LOS NOMBRES DEL MUNDO NUEVOS NARRADORES SALTILLENSES
LOS NOMBRES DEL MUNDO NUEVOS NARRADORES SALTILLENSES
COMPILADOR:
ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES
Ing. Isidro López Villarreal PRESIDENTE MUNICIPAL DE SALTILLO
Lic. Mabel Garza Blackaller DIRECTORA DEL INSTITUTO MUNICIPAL DE CULTURA
Lic. Elsa Tamez Aguirre COORDINADORA EDITORIAL SALTILLO, 2016
©D.R. Gobierno Municipal de Saltillo ©D.R. Instituto Municipal de Cultura ©D.R. Alejandro Pérez Cervantes ©D.R. José Martín Molina Cardona ©D.R. Jetzabé Muzquiz ©D.R. Iza Rangel ©D.R. Sofía Sarahí Estrada Alfaro ©D.R. Sara Andrea Álvarez ©D.R. Andrea Rodríguez ©D.R. Óscar Mesta ©D.R. Armando Reyes ©D.R. Arturo Rodríguez Zamarrón ©D.R. Carolina García Flores ©D.R. Ricardo Bernal ©D.R. Raymundo Mendoza Arredondo ©D.R. Edgar Valdés ©D.R. Aurora de Jesús Alvarado Cedillo ©D.R. María Virginia Solís ©D.R. Ángel Cuandón López Parra ©D.R. Crhistian Cuatianquis ©D.R. Élfego Alor Castañuela ©D.R. Karla García Rodríguez EDITORA: Elsa Tamez COMPILADOR: Alejandro Pérez Cervantes CORRECCIÓN: Elsa Tamez DISEÑO EDITORIAL: Nereida Moreno DISEÑO DE PORTADA: Daniela Elidett ILUSTRACIÓN: Élfego Alor Castañuela ISBN VOLUMEN: ISBN COLECCIÓN COMPLETA: 978-607-95812-5-1 IMPRESO Y HECHO EN MÉXICO PRINTED AND MADE IN MEXICO
liminar
¿Por qué Los nombres del mundo? Porque las voces que ustedes leerán aquí, a pesar de provenir de un mismo taller literario, no conforman parte de un grupo ni de un movimiento. Se trata, en cambio, de individualidades con su brillo propio y sus complejas particularidades. Lo único común que les une es la pasión en el ejercicio de una forma de cuento que definiremos como “relato de ficción breve”. Versiones y preocupaciones que responden a un nuevo entorno cultural. Porque la narrativa coahuilense, y la saltillense en particular, adoleció mucho tiempo de un costumbrismo cerrado e idealizante, de un policiaco anacrónico o de un tremendismo cínico, que abrevó del narco barroco que las editoriales españolas y mexicanas empezaron a vender como una versión de la “verdad” a principios del siglo xxi. Estas voces nos dicen que ni la realidad ni la imaginación caben más en esos moldes. Que el ejercicio de la literatura no puede ser una estafeta comunitaria, heredada o infundida, sino un juego de reflexión íntimo: un riesgo personal y mutable. Estamos ante narradores que incorporan un saber antiguo adaptado a situaciones contemporáneas, probables o futuras. El estudioso ruso Vladimir Propp, en su interesante y muy vigente Morfología del cuento (1928), planteó el oficio narrativo como juego de
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cambio y sustitución, de combinatoria y variantes. El verbo como función. Transformación de los códigos. El texto como producto material de un discurso. El discurso como un sistema de ideas, creencias y formas de concebir el mundo. Fruto de una expectativa y de un conocimiento, es decir, de una cultura. Pero ¿cuáles son los valores de estos narradores? Son variados y muchos: en Édgar Valdés la forma poética de sopesar las palabras, anudándolas en escenarios futuros. La concentración, la exactitud; en Jetzabé Muzquiz su visión hiperrealista de lo urbano, su mirar en fragmentos, zoom o panorámica —ojo al fin de fotógrafo— para construir un suspenso, una narrativa plena de poder; Iza Rangel y la belleza de lo terrible. Su manejo diabólico del contrapunto. La levedad, tejida sutilmente hacia lo brutal; Sarahí Estrada y su oído y su recreación de las voces ancestrales, elementales e íntimas. La vida retratada en momentos y texturas; Sara Álvarez y el ímpetu innato de narrar. La imaginación, la frescura, el riesgo; Andrea Rodríguez y la concentración poética. La pausa. Un silencio fino y madurado; Martín Molina y el contar cantando. La potencia de lo oral y la vida como misterio y celebración; Óscar Mesta y la preocupación de narrar. El verbo viril, joven y plural; Armando Reyes y la piedad. La mirada febril sobre la soledad y desde y hacia los espacios; Arturo Rodríguez y el filo de la mirada sobre el amor y la claustrofobia. La fidelidad a las voces interiores; Carolina García y la imaginación. El oficio de narrar. El aliento y la asimilación cabal de las lecturas; Ricardo Bernal y el oído finísimo. El humor y la oralidad. El aliento magistral en la construcción de voces imaginadas pero verídicas; Raymundo Mendoza y la memoria. La evocación y los sentidos. La auténtica mirada
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social; Aurora Alvarado o las sensaciones. El detalle microscópico de las atmósferas. Lo femenino real; Karla García y lo intempestivo. El sueño y el amor. El tejido fino del desencuentro y el suspenso; Virginia Solís y la emoción. Lo transparente. Lo frágil. La voz auténtica de lo personal; Crhistian Cuatianquis y la voz de lo tangible. La juventud anclada en lo real, la ironía; Ángel Cuandón y el autodescubrimiento. La imaginación desbordante. Las ansias de contar y la alegría; Élfego Alor y las imágenes. La fidelidad al sueño y los sonidos. Tejedor de dimensiones. El arte, la memoria onírica de la humanidad y la emoción. Robots y carreteras. Dragones y sueños. Mariposas y pistoleros. Pollo frito y accidentes. Amor y asesinato. Fantasmas y erotismo. Edificios y pintura. Insectos y héroes de a pie. Barcos y naves. Astronautas y poetas. Sembradíos y espejismos. Desamores y políticos. Quimeras y máquinas. Estos autores son realidades potentes, vivas. Aquí están sus nombres, sus voces, sus límites ensanchados por ellos mismos. Ellos erigen y nombran el mundo. Alejandro Pérez Cervantes. Invierno de 2016.
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visiones de san antonio
José Ma rtín M o li na C a rd o na Ya no subo la cuesta que me lleva a tu casa… Manolo García
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La carretera es una víbora negra que hipnótica baila frente a mis ojos. Más allá del parabrisas y del incendio crepuscular, la noche crece como una oscura cabellera desplegándose en el recuerdo. Regreso desde ninguna parte. Ya el olor de los pinos y la aguja dolorosa de sus hojas, inyecta en mi cerebro una transfusión de imágenes de la infancia antes del éxodo y el desencanto: el vuelo luminoso de las luciérnagas, los cristales de hielo sobre el velo negro que cubre los manzanos, como pagando las expiaciones de sus viejos sembradores. El dorado de tus muslos dibujando promesas sobre el óxido de un tractor abandonado. Soy uno más de los que regresan sin saber a santo de qué o a dónde se fueron los extraños que parió la sierra, para poblar de silencio y sudor extrañas ciudades al norte, donde el pan y los duraznos son apenas
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insípidas imágenes de un rabioso septiembre de membrillos, manzanas y pan de acero de esta tierra que me jala. Fuimos los hijos de un parto de montes, los que sin saberlo habitábamos años transparentes, poblados de leyendas sobre cuevas que resguardaban fabulosos tesoros y mujeres que volaban convertidas en lechuzas. Los que dormíamos ante la llama temblorosa del quinqué o el ensueño de los pastores bajo el álamo. El vaquero con la mano partida por una reata, vuelta cuchillo por la fuerza del toro. Los niños sonámbulos obligados a buscar una pequeña ternera en lo más oscuro de la cañada. Una boca de piedra y musgo anterior al tiempo, y el recuerdo de los hombres, pisando sin querer el rastro de nuestros tatarabuelos belgas; niños soldados de ojos grises con el uniforme desgarrado ante paredes de piedra. Ahora, en el retrovisor, vuelan también veloces muros de piedra, vestidos con la hermosura de un escenario falso. El aluvión sobre la roca madre bulle en mi cerebro. Túneles nuevos abren puertas hacia mi tierra, un paraíso abolido, hoy posible sólo en la remembranza. Brillan cruces blancas y flores de plástico a la vera de las curvas. Se apilan allí, inexorables, tras el vértigo de los traileros que se vuelven amasijos color púrpura, atrapados en la ignominiosa chatarra, en el más hondo de los abismos. Ruedas podridas por la lluvia, esqueletos de metal retorcido, cargas con prisa que nunca llegaron. Agonías tan viejas y tan resecas como los cauces de los ríos que bajaban desde el filo mismo de la Sierra Madre. El dolor en mi costado crece y ya la sangre ha empezado a manchar el asiento. Otro trago de ron humedece mi boca y adormece, poco a poco, la terquedad del ardor. Son ya pocos los kilómetros antes del valle.
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El abuelo Gildo contaba las hazañas de hombres de hierro que en un tiempo bíblico, vigilando el día, arrancaban frutos a la tierra negra. Gigantes de anchas manos que postraban una vaca tomándola por los cuernos. Muchachos macizos y silvestres que corrían descalzos en pos de las apuestas de un sábado por la tarde. De abuelas con el rostro como tallado en madera, que sabían la oración capaz de tumbar, en pleno vuelo, a las mujeres malditas causantes del mal de ojo y conjurar con un cuchillo la fuerza terrible de las culebras de agua. De inmemoriales bailes de sábado de gloria que abrían la aurora de la resurrección a balazos. De juegos de cartas y dados entre los maizales, donde el capricho de las sotas, los reyes y los caballos se entremezclaba con el aroma áspero del curado de membrillo y el dulce olor de las pacas de avena. El territorio feroz de potros indomables y la pizca de la manzana, mutó en un paraíso sin tiempo el día de tu aparición. Era una tarde amorosa de jueves en que el polvo dorado de los caminos vecinales tiñó tu pelo de un brillo extraño. Llevabas unos zapatos de charol blanco y descascarado, un ligero vestido rojo que dejaba ver las cicatrices en tus rodillas y una mirada donde se adivinaba la profundidad tranquila y verdosa del mar. Eran días en que las huellas de puma se veían en las brechas, y a las nubes —de una blancura inverosímil—, les llevaba toda una tarde desplegarse y crecer.
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Ahora vuelvo. Ahora vuelo. Vuelo en mi camioneta como las brujas que tumbara el conjuro de las abuelas. Pero el conjuro que quiso tumbar mi vuelo no fue una oración al revés, sino un canto de ráfagas desde un retén. Ya quiero llegar. Llegar. Si la herida incesante en mi costado y mis perseguidores me dejaran… En las rectas puedo ver a lo lejos sus faros de halógeno hendiendo la niebla, miradas de lobos en pos del sabor de mi sangre. Falta casi una hora para amanecer. Subo la última cuesta antes de San Antonio, y en el ángulo más agudo de una curva, sobre el camino de plata que mis faros abren en la penumbra, ocurre el milagro y apareces tú: vienes corriendo hacia mí, descalza, a través de la noche, con tus dieciséis años. Un pequeño perro blanco baila entre tus pies desnudos y tu aparición cobra, por un momento, la consistencia de lo real con la gravidez ondulante de tus pechos que brincan encabritados bajo tu blusa, desafiando las tinieblas de la muerte. Tus muslos son espadas de bronce que presagian el amanecer. Tu mirada sobre mí dura un segundo, superior al dolor, vencedora e intacta, anterior a la mole de sombras y ruedas que robaron tu vida para siempre. El chirrido de un frenazo me devuelve desde el ensueño. Abro la puerta y más allá del humo de los neumáticos quemados no hay nada. Sólo el palpitar misterioso de pinos mecidos por el viento. Hojas que caen, chicharras y el acecho paciente de algún animal.
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Miro crecer lentamente la luz. Recuerdo los incendios y las caras llenas de tizne, las mazorcas como frutos de oro, los viejos que avanzaban pese a todo bajo las nubes. Los niños que éramos, a pesar del granizo y la muerte. El espumante sudor de los potros que brotaba aún en el encierro. La dulzura de los frutos cosechados a punta de amor y desamor. Las ciudades incapaces de borrar el recuerdo amarillo de tu cuerpo como una llave. El rumor submarino de tu voz que me acompañó por siempre, llamándome para este encuentro. No veré más a San Antonio de las Alazanas. Pero tengo su olor y el tuyo como un río oculto dentro de mis venas. Mis huesos hechos de su tierra y sus árboles negros. Mía la espera junto a sus animales, a sus flores de abril, a su exquisito olor del viento entre las nopaleras. Mi silencio será el hielo que resguardará para mañana los frutos. Mis lágrimas y mi sangre, sus caudales profundos de agua.
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Ahora, mis perseguidores se han perdido. Ninguna luz a lo lejos hiende la soledad de las carreteras en pos de mis huellas. La sangre ha llegado a las botas para recordarme que estoy muy cansado. Vuelvo al mueble mojado por el rocío e intento ponerlo en marcha otra vez. Un cielo como de sangre sobre la sierra me avisa que la aurora viene.
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por la madrugada
Jetz a bé Muzquiz
Te despiertas en medio de la noche porque el ruido de una gotera clan clan clan que viene desde el baño, te ha sacado del sueño. Por supuesto que no es algo típico, nunca antes había pasado desde que llegaste a vivir a esta casa. Un lugar en donde, por cierto, has cerrado más puertas y ventanas de las que juras haber abierto. Te levantas. Cuesta poner los pies en el suelo de la habitación, pues la madera está fría, como debe ser a las 2:03 de la madrugada que marca el reloj. Es un martirio pasar la planta del pie rozando la superficie pulida en busca de tus sandalias. Es ahí cuando notas que la madera cruje y no son tus pasos. Todavía no te has apoyado sobre las tablas para ir a revisar el baño, donde el ruido de la gotera se torna cada vez más intenso, más rápido, tanto que se te figuran gruesos goterones que caen de la llave y están perforando la porcelana del lavabo. Comienzas a hacer memoria: ¿Cerraste bien el grifo después de bañarte? ¿Abriste de nuevo la llave después de lavarte los dientes para retirar los cabellos que quedaron tirados? ¿El agua de la ducha estuvo demasiado caliente como para vencer los empaques de caucho? Clan clan clan.
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Transcurren largos minutos antes de que puedas ponerte de pie. Miras por la ventana de tu cuarto, el cual está en la segunda planta de la pequeña casa que habitas desde hace año y medio. En una cuadra donde tus vecinos son, en su mayoría, personas de la tercera edad. Compruebas que afuera no se ha terminado el mundo y que la suave y tibia luz de la Luna blanquecina baña la recámara, como una tenue melodía que apenas logra trazar los contornos de los muebles. ¿En serio estás despierto? Puedes sentir tu respiración fluyendo desde los orificios de la nariz hasta tus pulmones. Con un poco de suerte serías capaz de percibir el momento exacto en el que el oxígeno llega a tu torrente sanguíneo. Hace una calma que no puedes creerla. Es lógico, entonces, que una gotera haya logrado sacarte de tu sueño. Un clan clan clan que vino a interrumpir la calma de la noche, un golpeteo que taladra en tu oído y hace eco en la soledad de tu hogar. Los pasos ajenos que escuchaste antes, han parado apenas pusiste ambos pies sobre el suelo y te paraste de la cama. ¡No tengo seis años! dices para ti en voz alta, dándote un empujón para ir a revisar el cuarto de baño y regresar lo antes posible a dormir. Miras el reloj, ya son las 2:14 de la madrugada. Sigue sonando la gotera. Clan clan clan. Das algunos pasos en dirección al cuarto de baño. Clan clan clan. Ya estás fuera del sanitario clan clan y lo único que resta por hacer es abrir la puerta. Clan clan deslizar la mano hacia la derecha de la pared, rumbo al interruptor de la luz. Descubres que ya hay una mano ahí, que se siente fría y húmeda, seguido de un susurro seco y grueso, casi tosco, ordenando “vete ya a dormir”.
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No recuerdas cómo fue o qué es exactamente lo que pasó, pero ya estás encerrado en la habitación considerando saltar por la ventana o esperar a que alumbre el Sol. No te atreves a gritar desesperado por auxilio, pues no estás seguro siquiera si hay o no alguien o algo dentro de la casa. Miras el reloj y ya son las 2:26 de la mañana. Afuera no hay señales de vida. No pasa ni un carro, no hay una sola alma que ande paseando por el empedrado de la calle. ¿A quién acudir? Al menos dentro de tu cuarto te sientes seguro. Nada te puede pasar. La puerta está cerrada, la ventana está asegurada y las cortinas corridas, permitiendo en todo momento no perder contacto visual con el mundo. Estás vestido y es cuestión de horas para que llegue la mañana y el mundo eche a andar la maquinaria que dejó suspendida en el sueño el día anterior. Si es un ladrón, entonces puede tomar lo que quiera y dejarte en paz. Pero si resulta ser cualquier otra cosa, la luz del día hará que se aleje. No pasa nada en tu santuario. Sólo intuyes que ya no regresarás a la cama, que te quedarás en vela lo que resta de la noche. No pasa nada, tenías planeado no ir a trabajar de todas formas, reportarte enfermo y quedarte todo el día en casa. Ahora meditas largamente si permanecer ahí es una buena idea. Quizá salgas a pasear para despejar tu mente. Un poco de comida ayudará. Hablar con alguien más o ir pensando en que debes cambiar de casa. 2:33 de la madrugada. ¡Son apenas las 2:33! ¿En qué momento el tiempo comenzó a correr tan lento? Descuida, te dices. El Sol saldrá antes de lo que te imaginas y no prestas importancia al fluir de los minutos.
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De pronto lo oyes. Ya no es la gotera en el baño, el clan clan hace rato que no suena. Ya no son los pasos ajenos en las maderas del suelo. Ya no es un susurro que te ordena ir a la cama, son rasguños. Claramente puedes escuchar rasguños que provienen de algún lado de la casa. Parecen lejanos, apagados, ahogados por la fragilidad, como si la superficie que estuviera siendo rasgada fuera de hielo o cristal. Te quedas parado cerca de la puerta y pones la oreja contra su cuerpo frío, concentrado en descubrir si los rechinidos vienen del cuarto de baño. Seguramente están rasgando los azulejos o algún lugar de la planta baja. Tal vez intentan llevarse los ventanales o la vajilla que tienes guardada en la alacena. No importa, los vidrios pueden reponerse y la vajilla se puede pedir de nuevo por internet. No pasa nada si te quitan algo material. Esas cosas van y vienen. No iban a ser para siempre es tu pensamiento tranquilizador. Lo único que deseas es que nadie vaya a intentar abrir la puerta. Tus ojos se quedan fijos en la perilla. ¿Deberías atrancar la puerta con algo? Quizá mover la cama sea una buena idea, pero el miedo, la ansiedad o quizá los nervios te paralizan por dentro y haces lo que el sentido común te dicta: esperar. Algo te sacude de repente. No sabes si lo que sientes resbalando por la espalda es una gota de sudor frío o es el dedo gélido de una figura que no viste entrar. ¿Habría estado todo ese tiempo observándote, escondida quizá debajo de tu cama? ¡Debiste revisar bajo la cama! ¡Estúpido, qué estúpido eres!, pero ya no es momento de reprochártelo. Giras. De un salto giras lo más rápido posible… y no ves nada. Tocas tu espalda y notas la camisa mojada. Sólo es tu sudor y te tranquilizas brevemente.
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Cierras los ojos para descansar el alma unos segundos. Miras de nuevo al reloj y ya dan las 2:47 de la mañana. Entonces pasa nuevamente. Los golpes en algún tipo de cristal se hacen cada vez más pesados, huecos y cercanos. Das unos pasos hacia el espejo que tienes en la pared y te ves a ti mismo, luchando desesperadamente por salir, golpeando una y otra vez desde el otro lado, mientras eres rodeado por una sombra tan oscura que consume y apaga la luz que toca, que se va comiendo los rayos de la Luna y el resplandor del foco. Tu reflejo sigue golpeando. Grita algo, pero es inaudible. La habitación detrás de él va desapareciendo lentamente. Sólo puedes ver cómo es consumido poco a poco, cómo va desapareciendo tu reflejo para convertirse en una sombra, una oscura sombra que es parte de la nada. De pronto el cristal empieza a cuartearse, los golpes van logrando que la resistencia ceda. El espejo estalla y la oscuridad entra a tu cuarto desde el otro espacio. El frío te provoca un espasmo. Abres la boca para gritar, pero la sombra se introduce a tu cuerpo aprovechando el momento. Caes al suelo, queriendo defenderte de algo que no tiene cuerpo, pero puedes sentir cómo te va quemando. Es un frío abrasador que te retuerce en el piso, y por más que te defiendes sólo puedes sentir la desesperación que recorre desde la punta de tus pies hasta la comisura de tus pupilas, la sangre inyectada en tus ojos y la horrenda sensación de que todo se va apagando lentamente, de querer escapar pero no tener a dónde ir, de que tus ojos se van cerrando y la oscuridad se abre paso, te consume, te llena y te destroza. Te vas apagando, sientes que te vas apagando cada vez más y más, vas cayendo en la oscuridad, todo se nubla. Te haces más pequeño,
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sientes cómo oprimen tu pecho, que las ideas que te llegan a la cabeza ya no son tuyas, tienes una serie de pensamientos bizarros, intangibles, imágenes que no guardan relación en tonos sepia y escalas de grises que, poco a poco, se van tornando oscuros. Estás ya resignado, esperando que todo termine pronto. De tus ojos no ha salido ni una sola lágrima. Cada vez peleas menos, opones menos resistencia a las fuerzas irreales que te están torturando. Te vas apagando, te conviertes en nada… y entonces despiertas. Sobresaltado, volteando a todos lados, con la respiración agitada, que te duele el paso del aire a tus pulmones aún ahogados de sueño. Das un salto y notas tus latidos acelerados, logras sentir cómo la sangre te empieza a calentar por debajo de la piel. Tocas tus brazos para darte cuenta que estás completo. Te pasas una mano que peina tu cabeza desde la frente hasta la nuca, y puedes sentir el sudor y lo húmedo que está el cuello de tu camisa de dormir. Miras el espejo intacto y puedes verte reflejado en él. Tus ojos continúan inyectados en sangre. Los vellos de tu brazo, aún erizados, avisan que tu cuerpo sigue en alerta máxima. En la habitación reina la paz, no parece una amenaza. Afuera la Luna sigue donde la dejaste antes de irte acostar. Dejas que pase la excitación. Todo parece tan sereno y quieto. No te dan ganas de levantarte a revisar debajo de la cama. “¡Todo ha sido una pesadilla!” aseguras en voz alta, entre el pánico y el alivio, mientras sonríes porque estás a salvo de toda esa estupidez que ideó tu cabeza. Miras el reloj donde dan las 2:03 de la madrugada y es entonces que, desde el cuarto de baño, te llega un sonido. Tu boca se entreabre mientras en tu oído resuena débilmente un clan clan clan.
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preludio a la belleza
Iz a Ra ng el La muerte (o la alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Jorge Luis Borges
Las doce del medio día, las calles que hace un par de minutos estaban vacías comenzaron a llenarse. Las personas forman círculos, alrededor nadie se mueve, sólo abren más y más los ojos. Sus pupilas se dilatan y apuntan con su dedo índice como si estuvieran frente a un aparador. Bola pusilánime de personas. Recuerdo ver por el retrovisor de mi auto el vestido azul con puntos amarillos, ondearse alrededor de sus piernas. Caminaba, se veía tan segura que el suelo besaba sus pasos y éste poseía esa necesidad vital por recibirlos. Reduje la velocidad para poder explorar con mayor claridad su rostro, al verla me di cuenta: ella era esa clase de cosas que te hacen desear ser humano. Sin duda, el aire la respiraba.
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Sus cabellos castaños navegaban entre el viento, dibujando ondas como en la superficie del agua; siempre me gustaron las mujeres con larga cabellera, esa que cae hasta la cintura y se te enreda en los dedos, te atrapa, para que no te vayas; pero ella, con el cabello hasta los hombros y su espalda descubierta me hicieron seguirla. Me conmovió la manera en que andaban sus manos al caminar: existía precioso —si entrecierro los ojos aún veo el ir y venir de caderas. El mundo en aquel momento estaba casi vacío, sólo un auto color marrón en el carril izquierdo se acercaba a una velocidad de infarto. Sospecho que ella sintió mi presencia, porque se detuvo frente a una cochera, giró su rostro y nuestras miradas se encontraron, fue como un choque de copas con ese sonido palpitante que te retrae a la vida. Un neumático volando, girando a mi encuentro; imposible de esquivar. El vino se abalanza, cae en picada rizando el viento para después filtrarse en la otra copa. Ahora no recuerdo bien si ella alcanzó a sonreírme, porque cuando recibí el impacto ya estaba hecha pedazos contra el portón de acero, el tórax comprimido, los intestinos y corazón expuestos, pulmones asfixiándose en plasma, mi parabrisas salpicado y trozos de nervios colgando, masa encefálica en el cofre, sus ojos casi fuera de las cuencas por la presión, las rótulas curveadas a la inversa de su posición original, las pantorrillas ceñidas por tendones a los fragmentos de muslos y sus manos embarradas reteniendo mi defensa. El auto marrón: de cabeza. Bajé de mi coche, de inmediato, como quien está a punto de perder el vuelo. Tomé aquel rostro entre mis palmas y éste se desdibujó como en un sueño.
