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FONDO EDITORIAL TIERRA ADENTRO
Murania Alejandro Pérez Cervantes
Títulos publicados 328. Mayra Luna Lo peor de ambos mundos Relatos anfibios (cuento)
329. Óscar Édgar López Solo y sin bolsillos para meter las manos antes de llorar (cuento)
331. Alejandro Pérez Cervantes Murania (cuento)
LUGAR UTÓPICO Y AL MISMO TIEMPO REAL, MURANIA ES LA TRANSICIÓN DE
una generación extraviada que intenta encontrarse con el paso de los años a través de una revista. Además, es la búsqueda de tiempos más apacibles pero no por ello menos memoriosos: autopistas, bares, disqueras, pájaros negros y alas rotas: un abismo y una palabra mágica que hace responder a sus personajes a manera de confesión acerca del tedio y el vacío de una “literatosis” contraída en la adolescencia. A través de los ocho relatos principales construidos por un tejido que logra una unidad novelística, Murania da al lector un incentivo para volver una y otra vez al pasado, para hallar las huellas y los fósiles ontológicos en un ambiente reconstruido por los sueños de sus personajes. Con este libro, Alejandro Pérez Cervantes obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2007. El jurado seleccionó a Murania por su propuesta de estructura eficaz, sus imágenes poderosas y el lirismo de su lenguaje.
ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES
Murania
(teatro)
(Saltillo, Coahuila, 1973). Es escritor y artista plástico. Estudió diseño gráfico en la Universidad Autónoma de Coahuila. Ha sido colaborador de diversos medios como El Norte, Espacio 4, La Linterna Mágica, Escaparate y Vanguardia, donde obtuvo en dos ocasiones el Premio Estatal de Periodismo, además de medios nacionales como La Revista de El Universal y Replicante. Es editor de la revista cultural Azimuth y miembro del consejo editorial de la Revista Norteamericana Contratiempo, publicada en Chicago, USA. Es también autor de la plaqueta Los muros de niebla, 1998. Su obra plástica puede verse en babel1.buzz net.com
Alejandro Pérez Cervantes
330. Martín López Brie Tiresias Jam
PORTADA: NURIA MONTIEL PÉREZ GROVAS. ESPINAZO DEL DIABLO ROAD, SERIGRAFÍA Y TINTA CHINA SOBRE PAPEL,35 X 22 CM, 2006-2007, MÉXICO.
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Primera edición 2007 Fondo Editorial Tierra Adentro Diseño de portada: © © por ilustración de portada D.R. © 2007, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Dirección General de Publicaciones. Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc, CP 06500, México D.F. Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad de la Dirección General de Publicaciones del conaculta. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Dirección General de Publicaciones. Impreso y hecho en México ISBN conaculta
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Índice
15 Lauro Zavala 27 Apolonio Ugarte 41 Allison O’brien 49 Valek Walkuski 53 Murania 57 Luciano Almaguer 69 Macario Orozco 83 Olimpo Rosas 89 Breviario del desvarío 89 Almaguer, Vulcano 90 Almaguer, Luciano 91 Orozco, Macario 92 O’Brien, Ben 93 O’Brien, Allison 94 Overton, Nora Belle 95 Perkins, Luther 97 Regino, Adelfo 98 Ríos Magaña, Ausencio 100 Rosas, Olimpo 101 Salazar, Valerio 103 Ugarte, Apolonio 104 Walkuski Valek 105 Witko, Tashunka 105 Zamarrón, Marina 105 Zavala, Lauro
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A la memoria de Vulcano Almaguer, mi padre A mis hermanos, guerreros a ciegas
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Este libro no hubiera sido posible sin el diálogo luminoso y la amistad invulnerable de José Martín Molina
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Te regalarĂŠ un abismo. Roberto BolaĂąo
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Lauro Zavala (Caborca, Sonora, 1949 − Cholula, Puebla, 1988)
A Lauro Zavala jamás le tembló la mano. Ni a la hora de defender su extinta honra de niño, o judicial aspi rante en un rapto de cocaína, cintarear a su propio pa dre. O cuando ya en plan de asaltante, en fuga rumbo a Zacatecas, acribilló por la espalda a su compadre del alma, el temido capitán Lemuel. Sólo una vez, y así se gestó su caída, cuando desde el gobierno le orde naron matar a su amigo de la juventud, Apolonio Ugarte. Zavala pensaba que todos los traileros eran suici das, que querían morirse. Con ése y otros pretextos, escapó de la obligación de heredar el oficio paterno, de trabajar como sudó su estirpe; del sopor de las carreteras y la inquietud de atravesar