, la profundidad de la crisis política e institucional colombiana ha llegado a un nivel tal, que la preocupación por los problemas de ingobernabilidad ha sido desplazada por los problemas de “calidad” y “persistencia” de la democracia y de sus instituciones políticas. Se trata de una crisis que se manifiesta en tres elementos bien definidos: 1. La descomposición de los partidos políticos, con la que se pone en evidencia cómo la tarea de la oposición política ha sido desplazada por la pugna y negociación de pequeños intereses personales, que además ha terminado por excluir grandes segmentos sociales de la participación política. Los partidos han dejado de ser instancias de deliberación política (y pública), para convertirse en una indomable maquinaria electoral para la defensa de pequeños intereses. 2. La extensión de la corrupción a los organismos de seguridad y a las fuerzas militares, ámbitos claves y hasta hace poco privilegiados de la administración pública, que ponen en evidencia la fragilidad del Estado para enfrentar y combatir las amenazas y desestabilizaciones que le plantean la guerrilla, los paramilitares, las organizaciones criminales (nacionales e internacionales) y la delincuencia común. Sin referencia a la credibilidad institucional en los organismos de control,


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ni a la confianza pública en los organismos responsables de la seguridad y la convivencia ciudadana, la incertidumbre y la pérdida del sentido de la autoridad se apoderan de la sociedad 3. La “degradación” del poder gubernamental, que es la materialización del nivel al que llegó el poder ejecutivo, consecuencia de la pérdida de la política como deliberación sobre los fines y alcances de la intervención gubernamental. Sin referencia a un proyecto político e ideológico, la tarea de gobernar ha quedado reducida a administrar —lo mejor que se pueda— una multiplicidad de pequeños intereses. El vacío político dejado por los gobiernos ha sido cubierto por los medios de comunicación. En las nuevas relaciones, los medios no sólo determinan la agenda de gobierno, sino también la intensidad y oportunidad de la toma de decisiones en los asuntos más cruciales del manejo estatal. Mientras tanto, los gobernantes están convencidos de que gobernar es estar cubierto por los medios de comunicación. Lejos de constituirse en fenómenos aislados que hacen referencia a quiebres repentinos, la descomposición de los partidos, la extensión de la corrupción a los organismos de seguridad y la degradación del poder gubernamental emergen como manifestaciones de las crisis, y ponen en evidencia la profunda precariedad de los mecanismos de dirección y regulación política e institucional. No sólo pueden verse como indicadores de la profundidad y trascendencia de la crisis del país, sino también como la evidencia de que no se trata de una crisis súbita, ni de un momento de vacío o una situación de quiebre de las relaciones políticas e institucionales. Más estructuralmente, ponen en evidencia la existencia de un entramado de relaciones que se ha venido fortaleciendo en los gobiernos de la era posconstituyente, y que hace de las crisis una secuencia y una condición determinante en la evolución del régimen político colombiano.

La precariedad de los mecanismos de dirección y regulación política La descomposición de los partidos, la extensión de la corrupción y la degradación del poder gubernamental no deben ser vistas como fenómenos independientes o hechos aislados. Ni siquiera pueden ser interpretados como fragmentos de una ruptura generalizada o componentes de un momento crítico de quiebre institucional. Más bien se trata de anomalías que desde su origen y contenido se interconectan


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y confluyen hacia un fenómeno que, por su naturaleza, pone en cuestión los fundamentos que han regido el orden político e institucional del país: la erosión del poder presidencial. Constituido como la piedra angular de la institucionalidad política, el poder presidencial se ha erigido como el principal mecanismo de dirección política en Colombia. Históricamente le ha dado forma concreta al Estado y contextura a la sociedad. Por una parte, el poder presidencial ha sido el factor fundamental en torno al cual se ha estructurado la arquitectura constitucional e institucional del país. El mayor o menor poder político que se le ha querido conferir a la Presidencia de la República, ha sido el elemento que históricamente ha determinado los contenidos constitucionales y los arreglos institucionales. Desde la Constitución de 1863, que instituyó un poder presidencial extraordinariamente débil, hasta la Constitución de 1991, que volvió a limitar los poderes presidenciales, en particular los conferidos por los mecanismos de excepción; pasando por la Constitución de 1886, que amplió los poderes presidenciales, y la reforma de 1910, que volvió a recortarlos, o las reformas de 1945 y 1968, que de nuevo buscan ampliarlos, los cambios constitucionales han tenido en el poder presidencial su principal punto de concreción doctrinaria sobre el Estado y el gobierno que se le quiere dar al país (Hartlyn, 1994). Por otra parte, el poder presidencial ha sido esencial para la integración y movilización de los proyectos políticos que, en su momento, han sido claves para articular las nacientes clases sociales, para establecer la institucionalidad política colombiana o para la resolver las crisis políticas. Es así como a finales del siglo XIX, el poder presidencial fue fundamental para darle forma al proyecto de la Regeneración, con el que no sólo se superó la fragmentación de las clases dominantes en las regiones, que impedía estructurar un proyecto nacional de organización política e institucional, sino que también se posibilitó la centralización del poder y la reintegración de la Iglesia al Estado como pivotes claves en la conformación de la nación colombiana (Nieto Arteta, 1996:387-390). En las primeras décadas del siglo XX, el poder presidencial fue crucial en la metamorfosis del bipartidismo colombiano. Al tiempo que los partidos se consolidaban en el control del aparato estatal y se obstaculizaban las formas de participación política que no tuvieran mediación partidista, el poder político e institucional que fue concentrando cada vez más el presidente, abrió las puertas a un esfuerzo de contención del desarraigo


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ideológico de los ciudadanos y a la “pérdida de legitimidad de la instancia nacional de las ‘jefaturas naturales’ bipartidistas, como medio de integración del faccionalismo regional” (Leal, 1984). Para mediados del siglo XX, el fortalecimiento del poder presidencial fue el argumento crucial para inducir la institucionalización del uso de los instrumentos de excepción, como herramienta cotidiana para enfrentar las crisis políticas y de orden público que vivía el país. El estado de sitio sirvió para resolver el conflicto laboral de las bananeras en 1928, la huelga de los trabajadores del Ferrocarril de Antioquia en 1934, la huelga del transporte en el departamento de Caldas en 1943; para cerrar las Asambleas Departamentales en 1942, para controlar el golpe militar dado en Pasto por el coronel Diógenes Gil en 1944, para cerrar el Congreso de la República en 1949 o para enfrentar la crisis política y de violencia, que “culmina con el pronunciamiento militar del 13 de junio” (Vásquez Carrizosa, 1979:335). La institucionalización de los mecanismos de excepción alcanzó su máximo punto de expresión en 1953, cuando dos días después de la instalación de la Asamblea Constituyente convocada para la reforma constitucional, en su primer acto formal, se legitima al teniente general Gustavo Rojas Pinilla para ejercer como presidente constitucional hasta el 7 de agosto de 1954, debido a la vacancia del cargo dejada por el presidente electo, Laureano Gómez. Y luego, al finalizar el gobierno militar, el control alternado del poder presidencial fue fundamental para que, en 1957, los máximos dirigentes de los partidos liberal y conservador pactaran el Frente Nacional, que puso fin a una década de violencia partidista. De la misma manera, a partir de los años sesenta, el poder presidencial fue un recurso importante para asegurar la aprobación de notables reformas políticas, económicas y administrativas. La reforma de 1968, que bajo la presidencia de Carlos Lleras Restrepo buscaba reforzar la capacidad de gestión gubernamental de los asuntos públicos y revisar la repartición de funciones entre el gobierno y el Congreso, así como reformar la estructura y composición del parlamento y consagrar las bases para la descentralización y las tutelas administrativas (Ibáñez, 1995: 399), sólo fue posible gracias a la presión política ejercida por el propio Lleras Restrepo, quien presentó su renuncia formal al Congreso como amenaza para obtener la aprobación de la reforma, y efectivamente lo logró. Este tipo de mecanismo sería utilizado, con más o menos éxito, por los demás presidentes para asegurar la aprobación de sus reformas.


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En ese contexto de permanentes esfuerzos por fortalecer el poder presidencial, paradójicamente, se llegó a su degradación. El quiebre comenzó por el orden institucional. Bajo la apariencia formal de un régimen político estructurado en torno a un sistema de pesos y contrapesos en las tres ramas del poder público, en realidad el ejecutivo se fue convirtiendo en un poder omnímodo que se extendía sobre el aparato estatal, absorbiendo privilegios y competencias de los demás poderes públicos, y en medio de una brecha que comenzaba a abrirse entre un Estado cada vez más gobernado por mecanismos excepcionales y una sociedad que experimentaba profundas transformaciones en el cuadro demográfico y la vida económica y social (Palacios, 1990). El uso recurrente de los mecanismos de excepción llevó a que, progresivamente, los gobernantes se olvidaran de la modernización de las instituciones gubernamentales. Se trataba de un problema que la Misión de Administración Pública, en informe entregado a la Comisión para la Reforma de la Administración Pública, creada por el decreto 663 de 1954 (Chailloux-Dantel, 1955), identificó de la siguiente manera: Lo que con mayor fuerza llama la atención del observador, en efecto, es el hecho de que la organización administrativa de Colombia —y la Presidencia de la República no escapa a la regla general— descansa sobre concepciones, tradiciones y hasta disposiciones que han envejecido considerablemente y que no responden ya a las exigencias de la vida moderna (p. 1).

La repetición de este diagnóstico, a lo largo de la vida institucional del país, permite dar cuenta de una fractura crucial en la institucionalidad colombiana. Ante la imposibilidad de encontrar en las instituciones los ámbitos adecuados para resolver sus tensiones y conflictos, los agentes (políticos, económicos y sociales) se vuelcan sobre otros ámbitos buscando una salida para tales. Las estructuras de control y disciplinamiento social poco a poco se han privatizado hasta dar forma a una cultura de los hechos y los actos de fuerza como alternativa de reconocimientos, negociaciones o solución de conflictos. Es la realidad de un presidencialismo que está en la base de un régimen civilista, de representaciones parciales, cuyos rasgos constitutivos apuntan cada vez más a la precariedad del Estado y la parainstitucionalidad. Precariedad por la fragilidad y fragmentación de las bases políticas y sociales que sostienen la institucionalidad, en un escenario en donde el Estado no cubre a toda la nación y ésta no llega a todo el territorio. Y


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parainstitucionalidad, por la irrupción sostenida y generalizada de formas paralelas a la institucionalidad vigente, a través de las cuales los actores sociales buscan tramitar y resolver sus tensiones y conflictos sociales. Pero, paradójicamente, los rasgos de precariedad del Estado y parainstitucionalidad, se constituyen en la medida de la propia debilidad y la propia fuerza del presidencialismo. Son su debilidad, porque los acuerdos y transacciones que fundan el orden político e institucional del presidencialismo se muestran insuficientes, no sólo para asegurar la calidad y vigencia de los instrumentos a través de los cuales el ejercicio de la autoridad se extiende y profundiza en la sociedad, sino también para compensar la falta de articulación entre los ciudadanos, diferenciando sus formas de control e internalizando una identidad colectiva. Pero son su propia fuerza, porque dotan al régimen presidencial de una cierta capacidad para readaptarse y reproducirse en condiciones de permanente inestabilidad y desorden. Se trata del atributo de cooptaciones que desarticula a las formaciones contrarias, absorbe sus interpelaciones y las reubica en una problemática distinta, para vaciarlas de contenido conflictivo. Los gobiernos de Gaviria y Samper, guardando las proporciones de cada caso, aportan las pruebas de que la crisis emerge como un atributo siempre presente en la vida política e institucional del país. La hipótesis de continuidad reafirma su pertinencia para el análisis de la compleja realidad colombiana. Es la hipótesis que permitiría decir, parafraseando a Clausewitz (1999), que en Colombia la “crisis (política) es la continuación de las relaciones políticas por otros medios”83. La conclusión no es de poca monta. La crisis política e institucional no puede ser interpretada como un momento de no-producción, noreproducción o no-regulación de las relaciones políticas; ni siquiera como un momento de ruptura. La permanencia e intensidad de las crisis impone su redefinición como un momento de lucha transicional entre un orden precedente que se resiste a desaparecer y un orden emergente que pugna por imponerse, pero que no logra resolverse en ninguna dirección.

83 Un desarrollo extenso al respecto se encuentra en Michel Dobry, “Sociología de las crisis políticas”, Centro de Investigaciones Sociales, (CIS), Madrid, 1988, capítulos 4-5


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La fragilidad de la acción gubernamental Para comprender la crisis colombiana de gobernabilidad, en toda su magnitud, es necesario comprender la sucesión de acciones y decisiones de los agentes que concurren en la crisis, las movilizaciones y las tácticas que despliegan para enfrentarla y las transformaciones que sus actuaciones producen en ella. En primer lugar, la descomposición de los partidos políticos se ha producido como consecuencia de la desinstitucionalización política, que desde hace décadas se ha gestando en todos sus niveles. Es decir que durante años les ha hecho perder valor y estabilidad como instituciones políticas, así como los ha llevado a degradar las reglas de juego y los procedimientos que rigen en ellos como principios organizadores. Los partidos políticos han dejado de ser el referente de la acción ideológica de los individuos. Han perdido su atributo como mecanismo privilegiado a través del cual se moviliza el apoyo político de los ciudadanos a las políticas de un gobierno, o su rechazo para hacer oposición a ellas. En un régimen en que el ejecutivo tiene considerables poderes en la formalidad constitucional y control absoluto en la composición del gobierno y la administración pública, y además el Parlamento es electo por período fijo y de manera independiente del ejecutivo, los partidos políticos se constituyen en la bisagra que conecta una y otra rama de los poderes públicos. Los partidos políticos son la instancia a través de la que se tramita la aceptación o el rechazo (políticos) a una propuesta (política) que cursa en una u otra rama. La legitimidad democrática que se disputan el presidente y los congresistas es generalmente tramitada por la vía partidista. Sin embargo, la progresiva disolución de los partidos políticos no sólo ha vaciado de contenido político a la movilización ciudadana en apoyo u oposición a una propuesta de gobierno, propiciando la fragmentación política y la polarización de los ciudadanos frente a normas o hechos contingentes. También ha desarticulado por completo cualquier posibilidad de reflexión y deliberación política entre los poderes, sobre una ley o un proyecto de intervención gubernamental específico. El reclamo de legitimidad que, en las condiciones normales de una democracia sólida, podrían hacer los partidos políticos frente a los propósitos extensivos de poder presidencial (o a los desafueros o propósitos de concentración intensiva de poder de los parlamentarios) se ha convertido en un factor de confrontación y mutuo desprestigio. Gobernantes y gobernados han perdido el horizonte de la movilización


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colectiva, con fines específicos, para sumirse progresivamente en un cúmulo desordenado de reclamaciones o reivindicaciones que no pueden trascender la agitación del momento. La particularidad del régimen político colombiano radica en el hecho de estar atrapado en la fragmentación y la disidencia, la desagregación y el conflicto, con muestras de improductividad política y bloqueos institucionales (Lanzaro, 2001) En segundo lugar, la extensión de la corrupción a los organismos de seguridad no puede ser entendida como algo distinto a la entronización —efectiva pero silenciosa— de una especie de sociología del naufragio en los niveles más sensibles de la administración pública colombiana. Es la sociología en que se disuelve el conjunto de principios y valores que rigen la defensa del interés público, para ser desplazado por la lucha cerrada del interés privado. No sólo es la degradación de los valores de los funcionarios en tareas claves para la supervivencia del Estado, como la seguridad y la defensa nacional, sino también la erosión de los valores colectivos de la sociedad frente a cualquier requerimiento de sacrificio que se haga para salvaguardar la institucionalidad formal. La entronización de la corrupción en los organismos más sensibles del Estado, los organismos de seguridad, no revela otra cosa que la fractura de la institucionalidad estatal o, en términos de Kaldor (2001), un Estado fracasado. Al respecto señala que […] una de las características fundamentales de los Estados fracasados es la pérdida de control sobre los instrumentos de coacción física y su fragmentación. Se establece un ciclo de desintegración que es casi, exactamente, lo contrario del ciclo integrador por el que se crearon los Estados modernos. La incapacidad de conservar el control físico del territorio e inspirar la adhesión popular, reduce las posibilidades de recaudar impuestos y debilita enormemente la base de ingresos del Estado. Junto a ello la corrupción y el gobierno personalista representan una sangría añadida que se lleva esas rentas […La pérdida de legitimidad del Estado se explica entonces por] la aparición de nuevas fuerzas que reclaman “dinero a cambio de protección”. Esto provoca presiones externas para recortar los gastos del gobierno, lo que disminuye todavía más su capacidad de conservar el control y fomenta la fragmentación de las unidades militares (p. 121).

Y finalmente, la “degradación” del gobierno no es otra cosa que el resultado de la pérdida de perspectiva del ejercicio de gobierno como una tarea de conducción política. Desprovistos de un proyecto político


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e ideológico de Estado y de sociedad, como consecuencia de la ausencia de los partidos políticos, los gobiernos colombianos se han ido concentrando exclusivamente en aquellas actividades que pueden producir resultados de alta visibilidad e inmediatez. Bien porque buscan asegurarse ellos mismos y la permanencia de aquellos dirigentes (políticos, cívicos o empresariales) que defienden el gobierno, o bien porque buscan justificar su existencia como gobernantes frente a los ciudadanos. El presidente, que antes evocaba una figura concentrada de poder, ha dejado de ser un referente de orden que se levantaba por encima de la sociedad y del Estado para conjurar la crisis. Sus decisiones, que antes estaban llamadas a resolver los problemas o por lo menos a mantener el orden institucional, en las nuevas condiciones se revelan incapaces de lograr la restauración. Su margen de maniobra se percibe cada vez menos por su extensión, y más por los movimientos que produce. Su tiempo deja de captarse por la continuidad cronológica, para entrar a depender de los acontecimientos. Es la explosión que provoca la pérdida de control sobre la situación, la erosión del prestigio y el deterioro de su credibilidad política y social. Cada decisión política, cada medida administrativa, por desatinada o tardía que sea, desata una nueva tensión y explota un nuevo conflicto que modifica las agendas de los contendientes, traba el manejo político y desconecta las correas del control colectivo y la disciplina social. En un contexto de mayor acceso y uso de la información, las presiones que se ejercen sobre los gobiernos sobrecargan y desbordan los marcos de la institucionalidad y de la excepción, que antes permitían un relativo control gubernamental sobre los factores propulsores de la crisis. Por naturales y razonables que sean, las demandas políticas y sociales resultan imposibles de satisfacer. La misión organizacional del Estado se diluye entre los señalamientos por la responsabilidad de la crisis y las convocatorias para que actúe en su resolución. Las políticas explotan, las instancias paralelas recrudecen la crisis; la recomposición genera polos más confrontados. Los sistemas y mediaciones político-partidistas, que sustentaban la racionalidad precedente, se quiebran ahora con la explosión de las identidades políticas colectivas. La pérdida de horizonte y de presencia gubernamental produce un vacío en el orden político e institucional, que es rápidamente cubierto por los medios de comunicación. El manejo de la imagen emerge como principio rector del ejercicio de gobierno. Favorecidos por la velocidad de la revolución tecnológica, los medios de comunicación establecen


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nuevos lazos de relación entre los ciudadanos y el gobierno para compensar la erosión de las acciones y relaciones políticas. Cada vez más fortalecidos por su poder de fascinación, los medios influyen en el cotidiano transcurrir de la vida social, de una manera tal que ejercen una significativa presión sobre el gobierno. Cada una de las acciones y decisiones gubernamentales es cuidadosamente evaluada por el impacto que puede producir en los medios, pero no por su capacidad de orientar a la sociedad y al Estado. La política se degrada al pobre papel de doble mediático de los medios de comunicación, y si sobrevive es gracias a los juegos del simulacro audiovisual. El manejo de la imagen copa todos los escenarios de la acción gubernamental. Es el nuevo referente de la acción de gobernar. La debilidad de las políticas públicas Sin duda, uno de los elementos característicos de la fragilidad del poder presidencial lo constituye la precariedad de la acción gubernamental. O más precisamente la precariedad en la estructuración y gestión de las políticas públicas cuando, bajo la apariencia de una firme formalidad institucional, los procesos de formación, trazado y despliegue de las políticas están sometidos a principios y prácticas que terminan por distorsionar su naturaleza (pública) y su operación. En el mes de septiembre de 1986 (Contraloría General de la República, 1987), el Banco Mundial evaluó la capacidad del gobierno para formular políticas y traducirlas en operaciones o acciones efectivas en tres niveles: el desempeño macro del sector público, los instrumentos gubernamentales y la toma de decisiones sectoriales. El informe establece que la capacidad del gobierno para formular políticas está orientada hacia la solución de problemas, y que es relativamente poco el tiempo que dedica a la planeación a futuro o a evaluar el desempeño del pasado. Los problemas son mayores cuando se trata de traducir las políticas formuladas a alto nivel en acciones institucionales en los territorios. Entre las principales causas señala los cambios frecuentes en los altos niveles de los ministerios, la carencia en la capacidad de planificación y evaluación de políticas, la desconexión entre los procesos presupuestales y los procesos de planeación, y la existencia de rígidos sistemas de control que distorsionan la aplicación de procedimientos y usos del tiempo en las organizaciones públicas.