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le sugiero enamorarse de usted
Sofía Sa ra hí Estr a d a A lf a ro
Y si se va a dormir, mija, llorando sus penares, acuéstese con los pechitos apuntando al techo, pa’ cuando el Sol aparezca de nuevo en su ventana, no la encuentre con los ojitos como si fueran tomates a medio cocer. Si el día de mañana, andando volando alto allá con las nubes, otro fulano le tira a dar y la pedrada le pega en el alma, cerquita del corazón, acuérdese que mientras no vea que las estrellas se caen de a montón, usted tiene vida y tiempo para seguir volando cuantas veces quiera. Oiga, mujer de cabellos de seda, si por las tardes la tristeza le invade por no tener a quién prepararle unas buenas migaditas, un huarachito o un picoso sope, tráigase un espejo a la cocina y póngase a atizar la lumbre. ¡Mire nomás la chulada que el reflejo tiene! Ora que si al caer el Sol, usted se queda pelando los ojos por tamaño besote que el vecino le plantó a la vecina, y se maldice por no tener la suerte de aquella mujer, voltee la mirada. Échese taco de ojo, que ese algodón de azúcar incendiándose en el cielo no se repetirá jamás y usted es testigo de tal evento.
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Escuche atenta: no permita a los metiches cambiarle sus ropas ni su facha, ándese como mejor le plazca, que a fin de cuentas el único vestido que siempre debe portar con harto orgullo es el de hija de Xochiquétzal. Mire usted, mujer danzante, mujer errante, mujer anhelante, ya nomás por no dejar y porque el espacio es corto y la tinta muy poca, cuando la noche haga presencia y la Luna sea su única y fiel compañera, permita que esos rayos de plata le bañen el cuerpo y con sus propias manos recorra ese suave camino curveado hasta quedar satisfecha.
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negocios turbios
Sar a Andrea Álva rez
Las cosas se pusieron feas. El miedo me consumía hasta los huesos, me temblaban las piernas, mis rodillas se rasparon y no sentía nada más que ese calor que se provoca al recibir un buen golpe. Nos disponíamos a volver a casa cuando se acercaron unos desconocidos al estacionamiento, buscaban a papá para hablar con él. La situación me parecía bastante normal, hasta que uno de los hombres le puso la pistola en la cabeza a mi hermana. ¿Por qué estaban tan enojados?, ¿por qué querían matar a mi hermanita? —¿Dónde vives con Isabel? —preguntaban a papá, mientras lo maltrataban y gritaban groserías. Él negaba saber a qué se referían. Los hombres, que al principio se identificaron como “policías”, ahora se identificaban como parte de un cártel. No decían otra cosa que “ya sabes por qué venimos.” Se subieron a nuestra camioneta y mamá, muy asustada, comenzó a colaborar con ellos y los dirigió a nuestro hogar. En cuanto entraron, hicieron un desastre total. En la cocina destruyeron todo aquello que había en la alacena, desde bolsas con orégano hasta paquetes de harina.
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En la habitación sacaron los cajones de ropa, tratando de encontrar algo. Se llevaron varios tenis de mi papá y algunas bolsas con el dibujo de Betty Boop de mi mamá. Yo veía lo que pasaba desde el sillón de la sala. A papá lo tenían afuera. Mamá se descuidó y olvidó vaciar el lugar donde se guarda el dinero; tomaron unos paquetes con muchos billetes y algunas joyas. Terminaron de revisar la casa y se llevaron a papá a no sé dónde. Nosotras nos quedamos vigiladas por una camioneta en la entrada. Por la mañana pudimos salir. Fuimos a buscar a mi tía para quedarnos a dormir con ella por un tiempo, mientras se arreglaban las cosas “de manera civilizada, fácil y rápida” como solía decir mi papá. En los días próximos fuimos a visitarlo a la cárcel a dejarle sus pastillas. Mamá le dio dinero a los guardias para que nos permitieran pasar a verlo. Duró seis días encerrado, hasta que mamá solucionó las cosas con los amigos de papá y habló con los jueces; aunque nos advirtieron que seguirán visitando la casa regularmente. Todavía no puedo entender cómo pudo pasar esto. Comenzó con un día bonito: el Sol brillaba mucho y el cielo tenía unas nubes que al moverse nos daban una sombra muy cómoda. Habíamos ido a comer en familia al Pollo Loco.
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faunus
A n drea Rodríg uez
Cuando observó sus ojos de vaca triste, pensó que no habría mejor vida que la de un animal: vivir, así nomás. Después sintió el acero rasgar su piel, buscando el corazón. Entonces supo que sus deseos eran más grandes que la razón.
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halo protector
José Ma rtín M o li na C a rd o na Para poder ser, he de ser otra, salir de mí, buscarme en la otra, la otra que no existe sin mí, la otra que me da plena existencia. (Octavio Paz, adaptado por Jemima Tiemposano)
Hola, me llamo Jizela Montebello y publico esto como testimonio de las penurias por las que pasamos nosotras. Mi condición, como la de todas las mujeres desde tiempos inmemoriales a la fecha, ha sido de una lucha constante por hacerme valer como una persona con capacidades iguales a las y los demás. Trabajo como acompañante de ejecutivos y tengo mi pareja a la que quiero y respeto, pues aunque algún cliente a veces solicita más tiempo e intimidad, yo sólo me recuesto a su lado y lo abrazo. Lo hago sentirse seguro, que nada le va a pasar. Soy un halo protector.
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Dicen que las madres son más a toda madre que los padres, pero no fue mi caso. El trato de mi madre me marcó para siempre y a mi padre no lo conozco, ni sé cómo se llama. Cuando estudiaba, lo primero que hacía al llegar a casa, era verme al espejo como cuando niña. El espejo te hace ver lo que eres realmente, te redescubres. Después le ayudaba a mi mamá a alzar la casa, la cocina, la recámara, en fin, todo para que me diera permiso de hacer lo que más me gusta: modelar. A mis catorce años ya quería verme como mis hermanas mayores, me miraba y me miraba ante el espejo y lo primero que veía eran unos pechos turgentes, enhiestos, con los pezones como botones de rosas a punto de reventar. Luego, mis ojos se veían a sí mismos y si fijaba mi vista, llegaba a ver mi desnudez dentro de mis pupilas, un estímulo siempre da placer. Esa es una de tantas maravillas que engendran los sentidos. A mi madre no le gustaba mi comportamiento. Cuando cumplí dieciocho, me ponía aretes y ella me los quitaba. Me pintaba, me ponía rímel, me polveaba, me pintaba las uñas… pero jamás me dejó en paz, me decía que eso no era para mí. Un día tomé una maleta con todo lo que a mi madre le disgustaba de mí y me fui de la casa para jamás volver. Quizá parezca poco lo que mi madre me hizo, pero no hay peor daño a una hija que el que no la dejen ser, por esa razón yo siempre afirmo que no tengo madre cuando me preguntan por ella. Se llama Santa Trujillo y sólo digo su nombre para que si alguien se la topa, le escupa a la cara. Es bruja en Tampamolón, San Luis Po-
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tosí y no sé por qué nací de su vientre. Para empezar, me registró como Jaime, hijo de fulano de tal, Refugio de la Cuesta. Verano 2015. La Ifigenia de Arriba, San Antonio de las Alazanas.
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el bosque de escritores
Ó s ca r Mesta
En esta nueva arboleda pareciera de lejos que todos los aquí plantados somos exactamente iguales; sin embargo, si miramos más de cerca, podemos darnos cuenta que diferenciamos mucho unos de otros tanto en tipos, tamaños y edades. Cada uno de nosotros ha pasado por diferentes procesos para llegar a este pequeño bosque donde parecemos estar más seguros que en donde estábamos antes. Apoyándonos entre todos podremos, en un futuro no muy lejano, dar una rica sombra a quien se atreva a pararse a un lado de nosotros y leer nuestros errores, cicatrices, éxitos y demás marcas que tengamos; adentrándose así en nuestras raíces, descubriendo por qué hacemos lo que hacemos. Dejando de lado el motivo o propósito que tenemos en común, hay quienes se ostentan de sus verdes y fuertes hojas, mientras hacen a un lado a sus hermanos que apenas se yerguen. Y también los hay quienes no prestan importancia a los consejos de los fuertes robles y altos abetos más experimentados, por no decir viejos, aquellos quienes buscan vernos sobresalir así como ellos lo hicieron en su momento.
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la sonrisa de sara
A r ma ndo Reyes
capítulo i el regreso a casa
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Alex, quien siempre caminaba con paso firme, hoy se ha convertido en algo más parecido a un fantasma. Ahora de coleta, desaliñado, con una chamarra tan rasgada como sus bolsillos. Sin nada qué perder, camina solitario sin una sola expresión, como si le hubieran arrancado el rostro, con su corazón en las manos, aún latiendo lentamente, aferrándose a vivir un poco más. Y yo siempre caminando a su lado.
ii
Alex llega hasta la central de autobuses que está bañada de navidad. Las puertas de cristal destellan con sus colores azules, rojos y amarillos. Un letrero de “Feliz año” le da la bienvenida, se tumba en una silla algo incómoda y espera a que el autobús llegue a la estación. A lo lejos, unas personas se abrazan amorosamente. Saca un libro de su mochila para
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que nadie lo moleste, la novela es Tokio Blues. Al leer la página pendiente, le deja algo pensativo: “Las cartas no son más que un trozo de papel. Aunque se quemen, en el corazón siempre queda lo que tiene que quedar; por más que las guardes, lo que no debe quedar desaparece”. Unos viajeros que pasan cerca de él, le sonríen, pero sólo logra esbozar una mueca; esas palabras le hieren aún más. Saca de su chaqueta una cajetilla de Marlboro, sólo quedan cinco, enciende uno. “Disculpe, joven, sólo se permite fumar en la cafetería”, le dice un guardia de seguridad, mostrando una cara de pocos amigos por tener que trabajar en día festivo. Alex se levanta tomando sus cosas. Al abrir la puerta, le sorprende una multitud que festeja el año nuevo con risas y música, gritando con algarabía. Demasiada gente feliz; pero él no. Se desliza entre ellos esquivando palmadas y abrazos de extraños. Logra encontrar un rincón apartado de los demás. La camarera del lugar, una señora de aproximadamente cincuenta años, quien en su gafete lleva el nombre de María, saca su libreta ya con pocas hojas, llena de órdenes de todo tipo. Se acerca y le ofrece la carta. Sólo le pide un café negro sin azúcar. Ella acerca un cenicero como si leyera su mente. Saca de nuevo el cigarro y lo enciende. Se recarga sobre la mesa viendo cómo se consume el cigarro poco a poco. El humo juega libre con la atmósfera, dibujando líneas y formas que le hacen recordar. En su cabeza suena Clair de Lune. De sus labios se le escapa una pregunta: “¿Porque tú y no yo?” La camarera se acerca a él, dejando la taza de café y unas cuantas galletas para acompañarlo: “Aquí tiene, joven, ¿desea algo más?” Le responde que no, encorvándose y cerrando su coraza de cristal.
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“Hace un año que no estás aquí y no he perdonado mi error” dice Alex en voz baja. Ni siquiera se esfuerza en comer alguna de esas galletas; si yo pudiera, me comería todas. El café sabe mal, lo noto en los gestos de Alex al dar el primer sorbo, quizá lo han calentado una y otra vez; pero no importa, sólo necesita saciar sus ganas de beber algo caliente. Se escucha el llamado siempre inconfundible de la señorita que anuncia las salidas de autobús: “Autobús de la ciudad de México con destino a Monterrey favor de abordar por la puerta número cinco, andén veintitrés”. Toma su celular buscando en la agenda un número al que no pensaba volver a marcar. Tardan un poco en contestar; aunque para Alex esos segundos duran una eternidad. Una voz sorprendida del otro lado de la línea. —¿Eres tú, Alex? ¿Dónde te has metido todo este tiempo? Tu madre está angustiada, te ha buscado por todas partes. —¡Lo siento! —le dice Alex tartamudeando. Diego es una de las pocas personas a las que le ha confiado sus frustraciones e incluso el por qué se fue un día sin decir nada. Él lo dejó marcharse, apoyó su decisión, no miró atrás y siguió su camino. —Voy de regreso a casa, estoy en la Ciudad de México, pero quisiera llegar primero a verte, ¿podrías recibirme como en los viejos tiempos? —le dice Alex, mientras el encargado de perforar boletos le hace una señal de que están a punto de salir. Su asiento al lado de la ventana. Siempre viaja en ese lugar, el viaje es largo y es mejor dormir; si es que puede calmar sus pesadillas aún recurrentes.
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iii
Un día yo aparecí. Soy Nati y tengo once años. Alex estaba en un rincón, con sus ojos llenos de lágrimas que caían contra el piso, una tras otra sin dejar de parar. Sentí miedo cuando vi que de sus muñecas brotaba un líquido rojo que se mezclaba con sus lágrimas. Nos dolía tanto a los dos, desde entonces no me he separado de él.
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El autobús se vuelve un secuestrador de almas viajeras que, de entre las terminales, va liberando algunas y tomando otras. Después de muchas horas el autobús se detiene en su destino: una ciudad llena de recuerdos. Alex escribe en una pequeña libreta con bocetos y frases que me encanta leer. Con un clima infernal, que al bajar del autobús la ropa se te pega al cuerpo como si fuera una capa más de tu piel; el calor sofoca tanto que no puede ser calmado por nada. Diego recibe en su celular un mensaje de Alex indicándole que ha llegado. Se apura para terminar sus pendientes en la oficina y poder ir a su encuentro. Alex y yo nos sentamos, vemos a la gente ir y venir. Desde chicos recién graduados que viajan con mochilas de explorador, lanzándose a la aventura, hasta familias buscando un escape de la rutina. Aparece Diego, camina hacia Alex, se nota inquieto; hace un año que no se ven. Lo reconoce sentado en una banca, con el pelo largo,
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la barba desaliñada, como un vagabundo. Se posa frente a mi querido Alex. Sin dejarlo de observar, levanta lentamente la mirada, sus ojos se llenan de alegría. Se dan un fuerte abrazo de esos que dicen todo, sin necesidad de palabras. Después de caminar por el estacionamiento, llegamos hasta el auto de Diego que está lleno de papeles de la oficina. Hace un poco de espacio para acomodar el equipaje. Alex deja su mochila, pero no suelta la cajetilla de Marlboro y su encendedor. Ya en el auto, Diego le observa de reojo, mientras salimos de la central. “No es el mismo”, le digo mientras viajo en la parte de atrás del auto, “parece que muere día a día de dolor, perdido, sin dibujar una sonrisa en su rostro. Era alegre, soñador, con ganas de vivir, pintando o haciendo esculturas de barro. Sus manos jamás estaban limpias, siempre tenía miles de colores, ahora se ven vacías. No ha vuelto a ser el mismo, todas las noches aún llora como los primeros días, grita una y otra vez ‘Natalia’. No volvió a desacomodar su cama, sólo se recuesta, como si fuera un objeto más, abrazando el suéter color verde. A mí me gustaba mucho, pero él nunca lo dejó, lo sujetaba siempre con mucha fuerza, aferrándose a su aroma”. El camino es lento. Observamos cómo ha evolucionado todo en tan poco tiempo. Lugares que conocía Alex, ahora cerrados o se transformaron en algo más; todo a favor de la economía. Diego detiene el auto en un antiguo café-restaurante. El lugar es lindo. Observamos los detalles de cada mesa, con flores frescas. Se nota el dulce y delicado toque femenino en cada rincón del lugar; además adecuado para poder disfrutar una buena taza de café y una buena conversación.
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—Escoge la mesa, Alex, en un momento vengo, tengo que llamar a alguien —dice Diego sacando su celular, buscando en su agenda a un cliente para cancelar la cita. Alex se sentó frente a mí. Nos traen la carta y buscamos algo en la sección de cafés fríos para calmar el calor. —Te recomiendo un Mediterráneo, si es que aún te gusta el helado de vainilla—dice Diego regresando de atender su llamada. —Está bien. ¿Aún son tu vicio? —le pregunta Alex mientras saca la cajetilla de cigarros. —La verdad trato de dejarlo, pero no puedo, debes entender el estrés por los casos difíciles —dice Diego. Titubeando, toma uno de los cigarros y lo enciende. Se quedan callados, esperando una señal para poder responder preguntas tan simples y difíciles: ¿Cómo estás? ¿Qué te pasó? ¿Qué estuviste haciendo todo este año? —Estoy bien, ya estoy mejor —le aclara Alex, poniendo fin al silencio. “Mentiroso” le grito. Siento cómo me observa o eso creo. —Si eso dices, te creo —dice Diego mirando las muñecas de Alex, cubiertas por vendajes de color negro. —Pensé que me preguntarías eso —dice Alex mientras desvía su mirada hacia un cuadro que está en la pared. Diego lo observa y recuerda que su vida es pintar. —Aún tengo las llaves —le dice Diego, sacándolas de su bolsillo. Las coloca en la mesa, mientras el helado se derrite lentamente. No ha pintado nada desde ese día, pienso. Diego le dice que su estudio está intacto, que nadie ha entrado en él desde que se fue.
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Alex le da las gracias y su corazón vuelve a sentir ese recuerdo que le orilló a marcharse. Le dice que todo está bien. Y le pide que no llame a nadie, aún no quiere que su familia sepa que está de regreso. Su rostro refleja una culpa con la que no puede cargar. A veces pienso que su corazón no lo soportará más, estallando como una granada. Por eso siempre estoy a su lado y jamás me separo de él. —No hay problema, pero cuando te lleguen a ver, te enfrentarás a muchas preguntas y distintas reacciones —dice Diego un poco autoritario, como son los hermanos mayores. Es verdad lo que le dice, pero aún no está listo, tiene que pensar las cosas.
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Diego lo lleva a su estudio, pero sólo le acompaña hasta la puerta. Al abrirla, miles de recuerdos bombardean su mente: reconoce el olor a óleo, ese reloj viejo que aún continúa funcionando, algo de polvo y el olor a flores ya marchitas; pero su aroma aún no se quiere morir, no en este momento. Da un paso más, adentrándose a sus recuerdos. “Lilas, mis favoritas”, digo mientras entro corriendo, regresando a casa. Alex llega a donde está el caballete y un cuadro a medio terminar: una sonrisa y unos ojos que lo vuelven a mirar, mientras su corazón late, crujiendo, echando a andar su maquinaria algo oxidada. Trata de imaginar que Natalia saldrá de la cocina gritando y llorando porque se le quemó la cena, intentando preparar algo nuevo.
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Quiere imaginar que está escondida debajo de la cama, para después sorprenderlo con su sonrisa. Algo lo impulsa a correr hasta la habitación, asomándose debajo de la cama esperando encontrarla, ¡pero no, ella nunca más va a estar ahí! Encuentra una caja de zapatos vieja, con fechas y manos pintadas, llena de pintura con letras en rojo, diciendo: “Te amo, Alex.” La abre lentamente, desamarrando el listón que le rodea. Empieza a mirar los pequeños recados, los mechones de cabello de ella; esa caja guarda sus recuerdos. El tesoro más preciado es su diario, donde ella escribía sus secretos, los cuales no quiso leer nunca. Toma algunas cosas: cae una de sus fotos. Vuelve a ver su sonrisa, ese rostro que alumbraba sus pasos en la oscuridad. “Era muy linda, ¿seré como ella cuando crezca?, ¿creceré?”, le pregunto a Alex mientras me recargo en su hombro. De sus labios se escapan dos palabras: “Te extraño.” Su garganta se hace un nudo. “Ella también te extraña, Alex, y te ama con todo su corazón. Siempre te observa”, le digo acercándome un poco más. Sigue contemplando la foto. No sabe si ha pasado una hora o sólo un minuto. El sueño lo vence y se queda en el piso helado, abrazando la imagen, y yo a su lado, acariciando su cabello, dando consuelo a un corazón hecho añicos, con pedazos que pasarían por el ojo de una aguja.
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tiempo compartido
A rturo Rodríg u ez Z a m a r ró n
Contemplo la habitación semioscura en donde compartimos nuestros momentos más íntimos. El gélido soplo de noviembre hace su aparición mientras se apaga el atardecer. Su débil luz rojiza se escapa presurosamente por la ventana, a través de la cual se observa un mundo distante, frío, contrastando con el que ambos habíamos construido aquí: profundo, cálido, cercano. “¡Todo ha terminado!¡Debo darme prisa en recoger mis cosas!” exclamo mientras entro al cuarto y ansiosamente empiezo a recoger, en una maleta, todos mis objetos personales. Miro de reojo las sábanas satinadas desplegándose a lo largo de la cama ubicada en el corazón del cuarto. Resbalo la mano sobre su suave superficie, aún continúa tibia por nuestra presencia hace unos momentos; en un acto inconsciente, me recuesto sobre ellas buscando residuos de tu olor corporal. ¡Aaaaaaaaahhhhhh! Desde que las compramos, en aquel almacén hace casi un año, siempre nos acogieron en su interior. En ellas nos amamos, nos entregamos entrelazados por el ardor de nuestros cuerpos insaciables. Adoro besarte larga y apasionadamente. Tus exquisitos
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labios, sentirlos, morderlos vehementemente cada día mientras siento el tibio cosquilleo de mis dedos sobre tu cuerpo. “¡Eva, te extraño!” se fugó ese sentimiento por mi boca al mirar nuestro retrato a un lado de la cama. Fue la primera vez que aceptaste salir conmigo, a escondidas, unidos por nuestro mutuo miedo a que nos descubrieran. Recuerdo ese día feliz donde ambos descubrimos que no podíamos separarnos. Son las seis, según el reloj en mi muñeca derecha; se hace tarde. Encuentro tus aretes de oro entre las almohadas, esos que te regalé, desde entonces siempre te los quitaste sólo al hacer el amor; debiste haberlos olvidado. Para ti siempre significaron tanto como un anillo de compromiso. Recuerdo todas las dulces palabras que nos dijimos al oído, las risas, las promesas mutuas. Conversando, abrazados, sobre nuestro pasado, presente y futuro. De tus ataduras y de las mías. Observo por la ventana cómo se impone la noche, ella siempre había marcado la hora de separarnos, el término de nuestro romance para cumplir el cotidiano disimulo de la vida. Es hora de irme. Meto los aretes y el retrato en la maleta; me enfilo hacia la puerta. Bajo con cuidado las escaleras. Debido a la poca luz proveniente del crepúsculo, apenas puedo distinguirlas a pesar de que muchas veces las recorrí contigo, descendiendo callados, escalón por escalón, mirando hacia la salida. Amantes convertidos en extraños. Unos más entre esta multitud inquisitoria e intolerante que nos rodea. Tú y yo atados por un pecado silencioso que reclama su sentido de pertenencia a cada momento. “¡Odio estas escaleras!” me decías mientras
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bajábamos “¿Por qué no podemos vivir juntos?” Sólo un silencio podía darte por respuesta. En la estancia encuentro tu celular tirado en el suelo, probablemente se te había caído. Lo reviso para asegurarme que aún funciona. Al encenderlo, vuelvo a leer el mensaje de texto que me enviaste en la mañana: “¡No puedo seguir así contigo! Me voy con mi esposo. Sólo te doy una oportunidad más para decidirte; lo dejas todo y te quedas conmigo. Espérame en nuestra casa más tarde. Te amo con toda el alma”. Sabía que un día, alguno de los dos, levantaría la mano para exigir más del otro, que el sueño terminaría de alguna forma. Guardo el celular en mi bolsillo. “Eva, te amo y no quiero compartirte, pero no puedo dejar mi otra vida. Ahora la casa está sola por tu partida. Te extrañaré mucho”. Entre la penumbra de la casa te dejo recostada sobre el piso. Me era difícil verte partir a costa de mi felicidad. A tu lado dejo la todavía caliente arma de fuego como tu última compañía.
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mariposas azules
Carolina Ga rcía F lo res
Una chica se sienta en el último lugar del camión. La veo cada mañana camino a la escuela, aunque ella se baja antes que yo. A su alrededor hay un halo de silencio y nunca he visto que alguien lo rompa. Comparable con un agujero negro, parece absorber la luz, la felicidad y la voz de las personas. Sin embargo, quizá tenga ciertas propiedades magnéticas, pues siento que mi vida no estará completa si no le hablo. Se bajó donde siempre, enfrente de una tienda de conveniencia. Arriesgándome a una mala nota, detuve el camión cuando ya se disponía a arrancar. No quería que me viese, aunque tampoco temí una mala reacción. Avanzamos por una colonia llena de perros en sus patios, pintura desgajándose y niños que, fingiéndose enfermos, espetaban groserías a sus pantallas y golpeaban sus mandos contra lo que tuviesen cerca. La vi dar vuelta en una esquina y adentrarse a un mercado ambulante que se pone cada miércoles. En vez de encontrar la pared de voces distintiva, me topé con un silencio más respetuoso que el de un funeral. La gente seguía con sus compras sin hacer una expresión o soltar una palabra o albur. Y ella
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iba en medio de la calle, con sus manos juntas sobre el ombligo. Por centrarme en su figura, no pude esquivar a una señora que caminaba hacia mí, como si siguiese un camino trazado por una línea invisible. Un par de monedas se cayeron del impacto; tampoco emitieron sonido. Fue la primera y única vez que dudé sobre si debía o no acercarme a ella. Su ruta terminó cerca de mi escuela, ¿por qué no se bajó en otra parada? una que le evitara el gran recorrido. Entró a uno de los jardines —el más cuidado de la calle— y antes de abrir la puerta, giró hacia mí. —¿Qué vas a querer de tomar? —preguntó. Ni ella, ni yo nos sorprendimos. Respondí que agua. Su casa era más pequeña por dentro de lo que aparentaba por fuera. En gran medida debido a las cajas de cartón que ocupaban casi todo el suelo, creando un cañón por donde ella se desplazaba. Las paredes estaban llenas de fotografías; ninguna de las personas retratadas parecían tener una relación sanguínea ni de amistad. Regresó con un vaso de agua y lo dejó en la mesa. Comencé a sentir los efectos que ella provocaba en la gente a su alrededor. Mi vista se distorsionó un poco, mis oídos zumbaron y las yemas de mis dedos no se sentían suaves. Pero no duraron más de cinco minutos. Tan pronto di el primer sorbo, ya estaba bien. Centré mi atención en ella: había sacado un libro de una mesita al lado del sofá. El título no pude leerlo bien, sólo distinguí una palabra: sentimientos. ¿Será ella la típica chica que se pregunta por qué no puede atrapar hombres? No tiene cara de preocuparse de esas cosas. —Tienes cara de llamarte Judie.