con la carga des bocada largos y sinuosos caminos. Su madrina, una bruja yaqui, le decía cuando niño que si uno se asoma al abismo, el abismo se asoma también dentro de uno. Él recordaba a la vieja en las madrugadas eternas a través de los desfiladeros antes de llegar a Mazatlán o San Luis. Su padre manejando como un sonámbulo, con sus párpados de batracio, hendiendo las tinieblas en una interminable caída horizontal. Lauro nunca supo a partir de cuándo el abismo pasó a vivir dentro de él, si desde la primera vez que miró sus manos tintas de sangre, o cuando el capitán le ordenara descargar su pistola reglamentaria sobre el rostro de indígenas amarrados en algún poblado de la 15
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Costa Chica. Lo cierto es que le tomó gusto. Y atrave só la nación como un depredador más de las cientos de policías y cuerpos de seguridad que durante déca das apuntalaron la hegemonía priísta. Guardia rural en la Chihuahua de Praxedis Giner Durán, apaleando normalistas en el Casco de Santo Tomás, o de infiltra do entre los disidentes de la Universidad de Sinaloa, Lauro Zavala dejaba tras de sí una estela de quejidos y sombras, una gran mancha de sangre. Duro de la cabeza, en la Nacional Preparatoria, an tes de esbozar su destino carnicero, conoció a un mu chacho norteño un poco más joven que él. Fueron años intensos, de poesía y ruidos de esténcil, de pin tas y carreras a través de una ciudad a oscuras. Luego todo se perdió. Zavala llegó a desarrollar un profundo odio hacia los poetas porque por más esfuerzo que pusiera en ellos, sus sonetos terminaban indefecti blemente mal: los renglones eran torcidas torres de versos aprisionados que rimaban con estrépito de fie rro, imágenes sin sustancia, balbuceo puro. Luego, en sus años de policía en el regimiento de motopatrullas, tirador avezado, y más tarde comandante en la Fede ral, llegó a pensar en la literatura como un chiste gris, una ocupación de imbéciles, una vocación de fatuos parásitos. Y nunca disfrutaba tanto, como cuando en las redadas por Nepantla o en algún barrio de Jalisco, en alguna casa de seguridad, entre los militantes de alguna célula, se encontraba con algún escritor aspi rante, o alguna poeta feminista. Entonces, sólo en tonces, era la hora de la venganza. En esos meneste res volvió a encontrarse con su viejo amigo, Apolonio Ugarte, su “carnal del alma”. Ugarte militaba en una célula entrenada en Corea, instalada clandestinamen te en un rancho de Apodaca. Luego de una breve es 16
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caramuza que se apagó con los últimos rescoldos del crepúsculo, el intercambio de fuego finalizó. Rendi dos, a los demás se los llevó la noche. Ugarte acompa ñó en avión al comandante Zavala en su regreso a la Capital. Llevaba consigo dos libros: Vidas imaginarias de Marcel Schwob, Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters, y un manuscrito propio intitulado Siete muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Se pusieron al tanto dentro de lo que cabía, mi diéndose como dos tigres encerrados en un círculo trazado por las llamas. Ugarte intuyó las monstruosidades incubadas en la persona de su viejo amigo. Como si un ánima veni da de otro mundo se hubiera instalado en la cáscara corporal del envejecido aprendiz de poeta. Hablaron poco, de años remotos, de una revista, de un número único: Murania. Y quizá en el afán de distraerse de los gritos que perforaban las paredes, empezaron a discutir sobre el origen de aquella pala bra, sobre el autor del título, sin poder precisar bien a bien quién lo propuso. Sería tal vez un término com puesto, como el Trilce de Vallejo, como la Masmédula de Girondo… En el número único de Murania, perdidos sus ejemplares para siempre, se publicó uno de los pri meros cuentos de un ingeniero industrial, oriundo de León, que años más tarde moriría en un accidente aéreo en España; un soneto de un joven y silencioso zacatecano apellidado Almaguer, a quien muchos des preciaban por preferir el bolero ranchero a Edith Piaff y las cintas mudas de vaqueros a las fábulas de Jean Cocteau; además de los delirios mal rimados de una joven y desequilibrada escribidora, que con su último happening puso de moda el acto de arrojarse a las vías 17