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Según el informe, el manejo del sector público presenta un panorama global tal que “la mejora en el desempeño del gobierno, en lo atinente a su efectividad para adelantar políticas y aumentar su eficiencia institucional, es tarea casi imposible para cualquier administración” (p. 10). En el nivel de los instrumentos señala problemas de concepción, coordinación, comunicación, operación y continuidad de las instancias y organizaciones gubernamentales responsables de la formulación y aplicación de las políticas públicas. El despliegue de las macropolíticas hacia las instancias gubernamentales presenta serias distorsiones. La formulación de políticas depende casi exclusivamente de asesores cuyo manejo es particularmente coyunturalista. La planeación tiende a girar en torno a la planificación operacional o a la programación financiera, “sin un enlace ascendente con las estrategias sectoriales o las macropolíticas y sin enlace lateral con otros sectores afectados por los planes” (p. 11). Y finalmente, en el nivel de los procesos decisionales, el informe resalta la tendencia de directores, gerentes y altas autoridades del gobierno a utilizar demasiado tiempo en “administrar los asuntos de la entidad como contratación de personal, firmas de permisos o licencias de los empleados, créditos y contracréditos renglón por renglón, etc.” En general, el informe sostiene que se “notó que existe una falta general de delegación de autoridad y funciones dentro de las instituciones del sector público” (p. 15). La situación resulta más preocupante cuando se tiene en cuenta que todo el enfoque en el proceso de la toma de decisiones, hasta llegar al Conpes, se centra en proyectos de inversión y no en vez de las políticas y estrategias que deberían orientar el proceso de planificación operacional y la asignación de los recursos presupuestales (p. 11). Es la síntesis clara de la realidad de los procesos de estructuración de las políticas públicas en Colombia. Se trata de una realidad en que la tarea de gobernar está reducida a la administración de pequeños intereses, lo que se puede desarrollar en torno a acciones puntuales y programas específicos sin un horizonte superior al período de gobierno. En primer lugar, los objetivos de política no sólo están amarrados a los procesos presupuestales (sólo se puede hacer aquello que se pueda financiar), sino también a la idea de que para producir impactos es necesario adelantar proyectos que sean visibles (sólo hay que invertir en los proyectos en que la gente pueda ver y sentir la acción del gobernante). Los enunciados de las políticas se reducen a la exposición programática de grandes propósitos que, si bien pueden consultar las


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necesidades del país, la mayoría de las veces no consultan la capacidad del aparato público para llevarlos a cabo. La ejecución de las políticas se limita a un simple problema de operaciones administrativas y financieras, y su evaluación a la contabilización de los montos presupuestales comprometidos o efectivamente girados (gastados) a los ejecutores públicos o privados. Los cursos de acción de los gobiernos y sus derroteros finales se trazan en función de lo que haya disponible. Y en condiciones de restricción estructural de recursos lo que hay por hacer es muy poco. Lo que queda es trabajar en los asuntos menores. El ejercicio de gobierno se desvaloriza como proceso de conducción de la sociedad y del Estado, para convertirse en un problema de administración de recursos escasos. Así, las políticas públicas se han disuelto como dispositivos de gobierno (es decir, como dispositivos de conducción política) para quedar reducidas a la formulación filosófica o a la exposición de motivos de los planes y programas de inversión que se deciden en los distintos niveles del gobierno, no importa si están integrados o no lo están, o si responden al proyecto de Estado y de sociedad que el gobernante busca o no. Lo que importa es que la gente los pide directamente o por medio de los políticos que han elegido en las corporaciones públicas. En segundo lugar, la precariedad en la estructuración de las políticas proviene también de la existencia del un entramado institucional completamente de un Estado feudalizado, altamente intermediado por intereses privados, en el que concurren los más diversos actores gubernamentales y no gubernamentales (estatales y no estatales) que, actuando como buscadores de rentas políticas, económicas o sociales, procuran hacer valer sus propias prerrogativas e imponerlas como las prerrogativas de los demás. Se trata de un entramado que, como consecuencia de un traumático proceso de ensayo y error, ha adquirido la frágil formalidad de un ordenamiento institucional caracterizado por:  La anomalía de un excesivo énfasis en las instancias y procedimientos institucionales que debe regir los procesos de diseño y formulación de las políticas, y una evidente omisión de las instancias y procedimientos requeridos para la ejecución de las políticas.  La inestabilidad que producen los permanentes cambios en las reglas de juego, cuya configuración refleja la particular correlación de fuerzas existente en el momento de los cambios.


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Y en tercer lugar, la precariedad en la estructuración de las políticas proviene de la progresiva consolidación de una cultura gubernamental que, en la formación y ejecución de las políticas, se desplaza entre la formalidad de los arreglos institucionales que dan primacía al interés público y la informalidad de la negociación política que da predominio a los intereses privados. Se trata de una cultura que produce y reproduce sus propios códigos y comportamientos, reveladores de la manera como las estructuras y relaciones de poder dependen —de manera crucial— de la coyuntura que atraviesan las tensiones, los conflictos y los intereses privados en un momento dado. La tiranía del statu quo Uno de los problemas más relevantes que enfrentan los gobernantes está relacionado no sólo con la disposición de las entidades al cambio, sino con los márgenes de tiempo con que cuentan los gobernantes para estructurar y concretar los cambios institucionales. En uno de sus ensayos, Milton y Rose Friedman (1984), luego de hacer una observación en más de 180 países, han encontrado que todo nuevo equipo de gobierno posee un tiempo promedio entre seis y nueve meses para hacer los cambios importantes, o al menos los que se requieren. “Si no aprovecha la oportunidad para actuar con firmeza, no tendrá una segunda oportunidad igual.” Si no aprovecha la coyuntura para hacer los cambios, la “tiranía del statu quo” terminará por imponerse. En la medida en que no se logren concretar los cambios, sostienen los autores, […] las fuerzas políticas, desarraigadas temporalmente, se reagrupan y tienden a movilizar a todo aquel que pueda verse perjudicado por los cambios, mientras que, tras las victorias iniciales, los promotores del cambio suelen relajarse […Si quiere lograr los cambios, un gobernante ha de hacer algo más que ganar las elecciones [...] tendrá que contar previamente con programas de acción bien elaborados y detallados (p. 11).

Sin embargo, la experiencia gubernamental colombiana ha demostrado que los gobernantes que no han aprovechado los primeros ocho o nueve meses, para inducir cambios de relevancia, han sido absorbidos por la tiranía del statu quo. No se trata de fenómenos coyunturales asociados al talante o la preparación de quien gobierna.


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Se trata de fenómenos más profundos asociados a factores que estructuralmente fracturan el régimen político. Por una parte, se encuentra la progresiva disolución de los partidos políticos que, al perder de vista su condición como alternativa de poder político y al convertirse en una maquinaria que agrupa pequeñas microempresas electorales, perdieron el horizonte programático. Sin éste, la política deja de ser un proceso deliberativo, para convertirse en una empresa electoral. La meta ha sido ganar las elecciones y luego tomarse unas vacaciones antes de asumir la tarea de gobernar. Sólo con la toma de posesión del cargo, por parte del gobernante electo, comienzan a conformarse los equipos de gobierno. La administración pública deja de ser un referente de acción profesional en tal sentido, para convertirse en el botín a repartir. El poder presidencial no depende de su tarea de conducción política de la sociedad y del Estado, sino del poder nominador en la distribución de la burocracia disponible. Y por otra, hay que considerar la manera como la pérdida de los límites entre la política y la economía ha convertido a la actividad política en un medio para el acceso al mercado laboral. Se trata de un fenómeno en el que se pierde la profesionalización de la administración pública. Saber ganar elecciones se ha convertido en una especialidad para asegurar la supervivencia de los individuos. En el contexto de una democracia de extorsiones cruzadas, cualquier propósito de cambio es enterrado por la imposibilidad de estructurar una empresa política de cambio, bien pensada, bien estructurada. El tiempo que toma hacerlo siempre le permite a los afectados, movilizarse y movilizar a otros afectados cerrando los canales del cambio. La primacía de la gobernabilidad tarifada Si hay una lección importante que han dejado los últimos gobiernos, ha sido el grave detrimento institucional producido por la decisión gubernamental de ceder a las presiones parlamentarias y judiciales. Los rendimientos del sistema de presiones, obtenidos por los parlamentarios y las autoridades judiciales, hicieron que la práctica se generalizara en todo el país y se extendiera como un mecanismo de afirmación de poder político e institucional. No son pocos los gobernantes territoriales, con los concejales en los municipios y los diputados en las asambleas departamentales, que han debido recurrir a todo tipo de alianzas o acuerdos políticos, para que sus familiares


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cercanos lleguen al Parlamento, o que sean ellos quienes los reemplacen en las curules que ocupan, mientras alcanzan un escaño en la Cámara de Representantes o el Senado de la República. Desde entonces, los medios de comunicación no han dejado de dar cuenta de los casos de ministros, viceministros, directores administrativos, senadores, representantes, gobernadores o alcaldes que continúan dedicados a buscar alianzas que les permitan a sus familiares más cercanos llegar al Congreso de la República. Al finalizar el siglo XX, se calculaba que los costos de una campaña al Congreso de la República podían oscilar entre los 200 y los 1.000 millones de pesos, según el lugar en que se hiciera la campaña. Si se tiene en cuenta que en la misma época un congresista recibía neto, 11,3 millones de pesos mensuales, y que en la confección de la lista debía negociar la “participación” de los segundos y terceros renglones, es evidente que la aspiración implicaría una pérdida de recursos para el congresista. Sin embargo, los políticos siempre la han considerado una muy buena inversión. Ganar un escaño en el Parlamento, aparte de las inmunidades y los pequeños beneficios, ha implicado el acceso a los contratos y la burocracia del Estado. Ha sido la contraprestación a sus servicios que sobrepasa con mucho la inversión hecha al inicio del cuatrienio. Por eso han proliferado listas y aspirantes. Sin partidos políticos, el negocio debe ser familiar. Son los únicos lazos de confianza que permanecen como condición de garantía política. El deterioro institucional es tan grande que la confianza se reduce al manejo con los más cercanos. Los sistemas de ascenso en movimientos y partidos políticos dependen cada vez más de lazos de consanguinidad, que de la evolución y productividad del trabajo político de los militantes con aspiraciones de ascenso. Es la consecuencia de un sistema de gobernabilidad tarifada, que se ha institucionalizado como palanca de operación en el frágil régimen presidencial. Los últimos gobiernos —bien de perfil político o tecnocrático- han tenido que asumir los costos de sostenimiento y reproducción de las microempresas familiares. Es el costo que han debido pagar para poder gobernar. ¿Qué significan algunos puestos en entidades de poca monta, o el dinero que se le conceda a un congresista para votar una reforma que implica el ahorro de miles de millones de pesos?, se preguntan ministros y presidentes cuando tratan de justificar el peaje que debe pagar el gobierno para lograr tramitar las reformas que necesitan en el Congreso. Para ellos es un problema que dura lo


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que dure su período de gobierno. Pero, ¿cuántas veces han tenido y tendrán que pagar el peaje? El asunto no es el monto de dinero que le han pagado a uno o varios congresistas. Lo verdaderamente grave de la institucionalización de la gobernabilidad tarifada está en el debilitamiento que, lenta pero efectivamente, va produciendo en las instituciones políticas. En primer lugar, es evidente que ha alentado la consolidación de instituciones cada vez menos democráticas y ha estimulado modos de gobierno cada vez más autocráticos. En los círculos gubernamentales es claro que el gobierno puede lograr lo que quiera si tiene los recursos necesarios para pagar los peajes. En segundo lugar, la gobernabilidad tarifada ha cerrado los espacios de control político al gobierno, abriendo la puerta a la corrupción y las arbitrariedades. El Congreso ha dejado de ser un espacio de representación y deliberación política, para convertirse en un recinto en el que se negocian pequeños o grandes intereses. Desde hace años, los debates al gobierno —con muy contadas excepciones— han terminado en mociones de aplauso y excusas rendidas de los parlamentarios al gobierno de turno. Y tercero, la figura del peaje se extendió hacia otros ámbitos de la vida ciudadana, quebrantando los fundamentos que sostienen la función pública. Pero la presión de la gobernabilidad tarifada no sólo se ejerce sobre los gobernantes. También se ha extendido sobre los gobernados. ¿Qué importa pagar unos pesos de más, si eso implica la instalación o el arreglo inmediato de una línea telefónica, se pregunta un usuario que, desprotegido de los sistemas de control y protección a los consumidores, no le queda otro remedio que ceder a las presiones de los que proveen ese determinado servicio público básico. O para el caso de un ciudadano desprotegido del Estado, ¿qué importa pagar unos pesos de más a un policía o a un particular para que se dedique sólo a cuidar un barrio o una casa? Pese a que en el corto plazo la gobernabilidad tarifada les ha permitido a los gobernantes resolver los problemas que diariamente se les van presentando, en el mediano y largo plazo lo único que esta forma de gobernabilidad asegura es el derrumbe de la institucionalidad que fundamenta la existencia del Estado. La gobernabilidad tarifada ha convertido al Estado colombiano en lo que Madeleine Albright llamó un “Estado fracasado”, para calificar a los países con una autoridad central débil o inexistente. Se trata de la debilidad que ha llevado a los funcionarios de Planeación Nacional a sugerirles a las comunidades que se “consigan un senador”, como único criterio técnico que les


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permitirá usar el “cupito” que les asegure la atención del gobierno, o que le ha hecho creer a los ciudadanos que para acceder a algún servicio público, o ejercer un derecho, necesitan de la labor intermediaria de un político o un funcionario público. La pérdida del control territorial La erosión del poder presidencial también puede verse a través de la manera como ha evolucionado el conflicto armado. La dinámica con el conflicto se ha desplazado hacia la lucha por el control territorial pone en evidencia la nueva importancia estratégica adquirida por los territorios. Ya no en su relación con el Gobierno central (que había llevado los análisis al terreno de la dualidad centralismodescentralización), sino en su misma capacidad para proyectarse como una unidad de poder político real, desde la cual los individuos reclaman para sí una porción del Estado. Un territorio es n disputa es ahora el ámbito político-esacial en el que las distintas fuerzas políticas se enfrentan para imponer susu propias reglas de juego sobre toda la comunidad territorial. En su análisis sobre el conflicto armado, el experto español Román Ortiz (2001:1) plantea que la “calidad” de la confrontación ha empeorado notablemente. Para empezar argumenta. […] se ha incrementado el número de bandos enfrentados. De hecho, el conflicto ha dejado de ser el clásico enfrentamiento entre el ejército y la policía estatales por un lado y grupos insurgentes izquierdistas de distintas raíces ideológicas por otro. Por el contrario, en su lugar han aparecido nuevos actores con agendas políticas y militares independientes. Este es el caso del surgimiento de los grupos paramilitares como agentes de violencia con estrategias independientes de aquellos sectores de la administración pública y privada que inicialmente estimularon su aparición como una forma de combatir a las guerrillas. Paralelamente el narcotráfico también se ha consolidado como un importante promotor de violencia, bien directamente a través de sus propios grupos armados, bien subcontratando a los grupos armados de uno u otro signo como ejecutores de sus operaciones. […] Por si fuera poco, dentro de los tres agentes de violencia no estatal señalados –guerrilleros, paramilitares y narcotráfico- se ha producido una fragmentación interna o, al menos, una flexibilización de las líneas de control jerárquico.

El caso más visible ha sido, según el “Informe Anual del Observatorio Mundial de las Drogas” (1997), la fragmentación de los grandes carteles de la droga y su sustitución por organizaciones


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delictivas independientes de menor tamaño (pp. 2011-202). Pero esta división interna también ha llegado a las guerrillas en dos sentidos. Por un lado, se mantiene la existencia de organizaciones armadas independientes y a veces rivales. De hecho, la guerrilla colombiana se ha agrupado en torno a dos grandes movimientos independientes –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)-, pero además continúan apareciendo grupos menores. Sostiene Ortiz que en la mayoría de ocasiones la aparición de nuevos grupos ha sido consecuencia más o menos directa de los procesos de desmovilización, diseñados para reincorporar a la vida política legal a las organizaciones armadas de uno u otro signo. Así ocurrió con la aparición del Frente Jaime Bateman y otros grupos similares, cuando el Movimiento 19 de Abril (M-19) optó por desmovilizarse en 1991; en ese mismo año, la desmovilización del grueso del Ejército Popular de Liberación (E PL) dejó al margen a sectores opuestos al acuerdo, algunos de los cuales entregaron las armas mientras otros seguían operando hasta la actualidad. También ocurrió cuando las conversaciones de paz entre el Gobierno y las FARC llevaron a algunos centenares de sus militantes a formar una organización conocida como Frente Ricardo Franco (FRF). En otras ocasiones, grupos desmovilizados han optado por recoger las armas por distintos motivos. Éste fue el caso en la formación de grupos de autodefensa, por parte de los militares desmovilizados del EPL en la zona de Urabá, para hacer frente a las incursiones de las bandas paramilitares84. Al mismo tiempo dentro de las grandes organizaciones insurgentes se han producido fenómenos de descentralización y flexibilización de las líneas de mando. Tradicionalmente el ELN ha sido un grupo sin una estructura de mando y control eficaz. Pero además las FARC, tradicionalmente con una estructura más solida, han visto cómo sus comandantes de frente (la agrupación táctica básica de la organización) ganan autonomía gracias a su capacidad para recaudar fondos de

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Detalles de todos estos casos se pueden encontrar en “Colombia”, Jane´s World Insurgency and Terrorism, Vol. 2, Jane´s Information Group, Coulsdon, 1998. Igualmente como una vuelta a las armas se puede interpretar la formación del grupo Raíces para Colombia por parte de antiguos militantes del M-19, que fue desmantelado casi en su totalidad por las fueras de seguridad en octubre de 1996. Un caso distinto se presentó con la creación del Ejército Revolucionario Popular (ERP), una escisión del ELN aparecida en 1996 como consecuencia de discrepancias sobre el financiamiento del grupo. Referencias a Raíces para Colombia y el ERP se encuentran en “Splinter groups in Colombia”, Pointer, Jane´s Intelligence Review, Vol 4, No. 1, Jane´s Information Group, Coulsdon, enero de 1997, p.14.


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forma independiente –a través del narcotráfico, el impuesto revolucionario o el secuestro- y, como consecuencia de esto, gracias al desarrollo de redes independientes de suministro de material bélico. Finalmente, por lo que respecta al paramilitarismo, este tipo de formaciones ha demostrado ser un conglomerado de grupos de entidad y objetivos muy diversos, solamente unidos por su hostilidad a las guerrillas izquierdistas. De hecho, la sigla de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que mantienen como paraguas común, resulta solamente un aparato muy flexible de coordinación donde conviven organizaciones con su enorme grado de independencia. Las dimensiones y formas de evolución y manifestación del conflicto colombiano que presenta Ortiz, encajan de manera sorprendente con lo que la investigadora inglesa Mary Kaldor (2001) denomina las “nuevas guerras”. Como afirma Kaldor, las nuevas guerras se caracterizan por el hecho de que políticamente ya no son los intereses entre Estados los que chocan, sino las nuevas formas de poder territorial consolidadas con base en las identidades colectivas (producidas por la migración, la religión, el nacionalismo, etc.); ideológicamente predominan el tribalismo y la identidad política comunitaria, antes que el propósito de imponer la democracia o el socialismo; lo que moviliza ya no es el patriotismo o la defensa de un proyecto nacional, sino el miedo, la corrupción, la religión o la magia; los apoyos ya no provienen de las potencias coloniales, sino de una diáspora de mercenarios extranjeros, mafia criminal y poderes regionales que concentran poder territorial; las modalidades de combate ya no están definidas por las campañas formales organizadas con demarcación de fronteras, bases y armas pesadas, sino mediante acciones fragmentadas y dispersas que involucran a paramilitares y grupos criminales, niños soldados, armas livianas y el uso de la atrocidad ejemplarizante. A diferencia de las viejas guerras, las nuevas comprenden una enorme variedad de grupos; guerrillas, paramilitares, caudillos locales, bandas criminales, fuerzas de policía, grupos mercenarios y ejércitos regulares, que actúan en una mezcla de confrontación y cooperación incluso cuando están en bandos opuestos; y la guerra ya no se financia con los impuestos, sino que ahora es sostenida con recursos externos provenientes de actividades ilegales. Según Kaldor, con las nuevas guerras hay una nueva economía de guerra. La participación en la guerra es baja y el paro es enormemente elevado. La producción interior disminuye de manera drástica debido a la competencia global, la destrucción física o las interrupciones de


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comercio normal, como ocurre con los ingresos fiscales. En tales circunstancias, las unidades de combate se financian mediante el saqueo, el mercado negro o la ayuda exterior, que puede presentar diversas modalidades: envíos de los expatriados, fiscalización de la ayuda humanitaria, apoyo de los gobiernos vecinos o comercio ilegal de armas, drogas o mercancías de valor. La diversidad de los actores en confrontación (guerrilleros, paramilitares, delincuentes, mercenarios, milicianos locales, caudillos regionales, organizaciones parapoliciales, etc.) desborda cualquier posibilidad de control territorial por parte de las instituciones estatales. Su elevada capacidad para mimetizarse con la población (incluso pueden hacer parte de ella), o para mostrar solvencia en el dominio de una determinada porción de territorio, revela la insuficiencia de los mecanismos institucionales (políticos y militares) para mantener el control territorial del conflicto y los agentes en confrontación. Ni siquiera los afectados pueden diferenciar amigos y enemigos. Ante la imposibilidad de contener geográficamente el conflicto, las zonas de paz y de guerra “coexisten en un mismo espacio geográfico” (Kaldor: 177). En unos territorios se vive una situación de paz, mientras que en otros se vive en estado de guerra. De una región a otra, de un municipio a otro, de un barrio a otro puede pasarse de la guerra a la paz. Unos y otros coexisten en un ordenamiento que siempre está en permanente tensión. Como todos los actores en conflicto comparten el objetivo de sembrar sentimientos de miedo y aversión, su acción abierta o encubierta termina creando un clima generalizado de inseguridad y de sospecha, que cubre el territorio y llega a determinar el conjunto de las relaciones sociales, marcando la lucha por el control territorial como el eje que concentra el conflicto. Éste es, quizá, el principal rasgo característico de las nuevas guerras. El punto crucial de la interpretación de Kaldor es que no sólo supera las limitaciones analíticas que han caracterizado los llamados “conflictos de baja intensidad”, sino que permite incorporar una visión más comprehensiva al problema de las implicaciones sociales de este tipo de violencia organizada. Inseguridad y sospecha se convierten en los referentes que, poco a poco, llevan a los individuos a vivir en función de la intensidad del conflicto. Cada uno ajusta sus expectativas y sus comportamientos al conjunto de amenazas que perciba en su entorno. Aun cuando las amenazas no sean públicamente tematizadas, ni se conviertan en el centro de los conflictos (Beck, 2001:32), cada vez desempeñan un papel


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más determinante. En la medida en que la conciencia colectiva sobre la demanda de seguridad sea mayor, es decir, en que las amenazas se vayan incorporando en la agenda pública y en la agenda política, mayor será la sensación de incertidumbre en el territorio en disputa. Y en la medida en que los ciudadanos no reciben respuestas satisfactorias (pues en la demanda de seguridad no hay términos medios), la sensación de incertidumbre se convierte en una realidad dominada por el miedo. La urgencia de proveerse una solución convierte la amenaza en un riesgo latente que debe ser permanentemente atendido. Emerge un nuevo orden social territorial, en el que la seguridad se proyecta como un nuevo valor que los ciudadanos reconocen prioritariamente como el determinante de la vida en sociedad. Es lo que Beck (2002:32) llama la “sociedad del riesgo”, que va irrumpiendo en la medida en que los peligros socialmente identificados sobrepasan los límites de la “asegurabilidad”, que pueden proveerse los ciudadanos a través de sus propios medios. Con la “sociedad del riesgo”, Beck quiere hacer referencia a una fase de desarrollo de la sociedad en que los riesgos políticos, sociales, ambientales e individuales desbordan por completo las instituciones de aseguramiento y control que regían la envejecida sociedad industrial. Para Beck, el riesgo significa que la mayor parte de los desafíos que enfrentan los seres humanos en su vida social ya no provienen de la naturaleza, sino de las consecuencias de las propias acciones humanas. Afirma Beck (2000) que, […] con la sociedad del riesgo, los conflictos de distribución de los godos sociales (ingreso, lugares de trabajo, seguridad social), que llevaron al conflicto básico de la sociedad industrial de clases y a las instituciones correspondientes para su solución, son ahora superados por los conflictos de distribución de los bads generados en el proceso (p. 34).