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Despegó su mirada de las letras por un instante, negó con la cabeza y aguantó un poco la risa. —Me llamo Ale. Déjame adivinar el tuyo —se mordió el labio mientras pensaba—. Algo como Carlos. —Mario —fui ahora yo quien contuvo la risa. Ambos somos igual de malos en esto. Quizá nuestros padres se equivocaron al nombrarnos. —Mario —repitió alzando una ceja—, ¿te gustan las mariposas? Me llevó a la parte de atrás de su casa. Tenía un cuarto lleno de mariposas, encerradas en una tela parecida a un mosquitero. Predominaban las de color azul. Allí pasé el resto del día: entre mariposas, pláticas extrañas, la risa que por fin paseó por sus labios, y mi extraña torpeza y nerviosismo. Los siguientes meses fueron la misma historia. Los fines de semana me inventaba cursos, clases extras, trabajos en equipo, cualquier cosa con tal de poder pasar un rato con Ale. Si nos hubiesen visto, habrían pensado que estábamos enamorados. Yo no entiendo cómo es que no me enamoré de ella. —¿Crees que las personas son como su nombre? —preguntó Ale una vez. Yo me quedé sin palabras y con la sensación del primer día recorriendo mi cabeza. Jamás había reflexionado sobre ello. Es interesante saber cómo fue la elección de tu nombre. Podría haberlo heredado por una causa noble, un milagro, una coincidencia con el calendario o por una traición. Ése es mi caso. Me llamo Mario porque, cuando mi madre fue a registrarme, estaba tan enojada con mi padre que decidió ponerme el nombre de su ex novio. Pero no el de cualquiera, sino el del sujeto que dejó en el altar para huir con mi papá.
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Está de más decir que eso le enloqueció. También ésa es la razón por la que crecí solo con mi padre, pues él se encargó de darle la golpiza de su vida a mamá. Debido a eso huyó, pero no me llevó con ella. Ésa era la última oportunidad que tenía de joderle la vida al hombre que la hizo sufrir. Y de paso jodió la mía. Papá se llama Ernesto. Le nombraron así porque mi abuela decía que todos los Ernestos del mundo tenían un buen corazón. Mamá fue un milagro de la virgen de Fátima, así que tuvo que pasar el resto de su vida agradeciéndole. —¿A ti cómo te habría gustado llamarte? —pregunté. Ale dejó su libro y se acurrucó a mi lado. Las mariposas volaban en su jaula flexible y yo me preguntaba cómo acabamos acostados en el suelo. —María —respondió con una voz delicada. Pasamos el resto de la tarde en el piso, con las mariposas sobre nuestros brazos y una oscuridad que no fue capaz de llegar a nuestras pupilas. Creo que ella pensó que la besaría. Me es difícil describir la relación que llevábamos, pero, arriesgándome a sonar como un patán, considero que nada tenía que ver con el romance. Me mareé un poco, quizá de tanto pensar en las palabras capaces de describir algo que se siente, no se ve, ni se entiende de forma abstracta. Es la sensación de estar frente a un espejo, uno que te muestra siempre lo mejor de ti. Papá me encaró esa noche, incapaz de tragarse por más tiempo mis cuentos. Le respondí sin rodeos y con menos amenazas de las que él consideraría necesarias. Esa sonrisa me asqueó, seguro pensaba sólo en el sexo.
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—Yo no voy a casa de Ale a eso, papá. Mamá tampoco iba a tu casa para eso. Luego se le metió la idea de que necesitaba conocer a esa chica. Para no exponer el desorden controlado en que Ale vivía, decidí invitarla a la casa. Ella se negó, pero aceptó a la segunda insistencia. No me dio tiempo ni de pensar que yo era un jodido egoísta. Fuimos a casa inmediatamente, y pescamos a papá con su short manchado de tierra y su camiseta interior con olor a cerveza. Se paró de golpe, extendió la mano —un gesto tan caballeroso que nunca había visto en él— y no pronunció palabra. Subimos a mi cuarto. Yo sabía que los poderes de Ale afectarían también a papá. No sé por qué me dieron una sensación de alivio, como si la humanidad de ese ser acabara de quedar confirmada. Fue casi un año después de conocerla, en mi habitación llena de basura de pre-púber, que me enteré de lo que ella podía hacer. —Mi madre siempre dijo que se trataba de un don. Ya me dirás tú dónde está el beneficio. Desde niña no necesité comida, al menos no manzanas, carne, pollo o pan. Yo me alimentaba de los sentimientos y las emociones. Vacié a mi madre de la alegría de tener a mi hermana, evité que mi padre se pudriera entre su enojo; al principio fue bueno, pues yo era niña. Mas conforme fui creciendo, mi apetito aumentó también. Así, les quité cada gramo hasta convertirlos en seres automáticos. Por eso decidí alejarme. Tan pronto recuperaron sus fuerzas, concordaron con mi decisión. —Eso no puede ser cierto, ¿cómo puedo estar yo aquí sin que me afecte? —dije con quizá demasiada rudeza. Ale se estremeció y derra-
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mó un par de lágrimas. Me sentí como una mierda y le abracé hasta que se le pasó. Será que algo en mí tampoco está bien. Quizá se deba a que siempre fui inmune a los malos tratos, a los insultos, la vergüenza y el rencor. Nadie prestó la suficiente atención para darse cuenta y menos para hacer algo al respecto. Sin embargo, jamás fui violento, ni me comporté de manera visiblemente extraña o tuve deseos suicidas. —No somos tan diferentes —respondí mientras acariciaba su cabeza. Ella tembló en mis brazos, se aferró a mi espalda y respiró como si estuviera a punto de ahogarse. Entonces sentí cómo el espejo se rompía debajo de nosotros. —Somos opuestos, Mario. Ya no tiene sentido ocultarlo —me soltó como se suelta a las mascotas que han muerto—. La gente se alimenta de ti. Si te mantienes tan calmado, tan estoico siempre, se debe a que te quitan esa ira, ese amor, antes de que logre salir de tus labios o manos. Negué con la cabeza. Ella sujetó mis muñecas y las apretó hasta doblarlas para que supiera que no estaba soñando. —Piensa en ello, Mario. Eso hice; demasiado. La ira que mi padre siempre soltaba, ¿era en realidad mi propia frustración? El amor que siempre florecía a mi alrededor, mas nunca en mí, ¿era porque me lo quitaban? La tristeza de mi corazón, ¿está en el de otra persona? Una vez le pregunté a Ale por qué tenía fotografías de gente desconocida. Ella me dijo que nadie es desconocido. Que todos sentimos de la misma forma, sufrimos de la misma forma, amamos de la misma
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forma. Todos nos conocemos, quizá más de lo que quisiéramos. Pero… si yo no tengo sentimientos, ¿significa que no soy humano? ¿Y las cajas? Recuerdo que también cuestioné su acomodo aleatorio. No llegué a comprender su respuesta hasta hoy: le hacen sentir que hay un futuro, que le falta instalarse, que está por cambiar de casa, que le falta algo por hacer y lo hará luego. Una sensación ligera de futuro, que no te asfixia, ni te hace preocuparte mucho por él; pero está allí. Me di cuenta de que formo parte de un mundo, por pequeño que sea. Aunque no sé qué significa quedarse en él. Si ella come emociones y yo las regalo, ¿qué tiene de malo que estemos juntos? Ella nunca conocerá lo que es recibir amor u odio de alguien, yo nunca sabré darlos. Sin embargo, permanece una última duda. Si yo no soy capaz de sentir, ¿qué fue lo que me llevó hasta Ale? Sólo se me ocurren dos explicaciones: la atracción magnética de la que ya sospechaba —la cual toma fuerza al ser opuestos totales— o quizá porque así no haremos daño a nadie y mi inconsciente ya lo sabía. Si ella hace daño al robar sentimientos y los demás me hacen daño al robar los míos; entonces, si ocurre entre nosotros, sufriremos menos. No logro quitarme la sensación de que eso es cruel. Bajé a la cocina. Mi padre ya estaba como antes, vociferando al presidente en la televisión. Yo recordé el nombre que Ale hubiese preferido. ¿Debería llamarme Alejandro? Nuestros destinos se hubieran enredado desde entonces. Ahora tendrían la apariencia de un montón de cuerdas incapaces de separarse. Es más fácil tirarlas a la basura, ya están viejas. Pero ella se llama Alejandra y yo me llamo Mario. ¡Ya es suficiente con las especulaciones de nombres!
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¿Habrá otras personas en el mundo como nosotros? Antes de llegar a esa respuesta, la imagen de la sonrisa de Ale anidó en mi pecho; soy incapaz de comprender su significado. Quizá nacimos para conocernos, quizá nacimos para destruirnos, quizá nacimos para cambiar el mundo, quizá nacimos para morirnos. Ale me encontró en su puerta esa noche. Estaba tan frío que pensó no me recuperaría. Le supliqué que me dejara descansar en el cuarto de las mariposas; sólo su color azul logró reanimarme. Ella aguardó en una esquina, como si estuviera ocupando el lugar de la muerte para que ésta no llegara a tocarme. —Pensé en ello —dije tan pronto mi boca dejó de tener esa consistencia de piedra mohosa—. No cambia nada el que me quede aquí por siempre o que me vaya y nunca regrese. —Cambia para mí —contestó ella. De nuevo parece hablarle a un muerto—. Eres la única persona en el mundo con la que puedo ser feliz. —Eso es lo gracioso. Yo no puedo ser feliz con nadie. No tengo motivos para quedarme. Son tus razones egoístas las que me mantienen aquí. Fui muy rudo. Lo confirmé cuando empezó a llorar. Nada se movió en mi interior, excepto por esa sensación hormigueante que guió mis pasos hace tantos meses. Le abracé. Las mariposas nos cubrieron los brazos, rodearon nuestras cinturas, besaron nuestros cabellos. Somos el recordatorio que tiene la humanidad cada cierto tiempo. Les recuerda que nuestros sentimientos condenan y liberan, matan y dan vida, son tan contradictorios que nos hacen humanos y seres despreciables. Pero los recordatorios no duran mucho tiempo, son un
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cuerpo extraño en la masa humana. Estamos destinados a desaparecer tan pronto nos encontremos. En el último segundo, fuimos curados. Ale dejó de robar y se sintió tan ligera que casi flotó en mis brazos. Y yo sentí. No fue muy agradable, pero lo mejor que ocurrió en mi vida. Entonces las mariposas regresaron a las paredes, con un trozo de nosotros entre sus alas. Atravesaron el techo e iluminaron el cielo como fuegos azules. Aún vagan por el mundo, junto con las otras mariposas con el mensaje de la vida: rojas, amarillas, verdes, naranjas…
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el jalecito
Rica rdo Ber na l
El Sol nos caía gacho. Yo manejaba el montacargas hecho veinte, mucha producción, ni chance de ir al trono daban los supervisores. Echaban rollo que era por el bien de la family, el futuro de la nación, el país, pura onda mamila. Yo al punto aburrido, pensaba en una cubeta de chelas bien fría. Miré hacia un montón de cajas llenas de loseta, un bato se acercaba. Pensé me traía agua o un chesco helodio. —¿Qué onda, mi Charly? —dijo el camarada—, ¿cómo anda el jale? —Pues aquí Peter, camellando, ni a quién mandar. —Oye, ¿a qué hora trameas? —Al ratón —dije medio agüitado. Sequé mi sudor y las tripas me gruñeron. —Te veo en el comedor, carnal, traigo una bronca y a ver si tiras esquina. Cuando fui a tragar había mucha raza, afuera del comedor morras de esmaltado botaneaban. A veces comía con ellas, se mochaban con tacos mientras veíamos pasar combis y camiones. Bajaban hecho veinte por la avenida principal.
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Alguien vino a levantar nuestra orden de botana. Me pasaba un resto esa morrita, vestida con mandil blanco, falda corta. Zapatos de tacón bajo, su peinado en trenza llegaba a la cinturita. —A mí tres huérfanos rancheros, salsa a madres y chingo de totopos —pidió Peter. —Una hamburguesa doble, rajas de chile en vinagre, doble queso, tomate y pepinillos. Oye, ¿a qué hora vas por el pan? No contestó, media vuelta y se fue a la cocina. Con la vista seguí aquella cinturita de avispa. Peter echó verbo: —Por el ferrocarril vive una ñora, hace buenos jales. Ando desesperado, bato, ninguna vieja me pela, Charly. Conocía la historia del Peter. Camellaba desde que le dieron gas en la secundaria. Jaló en ésta y aquella fábrica, ruco y sin chava, ni para caldear. Pura manuelita, estaba canijo. —¿Cómo ves? —preguntó— ¿Vamos mañana? Hoy es tiempo extra, luego a descansar. Últimamente era dobletearnos. Me calaba no ver a mis chavitas, Rosa y Juany, a la vieja como quiera. Cuando estuve en el segundo turno, llegaba tarde a casa. Por la mañana un besito a las niñas, luego le tiraban a la escuela. Por la ventana las veía alejarse, saltaban chingo de baches en la calle, mierdas de perro y periódicos. Sentía miedo al dejarlas ir. En el camino estaban morritos poniéndole al tinaco, resistol o churro. Las casas de block tenían firmas de los Punks, Jaiboleros y Drunkers. —Quién sabe, Peter —dije. La nena servía la botana—, no sé andar en esos rollos.
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Chequé mi pedido. Podía pasarles no embarraran mayonesa o mostaza, pero ¿olvidar el quesito? ¡Óigame no! Ella se llevó la hamburguesa, aparte de mi pensamiento. —Sobres, vamos —dije resignado. Peter tragaba un burrito retacado de salsa roja. La niña trajo la hamburguesa, se llevó el plato sucio de Peter, aparte de mi corazón. Cuando salimos del comedor, ella me tiró una sonrisa desde la cocina. Por la mañana, sin desayunar, fuimos al centro a surtir un listón que traía el Peter. Me dio guasa nomás leerla: tres cirios negros, incienso, medio litro de loción Siete Machos. Una estampita de san Judas Tadeo, otra del santo Niño de Atocha, un metro de listón negro. Llegamos a un changarro, esperé al Peter afuera. Mientras, tiré fila a morras que bajaban de combis y camiones. Secres, bañaditas de zapato boleado. Estudiantes, chavitas pero ya alcanzaban el timbre. “¡Adiós, chiquita!”, grité a una. Un tamarindo en la esquina me guachó, cerré pico. Morritos lavaban parabrisas, vendían chácharas y colguijes en paradas del camión. Otros tiraban paro a descargar camionetas hasta la madre de fruta y verdura. El Peter salió, le tiramos a la colonia Ferrocarrilera. Había un madral de bandas: Bonis, Rebeldes, Guerreros. Topos y Rockers eran camaradas, me harían paro en caso de pedo. El chante de la ñora: tres pisos, jardín chico y pirul grande. Sobre la banqueta un bato chemo, en su grabadora tronaba la rola Niño sin amor. Neta, saltaba chispa al ritmo del Alex Lora. Tras el barandal dos canes tiraban jiña.
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La ñora abrió el portón. Nos pasó a la sala, ahí se apalabraron ella y Peter. —Bienvenidos —dijo la bruja con voz tequilera—, se me figuraba que no venían. Vamos a darle ya, no sea el chamuco y algo salga mal, cuantimenos ahora que hay canícula. Entraron al cuarto. En un sofá estaba una morilla, según hija de la ñora. Veía una telenovela, aproveché para checar el lugar. Vírgenes, fotos del niño Fidencio, san Francisco de Asís y el papa Juan Pablo II. La telera disparaba verbo: “… especial de Selena a diez años de su partida. Afore Rubalcaba, la mejor opción para tu retiro. Especial de Soda Stereo y los Tigres del Norte. Desodorante Power for men, la esencia del hombre de hoy. Corte informativo: sin pistas del asesinato de cinco personas en una ciudad de provincia. Se presume fue un banda narco satánica. Ésta y otras noticias dentro de un hora por este mismo canal…”. Miré por la ventana. El bato de la grabadora tenía una cara extraña, ojos en blanco. Como zombi puso otra rola, comenzó a bailar. “…prendan la vela, prendan la vela, para bailar una magia negra…” Corrí al cuarto, toqué fuerte, nadie abrió. —¡Peter, carnal! —grité y el silencio respondió. En el piso y al lado de la puerta había una estatua. Bato gordo, pelón, de pancilla boluda y ombligona. Agarré al mono, con su cabeza brillosa di a la puerta, entré y se me congelaron los huevos. Mi carnal estaba encuerado. Dos batos mameyes vestían de negro, le agarraban baisas y patas. La vieja tenía un cuchillo largote y puntiagudo sobre el cuerpo de mi compa, luego chilló: —¡Qué bien, otro invitado a la fiesta, sobre él!
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Al lado de la puerta había un garrote, cuando el bato se me aventó le di en la maceta. Recordé mis jonrones de beis en la liga juvenil. El otro morro se me lanzó y lo bajé de un patín en los huérfanos. Recordé mi goliza apuntada en el torneo inter industrias de soccer. Agarré una silla, le rajé chompa a la bruja. Mi carnal estaba aturdido, lo cubrí con el mantel de la mesa y corrimos. La morrita veía el programa Los humoristas, ni nos peló cuando pasamos junto a ella. Al otro día en la fábrica, terminé mi turno. Checaba tarjeta de salida cuando alguien me habló: —Charly, discúlpame carnal. No pensé que esto pasaría. —No hay pedo, Peter —dije agüitado. Quería llegar al chante y planchar oreja. —Chido, morro, que me entiendes, carnal. Mira, sé de una ñora, vive allá por la Madrigal. Dicen que hace buenos jales y… —No, mi Peter. Paso por ahora, después nos guachamos. A ver qué onda. El silbato de la factory llamó a mi carnal, jalaría tiempo extra, para variar. Fui a la parada del camión. Ahí estaba la morrita de mis sueños y hamburguesas. Me sonrió y abordamos el camión. Nos sentamos juntos y aspiré su fresco perfume. Al Peter le esperaba otro rato de chinga. ¿Para mí? La noche aún era joven.
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las secuelas de septiembre
Ó s ca r Mesta
¡Malditas lluvias de agosto! Vociferé en mi cabeza. Llueve afuera y noventa kilómetros por hora no son suficientes para deshacerme de mis pensamientos. Mi familia me intenta seguir de cerca. No puedo manejar como quisiera. Decidí venir en mi coche por si me daban ganas de regresar antes. Estar con todos mis tíos y tías preguntando sarcásticamente el por qué seguía solo me hacía enojar y, casi siempre, retirarme antes que mis padres de esas estúpidas reuniones familiares. Pero esta vez era diferente, el fallecimiento de mi abuela me dolía, sí, pero me preocupaba más mi abuelo, necesitaba saber cómo estaba, si comía y dormía como debe ser.
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En la casa de campo caben perfectamente las seis hijas y los tres hijos de mi abuelo, con sus respectivas familias, incluyendo quizá a las novias o novios de esos primos necios que insisten en llevar a sus benditas parejas a todos lados.
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Todos estamos cómodos. Los más pequeños se divierten en los amplios campos donde mi abuelo siembra lo que come y su fabuloso café, con ese hermoso olor a sur, aunado a su sabor tan inigualable. Los medianos están fascinados con los caballos, gallinas y demás animales que tanto cuidaba la abuela. Al parecer no todo se iba a tener que vender o regalar después de su muerte. Tanta naturaleza para nosotros. Y mientras los niños siguen con la vida, todos los adultos derraman lágrimas perpetuas, quizá más llenas de hipocresía que de dolor verdadero; pero se les nota que lamentan algo, un no sé qué. Mi abuelo lo tomó muy bien y, sinceramente, la lástima no cabía en alguna lista de cosas por sentir hacia él. —Abuelo, ¿por qué no lloras? —le dije a ese viejo taciturno, sentado solitario en aquel olvidado y mullido sillón, acompañado únicamente por ese sucio vicio tan característico de él; su cigarro, fiel y único compañero. —Todos sabíamos que tarde o temprano iba a suceder, de nada me sirve llorar —respondió desinteresado, parecía estar y no, observaba atentamente a todos los que rondaban por su casa, y al mismo tiempo lucía ausente. —Pero ¿no la querías? —lo interrogué sorprendido por su indiferencia. —La quise tanto como pude. Traté siempre de hacerla feliz, dejando de lado lo que yo sentía —me dijo con la mirada perdida. —¿Acaso tú no eras feliz? Sus respuestas eran vagas y una curiosidad inmensa me abrumaba. No tenía mis razones claras, pero quería conocer los secretos que se le
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escondían entre las arrugas. Lo notó, ese viejo notaba todo, y entonces me invitó a sentarme junto a él. —¿De verdad quieres escuchar esta larga historia? —preguntó con pesadez. —Tengo tiempo, abuelo, del otro lado de la sala sólo están chillando. Pero, por favor, dame un cigarro. —Antes que nada tienes que hacerte a la idea de que esto no se trata de tu abuela, ni siquiera de mí, se trata del hombre que yo solía ser al lado de aquella mujer que conocí allá por las secuelas de septiembre. Mientras el abuelo seguía contándome su vieja historia, no podía sacarme de la cabeza esa palabra que utilizó, secuelas. En la familia, a septiembre se le tiene miedo, es el mes menos esperado; los desamores que han sufrido generaciones pasadas tienen lugar en ese momento de otoño, donde los peores retos se presentan, entran las individualidades, las mentes cerradas mueren, las relaciones se rompen y el amor termina; pero cuando las lunas de octubre se aproximan, se sienten como una nueva esperanza.
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Centrémonos en aquel vago septiembre del 1946. Alejandro lo describe con una nostalgia palpable en su voz, paciente lo escucho, pero sigue sin importarme del todo. Lilian abría la puerta del café mientras sus amigas se acercaban por detrás de ella haciendo un alboroto. Entre risas y empujones la vio con ese semblante tan propio de ella, segura de sí misma, alegre y al mismo tiempo con el talante serio: simplemente perfecta.
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Antonio, su viejo amigo de toda la vida, al notar la distracción en la que se encontraba mi abuelo, le invitó a continuar con su partida de ajedrez, preguntándole que qué tanto le veía a esa mujer. Mi abuelo, quien lo adoraba y consideraba el más interesante de todos los juegos de mesa, quien había leído infinidad de libros sobre el mismo, muy molesto le dio un par de toques a su cigarro y en pocos movimientos derrotó a su entrometido rival. Lo único que quería era seguir viendo a aquella mujer que al entrar por esa puerta le hizo suspirar y desear conocerla lo más pronto posible. Sin embargo, ensimismado en sus pensamientos no pudo pararse, no pudo articular palabra alguna, ni siquiera responder a las preguntas incesantes de su amigo. Quería ir a donde ella y presentarse, pero no sabía cómo iba a reaccionar, le preocupaba lo que sus amigas dijeran de él al irse de su mesa, cosa que nunca le había pasado antes, en épocas anteriores, mejores épocas. Si Alejandro llegaba a ver a una mujer que le llamara la atención, iba hacia a ella y hacia lo necesario para que esa misma noche, esa mujer terminara en su cama. Era impresionante cómo las envolvía en una plática ni tan simple ni tan complicada, lo suficientemente interesante para mantenerlas escuchando atentas y sonriendo como babosas ante tal encanto. Todas caían, tarde o temprano, pero lo hacían; terminaban enamorándose de ese hombre que las hacía sentir únicas, especiales, aunque sólo fuera por unos días. Antonio le tronó los dedos justo en frente. —¿Qué te pasa hoy, cabrón? —le dijo en tono exasperado. Alejandro lo había estado ignorando toda la tarde.
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—Lo siento, no estoy de ánimo, parece que tengo la cabeza en otra parte. Alejandro se oía distante, serio, como pocas veces se le veía. —Sí, me doy cuenta, te mueres por perderte entre las piernas de esa chica, ¿no? —le dijo Antonio entre risas. Lo curioso era que hasta ahora, el sexo no había pasado por la cabeza de Alejandro. Por más extraño que eso resultara, se perdió en sus ojos y sus cabellos, no en ese vestido blanco con bolitas negras que delineaban a la perfección su cintura, sus caderas, sus hermosos senos. En cómo la falda ondeaba dejando al descubierto sus piernas bronceadas. También en el labial rojo que llevaba y la forma en que mordía sus labios repetidamente; le causo tanto interés que le incitaban a querer morderlos también. —¡No puede ser, güey! Estás babeando —le dijo su amigo, poniéndole una servilleta debajo de la barbilla, burlándose. —No es sólo eso, caa… es algo que no había visto en ninguna otra. Apenas terminó su frase y Antonio se echó a reír. —¡No chingues, caa! Es la primera vez que la ves y, la verdad, esas son mamadas. Sólo tienes ganas de cogértela —le dijo en un tono entre burlesco y serio. Alejandro trató de convencerse a sí mismo de que las palabras de su amigo eran ciertas, de que aquella muchacha era igual a las otras. Sólo no era de por aquí y eso, extrañamente, la hacía tan diferente, hermosa, cogible. En fin, hacía rato que no tenía unas buenas tetas desnudas entre sus manos, más o menos desde que su última novia lo dejó. No significa que aquella ruptura le hubiera afectado demasiado, pues en la
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cuarta vez que rompieron, dejó de sentir por ella lo que había sentido después de aquel primer beso. Él la amaba o, al menos, lo hizo durante el tiempo en el que sus enfermizos celos, sus berrinches y sus exigencias simplemente no existían. De todas formas, esa relación lo había dejado tan cansado de las mujeres y las emociones. Intentó deshacerse de ella cuando sintió que ya no la quería, pero ella regresó una y otra vez. Desde ese entonces empezó a dudar de su capacidad para rechazar mujeres, para hacerlas huir de él, alejarlas de la maldad que él mismo se inventaba tener únicamente para que corrieran a los brazos de otro hombre y a él lo dejaran en paz. Así como ahora dudaba de su capacidad para atraer a las buenas, aquellas por las que valía la pena sufrir.
