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Rinocerontes III Miguel Ángel Calderón Solís
RINOCERONTES III ASESINATO RESERVADO
Miguel Ángel Calderón Solís
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Los grillos de la noche marcan el ritmo de la sangre. La oscuridad ha alejado el barullo diurno, pero ha convocado una densa revista de sonidos emparentados con las sombras. Las voces animales también cambian después del crepúsculo. Tiemblan en el aire fresco los llamados y las lamentaciones de la fauna cautiva entre las rejas y los muros de este parque de reserva. Las fieras no se escuchan igual en una noche en el páramo abierto o la sabana ancha e inquietante, que en los lotes cercados. Los animales de los parques dispersan un rumor nocturno que es una mezcla de queja, de añoranza, de amenaza, que nos estruja el pecho pero que no deja de esparcir un temor que electriza las carnes y los nervios. El parque ha cerrado sus puertas con la caída de la tarde; solamente un pequeño grupo de vigilantes se ha refugiado en algunas casetas diseminadas por el amplio predio, y de vez en vez recorren en jeep las principales veredas trazadas sobre los llanos y bosques que forman la reserva. Sobre un panel colorido que señala una de las entradas del parque se aprecia la foto espectacular de uno de los grandes atractivos del sitio: entre pastos y arbustos aparece la gris y rugosa corpulencia del Rinoceronte, presumiendo sus arrogantes cuernos encorvando la silueta soberbia. En la reserva habitan tres rinocerontes blancos: Gracie de 37 años, Bruno de 5 y Vince de 4. Dicen que ellos viven entre 40 y 50 años, así que Gracie es una abuela cornuda mientras que Bruno y Vince son apenas adolescentes. Vince nació en un zoológico de Holanda, nunca conoció los asoleados dominios de sus ancestros. Seguro que algunos de sus bisabuelos gozaron, sufrieron y murieron en la misma llanura de su nacimiento, sin haber visto quizá la cara de hombre alguno ni haber sentido en cuerno propio la estúpida maldición del acecho y la mutilación. Arriba, la luna es una rendija encorvada de luz asomándose apenas entre unas nubes de algodón ceniciento. Abajo, un par de sujetos armados han entrado al parque rompiendo parte de una malla y caminan agazapados, con el sudor picándoles las sienes, y el corazón rebotando contra el pecho. Han planeado con anticipación sus movimientos y se escurren en silencio y con rapidez por una vereda de grava que corre entre enrejados que dividen dos grandes habitáculos. El prado con islas arboladas que está allí a su derecha es el terreno de los rinocerontes. Se asoman a una puerta de malla asegurada con cadenas y candado y entran con la ayuda invaluable de unas tenazas. Los tres rinocerontes pastan al otro lado del llano; pasando esa hilera de álamos y entre unos matorrales medianos se realzan los magníficos trazos de sus afiladas cornaduras. Los cazadores –furtivos como nunca antes- se aproximan tanteando con precaución el campo y midiendo la respuesta de las nerviosas bestias. Están a unos 50 metros de ellos cuando Vince, el Rinoceronte más joven, se separa del grupo y se acerca hacia los acechadores oteando y resoplando, amenazante. Ambos cazadores, espantados por la violenta reacción, se refugian atrás de los árboles que también se estremecen, y amartillan con urgencia la escopeta recortada. Cuando el rinoceronte está a menos de 5 metros apuntan contra la majestuosa testa hacia las pequeñas orejas, evitando dañar los preciados apéndices del alargado hocico. Tres detonaciones, como diminutos truenos apretujados, rompen el aire y marcan tres orificios en el cráneo de reminiscencias dinosáuricas, tres taladros repartidos entre los miopes ojillos y el inicio de la mandíbula. Los brotes de púrpura lanzan a la noche su ofrenda caliente y viscosa. Vince se derrumba largamente con un último bufido, sin haber entendido nada, ni su vida cautiva ni su muerte insensata. Los estallidos hacen huir a sus otros dos compañeros de encierro. Los invasores corren hacia su presa muerta. Deben hacer de prisa su macabra tarea. De una mochila sacan una sierra portátil de pilas y en un par de minutos cortan cuidadosamente el cuerno mayor desde la base, y lo guardan como tesoro en una bolsa de lona protegido entre trozos de tela.
Se aprestan a cortar el segundo cuerno cuando distinguen, todavía lejanas, las luces de un vehículo que zigzaguea hacia ellos entre los senderos del parque. Sin perder más tiempo, y dolidos por el botín incompleto, salen corriendo por donde llegaron. Ya fuera del parque huyen por un camino secundario donde les ha esperado el auto compacto, y aceleran perdiéndose en la oscuridad, el anonimato y la impunidad.
El cuerno, empacado con esmero, ha viajado con documentación falsa en un avión de paquetería internacional hacia un remoto destino en Asia, donde el mercado negro redituará a los menudistas, por el polvo de ese cuerno, quizá 100,000 dólares o quizá mucho más. Esa enorme suma por un polvo supuestamente milagroso; por un polvo que no es más que queratina, la misma sustancia de nuestras uñas o nuestro pelo. Ese es el tamaño colosal del negocio de la idiotez humana. Ciertamente el único milagro de esa queratina fue el haber formado ese cuerno magnífico.
Estos delincuentes han inaugurado con su incursión asesina un nuevo crimen: el sacrificio y mutilación de rinocerontes protegidos en parques de reserva; una novedosa invención del sofisticado ingenio criminal del hombre, siempre en continua refinación. Gracie y Bruno, los dos rinocerontes que alcanzaron a escapar del atentado y de la sierra, han sido ahora trasladados a una sección especial del parque, más vigilada, más constreñida, más severa. Su parque, su salvoconducto hacia su conservación, su santuario profanado, se convirtió primero en una cárcel con prados y ahora en una prisión de máxima seguridad. Los rinocerontes languidecen y agachan sus cuernos abatidos. Un sueño melancólico de sol y de llanos abiertos se ahoga bajo el toldo plegado y áspero de su piel.
Notas: 1 En http://www.bbc.com/news/world-europe-39194844 puede verse la noticia de la incursión en el parque de Thoiry. 2. Días después del ataque, se publicó que un zoológico de la República Checa había tomado la determinación de cortar los cuernos de sus 18 rinocerontes, «por su propia seguridad». https://www.theguardian.com/world/2017/ mar/15/czech-zoo-to-remove-horns-of-18-white-rhinos-following-french-attack 3. Un comentario extravagante: unos meses después leí en otra publicación que a «El Chapo» Guzmán, en su prisión de Nueva York, solamente le era permitido ver un programa repetido sobre un rinoceronte, y alguna otra película o show que también se repetían. ¿Retorcida justicia poética?
Diálogo Margarita Blanco
J aguar llegó a casa. Aún no le reparamos la pata que se le rompió en el viaje. Al pasar le acaricio la cabeza y le digo: Qué chulo. Adolescencio me reclama: ¿por qué hablas con las cosas? Alza la vista al cielo como diciendo: Haberme tocado una mamá tan loca. No soy yo la que le platica al jaguar, le explico. Es él quien me pregunta y yo sólo le contesto.
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