Las enfermedades, las maneras de alimentarse, de reproducirse como especie todo aquello que genéricamente era envuelto bajo el rubro de “intercambio con la naturaleza” ha cambiado drásticamente de signo. Entre sus consecuencias está el paso de una lucha social por la apropiación del excedente, que tuvo su forma clásica en las organizaciones sindicales y en la lucha de clases durante la sociedad industrial, a las demandas por el control social del riesgo (Nugent, 1998). En las nuevas condiciones, la lucha por el control territorial se constituye en el foco que no sólo modifica los comportamientos


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ciudadanos en función de su disposición a defenderse o a proveerse su propia seguridad, sino que también conduce a una socialización cada vez más individualista, que erige la sospecha como el mecanismo regulador de una nueva cultura de la supervivencia. Es la “individualización” que disuelve las formas sociales precedentes y los vínculos en el sentido de dependencias en la subsistencia (mercado, educación, consumo, asistencia social), para abrir paso a otras nuevas, que decretan la pérdida de seguridades tradicionales con relación al saber hacer, las creencias y las normas orientadoras. Es la paradoja de que mientras más se lucha por el territorio, menos posibilidades tienen los individuos para reproducir sus espacios de convivencia social. Es el repliegue hacia lo individual y lo íntimo, de manera que sólo se puede vivir de puertas para adentro. El endeble ordenamiento institucional El entramado institucional en el que se ha desarrollado el presidencialismo colombiano puede ser caracterizado a través de dos elementos propios y particulares de la historia colombiana. Primero, la presunción de la mala fe del otro, como criterio que ha ordenado el diseño y la operación de la institucionalidad política. Y segundo, la recurrencia en el uso de los mecanismos de excepción (estado de sitio, conmoción Interior o emergencia económica), como instrumentos para enfrentar y resolver las crisis del sistema. La presunción de la mala fe como criterio ordenador Por una parte, la presunción de la mala fe surgió del temor a que quienes detentan el poder de las instituciones incumplan, abusen de sus prerrogativas y vayan más allá de lo establecido. Es el temor que ha llevado a que, para controlar los abusos potenciales, se prohíba la reelección de funcionarios públicos, se establezcan excesivos controles administrativos y judiciales, o se impongan esquemas casi federalistas que incluso le han otorgado a las Fuerzas Armadas un “poder moderador constitucional” (Hartlyn, 1994). La presunción de la mala fe se expresaba en la Constitución de 1863, cuando ésta establecía que “el mandato presidencial duraba dos años, sin reelección, y el presidente necesitaba que el Senado le diera el visto bueno a su gabinete y a otros nombramientos de alto nivel y los vetos presidenciales podrían ser invalidados con una mayoría simple en el Parlamento” (Hartlyn, 1998).


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Los poderes concedidos por la Constitución de 1886, que ampliaba a seis años el mandato, limitaba las sesiones legislativas a años alternos y establecía la facultad para imponer estado de sitio, fueron fuertemente recortados en las reformas de 1910 con la reducción del período presidencial a cuatro años, la ampliación de las sesiones legislativas a por lo menos una vez al año, el establecimiento de garantías para el partido minoritario y la mayor independencia y control judicial (Hartlyn, 1998). Posteriormente, el mayor poder presidencial conferido por las reformas de 1968, principalmente en el manejo de los asuntos económicos, fue sensiblemente recortado por la Constitución de 1991, así como sus prerrogativas en la declaratoria del estado de excepción y en el reforzamiento de los controles por parte del legislativo y las cortes del poder judicial. En este marco de precariedades, la manera colombiana de gobernar está marcada:  Por la existencia de unas instituciones muy frágiles técnicamente, sin memoria institucional ni procesos administrativos consolidados, y con altos niveles de rotación de sus niveles medio y superior.  Por la configuración de unas relaciones de poder cada vez más regidas por la confrontación de poderes y usurpación de competencias entre las ramas del poder público y al interior de cada una de ellas.  Por la irrupción cada vez más fuerte, cada vez más contundente, de una multiplicidad de centros de poder que le disputan a los gobiernos las tareas esenciales en el control del orden público y la asignación de recursos presupuestales. Con instituciones frágiles, los gobiernos quedan sometidos a la incertidumbre que produce tener que tomar decisiones sin los suficientes elementos de juicio, ni la información mínima requerida por la decisión; con relaciones de poder difusas y en permanente tensión, los gobiernos quedan atados a la inestabilidad estatal que provoca la lucha incesante por hacer prevalecer unas prerrogativas sobre otras, unos intereses sobre otros; y con la irrupción de nuevos frentes reales de poder (que no sólo son la guerrilla, el narcotráfico o el paramilitarismo, sino también las comunidades locales y, en algunos casos, los programas de ayuda del exterior), los gobiernos deben asistir a la pérdida de la autonomía gubernativa que el gobernante necesita para convertir sus ideas y compromisos en hechos de gobierno.


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La cotidianidad de los mecanismos de excepción Por su parte, el uso recurrente de los mecanismos de excepción, como el estado de sitio y la emergencia económica, ha llevado el ejercicio de gobierno entre la excepción de la normalidad y la normalidad de la excepción. Históricamente han sido los recursos con que institucionalmente cuentan los gobiernos para regular la suspensión de ciertas garantías consideradas básicas o esenciales, con el propósito de restablecer la normalidad que puede haber sido alterada por circunstancias de diverso orden. Se trata de alteraciones que están asociadas con acontecimientos que ponen en peligro la vigencia de las instituciones y la misma estabilidad del Estado. Dos elementos revelan en toda su dimensión los debates y las decisiones gubernamentales sobre los mecanismos de excepción en el país. Uno de ellos lo constituyen los debates sobre el origen y la discusión del llamado “orden público económico” (Castro, 1975). La utilidad política e institucional que había reportado el uso extensivo del artículo 121 de la Carta de 1886, sobre conmoción interior o guerra exterior, que le permitía al ejecutivo declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la república o parte de ella, había dejado ver muy claramente el margen de maniobra política e institucional que podía adquirir el gobierno para enfrentar situaciones de crisis o inestabilidad. Y por otra parte, estaban las facultades extraordinarias concedidas al poder ejecutivo mediante el ordinal 12 del artículo 76 de la Constitución, que le confería poderes excepcionales al presidente de la República sobre asuntos debidamente señalados por el gobierno o de acuerdo con el Congreso Nacional. Estas medidas extraordinarias tenían el carácter de decretos legislativos y duraban hasta el cese del desorden señalado. Como instrumento para el manejo de crisis, el mecanismo de la emergencia económica fue inaugurado, en desarrollo de la legislación extraordinaria de estado de sitio durante el segundo gobierno de López Pumarejo, a raíz del golpe de Estado en Pasto, el 10 de julio de 1944. La inauguración de tal doctrina constitucional y de esta praxis gubernamental fue el decreto legislativo 1778 de 1944, de estirpe laboral, los decretos 1884 y 1856, de naturaleza económica, y el decreto legislativo 2350, de propósito laboral y social. Según Jaime Castro (1975), el corazón de la argumentación del nuevo concepto de orden público lo dio el propio presidente Alfonso López Pumarejo en su respuesta al Colegio de Abogados de Medellín, en 1944, al decir: Hoy


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no hay criterio de orden público que no considere esencial la paz entre el capital y el trabajo, es decir, entre las diversas clases económicas (p. 99). En su investigación sobre el uso de la emergencia económica, Castro (1975) muestra cómo en las actas del Consejo de Ministros (sesión del 21 de abril de 1948) ya figuraban las coincidencias, y la posterior aceptación por parte del presidente y su gabinete de ministros, sobre la tesis de Echandía y López acerca del orden público económico-social. Es decir que el orden público es un concepto complejo, no reducible a lo policivo y militar, extensible a lo económico-social” (p. 82). Pero con ese enfoque se abrió la puerta a interpretaciones que permitían un uso demasiado flexible del concepto del orden público-económico. El hecho de que se planteaba como un concepto cuyo contenido había evolucionado hasta el punto de comprender “todas las actividades colectivas” implicaba que podía ser utilizado de manera excesivamente discrecional por parte de quien estuviera en el gobierno. En este sentido se expresaron los ex presidentes Alfonso López, Eduardo Santos, Carlos Lozano, Darío Echandía y Carlos Lleras, entre otros, el 28 de noviembre de 1949, puntualizando la preocupación de un uso “licencioso” de los poderes extraordinarios del artículo 121, que pudiera darse como consecuencia de su libre aplicación, y de allí propiciar la evolución hacia sistemas dictatoriales. En Colombia, el funcionamiento normal de las instituciones ha sido más bien la excepción que la regla: desde 1948 el estado de sitio ha reinado casi todo el tiempo (Pecaut, 1987). En 30 años de gobiernos liberales y conservadores, de 1958 a 1988, el estado de sitio tuvo una vigencia de 22 años, 2 meses y 22 días (Pizarro, 1989:319). El estado de sitio ha convertido al poder ejecutivo en un verdadero poder legislativo (Palacio, 1995:332). Además de su utilización para fines estrictamente militares de restricción de las libertades y garantías individuales (derecho de reunión, locomoción, asociación y huelga, libertad de información, etc.), ha servido para la expedición de la legislación penal, la creación de jurisdicciones especiales y paralelas, incluida la justicia penal militar aplicada a los particulares, y la expedición de normas orgánicas de seguridad y control del orden público85. En esa 85 Hay que agregar que frente al uso del artículo 121, en situaciones especialmente graves y extraordinarias de crisis, el 10 de julio y días posteriores, y el 9 de abril y días posteriores, los decretos legislativos expedidos fueron en su mayor parte convertidos, en leyes por el Congreso; que compartía la interpretación y aplicación de las medidas (Castro, 1975:29).


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perspectiva, el uso recurrente de los mecanismos de excepción pareciera haberse constituido en un mecanismo de compensación, para uso discrecional del presidente, con el fin de superar las limitaciones a la gestión gubernamental impuestas tanto por el desgaste de las instituciones políticas, como por el agravamiento de las condiciones de gobernabilidad. Se trata del ejercicio de funciones “paralegislativas” por parte del poder ejecutivo, lo que formalmente se interpreta como las prerrogativas que tiene el gobierno para asumir atribuciones legislativas que en condiciones ordinarias no le corresponden. Según Chailloux-Dantel (1955), “en realidad no es sino el recurso para legalizar una forma de gobierno muy frecuentemente adoptada en los países suramericanos; forma de gobierno que consiste en el ejercicio de la totalidad de los poderes estatales por el ejecutivo”. En su informe al Congreso sobre el estado de emergencia económica decretado en 1974, el ex presidente López Michelsen estableció tres etapas que revelan la evolución jurídica y cronológica de los mecanismos de excepción como instrumentos de manejo de la crisis. La primera etapa comienza en 1930, cuando el entonces ministro Esteban Jaramillo, “realizando piruetas increíbles consigue crear la institución de la emergencia económica, al amparo del artículo 76 de la Constitución de 1886 que permite revestir pro-témpore de precisas facultades al Presidente de la República, que le permitió sortear con fortuna la crisis de la época”. Para López la segunda etapa se inicia en 1944, cuando correspondió a un jurista de la talla de Darío Echandía encuadrar la emergencia económica dentro del artículo 121, con la innovación del concepto de “orden público económico”, que existía en la Constitución para casos semejantes, pues el proceso legislativo destinado a obtener las facultades extraordinarias del artículo 76 obliga de antemano a anunciar, así sea en términos generales, las medidas que el gobierno se propone dictar, engendrando las desfavorables consecuencias de su expedición, sin las ventajas de su ejecución.

Y finalmente, la tercera etapa “corresponde a la institucionalización del Estado de emergencia prevista en el artículo 122 de la Constitución como figura independiente y autónoma, distinta de las denominadas


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facultades extraordinarias y del Estado de Sitio” (citado por Castro, 1975; 56) En su estudio sobre los estados de excepción decretados durante las administraciones Gaviria, Samper, Pastrana y Uribe, el ex ministro Juan Camilo Restrepo (en prensa), mostró cómo después de la reforma constitucional de 1991 se han utilizado en seis ocasiones las facultades extraordinarias. En tres ocasiones el estado de emergencia económica y social se utilizó para hacer frente a las calamidades de la naturaleza o a circunstancias conexas con éstas: decreto 1178 de 1994, debido al terremoto de Toribio en el departamento del Cauca; decreto 080 de 1997, que se expide por la emergencia eléctrica, y decreto 195 de 1999, por terremoto de la zona cafetera. Y en las tres ocasiones restantes, el mecanismo se utilizó para hacerle frente a circunstancias asociadas al funcionamiento de la economía y del sector financiero: decreto 333 de 1992, expedido para facilitar el manejo del alza salarial del sector público; decreto 080 de 1997, para manejar asuntos relacionados con el funcionamiento del sistema cambiario (como se sabe, la Corte Constitucional declaró este decreto inexequible en su totalidad); y decreto 2330 de 1998, para hacer frente a la crisis financiera. La conclusión de Restrepo plantea que, si bien el uso del mecanismo de estado de sitio se ha convertido en un recurso más o menos frecuente para compensar los desequilibrios de poder, el mecanismo de emergencia económica se ha constituido en un instrumento adecuado para el manejo de crisis en Colombia. No obstante, el uso recurrente de las funciones “paralegislativas” había conducido a un proceso de progresiva concentración de poder en el ejecutivo, con la correspondiente pérdida de preponderancia del legislativo y el judicial en el control y la resolución de los conflictos. El ejercicio del poder político se concentraba cada vez más en el primero, y se ejercía cada vez más por fuera de los segundos. Pero, paradójicamente, mientras más se ha concentrado el poder en el ejecutivo, en términos de su acción discrecional para enfrentar la “subversión”, mayores han sido los obstáculos que ha encontrado el propio Estado (como un todo) para controlar y resolver los conflictos. En efecto, la cada vez mayor concentración de poderes en el presidente, como consecuencia de la adopción recurrente de las "medidas de excepción”, no sólo ha institucionalizado la progresiva disolución de los poderes legislativo y judicial en el ejecutivo, en la tarea de controlar y resolver los conflictos sociales, sino que también ha provocado como reacción el surgimiento de


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un espacio de fraccionamiento y confrontación institucional que ha desbordado al mismo Estado. La insuficiencia de las soluciones estatales Quizá la característica más preocupante que puede llegar a presentar una coyuntura de crisis es el desbordamiento que, sobre el gobierno y la administración pública, producen las soluciones previstas gubernamentalmente. Concebidas como alternativas para resolver los problemas, las opciones que toman los distintos gobiernos terminan produciendo problemas mucho más graves que los precedentes. Tres tipos de soluciones problema han sido recurrentes en el ordenamiento legal e institucional del país: primero, el tipo de solución que hace referencia a los cambios en los códigos, que lejos de resolver los problemas administrativos o jurisdiccionales termina por agrandarlos o abrir nuevos frentes problemáticos o de confrontación; segundo, el tipo de soluciones que al tratar de establecer límites, termina excediéndolos generalmente en la aplicación de los mecanismos de excepción; y finalmente están las soluciones problema que, estructuradas para inducir arreglos institucionales, terminan por hacer más compleja y difícil la acción institucional. En el primer caso, se ha vuelto un lugar común que el presidente de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, o cualquier otra autoridad judicial, le anuncie al país que con la entrada en vigencia de la nueva legislación penal “habrá libertades y prescripciones”. En un país acostumbrado a cambiar los códigos, como alternativa para resolver los problemas carcelarios producidos por la irresponsabilidad e imprevisión gubernamental, el llamado ha sido aprovechado por los funcionarios del gobierno saliente para eludir las responsabilidades que puedan tener por el desbarajuste carcelario. El “régimen de transición” anunciado por el jurista será el argumento detrás del cual se archivarán las renuncias. Una vez más, el país verá cómo sus altos funcionarios, con aire patriótico, dicen: “No me voy hasta que cumpla mi promesa de descongestionar las prisiones”. Se trata de una costumbre que, como lo muestra Jorge E. Ibáñez en su trabajo sobre los 50 años del restablecimiento del Ministerio de Justicia, viene desde finales del siglo XIX cuando la supresión del Ministerio obligó a que la llamada Sección 6a del Ministerio de Gobierno asumiera el manejo de las prisiones del país. Desde entonces se ha pretendido resolver el problema a punta de discursos.


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En 1933, con la expedición de la ley 20, se le asigna al naciente Departamento de Prisiones del Ministerio de Gobierno la tarea de organizar e implantar “la reforma carcelaria, penitenciaria y correccional”, que para la época ya se consideraba “uno de los más agudos problemas sociales del país”. Cinco años después, en 1938, el ministro Carlos Lozano y Lozano invocaba la necesidad de atender un problema que tenía el carácter de “angustiosa urgencia nacional”, pero no se hizo nada. Diez años más tarde, en 1949, el entonces ministro de Justicia, Miguel San Juan, afirmaba que “el país cuenta con una completa legislación penal, pero su ejecución se dificulta extraordinariamente por no existir los instrumentos necesarios para condicionarla a las modernas orientaciones sobre seguridad y readaptación del delincuente en beneficio de la sociedad”. Y tampoco se hizo nada. Cinco años después, en 1954, el ministro Gabriel París buscaba formulas para enfrentar la “desoladora” situación carcelaria. Sucesivamente, pasan los ministros, y los llamados a resolver el problema se multiplican mientras que la situación se agrava. Y ningún ministro ha renunciado por ello. A nadie le ha costado el puesto, porque nadie ha asumido la responsabilidad que le compete. La consecuencia ha sido evidente. Colombia llegó a una situación en la que los códigos se reforman para adecuarlos a la situación carcelaria y no lo contrario. La crisis carcelaria muestra, en toda su profundidad, la crisis de las políticas de justicia en el país. En el ámbito de la conducción gubernamental, como se verá más adelante, se observa cómo las políticas no sólo han estado marcadas por la inconsistencia entre los diseños institucionales, los objetivos de política y la realidad política y social del país. También por la propia incapacidad para asegurar y mantener la inercia institucional que asegure el encadenamiento entre acciones y decisiones, y que le confiera una mínima unidad doctrinaria que impida decisiones precipitadas y acciones imprevistas. La obsolescencia de las instalaciones y la mala calidad de los servicios evidencian la debilidad de la administración pública. En las prisiones se expresa, en toda su dimensión, la fragilidad del Estado, es decir, el poder corruptor del narcotráfico, la lucha por el control territorial entre guerrilla y paramilitares, o la endeble administración de justicia que debe tratar por igual a condenados y sindicados. El panorama no podría ser peor. Pero pese a lo complejo del problema, hay que comenzar por alguna parte, y es que los responsables de las políticas asuman los costos políticos por las malas decisiones o la deficiente gestión. Se entiende


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bien que no es la solución, sino un principio de ella. Aunque el ministro no lo crea, su renuncia puede convertirse —acomodando las palabras del astronauta— en un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para nuestra institucionalidad. El segundo tipo de soluciones problema encuentra en la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Seguridad y Defensa de la Corte Constitucional un excelente ejemplo, que no sólo reivindica el Estado de Derecho sino que también revela los problemas de calidad democrática y técnica de nuestra legislación. Así como antes la señalaban por no dejar gobernar, ahora la acusarán por no dejar ganar la guerra. Pero el asunto no es tan elemental. El problema de declarar inconstitucional la Ley de Seguridad y Defensa no está en que haya dejado al gobierno sin instrumentos para combatir el terrorismo. De hecho, no se trata de una ley antiterrorista. Lo que el fallo evidencia es el conjunto de problemas de calidad y alcance jurídico e institucional que tiene la norma. Es tan frágil conceptualmente, tan excesiva funcionalmente y con tantos problemas de legalidad, que de ella no podría esperarse mayores resultados en términos de políticas públicas, y en cambio sí abría la puerta a los desbordamientos. Así, por ejemplo, es claro que no se puede estructurar un sistema de seguridad y defensa nacional con base en una definición tan ambigua e inconsistente, jurídica y políticamente, como la que establece la ley con lo que denomina “poder nacional”. No sólo porque le confiere el mismo rango de poder público (lo que es inconstitucional), sino porque lo desnaturaliza como poder, al definirlo como la capacidad de respuesta que potencialmente puede ofrecer el Estado frente a situaciones que amenazan su supervivencia. Y eso sin tener en cuenta que la Corte no consideró la confusión que crea la ley cuando define orden público en los términos en que rigurosamente se debe definir la seguridad, y cuando reduce la seguridad ciudadana a una acción conjunta de autoridades y comunidad para preservar la convivencia. Esa ambigüedad, que no es solamente de esta ley, podría explicarse como el producto del desconocimiento de los legisladores en el manejo de los temas, o como el resultado de una acción intencional con la que se busca una zona gris que permita transgredir la ley sin llegar a la ilegalidad. Pero más allá del peso que haya tenido uno u otro argumento, lo cierto es que se constituye en uno de los peores flagelos que enfrenta el país. La ambigüedad legislativa no sólo elimina la frontera entre lo legal y lo ilegal. También elimina los ámbitos de responsabilidad de quienes