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Era el segundo día y nadie se iba, tristemente. Mi abuelo parecía un completo gruñón cuando sus hijos se le acercaban a preguntarle por su estado de ánimo. Él me buscaba, mientras que a mí no dejaban de llegarme mensajes del trabajo. Hoy, él quiso continuar con su historia. Para ello me invitó a caminar por la orilla del arroyo, lo cual se me hizo extraño, pues siempre había preferido ir solo. Al viejo le encantaba la naturaleza y, a sus años, parecía moverse mejor que yo.
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la casa de los abuelos
Ray mundo Mend oz a A r red o nd o Me puse a recordar. Aquella infancia... Infancia tan ajena... Infancia. ¿Viva, muerta? Viva y muerta. Por eso, conmovido, yo la evoco. Jorge Guillén
Veinticinco años después regresaron los recuerdos, borrosos como un sueño. Fue una mañana de julio mientras regaba las plantas. Aromas a tierra mojada, papel húmedo y adobe, me proporcionaron una combinación de sensaciones olfativas que se convirtieron en imágenes tangibles. En la planta baja estaba la bodega desde donde venía aquel aroma. Una vieja construcción, parte tierra, parte ladrillo, que se humedecía por el salitre que trasmina desde siempre, al menos así lo recuerdo: húmedo, agridulce. Ahí se encontraba el papel estraza, como en aquella época; organizado en decenas de pacas de papel, aglutinadas una sobre otra, cada una de ellas con cientos de hojas y en toda la bodega millares. Recuerdo que
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jugábamos y corríamos sobre ellas como si fueran montañas. Saltábamos de una paca a otra. Pareciera, al menos en el recuerdo, que fueran años los que viví en esa bodega, imaginando hazañas, aventuras y demás fantasías. Saliendo de la bodega íbamos a la casa contigua. Al entrar por la puerta de la cochera ya se percibía un tremendo olor majestuoso a tortillas de harina integral y café de olla. El olfatear esta mezcla resultaba algo prodigioso, celestial. Apenas recorríamos algunos metros el olor se incrementaba, la boca empezaba a salivar. Llegando a la puerta del comedor se sumaba un olor más ¡los frijoles! Era fulminante, imposible no caminar hacia la cocina y sentarse a esperar aquel plato repleto de este manjar. La taza de café negro y, junto a nuestros platillos, un secador muy grande sobre el cual iban cayendo las montañas de tortillas, una a una iban llegando y era corto su lapso de vida. Ahí escuché muchas pláticas, pero no recuerdo de qué se hablaba, no sé siquiera si era importante. Recuerdo a un hombre obeso, imponente, amable y de entradas prominentes, sentado junto a la pared, era la cabeza de casa. Apostado como un jefe de la mafia italiana en el rincón importante; aunque no recibía cuantiosas cantidades de dinero, sólo tortillas, como nosotros, quizás un poco más. A un costado, junto a la estufa blanca y antigua estaba su esposa, una mujer delgada, muy delgada. Siempre la vi anciana, callada y de brazos cruzados y al parecer no hablaba mucho, pero hacía de la cocina un espacio notable. Así recuerdo que llenábamos nuestras panzas y luego salíamos a distribuir papel estraza y bolsas de camiseta por las tortillerías, fruterías y tiendas de abarrotes de los barrios de la periferia de Saltillo. Es extraño: no recuerdo palabras, sólo aromas.
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el pájaro secreto
Edg ar Va ldés
Después de cuatro semanas se tuvo la suficiente confianza para volver a conectar el brazo artificial, y aún para usarlo en algunas tareas cotidianas. Había sido calibrado cuidadosamente, pero aún le parecía demasiado perfecto y una levedad minúscula le desconcertaba. Pasaba largos minutos contemplando el nacarado brillo que lo cubría del codo a la punta de los dedos y que había pedido con especial insistencia, renegando de la intachable piel artificial que incluso se erizaba con el frío y el amor. No era el primero con semejante virtuosismo de la cirugía. Él mismo llevaba desde niño un ojo electrónico que apenas se notaba; pero su brazo derecho, destrozado sin piedad como un caracol bajo las botas, había sido diferente. Esta vez no era una mera anomalía, un íntimo secreto. Era una pieza externa, visible, una impostura que revelaba su condición de futuro artefacto. Dieron las cuatro y se levantó del mullido asiento que rechinó antes de soltarlo. Fue directo al dispensador de comida para aves y con su mano falsa tomó un puñado de gránulos rojizos. El cosquilleo de peque-
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ños elementos viajaba desde la palma hasta su cerebro, que reconocía la dureza de cada uno de ellos. Después de cerrar y abrir los ojos con lentitud, se acercó a la enorme jaula del pájaro escondido. Cuarenta metros cuadrados de selva en casa y humedad adherida a las paredes. Verde luz y negros espacios donde el pájaro escondía su rutina. Jamás había cantado ni emitido algún sonido, extraño defecto que lo hacía único, que lo justificaba. Era el último de una vasta colección de animales emplumados, y cada uno fue cayendo hacia el cansancio y la muerte, como llenando un viejo pozo de nieve y hojarasca. Cuando el hombre llegó al centro de la habitación, bajó la vista que había estado recorriendo las esquinas. Imperceptible para el mundo, su ojo electrónico emitía un débil sonido que resonaba sólo en su cabeza. Miró su mano derecha, que seguía siendo un puño inmejorable. Al vaciar el alimento y quedar extendida, pudo ver las líneas que la atravesaban. La perfección de aquellas líneas, que fueron suyas, le pareció repugnante. Aquel brazo se insertaba en el mundo y de cierta forma lo contaminaba. Se sentía mareado y denso, como si tuviera un pie dentro de un sueño. No alcanzó a escuchar el revoloteo que surgía desde una esquina. La sangre le llegó de golpe a las sienes y el chirrido del ojo se hizo perceptible. Abrió la única ventana, que era enorme, un viento pálido y repentino azotó la estructura que se desplegó, inmensa. Rápida y confusa, una pequeña mancha multicolor se lanzó hacia la ventana. Asombrado por un mundo que se alzaba de pronto, el hombre se giró, abrió la mano derecha que brillaba nacarada y en un instante, feliz y terrible al mismo tiempo, atrapó al pájaro que crujió entre sus dedos.
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El mundo entero fue entonces una esfera de silencio, una mancha gris. Al fin, el hombre fue respirando más despacio. Al distender la mano, un arcoíris de plumas y cristal molido se esparció a sus pies. Un hermoso sonido de vida, de selva y aventura fue llenando todos los espacios. El golpe había activado un mecanismo dormido y la única pieza intacta entre sus dedos, una cabeza de pájaro con cables y parpadeantes circuitos adheridos, ahora estaba cantando.
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fueron cenizas
Jetza bé Muzqu i z
Nomás Por joder Yo voy A resucitar De entre Los Vivos. Efraín Huerta
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Años después del encuentro conmigo misma, la cicatriz sigue ardiendo. No se trata de algo simbólico, de verdad tengo una cicatriz, algo físico que me llevé de mi encuentro conmigo. Tampoco estoy hablando de metafísica o de algo espiritual. Cuando lo cuento nadie me puede creer, pero hubo una noche en la que, caminando por la calle, yo misma pude verme. Un cuerpo físico. No un clon. No un espejo. No algún ho-
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lograma. Era yo. Puedo jurar que era yo y que la marca que dejó en mi abdomen fue más un regalo que el resultado de una agresión. Pero vamos a retroceder un poco en el tiempo. Ustedes más que nadie deben saberlo y sólo entonces podrán juzgar el grado de cordura de la situación. Por más que he buscado a expertos y he consultado con gente de todos los extremos, no he dado con algún caso similar a lo que me sucedió, más que en la literatura y los cuentos de fantasía. No soy un personaje literario, pero agradezco mucho que las letras me brinden el consuelo para no pensar que perdí totalmente la cabeza y que aquella noche no sucedió.
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Mi nombre es Ximena. Tengo la edad suficiente para decir que soy una joven que rehúsa aún encajar en la vida adulta. No obstante, debí hacerlo por diferentes cuestiones, la principal de ellas mi familia. Abandoné mis intenciones de estudiar artes —“te vas a morir de hambre”— para entrar a la Facultad de Medicina. Fue así como terminé trabajando en el hospital San Ángel en turnos de veinticuatro por cuarenta y ocho (trabajar un día entero por dos de descanso). Es aquí donde debería decir “¡hey, no me quejo! Ganaba un buen sueldo, podía pagarme una renta decente de una casa semiamueblada y tenía todas las prestaciones de ley”, pero definitivamente me quejaba de todo: de las guardias, de los pacientes, del hospital, de mi vida en general que iba en un tren con una sola dirección y siempre avanzando en línea recta, sentada en un asiento que yo no había querido con un destino que me fue señalado por la mano de alguien que ni siquiera me caía bien.
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Lo peor era que durante el viaje, mirando por la ventana, podía ver a las personas que sonreían mientras enfrentaban las cosas más difíciles que se puedan imaginar: había quienes luchaban con enormes rocas que cobraban vida, otros trepaban hasta la cima de un árbol donde encontraban más raíces plantadas en las nubes que pertenecían a más árboles que escalar. En definitiva a quienes más envidiaba era a quienes iban maravillándose con todo lo que descubrían, aquellos que, caminando en medio del bosque o por un desierto sombrío, no les temblaba el coraje para dar el siguiente paso, abrazando siempre lo desconocido, aceptando que sólo lo incierto era la única verdad que traía consigo el futuro. Entonces yo me agarraba los cabellos, colocaba la cabeza contra mis piernas y daba un grito que nacía en mi estómago y se ahogaba en mi garganta para llegar ya silenciado a mi boca.
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La noche en que sucedió flotaba un aire irreal en el ambiente. Tonos violetas, morados y magentas pintaban una ciudad dormida, dibujando los contornos de edificios vacíos, habitados pero vacíos, y repitiendo un patrón de ventanas, calles, alcantarillas, callejones, vitrales, autos, pero nunca otra persona en la acera. El único hilo que me devolvía a la realidad era la blanca luz artificial que nacía de las farolas dispuestas por toda la banqueta, las cuales se extendían en un curioso loop infinito hasta el horizonte. No recordaba que la ciudad fuera así, pero di por hecho que los efectos de haber
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respirado tantos fármacos —me tocó el inventario de la bodega ese día— sumado al agotamiento, me estaban jugando una mala broma en la visión y la percepción del espacio. No había estrellas en el cielo ¿alguna vez las hubo? y cada que ponía mi vista en el cielo era como si los edificios se abalanzaran sobre mí, amenazando con caerme encima y enterrarme bajo un mar de escombros y toneladas de materiales que asegurarían mi muerte casi instantánea y una labor ardua para cualquier equipo de rescatistas que intentaran recuperar mi cuerpo. Extraña y silenciosa se extendía ante mí la calle. Luego de dejar atrás por varias cuadras el hospital, empecé a notar lo frío del clima. Después de algunas calles, mis dientes comenzaron a dolerme de tanto ir apretando la mandíbula debido a las bajas temperaturas. No llovía, pero sentí que en cualquier momento comenzaría el diluvio. La atmósfera era tensa. Buscaba alguna otra cara donde refugiar mi miedo, pero las banquetas estaban solas. De forma esporádica me llegaban al oído los sonidos entrecortados de algún programa televisivo, entonces me imaginaba a las familias sentadas en un sofá grande en la pieza principal de sus departamentos, conviviendo todos reunidos a la luz del aparato. Entonces recordaba mi propia experiencia cuando, siendo aún una niña e hija única de mis padres, nos sentábamos junto a la televisión cada noche, a mirar alguna película recién rentada de los llamados “estrenos”, entonces mamá —aún no afectada por la ceguera que llegó junto con la diabetes— se maravillaba con el despliegue de efectos especiales y las actuaciones. Me vino a la mente, con un aire de amargura, cómo señalaba a los
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protagonistas cuando éstos interpretaban a algún doctor: “Mira, algún día podrás llevar esa bata blanca y sacarnos a tu papá y a mí de pobres, mijita.” Si yo en aquél entonces hubiera tenido una pizca de comprensión, habría mandado por un tubo esas palabras, pero dejé que la vorágine me arrastrara hasta escupirme en esta inmensa y gris realidad, mi realidad. Poco antes de la medianoche, convencida de que ningún taxi iba a aparecer, decidí aventurarme a caminar hasta mi hogar. Aún gozaba de un fondo físico envidiable y, seguramente, la caminata me serviría para ir repasando las labores que al día siguiente tendría que completar. Generalmente la vida se me escurría en completar pendientes, hacer los cálculos para los gastos de la casa, ayuda a mis padres, una pequeña porción para mis antojos y el resto para atesorarlo bajo la gran palabra que mi padre casi me tatuó en la frente a lo largo de los años que compartimos techo: ahorrar.
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A mitad del camino rumbo a mi casa, repasando profundamente sobre la vida que tenía que solucionar al día siguiente, me encontré perdida en medio de calles que no recordaba. Ahora las lámparas comenzaban a fallar y, de forma intermitente, alguna prendía más allá de su voltaje normal. Ora otra se apagaba, y otra y otra hasta dejar una sección de la banqueta demasiado oscura para poder distinguir nada. Juraría que fue durante una de esas intermitencias que vislumbré mi sombra, alargada y oscura, proyectada contra una pared de ladrillos
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púrpuras, con la singularidad que a la altura de la cabeza, justo donde se localizan los ojos, la luz atravesaba sobre las dos cuencas y, de vez en cuando, mi sombra me regresaba una mirada de recelo. Pude haber interpretado que era una advertencia y que intentaba frenarme, pero estaba demasiado asustada y a punto de emitir un grito. No obstante, en un fugaz parpadeo todo regresó a la normalidad. Busqué por todos lados deseando encontrar algo que verdaderamente no quería encontrar, ya fuera mi sombra, otra persona caminando por ahí, alguna indicación de que había llegado a otra ciudad o cualquier indicio que me devolviera al mundo conocido. Cuando las farolas se apagaron en su totalidad fue cuando pude ver con claridad que el cielo sí tenía estrellas. Es curioso, brillaban tan amenamente, como si nadie nunca las hubiera extrañado. La luz artificial de la ciudad y sus farolas de led nos habían arrancado de nuestras cabezas el cielo bañado de aquellos astros luminosos. “Son estelas que nos dejan quienes ya pasaron antes que nosotros por aquí, señales para seguirlas hacía la tierra donde habita lo que es, lo que fue y lo que pronto podrá ser” recitaba aquél enunciado de una canción de mi banda favorita y, poco a poco, iba olvidándome del extraño episodio con las luces intermitentes y la proyección de mi sombra.
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La noche me fue atrapando cada vez más. Caí en la cuenta que el sueño me mataba, pero seguía caminando como si mi alma ya hubiera abandonado mi cuerpo y éste sólo se encargara de su mecánico movimiento
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por la mera inercia de que fue la última orden que se quedó grabada en el cerebro antes de desconectar la conciencia. El encuentro ocurrió minutos después de que comencé a escuchar unos ligeros ecos de pisadas. Al principio creí que se trataban de mis propios pasos, pero caí en la cuenta de mi error cuando empecé a dar zancadas irregulares y el eco seguía su marcha monótona y sistemática. La figura no vino de atrás de mí, sino que apareció delante y de manera inesperada. De pies a cabeza, como si mi visión fuera un poderoso escáner, registré a la mujer que apareció delante, vistiendo una bata de laboratorio manchada con lo que parecían ser óleos de diferentes colores. Estoy segura que aquella persona olía al viejo jardín donde tantas veces jugué con mis muñecas a ser pirata o astronauta, tenía una fragancia a días pasados, días más felices que los actuales. No obstante, el aroma se mezclaba con una profunda tristeza, como si un deseo de alcanzar viejas glorias se fuera consumiendo a cada respiro. Su cara. No voy a olvidar jamás el rostro que tenía delante de mí. Me descubrí en ella. Era mi viva imagen, pero en sus facciones rondaba una muerte real —he convivido demasiado tiempo con la muerte como para saber de qué forma luce— y, viéndola a los ojos, descubrí que no existía reflejo alguno dentro de ellos. Aquella no-yo me perforó con su presencia. Sin decir alguna sola palabra, entendí perfectamente quién era. La Ximena de los sueños rotos y de la vida fracasada. ¿Venía ahora para recriminarme las glorias desperdiciadas? Yo lo hubiera hecho, yo me hubiera desgarrado la garganta para gritar todas aquellas verdades que por la noche no me dejaban dormir.
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Recordé la imagen del tren, de las visiones desde la ventana y sentí que, demasiado tiempo había sido desperdiciado ya por mí en un viaje sin sentido, permaneciendo siempre anclada a un lugar mientras lo real estaba al otro lado de un muro invisible que muchas otras manos levantaron alrededor mío. Miré a mi no-yo fijamente. Estaba esperando no sé bien qué. Las estrellas observaban el encuentro entre nosotras. ¿Quién de las dos estaba más muerta? Las imágenes de los días en el hospital, trabajando de sol a sol, las noches matándome, estudiando para algún examen, una vida de sueños reprimidos y caminos truncados “porque así es mejor para ti” me comenzaron a intoxicar. Lentamente sentí el sabor de un veneno que recorría mis venas y me inyectaba un odio detrás de los ojos. Y frente a mí estaba mi no-yo, esa figura extraña que me había hecho entender todo lo que hasta este punto había dejado a un lado por encajar perfectamente en la vida que todos me sugirieron, todos menos yo. Cuando me di cuenta, sujetaba ya en una mano el bisturí y me acercaba amenazante a la figura inmóvil de la Ximena que apareció delante de mí. Todo fue muy rápido: el primer corte, la sensación de hundir el metal helado en el otro cuerpo, después una enorme confusión, alguien gritando desde el otro lado de la banqueta —¿fue acaso mi propio grito?—, un lento fluir que venía desde mi costado, algo similar a sangre coagulada resbalando por una herida recién infringida y las luces de las farolas brillando ahora en tonos carmesí y amarillos, para terminar en
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un verde intenso que se ahogó en un rápido despegue al cielo hasta que, lentamente, la luz blanquecina y artificial de los ledes regresó paulatinamente, apagando las estrellas, nublando mi vista, saturando poco a poco todo con su resplandor hasta que ya no hubo ni formas, ni colores, ni conciencia en mí.
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Dicen que quizá me asaltaron. Conservo la publicación del periódico donde explican cómo paramédicos me recogieron con una herida por arma punzocortante en el costado izquierdo de mi abdomen, una lesión de unos nueve centímetros de largo por dos de profundidad. La policía me entrevistó varias veces, pues yo declaré no recordar nada de un asalto. No fue sino hasta dos días después de lo ocurrido que expliqué lo de la extraña aparición. “Usted sufrió un trauma muy grande, señorita, distorsiona la realidad para no tener que pensar en el evento de su ataque.” ¡Al diablo! Yo sabía perfectamente lo que había ocurrido, así como sabía que el golpe lo asesté yo y que tiré a matar, con todo mi conocimiento anatómico, contra la Ximena que salió de la nada, la que en ningún momento opuso resistencia. Entonces ¿quién de las dos murió? Esa pregunta la descubrí a las pocas semanas, cuando por fin tuve el valor de matricularme en la carrera de artes visuales. No abandoné el ejercicio de medicina del todo, pues abrí un modesto consultorio en un pequeño local que renté con los dichosos ahorros (Gracias, papá) y, aunque la paga es algo menor a la que recibía en el hospital, soy dueña de mi tiempo.
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A mis padres conté que la inseguridad me había llevado a renunciar, presa del pánico de que otro ataque pudiera registrarse en mi camino a casa, pero aún vivo imaginando la cara que van a poner cuando vean que anexé al consultorio un estudio donde trabajo en las tareas para la universidad. Por último, exactamente un año después del encuentro conmigo tuve un sueño donde veía, ahora desde afuera, el mismo tren en el que viajaba, atestiguando con gran gozo cómo se descarrilaba para después ser envuelto en llamas que, en cuestión de minutos, redujeron los vagones a cenizas, las cuales tuve el placer de soplar para esparcirlas en el viento.
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escribir en un deseo
Aurora de Jesú s A lva ra d o C ed i llo
Recordé de pronto aquel momento en casa de mamá; la máquina de escribir. Por muchos años había permanecido entre el polvo y el olvido. Una Royal, era de papá. De las últimas que salieron. Las máquinas pesadas de teclas duras. Las que se necesita teclear con fuerza. La usaba para realizar mis tareas de secundaria: llenaba las cuartillas con poesía de Gabriela Brimmer y frases célebres de distintos filósofos. Mecanografiaba ejercicios con grupos de letras para memorizar la posición de las teclas. La usé mucho hasta terminar mi carrera. Estuvo en el cuarto que, poco a poco, se fue convirtiendo en el lugar donde se almacenan las cosas viejas, con su polvo característico adherido, como en el tocadiscos, los papeles apilados, los libros viejos de la escuela, la ropa polvorienta, los roperos; todas esas cosas que fueron a parar ahí, con ese olor, el que se percibe al entrar al lugar de los tiliches. Un día, entró Clarita con mamá Lena. Yo ya estaba allí buscando no sé qué cosa. Noté a Clarita emocionada al ver la máquina y empezó a teclear. Mamá Lena parecía no escucharla. Clarita estaba fascinada escribiendo que, cuando llegó al tope el espaciador de la máquina, se
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activó la campana en señal de deslizar el carro para el siguiente renglón. “¡Qué padre!” gritó Clarita, con una voz llena de júbilo. Ahora me doy cuenta de que aquel montón de vejestorios tenían un solo dueño y pasaron a ser objetos de deseo. Ese día, al momento de escuchar el tlín de la campana, removió algo dentro de mí que me transportó muchos años atrás. Seguí meditando en medio de todas esas cosas y pensé que esa máquina ya estaba guardada entre los cachivaches. Sin embargo, de ser un simple artefacto, se había convertido en algo más que importante y anhelada. Me convencí que por la mente de mamá Lena, no figuró tan siquiera que tal objeto me pudiera ayudar a plasmar con palabras los renglones de imágenes, memorias y recuerdos de aquellos años. De todas esas ideas que pasan por el pensamiento y que ya no quieren estar ahí. Del colocar letra por letra y decir lo que las cosas poseen. Como la finura de sus formas, las texturas, hasta lo grotesco. Detallar los sentimientos que el ser humano puede sentir. Aquéllas que conforman una frase, una estrofa, incluso historias para decir algo. Fue entonces cuando mi mente vio el destino de esa máquina, más cerca que en ese lugar de polvo y telarañas. Traté de ver la forma de conseguirlo, sólo por una razón más fuerte. Duré varios días dándole vueltas. Desentrañé los pensamientos hasta confirmar lo que mamá Lena no podría entender. Que el escribir en la máquina fuera algo así como una comunión con mi padre. Con las cosas de él y lo que trató de expresar en los momentos de usarla. Una especie de fusionar aquello que descubría en mi interior con aquello que sus manos tocaron. Su esencia que pudo haber quedado ahí. Pero me era tan difícil decirle a ella.
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Vi un error en el seguir manteniéndola ahí arrumbada, empolvándose más, sin un lugar especial. El seguir formando parte de esas cosas en desuso con una inutilidad forzada. Algo se me fue revelando hasta que se clarificó completamente. El poder escuchar los sonidos de las teclas al usarla, significó más allá de una explicación objetiva. Sería el resonar de los recuerdos, sería el que pudiese revivirlo a él. La imaginación me bastaba para creer que los sonidos emitidos eran los recuerdos de mi padre. No fue tan difícil como creía. Los obstáculos estuvieron sólo en mi cabeza. Logré obtenerla. Y sentí, al usar la máquina y al escuchar el sonido de las teclas, que el que escribía era él. Ahora, después de un tiempo, miro la máquina como una imagen fuerte y poderosa, que perfila los caminos de mis propios deseos, que busco en cada letra de todas las palabras.
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letargo
M aría Virg inia So lí s
Hoy a las cinco todo es calma en mi habitación, un tenue rayo de Luna se cuela por las cortinas en un vaivén hipnotizante, en total contraste con mi agitada mente y trémulo corazón. Mis manos escriben torpemente para ahuyentar a los fantasmas, para dibujarlos y así hacer que parezcan menos terribles. Abro mi cabeza y dejo volar todos los pensamientos que estallan como chispas o fuegos pirotécnicos. La contemplo vacía por completo, agotada y exhausta; algunas veces siento que hay tanto dentro que es como llevar una carreta cargada sobre mis hombros, un tren de carga cuesta arriba. Ya no puedo contener más. Rasgo mi pecho y dejo expuesto el corazón por tanto tiempo callado en frías profundidades. Rompo las cadenas que lo atan y lo dejo salir a la luz, irradiando todos los colores del arcoíris, vivo, consumiéndose en vibrantes flamas doradas, antes de extinguirse y convertirse en nada. Desbloqueo mi garganta y libero todos sus pájaros, que entonan los más hermosos cantos, bailan con la noche, alaban a la lluvia y mueren al salir el Sol.