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del metro. También, un cuento indigenista de un na rrador chiapaneco, miembro del grupo Motín de Es pigas, quien muchos años después fungiría como Se cretario de Gobierno durante los meses más cruentos de la revuelta zapatista de 1994. En su silencio, el comandante Zavala parecía lamentar la escasez de sus méritos para figurar en el recuerdo de aquel sue ño perdido en una larga noche de ráfagas y altavoces, de sicodelia y almas en estampida. Ugarte, quien lo miraba como desde un pozo sin fondo, en un chiste cruel que dejaría al comandante sumido en la duda durante años: si su amigo seguiría huyendo en el reino de los asesinos, o haciendo jue gos de palabras en el país de los muertos, le dijo: “Tú has ganado lauros a bala…” III Para Lauro Zavala 1973 fue un año de mierda. Se aca baron los enemigos. Las universidades se aplacaron, y los líderes sobrevivientes huyeron becados a Euro pa. Ya no hubo a quien culpar de la subversión contra la patria. El trabajo escaseó. Quedaban los incipien tes traficantes de la frontera y los caciquillos. Los po líticos enemigos del Presidente. Eso y la nada. Eso y el tedio. Eso y los ejércitos depredadores rumiando sus hábitos de cacería, volviéndose viejos, gastando su dinero en mansiones del Ajusco. Comprando ca rros importados. Vistiendo como la gente. Haciendo negocios. Fundando compañías de seguridad. Pero no Lauro Zavala. Fue el único que miró caer los pájaros. Primero, una tarde plomiza de Tuxpan, mientras 18
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un petrolero se alejaba hacia un mar de lodo, cuando una gaviota cayó en picada casi encima de sus moca sines llenos de arena. Entonces, el corazón se le llenó de presagios. Huyendo de ahí, los vio caer en Monterrey, donde el calor del crepúsculo, como un horno ubicuo y fe roz, los tumbaba por millares desde el oscuro cablea do: una llovizna negra que azotaba los tendidos de los mercados y las marquesinas de los prostíbulos por la calle de Salazar. Luego Torreón, donde los diarios marginales culparon al plomo enseñoreado en el aire, que también hacía nacer niños sin masa encefálica. Años después, tendiendo enlaces para su red de contrabando, en un polvoso pueblo de Texas; cuyo nombre era San Arcángelo, una tarde de ceniza había entrado a un antiquísimo bar para borrarse esas ideas de la cabeza. El lugar estaba vacío. Un estruendoso solo de guitarra emergía de una radiola de más de me dio siglo, cimbrando las copas acomodadas detrás de la barra. Al fondo de una penumbra azulosa, infini ta, un negro enorme lloraba a gritos, mojando la vieja madera de la pequeña mesa con sus mocos y con su llanto. Molesto, y casi a punto de sacar su pistola, Zavala preguntó al cantinero de quién se trataba; “Es Luther Perkins, señor… nuestra gloria local”. “¿Y eso qué chingados es?”, reviró el policía impa ciente. “Es una pieza suya, su más grande éxito…”, dijo el hombre que le servía, antes de escabullirse hacia una pequeña trastienda, como intuyendo la mal disi mulada brutalidad de aquel extraño cliente. Al terminar un ron blanco que le sentó fatal, su curiosidad de sabueso lo empujó a buscar en la radio 19
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la la carátula de aquel disco y comprobar el dicho del bartender. El anciano negro aún seguía llorando, el rostro es condido entre los brazos, como un ídolo rodeado de ofrendas de cristal vacías. El disco era una antigüedad de vinil. El brazo me cánico del aparato sostenía una funda de cartón don de se leía el nombre de la disquera: Eolo Media Re cords. Una foto en sepia, retocada a la manera de los viejos carteles de cine, mostraba el rostro de un hom bre negro luciendo una amplia sonrisa, sentado en un banquillo de músico, abrazando una rudimentaria gui tarra eléctrica. Haciendo un mínimo esfuerzo, cual quiera podría darse cuenta de que se trataba de la misma persona, aun y cuando los años habían hecho lo suyo. Lo que ya de plano no le gustó para nada al ex comandante fue el título del disco, un resquemor que lo hizo salir apresurado del bar y de aquel pueblo maldito: Luther Perkins. Gone days like broken wings: Días idos como alas rotas. Pero la visión más atroz, vigilando un cargamento procedente de Nuevo Laredo, la tuvo un sábado por la tarde, frente al Penal de Matehuala. Uno de los peores e inmundos agujeros a dónde podía caer un hombre. Tripulando su Caprice, seguido por sus es coltas que siempre un kilómetro adelante abrían el paso a un tráiler sin placas, Lauro Zavala vio crecer una nube negra desde el poniente, una sombra viva que oscilaba como desgajándose y volviéndose a con formar. Un zumbido oscuro que cubría el cielo. La enorme cortina de pájaros negros vino a posarse enci ma de las herrumbrosas bardas de la penitenciaría, para en un segundo detenerse y empezar a llover 20