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la aplican. Mientras más ambigua es la ley, mayor es el margen de maniobra que se le confiere al funcionario (o a quien la interpreta) para definir los alcances y los parámetros de su aplicación. El desenlace jurídico queda sometido a una serie de juegos interpretativos infinitos, la acción de la justicia se disuelve en la impunidad. El poder sale de la esfera judicial para concentrarse en los arreglos informales. Los que mejores artimañas jurídicas desarrollen serán los que inclinen a su favor la balanza de la justicia. La legislación colombiana está llena de ambigüedades e imprecisiones que han abierto el campo a los abusos y a la corrupción, desde la propia Constitución hasta los más inocuos decretos gubernamentales. Un estudio de Ulises Rinaudo (1982), que evaluaba la correspondencia entre el uso técnico y científico de los conceptos y el uso que se daba a los mismos conceptos en la legislación ambiental en 13 países, concluía que la legislación colombiana era la que menor correspondencia presentaba al respecto. Lo que puede aparecer como un problema de preparación de los legisladores también puede esconder una pugna de intereses, que se mueven y benefician aprovechando las zonas grises que producen las leyes ambiguas. El asunto es más preocupante cuando se observa —como en este caso— que el gobierno no sólo creó una comisión para elaborar el proyecto de ley y luego de un gran esfuerzo lo sustituyó por otro de origen inesperado, sino que el proyecto presentado se aprobó sin ningún tipo de estudio ni debate, como en su momento lo denunciaron algunos senadores en carta a la Corte Constitucional. La manera como las sociedades permiten que se estructuren las leyes también determina la manera como son gobernadas. El carácter estratégico que ha adquirido el problema de la seguridad y la defensa del Estado merece el esfuerzo más serio y riguroso que se pueda adelantar. La Corte Constitucional ya dio un paso fundamental al reafirmar que la primacía del Estado de Derecho siempre marcará la diferencia entre el orden y la barbarie. Y finalmente, el tercer tipo de soluciones problema tiene que ver con los innumerables esfuerzos que ha hecho el país por ajustar las instituciones. Sin embargo las reformas no logran trascender. Así por ejemplo, en septiembre de 1986 el Banco Mundial, en un informe sobre el sector público en Colombia, señaló que “la mejora en el desempeño del gobierno, en lo atinente a su efectividad para adelantar políticas y aumentar su eficiencia institucional, es tarea casi imposible para cualquier administración”. Han pasado 16 años y el problema nada que se resuelve, pese a que durante ese período se expidió en Colombia una


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nueva Carta Constitucional, se aprobaron tres reformas del Estado, más de 50 reformas sectoriales, más de 1.500 reformas en las entidades territoriales, y un número todavía no determinado de misiones de expertos desde la Misión del Gasto Público (1986) hasta la Misión Alesina (2001), propusieron toda suerte de reformas al gasto público, la administración de justicia, la política económica o el seguro social. En ese escenario, los ministros, uno tras otro, han visto cómo sus proyectos de cambio, sus políticas públicas o simplemente su vocación de servicio a la patria no han logrado trascender el ámbito de sus despachos. Todos, reducidos al gobierno por decreto, han ido a la zaga de los acontecimientos. Cada vez que se produce un cambio de gabinete, los salientes invocan las soluciones totales aplicadas, en tanto que los entrantes llegan al exceso para señalar el esfuerzo por atender el problema que el antecesor dice dejar resuelto. Todos coinciden en poner en evidencia que se trata de ministerios técnicamente frágiles, con escasa capacidad para estructurar políticas o para desplegarlas en el territorio y, por supuesto, sin posibilidades para producir algún impacto distinto de haber participado en dos o tres eventos en el que se hicieron anuncios y se establecieron compromisos que todavía están por cumplir. Las reformas institucionales han sido promovidas como soluciones totales y definitivas. Pero lejos de restablecer la institucionalidad política, el país continúa padeciendo los rigores de una desinstitucionalización de grandes proporciones. Los instrumentos de política se usan cada vez con menor frecuencia. Las decisiones de política —y las leyes— han abandonado los canales institucionales de deliberación técnica y política, para concentrarse en un grupo de “amigotes” que defienden pequeños intereses sectoriales y territoriales. Las tareas gubernamentales y legislativas dependen de las personas. No hay inercia institucional. No hay ninguna continuidad. Los ministerios han perdido su capacidad para impulsar cualquier proceso de conducción política. La desinstitucionalización ha llegado a tal punto que los cambios de gabinete se producen para no inhabilitar, pero no para mejorar la calidad del gobierno o de las políticas públicas. Lo que en principio parecía una valiosa oportunidad para potenciar el equipo del presidente, y para aprovechar el segundo aire que le daba la coyuntura del relevo, terminó siendo una decisión política para unos pequeños cambios burocráticos. Han pasado 16 años y todavía se sigue debatiendo la pertinencia de las reformas institucionales. ¿Cuántas discusiones se habrían evitado o cuántas reformas se habrían


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desechado si —por lo menos— hubieran leído el Informe del Banco Mundial? El extravío de la administración de justicia En Colombia la administración de justicia se ha degradado como servicio público, para erigirse en un poder político e institucional. Pero no se trata de un poder en el sentido público, sino en el sentido político del término. Es decir, como fuerza movilizadora de intereses con fines específicos. Este proceso se ha desenvuelto de manera paradójica. Luego de muchas décadas de abandono, los esfuerzos tendientes a restablecer la majestad e independencia de la justicia han caído progresivamente en la reconfiguración de una fuerza tenedora de poder político real. Primero, aprovechando la fuerza para someter al ejecutivo y al legislativo en el escenario de alta visibilidad de la lucha contra la corrupción. Y luego, aprovechando la legitimidad rescatada como consecuencia de la lucha contra la corrupción, con la cual se erige en un poder político con intereses y capacidad de movilización política en busca del control del Estado. En medio de una rápida transformación, los procesos de estructuración de las políticas públicas de justicia —como ya se ha anticipado— han estado determinados por la confluencia de tres factores bien definidos: la inadecuación funcional, la discontinuidad política y la doctrinaria, y el protagonismo judicial. La inadecuación funcional hace referencia a los problemas producidos por la falta de consistencia entre los diseños institucionales, los objetivos de política y la realidad política y social del país. Por su parte, la discontinuidad política y doctrinaria pone en evidencia la incapacidad gubernamental para mantener una mínima inercia, que asegure no sólo el encadenamiento entre acciones y decisiones y la consecución de resultados, sino también una unidad de acción institucional que impida los cambios súbitos en los trazados de política, las decisiones precipitadas y las acciones imprevistas. El protagonismo judicial, revela una conflictiva situación en la cual mientras, por una parte, las sentencias judiciales impactan de manera cada vez más fuerte las políticas gubernamentales (algunas de ellas llegan a forzar cambios en las decisiones gubernamentales), por otra, las acciones y decisiones gubernamentales buscan recortar cada vez más los márgenes de acción de los jueces. Se trata de un creciente activismo judicial producido por la cada vez mayor preocupación por el fortalecimiento de la


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administración de justicia. En el marco de la reforma del Estado en América Latina, las reformas a la justicia no sólo han conducido a un realinderamiento efectivo de las relaciones de poder entre las ramas del poder público, sino que también han forzado una expansión del poder judicial, aun a costa de reducir los espacios decisionales de las instituciones político-representativas (Guarnieri y Pederzoli, 1999:9). Es el activismo que, a pesar de no tener importancia administrativa y presupuestal, produce resultados de gran efecto político y social (Moncayo, 1997:12). Los cambios inducidos por la reforma constitucional de 1991, como el refuerzo de la Corte Suprema de Justicia o la creación de la Corte Constitucional y la Fiscalía General de la Nación, como organismos independientes de los demás poderes y con amplias facultades de regulación y control sobre la acción gubernamental y legislativa (García y Uprimny, 1991: 43-44), le han dado una renovada importancia política y social a la administración de justicia en Colombia. Esa renovada importancia es la que ha conducido a la paradójica situación. Por una parte, la mayor relevancia y visibilidad pública de las sentencias judiciales han comenzado a determinar de manera crucial los campos de la actuación política. Es lo que Tate y Vallinder (1995) llaman la judicialización de la política (citada por Guarnieri y Pederzoli 1999:7). Pero, por otra, la mayor soberanía presupuestal y financiera de los gobiernos ha comenzado a determinar el alcance y efectividad de las decisiones judiciales. Es lo que bien podría denominarse politización de la justicia, en la cual las decisiones políticas subordinan las sentencias judiciales. Una observación a los procesos de estructuración de políticas públicas de justicia deja ver la flexibilidad de un régimen en el que coexisten, por una parte, una institucionalidad formal que trata de regular lo que puede y una institucionalidad informal que irrumpe para corregir aquello que lo formal no corrige. Y, por otra, una tendencia hacia la reinstitucionalización a través de la cual la institucionalidad vigente busca adecuarse a los cambios políticos, económicos y sociales. En las políticas de justicia se sintetiza la coexistencia de canales formales y canales informales, que combinan el uso de mecanismos democrático-formales con mecanismos represivosautoritarios, algunos por fuera del ordenamiento institucional. El excesivo coyunturalismo en la estructuración de las políticas de justicia, con la improvisación que le ha sido característica, lejos de consolidar la institucionalidad colombiana la ha debilitado. Los permanentes virajes


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gubernamentales han forzado la irrupción de una institucionalidad informal, con la que se busca resolver los problemas que la institucionalidad formal ha sido incapaz de resolver. Esa informalidad ha tenido en el propio Estado a uno de sus más importantes promotores cuando, como afirma Moncayo (1995) durante años el estado de sitio sirvió para modificar el funcionamiento de la justicia y sustraerla de las reglas básicas del orden constitucional y legal y, específicamente, para instituir una administración de justicia confiada a los militares y encargada del juzgamiento de los civiles en el evento de determinadas conductas delictivas” (Moncayo, 1995:138).

El posterior debilitamiento del recurso del estado de sitio en la reforma constitucional de 1991, coincidente con un crecimiento acelerado del paramilitarismo, ha sido interpretado por no pocos observadores como una evidencia más del rasgo colombiano de convivencia de la institucionalidad formal y la institucionalidad informal. Tal como afirman Rojas y Palacio (1995), […] lo propio del caso colombiano es la combinación necesaria entre un cascarón democrático con fórmulas altamente represivas de control social y político. Antes directamente a través de las fuerzas armadas con un soporte institucional llamado estado de sitio. Ahora, a través del apoyo y encubrimiento de grupos armados que hacen el trabajo del Ejército sin estar orgánicamente vinculados a él. Lo que varía en este caso son los mecanismos de ejercicio de la represión (p. 86).

En este contexto, se ha venido configurando una crisis de justicia caracterizada por elevados niveles de impunidad, ineficiencia, corrupción y violencia, la superficie de un fenómeno que en su esencia revela el quiebre del Estado de Derecho 86. El vacío frente a la 86

En un análisis oficial, el entonces director del Departamento Nacional de Planeación afirmaba que, ante el escalamiento de la violencia, “el aparato judicial parece distante e incapaz de dirimir los conflictos de la sociedad. Al respecto la encuesta nacional de hogares señala que sólo se denuncian 21 de cada 100 delitos cometidos” (Montenegro, 1994:37). Según el informe institucional “La justicia colombiana en cifras 1973-1994”, elaborado por el Departamento Nacional de Estadística y el Ministerio de Justicia, se señalaba que en tal año las principales razones que se esgrimían para no denunciar los delitos eran: la falta de pruebas (37%), la inoperancia de la justicia (24%), los trámites excesivos (20%), el temor a las represalias (7%) y la ausencia de autoridad (5%) (p. 259). Sobre este diagnóstico ya se había pronunciado la Comisión de Racionalización del Gasto y de las Finanzas Públicas (1997), que en su informe final afirmaba que “la extraordinaria lentitud con que se tramitan los casos atenta de manera seria contra el sistema judicial. El estudio realizado por el Instituto Ser muestra que el término promedio de un proceso penal (incluidas las distintas etapas) es de 850 días (3,2 años) en la primera instancia. Una


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estructuración de políticas de justicia, por parte del Ministerio de Justicia, llevó a que una entidad como la Fiscalía General de la Nación ocupara progresivamente el lugar del Ministerio como gestora de las políticas judiciales en el país. Cada vez más, las acciones de la Fiscalía se constituyeron en un punto de referencia de las políticas de justicia. Estructurada como el eje de un nuevo sistema judicial en el país, la gestión institucional de la Fiscalía, y más particularmente del fiscal general de la República, se ha convertido en un referente crucial para el ordenamiento político e institucional del país. Se trata de una entidad y una autoridad pública con gran capacidad de influencia en las decisiones políticas. O más precisamente, con gran capacidad para interferir las decisiones de los funcionarios públicos. Investida de un poder institucional que desborda los límites de lo imaginado, la Fiscalía ha demostrado que, en un país en que la administración de justicia es tan frágil, resulta relativamente sencillo señalar culpables y proceder en consecuencia. No importa el rango del acusado, importa su capacidad para presionar la acción gubernamental. Un hecho aparentemente intrascendente muestra el grado de convencimiento político y social que tiene la dirigencia del país sobre la capacidad de interferencia de la Fiscalía en todos los asuntos públicos. Al finalizar el período del fiscal general Alfonso Gómez Méndez, los cuadros más relevantes de la dirigencia colombiana le rindieron un homenaje que reafirma cuán profunda es la convicción de que la justicia es cada vez más un poder político e institucional y cada vez menos un servicio público. Y no era una paradoja. El homenaje que parecía ser el tributo al buen esfuerzo de un servidor público en realidad terminó como un acto político. O más precisamente, como un testimonio del poder político que ha adquirido la Fiscalía en el país. Pese a que el propio fiscal reconoció que “los mayores aciertos son los que no se han visto”, la fiscalía ha demostrado —una vez más— que es el organismo con mayor poder de convocatoria. No en vano ahora se le demanda ordinaria civil ante un juez de circuito se toma en su primera etapa 1.035 días (3,9 años). El mismo término se registra, en promedio, para un negocio laboral. Y una acción ordinaria de nulidad ante el Consejo de Estado toma como plazo 2.252 días (8,6 años)” (p. 58). Con respecto a la impunidad, la Comisión establece que “advirtiendo las limitaciones en materia de información, a título ilustrativo cabe indicar que, mientras a mediados de los años sesenta la capacidad de sanción del Estado era del 20%, para 1971 bajó al 5% y ha descendido de manera permanente hasta llegar, si acaso, al 0,5% en la actualidad” (ibíd.) Para la Comisión es claro que el carácter estructural de la crisis de la justicia es una de las muestras más evidentes de la marginalidad y la exclusión social en el país.


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señala como el segundo cargo más importante del país. Pero lo que sí resulta paradójico es que el homenaje se rinda justo el mismo día en que ninguno de los candidatos de la terna presidencial logra obtener la votación para ser electo fiscal general; o que se produzca en el mismo momento en que las principales autoridades judiciales, gubernamentales y militares se cruzan fuertes acusaciones por la fuga de 98 presos de la cárcel La Picota, en Bogotá. Evidentemente, la coyuntura se constituía en una excelente oportunidad para hacer reflexionar al país sobre la necesidad de ordenar los procesos de estructuración y conducción de las políticas de justicia. Pero no a través de un homenaje político. Más allá de las discusiones sobre si el fiscal general debió prestarse o no al homenaje que le rendía una dirigencia despistada, el tributo de los 1.300 invitados revela dos hechos que incontestablemente determinan la crisis de la justicia colombiana. Primero, que la creación de instituciones tales como la Corte Constitucional o la Fiscalía General de la Nación, como organismos independientes de los demás poderes y con amplias facultades de regulación y control sobre la acción gubernamental y legislativa, le ha dado una renovada importancia política y social a la administración de justicia. Pero esa renovada importancia es la que ha conducido a una situación muy paradójica: mientras que, por una parte, se produce la llamada judicialización de la política, en la que son las sentencias judiciales las que determinan los campos de la actuación política, por otra, se vive lo que podemos llamar la politización de la justicia, en la que son las actuaciones políticas las que determinan los alcances de las sentencias judiciales. El segundo hecho que determina la crisis es aquél que proviene de la dificultad para asumir la administración de justicia como lo que debe ser: un servicio público. O más precisamente la resistencia institucional a someter la administración de justicia a un escrutinio sistemático y público, como el que se debe hacer cuando se evalúa cualquier servicio público. Quizá la resistencia provenga, como argumenta el jurista español Juan Toharia, del hecho de que evaluar implica desacralizar aquel poder que ha puesto la justicia en un pedestal, o pasar de las visiones finalistas a una puramente instrumental en la que la justicia no es sino un medio para conseguir determinados fines sociales. Y en Colombia la sacralización de la justicia —como un poder público— no sólo ha sido el remedio para esconder la inexorable descomposición del Estado de Derecho. También ha sido el muro que ha impedido que la justicia se piense con criterios de política pública. Esa convicción de que


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la justicia es un poder y no un servicio público es la que no ha permitido considerar la crisis de justicia asociada al hecho de que un acto corrupto hizo que, por más de 50 años (de 1894 a 1947), las políticas de justicia estuvieran encomendadas a una pequeña oficina en el Ministerio de Gobierno. O es la que también hizo que el presidente —para escoger la terna de candidatos a suceder al fiscal— pensara más en personas amigas que en los perfiles profesionales más adecuados para prestar el servicio. Por eso no importa que el nuevo fiscal no sea penalista, si es un amigo. Ha sido esa misma convicción la que ha convocado el homenaje a un funcionario que, más allá de su balance, representa un poder efectivo que se puede ejercer discrecionalmente. Quizá por esa razón es que los organizadores del homenaje escogieron como eslogan de la reunión “unidos por la justicia”, convencidos de que los 1.300 invitados en realidad estaban (o querían estar) “unidos por el poder”.

La fractura del orden social El nuevo valor social de la intimidación No son pocas las evidencias de que en los momentos de crisis, las sociedades siempre tienden a reestructurar sus sistemas de valores. Frente al hundimiento y la desintegración de sus valores tradicionales, tratan de encontrar otros nuevos que restablezcan la unidad y den sentido a su existencia. Pero los problemas aparecen cuando en la búsqueda las sociedades replican los comportamientos de sus dirigentes. Y esto es particularmente grave en un escenario como el colombiano, de lenta y progresiva disolución de los partidos políticos, en que la complejidad de los mecanismos constitucionales de regulación institucional ha sido tal, que las tensiones y conflictos entre el ejecutivo y el legislativo tienden a salirse de los canales establecidos para buscar una solución por sus propios medios. Es la semilla de esa “otra institucionalidad política” que ha dado sus primeros frutos y que ha distorsionado el régimen político a tal punto que el presidente no puede ser destituido por el Parlamento, pero no puede gobernar sin su aprobación. Siguiendo el ejemplo de los gobernantes, los gobernados no respetan las leyes, no valoran los acuerdos y no hacen esfuerzos por seguir los referentes que mantengan la cohesión social. Ante una dirigencia cada vez más polarizada entre amigos y enemigos, sin otro


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recurso que la intimidación para mantenerse, comienza a emerger una sociedad polarizada e intimidante. Cada uno prejuzga sin piedad al otro. La procedencia de las personas, su profesión o estrato social, determinan de antemano su responsabilidad o capacidad para cumplir con una tarea o un compromiso. Basta una mirada a los contenidos de las redes de cibernautas que opinan sobre la situación colombiana, para encontrar la profundidad de la fractura social. Allí se hace todo tipo de señalamientos y agresiones. Incluso se llega a proferir amenazas de muerte. Son los primeros rasgos de esa dinámica de la intimidación en que los dirigentes descalifican la crítica, porque la consideran el producto de los excluidos del poder; cuestionan la administración de justicia, porque la consideran socia del crimen; desprecian los derechos humanos, porque los consideran excusa de la subversión. Por eso a la sociedad ya no le parece extraño erradicar la crítica por la fuerza, tomar justicia por propia mano o violentar los derechos de los niños. Pero lo grave no sólo es que el lenguaje y la actitud de la sociedad intimidante se hayan extendido a los principales círculos académicos, empresariales, gubernamentales, políticos y judiciales del país; también es que se hayan institucionalizado como principios rectores de la acción estatal. Pareciera que los jueces, parlamentarios y funcionarios gubernamentales están más para que se les rinda honores, pero no para que se les exija responsabilidades. En el Gobierno, algunos ministros eluden los cuestionamientos éticos, aferrados al compromiso presidencial de mantenerlos en el cargo los cuatro años. En el Congreso, las bancadas parlamentarias se arman o desarman según las conveniencias de cada uno, sus posiciones cambian de acuerdo a lo que les ofrezcan. En las cortes, es cada vez más cotidiano el espectáculo de la sumisión del aparato judicial a las interferencias de la negociación politiquera. Y frente a cualquier crítica, todos tienden a reaccionar con la intimidación. Mientras tanto, envueltos en un pragmatismo corporativo, empresarios y sindicalistas se acomodan a las circunstancias con tal de no perder sus beneficios. Sin unos valores que mantengan la más mínima cohesión, la sociedad colombiana ha perdido su principal elemento de representación: la historia. Con la misma convicción que se olvida el pasado, se desdeña la preocupación sobre el futuro. Frente a la presión del ajuste, los colombianos no tienen una expectativa de futuro diferente a un escenario de crecimiento cero; frente a la agresión, tienen la convicción de que la seguridad ha tomado la forma concreta de la supervivencia; y frente al cambio de las costumbres políticas, deben


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esperar al referendo. No han logrado configurar un modelo de Estado, de economía y de sociedad como apuesta de futuro. Y mientras que los grupos sociales ven cómo se degrada su condición de vida, y la acción de los grupos armados es cada vez más feroz y despiadada, las nuevas generaciones, sumidas en la desorientación y el descontrol total, deben crecer con la violencia como principal factor de control y regulación social. Seguramente alguien las convencerá de que deben alejarse lo máximo posible de la política, pero con ello olvidan, como dice Castoriadis (1995), que “desinteresarse por la política es desinteresarse de su suerte como sociedad”. En este contexto resulta comprensible no sólo el tránsito de la sociología de la “colombianidad” hacia una sociedad cortesana en la cual lo que verdaderamente importa es rendirle culto a quien esté en el gobierno, sin diferenciar quién sea con tal de que provea algún beneficio. También la rápida configuración de una sociedad del riesgo en la que todas las acciones, decisiones y comportamientos ciudadanos comienzan a quedar atravesados por el riesgo que implica cada comportamiento individual y colectivo. La emergencia de la sociedad cortesana La primacía de la informalidad, como elemento característico de una gestión institucional regida por el poder presidencial, tiene una contrapartida: la irrupción de una especie de sociedad cortesana. Es la sociedad que surge de la desviada aplicación de las mayorías. No han pasado unos días cuando los que estaban en contra de las propuestas de quien ha ganado el poder se convierten en sus más fervientes defensores. Políticos de profesión y políticos de ocasión se confunden bajo la presión por una “colaboración patriótica”, que es el nuevo nombre dado a la participación burocrática. Nadie quiere quedarse por fuera. Los rasgos de lo que el sociólogo Norbert Elías llama la “sociedad cortesana”, que antes se proyectaban en las altas esferas gubernamentales, ahora tienden a reproducirse en la estructura social del país. Es la sociedad en que la ética de apoyo al Estado aparece regida por el sentimiento de obligación personal para con el poderoso (el rey) o por el miedo que se le tiene. Como el vínculo es personal, sus apoyos y ejecutorias también lo serán. Nadie quiere sentirse representado por nadie, a menos que sea el propio rey quien lo represente. De allí la importancia que adquiere la distinción entre los asuntos personales y los oficiales. Lo que tiene sentido es ser un duque, un conde o un privilegiado de la corte, y sus logros están mediados por