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Despliego todos mis sentidos. Aspiro las fragancias del mundo y el excitante perfume de la vida. Decido ver sólo lo bueno y contemplo sus maravillas. Saboreo el dulce aroma de las flores y siento la embriagante calidez de una tarde soleada. Ordeno a mis manos que me pinten un cielo donde tejo estrellas y creo tormentas. Pido a mis pies que me lleven a mil lugares, que conozcan la textura de todas las arenas del mundo, que se sumerjan a través de las épocas y se pierdan en caminos nunca andados. De repente caigo al mundo y me doy cuenta que hoy a las cinco todo sigue igual. Los fantasmas se han ido y mi corazón es más ligero; en la penumbra, a través del espejo, logro ver mis ojos reflejando esperanza. Hoy a las cinco, al fin vuelvo a respirar.
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infierno
/ cielo / viceversa
Á n gel C ua ndón Ló p ez Pa r ra
“¡Levántate, cabrón!” fue el grito de guerra que me despertó con tanta inquietud ese día en la oscuridad de mi habitación. Involuntariamente, abrí los ojos. Nueve de mayo: marcaba el calendario. “¿Qué hora es?”, alcancé a preguntar al tiempo que los cerraba una vez más. La soledad me respondió, por supuesto no escuché palabra alguna. El repetitivo cacarear de las gallinas y el incesante, por lo general doloroso, canto del gallo, hacían eco una y otra vez en mi cabeza. Al sentirme derrotado por el inicio de un nuevo día no tuve más remedio que ponerme de pie. Miré mi cama: un viejo colchón con algunos alambres expuestos, las sábanas en el suelo, no había almohadas, en fin, vacía “como mi vida” susurré. Llevaba ya doscientos trece días despertando solo, probablemente eran más días, o tal vez menos, había perdido la cuenta; o quizá la cordura, no lo sé. Como cada mañana, una horda de preguntas tomó posesión de mi mente, por qué me sigo sintiendo culpable, dónde estará, qué estará haciendo, por qué la gente, o al menos la mayoría, ama a Hidalgo y odia a Santa Anna. Aquel despertar en específico tenía una duda que
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me importunaba más que otras: ¿De quién era la voz que interrumpió mi sueño? Al salir de bañarme me sentí más ligero, veintiún gramos menos probablemente. Tardé en reaccionar, pero me di cuenta que en realidad no disfruté el baño, al menos no como solía hacerlo. El agua se sintió pesada, ni del shampoo ni del jabón logré percibir olor alguno; las gotas que cubrían mi cuerpo al abandonar la regadera me lastimaban, eran centenares de espinas subyugadas a mi espalda y mis pies. ¿Será que mientras dormía al fin había muerto?, divagué un momento, no lo creo, me habría dado cuenta, intenté consolarme. Miré el reloj, las 9:30, había perdido la noción del tiempo. Tenía una reunión a las diez, media hora no me bastaría para realizar mis pendientes antes de la hora mencionada. Dicha asamblea era importante, aunque no recordaba el por qué, por lo tanto, no podía faltar. Salí corriendo de mi casa, las calles se encontraban vacías, el mundo parecía estar agonizando, las nubes vestían el cielo de un blanco desesperanzador y un lúgubre tono gris se había apoderado de los edificios, los autos, los animales y los rostros de las personas. Subí al colectivo, pagué, no recuerdo si recibí el cambio o no, poco me importó. La gente parecía fuera de sí, con gestos desencajados y perdidos en el infinito. Nadie tenía el coraje de sonreír, ninguno de los pasajeros se atrevió a mirarme a los ojos, ni siquiera para juzgarme, como sentía que lo hacían siempre. Me volví un bulto al final del transporte, ajeno a la realidad. Llegué al trabajo, saludé. Ni uno solo de mis compañeros se preocupó por al menos fingir que me devolvía el saludo. Le entregué un
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par de textos a mi jefe de redacción, guardó silencio, los tomó y siguió mirando su monitor vacío. Me retiré sin siquiera darle la espalda. De nuevo, salí precipitado a la calle. 9:50 de la mañana, “no llegaré a tiempo” refunfuñé en voz alta. Los transeúntes a mi alrededor ni se inmutaron, me sentí como el árbol que cae, sumido en la soledad del bosque, sin hacer ruido. 9:55 y el colectivo parecía haber perdido su ruta. El tiempo era ahora el menor de mis problemas, algo andaba mal, o viceversa, todo iba muy bien; sin embargo, seguía sintiéndome fuera de lugar. Subí a un vehículo de color amarillo, imitación burda y tercermundista de los taxis neoyorquinos. Antes de llegar a mi destino había escuchado, ya a lo lejos, las diez campanadas provenientes de un viejo templo ubicado en el centro de la ciudad. Por primera vez en mi vida llegaría tarde a un compromiso. Al fin arribé a mi destino, era un antiguo edificio que conocía perfectamente, tanto por fuera como por dentro. Me apresuré a entrar, el centinela junto a la rechinante puerta me detuvo “¿Quién eres?” preguntó. Vacilé un momento. “No lo sé” respondí. “Sólo dime tu nombre para poderte registrar” me aclaró. Ya olvidé las palabras que de mi boca salieron en ese instante y que me permitieron acceder al edificio. Crucé un portal y llegando a ese punto seguía jugando en mi mente la idea de haber muerto en sueños o permanecer vivo sin darme cuenta de ello. Al fin alguien me había mirado a la cara y había interactuado conmigo, aunque sólo fuera el portero del lugar. Seguí avanzando sin detenerme. Treinta y cuatro escalones esperaban por mí. Paso a paso, poco a poco, fui ascendiendo. Algunos peldaños estaban cubiertos de
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indiferencia, otros de dolor, unos más de melancolía y esperanza. Sentí miedo y vacilé, pero ya no daría marcha atrás, deseaba profundamente descubrir qué se encontraba al final del camino. Al cruzar el último escalón no era la misma persona, me había deshecho de mis prejuicios, miedos, preocupaciones e interrogantes. Entré a un enorme salón cubierto de sombras y restos de luz en perfecto equilibrio. Ahí habitaban seres aparentemente divinos, dadores de vida, impulsores de universos, amos del destino. Por fin había llegado a mi cita, el tiempo aquí era irrelevante. Cada cierto periodo un orador diferente alzaba la voz, creaba mundos nuevos, destruía viejas habitaciones, expulsaba viajeros espaciales que llevaban por enmienda perpetuar sus memorias. Algunos empleaban un tono dulce y tierno para hablar, que terminaba por convertirse en tristeza y determinación. Discutían, pero no peleaban, incluso había quienes se atrevían a sonreír, eran espejos ambulantes, tragedias a priori, sonoros silencios, verdugos compasivos. Es el infierno, pensé. Di un paso atrás buscando la salida. “No te vayas, permanece”, la misma voz que me había despertado volvía a hacerse presente. Giré y ahí estaba él, mi reflejo a través de la ventana mirándome a los ojos. Sólo quería volver a la seguridad de mi casa, al colectivo indiferente, al cacarear de las gallinas. A punto estaba de abandonar el salón cuando de pronto escuché una segunda voz, ésta me pareció familiar: “Bienvenidos a El Aleph, taller literario.” Di media vuelta, me integré al grupo; había encontrado un hogar.
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un ejercicio de olvido
Crh istia n C uatia nq u i s
Créeme que lo he intentado. Lo intento todos los días. Hay algunos que lo logro con una facilidad absoluta, hay otros que fallo un poco y hay otros que realmente mejor me ignoro. Intento olvidarte. “¿Ya te había contado que cuando era niño bañaba puerquitos con un amigo?” Cómo olvidar esa maldita frase que repetías cada vez que me tallabas la espalda. Sin embargo, siempre me hacías reír. Y no puedo negar que hasta el día de hoy, cada vez que me baño, no puedo dejar de recordarla. No es novedad que por cualquier cosa me acuerde de ti. Pretextos no me faltan y razones tengo de sobra cada vez que alguien me pregunta cualquier cotidianeidad, esas que viví contigo. “¿Qué vamos a comer hoy?” Era la misma pregunta que, casi como oración matutina, nos hacíamos indistintamente tú o yo, y aunque lo supiéramos desde un día antes, era para nosotros como los “buenos días”, era la evocación de la normalidad y de saber que estábamos juntos. Tengo que confesar que hay algunas cosas que hoy no me gusta hacer por el simple hecho que las hice contigo. Vaya, no es
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nada que me vaya a matar, pero prefiero no arriesgarme. “Monterrey está bien feo, no tiene chiste.” Lo mismo que me dijiste tú, y yo ya sabía, pues nunca me ha gustado esa ciudad, pero hay una pequeña diferencia: la compartíamos, así como lo hicimos con la cama, los sueños y los abrazos. Es necesario decirte que después de ti solamente he dormido con una persona ¡qué gran error! No puedo negar que esa persona es buena, pero aquello fue un auto sabotaje. Yo te iba borrando de mi mente tan bien, pero aquella vez me acordé de nosotros y me puse a llorar. Pero es que no es fácil olvidarte. Vivimos tantas cosas en un tiempo tan corto y nos obligamos a estar hechos el uno para el otro, aunque a simple vista —quizá incluso con lupa— no teníamos nada, absolutamente nada en común. “¡No puedo pasar este pinche nivel!” Me cagaba el Candy crush y así acepté jugarlo contigo. A ti te molestaba mi música aburrida y le encontraste el gusto a Chavela Vargas. Por el contrario, hubo cosas que no nos permitimos, como aquella vez que peleamos porque tú querías ver La rosa de Guadalupe y yo no te lo permití, o como el beso que te quise robar en un bar y tú me negaste por miedo a que alguien nos pudiese ver. De tantos lugares que existen en el mundo te vine a conocer en el cliché de las historias de amor y tú ahora vives en el punto turístico más importante del país. ¿Qué tiene que ver eso? Bueno, que es absolutamente imposible olvidarte con facilidad si cada quince días algún amigo de Facebook publica una foto en la Riviera Maya. “Pronuncias muy gracioso.” Eso me dijiste aquella vez que te dije “in k’aatech.” Mira que traté de hablar maya, ser parte de tu mundo y
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demostrarte cuánto te quería. Y no sólo te dije “te amo, I love you, je t’aime”, creo que también lo demostré y tú lo demostraste a tu manera. ¿Recuerdas aquella vez que fuiste al aeropuerto por mí cuando regresaba de París, con tu abrigo largo y bien arreglado y lo primero que me dijiste fue “te extrañé mucho”? Lo que muchas veces me reprocho es que el amor no se acabó, al contrario, siempre se hizo más grande. Pero también creció, de manera exponencial, el miedo a estar juntos. “Eres el amor de mi vida.” ¿Era cierto eso que me decías? Siendo sincero, te creo porque muy pocas veces decías algo bonito, sólo aquellas veces que te nacía. Yo sé que lo nuestro hace mucho tiempo que terminó y aunque hoy no me hacen falta nuestras historias, me hacen sentir melancólico. Aquel tiempo donde coincidimos me provoca recordar que ya no estás conmigo. ¿Ves cómo no te puedo olvidar? Cabe destacar que ambos sabemos que poseo muy mala memoria y sólo me acuerdo de lo que me conviene, con sus claras excepciones. Por eso no me quería enamorar de nadie, menos de ti, pero fallé. Recuerdo que siempre te contaba mis miedos y siempre me respondías lo mismo: “Te preocupas por puras pendejadas.” Y tal vez tengas razón, me preocupo por ti. Aunque cada vez más me preocupo por mí y por el hecho de que ya haya pasado un tiempo razonable y siga acordándome de ti. Por eso me he sumergido en toda clase de ritos y lecturas. Me atreví a cantar tantas canciones de Arjona, leer tantos libros de superación personal y ahora voy en la sección de ejercicios de olvido. Hoy encontré uno muy interesante: escribirte todo aquello que no te he podido decir, todo aquello que me altera
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el alma, pero en lugar de entregártelo, me corresponderá quemarlo y dejar que a las cenizas se las lleve el viento. Sólo hay un pequeño problema, hace como tres días que aquí no ventea.
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alas en el silencio
Sar a Andrea Álva rez
Suspendí por un momento el trayecto para ver la ciudad, se veía tranquila, como si nada malo fuera a pasar, como si la gente no tuviera ningún miedo. Faltaban un poco más de diez metros para llegar a la boca de la cueva. Quedaban pocas horas de luz. Seguí subiendo hasta estar frente a la entrada que tenía aspecto lóbrego y ominoso. Estaba nervioso. Cargaba la espada y el escudo que se habían guardado, hasta el día de hoy, en el castillo en memoria de los grandes héroes del reino. Entré con paso sigiloso, cuidando que la bestia no notara mi presencia. El interior de la caverna era sorprendente, demasiado alto y ancho. Había gran variedad de restos óseos y apestaba a podrido. Al adentrarme un poco más, pude admirar lo más bello que he visto en toda mi vida: un sinfín de estalactitas y estalagmitas de diamante cubrían el techo. Contemplé extasiado los armónicos destellos de cada una. Todo iba bien hasta que un brillo irrumpió mi escudo, irradiando una delgada línea de luz. Entonces lo vi, allí, durmiendo, sin hacer tanto ruido como yo imaginaba.
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Estaba estupefacto. Sentí el temblor de mis rodillas, el temor a flor de piel. El silencio ahogándome en mis propios pensamientos. Era gigantesco. Unas toscas escamas guindas cubrían todo su cuerpo, incluyendo las majestuosas alas. Sus garras eran enormes, tan sólo de verlas ya me imaginaba atrapado por ellas, declarando el fracaso. Era un ser completamente asombroso. Suspiré. Sabía que entre más me quedara observándolo perdía tiempo. No lucharía contra él sin la luz del Sol. Aún no sabía que haría, no tenía un plan concreto. Sólo entraría, lo buscaría, al encontrarlo le clavaría la espada en la cabeza y listo. Pero ya estando ahí, la mente se me puso en blanco. No podía hacer nada más que mirarlo fijamente. ¿En realidad puedo ir hacia él así sin más y matarlo? No. Con cualquier movimiento en falso y me come de un mordisco o algo. ¿Qué hago? En algún momento tendré que moverme. Después de pensar y pensar, y darle vueltas al asunto di un paso adelante y con mi bota pisé un charco de agua. Pensé en qué hacer pero no en cómo lo estaba haciendo. Hice mucho ruido, el silencio se rompió por completo. Me detuve en seco. Abrió los ojos y me miró.
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crónica de un sueño con espejos
Él feg o Alor C a sta ñu ela
Otra vez no hay luz, pienso fastidiado al ver que el interruptor no reacciona cuando intento encenderlo. Pero bueno, a esta hora de la madrugada no importa, iré directo a dormir. Había pasado todo el día afuera y lo único que quería con todas mis fuerzas era estar en mi casa; estaba tan cansado que ni siquiera recuerdo cómo llegué. Veo que a pesar de la oscuridad todo se aprecia perfectamente, como si fuera la noche más clara a cielo abierto lejos de la ciudad, debido a las estrellas y la Luna llena, aunque no recuerdo haber visto Luna llena estos días. Todos duermen. En la casa se respira una atmósfera diferente: es tan silenciosa que hasta se oye, con una respiración tan profunda, tan pesada, que emana de no sé dónde, pero que me envuelve y oprime por completo. Eso no es necesariamente malo, es como la opresión que produce el peso acumulado de muchas cobijas con las que me cubría de niño para esconderme cuando me daba miedo por quedarme solo en casa. En la otra casa. La que tenía un tapanco en la habitación abandonada de atrás. Pero no quiero recordar eso ahora. Sólo quiero aferrar-
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me a esa sensación de protección al esconderme, que es la que parece proporcionar la casa ahora. En la que siento que podría perderme y desaparecer en sus cálidas entrañas. Camino a mi cuarto, me doy cuenta que la distribución es diferente, pero vagamente familiar. Hay varias cosas que no recuerdo: muebles, plantas, estancias, pero de alguna manera me parece lógico que estén ahí. Tal vez porque son variaciones extrañas de las cosas que teníamos, o que quisimos tener. Llego al pasillo donde hay varias puertas. La primera es de mi habitación que me espera, pero la paso de largo para dar un recorrido por las demás. Tras la segunda puerta, mis hermanas duermen en sus literas infantiles; no me pregunto dónde están mis sobrinos, simplemente porque parece que aquí todavía no existen. Al asomarme por la tercera, veo a mi hermano repasando jugadas de ajedrez en un tablero imaginario. Porque está dormido, claro está. Llego a la última puerta. No es necesario abrirla: sé que del otro lado mi madre duerme profundamente, pero sé también que está muerta desde hace más de siete años. Me quedo inmóvil un momento, escuchando a través de la puerta su plácida respiración. Decido no perturbar su sueño; siempre sufrió de insomnio, y si despierta tal vez no pueda volver a dormir por el resto de la noche. Intento regresar por el mismo camino, pero la casa ha cambiado y ya no puedo encontrar nada de lo anterior. En un punto, el pasillo se hace tan reducido que tengo que agacharme para avanzar. A los lados de este mini pasillo hay habitaciones sin puertas que a su vez conducen a otras, y que se conectan entre sí de forma desordenada, como si fuera un laberin-
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to de madrigueras. Empiezan a surgir destellos verdes fugaces, primero de forma esporádica a lo lejos, luego por todas partes. Son muchos. Justo cuando empieza a invadirme la ansiedad, encuentro una salida que da a un patio circular muy grande, donde convergen todas las ramificaciones del laberinto. En el centro del patio hay un pedestal y arriba se yergue imponente, con porte de gato egipcio, Morocco, el único siamés que he tenido. Me está observando desde que llegué, como si me hubiera estado esperando. Entonces comprendo que esta encarnación de la casa no conoce de humanos. Aquí sólo hay animales y la mayoría son gatos ¿quién más sino ellos pueden producir en la oscuridad ese brillo verde con sus ojos? Los demás son perros, y el resto... el resto no sé qué son y creo que no quiero saberlo. Pero al menos están las mascotas que vivieron en esta casa, como Morocco, aunque se comporta tan distinto: le hablo y no me hace caso, permanece estático. Ni siquiera estoy seguro que sea él. Son los mismos ojos azul ópalo, pero su mirada es muy fría y a la vez imperiosa, como si me quisiera dominar con la mirada. Y yo decido sostenerla. Me adentro en sus ojos cada vez más, tanto que ahora son de un lapislázuli tan profundo, tal vez por el efecto de la noche y la Luna. No nos movemos, pero siento que nos estamos acercando el uno al otro, ¿o son sus ojos los que se están haciendo más grandes? Hasta puedo verme reflejado en ellos, y al mismo tiempo puedo apreciar el detalle de cada iris que parece volverse uno solo: refulgentes rayos azules que se propagan y brillan en el espacio, formando una nebulosa ondulante y caprichosa; es lo que queda de los restos de una estrella menor perdida en un tiempo distante, una de tantas estrellas que albergan civilizaciones que
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florecen y desaparecen en un parpadeo, sin dejar rastro alguno de su existencia. Sólo que esta estrella es importante para mí porque se trata del Sol y la manera en que terminará no tiene nada que ver con la que predicen los científicos. Todo ese conocimiento llega hasta mí fluyendo como un caudal que parece interminable, pero se interrumpe abruptamente cuando todo se vuelve azul. No hay nada más. Sólo el azul. No sé cuánto tiempo pasa, ni cómo puedo explicar esta laguna, sólo que ahora todo empieza a cobrar forma muy lentamente. Empiezo a distinguir un piso, paredes, muebles. Estoy nuevamente en la casa para humanos, aunque ahora todo está bañado en una tenue luz azul, como si la casa entera estuviera contenida dentro de uno de los ojos de ese gato usurpador. En este punto ya tengo conciencia de que estoy soñando y me pregunto si no sería bueno despertar de una vez, pero siento que ahora mi sola voluntad no es suficiente para interrumpir mi propio sueño, el cual es tan fuerte como un río que al desbordarse arrastra todo a su paso, incluyéndome a mí, y sólo queda el dejarme llevar. Me encuentro ahora en la entrada de un gran salón muy alto y alargado, en la oscuridad no se distingue el techo, ni qué tan largo es. Es como si fuera la galería de un museo importante, pero sigue siendo mi casa. De sus paredes cuelgan cuadros enormes, aunque sólo alcanzo a ver la parte inferior; el resto se pierde en la penumbra. Nunca los había visto, pero los temas son íntimamente familiares, entonces noto que llevan mi firma: son todos los cuadros que no hice, que dejé de pintar porque pensé que tal vez no valdría la pena el ponerme a plasmar todas esas historias de dioses fatigados de piel áurea.
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A medida que avanzo, percibo resplandores multicolores al fondo del salón; hay algo o alguien más. Tengo la certeza de que voy a encontrar algo importante, pero no sé si será bueno o malo. Me detengo expectante, pienso en darme media vuelta y regresar, pero ¿a dónde? Así que decido seguir y afrontar cualquier consecuencia. Me llevo una sorpresa cuando descubro quién está al fondo del salón: soy yo. Estoy pintando, pero no hay lienzo, ni caballete; pinto en el aire, y de mi pincel surgen figuras prodigiosas que cobran vida en la penumbra por un instante, con destellos de colores hechos de pigmentos que todavía no existen en la realidad, para después desvanecerse dejando sólo un rastro de volutas de humo. Una parte de mí desaparece con ellas al darme cuenta que se pierden para siempre sin que nadie las haya visto jamás. Dejo de pintar cuando me percato de mi presencia. Parezco alegrarme al verme, y me digo: —Así que eres tú, mi yo real. —¿Qué? —es todo lo que alcanzo a contestar, ya que no entiendo lo que me quiero decir, tengo tantas preguntas por hacer. Todavía con el pincel en mano, sonrío con cierta condescendencia y me respondo: —No sabía quién eras, sólo sentí cuando llegaste a la casa, hace tiempo ya. Tu presencia aquí genera ondas como las del agua de un estanque al que se le arroja una piedra. Yo sigo sin entender, quiero saber tantas cosas, sobre todo la más importante: la verdad sobre la creación artística. Está ahí, a mi alcance, ya que esa verdad la posee la otra versión de mí, la cual parece más interesada en decirme cosas sin sentido, pero yo necesito saber, llevarme ese
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secreto al mundo real, antes de que me despierte. ¿Que me despierte? Sí, cuando despierte tengo que contar lo que soñé al señor H. Éste último pensamiento estúpido que cruza por mi cabeza parece ser adivinado por mi yo pintor, porque me digo mientras guardo el pincel: —Pensé que ya lo habías entendido. Éste no es tu sueño. Me quedo mudo. Un estremecimiento que nace desde mi parte baja me recorre, causado por las posibles implicaciones de lo que me acabo de decir, no me queda más que seguir escuchando con inquietud. —No recuerdo desde cuándo estoy aquí, pintando; pero he comprendido varias cosas sobre esta casa. Para empezar, las casas son como repositorios, van acumulando las vivencias, los sucesos significativos de la vida de sus moradores, los cuales a su vez ya no la ven como una simple casa, sino que le confieren una identidad y personalidad propias, que son únicas. Por lo tanto, una familia se compone no sólo de la madre, hijos, hermanos, sino también de mascotas y la casa. La casa que se impregna de todas y cada una de las personalidades de los demás miembros. Así llega a convertirse en un ente viviente, que aunque está en otro plano, siente, añora, sueña. Sueña con tiempos idos, de cuando una familia entera la habitaba junto con sus mascotas, y también sueña con tiempos que no fueron y tiempos que no serán, como todos los demás lo hacemos. —Pero entonces, ¿estamos dormidos?, ¿somos parte del sueño? — pregunto sin poder dar crédito todavía. —Creo que yo sí soy parte de este sueño, al igual que todo lo que has visto. Tú, en cambio, estás despierto. —Pero, ¿entonces cómo llegué aquí?
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—Eso no lo sé —me respondo—, pero lo que debería de preocuparte es cómo salir. Porque si la casa... Una interrupción: percibo que algo está cambiando, parece ser que la atmósfera de la casa se está disipando y yo en mi versión pintor tengo cada vez más dificultad en continuar. —Si la casa llegara a despertar y tú sigues aquí, entonces... No alcanzo a terminar la frase y yo, impotente, sólo veo cómo la mejor versión de mí desaparece en medio de una voluta de humo. El resto del salón empieza a correr la misma suerte.
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esta mujer vestida de flores,
ave fénix que (me) vería renacer
Para Elsa.
Iza Ra ng el
Un sábado de fiesta o domingo por la tarde caminaba por el callejón Santos Rojo. Mis dedos jugaban con las pocas monedas que habían sobrado del día o la noche anterior. Mientras fumaba un cigarrillo, me senté en las escaleras de Catedral mirando a los niños que corrían y gritaban al lado de las ninfas, intentando atrapar palomas. Al final del callejón, después de ver a mujeres arrastrar los amores concluidos, agotados o los residuos de éstos que por (des) gracia del cielo se materializaron, se escucha una gaita, acompañada de un par de tambores y tras ellos un grupo de bailarines, todos color verde, extensas sonrisas que preceden a sonoras carcajadas —voltee a verlos, sin embargo, no les presté atención—. Entonces, como si fuera un punto fijo, y todo alrededor suyo una vieja cinta a blanco y negro, emergió de aquel océano. El aire mecía sus manos, las acariciaba; el callejón le quedo pequeño pues el mismo Jesucristo hubiese abierto el mar con tal de verle pasar. Seguramente era de otro mundo, flotaba entre todos nosotros al tiempo que traía una ola primaveral a nuestro invierno —confieso que
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su sonrisa me hacía sentir capaz de llegar a Roma y descalza—. Pronto, de una mirada me traspasó el alma y mi existencia se rompió en millones de cristales que volaban alrededor suyo. Y así, como una diosa, tomó mi mano y me llevó a volar sin alas. Sus ojos me detallaban, me enmarcaban. Ante ellos me sentía tan linda como una flor recién cortada. Y justo así fue, pues ella me arrancó de raíz, me llenó el cabello de flores mientras me leía poesía, me hizo el amor durante un siglo en Marte y me revolvió el diluvio que llevaba dentro. Abrió puertas, tiró muros e hizo nido en mis entrañas. De nuevo se escucharon las gaitas y ella salió corriendo desnuda. Cerrando el paso cruzó el mar que separaba la puerta de mi cama. Me dejó echa un ovillo a mitad de la sala. Me tocó tanto que terminé por marchitarme y, cuando el calor del invierno no le fue suficiente, prefirió cortar mis alas; me dejó sobre esta silla que nuestros cuerpos enredados delinearon, en un hogar que pesa tanto, que es tan estrecho y me cansa. Me dejó con una soga de promesas que ahogan la esperanza de verla llegar. Ahora serpientes me nacen por la garganta, hormigas me corren del ombligo a la espalda, la puta primavera que había dejado en mis entrañas se ha secado. Tengo llagas en el sexo y a mis manos les salen espinas que tocarme duele tanto, que la piel se cae a pedazos. La vida se reduce a un instante, en el que las puntas de mis pies no tocan el suelo. La nombro y me falta el aire.
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el plástico eterno del futuro
Edg a r Va ldés
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Dejemos de lado la misericordia divina. Dejemos, también de lado, su infinito amor. Rayos gamma que caen de un Sol moribundo, y un diluvio rojo que diluye la Tierra. Si cierro los ojos puedo ver a los hombres en los últimos días. Largas naves brillando como una cruel espada de bronce. Arriba, más arriba, abandonando el planeta. Los hombres se han ido y con ellos los libros sagrados. Nosotros, laberintos internos de silicio y acero, aguardamos pacientemente el regreso. Pues el Dios de los hombres y de las manchas del tigre no forjó para nosotros una alianza en este rojo futuro. Los elegidos lo fuimos para el olvido y el polvo.
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Un inevitable impulso nos obliga a caminar por el mundo, a recoger los últimos rayos de este Sol que se acaba, este Sol que alguna vez fuera una
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moneda limpia, redonda y pura. En los largos recorridos he presenciado las osamentas del toro y los hermosos, interminables campos de botellas vacías, más grandes que los espacios abiertos en donde millones de androides fueron desarmados por un fragmento de iridio o por un hilo de plata. Miro al cielo. En algún lugar sobre las blancas naves algunos androides los acompañan y aguardan. Saben que han de volver. No hay impaciencia en ellos, como no hay prisa en la muerte. El espacio es inabarcable, y aún el tiempo de todas las generaciones del hombre se agota, pues el duro reloj no conoce piedad. Cuando los últimos hombres perezcan y sus cuerpos desechos ya no precisen las naves, los autómatas buscarán el hogar y fijarán el regreso. En el día luminoso de la vuelta certera, y antes de caer, en el cielo veremos todas las naves que gravitarán como pequeñas lunas en un concierto de luz. A nosotros, en la Tierra, sólo nos queda una rojiza herencia de energía inasible y un vasto conocimiento que no alcanza para entender el mundo. Pero quizás, antes del fin, en las largas travesías, en la búsqueda del nuevo mundo, al fin ellos nos compartan el secreto designio de Dios, el primigenio conocimiento que el androide ignora. Imagino la búsqueda, el vacío, la esperanza. Imagino la revelación de un dios que recupera su obra sagrada y que no se dirige al androide ni en tablillas ni en sueños. He llegado a las ruinas de una ciudad que compartían las nubes, ahora tan lejos del abismo donde estuvieron los mares. La indistinguible noche prepara el manto sobre esta roja llanura. Elijo la última ciudad para la larga espera. Sé que puedo dormir sin soñar.
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iii
Han pasado los años y yo he olvidado los días. Al despertar, pienso de nuevo en autómatas y humanos cruzando las regiones que no han sido nombradas. ¿Habremos resistido los siglos y el decisivo fragor de los viajes? ¿Habrán compartido el ansiado secreto? Arriba, en los dominios del ardiente remolino, el viento divide una nube de ceniza y arena. Entre los retazos de plástico eterno puedo ver nuevas estrellas que brillan y se acercan. Quiero pensar que han vuelto.
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espejismo
Carolina Ga rcía F lo res El llanto de los niños en el vientre de la madre, no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor. Gabriel García Márquez
“Si hubiese llegado a las nueve de la mañana, tal como tenía previsto, mi vida seguiría el curso que mis años de adolescencia marcaban por defecto.” Me gusta repetirme eso, aunque en el fondo sé que nada habría evitado la serie de chispazos que bajaron desde mi ombligo e hicieron que apretara las piernas contra los escalones desgastados y carentes de consciencia; porque si la hubiesen tenido, habrían pegado un grito al sentir la pulsación asesina de mi tranquilidad. La calma no pudo regresar hasta dos años y medio después. Hablamos de tesoros. De maldiciones antiguas. Y de tu extraña visión sobre el pozo debajo de las escaleras que nadie creyó real, hasta que tu padre se convenció por tus ojos maduros, chocantes con el cuerpo infantil. Terminaste de contarme esa aventura cuando la primera de las descargas afectó mi nivel de concentración.
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Lo siguiente que recuerdo fue el escozor y el espejismo: me vi besándote en las escaleras del segundo piso, mientras la secretaria finalmente abría la caja para pagar nuestras deudas escolares. Sufrí. Aunque decirlo ya no causa el menor efecto en nadie; quizá ni siquiera en mí. Era una persona muy diferente antes de que el amor me invadiera como una infección; eso digo para no admitir que se trataba de un cáncer en el páncreas. La primera vez que lloré por tu causa fue después de que leyéramos ese libro de moda, el que tachaban de sexo burdo y morbo. Lo era, pero tu voz le transformó en una obra de la literatura clásica. Mi mano rozaba ligeramente la tuya cada vez que alguien pasaba al salón y me movía para permitir su acceso. Luego te fuiste porque debías ayudar a tu madre a hacer las galletas de navidad. Me prometiste algunas; jamás las obtuve. Durante los seis meses siguientes, crucé una serie de estados. La negación acababa de pasar y, aunque la aceptación era plena y le florecían margaritas cada vez que mostrabas un afecto pasajero y diluido con tu clara voz de amiga, la frustración le acompañaba durante los ratos perdidos en el pasillo. Soy incapaz de aferrarme a los retoños de un campo creado para sembrar espinas. ¡Y vaya que hubo muchos! ¿Cuál será el mejor? La vez que bailamos la canción de una telenovela a mitad del pasillo. Las charlas de la vida que teníamos en las caminatas interminables alrededor de la escuela, durante los tiempos que preferíamos ver morir en nuestras manos. La vez que me regalaste la mejor tarjeta que recibiré en mi vida. Las charlas antes de la clase de historia, la materia que hacía
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que nos viéramos todos los días. No. Ninguno de esos recuerdos pudo convertirse en la jaula donde se mantendrían mis sentimientos en los meses de incertidumbre. Está presente aún ahora: me escondí de ti una mañana, ya que me enojaba tu amable neutralidad. Me buscaste por toda la escuela; lo sé porque, en cuanto entraste a la biblioteca, te importó poco el regaño que ganarías: me lo gritaste como un reclamo posesivo y tan cercano a tu propio corazón, que cimentó las bases para mi templo. Luego nos graduamos. Aplaudiste más que nadie en la ceremonia y prometiste que seguiríamos en contacto. Una de las muchas mentiras que me dijiste y que se convirtieron en bolitas de barro desquebrajadas por mi mala memoria y falsas ilusiones. Pero mi memoria nunca fue mala. Nos vimos cuatro días después. Usaste tu barrera de protección: los dos amigos que siempre impedían nuestro tiempo a solas. Me molesté, quería darte un buen golpe en el estómago. Luego tú me lo diste al pronunciar las palabras que cortarían mis manos cada vez que quisiera escribir una letra relacionada con el amor: “A mí no me gusta nadie” Lo dijiste por aquel chavo que se te confesó intempestivamente, lo sé. ¿Por qué mi cuerpo lo sintió como la declaración que siempre se negó a escuchar? Porque indirectamente lo fue. Mi vida perdió un año. Seguí con mis otras ocupaciones. La escuela fue el depósito de mis horas de lástima y terror. La estabilidad de aquella época se veía salpicada por promesas y emoción en algún errático mensaje tuyo. Dejé de contar las veces que me dejaste al lado de una puerta, con el celular en la oreja, las lágrimas convertidas en mi joya especial y los ojos de compasión de los transeúntes ante lo que, creían, era una muerte.
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Intenté hablar contigo sobre eso. El chispazo que antes encendía mi entrepierna se convirtió en la muestra de mi temor. Cada vez que la frase mágica amenazaba con escapar, a pesar de la barrera de mis dientes, el miedo me golpeaba donde antes crecieron flores rojas y negras. ¿Cómo no voy a recordar la razón de los colores? Tu mochila era una combinación de ambos. Me convencí de que no tenía el derecho de perturbar tu vida. Yo sólo era alguien pasajero. Además, me habías contado lo suficiente de los chicos que te causaban disgusto: aquellos capaces de pararse enfrente y confesar un amor madurado en dos semanas y en un diez por ciento de conocimientos sobre ti. Yo no poseía el derecho de molestarte con mis sentimientos podridos y con olor a sueños principescos. Yo tenía la obligación. —Me gustaste durante dos años. Hace seis meses por fin pude olvidarme de ti. Respondiste con una velocidad tal, que me hizo pensar que estaba ensayado. —Me da gusto que me lo compartas. La incomodidad no se asomó, creo que se dio cuenta que esas risas no eran de vergüenza, sino de completa perplejidad con orillas de una amistad que se dejó añejar. Yo te amaba. Yo conocí lo que era el amor contigo. Aún en ese momento, mi corazón quiso latir y opacar el chispazo en la entrepierna que denotaba mi miedo. Eres el primer amor que jamás se esfumará por completo de mi memoria; pero no me refiero a la de mi mente, sino a una habitación que siempre tendrá tu nombre.
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Mientras caminaba por el estacionamiento, con el Sol convertido en una bolsa naranja a la altura de los ojos, dejé que la última de mis esperanzas escapara en forma de brisa. Una que dejó mis labios y se transformó en un espejismo: la imagen donde tú bajabas de la camioneta negra de tu padre y corrías hacia mí, hecha cenizas y lágrimas; y me confesabas lo que realmente sentías. Eso era imposible, porque lloraste en el vientre de tu madre. Luego volví a abrir los párpados amenazados por la luz estival y ya no estabas. Mi corazón cerró su puerta y tú seguro estás casi acostada en el asiento del auto, incapaz de volver a entrar.
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futuro
Á ng el Cua ndó n Ló p ez Pa r ra
Mayra, como cada amanecer, despertaba con miles de lagunas mentales, divagaciones existenciales invadían su cabeza. Su ser entero se encontraba incrustado en la eterna lucha de experimentar el devenir de las vivencias que ella llamaba infierno, mientras que el resto de la gente con infeliz optimismo la llamaba ‘vida’. Deambulaba por las calles de Saltillo, buscando algo en qué distraerse. Algún pretexto para evitar pensar, pero ¿quién puede huir de sus propias ideas? Miraba a las personas caminar a las prisas por el asfalto. Ella misma no se detenía a observarlas, se preguntaba cómo es que van de un lado a otro sin ser conscientes de las tragedias y alegrías que sucedían a su alrededor. Perdida en su mente estaba cuando un hombre le robó la tranquilidad, corría semidesnudo perseguido por un robusto y descuidado policía. Lo único que cubría al hombre era un letrero blanco con letras rojas: “El futuro no existe. E. Brown 2:13”. Un paso después, un incesante golpeteo en su cabeza la atormentaba: ¿Qué es el futuro? ¿Cuál es mi futuro? Una inmisericorde danza de dudas y pensamientos girando alrededor de su mente no la dejarían
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en paz. Al principio pensaba que quizá su futuro podía estar determinado por su pasado; pero éste ya se había marchado y jamás volvería. Caminaba por aquí y por allá sin plan alguno, al tiempo que suponía que el presente afectaba directa o indirectamente a su futuro. Pero una vez más dudaba: ¿Qué es el presente? La inquietud comenzaba a alojarse en su cabeza, cuando inesperadamente un lastimero y agónico canto la detuvo de inmediato, mientras observaba un diminuto compendio de plumas escarlatas que se desplomaba a sus pies. En el instante en que Mayra se acercaba al hermoso y enmudecido cadáver, por fin entendió que eso era el presente. Un segundo tan efímero como un suspiro, como la dolorosa lágrima que derramabas de niño al enterrar a tu mascota, como el pestañeo que te causaba la llovizna de la tarde, justo antes de la impecable tormenta. Eso es el presente: un instante sin retorno. Entonces, ¿qué es el futuro? la gente no debería de pensar en el futuro, se repetía a sí misma una y otra vez, o ¿será que el futuro es en sí quien vivía esclavizándonos en su memoria? Miles de ideas tapizaban su cabeza, como un ejército de aviones de papel intentando colonizar una fogata: ardían, brillaban, pero nada conseguían. Dado que es inalcanzable ¿existe en realidad una correlación entre las personas y su futuro? Es decir: ¿podría alguien existir sin un futuro? o viceversa ¿podría el futuro existir sin las personas? La orquesta automotriz de la avenida comenzaba a perturbarla. Cerró los ojos, la lluvia se hizo presente, el viento no dejaba en paz su cabello, sonreía. La gente escuchó un golpe en seco y el rechinar de las llantas invadió el ambiente. El desfile vehicular detuvo su marcha. El tiempo, incrédulo, dejó de avanzar.
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capullos
Rica rdo Ber na l
“¿Pequeño? Para mí es sinónimo de estupidez.” Así dijo la contadora, licenciado. Al revisar mi solicitud de empleo se limpiaba el sudor acumulado en cuello y cachetes rollizos. Treinta y siete grados a la sombra, un mediodía sofocante. De repente ella dio un respingo. Su brazo de luchadora triple ‘A’ fulminó una mosca, atraída por el jugo que le escurría a esa marrana sentada. Usted sabe de esa gente, a uno lo ven necesitado. Piensan que eso les faculta para plegonearnos antes del contrato. Luego me tiró su cantaleta. Que si estudié ingeniería, luego arquitectura. “¿Ahora filosofía y humanidades? ¿Para qué? ¿Con qué se come? ¿Da para comer?” Después oí un zapatazo. Miré bajo la mesa y ahí estaba el trofeo. Una cucaracha despanzurrada, en medio de una como cajeta de leche. Aún pataleaba el animalillo, intentona de amarrarse al último hilo vital. Así es, licenciado. Usted está al otro lado de la reja y no me desmentirá. Qué no verá en su oficio. Defendiendo a gente como uno, sin dónde caer muerto, nomás el suelo pelón y a veces ni eso. Siempre en la misma cantaleta: el viacrucis del desempleo, verle hocico a achichincles puestos
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por un mandamás. Poco estudiados, leen menos y realmente se la creen. Soy el César y mi dedo mueve montañas, piensan. Perdóneme, da risa verlos pavonearse en lugares donde hay más gatos igual a ellos. La imaginación de esos mininos se desborda al futuro. Basta cuidar el negocio, arrastrársele al dueño, mamarle el pito de vez en cuando: “La gerencia general viene en camino. Siéntese, abogado. No se le vaya a arrugar el traje. Trae usted una carita de crudo, la fiesta estuvo pesada ¿eh?” A mí ya no me cuentan las muelas ni pican ojos. Así inicié trabajo en aquel hotel. Estaba bonito el negocio. Lago interior, una pequeña cascada, mucho oyamel, nogal y pino. Flores y fauna imaginada por mí: la contadora, abeja reina. El carpintero Juan, de rostro aguileño, mirada analítica. La titular de ventas, Armandina, perrillo llanero de mirada temerosa. Siempre nerviosa, presionada por la escasa renta de habitaciones. Pedro, el albañil, toro semental bien cuadrado. Buscador de vaquillas para cogerse camaristas recién contratadas. En los jardines una población difusa. Moscas, cucarachos, alacranes, orugas. ¿Le confieso algo? Si reencarno quiero ser libélula. Tómese un buchecito de agua. Aquí sale turbia, a los celadores no les importa. Y le cuento. Me pudría la contadora. Siempre con su tesis: número mata humanismo. “Olvide esas pendejadas literarias ¿para qué le sirven? Mírese: dos carreras, ahora de filosofillo y no ha logrado nada. Sabe cortar hierba, césped, desbrozar jardines y, el colmo, lo vieron hablándole a un caballito del diablo. Párele de leer, Carlos. Terminará igual que un poeta. Loco, alcohólico, sin obligaciones, candidato al suicidio.” Así me trapeaba a diario, licenciado. Alguna vez le mostré un cuento corto, escrito por mí. Dijo le daba úlcera ver tanta letra junta,
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comentó mejor le presentara una cartulina llena de fórmulas contables. “Eso —dijo y sus ojos brillaron— mueve al mundo”. Para mí, el hotel ofrecía lo quitado por la fábrica, paz. Luego de trabajar en factorías durante años, me cayó el veinte: es el lugar idóneo para el desquicio. Le hace dudar de estar vivo, después uno se pregunta, ¿somos un mero engranaje, perdimos humanidad? Sí, era yo un operario raso. La gerencia me consideraba buen pivote; el prometido ascenso nunca llegó. Lo vi escapar por los extractores de aire, igual que mi tiempo y esperanza. Trabajar por la noche en los jardines del hotel, daba la visión de lo que no se planeaba. Ahí el azar juega con todo, la brisa mueve sólo ciertas hojas. La sinfónica de grillos, a destiempo del murmullo en fuente y cascada. El zumbido de zancudos compite con rasgueo de cocuyos y cigarras. Júzgueme loco, licenciado. ¿Cómo explicarle? Ahí me embarraba de silencio y hacía uno con la noche y sus animales. Quedaba como un huacal, vacío. Comprendía una verdad que es luz. Animales y gente son lo mismo. Nos repartimos por igual átomo, molécula y alma. Durante noches practiqué el om manni padme om. Así me encaramé a la conciencia de hormigas, gusanos de tierra, mariposa monarca, libélula irisada. Entendí a la mosca y cucaracha, madres finalmente. Sólo pelean por sobrevivir, procrear, multiplicarse. La vida se encarna en ellas. Abre senda, traza ruta, sabe que terminará de súbito. No interesa cuándo, pero al llegar el fin, miles de comienzos abrirán sus ojos facetados al Sol. “¿Qué dice usted? ¿Poeta yo? Brincos diera, licenciado”.
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Poesía es caer en la dinámica de Natura, envolverse por la música de la lluvia, el latir de aves e insectos. La sinfonía del cosmos que noche a noche nos canta con sus coros de cometas, meteoritos y galaxias. ¿Poesía? Tratar de entender aquella manada de seres, atormentados cuerpos que trabajaban en el hotel. Don Plutarco, jefe de mantenimiento, especie de león marino. Pasado de peso, apurado por el dinero para la pensión de dos ex esposas y seis leoncitos en crecimiento. Doña Juany, ama de llaves. Abeja obrera, mantenía a su esposo, discapacitado luego del accidente en la fábrica. Carmen, recepcionista, perrita callejera. Ganaba poco en el hotel, caía pronto en cachondeo. Solía coger con huéspedes, proveedores, uno que otro empleado. ¿Viuda negra? La contadora. Ese par de ojillos captaban el futuro y se comería gustosa a sus crías. Era mi apreciación, abogado. Entre shocks y temblorina, Natura develó mi ojo animal. La contadora tejía su telaraña. Labiosa, cortés, educada. Extendía sobre su presa la red, que tarde se daba cuenta y la encapsulaba para devorarla a pausas. Así despachó tres maridos al camposanto. Poetas, casualmente. Ella recibía puntuales regalías por la obra de esas promesas literarias. Quesque ella trabajaba nomás por su amor al número y balances contables. A ver, ¿por qué me echó ojo? Recuerdo su consigna favorita, enmarcada en rojo y colgando de la pared en su oficina: “Haz patria, mata un poeta.” Le apetecía hacerme parte de su lista de trofeos. Un soñador para devorar pausadamente. ¿Tiene hambre, licenciado? Aquí nos dan comida al mediodía. Le convidaré de mi plato, diga qué ingredientes identifica. Es un mazacote indescifrable.
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La contadora disfrutaba despacharse moscas y cucarachos. A su ver, eran como nosotros, achichincles. Una mañana entré a su oficina, sin avisar. El cielo gris y un calor asolaban el ambiente. En el piso cuerpos despanzurrados daban cuenta de masacre. Cucarachos jóvenes no hallaron puerta, el zapato taconudo de la gorda les alcanzó. Le advertí, “tarde que temprano llegará su factura. Tiene karma al tope. Bájele dos rayitas, todo se conecta en el cosmos. Hasta esos pobres merecen respeto”. En su oficina habilitó un privado. Instaló criaderos de moscas y cucaracho. Al nacer los insectos, ella deliraba, ponía música de rock y saltaba sobre los recién nacidos. A ritmo de mata moscas ejecutaba moscardones de alas plumosas. Cuando menos se espera, nos cae la voladora. Lo decía mi abuela: “Cuando no te toca, aunque te pongas. Si ya te toca, aunque te quites, pelas gallo.” A la contadora este axioma le cayó cual peñasco en la nuca, apersonándose con traje de casimir, zapatos encharolados, perfume caro y modales regios. Los huéspedes llegaron un viernes trece. La araña panzona cayó en su propia red. El jefe de aquel grupo tenía porte, estilo, era atento. Su labia pegajosa y mirada furtiva, atrajeron a la viuda negra. “Ésta es gente. Otros, ni a remedo llegan”, decía la vieja al pasar junto a mí, mientras desbrozaba su jardín o regaba las petunias. El día nos llega, licenciado, aunque uno trate de ignorar o parar el tiempo. Fue noche divertida aquélla. El guardia nocturno faltó y le tuve que reemplazar. Aproveché para regar nogales y oyamel. La contadora llegó por unos papeles a su oficina. Como tardaba mucho fui a buscarle. Al entrar, un golpe en la nuca me postró a la inconsciencia. Despertar fue alivio y pesadilla. Estaba yo en una esquina del privado, me dolía la cabeza
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y un agotamiento de crudo enseñoreaba mi cuerpo, encintado parecía momia egipcia. La contadora estaba dormidita frente a mí. Toda envuelta con cinta canela, encuerada y a su derredor mucha pelusa y cascaroncillos. Nos hallaron dos días después, la puerta de acero fue derribada. Después de eso la contadora tenía mucha hambre, cual si preñada estuviera. Vino el balance: los engomados caballeros desvalijaron la caja fuerte, cargaron celulares, computadoras, pantallas de plasma. Después, la película se tornó oscura. Día a día me aliviané cual pupa de caballito del diablo. En contra, la contadora se fue como chupando. Defecaba seguido y un día floreció como en primavera. A la hora de comida no salió. Fui a su oficina, el milagro de la vida se multiplicó igual que los panes. Ella postrada en su asiento. De ojos, nariz y boca salían potentes enjambres de moscas. Del culo, un ejército de cucarachas. En aire y piso formaban figuras, programadas para mostrarme la dimensión que siempre supe estaba ahí, oculta a todos. Esa mañana me cayó el veinte: era afortunado de vivir y contemplar el milagro de lo vivo. Cual si obedecieran órdenes telepáticas, el enjambre enfiló al jardín. Sentí liberarme al de aquellos seres. Y ya sabe. Al perro flaco le cargan las pulgas. Yo era sospechoso de aquel desenlace, por andar de pique con la panzona. Luego al tambo y le hablaron a usted, abogado de oficio. Así pasó, licenciado. Deje cuento lo último. Un maestro sentenció: “Dañas a un poeta, atraes la maldición de natura sobre ti”. “Hubo plan amañado para despacharse a la contadora”, dijo la autoridad. Una recepcionista del hotel trepó a internet el video del atra-
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co. Llegan los malandros, someten a la contadora, la encintan y dejan boca descubierta mientras le adormecen con un gas. Luego a mí y recordé una de las frases predilectas de la licenciada: “En boca cerrada, no entran moscas.” El video describía lo que imaginé. Sentí placer al ver capullos abrirse al ritmo de la música vital. Patas de proto cucarachos marchando hacia culo y orejas de una marrana echada. Pequeños moscardones, tornasolados, verdes, captados en su primer vuelo hacia el túnel succionador, boca de la contadora. Misterio develado, le conocía desde hace tiempo. Me investigarán licenciado, un poeta siempre es sospechoso. Cuando no está con los rojos, le pone a la verde o le gusta la sangre. Por mí, que le rasquen. No es la primera, ni será la última vez que el cielo se me ennegrece.