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la satisfacción de ese prestigio personal. Según Elías, el ascenso de la sociedad cortesana responderá a los “impulsos de la creciente centralización del poder” y la invocación de sus fuentes básicas: los impuestos y las fuerzas militares. Pareciera que Elías se refiere al legado de los últimos gobiernos colombianos, cuando afirma que “Lazos y rivalidades familiares, amistades y enemistades personales eran factores normales que influían sobre la conducción de los asuntos de gobierno, así como sobre todos los demás negocios oficiales” (p. 26). En la sociedad cortesana, que es la sociedad colombiana, lo que cuenta es la lealtad y, más que el conocimiento, lo que vale es la habilidad para hacer las cosas. Por eso Colombia ha tenido los ministros, generales, magistrados, fiscales y embajadores que ha tenido. Y por eso, las invocaciones a la unidad conducen irremediablemente al unanimismo de los que esperan un favor de la corona. No hay espacio para la vigilancia o la crítica, ni siquiera para la observación. Todo acto de independencia, toda crítica, es señalada como un acto contra el rey, y su contenido siempre es atribuido a su exclusión por parte de la corona. En la sociedad cortesana, la desigualdad en la distribución del poder es tan grande como las desigualdades sociales. Pero la sociedad cortesana tiene como contrapartida la dualidad de las estructuras sociales. Mientras los sectores medios y altos de la población tratan de sacar ventaja de la crisis, de manera lenta y silenciosa, sin que el gobierno se percate, en los sectores más pobres se gesta una especie de insurgencia social de incalculables proporciones y que ataca por todos los flancos. Así, por ejemplo, mientras que en la Costa Atlántica los usuarios de las empresas de servicios públicos se enfrentaban en batalla campal con las empresas proveedoras de energía eléctrica, produciendo las primeras víctimas, en Cali un grupo de vecinos se daba a la tarea de demoler una casa de la que habían desalojado a su propietario, que no pudo pagar. “La vamos a tumbar, la vamos a tumbar”, fue la advertencia de los vecinos, con la misma desafiante ironía con la que semanas, meses y años atrás los habitantes de un barrio o una ciudad le reprocharon a los gobernantes su escasa capacidad de gestión. Y cumplieron. No dejaron piedra sobre piedra. Es el embrión de una especie de insurgencia social contra el Estado que se viene gestando en el país. Como si se tratara de una puesta en escena de uno de los argumentos sobre la irrupción violenta de la masa, desarrollados por Canetti en su libro Masa y poder (1995), los vecinos comenzaron por


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derribar las puertas y ventanas. Sin ellas la casa perdía su individualidad, para convertirse en el símbolo de una causa colectiva. Es lo que Canetti llama la “descarga”, en la que “todos los que pertenecen a ella, quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales”. Por eso es que la tarea de la ‘demolición’ se constituyó en el acontecimiento crucial que, por un momento, logró integrar a todos aquéllos que perdieron sus casas con los que cada día viven bajo la amenaza de perderla. Pero en la “descarga” no todos se movilizan, porque todos están sometidos al mismo riesgo. También porque se da rienda al impulso de la destrucción. Según Canetti (1979), una imagen que se destruye representa la demolición de una jerarquía que ya no se reconoce. Así, de manera silenciosa, se van sembrando las semillas de una masa insurgente en donde antes no había nada. Es la insurgencia de los propios ciudadanos que, al no poder resistir que las pocas veces que llega el Estado es para imponer medidas coactivas, deciden enfrentarlo con toda fiereza para hacer valer sus derechos y reclamar sus oportunidades. Su característica es que no conoce límites, ni siquiera su propia fuerza. La amenaza de la pobreza ha llegado a límites insostenibles. Los hallazgos de Carlos Eduardo Vélez, en su informe del Banco Mundial (2002) sobre la pobreza en Colombia, revelan que el país no sólo regresó a los niveles de 1988 y que la brecha de ingresos se profundizó, sino que “necesita recuperar un crecimiento económico sostenido, del cuatro por ciento anual hasta por lo menos el 2010, para reducir la pobreza a sus niveles de 1995”. Así como los gobiernos han permanecido inconmovibles ante el drama de la pobreza, se han ido perdiendo los lazos de conexión que se guardaban en el pasado. Nadie parece darse cuenta de que tras los levantamientos el Estado no sólo pierde la única institucionalidad que lo sostenía en el territorio, sino que también da la impresión de ser un organismo atolondrado frente a las cada vez mayores exigencias de una insurgencia social que irrumpe desarmada, pero cada vez más violenta. La descomposición de la política Tradicionalmente, la corrupción ha dado cuenta de las conductas que pervierten o desvían la moral. En estos términos, la recurrencia de la corrupción ha sido interpretada como un problema de conductas irregulares —generalmente extraordinarias— de los individuos, que filtran las instituciones o alteran las reglas del juego económico, político


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o social, en busca de rentas o beneficios particulares. Por lo tanto, la lucha contra la corrupción se ha reducido a la búsqueda y erradicación de los comportamientos corruptos. Sin embargo, por su compleja naturaleza, la corrupción debe ser comprendida como un fenómeno diferente: como un proceso en el que confluye un conjunto de elementos, no necesariamente asociado a conductas individuales, que altera el orden y contenido de los regímenes políticos trastornando las reglas del juego institucional. En la medida en que se trata de un fenómeno extendido, la corrupción debe ser considerada como el fenómeno que permite dar cuenta de un proceso más general de descomposición o mutación que, por su naturaleza, “carece de los matices morales” (Negri y Hardt, 2002:191) que se le han conferido. Así por ejemplo, vista desde la política, la corrupción debe ser considerada como un fenómeno de múltiples características, en el que los procesos de deliberación pública sobre los fines de la intervención estatal no sólo se van degradando, sino que también se van institucionalizando (bien por las rutinas organizacionales o bien por la expedición de una nueva legislación), hasta quedar desplazados por la negociación de pequeños intereses y proyectos particulares. Colombia atraviesa un proceso de descomposición de la política que va más allá de un problema de corrupción. El ejercicio de la política ha perdido el horizonte y el valor que debe guiar el sentido y contenido de su quehacer social. Los proyectos políticos de Estado y sociedad se han desvanecido entre las invocaciones por la paz, las exaltaciones por la igualdad social y la búsqueda de la eficiencia pública. Los partidos políticos han perdido su capacidad para estructurar proyectos que movilicen ciudadanos, o que por lo menos les permitan un mínimo reconocimiento como iguales frente a una opción de Estado o de sociedad. La interferencia de los actores armados en las elecciones locales y regionales, la consolidación de prácticas de compra-venta de votos como principio de relación entre elegidos y electores, y las denuncias sobre fraude electoral en distintas partes del territorio nacional revelan cuán profundo ha llegado a ser el carácter no competitivo de las elecciones en el país. Todo confluye en un quiebre de la ética pública en el que nadie asume responsabilidades por lo que dice o hace. Detrás de las prácticas políticas no logra proyectarse nada sólido. Sólo discursos e invocaciones poéticas que, como actos litúrgicos, tratan de dar una apariencia de reconocimientos y apertura política a sectores que, en realidad, siguen excluidos de la política.


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El desvanecimiento de los proyectos de Estado y sociedad Si hay algún rasgo que caracterice la construcción política gubernamental de un proyecto de Estado y de un proyecto de sociedad, ése ha sido la pérdida de horizonte de los discursos gubernamentales, en particular el discurso de la paz. Por su naturaleza se ha constituido en el más preciso referente de la idea de futuro que tienen gobernantes y gobernados acerca del Estado, el orden institucional que desean y los principales riesgos que enfrentan. Hace años, Lacan enseñaba que una pulsión es un estado de disposición a la acción que, activada por un deseo, facilita o inhibe determinadas formas de hacer las cosas. Cuando la pulsión no se resuelve, porque el objeto deseado no se alcanza, se pueden suscitar compulsiones, actos repetitivos de carácter ritual que hacen creer que se posee el objeto. Es la ritualización simbólica del deseo, pero no el objeto deseado. Cuanto más inaccesible es el objeto, más compulsivo se vuelve quien lo desea. Entre más inalcanzable, menos real y más simbólico es el objeto deseado. Es el mecanismo de racionalización a través del cual un individuo trata de justificar no sólo su tendencia a tratar el objeto simbólico —como si fuese real—, sino también su propensión a invocarlo como el factor determinante de todos sus actos. Los últimos cuatro gobiernos colombianos han padecido lo que se podría llamar “pulsión de la paz”. Ha sido el objeto deseado que rige las búsquedas de gobernantes y gobernados, el móvil que concreta todos sus propósitos. Todo lo demás le está subordinado. Pero no se trata del mismo objeto deseado por todos. Es el objeto deseado que — como logro personal—, también ha llevado a presidentes y altos funcionarios a la ilusión absurda de pretender el Nóbel de la Paz por las gestiones que puedan adelantar en la materia. En la medida en que el deseo de paz se ha vuelto cada vez más inaccesible, los gobernantes se han vuelto cada vez más compulsivos en su invocación simbólica. Aludir de forma compulsiva al proceso de paz se ha convertido en el ritual a través del cual los gobernantes han tratado de responder por su compromiso ante los colombianos. Pero no lo logran. Los rituales de la paz son desbordados por la realidad brutal de la guerra. Como toda pulsión que se respete, la invocación gubernamental del proceso de paz convirtió la zona de negociación en el lugar sagrado que simbolizó su realización. En el imaginario gubernamental los procesos de paz han existido, porque las zonas de negociación han existido. Frente a los cuestionamientos y exigencias de rectificación de los críticos, el


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gobierno responde invocando un espejismo. Mientras tanto, gobernantes y gobernados se han hundido en una liturgia de símbolos sin contenido, ni realidad87. La búsqueda de la paz no ha sido otra cosa que una sucesión de actos litúrgicos en los que se renueva la fe. Así por ejemplo, desde su mismo título, el “Acuerdo de San Francisco de la Sombra para concretar y consolidar el proceso de paz”, firmado entre el gobierno y las FARC en diciembre de 1999, no logra ir más allá de una invocación ilusoria. Se trata de acuerdos que no logran trascender los llamados de buena intención de las partes, pero que ninguno está dispuesto a cumplirlos en su totalidad. Éste ha sido el destino de una gran mayoría de acuerdos (formales o informales) que los distintos gobiernos han establecido con la insurgencia armada. Con ellos se han justificado concesiones realizadas (por ejemplo, la prórroga de la zona de distensión) o se han legitimado actuaciones militares (de las partes en confrontación) contra la sociedad civil. El asunto adquiere dimensiones mucho más preocupantes en la medida en que se ha ido consolidando un esquema en que las partes se desplazan entre el avance sin negociar y la negociación sin avanzar. Pero la preocupación es mucho mayor cuando las declaraciones de los altos funcionarios gubernamentales, responsables del tema, hacen cada vez más cierta la definición lacaniana de pulsión: “la compulsión de dar vueltas una y otra vez alrededor del sitio de la cosa perdida, marcándola en su misma imposibilidad”. Es la pulsión que se repite, una y otra vez, no sólo en el tema de la paz sino en todos los demás escenarios de la política gubernamental, como por ejemplo en el frente fiscal que hizo del ajuste fiscal toda una pulsión. Es el anhelo en torno al cual se acuerdan sacrificios y que por ello determina las acciones gubernamentales. Es el móvil que concreta todos los propósitos del gobernante y hace que todo lo demás le esté subordinado. La 87 Un buen ejemplo de hasta dónde ha llegado la ritualización de la paz, lo reporta el candidato del Partido Liberal a las elecciones presidenciales de 2002, Horacio Serpa, cuando convoca a una marcha política hacia la zona que había sido declarada por el gobierno como zona de distensión en sus negociaciones con las FARC. Cerca de tres mil personas emprendieron una marcha que no era más que un ritual, una marcha de purificación, frente a la cual todos — defensores y críticos— fueron reaccionando con comportamientos litúrgicos. Frente al hecho real y concreto de un guerrillero que le impedía a Serpa y a los demás continuar su camino hasta la llamada “Villa Nueva Colombia”, punto final de la marcha, la liturgia alcanzó su máxima expresión: los participantes en la marcha entonaron el himno nacional frente a un campo minado (con carro-bomba incluido) y ello los hizo volver a la realidad sobre quiénes controlaban ese territorio.


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compulsión no es más que una evidencia de la propia imposibilidad que se repite, una y otra vez, con la política social, el combate a la pobreza o el desempleo, la búsqueda de competitividad del país, la soberanía del Estado, la lucha contra la corrupción, etc. Cada invocación, cada acto gubernamental, no es más que un acto litúrgico en el que parece haberse perdido el verdadero horizonte hacia el que la sociedad y el Estado deben transitar. No sólo el gobierno ha quedado preso de la pulsión de la paz. Muchos colombianos han perdido de vista la búsqueda de la paz como un objeto real, para convertirla en un ritual de sus comportamientos. Empresarios, políticos, líderes cívicos, religiosos, intelectuales y deportistas, todos han quedado presos de la pulsión. Frente a cualquier hecho positivo reaccionan emocionados invocando la paz, la necesidad de la paz, la certeza de la paz. Es comprensible. En momentos de crisis, la ritualización evita tener que enfrentarse al rigor del caos. Bajo la denominación de “sociedad civil” no han hecho otra cosa que invocar ejercicios y activismos que no logran trascender más allá de la lírica social. Es la práctica en la que valen más los ejercicios de recreación verbal que los de construcción real. Un caso sirve para ejemplificar, en toda su dimensión, la primacía de los discursos sobre las realidades: En el libro Educación: la agenda del siglo XXI, coordinado por Hernando Gómez Buendía, ilustra muy bien cuán intensa ha llegado a ser la pulsión de la sociedad colombiana en el discurso de la educación, y cuán distinta puede llegar a ser si se compara con otros países. Así, por ejemplo, una comparación de los esfuerzos institucionales y sociales en materia educativa entre Colombia y los Estados Unidos revela muy bien la diferencia. Por una parte, la administración Clinton presentaba su plan educativo con un compromiso presidencial que fijaba las metas en los siguientes términos: Nuestra seguridad estriba en la capacidad de darles a todos los ciudadanos la más refinada educación del mundo. Debemos crear una América donde todos, a los ocho años, puedan leer, a los doce puedan navegar en Internet y a los 18 puedan ir a la universidad. Queremos una sociedad donde cada adulto pueda conservar lo aprendido durante toda la vida. He formulado un llamamiento para que actuemos sobre la base de diez principios educativos. Primero: tenemos que establecer estándares de calidad para nuestras escuelas y desarrollar un sistema de responsabilidad, comenzando con pruebas nacionales de lectura en el cuarto grado y de matemáticas en el octavo. Segundo: tenemos que asegurarnos los mejores maestros del mundo; sólo así tendremos las mejores escuelas. Tercero: debemos


311 asegurarnos de que cada niño y niña puedan leer por su cuenta en el tercer grado. Cuarto: el aprendizaje comienza en los primeros días de la vida. Quinto: debemos darles a los padres más opción para escoger las escuelas públicas apropiadas para sus hijos, y estimular aquéllas que demuestren mejores resultados. Sexto: nuestras escuelas deben formar el carácter, forjar buenos ciudadanos, tener cero tolerancia para las armas y las drogas. Séptimo: no podemos esperar a que nuestros niños crezcan en escuelas que literalmente se caen. Octavo: tenemos que lograr que los trece o catorce años de educación —incluidos al menos dos de universidad— sean tan universales en América durante el siglo XXI, como es hoy la secundaria. Noveno: en el siglo XXI, tenemos que extender las fronteras del aprendizaje durante toda la vida. Décimo: conectar cada salón de clase y cada biblioteca a Internet en el año 2000, para que, por primera vez en nuestra historia, los niños en los más apartados pueblos rurales, en los mejores barrios o en las escuelas más pobres de ciudad, tengan el mismo acceso al mismo universo de conocimiento (Mensaje a la nación, febrero 4 de 1997).

Por su parte, en Colombia, la llamada “Comisión de Sabios” encargada de proponerle al país una Agenda Estratégica de Educación, Ciencia y Tecnología, introdujo su informe final con una hermosa pieza de García Márquez que, bajo el titulo de “Por un país al alcance de los niños” (1983), no era otra cosa que la exaltación poética frente a una dura realidad. El escritor concluía su introducción de la siguiente manera: La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quienes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable. Y conciba una ética —y tal vez una estética— para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños (p. 12).


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La diferencia no puede ser más elocuente. Frente al pragmatismo gubernamental de los norteamericanos, se opone la prosa gubernamental de los colombianos. Mientras que unos plantean metas y compromisos, los otros hacen invocaciones y llaman palabras marcadas por la cadencia y los recursos literarios. Pero la tendencia no es sólo del gobierno. También lo ha sido de la sociedad colombiana. Así, por ejemplo, 17 años después de la entrega formal del Informe de la Comisión de Sabios, se repite el ejercicio literario con el documento “Repensar a Colombia”, que recoge las recomendaciones de más de 130 intelectuales y empresarios colombianos, en desarrollo de los llamados Talleres del Milenio auspiciados por el PNUD. Sin la riqueza poética de García Márquez, los redactores hicieron un esfuerzo por presentar una visión de futuro compartida hacia una sociedad moderna y democrática. Sin embargo, el ejercicio no dejó de ser una exaltación de la lírica social, por esa invocación encendida y libertaria que sacrifica el rigor conceptual por la vehemencia discursiva, y el contenido argumental por la cadencia literaria. En su síntesis programática, el documento ni siquiera alcanzó a estar cercano a un programa electoral, y menos llegó a ser una carta de navegación para el país 88. 88 En primer lugar, no logró concretar el esfuerzo por incorporar una perspectiva de gobierno que permitiera establecer cómo se debía conducir institucional y políticamente el proceso de cambio, así como esclarecer el papel de las políticas públicas como dispositivos de gobierno. Mientras que, por una parte, invocaba la necesidad de imprimirle el carácter de bien público a la seguridad, por otra, planteaba para la justicia la necesidad de estructurar una política de Estado. Pero los hechos habían demostrado que no sólo era necesario poner fin a la sacralización de la justicia como un poder público (que ha escondido la inexorable descomposición del Estado de Derecho), sino que también debía sometérsele a un escrutinio sistemático y público propio de un servicio público, y así mismo estructurar políticas de seguridad que restablecieron la responsabilidad de los gobernantes en el manejo del tema, y le dieran mayor orientación y control civil a la acción militar y policial. En segundo lugar, las invocaciones literarias por el Estado de Derecho impidieron una mejor comprensión de los fenómenos de degradación estructural del conflicto armado que han llevado a que los fines políticos se pierdan, a que las fuentes de financiación hayan cambiado, y a que en el espectro de combatientes confluyeran cada vez más fuerzas insurgentes, paramilitares, parapoliciales, delincuencia común, mercenarios extranjeros y hasta organizaciones barriales. Mucho menos fueron consideradas las implicaciones sobre los derechos humanos. Y, finalmente, las invocaciones de la lírica social hicieron olvidar la adscripción territorial que tienen los problemas, de manera que permitiera precisar los diagnósticos y concretar los “propósitos y acciones de transformación social” en ámbitos muy bien definidos. Muchas han sido las experiencias útiles para demostrar que la modificación de las relaciones jerárquicas y los principios organizacionales del gobierno ha permitido cambiar los comportamientos ciudadanos, abrir los espacios de la acción pública a la gestión privada y establecer nuevas relaciones entre gobernantes y gobernados. La descentralización ha demostrado ser un recurso potente para reconstituir lo público. Es decir, para atacar los problemas que resultan de la apropiación y repartición privada de los recursos públicos, de la privatización del espacio público, de la privatización de las decisiones públicas, y de la escasa capacidad de la ciudadanía para fiscalizar y controlar la toma de decisiones. La lista de argumentos es más larga y hay otros problemas que se deben considerar. Repensar a Colombia ha sido un buen esfuerzo, pero debió estar regido más por el rigor que por la


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Además de estos esfuerzos, el ex ministro Fernando Cepeda ha identificado algunos otros intentos por ofrecer una salida a la crisis colombiana. Entre los estudios que señala Cepeda (2004) se encuentran: Destino Colombia. Fue un ambicioso ejercicio de construcción de escenarios, con una amplia participación de todos los sectores de la sociedad, que buscó entregarle al gobierno del presidente Andrés Pastrana y a la opinión pública unos escenarios que bien hubieran podido contribuir a una conducción diferente del país. Es imposible alegar que no hubo amplia divulgación del documento respectivo: abundaron los foros regionales y el entusiasmo, y la asistencia fue importante, así como el interés. La divulgación por los medios de masivos de comunicación, particularmente, por la televisión, fue inusitada. Los cuatro canales entraron en cadena para hacer una amplia divulgación del texto en su significado. Pero no pasó absolutamente nada. La Misión Alesina. Tuvo un costo de más de 600 mil dólares, aportados por el Banco Interamericano de Desarrollo, que contó con el soporte y el prestigio del principal centro de investigaciones, Fedesarrollo. La divulgación de sus diagnósticos y recomendaciones fue también profusa. El Informe Colombia un país por construir, problemas y restos presentes y futuros. En la perspectiva meramente académica, un grupo de profesores de la Universidad Nacional de Colombia, dirigidos por Pedro José Amaya, ex director de Colciencias y del Instituto SER publicó un sofisticado estudio denominado Colombia un país por construir, problemas y retos presentes y futuros. Una propuesta para el análisis, la controversia y la disertación. Fue un trabajo basado en la metodología francesa de prospectiva, que buscaba servir en la integración de los campos de acción institucional y los programas estratégicos y que se planteaba como punto de partida “para el diseño y construcción colectiva del proyecto de nación”. Es bien probable que en el ámbito regional y en el de algunas de las principales ciudades existan esfuerzos similares que quizá han corrido con mejor suerte, como podría ser el de los estudios sobre Bogotá, propiciados por la Cámara de Comercio. La propuesta del Council Foreign Relations y del Diálogo Interamericano en Estados Unidos. Estas dos instituciones, una de máximo prestigio global y otra con reconocido aprecio en el hemisferio occidental, lanzaron una iniciativa dirigida a propiciar una reflexión sobre Colombia. Para tal efecto crearon un grupo de trabajo presidido por el senador Bob Graham del Estado de la Florida y el ex consejero de Seguridad Nacional e influyente persona en la actual administración Bush, el

vehemencia, por los contenidos más que por la cadencia, en fin, reivindicar más la acción política y menos la lírica social.