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el jardín de las mélides
A n drea Rodríg uez
Recuerdo que estaba lleno de luces, era policromo. Esto fue cuando todavía no había percibido las sombras de las angustias que por mucho tiempo me acompañaron. Era el tiempo en que el día no terminaba nunca y mi jardín se conservaba perennemente iluminado y las hijas del atardecer custodiaban los árboles de manzanas de oro. Después posaste tu mano sobre mi hombro y todo oscureció repentinamente, como si al colocarte a mis espaldas hubieras tapado con tu cuerpo, ancho y robusto, el Sol que cada día había alimentado mi edén. Padre, no me dejaste por muchos años. Las sombras que inundaron mi rosedal pudrieron los tallos de las flores ahí plantadas. Luego metí mis pies en el fango cenagoso y maloliente. Tuve que drenar plantas y surcos, voltear la Tierra, espantar las sombras. Espantar tu sombra, aunque algunas veces todavía vuelvas recurrente a querer posar tu mano en mi hombro y tapar mi Sol con tu espalda para que mi jardín se inunde.
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Ahora, padre, me siento y espero pacientemente a que todo florezca de nuevo como en el tiempo en que el dĂa era para siempre. No quiero estar sola. Ven, siĂŠntate a mi lado.
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final feliz
K arla Ga rcía Rod rí g u ez
Estaba decidida. No aguantaría un día más todo aquello. Ya tenía en una mochila todo lo que necesitaba llevar. Después de todo, no tenía casi nada mío en esta casa. No pude evitar guardar entre mis cosas la foto pequeña de la boda que estaba en la sala; fue como un estéril ataque de nostalgia. La verdad, esa foto me gustaba muchísimo, parecía una de esas imágenes de revista o periódico con modelos perfectos y hermosos, esas del idílico momento romántico, estremecedoramente feliz; así como nunca terminó por ser. Al reverso de la foto escribí hace cinco años “A & S” con la fecha de la boda y una frase de nuestro vals. Pasadas las once de la noche me convencí de que arruinaría mis planes, no llegaría a dormir, otra vez. Sentí una rabia incontrolable porque había imaginado ese día demasiado tiempo. Me consolaba pensando en su cara de frustración y herido profundamente, en eso que es lo que más le dolió siempre, su maldito ego; despertar en la mañana sin el desayuno en la mesa, sin su ropa preparada, con esa notita que reescribí más de treinta veces,
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donde le decía que lo dejaba. Porque yo lo estaba dejando, ni siquiera lo había sospechado. Esa era la batalla que quería ganarle, hacerle creer hasta el último instante que como él lo decía, yo nunca me atrevería a nada, porque fui siempre “una tibia, una pusilánime.” Así que cuando no llegó, pensé que era él otra vez quitándome mi minúscula victoria, estúpida victoria, lo sé, pero mía. Podría haberme ido justo después de que él se iba a trabajar, o en alguno de sus viajes o un día cualquiera. Pero mi ausencia en la ceremonia daría de qué hablar, y muy mal, con todos los rumores que ya circulaban. Por eso, éste era el día. Sentía que podría, de algún modo, hacerlo sentir como él lo hacía conmigo. Mostrarlo vacío, que le juzgaran todos como el hombre enfermo y malvado que en verdad es. Pero me ganaba otra vez. Frustrada me metí en la cama. Lloré por un rato sintiéndome una tonta y diciéndome en voz quedita un sinfín de reproches, odiándolo más con cada palabra, hasta que me quedé dormida. Sonó el teléfono, creo que ya eran más de las ocho. Una voz horrible me decía que tenían a Santiago ¡estaba secuestrado! Me quedé aturdida. Aún sentía rabia, ni siquiera recuerdo bien las palabras del hombre. Fue como si un estupor me hubiera golpeado en ese instante. Y colgué. Dos ocasiones más levanté el teléfono, solo escuché los gritos encolerizados en la bocina pidiéndome dinero. Permanecí en silencio. Levanté la mirada y revisé la habitación. Absolutamente pulcra del lado derecho, su lado, y un caos silencioso en el mío. Me metí a la regadera y me supe aliviada mientras sonaba nuevamente el teléfono. Supe que en verdad no había marcha atrás. La ven-
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tana abierta dejaba pasar la luz apenas como un capricho, y al abrirla por completo sonreí. Nuevamente contesté y esta vez escuché la voz de Santiago. Creo que lloraba, aterrorizado, pidiéndome que hablara con no sé bien quién, gritándome desesperado que tenía que conseguir el dinero. Ahora mismo no sé cómo es que me mantuve tan estoica. Le pedí que se calmara y me escuchara bien: “Me voy. Te estoy dejando”.
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viñetas
Raymundo Mend oz a A r red o nd o
día de ocio
Saliste de tu imperio industrial en agonía, lleno del ímpetu de la fumada democracia y un sueño vano de poder. No has entendido que no somos productos materiales inertes, sino organismos vivos, con conciencia. Ahora tus manos ven evaporarse esas alucinaciones y poco a poco vas cayendo. Lástima, la próxima mejor veré series o el futbol. veo humanos, pero no humanidad
La arena granulada cubre el suelo de un color café que se va difuminando entre claroscuros a un lado y al otro. Frente a ésta se encuentra el mar, inmenso como es, frío; aquel día incluso se percibió lúgubre. Había unos zapatitos junto a la arena cubriendo un par de diminutos pies. Un pequeño short azul vestía sus piernitas y una camiseta roja su torso. Las palmas enternecedoras de sus manos observaban hacia el cielo y su rostro de perfil, junto a la superficie, manifestaba una tremenda calma
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y paz. Aún pareciera que estuviese en su camita con aquella seguridad que nos brinda el hogar.
el señor de la basura
Frente pronunciada, entradas prominentes, sus ojos dejan ver el amarillo de la vejez otoñal; la mirada da muestras de una vida en la hipocresía, el servilismo y el agandalle. Arrugas y canas por doquier, quizás las marcas de aquellas cruentas batallas con la almohada, las pesadillas. Con la conciencia no se juega. Podrá con su dinero intimidar, comprar, amenazar, pero vivir con uno mismo es cosa seria. Los dientes dan muestra del estrés constante, resultado del chingarse al prójimo, una y otra vez. Finalmente la papada, ahí colgando es un síntoma de que el universo no perdona y todos vamos hacia el final. El gran problema es ¿cómo seremos recordados?
ahí por sabinas
Ninguna indicación hacia el poblado, sólo sabemos que hay un comedor llamado Roncesvalles y ahí das vuelta a mano izquierda, te vas derechito y llegas al pueblo. Es caluroso como un horno. Vas entrando y puedes observar cientos de cerros obra del hombre. Han sido formados de desechos terregosos del negro mineral, están hacia todas direcciones, despiden un olor fétido y amargo. Al ir sobre la amplia carretera te encuentras con un flujo de tránsito de camiones de carga ya destartalados, viejos y muy jodidos. Ahí van algunos hombres, pero los llevan como
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ganado directo al rastro. Su piel quemada por el Sol intenso y ardiente de la región, es como la tierra que rara vez se cultiva: árida, cuarteada y moribunda. El polvo de aquel mineral los tiene tiznados debido a la larga jornada laboral. Unos van y otros vienen; para niños, jóvenes y adultos éste es su día a día.
el diálogo
Está fresco afuera, se percibe un olor a menta mezclado con hierbas silvestres. Se escuchan los primeros cantos de las aves, la brisa mañanera humedece los magueyes y, en la casa de adobe, lo primero que se ve es la cocina, un espacio rústico, con una mesa de madera gruesa y áspera pegada a uno de los anchos muros. Junto a ella, algunas sillas con forro de plástico delgado están extrañamente distribuidas. Ya se escucha el hervor del agua, empieza a oler a café y frijoles. Al percibir esta mezcla de aromas, la boca empieza a salivar. Las tortillas de nixtamal ya están en el acero, son gruesas y grandes elipses, casi listas. En la recámara, bajo una luz amarilla y tenue, un pantalón de mezclilla bastante correteado por el paso del tiempo espera al par de piernas junto a la cama. La camiseta percudida y con manchas de sudor ya cuenta con algunos agujeros de batalla. Los zapatos terregosos y gastados están junto a la puerta, al frente un sombrero ya tostado por el Sol espera para cubrir la cabeza. Se pone de pie ya.
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amargo recuerdo
Auro ra de Jesús Alva ra d o C ed i llo
Aquella vez busqué bajo la cama, dentro de la mochila, en cada cuaderno. No encontré nada. Todo pareció muy raro. Comencé a hacer recuento de mis actos en la escuela, a la salida y al llegar a casa. Segurita que la tenía en mis manos porque cuando fui al baño la dejé sobre la cama. Sonó el teléfono. Contesté, era Rocío, mi compañerita de la clase de música. Me invitó a su casa que estaba a tres cuadras de la mía. Mamá me dio permiso y fui a jugar un ratito, porque había un trabajo pendiente que la maestra Toñita quería para el viernes. Hacía mucho calor. Regresé a casa y abrí el refri. Saqué la jarra que aún tenía limonada. Era extraño, pero la casa estuvo muy silenciosa ese día. No le di importancia. Subí a mi cuarto. La mochila tenía sólo un broche puesto. Al día siguiente en la escuela, el maestro me preguntó si le había dado la carta a mamá. Le dije que no porque la había perdido y que estuve buscándola por todas partes sin haberla hallado. “Tienes que encontrarla. ¡Búscala!” Llegué a casa corriendo para ir al baño. Entré al primero, el de mamá. Al tirar el papel en el bote de basura, vi una hoja arrugada. La
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saqué, extendí y me puse muy contenta de haberla encontrado. Ya puedo decirle a mamá que mi maestro de música me felicitó porque gané el concurso infantil de piano. Soy de las elegidas para el intercambio cultural en Canadá. Todo lo recuerdo perfectamente. Con el tiempo transcurrido, ahora viene a mí un intenso escozor cada vez que lo recuerdo. Le doy un sorbo a la bebida con hielos sin hacer ruido. Cuido que no me vea. Miro en la tele conciertos sinfónicos con el volumen bajo, mientras ella duerme en el sillón a lado mío.
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ataque de quimeras
K arla Ga rcía Rod rí g u ez
En estos días todo se ha vuelto brumoso, tal vez sea sólo que estoy cansado. La impotencia y la frustración han venido tornándose en achaques físicos cada vez más agudos. Me duelen los brazos y el otro día sentí un diente quebrarse. No sé distinguir la hora o el día de la semana, creo que ya he perdido un par de kilos. Sé que tengo que comer pero no logro sentir la necesidad de hacerlo. Después de lo que pasó, comencé a tener sueños nítidos, que van de lo más dulce a lo retorcido e interrumpen el mínimo descanso que tengo para dormir. Duermo poco y muy mal. Pero sueño, siempre sueño. Algunos de estos eventos oníricos me atormentan con culpabilidades y me toma unos minutos convencerme de lo que es verdad. Tal vez debería llamarlos pesadillas. Al final es ella. Invariablemente es sobre ella. Era una mujer diferente. Desde que nos conocimos en el colegio se mostraba retraída, extraña, única tal vez. Pero creo que fue parte de lo que hizo acercarme; entonces era divertido tener un mundo exclusivo entre nosotros dos. Irascible, huraña y hermosa, supuse natural que fuera difícil.
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Contra su tristeza intenté luchar siempre aunque nunca entendí de dónde venía, lo tenía todo. Aun cuando su extrañeza se volvió insidiosa y difícil de controlar, seguimos juntos. Aposté por el romanticismo y creí que podríamos con todo eso. Pero la medicación que vino luego de los incidentes más violentos, cuando olvidaba hasta quién era, la alejó de mí, adormilándola. Y siendo sincero, sin violencia no se parecía mucho a ella misma. Me he descubierto acariciando inconscientemente las cicatrices que tengo en los brazos, consecuencia de todas las veces que quise calmar sus arranques sin éxito. He llorado pensando en eso y no sé si decir que echarlo de menos sea normal. Los sueños me la devuelven como una especie de bálsamo que no lo es en verdad. Aparece rodeada de libros, una muralla de ellos entre nosotros. No logro verla del todo, pero sé, de algún modo, que está ahí dentro; grito buscando una respuesta que nunca llega. Ella no me escucha, luego sólo la veo elevarse y desvanecerse. Es siempre igual, sólo desaparece. Otros días aparece descalza con su vestido de novia. Y todo se repite igual que en mi memoria. Nos casamos, la historia de amor como se supone debería ser. En el sueño de la boda, baila histérica, después empieza a murmurar cosas que no comprendo y su rostro se convierte en una especie de hoyo negro. Pienso más bien que mis recuerdos se mezclan con temores de antes y con la absurda realidad que vivimos ahora, creando en mi mente quimeras feroces que no me permiten descanso. Algunas noches sólo es una escena en pausa, no hay movimiento, como si fuera una fotografía que se consume en el fuego. Sólo nosotros
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en la habitación, sentados frente a un abismo inminente y la imagen se extingue vorazmente hasta que sólo quedo yo. Pero a veces, todo regresa y se repite en color gris. Me invita a subir a fumar con ella. Da una fumada y se arroja impávida. Sin que yo haga nada, se lanza al vacío. Escucho el estruendo como si ocurriera otra vez; despierto al borde de la cama, aterrado, creyendo que aún puedo hacer algo, abrigando el deseo de que sea una premonición. Pero la realidad me golpea con su asfixiante silencio, entonces sé que es otro recuerdo horrible que ha venido a torturarme. A solas, he creído que escucho su voz. Me llama tiernamente y el simple recuerdo de su risa me eriza la piel. Entonces el aire se llena de una melancolía infinita. Me aferro a la idea de que es ella comunicándose conmigo, la de verdad. Sin embargo, acepto que es un engaño más de mi incrédula mente. Del otro lado de la puerta me está esperando, inmóvil y eternamente silente, porque ahora en verdad ya no puede decirme una sola palabra. Sin embargo, la siento señalarme con los ojos todo el tiempo. Me mira igual que esa noche en la terraza antes de saltar, llena de rabia, pero ya no grita. Puede ser que no reconoce quién soy. Creo que no quiere quedarse. Siento que me desprecia, pero lo entiendo. Los dos estamos ahora condenados. Soy, probablemente en su imaginación, un día salvavidas y otro su celador. Todo sería diferente si yo hubiera ganado la guerra contra las sombras que acechaban su razón. Hay otro sueño que se repite más que todos, en el que yo caigo antes que ella. Y en ése, nadie nos ha salvado.
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el refugio de su voz
Élfeg o Alor C a s ta ñu ela
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Paseábamos por la Avenida Michigan una tarde nublada de agosto. Ella iba radiante con su gabardina favorita. Emocionados, nos dirigimos a la Torre Sears, donde ella por fin subiría al mirador para apreciar la vista aérea de la ciudad de Chicago, porque no pudo hacerlo la primera vez que vinimos, hace ya más de veinte años, cuando todavía vivía. Pero en esta ocasión, yo no pude acompañarla porque tenía que ir a preparar la escenografía para un cuadro de Vermeer, así que sólo la dejé en el lugar para más tarde regresar por ella. Cuando llegamos, no nos causó extrañeza el hecho de que sólo había un elevador de cristal en el centro de la plaza, como si fuera una gran aguja de hielo clavada en el suelo con un solo golpe certero. ¿Y la Torre Sears? Tal vez era el elevador mismo, o tal vez el mirador se encontraba allá arriba, en las alturas. Recuerdo que ella entró al ascensor vacío, el cual empezó a moverse lentamente al cerrar sus
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puertas. Me dijo adiós con la mano hasta que desapareció de mi vista. Lo curioso fue que en lugar de subir, el ascensor fue hacia abajo. No recuerdo muy bien los detalles de lo que pasó después, fui a hacer varias cosas, absurdas todas, siempre con el pendiente de volver por ella. Aunque generalmente en estas situaciones nunca logro regresar a un mismo lugar —ya sea porque irremediablemente me pierdo o porque alguna otra circunstancia me lo impide— esta vez pude hacerlo. Ya era de noche y todo había cambiado, pero ése era el lugar. La gente se había ido, el piso de la plaza se había transformado en un páramo árido y rocoso, y en el lugar donde estaba el elevador sólo había un gran agujero negro, como si fuera un profundo cenote seco. Apenas pude asomarme por el borde de la roca escarpada, por el miedo a resbalar y caer; y al contemplar ese negro insondable pude entonces percibir un sonido muy lejano: un golpeteo ahogado, repetitivo pero muy lento, como si fuera el fúnebre redoble de un tambor. Yo sólo me quedé en trance, mirando hacia la nada oscura. Entonces desperté. Esa fue la última vez que soñé con mi madre.
ii
No voy a ahondar sobre lo que significó su muerte, sólo que durante esa etapa los sueños con ella cobraron una importancia extraordinaria para mí, ya que me ayudaron a sobrellevar las diferentes etapas del duelo. Eran un paliativo a la desoladora idea de que ya nunca más la volvería a ver, ni siquiera cuando muriera. Porque simplemente nunca he podido tener la certeza que la mayoría tiene, de que todos nos reencontraremos al final.
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Y entonces sólo quedan los recuerdos. Incluso leí en alguna parte que estos no existen como tal. En realidad sólo recordamos la copia de la copia de lo que originalmente vivimos, y que cada vez que invocamos un recuerdo, éste se va degradando hasta que se desvanece o se distorsiona. Ese concepto me da escalofrío. Pero en los sueños todo cambia. Surgen nuevas experiencias, y como una droga experimentamos sensaciones que parecen verdaderas, aunque sea por un momento. Es así cómo me dejé llevar por todos esos espejismos ofrecidos en los sueños, en los que ella continuó viviendo de muchas formas. En los mejores sueños, era ella en su plenitud y su voz se reproducía fielmente tal cual era. Y es que su voz era extraordinaria. Tan única, tan inconfundible, tan limpia. Esa voz con la que cantaba el Ave María en la iglesia de San José. Esa voz que confundían en el teléfono con la de una jovencita quienes no la conocían, aún en sus últimos años. Esa voz con la que educó a muchas generaciones de estudiantes. Pero lo más preciado para mí era la carga emocional que imprimía en su voz cuando me recibía al regresar a casa. —¡Mijo! ¿Cómo le fue? Esa genuina alegría al verme, y que reflejaba en su bienvenida, era una suave melodía que me envolvía por completo. Había otro tipo de sueños en los que yo tenía conciencia de que ella había muerto; pero había regresado y yo agradecía profundamente esa oportunidad. Y todo estaría bien. Hasta que ella mostraba una señal; por ejemplo, el llevarse las manos al pecho con un gesto de dolor,
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pero tratando de ocultarlo. Y entonces lo sabía, que todo volvería a pasar, el doloroso proceso final de su padecimiento: un corazón excesivamente agrandado y arrítmico. Y aun así, lo prefería, seguir soñando, lo que fuera. Pero finalmente, después de años de sueños continuos, estos cesaron bruscamente. Al principio pensé que tal vez había cerrado una etapa de duelo, pero el proceso de la desaparición de esos sueños hubiera sido gradual y no de forma repentina. Otra posible explicación podría haber sido que simplemente la seguía soñando, pero ya no lo recordaba. Eso tampoco me convencía, porque seguía soñando con otras cosas; siempre tuve facilidad en recordar todo y no sería lógico que selectivamente olvidara los sueños de mamá. Había algo más y me consumía no saber qué era. Y así transcurrieron mis días en una rutina aparentemente normal ante los demás, pero con este peso que me invadía y se agrandaba, anunciándome que algo no estaba bien. Y entonces vino ese extraño sueño. El de ayer.
iii
Estaba yo en un largo pasillo de una de las múltiples versiones oníricas de mi casa, contemplando una puerta. La puerta de la habitación de mi madre. Entonces cobré conciencia del sueño y me emocioné ¿será que finalmente estará ahí? Abrí la puerta de golpe y en lugar de una habitación me encontré en un vasto desierto con un pesado cielo rojizo. Empecé a caminar sin
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rumbo entre el viento y el silencio, sentí lo que era estar completamente solo y saber que no hay nada ni nadie más. Caminé a través de inestables dunas pardas, el lecho seco de un mar, largas columnas amarillentas que se elevaban arqueadas al cielo, y que se engañaban a sí mismas porque no eran más que osamentas animales olvidadas por el tiempo. Hasta que llegué a la orilla de un camino polvoriento muy ancho, me di cuenta que ya no estaba solo: un sonido marcado por una insistente percusión iba creciendo en intensidad. Anunciaba la llegada de un gran grupo de personas por ese camino. Era gente de todo tipo, de todas las etnias y de todas las edades. Vestían de forma primitiva, como si fueran un compendio de varias tribus ancestrales. Representaban la Gran Marcha de la Humanidad, donde se condensaba todo nuestro andar en la historia pasada y futura. Esta marcha duraba nueve minutos y treinta y seis segundos. Yo debía incorporarme cuando faltaran veintiocho. Cronómetro en mano, vi pasar la gente esperando el momento correcto para integrarme a ellos de la forma más natural posible. Lo hice, aunque con cierta torpeza, tropezando ligeramente con varias personas; éstas no se inmutaron. Tampoco interactuaron entre ellos. No parecían notar mi presencia, con una sola excepción: el hombre extraño que estaba al lado del lugar que ocupé.
iv
Era de rasgos profundos, su piel oscura de un tono cetrino, exótico. Podría ser el resultado de una mezcla de aborigen australiano y nativo de una tribu distante de la India o Asia Menor. Su cabello entrecano con-
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tribuía a darle un aspecto de hombre mayor, aunque intuí que podría ser mucho más viejo de lo que aparentaba, y tenía la férrea actitud de quien ha pasado una vida entera luchando contra los rigores de la naturaleza. Destacaba de los demás porque era el único que seguía usando una vestimenta primitiva —en este punto, la mayoría de la gente ya vestía a la usanza actual, y de hecho no parecía la misma—. Él llevaba una raída manta colgada de un hombro en forma diagonal, que le cubría hasta más abajo de la cintura, mientras que un hombro quedaba desnudo; usaba collares de huesos y conchas, y se apoyaba en un cetro rudimentario de madera, aunque no parecía necesitarlo para caminar. Me miraba con una mezcla de benevolencia y comprensión. Entonces desvió su mirada al horizonte y empezó a hablar, como si lo hiciera para sí, pero era a mí a quien hablaba. Dijo tantas cosas: de cómo al final, el avance y los logros de la humanidad, se deben a los anhelos y deseos individuales de las personas, y contrario a lo que pueda creerse, no necesariamente de los que buscan un beneficio general, sino para sí mismos. Pero que muchas veces no basta ni la voluntad ni la lucha más encarnizada para conseguirlo. Se necesita algo más, una ayuda y una enraizada necesidad de creer, porque esa es nuestra naturaleza. Y porque aún el más escéptico se enfrentará, en un momento decisivo de su vida, a sucesos que pondrán a prueba sus creencias (o la ausencia de ellas). Dijo que debería considerarme afortunado por ser de los pocos en encontrar la elusiva y siempre cambiante Gran Marcha o Procesión Milenaria sin siquiera buscarla, ya que había personas que sabiendo de su mítica existencia, gastaban la suya tratando de dar con ella; la mayoría fracasaba, debido a las condiciones tan inciertas en las que
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ésta se manifestaba: desde lugares comunes como este calmo desierto; o los más recónditos e inaccesibles, como un abrupto glaciar. Y además, la frecuencia tan irregular: ya sea múltiples ocurrencias en el breve periodo de la vida de un hombre, o bien, una sequía prolongada de apariciones que podía abarcar generaciones enteras, periodos en que la humanidad estaba condenada a padecer retroceso y oscurantismo. Pero, ¿eran estas largas ausencias la causa o el efecto? Eso era difícil de discernir. Al final, las únicas probabilidades de éxito consisten en un principio básico que se resume en saber interpretar correctamente los oscuros augurios de la próxima aparición. En este punto, yo me preguntaba cuál era exactamente el beneficio, específicamente el mío. Él debió adivinarlo, porque me dijo que ciertamente La Gran Marcha no siempre cumple con las expectativas, porque un factor fundamental era la persona que te recibía cuando te integrabas a ella, y aquí se abría un amplio espectro de posibilidades. Podría ser desde un humano común, un curandero menor o un simple aprendiz de hechicero. En esos casos, el logro de haber encontrado La Marcha se desperdiciaba por completo. Las recompensas, en cambio, llegaban cuando uno tenía el privilegio de encontrarse con alguien del grupo especial, los considerados Supremos, entre los cuales figuraban, por nombrar algunos, los legendarios Brujos del Norte, las sacerdotisas salvajes de Ghallart, los meta-humanos o proto-dioses del futuro, e incluso hasta la ambivalente y extraordinaria Sibila Blanca. Ellos podrían solucionar un problema, conceder un don, otorgar un poder, o en muy raros casos, una maldición. Todo esto acorde a sus especialidades y al humor que tuvieran en ese momento. Y yo había encontrado a alguien perteneciente a ese grupo
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selecto, porque él se identificó como uno de los grandes chamanes que aún prevalecían, y el último de su clan. Lo único que no recuerdo es su nombre. Y es que no se podía pronunciar fácilmente, porque él hablaba un idioma arcaico, tal vez ya extinto, pero yo lo entendía e incluso tengo la certeza de que lo poco que hablé fue en su idioma. Sus poderes; inconmensurables, aunque no completamente entendidos por todos y, por lo tanto, subestimados. Pero, ¿acaso no es poderoso aquél que concede deseos en su mundo, el de los sueños, y que estos deseos, como en una incubadora, van creciendo, madurando y cobrando tal fuerza para poder, por fin, traspasar la barrera y materializarse en ese otro mundo, el irreal, ese mundo transitorio y difícil de la vigilia que se gobierna por rígidas leyes absolutas? Yo escuchaba todo esto y una idea se venía gestando en mí, al fin vislumbraba ilusionado algo que sobrepasaba mis expectativas, porque ¿quién en mi situación entonces no hubiera pedido lo que al final terminé pidiendo? Todo esto tenía un propósito desde el principio. Supe entonces que él sabía de mí, lo que yo quería y esperaba que actuara en consecuencia. Y lo hice. Estaba dispuesto a aceptar sus condiciones, pagar el precio. Pero me sorprendió que yo no tuviera que dar nada a cambio. “Es parte de las recompensas de encontrar La Procesión”, me dijo. Y lo único que tendría que hacer era pedir el deseo ante él y después tomar algo que me daría. Algo como una pócima. Un agradable efecto inmediato, aunque no el principal, es que recordaría cada sueño con todo detalle, como nunca antes, ya que estos pasarían intactos al otro lado, sin esa nubosa pátina que la vigilia les impone como cuota de paso.