314 general Brent Scowcroft. Michael Shifter, distinguido especialista en asuntos latinoamericanos y un reconocido colombianista, dirigió el proyecto. Colombia Country Strategy Paper, de la Comisión Europea, que recoge, luego de un diagnóstico, el objetivo de la Cooperación de la Unión Europea para la Búsqueda de la Paz en Colombia como un requisito para cualquier forma de desarrollo sostenible, porque no tiene los alcances de los otros documentos, aunque es valioso por su preocupación por la cuestión humanitaria y social.

Para Cepeda Estos esfuerzos dejan unas lecciones: ni el prestigio de las instituciones que convocan, ni la composición pluralista de los equipos de trabajo, ni las campañas de divulgación (no importa qué tan masivas sean), ni el prestigio de las personalidades que han integrado los equipos han sido suficientes para ejercer la influencia esperada. Han sido ejercicios de participación meritorios, en muchos de los cuales han colaborado directamente reconocidos empresarios, pero que han caído en el vacío. Cabe preguntar ¿qué hace falta?” (p. 42)

El Estado y la sociedad colombiana han perdido su referente de futuro. No hay proyectos en torno a los que busquen movilizarse de manera decidida y segura. Sin referencia a un objeto en torno al cual activen sus sueños y deseos, la tarea gubernamental (como proceso de conducción política) y la elaboración de las leyes (como proceso de racionalización del orden ciudadano) quedan reducidas al planteamiento de asuntos puntuales, sin horizonte definido, que están más determinados por los intereses del momento o por la coyuntura que atraviesen las tensiones y el conflicto. El desvanecimiento de los proyectos de Estado y de sociedad adquiere mayor dimensión cuando se considera la ausencia de los instrumentos e instancias de organización y participación política. La disolución de los partidos políticos Si se acepta que la política se define como el proceso de deliberación sobre los fines de la intervención estatal, se debe aceptar que, como dice Valenzuela (1994), la democracia es un sistema para regular el conflicto político, en forma ordenada y pacífica, según reglas claras y acordes a la voluntad ciudadana. Es un sistema donde actores políticos se ponen de acuerdo para estar en desacuerdo, impulsando


315 distintas estrategias para lograr el bien público, siguiendo reglas claras en una competencia leal y pacífica por el poder basado en el veredicto de las mayorías conforme al estado de derecho.

En un régimen democrático, los partidos políticos son consustanciales a la práctica democrática. Son la instancia a través de la cual las personas se organizan, de acuerdo a sus creencias, y expresan sus puntos de vista. Los partidos políticos privilegian el interés público sobre los intereses privados, y a través suyo, los individuos optan por un proyecto político. Más precisamente, siguiendo la argumentación de Lipset (1992), los partidos políticos ayudan a cristalizar y a hacer explícitos los intereses contrapuestos y los contrastes y tensiones latentes de la estructura social existente, y fuerzan a los ciudadanos a aliarse entre ellos por encima de las líneas de división estructurales, así como a establecer prioridades entre sus fidelidades hacia los papeles establecidos o eventuales del sistema. Los partidos tienen una función expresiva, elaboran una retórica para la acción o la no acción. También tienen funciones instrumentales y representativas: fuerzan a los portavoces de los diversos puntos de vista e intereses contrapuestos a llegar a acuerdos, escalar peticiones y agregar presiones” (p. 68).

Sin embargo, en Colombia los partidos políticos han perdido el horizonte de su naturaleza y funciones democráticas. En primer lugar, han perdido su capacidad para constituirse y proyectarse como una opción política de poder. Se han olvidado de que son además un instrumento para conquistar o sostener un gobierno, y eso requiere una cohesión y disciplina a las que han de someterse líderes, parlamentarios, diputados, concejales y militantes. Más todavía, en Colombia los partidos se han reducido a ser recipientes de pequeñas empresas electorales (cuando no son empresas familiares); la política ha cedido su paso a la administración de intereses. En segundo lugar, los partidos han facilitado la desviación de la financiación de sus actividades, equivocando la aplicación de sus fines. Los fondos que antes financiaban la operación corporativa de los partidos, progresivamente, se han ido a financiar a los candidatos presidenciales o a parlamentarios y sus campañas electorales. Los recursos privados que poco a poco entran a financiar las campañas se orientan al ganador, con independencia de su adscripción partidista. Los empresarios, cada vez más optan por invertir en las campañas de los políticos, como una alternativa de la que esperan obtener rentabilidad y actuando en


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defensa de unos intereses corporativos concretos. Y en tercer lugar, los partidos han perdido legitimidad como instancia de representación política. Reducidos a la promoción de sus empresas electorales, los partidos han extraviado el referente de su acción política con los ciudadanos. De una sociedad política estructurada en torno a los partidos políticos se ha transitado hacia una sociedad despolitizada que se estructura en torno a movimientos en defensa de intereses comunitarios puntuales. Sin referencia a los partidos políticos, se ha ido interiorizando una nueva noción de la democracia en la sociedad colombiana. De una ciudadanía política construida a partir de las representaciones se ha transitado hacia una gama ambigua de ciudadanías que diferencian a los individuos, no en función del acceso al goce de garantías fundamentales, sino en función del interés particular que han podido defender o por el que se han podido movilizar. La capacidad ciudadana de realización de sus intereses ya no depende de su capacidad de organización y movilización social, a través de los partidos políticos, sino cada vez más de la presión pública que pueda ejercer sobre las decisiones del alto nivel gubernamental, directamente o a través de los medios de comunicación. En el mejor de los casos, los partidos políticos operan como mecanismos de contención de los intereses fragmentados de los sectores más poderosos o los conglomerados económicos, que son los que financian las campañas electorales. La emergencia de los llamados “movimientismos”, con los que se han tratado de sustituir a los partidos políticos, no ha permitido contener la desafección democrática de los partidos frente a las militancias políticas de los ciudadanos. Frente a la crisis, la sociedad colombiana se ha ido despolitizando. La política ha dejado de ser un referente crucial de deliberación sobre los fines de la intervención estatal, para dejarse arrastrar por la trascendentalización de la acción gubernamental. Sin deliberación pública, la política se reduce a la tarea de ser instancia de trámite de los pequeños intereses de los dirigentes políticos en relación con las demandas de sus militantes. Por democráticas y abiertas que parezcan las consultas de los partidos tradicionales para definir su candidato a la Presidencia de la República, no sólo son improductivas (evidentemente lo son), sino que también revelan la profundidad de la crisis que atraviesan. El grado de desinstitucionalización al que han llegado los partidos políticos, como formas de organización y expresión política, se traduce en el abandono de la primacía de las reglas de juego político como


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principio organizador. No todos sus militantes conocen, no todos aceptan, ni todos practican un mínimo conjunto de principios y valores del comportamiento político. En la tarea política, cada cual va por su lado, comportándose de acuerdo con sus propios principios y valores. Como partidos políticos, el Partido Liberal y el Partido Conservador han dejado de ser los referentes de la acción ideológica de los individuos. Han perdido su atributo como el mecanismo privilegiado a través del cual movilizan el apoyo político de los ciudadanos a las políticas de un gobierno, o su rechazo para hacer oposición a ellas. De esta manera, los partidos políticos han dejado de ser una instancia de deliberación política (y pública) para convertirse en una indomable maquinaria electoral para la defensa de pequeños intereses. Han perdido valor y estabilidad como organizaciones y en sus procedimientos. Utilizando los argumentos de Samuel Huntington, en su libro Las sociedades en cambio (1991), se puede decir que los partidos políticos, como organización, han perdido capacidad para adaptarse a las condiciones impuestas por una sociedad cada vez más activa y exigente, que pugna por la apertura de nuevos espacios de participación política. Y en sus procedimientos han desplazado la deliberación, la formación y la trayectoria, por la confrontación, el “amiguismo” y el oportunismo político. La organización y los procedimientos que siguen ya no expresan otra cosa que los intereses de unos determinados grupos políticos. Así se definen sus agendas, así se estructuran sus jerarquías. Reducidos a la pobre tarea de auspiciar microempresas electorales, al liberalismo y al conservatismo no les ha quedado otro remedio que convertirse en movimientos que avalan aspiraciones personales de líderes de ocasión o dirigentes desempleados, que encuentran en la política una alternativa para resolver su problema de empleo. Sin capacidad para responder a una sociedad activa que quiere participar, los partidos se han convertido en grandes contribuyentes de la inestabilidad y el desorden que vive el país. Pero las consecuencias no son sólo electorales. Poco a poco, la desinstitucionalización de los partidos políticos ha sido encubierta por un conjunto de reglas de juego “informales”, a través de las cuales los políticos tratan de procesar sus intereses particulares como si fueran el interés general. Es lo que O´Donnell llama la “otra institucionalidad”, en la que algunos comportamientos éticos y políticos no son precisamente los que están formalmente establecidos. El resultado ha sido la pérdida de límites entre lo público y lo privado (lo que aparece


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como público es en realidad privado) y entre política y economía (mientras que los políticos usan la política para enriquecerse, los empresarios financian a los políticos para obtener mayor rentabilidad en su negocio). Y por eso es que también han fracasado los controles políticos, legales y fiscales que pueden ejercer el Congreso, los tribunales y los organismos de control. Enmarcados por la “informalidad” partidista, las instancias de control se convierten en instancias de coadministración o cogobierno. Mientras tanto, los votantes continúan debatiéndose entre la esperanza y el miedo. En un escenario en que la degradación de las instituciones políticas obliga a los electores a buscar un líder antes que una opción política (argumentando la búsqueda de idoneidad antes que un proyecto político), no sólo están sometidos al vértigo que producen los señalamientos y las dudas entre los candidatos, sino a la angustia de ver cómo se cuestiona la institucionalidad en la que basan sus propuestas. Lo que ayer era la certidumbre de las soluciones, hoy es la incertidumbre de los cuestionamientos. Lo grave es que las acusaciones, que en apariencia son propias de una estrategia electoral para provocar al adversario o enlodar su nombre ante los votantes, en realidad son el reflejo de la intensidad y magnitud de la crisis política que vive el país. Para comprender esa lógica hay que tener en cuenta lo que se ventila en la sucesión de acusaciones que produce un señalamiento, las movilizaciones políticas y sociales que activa y las transformaciones bruscas de los contextos electorales que provoca. Nadie mide las consecuencias internas y externas que las acompañan, ni tampoco sopesa el impacto que las acusaciones tienen sobre la gobernabilidad de la futura administración. Internamente, las tensiones se irradian hacia las campañas. Los columnistas —amigos y enemigos— sirven de desaguaderos privilegiados para esparcir el encono a la sociedad. Basta ver cómo la intolerancia se ha convertido en el principal rasgo distintivo. Pero, salvo contadas excepciones, se trata de seguidores de ocasión, movidos por sus propios intereses. Autoproclamados como los portadores de la moral, las buenas costumbres o las soluciones totales, no dudan en utilizar los argumentos más inmorales, los recursos más corruptos o los lenguajes más violentos, con tal de acabar con el enemigo. Nadie mide nada de lo que dice. Lo que ayer era polarización hoy es enfrentamiento. Pero si en Colombia llueve, afuera no escampa. En el exterior, la confianza en las dirigencias colombianas se esfuma y las posibilidades de ayuda se empañan. Editorialistas, expertos e inversionistas


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internacionales no dejan de expresar su sorpresa y preocupación, al ver a los candidatos presidenciales envueltos en acusaciones que abierta o veladamente conducen al narcotráfico, el paramilitarismo, la guerrilla o la corrupción. En un mundo que no hace mayores distinciones, el régimen político colombiano ya está bajo sospecha. Mientras tanto, una especie de “judicialización” de las campañas electorales avanza silenciosa. Acosados por los medios que quieren espectáculo, los candidatos no ven cómo se reducen los márgenes de maniobra política e institucional de los próximos gobiernos para hacer las reformas que se requieren, movilizar los apoyos y contar con la comunidad internacional. No hay duda. En Colombia, el proceso de disolución de los partidos políticos ha estado encadenado con la erosión del poder presidencial. La consecuencia no puede ser otra que la profundización de la crisis política e institucional del país. Mientras que las campañas se han “criminalizado” y los votantes se vuelven cada vez más intolerantes a los argumentos contrarios, la incertidumbre y el miedo de los electores han comenzado a determinar su disposición a votar. Por otra parte, el ambiente se ha degradado de tal manera, que se han reducido los márgenes de maniobra política e institucional de los próximos presidentes. Los candidatos han demostrado que tienen excesos de fuelle cuando se trata de enfrentar varios enemigos al tiempo o cuando se les escruta sobre su pasado. Pero la solución no está en acabar con los partidos políticos, como muchos piensan. La infidelidad no se acaba vendiendo el sofá. La solución comienza por el restablecimiento de las reglas de juego que determinan el comportamiento político de los individuos. Y éste pasa por la recomposición de los liderazgos políticos y su capacidad para mover y —sobre todo— encarnar las reglas de juego que se plantean. Y aquí los partidos políticos todavía tienen un desafío y una oportunidad. Todavía pueden ayudar a cristalizar y hacer explícitos los intereses contrapuestos, las tensiones y los conflictos latentes en una sociedad, y lograr que los ciudadanos se unan entre ellos para definir sus fidelidades y prioridades por un proyecto político a seguir. Son demasiadas las evidencias que muestran cómo los proyectos que han buscado sustituir a los partidos políticos con “organizaciones de la sociedad civil”, en muchas partes del planeta, han terminado en el autoritarismo y la corrupción. Por frágiles y corruptos que parezcan, los partidos políticos siempre imponen una mínima condición de institucionalidad. Obligan el mantenimiento de unos canales institucionales que no sólo les permiten reproducirse, sino


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que también aseguran la estabilidad de la democracia que, por frágil y corrupta que parezca, sigue siendo la menos mala de las formas de gobernar. El carácter no competitivo de las elecciones Las elecciones competitivas se constituyen en uno de los más importantes indicadores de solidez de un régimen democrático. Las hay cuando la oferta de candidatos es tan amplia y pluralista, que los ciudadanos pueden votar por quienes mejor se sientan representados; cuando ellos están persuadidos de que con su voto van a influir en el curso de la acción gubernamental, y la consistencia y regularidad técnica en los escrutinios (acceso a las urnas, recuento de votos) aseguran la confiabilidad y autenticidad de los resultados. Por el contrario, hay elecciones no competitivas cuando, según la clasificación de Rouquié (1994), “los electores no están en condiciones de desechar a los dirigentes que han sido propuestos por el régimen establecido”, o según Guy Hermet (1994), cuando “se constituyen en una consulta cuyo resultado se conoce con anterioridad”. En apariencia, Colombia cumpliría con los requisitos de elecciones competitivas, de no ser por la recurrencia de una serie de prácticas electorales que cuestionan el carácter abierto y pluralista de las elecciones, desestiman la influencia de las votaciones en las decisiones del gobierno y menoscaban la calidad de los escrutinios. Se trata de tres prácticas que marcan una especie de cultura electoral que, con la invocación formal de elecciones nacionales, parlamentarias o locales, da rienda suelta a lo que Linz llamaría el “carácter festivo, ritual, casi mágico de las elecciones y el acto de votar”. En este contexto, tres principios básicos han definido el carácter no competitivo de las elecciones en Colombia: a. La política se ha convertido en un medio de mejoramiento económico y ascenso social. Es el principio que revela cómo la degradación ha convertido la política en un oficio para excluidos. Es decir, para aquéllos que no han tenido la oportunidad de estudiar o que no han podido encontrar un empleo. Su vida política la han iniciado como pequeños promotores de actividades a favor de la comunidad. El conocimiento del vecindario, de las necesidades de sus vecinos y sus deseos de progreso laboral los ha ido convirtiendo en intermediarios de favores entre las necesidades de los vecinos y las “oportunidades” de


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inversión que ofrece un político. Inicialmente, aportan información para las bases de datos de los políticos, o indican el contenido de las ofertas electorales que debe hacer el candidato a sus potenciales electores. Luego, el aumento de su capacidad de movilización y su credibilidad con el político los lleva a ser “tenientes” electorales. Los quinientos o mil votos que pueden asegurar les permite un margen de negociación con cualquiera que aspire a ser electo. La negociación, para el “teniente”, va desde un monto por cada voto aportado, hasta la garantía de cargos burocráticos o contratos con la administración pública. Desde allí comienza su “carrera” como político. En la medida en que su capacidad de movilización aumenta, es mayor la disposición a montar su propia empresa electoral. Convertido en “político”, su labor se nutrirá de otros “tenientes” que se han ido formando a su lado, en un ciclo de nunca acabar. b. En elecciones no importan las propuestas formales, importan los compromisos informales. Se trata de una cultura electoral en la que la decisión de “lanzarse” a un cargo de elección, depende del apoyo que le puedan dar los barones políticos al aspirante. Es el inicio de una larga cadena de compromisos informales, a través de los cuales se establecen las reglas de juego político que aseguran su elección, y a los barones electorales sostenerse. A partir de allí se han definido las contraprestaciones al apoyo, que se ponen de presente en la configuración de las listas o en la composición del equipo que maneja la campaña. Los contenidos temáticos, las propuestas programáticas vienen después. Para una campaña, es claro que cualquier propuesta temática, cualquier oferta pública, por absurda que pueda ser, es buena. Sólo tiene el carácter de requisito o condición para cumplir con la parte “formal” de las campañas. Por eso, para los electores no importan, no definen nada, ni modifican nada. Es un principio culturalmente aceptado. No importa que se trate de la lucha contra la corrupción o contra la pobreza, los servicios públicos o la reforma política. Todos saben que la relación con los votantes está mediada por una cadena de favores marcados por el compromiso del “reparto” político y la venta del voto. Es el compromiso que a los electos les garantiza su capital político y a los electores una oportunidad de ingreso o empleo. Es la base que ha permitido “institucionalizar” (en el sentido de la aceptación cultural) las prácticas clientelistas. Es decir, esa relación asimétrica de intercambio entre un demandante y un oferente de apoyo electoral, en la que el demandante define qué puede ser intercambiado y bajo qué condiciones, y se desarrolla bajo una


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amalgama entre los dos extremos del voto clientelista: el voto comprado (que implica pago en dinero o especie, y es individual) y el voto gregario (que es colectivo y pasivo, y supone una organización del electorado para el día de la votación. c. El que escruta elige. Se trata de uno de los principios de mayor visibilidad para los hacedores de la política nacional, regional y local. Consiste en la manipulación de las urnas o de los conteos de manera que se alteran los resultados electorales. Es la práctica del “chocorazo”, que hace que un departamento (o un municipio) se acueste con un gobernador (o un alcalde) y se levante con otro. Los testimonios, uno tras otro, son contundentes. “El día de las elecciones, cuando se presagiaba que nuestro candidato podía ganar”, contaba uno de los entrevistados, “una alianza de los barones electorales acabó con nuestras posibilidades. Nunca en mi municipio hubo tantos votos. Más del 90% de la población apareció votando, a pesar del diluvio que cayó ese día en la región”. Una tras otra, las historias se repiten. Así como las elecciones se definen mediante “chocorazos”, “carruseles” o “bingos”, las ocasionales protestas y demandas terminan sumidas en interminables procesos o en una declaración de improcedencia en la que brillan los argumentos legales y las invocaciones institucionales. La “profesionalización” de la política, la primacía de los compromisos informales y la manipulación de los resultados no reflejan otra cosa que la expresión de la profundidad y magnitud de la fractura del régimen presidencial. Por las razones anteriores no se puede hablar de elecciones competitivas en un país como Colombia. En primera instancia, lo que ha aparecido como pluralismo en realidad no ha sido otra cosa que una mixtura de pequeños focos de poder local, regional o nacional que, en defensa de intereses determinados (empresariales, religiosos, cívicos o ligados al conflicto armado), ha utilizado las elecciones como una forma de legitimación y extensión institucional de su poder. Es la fragmentación del poder que, al edificar una asociación directa entre un candidato y una unidad natural (profesionales, ligas de usuarios, sindicatos, organizaciones patronales o comunidades locales), ha terminado por excluir a los partidos como formas orgánicas de expresión y representación política. Además, lo que ha aparecido como la convicción ciudadana de cambiar el rumbo del gobierno, con el voto, en realidad no ha reflejado otra cosa que el cumplimiento, por una de las partes, del compromiso con el que se aspira a que el electo satisfaga


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las peticiones del elector. Eso independientemente de lo que haga o pacte con otros sectores o con otros intereses en juego. Sin referencia a un proyecto político o a una propuesta de gobierno, elegidos y electores saben que no importa elegir a un gobernante, sino a un buen “administrador” de intereses particulares. Y, finalmente, la manipulación de los escrutinios pone en evidencia no sólo hasta dónde llega la fragilidad institucional frente a la voracidad de los intereses privados, sino la ausencia de una ética que lleve a los ciudadanos y a las organizaciones políticas a rechazar los resultados y a exigir revisión de los conteos. Una barrera que le cierra el paso a las elecciones competitivas en el país se levanta cada vez más fortalecida. Se trata de una cultura política que no sólo ha reproducido el conjunto de valores, actitudes, comportamientos y expectativas asociados a la primacía de los acuerdos informales, sino que también ha terminado por quebrar los partidos políticos como corrientes orgánicas de opinión e instancias de acción política. Es el círculo vicioso en que el carácter competitivo de las elecciones depende, como lo afirma Alain Rouquié (1982), del estado anterior de las instituciones y de lo que los ciudadanos esperen de ellas, en particular de los partidos. Y ese estado anterior es de absoluta fragilidad. El quiebre de la ética pública “Responsable, pero no culpable”, fue el recurso que utilizó Dufoix para defenderse desde el Ministerio de Asuntos Sociales de Francia, ante la acusación de “no asistencia a persona en peligro” que marcó toda una época en el debate jurídico sobre la noción de “responsabilidad sin falta”. Desde entonces, ésta se ha convertido en un referente inmodificable, con el que funcionarios de distintos niveles tratan de justificar o pretenden explicar sus actuaciones con el propósito de eludir el castigo. En Colombia esta noción ha adquirido cada vez mayor relevancia, en la medida en que cada vez se ha hecho más visible la falta de resultados en los debates parlamentarios sobre un caso de corrupción que entraña responsabilidad política, o cuando se evalúan las consecuencias de una medida gubernamental que afecta la prestación de algún servicio público. Una y otra vez se ha hecho evidente que los debates no diferencian entre quien tiene la responsabilidad ante los ciudadanos por las decisiones públicas que toma (responsabilidad