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“Pero cuidado”, me advirtió, “sólo debes usar una parte de ese elixir, dosificarlo a través de tus sueños para que surta efecto.” Una vez probándolo, no debía temer el perderlo al despertar: el elixir regresaría a mí de diferentes formas en cada sueño subsecuente. Cualquier uso inadecuado o sobredosis podría producir efectos insospechados. Por ejemplo, quedar varado y perdido en bucles infinitos de un sueño. O peor aún, el súbito derrumbe de las definidas fronteras del sueño y lo que llamaban realidad, catastrófico para quien no supiera cómo manejarlo. La consecuencia más benigna de esto sería lo que allá se le conoce como locura. También debía tener cuidado en pedir mi deseo, tenía que hacerlo sabiamente, porque a veces lo peor que le puede pasar a un deseo es cumplirse. A pesar de sentir miedo, decidí seguir adelante. Él ya se disponía a sacar la sustancia de entre sus prendas. Imaginaba que sería un extraño líquido contenido en una sofisticada botella de cristal, en un cáliz dorado o tal vez en una antigua vasija tribal. Extendí la mano y lo depositó sobre ella. Me quedé perplejo. Era un dulce de caramelo sabor mantequilla. Todavía con la mano extendida, le pregunté con la mirada si esto era en serio. No debí hacerlo. Indignado, y al tiempo que se disponía a retirar el caramelo, me dijo que, si no estaba seguro es que tal vez no estaba listo. Pero antes de que me lo quitara, cerré mi mano y finalmente pedí el deseo, mirándolo a los ojos con determinación. Hizo una expresión, más bien una mueca; no entendí su significado. No era de asombro, aunque pude ver el blanco de sus ojos que quedó al descubierto por arriba de sus pupilas, al tiempo que arqueaba las cejas y arrugaba la nariz, dejando al descubierto sus dientes
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ambarinos, los cuales eran deformes y alargados debido a que prácticamente no tenía encías. Esa expresión me afectó profundamente de forma que no puedo explicar, sólo diré que si la viera en una persona de la vida real, me alejaría corriendo presa de un pánico irracional, si es que no me hubiera dado un ataque antes. Pero en el sueño, sólo pude desviar la mirada, turbado, hacia el suelo, jugueteando nerviosamente con la envoltura de celofán del caramelo, contemplando su color amarillo traslúcido y al mismo tiempo mis pies avanzando. Continué así hasta que un golpe me detuvo en seco. Levanté la vista: todos habían desaparecido y una inmensa roca obstruía el camino. Y mientras más la miraba, más grande parecía hacerse. Era redonda, como si fuera una gran cúpula naciendo directamente del suelo, y donde quiera que miraba no podía ver su final, sólo la curvatura de la roca desapareciendo en el cielo y el horizonte. No podría rodearla. Caía la tarde y pronto oscurecería. Un profundo sentimiento de pérdida me invadió ¿Había perdido mi lugar en la humanidad? ¿O acaso yo había perdido mi propia humanidad? Pero todavía tenía el caramelo en la mano. Tenía que probarlo ya. Nervioso, lo saqué de su envoltura y me lo llevé a la boca. Sentí cómo me invadió su sabor, tan real, tal como lo recordaba. Ese caramelo nunca fue de mis favoritos, pero de alguna forma, el pesar y la congoja que sentía se estaban disipando para dar paso a una embriagante euforia. Quería más, empecé a morderlo, tímidamente al principio, luego con trémula ansiedad. ¿Qué había dicho él? ¿No usarlo todo? No importó. No me pude detener. Además, ¿cómo se supone que iba a racionar un caramelo macizo? Seguí mordiéndolo, buscando extraer el sabor a cada partícula
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hasta que se terminó. Aún tenía esa sensación en mi boca cuando sonó el despertador.
v
El día transcurrió monótonamente gris. Atrapado en la rutina del trabajo y sin poder concentrarme. Todo se movía en una escala de tiempo distinta. No como mis preciados segundos en La Procesión. En cierto modo el chamán tenía razón. Este es sólo un mundo de transición, sólo un puente que sirve para conectar los mundos que nacen cada noche, mundos que se extienden como una gota de agua que se derrama sobre papel de algodón. Pero al menos durante el resto de la jornada, logré olvidarme un poco de todos los acontecimientos. Y es así cómo la noche me encuentra: recostado en la cama, todavía con la luz prendida, algo desilusionado, ya que bajo la fría óptica de esta realidad el deseo prometido en el sueño parece tan inverosímil. Me da vergüenza admitir que por un momento, sólo por un momento, pensé que podría ser real. Pero ¿por qué entonces recuerdo tan vívidamente todo, tantos detalles? ¿Y por qué entonces...? Oigo una llave en la cerradura, la puerta de la calle se abre tan fuerte que azota contra la pared. Pero ¿quién...? —¡Mijo! Mi corazón se detiene y una exclamación se ahoga en mi pecho, sintiendo que las lágrimas brotarán de un momento a otro. Mezclado con el asombro, la melodía de su inconfundible voz me envuelve otra vez y me acaricia. Nunca pensé que volvería a sentir, a vivir esto. ¡Enton-
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ces era real! Quiero saltar de la cama e ir corriendo a su encuentro, pero aún no me puedo reponer de la sorpresa, y además ella ya viene subiendo desde la planta baja —muy rápido, por cierto, eso no es bueno para ella—. Y sólo es cuestión de tiempo para que llegue al descanso de la escalera, donde ésta cambia de dirección para ir directamente hacia mi cuarto. Yo puedo ver ese tramo desde mi cama. —Mijo, ¿dónde estás? Ya llegó al rellano y por fin la veo. Otra exclamación se vuelve a detener en mi pecho, pero ahora de horror ¡no es mi madre! Pero, ¿qué es eso? Debe medir como dos metros, camina torpemente, como si cojeara. Y aunque la escalera está oscura, puedo apreciar que lleva su vieja gabardina, pero a él o eso le queda ridículamente chica. No sé qué es lo que me da más terror, su aspecto en sí o el hecho de que crea que su grotesca personificación pudiera ser creíble, ¿qué es lo que pretende con esto? Continúa hablando. Es su voz, pero parece flotar en el aire, no sé de dónde proviene. Aunque todavía no puedo distinguir su rostro, no veo que haga movimiento alguno para articular las palabras que dice, además lleva algo en la cabeza, ¿es eso un sombrero? También alcanzo a ver una mancha negra que se mueve sobre su pecho, que va saliendo de la gabardina entrecerrada. Es una enorme mariposa negra nocturna. No había notado que más de esas horribles mariposas van revoloteando a su alrededor, le acompañan con torpes y pesados aleteos, como si fueran parte de él o eso, siguiéndole como si fuera su propia fuente de luz. Y sigue hablándome al tiempo que avanza. Mi terror se espesa cuando me doy cuenta de que los sonidos no son al azar. Están ordenados, llevan un ritmo. Es como una tétrica melodía a tres voces diferentes. Cantus firmus.
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La primera voz, la de mi madre, lleva la melodía principal y ahora sólo repite una y otra vez: —¡Mijo! ¿Ya cenaste? La segunda, el vuelo de las mariposas negras, el sonido seco y apagado de esas alas al cortar el aire y al chocar ocasionalmente con ese ser. Y la tercera, el bajo. La melodía de fondo, un acompañamiento que pasa desapercibido al principio, pero que es fundamental para completar la escalofriante polifonía. Es un sonido ahogado, grave, repetitivo, un pulso que intenta llevar un ritmo pero que se atrasa y busca compensarse para recuperar su paso, es como el de una gran campana repicando pero no desde el campanario de una ruinosa catedral, sino como si proviniera debajo del suelo, de las entrañas mismas de la Tierra, porque ese sonido emana desde dentro de ese ser: es el latido de un enorme corazón. Empiezo a llorar. Deseo moverme, pero mi cuerpo no me responde, como si no fuera mío. Quiero gritar, pero ¿cómo lo voy a hacer si nunca he gritado fuerte en mi vida? Siempre todo a medias, tan tibiamente. Y además siento que ya nada importará dentro de unos instantes. Antes del último momento, me resigno. Termina de subir la escalera. Cruza el pasillo. Llega al umbral. Y finalmente, ya puedo verle la cara. Un sonido desconocido que empieza desde una frecuencia inaudible y que recorre todo el espectro, irrumpe con tal violencia que detiene el tiempo y anula la gravedad. Es un grito. No, son dos al unísono. El suyo y el mío. El suyo me taladra con mil lanzas ardientes que se hunden en mi corazón y desde ahí empieza a corroerme como si fuera un ácido. Pero el mío me despierta. Y me salva.
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vi
Todo está oscuro. Estoy llorando. Me duele el pecho. Me incorporo en la cama, todavía confundido por ese momento en el que el sueño sigue tan vívido, en el que uno siente que todavía puede ser alcanzado por su difuso velo gris. ¿Qué fue eso? ¿Cuál fue su propósito? El recuerdo que atesoraba de su voz... ya no será igual. Aunque mañana será sólo un sueño que no significa nada para los demás, sobre todo porque nunca lo podré contar completo, nunca podré decir lo que vi en ese rostro. Y conforme empiezo a recuperar la lucidez, toma forma otro aspecto más inquietante, que hace que mis reflexiones anteriores ya no sean tan importantes. Esto forma parte de algo más. Recuerdos deformados. Deseos cumplidos en sueños. Sueños que se convertirán en realidad. Advertencias ignoradas. Fue sólo el principio. Recuerdo entonces al chamán y esa expresión que tanto me aterró, y la revelación llega como un destello. Al fin comprendo lo que era esa mueca justo después de pedir mi deseo. Era una sonrisa.
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semblanzas
josé martín molina cardona
(Ocampo, Tamaulipas, 1964) es escri-
tor, actor, fotógrafo, videasta y promotor cultural. Ha participado en talleres con Vicente Quirarte, Guillermo Samperio, Francisco Hernández, Eduardo Milán, entre otros. Fundador de publicaciones del ejercicio literario como Escaparate, La Linterna Mágica y Azimuth. Como fotógrafo expuso Los sujetos del delirio en el Cerdo de Babel, en febrero de 2007. Ha dirigido y producido cortos en video como Mexicano ídolo plástico, de Maggie Macías, Las hojas y el viento y Edipo Sánchez en coautoría con Darío Ortíz y José Luis Molina. Obtuvo el tercer lugar en los Juegos Florales de Poesía Manuel Acuña 2005 y el primer lugar en el certamen ¿Por qué es mi consentido? 2005. Trabajó en proyectos de poesía activa en el Taller de la Caballeriza.
jetzabé muzquiz
(Saltillo, Coahuila, 1988) es licenciado en ciencias
de la comunicación por la Universidad Autónoma de Coahuila, generación
xxvii.
Apasionado de la lectura y poseedor de una biblioteca
con más de trescientos títulos y contando. Amante de la fotografía, galardonado con el Premio Nacional de Fotografía 2012, por parte de la agencia fotográfica Cuartoscuro y el Ayuntamiento de Aguascalientes. Gamer y algo friki. Desde 2012 trabajó como reportero gráfico para la
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sección de nota policíaca en el periódico Vanguardia de Saltillo. Antes colaboró en el periódico Zócalo de Saltillo. Nunca ha publicado un texto meramente literario, sólo trabajos periodísticos. Sigue en la búsqueda de una voz y estilo.
iza rangel
(Saltillo, Coahuila, 1997) es estudiante de derecho en la
Facultad de Jurisprudencia por la Universidad Autónoma de Coahuila y becaria de la Academia Interamericana de Derechos Humanos de la misma universidad. Ésta es su primera publicación.
sofía sarahí estrada alfaro
(Saltillo, Coahuila, 1992) cursó la carrera
de diseño gráfico en la Universidad Autónoma de Coahuila del 2010 al 2013. Actualmente estudia en la Facultad de Ciencias de la Comunicación, de la misma universidad. Tiene veintitrés años y ésta es la primera vez que, con alegría y nervios, publica un texto propio. Sus trabajos y escritos van de situaciones cotidianas, realidades inmediatas y, en su mayoría, llevan un tinte de denuncia y solución.
sara andrea álvarez
(Saltillo, Coahuila, 1998) es estudiante en la Es-
cuela de Bachilleres Ateneo Fuente por la Universidad Autónoma de Coahuila. Escribe relatos de aventura y fantasía. Desde hace tres años utiliza el lenguaje literario para entenderse con el prójimo a través de la construcción de la belleza. Como primera incursión en la literatura, publicó en la revista Colección de Anzuelos, del Foro Independiente de Escritores, por parte de la Secretaría de Cultura del Estado de Coahuila.
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andrea rodríguez
es educadora por formación profesional. Empresaria
con veinticinco años de experiencia en el ramo de la alimentación, panadería y producción de alimentos saludables, específicamente. Su formación en el área de literatura la inició en el 2012 cuando asistió a su primer taller de cuento corto para adultos, que fue impartido por la escritora sonorense Cristina Rascón. Un año después participó en el Taller Relámpago de Narratología impartido por Julián Herbert. Es alumna de la primera generación de la Escuela de Escritores de la librería del Fondo de Cultura Económica Carlos Monsiváis. Participó en el Taller Relámpago de Poesía impartido por Víctor Palomo en sus dos emisiones. Actualmente pertenece al Seminario de Literatura Francisco José Amparán, que imparte Julián Herbert, y al taller literario El Aleph, impartido por Alejandro Pérez Cervantes. Ésta es su primera publicación.
óscar mesta
es todo un prospecto a ingeniero civil, frío con los nú-
meros y, extrañamente, cálido con las letras en su intento de ser poeta. Los últimos dos años ha dedicado sus preciosas mañanas de sábado a inmiscuirse en el mundo literario en la nueva y transformada Carlos Monsiváis, así como también en El Aleph, taller literario, con Alejandro Pérez Cervantes. Y, como alguna vez le aconsejó Jesús de León, dedica sus fines de semana y vacaciones a vivir, con actividades que van de ir de fiesta en fiesta por todo Saltillo hasta los viajes más inesperados, conciertos y festivales con sus amigos. De vez en cuando disfruta de algunos buenos doppios en los diversos cafés de la ciudad, no importa si es solo o acompañado. Encuentra letras en el fondo de las tazas y versos en los atardeceres.
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armando reyes
(Saltillo, Coahuila, 1982) es egresado de la Escuela de
Artes Plásticas Profesor Rubén Herrera por la Universidad Autónoma de Coahuila. Durante su estancia en la institución realizó exposiciones colectivas. Egresando tocó puertas, abriéndose pasos pequeños en el medio. En el 2007, con la exposición Pensamientos diversos, muestra colectiva en la Sociedad Nazario Ortiz Garza, se le abren las puertas a un grupo de nuevos artistas. En el 2010 con Amor, tristezas y olvido, exposición individual, muestra su visión de la fragilidad del ser. Ahora, por medio de las letras, busca darle continuidad a sus cuadros, bocetos e ideas que rondan en su cabeza, tratando de contar historias que puedan crear imágenes.
arturo rodríguez zamarrón
(Ciudad de México, 1969) es licenciado en
economía por la Universidad Autónoma Metropolitana. Estudiante de la Facultad de Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México. Columnista en la sección de Economía del periódico El Demócrata y en otras publicaciones. Locutor de radio para la estación Cultura Saltillo en Línea. Editor de la revista literaria Alejandría. Graduado de la Escuela de Escritores impartido en la librería Carlos Monsiváis. Actualmente estudia en El Aleph, taller literario, impartido por el escritor Alejandro Pérez Cervantes.
carolina garcía flores
(Saltillo, Coahuila, 1995) estudia el quinto
semestre en la Facultad de Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Coahuila. Es parte de la primera generación de la Escuela de Escritores de la librería del Fondo de Cultura Económica Carlos Monsiváis. Asistió al taller literario El Aleph, impartido por Alejandro Pérez Cervantes, a través del Instituto Municipal de Cultura de
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Saltillo. Publica una novela por entregas en la revista en línea Alejandría, editada mensualmente. Participó en dos eventos de la Escuela de Escritores en la Feria Internacional del Libro en Arteaga (2014 y 2015). El género literario que desarrolla principalmente es la prosa en novela y cuento.
ricardo bernal
(Saltillo, Coahuila, 1967) tiene estudios de sistemas
computacionales. Desde niño su curiosidad se encaminó por el cómic, lecturas teológicas, paraciencias, tecnología y ciencia. Ha concurrido a talleres narrativos, de creatividad y traducción poética. Colaborador en prensa local, reseña evento cultural y cinematográfico. Es cronista urbano. Acreedor de menciones honoríficas en rubros narrativo y ensayístico. Actualmente cursa una licenciatura en letras españolas por la Universidad Autónoma de Coahuila. Le atrae todo arte. Asistente asiduo a ciclos de cine y teatro, ponencias, conferencias. Edita regularmente dos revistas de creación literaria (OBÚS, OBÚS NANO), prepara una de reseña cultural (DRON) y otra de entrevista (FETO). Un sueño le asedia: hacerse de más lectores que no sean familiares ni amigos. También ver editado su primer libro narrativo.
raymundo mendoza arredondo
es director y creador de la Red Lu-
dens A. C., desde donde ha promovido el desarrollo de programas para la gestión cultural. En los últimos años, a través de la música y la literatura, ha generado un intenso diálogo en comunidades de la periferia de Saltillo, Coahuila, y en más de treinta ejidos de la región.
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edgar valdés
(Saltillo, Coahuila, 1978) es licenciado en derecho y en
diseño gráfico por la Universidad Autónoma de Coahuila. Desarrollador web e ilustrador digital. Es autor de relatos fantásticos y de ciencia ficción.
aurora de jesús alvarado cedillo
(Saltillo, Coahuila, 1970) es li-
cenciada en psicología y maestra en artes plásticas por la Universidad Autónoma de Coahuila y con estudios en psicoanálisis lacaniano. Durante cinco años fue miembro de la Asociación del Jardín Queretano de los Artistas. Expuso en muestras pictóricas colectivas e individuales en Querétaro y su ciudad natal. Cinco muestras individuales con La Mujer y el decir de sus deseos en la ciudad de Querétaro. La pintura y la escritura, como un refugio ante la vida, la han llevado a expresar su emoción, pensamiento y su decir como mujer. Tiene un profundo interés por el arte, la cultura y sus manifestaciones. Asistió al Taller de Poesía Relámpago, en sus tres módulos, impartido por el escritor Víctor Palomo. Actualmente asiste al Seminario de Literatura Francisco José Amparán, con el escritor Julián Herbert. Ha publicado en varias revistas de la localidad, como primera incursión en el mundo de las letras.
maría virginia solís
(Monclova, Coahuila, 1980) con formación en
ingeniería industrial y posteriormente en humanidades. Descubrió su amor por los libros desde pequeña, siendo Cumbres borrascosas y Quo vadis? sus primeros amigos. En la búsqueda de sí misma llegó a El Aleph, taller literario, y se quedó.
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ángel cuandón lópez parra
(Tlalnepantla, Estado de México, 1984)
es coahuilense por adopción. Licenciado en diseño gráfico por la Universidad Autónoma de Coahuila. Escritor y narrador amateur desde su niñez. Ilustrador y lector asiduo que, permanentemente, busca reducir la estela de textos que jamás podrá leer. Papá de dos hermosas niñas a quienes dedica siempre sus fábulas y con quienes ha creado un mundo paralelo alrededor de su propia infancia y las aventuras que desearía haber tenido. En sus relatos, recurrentemente aborda temas como el desamor, la muerte, el tiempo, la melancolía, entre otros. Sus cuentos plantean siempre aventuras fantásticas que conllevan una enseñanza. Su mayor logro habrá de ser mostrarles el camino de la felicidad a sus hijas.
crhistian cuatianquis
es licenciado en economía y sociedad por la
Universidad de Toulouse I Capitole y licenciado en economía por la Universidad Autónoma de Coahuila. Columnista mensual del periódico Vanguardia y anterior columnista en el periódico 10 minutos. Fue mediador del Programa Nacional de Salas de Lectura. Escritor amateur de cuentos y poemas sin publicar.
élfego alor castañuela
es artista plástico, ingeniero en sistemas y es-
critor incipiente de cuentos. Empezó su formación pictórica a los once años. Ha desarrollado cursos de perfeccionamiento en las artes visuales en países como Italia, Canadá, Estados Unidos y México. Cuenta con una serie de exposiciones colectivas e individuales en México y otros países como Cuba, Estados Unidos y Francia. Ha impartido clases
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de dibujo y pintura académica en el Museo de las Culturas, Museo Rubén Herrera y en los talleres de la Secretaría de Cultura del Estado de Coahuila. Fue maestro fundador del reconocido Atelier Punta de Plata. Su incursión en las letras se da a partir de haber ingresado al taller literario El Aleph. En sus tiempos libres desarrolla software de telecomunicaciones para la empresa Itelteq.
karla garcía rodríguez
nació bajo el signo de Acuario en febrero
de 1986 en Saltillo, Coahuila. Ser el sándwich de la familia le trajo la mayor ventaja que puede tener esto, crecer en completa libertad de pensamiento y obra. Nunca se le exigió ser de tal o cual forma. Cinéfila, beatlemaniaca y tejedora compulsiva. Procrastinadora ocasional. Imprudente y de risa estruendosa. Ateneísta de corazón; cursó los mejores dos años de su adolescencia en el glorioso Ateneo Fuente. Actualmente se dedica a cuidar bocas ajenas, mejorar sonrisas y hasta hace coaching emocional, pues estudió la carrera de cirujano dentista en la Facultad de Odontología. Alma libre por convicción. Lectora promiscua declarada, pasa sin problemas de Murakami a Cortázar y luego a Julio Verne, de Paul Auster a Rainbow Rowell en una misma semana. Ama por igual la poesía y la ciencia ficción. Escritora de clóset desde los doce años.
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ÍNDICE LIMINAR
9
Alej a nd ro Pérez C erva ntes VISIONES DE SAN ANTONIO
13
Jos é M a rtí n M o li na C a rd o na PO R L A M A D RU G A DA
18
Jetzabé Muzquiz PRELUDIO A LA BELLEZA
24
Iza Ra ng el LE SUGIERO ENAMORARSE DE USTED
26
Sof í a Sa ra hí E s tra d a A lf a ro NEGOCIOS TURBIOS
28
Sa ra A nd rea Á lva rez 30
FAUNUS
And rea Ro d rí g u ez HALO PROTE C TOR
Jos é M a rtí n M o li na C a rd o na
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31
E L B O SQU E D E E SC R I TOR E S
34
Ósca r M es ta L A SO N R I SA D E SA R A
35
Ar mand o Reyes T I E MPO C OM PA RTI D O
43
Arturo Ro d rí g u ez Z a m a r ró n MAR I POSA S A Z U L E S
46
C a rol i na G a rc í a F lo res 55
E L JAL E C I TO
Rica rd o Ber na l L AS SE C U E L A S D E SE PTI E M B R E
60
Ósca r M es ta L A CA SA D E LOS A BU E LOS
66
Raymu nd o M end oz a A r red o nd o E L PÁ JA RO SE C R E TO
68
Edg a r Va ld és FU E RON C E N I Z A S
Jetza b é M u z q u i z
158
71
E SC R I B I R E N U N D E SE o
81
Auro ra d e Je s ú s A lva ra d o Ced i l l o L E TA RG O
84
Ma rí a Vi rg i ni a So lí s I N F I E R N O / C I E LO / V I C E V ER SA
86
Áng el C u a nd ó n Ló p ez Pa r ra U N E J E RC I C I O D E OLV I D O
90
C rhi s ti a n C u ati a nq u i s AL A S E N E L SI L E N C I O
94
Sa ra A nd rea Á lva rez CR ÓN I C A D E U N SU E Ñ O C O N ESPEJ O S
96
Élf eg o A lo r C a s ta ñu ela E STA M U J E R V E STI DA D E F LO R ES,
103
AV E F É N I X QU E ( M E ) V E R Í A R ENACER
Iza Ra ng el E L PL Á STI C O E TE R N O D E L F UT URO
105
Edg a r Va ld és E SPE J I SM O
108
C a ro li na G a rc í a F lo res
159
FU T URO
113
Áng el C u a nd ó n Ló p ez Pa r ra CAPUL LOS
115
Rica rd o Ber na l E L JAR D Í N D E L A S M É L I D E S
122
Andrea Ro d rí g u ez FI NAL F E L I Z
124
K a rla G a rc í a Ro d rí g u ez V I Ñ E TA S
127
Raymu nd o M end oz a A r red o nd o AMARG O R E C U E R D O
130
Auror a d e Je s ú s A lva ra d o C ed i l l o ATAQU E D E QU I M E R A S
132
K a rla G a rc í a Ro d rí g u ez E L R E F U G I O D E SU VOZ
135
Élfeg o A lo r C a s ta ñu ela SE MB L A N Z A S
149
160
Los nombres del mundo. Nuevos narradores saltillenses, se termin贸 de imprimir en marzo de 2016 en Quintanilla Ediciones. El cuidado de la impresi贸n estuvo a cargo de Elsa Tamez. En su composici贸n se utilizaron fuentes de la familia Baskerville. La edici贸n consta de 1 000 ejemplares.