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política), y quien tiene la responsabilidad ante los jueces por las consecuencias que producen esas decisiones (responsabilidad disciplinaria y penal). Ni la pérdida de dineros públicos en los bancos públicos o privados en los que el gobierno de turno maneja sus fondos, ni los costos económicos y sociales asociados al caos o a la incertidumbre producida por malas decisiones gubernamentales motivan una renuncia, ni siquiera un llamado de atención. Nadie asume la responsabilidad política por las decisiones que se toman, ni la responsabilidad penal por las consecuencias que producen. Nada trasciende más allá de los señalamientos y la búsqueda de culpables. No hay responsables. Todo se reduce a esporádicos “debates políticos”, cuya trascendencia o duración está determinada por la importancia política de los implicados, por la intención política de los organismos de control o por los administradores de justicia. Es la quiebra institucional que se expresa a través de la quiebra de la ética pública. “El responsable es el culpable”. Ése ha sido el principio que en las últimas décadas ha regido la lucha contra la corrupción en Colombia. En un escenario polarizado, entre sectores cada vez más degradados, todos han seguido el mismo procedimiento judicial: identificar la corrupción con un nombre, sintetizar todas las culpas en su cabeza y luego señalarlo como el enemigo público, procurando que en su exposición no quede un solo ciudadano sin conocer al culpable. Así se han lavado las responsabilidades políticas por los casos de corrupción descubiertos en la administración pública. A los culpables nadie les ayudó. Nadie los nombró. Nadie los sostuvo. Es la trampa en la que han caído los medios de comunicación que, guiados por la politización de los organismos de control, contribuyen a la tarea judicial de “castigar” a los culpables, limpiando a los responsables. En este carrusel de responsabilidades “a la colombiana” no sólo se han emprendido desordenadas carreras de gasto público sustentadas en supuestos de ingresos irreales, con los gobiernos siguientes presos de los proyectos precedentes comprometida seriamente la capacidad de inversión pública en el futuro; también se ha evadido la responsabilidad política por los fallos de los laudos arbitrales sobre un sinnúmero de contratos con entidades públicas y privadas, nacionales e internacionales. Antes que asumir sus responsabilidades originadas en el mal manejo de los recursos públicos, los responsables no sólo minimizan los alcances de los malos manejos, sino que buscan confundir a los ciudadanos cuando afirman que “nadie ha perdido”. Todo parece legitimar el principio de que los costos políticos los debe


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asumir el gobierno que entra. Es la nueva versión institucionalizada de la rendición de cuentas: “Si quieren cuentas, que las rinda mi sucesor”. Por eso no resulta raro que muchos gobernantes justifiquen el nombramiento de funcionarios incompetentes con el único argumento de que “se trata de una persona honesta”. Como si la ineptitud no provocara despilfarro de recursos o detrimento patrimonial, sólo hay que recordar los más sonados casos de corrupción. No importa que las cosas hayan quedado mal hechas si se hicieron dentro de la legalidad. No importa que las obras se caigan si nadie se robó ni un peso. Es la desviación de la ética pública en la que, por una parte, unos exigen ser premiados por mantener lo que Weber (1977) llama la “ética de la convicción”, sin compromisos, retrocesos, ni conciliaciones; y, por otra parte, los otros se jactan de “manejar con destreza” la ética del pragmatismo, que en público invoca la lucha contra la corrupción, pero en privado lo negocia todo a cambio de mantenerse. Todo revela la enorme fragilidad del Estado y de los ciudadanos frente a la corrupción política. El uso de la artimaña parlamentarista de dilatar y suspender las sesiones de las corporaciones públicas, o el recurso judicial de prolongar lo más posible la sentencia judicial (hasta el vencimiento de términos), demuestran la disposición generalizada de los agentes públicos y privados a pasar por encima de pruebas documentales o proposiciones de discusión, que buscan llamar la atención sobre las inhabilidades de alguien que aspira a dirigir entidades encargadas de proveer el bienestar social a los ciudadanos, de la hacienda pública o simplemente de ejercer el control fiscal en el territorio. El carácter difuso y extendido que ha adquirido la corrupción política sirve para demostrar que las principales dificultades emergen de la lealtad que nace entre los malvados. Es el factor que hace avanzar el fenómeno de la corrupción de manera cada vez más voraz y despiadada.. El sistema de cooptaciones se ha consolidado de tal manera en el país, que la aceptación de un cargo en el alto gobierno le implica a una persona renunciar a sus creencias,o a un militante político traicionar sus convicciones. Es el problema de la “barrita de ética” que describe la periodista española Salud Hernández, como la medida que recibe simbólicamente una persona cuando se convierte en funcionaria pública y que cada día marca lo que ha tenido que ceder en principios para cumplir con sus aspiraciones personales. Cada día la barrita se va gastando. Cada día la avidez de ascenso la llevará a tener que cortar una tajadita, no importa cuán imperceptible sea. Hasta el día


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en que ya no queda nada que cortar. Es el momento en que se está dispuesta” a hacerlo todo con tal de mantenerse. Es la visión que, por pragmática, no deja de ser realista. En Colombia se ha perdido el horizonte de la barrita de ética”. Hay que ver cómo la más reciente tradición muestra que ése no ha sido un problema. Por lo menos no lo ha sido para quienes en la campaña electoral fustigaron el “guerrerismo” del entonces candidato presidencial Uribe Vélez, y luego del ofrecimiento de altos cargos en el gobierno se convirtieron en ardientes promotores o silenciosos defensores de la política presidencial de seguridad democrática. Tampoco lo ha sido para quienes, sabiendo que no tenían la preparación profesional requerida o que (por sus vínculos y antecedentes) estaban impedidos, tomaron posesión de los cargos ofrecidos. Todos, plenos de felicidad y dispuestos a “sacrificarse por el país” aceptan los nombramientos. Pero lo que en principio parece el ejercicio del más burdo pragmatismo político en realidad es sólo otro ejemplo de la cultura del atajo, que ha copado la política y los estamentos gubernamentales. Es la práctica en que políticos, empresarios, académicos o artistas sucumben ante el ofrecimiento de un alto cargo público, no importa lo que piensen del gobierno de turno. Es un “honor” del que nadie quiere quedar excluido. Son los rasgos característicos de una especie de actitud cortesana, cuya principal virtud es pertenecer a la corte del rey o por lo menos tenerlo cerca. Como afirma Elias, “la pertenencia a la corte del rey o aun el privilegio de acercarse a la persona del rey, como oportunidad de vida, ocupa un extraordinariamente elevado rango en la escala de los valores sociales”. En este contexto, la ética de vinculación al Estado aparece regida por el sentimiento de obligación personal para con el hombre poderoso (el rey). Como el vínculo del funcionario es personal, sus compromisos y ejecutorias también lo serán. Como no representa a nadie, no le rendirá cuentas a nadie más que al rey. No hay distinción entre los asuntos personales y los oficiales. Y lo que tiene sentido en la sociedad cortesana es ser un duque un conde o un privilegiado de la corte. Sus logros estarán mediados por la satisfacción de ese prestigio personal. Pero como el prestigio no es nada si no se acredita a través de la conducta, todos siguen en detalle lo que se llamaba “la etiqueta y el ceremonial” que caracteriza y permite reproducirse como parte de la corte. Elias, citando a St. Simon, muestra cómo en la corte no importa la realidad, sino lo que significa para determinadas personas. “No se juzgan nunca las cosas por lo que éstas son, sino por las personas a


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quienes conciernen”, escribía St. Simon en sus célebres Memoires, para ejemplificar cuán grande puede ser la disposición de los cortesanos a satisfacer al rey (Elias, 1996:136). En Colombia muchos aspiran a títulos nobiliarios. A falta de una aristocracia, lo que salva la situación es el rango de ministro de Estado. Pero con esto sólo resuelven una parte de su vida. El resto depende de la persona a quien se le hagan los favores. Por eso tampoco ven nada malo en que, al dejar el cargo de ministro, se bajen del carro oficial para subirse a uno privado, proveniente de una de las empresas que ellos mismos controlaban desde el ministerio. El propio presidente ha dicho que en Colombia hay muchos que se mueren por ser ministros. Ya sabe que sólo a pocos les importa el precio que deben pagar para hacer parte de la corte. La cuestión está en que, de manera imperceptible, la corrupción ha transitado de ser un problema judicial a ser un problema de seguridad del Estado. No sólo porque mina la capacidad administrativa y financiera del Estado, sino porque produce una profunda distorsión en la estructura y funcionamiento de las ramas del poder público convierte a los partidos políticos en pequeñas empresas electorales, altera los mecanismos de relación entre los agentes públicos y privados, convierte los organismos de control en instancias de cogobierno, desfigura el papel de los medios de comunicación y convierte a la justicia en un instrumento para cobrar cuentas políticas o personales. En fin, ha hecho perder el sentido de la función pública y el contenido de la participación democrática de los ciudadanos. No de otra manera se explica, por ejemplo, por qué la corrupción aparece como uno de los temas centrales del libro Crisis. ¿Cuál crisis? Temas de seguridad en Colombia, publicado en 1999 por el Instituto para Estudios Estratégicos de la Universidad de la Defensa Nacional de los Estados Unidos. En el capítulo correspondiente, el profesor Anthony Maginot revela la magnitud del problema al considerar la corrupción como rasgo característico de la cultura política del país. Citando el estudio titulado “US Army Area Handbook for Colombia 1999”, elaborado por los militares norteamericanos, señala: […] fue la supervivencia en Colombia de la noción colonial del “fuero”: que ninguna ley se aplica a todos en todo tiempo; cada individuo se controla por cualquier “ley” que puede conseguir de sus líderes o jefes. Un político espera demostrar su habilidad para proteger a sus clientes de la rigurosa aplicación de las leyes.


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La lucha contra la corrupción es monumental por la magnitud que ha adquirido el problema en el Estado y la sociedad colombiana. Para comenzar a ganar la batalla, es preciso recuperar la ética pública que separa la responsabilidad política de la responsabilidad disciplinaria, que hace muchos años hizo renunciar a presidentes y ministros como señal de gallardía. Mientras que los gobernantes deben asumir la responsabilidad política por sus actos y los de sus subalternos, los organismos de control deben trabajar sobre la calidad de las decisiones públicas y el impacto que efectivamente generan esas decisiones en la vida de los ciudadanos. Es necesario corregir ese principio que homologa a los responsables con los culpables, si se quiere rescatar la institucionalidad política del país. Como dice Pasquino (1999), […] para que una ética pública se asiente y consolide, no es suficiente que estén disponibles principios, criterios y estilos éticos elaborados de forma adecuada y convincente. Es indispensable que exista o esté formándose un público que exija y pretenda que se respeten esos principios, se apliquen esos criterios y se actúe en consecuencia premiando o castigando a los responsables…

La búsqueda constante e intensa de cualquier líder es conseguir prerrogativas para los que lidera. Durante años se creyó que, a pesar del conflicto armado, Colombia crecía en un ambiente de estabilidad macroeconómica e institucional. Pero no se percibió que el país distorsionaba su proceso de desarrollo bajo una institucionalidad informal regida por la primacía del interés privado sobre el público, en la que se consolidan desde el clientelismo y las elecciones no competitivas, hasta el recorte a las libertades democráticas.

La Consecuencia: El régimen de la “otra institucionalidad” En Colombia, la multiplicidad de los conflictos y escenarios de confrontación, por fuera del control de las instituciones, no sólo revela la existencia de una brecha entre una sociedad que se transforma y un Estado que se resiste a hacerlo (por lo menos en la misma dirección). También pone en evidencia la base sobre la que se construye esa “otra institucionalidad” que progresivamente ha llegado a imperar en la práctica estatal y social del país. Se trata de una institucionalidad regida por:


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 La primacía de los intereses privados como principio de acción política.  La opacidad como criterio tutelar en el manejo de los asuntos públicos.  La preponderancia del intercambio de favores como factor de regulación institucional.  La personalización del poder como fuente de legitimación política y social. Es la institucionalidad que permite diferenciar las democracias en las que predominan las instituciones formales (en el sentido de que cumplen con todas las condiciones y atributos) de las democracias regidas por instituciones “informales” (en el sentido de que no los cumplen), como condición para estudiar y comprender los problemas de la crisis89. La “otra institucionalidad” del juego parlamentario Parlamento es el campo privilegiado en el que se puede observar muy bien cómo desde hace años esa “otra institucionalidad” rige el que-hacer de la política colombiana. Es la realidad que se constata cuando se puede apreciar, en toda su magnitud, la progresiva institucionalización de las reglas de juego impuestas para quebrantar los procedimientos establecidos en la ley. Es el recurso informal que hace que se produzcan espacios o huecos negros en donde se erigen unas reglas de juego informales paralelas a las reglas formales, en donde se lleva a cabo la “otra legislación”. Se trata, concretamente y sólo para citar algunos ejemplos, de los vacíos producidos por la falta de regulación en los asuntos relacionados, en primer lugar, con la estructuración y funcionamiento de las comisiones de conciliación que impiden la visibilidad del proceso legislativo. En esta práctica 89 Esta visión se fundamenta en la consideración cuyo problema es la observación de la distancia que hay entre los comportamientos y las expectativas de comportamiento, por una parte, y lo prescrito en los patrones formales que deben regularlos, por otra. Sostiene O´Donnell (1996) que cuando la adecuación es razonablemente amplia, las normas formales simplifican nuestra tarea; ellas son buenas predictoras del comportamiento y las expectativas [de los individuos y las instituciones…] cuando la adecuación es escasa o prácticamente inexistente debemos enfrentar la doble tarea de describir el comportamiento real y de especificar los patrones (a menudo informales) que ese comportamiento y esas expectativas siguen. Los actores son tan racionales en estos escenarios como en los altamente formalizados, pero su racionalidad no puede ser entendida sin conocer las reglas y el conocimiento compartido de esas reglas, que efectivamente establecen los parámetros de su comportamiento y sus expectativas (p. 16).


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generalizada, el manejo de unos determinados intereses lleva a que — por diferencias motivadas o no entre los ponentes de las leyes— se conforme una comisión de conciliación en la que finalmente se redacta el proyecto de ley para ser aprobado por los demás legisladores. La conformación y el funcionamiento de las comisiones de conciliación están desprovistos de cualquier reglamentación. Están al libre juego político de quienes controlan efectivamente el Parlamento. En segundo lugar, hay que considerar el manejo de los términos de radicación y de las proposiciones, que posibilita sistemas de decisión discrecionales. Se trata de una práctica en la que la falta de reglamentación permite, a quienes controlan las mesas directivas del Senado y la Cámara, manejar discrecionalmente los debates sobre los distintos proyectos de ley o los asuntos de control político que estén tratando. En el mismo sentido, el manejo discrecional de los tiempos de deliberación y votación de los proyectos más importantes de la legislatura lleva a que los asuntos claves se discutan y aprueben hasta el último minuto. Sin duda, es la práctica de mayor presión efectiva del Parlamento sobre el gobierno. Consiste en dejar acumular los debates y llevar los proyectos más importantes del gobierno hasta el límite de las negociaciones, dejando ver el riesgo que entraña para los proponentes la no aprobación de la ley propuesta. En tercer lugar está la resistencia a dar visibilidad a los asuntos que se abordan en el Parlamento. Se trata de la resistencia a publicar oportunamente en la Gaceta Oficial las ponencias y proposiciones de los proyectos que se someten a discusión, de manera que no se puede predecir la orientación de los debates y las votaciones. En la Gaceta Oficial se publican, por mandato legal, los textos de los proyectos presentados, pero no los cambios que se proponen ni los argumentos que los justifican. El resultado es evidente: nadie conoce de antemano el curso que puede seguir el debate sobre un determinado proyecto de ley en discusión. En este mismo sentido, se debe resaltar el manejo discrecional de la publicidad de los actos del Congreso (entrada a las barras, transmisiones por televisión o alimentación de la página web), que parece regido por los principios del interés privado. De esta manera, la falta de información no permite a los ciudadanos ejercer el respectivo control sobre sus senadores o representantes. Y finalmente, no se puede dejar pasar por alto el manejo discrecional de los términos de tiempo de remisión de los proyectos de ley para sanción presidencial, que le permite al presidente del Congreso mantener márgenes discrecionales de maniobra para


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negociar con el gobierno o los interesados de turno. En fin, hay otros asuntos menores como los daños permanentes del tablero electrónico, que obligan a volver a los “conteos manuales” y a las votaciones sin necesidad de asistir a las sesiones. La lista podría ser interminable. Es la informalidad que no sólo ha convertido al Parlamento en una especie de bussines cente” del que dependen cruciales decisiones para el futuro del país, sino que también ha hecho de la nuestra una democracia de extorsiones cruzadas, en la que así como el Congreso presiona el gobierno también lo hace, a través de sus distintas agencias institucionales que, según el momento, se pueden llegar a convertir en una especie de policía política que permita “apretar” al congresista cuando se requiera. La “otra formalidad” del juego judicial Una observación cuidadosa de los procesos de reclutamiento del sistema judicial revela bien la existencia de esa “otra institucionalidad” que rige la administración de justicia. La ley establece un procedimiento claro y expedito para la cooptación de los magistrados de las cortes. Sin embargo, en los últimos años viene observando un lento pero seguro proceso, cada vez más intrincado, en el que se hacen necesaria más votaciones para asegurar el ingreso de un nuevo magistrado al sistema. Cada vez ha sido más común ver como en las distintas cortes, la elección de magistrados puede llegar a exigir más de cien votaciones para elegir un magistrado, lo que ha implicado dedicar varios meses de sesiones, simplemente al proceso de elección de los reemplazos de magistrados que terminan su período. Demasiado tiempo para tribunales que tienen una larga lista de negocios por fallar. Y demasiada milimetría para un poder público que todavía no supera la repartición bipartidista. ¿Por qué tanto forcejeo? Aun cuando los defensores digan que lo que está en juego es, ni más ni menos, la calidad de la administración de justicia, en realidad lo que está en juego es el acceso a un sistema de intercambio de favores en el que todo son beneficios y cada puesto se pelea duramente. El problema se origina con la expedición del decreto ley 052 de 1987, que le confirió a la Corte Suprema de Justicia y al Consejo de Estado la facultad de estructurar la planta de personal del poder judicial. Quizá presionado por la vergüenza de lo ocurrido en el Palacio de Justicia, el gobierno trató de saldar la deuda con lo único que le parecía de valor: el manejo de la burocracia. Con la creación del Consejo Superior de la Administración de Justicia y la Dirección


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Nacional de la Carrera Judicial se puso en marcha la más pesada y eficiente maquinaria politiquera y clientelar. Los magistrados reglamentaban los concursos, hacían las entrevistas, calificaban los exámenes y, por supuesto, decidían quiénes se incorporaban al personal de jueces y magistrados en el régimen de carrera judicial. Pero también dejaban abierta la puerta para los nombramientos en provisionalidad y por encargo, que aún hoy se mantienen como una de las más jugosas bolsas de la administración pública. El sistema funciona de manera elemental: cuando se produce una vacante en un tribunal, no se convoca a concurso sino que se llena en provisionalidad o por encargo. Una larga fila de amigos se mueve por todo el país cumpliendo la tarea. Son los llamados “magistrados paloma”. El asunto no sería tan atractivo de no ser porque los encargos y las provisionalidades están atados a un régimen retroactivo de prestaciones y cesantías, que le permite a los beneficiarios de las “palomitas” pensionarse con sueldo de magistrado. Pese a los distintos esfuerzos por desmontar el sistema, hoy sigue amparado por la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia (ley 270 de 1996) y reforzado por la ley 771 de 2002, que flexibiliza el sistema de traslados y provisionalidades en el nivel territorial. Un caso que ilustra bien las consecuencias del sistema es el de la famosa sala de descongestión de Foncolpuertos, creada por acuerdo de la Sala Administrativa del Consejo de la Judicatura. La Corte Suprema de Justicia no tuvo problema en nombrar los diez magistrados transitorios y los treinta empleados asignados a la sala por fuera del registro de elegibles (es decir, los que estaban por concurso) utilizando las provisionalidades. La derogatoria del acuerdo, por parte del Consejo de la Judicatura, evitó un efecto de retroactividad en primas y cesantías que pudo superar los 5.000 millones de pesos, sin considerar el costo pensional. Al no tener un padrino, los egresados de los 128 programas de derecho que se imparten en el país estarán condenados a la exclusión perpetua por más competentes que sean. Es la perversidad de un sistema cuyos procedimientos se establecen para mantener la cooptación cerrada, que no sólo permite a los magistrados auxiliares convertirse en magistrados titulares, como si se tratara de un poder heredado, sino que se retroalimenta a través de una modalidad en la cual el nominador es quien hace la calificación de calidad que determina la permanencia en el cargo. Un sistema que se burla de los concursos y contra el cual sólo parece válido el recurso de tutela que interpongan los ganadores, obligando a los magistrados a posesionar a


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quienes lo merecían. Mientras tanto, el gobierno no se ve muy dispuesto a “darse la pela” promoviendo una reforma de fondo al sistema de reclutamiento y promoción de la rama judicial. Sigue interesado en ampliar las facultades de policía judicial para los militares, o en apurar la ley de arbitramento, como si la enfermedad estuviera en las sabanas. No obstante, es claro que para rescatar el imperio de la ley también se necesita que magistrados y jueces sean los primeros en hacerla valer. En los hechos, la gestión de la rama judicial se caracteriza por nombramientos a dedo, violación de derechos, normas a la medida, reglamentos que desobedecen la Constitución y las leyes, persecución laboral a los funcionarios de carrera, y tribunales que se toman días discutiendo traslados y nombramientos en provisionalidad y encargo. Todo esto hace parte de la cotidianidad, o, más precisamente, de una cultura del clientelismo judicial, que se puede sintetizar muy bien con la expresión atribuida a Getulio Vargas: “A mis amigos todo, a mis enemigos la ley” Se trata de una cultura del atajo que, con más o menos intensidad, atraviesa toda la rama judicial. Desde las altas cortes hasta los últimos despachos judiciales. Y mientras algunos creen que el problema es de gerencia, los problemas producidos por el clientelismo no son de poca monta. Primero, desfigura el principio de autonomía que debe regir la administración de justicia. Degrada la invocación de independencia de la rama judicial, con la que ayer se justificó la necesidad de nombrar sus propios funcionarios y manejar sus recursos económicos, pero que hoy ampara un sistema de cooptaciones regido por actitudes patrimonialistas y principios jerarquistas. La autonomía judicial, antes exhortada como barricada a los nombramientos de “gente de afuera”, de “personas sin carrera en la justicia”, ahora se erige para encubrir un sistema de exclusiones, subordinación y deferencia, gobernado por el “le debo”, “me honró”, “me une”, “de quien soy discípulo”, “por intermedio de quien logré ingresar”, “es mi maestro”. Son todos emblemas de un sistema que determina la composición social y profesional de cada tribunal y de cada juzgado. Pero también se extiende para propiciar la gravitación de los intercambios burocráticos entre Fiscalía, Procuraduría, Consejo Nacional Electoral, Auditoría General de la Nación, Corte Suprema, Consejo de Estado, Corte Constitucional y Consejo Superior de la Judicatura. Segundo, el clientelismo judicial erosiona el imperio de la ley. No importa lo que establezca la ley, los intercambios de favores exigen que


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todo se ajuste a las necesidades. Por ejemplo, no ha importado que la ley estatutaria establezca que las decisiones administrativas (los nombramientos) en las cortes deben ser aprobadas con la mitad mas uno de los votos. Los magistrados se rigen por un reglamento que exige mayoría de dos terceras partes. Tampoco parece haber importado que la ley obligue a que las hojas de vida de los aspirantes a cargos judiciales sean estudiadas en sala plena. Los magistrados han acordado hacer una preselección en cada sala para llegar a una lista de tres candidatos (le ley exige que sean por lo menos seis) y someterla a elección en sala plena. Y finalmente, el clientelismo judicial degrada la calidad de la administración de justicia. No sólo porque permite el ingreso de personas no necesariamente bien calificadas, sino porque estimula el intercambio de favores. Hace que los parlamentarios busquen ampliar las facultades y prerrogativas de los magistrados amigos; que los organismos de control tomen decisiones administrativas que favorezcan unos intereses precisos; o que los fallos de las cortes que benefician a terceros también amparen su autonomía clientelar. Una breve exploración de la sentencia que hace la revisión constitucional al proyecto de Ley Estatutaria de la Administración de Justicia revela los no pocos esfuerzos hechos para salvaguardar el clientelismo judicial. En unos casos la Corte pudo contenerlos con éxito y en otros no tanto. En este contexto, resulta evidente que la justicia está capturada. Las señales de crisis son inequívocas. La Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia se enfrentan (por enésima vez) por la prerrogativa de control de constitucionalidad sobre las tutelas. El gobierno aviva la confrontación, descalificando las decisiones que lo afectan. La Procuraduría controvierte una decisión de la Corte Constitucional, al tiempo que algunos de sus funcionarios cabildean buscando su elección como magistrados del Consejo Superior de la Judicatura y la Corte Suprema. Y mientras cada uno hace un llamado para “evitar los poderes absolutos”, cada uno actúa como si tuviera poderes absolutos. La crisis de la justicia llegó a un punto de crisis orgánica y moral. Es orgánica, porque la justicia ha perdido el lugar estructural en el ordenamiento estatal. Se está ante un poder cada vez más difuso. No hay claridad en la organización del poder judicial, ni en las instancias y modalidades que deben ejercerlo. Todo naufraga en una complejidad de acciones y procedimientos que han impedido un orden de pesos y contrapesos capaz de tramitar las diferencias. Sin orden se pierde la equidistancia entre los organismos de la rama. Por eso la permanente


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confrontación entre las cortes. El exclusivismo con que se ha aplicado el poder electivo y nominador de las cortes ha degradado la acción y majestad de la rama judicial. La Corte Suprema elige al fiscal, con el Consejo de Estado participa en la conformación de la terna para elegir procurador, y junto con la Corte Constitucional lo hace en la elección del contralor, el auditor general de la Nación, los magistrados del Consejo Electoral y —por esta vía— del registrador del Estado Civil. Un poder que afecta un aparato de más de 50.000 funcionarios. Y eso sin contar que son los magistrados de los tribunales los que definen la terna para contralor en departamentos y distritos. Todo ha derivado en un sistema de cooptaciones que permite a familiares de magistrados ocupar cargos en los organismos de control y abre la puerta giratoria a través de la cual los altos dignatarios pasan de los tribunales a los organismos de control, y viceversa. Y eso sin considerar el carrusel de mutuos favores entre magistrados y directivos de algunas facultades de derecho ni la atribución nominadora de los jueces, que ha desviado la función de juzgar para convertirlos en administradores de pequeños intereses y grandes burocracias. La pérdida es de tal magnitud, que ni siquiera el gobierno tiene clara su tarea en la administración de justicia. ¿Cuál ha sido la política criminal de los últimos gobiernos? ¿Cuál la política penitenciaria? La justicia se gobierna por pilotaje al ojo. Así como las políticas de seguridad se han descargado en militares y policías, la responsabilidad de las políticas de justicia se deja a los jueces y fiscales. ¿O hay otra explicación para la decisión de haber fusionado los ministerios de Justicia y del Interior? Pero la crisis también es moral. Se han perdido los horizontes del bien actuar. Una sociología de la crisis invade la administración de justicia. Todo se desenvuelve como si nada ocurriera. Nadie se atreve a levantar la voz para protestar por el espectáculo. Lo que estalla es porque alguna prerrogativa ha sido afectada. Se necesitan las reformas, pero hay que pensarlas en el terreno del papel de la justicia en el Estado. ¿Por qué no decidir, por ejemplo, que el fiscal sea elegido por el presidente (y que sus períodos coincidan) a ver si, de una vez por todas, el gobierno asume su responsabilidad en la elaboración y manejo de la política criminal, y hace de la Fiscalía un instrumento de política pública, como debe ser? ¿Por qué no crear una inspectoría que controle la gestión de los juzgados y los intervenga cuando sea necesario? ¿Por qué no concentrar el control de constitucionalidad de las decisiones judiciales? ¿Por qué no eliminar el poder nominador y electivo de los magistrados, para ver si de verdad se vuelven independientes?


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Grandes porciones de la justicia están capturadas por los particularismos, por la primacía de los intereses personales, por los carruseles de amistad. Y lo grave es que detrás de la carrera judicial se arropa todo tipo de ventajas y prerrogativas. ¿Por qué no pensar en una revocatoria de los términos de magistrados de altas cortes y de tribunales, de manera que se pueda recomponer la dirigencia de la rama judicial? Lo más paradójico es que para resolver el problema no se necesitan grandes reformas ni más misiones. Lo que se necesita es que se cumpla la ley. Que los colombianos se unan por la justicia, pero no para exaltar al fiscal saliente o para aplaudir la aspiración de algún magistrado a ser fiscal, sino para hacer respetar las reglas del juego. No se trata de liquidar las cortes, sino de acabar con el juego sucio que las degrada.


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EPÍLOGO

Las paradojas del poder presidencial

Colombia vive una dura paradoja: en medio de más grande apoyo popular a un Presidente que se recuerde, cada acción, cada decisión de ese presidente sólo pone en evidencia cuán profunda es la erosión del poder presidencial. Quizá por eso los colombianos lo vieron redactar directamente el acuerdo con los trabajadores de las empresas públicas de Cali (Emcali); manejar en directo la crisis producida por el fallido rescate de los secuestrados en Antioquia; llegar a las zonas que acaban de ser afectadas por un ataque terrorista, para desde allí asumir personalmente la atención a la víctimas y la reparación de los daños; o se le ve reunir a los parlamentarios para atajar la reforma política, emitir comunicados que buscan contener la caída en el precio del dólar o viajar a los Estados Unidos para asumir personalmente la negociación del Tratado de Libre Comercio. Esas situaciones, que antes habían sido manejadas por los ministros y no por el presidente, ahora ponen en evidencia las paradojas del poder presidencial en el país. Así como esas actuaciones describen a un presidente comprometido con la búsqueda de soluciones a los problemas del país, también revelan el absoluto desamparo presidencial en su tarea de gobernar. O más precisamente, que su ministro de Minas no pudo manejar el problema de las empresas públicas de Cali; que los ministros de Defensa no han sido capaces de asegurar la gobernabilidad de las fuerzas militares; que el ministro del Interior no ha podido manejar sus relaciones con el Congreso, que sobra el puesto del ministro de Hacienda y Crédito Público en la Junta del Banco de la República o que el Ministro de Comercio Exterior no fue capaz de sacar adelante la negociación de un tratado comercial con otros países. Cada vez más, los actos gubernamentales dejan en los ciudadanos convicción de que hay más presidente que presidencia y más gobernante que gobierno.


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Pero, así como esas intervenciones buscan resolver problemas concretos, las soluciones también provocan profundos quiebres en la institucionalidad política del país. No sólo dejan al presidente como único interlocutor y referente en el proceso de negociación política e institucional, sino que también debilita seriamente el orden institucional que rige el país. Es la evidencia del fracaso de la ola reformista, que no ha podido ir más allá de producir desiguales intentos por forzar una mayor elasticidad de las instituciones, tratando de adecuarlas a los deseos del presidente de turno, pero sin resolver los problemas de fondo. Es la otra cara de un régimen presidencial de mayorías. En Colombia, desde la reforma constitucional de 1991, el candidato que gana las elecciones se lo lleva todo. No sólo porque tiene el control absoluto en la composición del gobierno y la administración pública, sino porque la primacía del beneficio individual e inmediato (como criterio relevante en la construcción de las mayorías, por encima de la afinidad ideológica o política), le permite asegurar un apoyo mayoritario en el Parlamento. En torno al ganador congregan los intereses más disímiles y corruptos. Pero se trata de intereses que no se alimentan solos, ni mantienen sin costos el apoyo al poder presidencial. Por eso, para mantener las mayorías que les permitan gobernar, a los presidentes no les ha quedado otro camino que la negociación al menudeo. Por eso pareciera que sobran los partidos, que estorba la justicia y que el Parlamento solo es arena de negociación. Desde 1991, el gobierno ha dejado de ser un centro organizado del poder político e institucional en el país. La institucionalización de un presidencialismo de mayorías ha tenido como contraparte, el que los gobiernos tengan que compartir las pujas de poder y los recursos disponibles con una multiplicidad de actores (empresarios, líderes religiosos y hasta diplomáticos) que, portadores de moral o defensores a ultranza, irrumpen como verdaderos frentes de poder político e institucional. Por buenas intenciones que tenga, el presidente siempre estará sometido a las dinámicas que impongan la fragmentación política, la disidencia institucional y el conflicto armado. Y los resultados estarán cada vez más restringidos por la improductividad política y el bloqueo institucional en algunas de sus principales unidades gestoras. La imposibilidad de obtener resultados rápidos, hace que la visión de los gobiernos se vea limitada lo que Morris (2002) llama densa neblina que “oscurece la visión del Presidente y nubla su percepción de la realidad” (p. 234).


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No hay una imagen que sintetice de manera más precisa, lo que han sido los últimos gobiernos: Colombia es gobernada en medio de la neblina. No hay que hacer demasiado esfuerzo para ver que las reacciones presidenciales han sido cada vez más recurrentes y excesivas, cuando las corrientes frías de los resultados o las críticas interrumpían el calor agitado por sus aduladores. Han sido momentos en los que la visión presidencial se nubla por completo. Una rápida observación de los principales rasgos del ejercicio de gobierno en Colombia, vistos a la luz de la clasificación de las condiciones para el manejo de la crisis que propone Morris (p. 125), permite identificar la gestión presidencial dentro de las siguientes características: 1. El presidente no logra esbozar el mapa de la crisis. Sus llamados sobre la necesidad de hacer esfuerzos para vencer a los violentos, o de impulsar grandes reformas para salir de la crisis, son desvirtuados cuando se alteran las prioridades legislativas para imponer reformas que le permiten al gobierno mantener pequeños controles, aunque no resuelvan los problemas del país. 2. Los gobiernos se caracterizan por el salto permanente de prioridades, que impide a los colombianos tener claridad sobre el problema que se debe enfrentar, la magnitud del esfuerzo que debe hacer y la urgencia de las soluciones que se deben utilizar. 3. El tono enérgico de los discursos presidenciales, y su tendencia a emitir reportes positivos de sus realizaciones, crean la ilusión de que el gobierno actúa. 4. Antes que buscar el apoyo del Congreso para sacar adelante la agenda de reformas necesarias, los presidentes han recurrido al expediente de cuestionarlo públicamente llegando hasta la amenaza de la revocatoria. El resultado siempre ha sido adverso. Después de mantener al Parlamento bajo la presión del control ciudadano, los congresistas recuperan el terreno perdido hasta terminar controlando los cargos públicos en el exterior y las entidades descentralizadas del nivel nacional 5. Los intereses personales del entorno presidencial sacan al gobierno de la órbita de moderación y prudencia que requiere la tarea de liderar la búsqueda de salidas a la crisis, para ponerlo ante situaciones desgastantes. La tarea de gobernar antes que ser una tarea una tarea de conducción política, reduce su espectro de actuaciones a la resolución de pequeños problemas y la administración de intereses. Cada decisión trascendente, no anuncia un cambio positivo por llegar,


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sino un frente de batalla que se debe enfrentar. La gestión de la agenda presidencial termina relegada a una travesía en un campo minado en el que todos están enfrentados con todos. Todo ocurre en medio de un discurso y una práctica gubernamental que termina por personalizar el poder presidencial. Él presidente define las políticas, desplaza a los ministros en la ejecución de sus tareas y el logro de sus resultados. Sin embargo, la lentitud de los procesos gubernamentales, las trabas que imponen la legislación o los bloqueos que establece una cultura administrativa duramente amarrada al “amiguismo” y al burocratismo, impiden que la acción del gobierno estuviera regida por la eficiencia y la eficacia. Lejos de ser una tarea de conducción política, la tarea del gobierno queda restringida a la expedición de decretos que ordenan, pero no necesariamente llevados a la práctica. El Presidente, forma personalizada y máxima señal del poder institucional, termina hundido decretando en la neblina. El escrutinio histórico del ejercicio de gobierno en Colombia revela, en toda su profundidad, cuán perversa ha sido la relación de determinación entre gobernabilidad y presidencialismo. Cada vez ha sido más recurrente que los problemas de gobernabilidad, surgidos del natural desgaste de la institución presidencial, al no ser debidamente tratados terminan por erosionar el poder presidencial. Y en la medida en que la erosión se profundiza, los problemas de gobernabilidad del país han sido cada vez mayores. Y éstos al no ser adecuadamente resueltos, erosionan aún más el poder presidencial, en una cadena de nunca acabar. De esta manera, se ha producido una verdadera dislocación de las estructuras políticas e institucionales que soportan el presidencialismo. La acción del poder presidencial aparece cada vez más determinada por las limitaciones impuestas por una multiplicidad de poderes y micropoderes que han surgido y se han diseminado en una red de instituciones sin un centro que los articule y controle completamente, y que apenas pueden coordinarse, pero sin poder avanzar en una misma dirección. Mientras que el poder presidencial está cada vez más sometido a las dinámicas que impone la fragmentación política, la disidencia institucional y el conflicto armado, el ejercicio de gobierno está cada vez más restringido por la improductividad política y el bloqueo institucional (Lanzaro, 2001).


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Después de muchas décadas de haber emprendido todo tipo de reformas constitucionales, orgánicas y funcionales, los gobiernos no han podido ir más allá de producir desiguales intentos por forzar una mayor elasticidad de las instituciones, tratando de atender los deseos del presidente de turno. Pero las reformas, antes que resolver los problemas de gobernabilidad, los han acrecentado. Cuando no se transgrede la racionalidad legal, se inducen cambios que alteran el equilibrio de poderes, distorsionan la función gubernativa o simplemente limitan los campos de acción de unas determinadas instituciones sobre otras. Bajo el discurso reformista se ha gestado una especie de juego de suma cero en la que unos ganan todo porque otros lo pierden todo; se ha propiciado el alejamiento de gobernantes y gobernados; o se ha permitido el ingreso de los outsiders que han terminado por trastornar la funcionalidad del sistema gubernamental. La erosión del poder presidencial y el régimen bloqueado en Colombia: crisis en el manejo de la crisis El régimen presidencial colombiano ha llegado a una situación de bloqueo político e institucional de tal magnitud, que ya ni siquiera la solidez de un presidencialismo plebiscitario (que había permitido gobernar gracias al poder que concentró en torno suyo) parece suficiente para contener la crisis de gobernabilidad. Una y otra vez los gobiernos recurren a las más audaces medidas sin importar si eluden los procedimientos institucionales, si recortan el carácter deliberante de los cuerpos colectivos, si limitan los espacios de representación política, si reducen las garantías constitucionales o si acaban con la densidad de los procesos decisionales. Tampoco si las medidas integran o excluyen grandes sectores de la población. Todo es la expresión concreta y visible de un proceso progresivo e incontenible de erosión del poder presidencial, que por sus dimensiones parece confirmar la hipótesis que señala las características de los regímenes presidenciales como los principales obstáculos para el tratamiento y solución de las crisis. Pero no se trata de una crisis que se pueda apreciar fácilmente. La ocurrencia ocasional de fenómenos políticos e institucionales que le confieren al poder presidencial una apariencia de predominio sobre la sociedad y el Estado, y que lo hacen parecer más sólido y fuerte que nunca, lleva a pensar que cualquier posibilidad de erosión del poder presidencial está muy lejana. Pero se trata de fenómenos, unas veces asociados a expresiones carismáticas y otras a la aplicación de las


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normas de estado de sitio, que activan mecanismos irregulares e informales de poder ampliando el margen de maniobra político e institucional al gobernante. No es un margen real, ni de un poder efectivo en el sentido de que logre resolver los problemas de una vez por todas. El carácter temporal de estos fenómenos impide que su aplicación pueda cambiar definitivamente las reglas del juego político. Una vez se agotan como mecanismos excepcionales, todo vuelve al estado de cosas precedente. Bien porque los fenómenos carismáticos suponen la reducción, aunque no la desaparición de las tensiones internas” (Lindholm, 1992), o bien porque el uso recurrente de los mecanismos de excepción termina por degradarlos cuando son expuestos a la cotidianidad. Aun cuando se levanten voces diciendo que se ha perdido otra oportunidad para resolver definitivamente los problemas fiscales o para modernizar la política, lo que todos quieren hacer ver es que el presidente impuso su criterio. Quieren dejar en claro que, frente a cualquier acto de “desobediencia”, una invocación suya o una llamada telefónica bastaron para destrabar una votación o para cambiar una opinión. Bajo una espesa capa de apoyos, todos parecen haberse unido en torno el poder presidencial. Incluso los que ayer se privilegiaban del despilfarro y la corrupción, ahora se acomodan silenciosos invocando al presidente como el gran timonel de la lucha contra el despilfarro y la corrupción. Pero a pesar de la imagen del presidente, la realidad de las limitaciones del poder presidencial se revela aplastante. Sin haber cumplido sus primeros cien días de gobierno, el presidente tiene que ver cómo se levantan silenciosas barreras políticas e institucionales a sus propuestas de cambio. Todos le hacen saber que, frente a los obstáculos, no tiene otro camino distinto al de ceder ante las presiones y la capacidad de negociación de los parlamentarios. Estamos ante el hecho incontrastable de que en Colombia la vieja solidez del régimen presidencial ha comenzado a resquebrajarse. La secuencialidad y unidad de los tiempos de gobierno, que históricamente había regido la acción gubernamental en Colombia (tiempo de espera, tiempo de exposición y tiempo de ocaso), comienza a presentar signos de ruptura como la máxima evidencia de su degradación. Los primeros meses de gobierno dejan de ser una especie de período de calentamiento y preparación para lo que será el futuro desarrollo de la tarea gubernamental, para convertirse en un período tortuoso que no deja entrever lo que será el porvenir. Y ya no se trata


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de una simple coyuntura de crisis. Se trata, ni más ni menos, del resquebrajamiento que pone en cuestión el poder que le ha sido conferido al presidente; que hace visible la falta de previsión que le hace perder territorialidad (e institucionalidad) al gobierno frente a la acción de otros agentes y agencias (estatales y no estatales); y que deja en claro que es la propia inercia de los acontecimientos la que impone las reglas de juego. El gobernante vive “al día” y es gobernado por sus propias angustias y las exigencias del momento. El afán de cada nuevo gobierno por responder a las expectativas de cambio, por cumplir con los compromisos electorales y por diferenciarse del gobierno anterior, todo a la vez, produce una fractura en la conducción gubernamental del país. La multiplicidad de objetivos y las presiones por una acción rápida y contundente se vuelven en contra suya, como claros indicadores de la pérdida del control del ritmo y las intensidades del ejercicio de gobierno. La falta de unidad de criterios, en unos casos, y la falta de pericia, en otros, reflejan la imagen de un equipo que todavía no parece muy preparado para asumir la tarea de gobernar. Cada nuevo hecho, cada nueva situación desata un problema mayor frente al cual las posibilidades de reacción gubernamental se muestran cada vez más limitadas. La distorsión en el manejo de los tiempos de gobierno revela un nuevo rasgo del desmoronamiento del régimen político colombiano: la crisis en el manejo de la crisis. Al Presidente, como decía Monsivais, no le queda opción, que encarnar la “grandeza” de la institución presidencial, […] y es una persona como todas (como todas las que ocupan la Presidencia), y desde su candidatura se sabe al frente de la República, y, de un modo abstracto, al mando de las limitaciones de la institución. Su voluntad (la que tenga) modifica demasiadas vidas, enriquece a una minoría tal vez agradecida, reprime y mantiene en la devastación a la mayoría, pero su contribución a la República o a la historia es, si le va bien, mínima. Habita diferentes prisiones al mismo tiempo: la de su vanidad (el puesto convertido en pago menor que sus merecimientos); la de su capacidad de conocimiento (siempre inferior a la requerida en cada uno de los asuntos a su encomienda); la de la precariedad de su equipo de colaboradores (en gran medida, el resultado de sus limitaciones); la de sus complicidades (nadie llega al poder sin aliarse con una legión de intereses); la de los grupos de poder (gobierno gringo y grandes empresarios matan gabinete presidencial); la de la imposibilidad de verificar el cumplimiento de sus órdenes (lo que no se hace de inmediato, se hará en “su debida oportunidad”, sinónimo consolador de nunca); la


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