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como pedradas, cayendo las aves por miles. Durante poco menos de un minuto, los pequeños cuerpos se estrellaron contra las torres de los vigías, contra la os curidad de la carretera; abollando la carrocería y de jando como lloviznada de sangre la blancura del ca price último modelo. El fenómeno lo enmudeció, siguiendo al pesado silencio un estallido de rabia que detuvo la caravana para dirigirse a pendejear al director del penal, ampa rado en su fuero de comandante vitalicio. Un cuarto de hora después, cuadrillas de presos, muchos de ellos indígenas huicholes, salieron custo diados a barrer las miles de aves. Limpiaron la sangre de las bardas, de las patrullas, de las torres, de los se ñalamientos de la Secretaría de Comunicaciones. Ar mados de palas y escobas fueron formando montones. Oscuros montones como de hojas secas, hojas yertas que el viento ya jamás podría arrastrar. Entrada la noche, cuando la caravana del coman dante Zavala tenía horas de haber partido, pequeños fuegos crecieron aquí y allá, alumbrando el desierto. Eran pájaros, muchos pájaros. Así empezó la locura del comandante Zavala. Aludido por un diluvio de pájaros. Pelícanos que morían en las playas de Campeche. Zopilotes cu briendo el cielo de Ciudad Obregón. Epidemia de palomas en Saltillo. Gaviotas enlodadas en Tuxpan. Auras hipnóticas en las carreteras de Sonora. Estruen do de cuervos, montañas de plumas negras cubriendo la arena y los mármoles blancos en la zona hotelera de Cancún. Alfombras de plumas en el Distrito Fede ral… Lauro Zavala veía a los muchachos muertos, los anónimos rostros aplastados por su puño, en la multi 21
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tud de pájaros abatidos. Niños alados que lo perse guirían sin descanso hasta el final de sus días, la tarde de un domingo lluvioso en el manicomio de Cholula, cuando diluida la Federal de Seguridad un lustro atrás, disuelta su leyenda en el papeleo de jóvenes abogados que desconocían sus crímenes en pro de la patria, lejos ya de la vorágine de asaltos junto a su jefe Ausencio Ríos Magaña, quien de incógnito en Esta dos Unidos se volviera ministro adventista. Lejos del fuego de las armas y de la coherencia, recordando a veces las palabras de Apolonio Ugarte, fugado hacia la noche años atrás entre tiros, en un ba surero de Neza. Aquel día, en la Estancia, las enfermeras se cuida ban de decir la palabra “manicomio”, las cosas habían empezado a andar mal. Un estreñimiento de días le había puesto el ánimo de lo peor; volvían las pesadi llas, y hacia las tres de la tarde, al entrar en al área de juegos, en el ventanal nublado por la llovizna y la transpiración de 60 dementes, Lauro Zavala contem pló algo que le cortó la respiración: Con el dedo, como un niño travieso, un visitante invisible había escrito el vocablo maldito: Murania. Evadiendo a las enfermeras, el ex policía corrió rumbo al patio, bajo una llovizna pertinaz. Su bata se le pegaba al vientre combo, a las nalgas lisas. El frío le mordía la calva, y venciendo la artrosis, limpiándose las cortinas de agua que el cielo arrojaba sobre él, pudo contemplar a la silueta que recargada contra la balaustrada de la Iglesia de Nuestra Señora de Gua dalupe —la gente decía que bajo aquel cerrito palpi taba enterrada una pirámide—, lo contemplaba fija mente. Parecía un turista extraviado que desde aquella cumbre se asomaba a un patio de locos. Sus dudas se 22
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despejaron cuando el hombre alzó el brazo, saludán dolo. Era su único amigo, su único prófugo, Apolonio Ugarte.
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Suéñame, pues, cataclismo. Gabriel Silva Levario
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Apolonio Ugarte (Palaú, Coahuila, 1955 − Waukegan, Illinois, 2013)
“Vine hasta aquí huyendo de mí mismo. De la peor de todas las voces que sin querer nos habitan. Duran te años, incluso antes de la primera mirada desde el desamparo de mi padre hacia las esquivas rodillas de mi madre, ya se cocinaban este veneno y este descon cierto. Mellam Apolunio Ugarte. En El Desierto, desde donde vine, el polvo y el calor crean durante el crepúsculo tonalidades imposi bles. Espejismos. Los tráilers flotan sobre la respira ción de las carreteras, negras serpientes de asfalto custodiadas por soldados.Un domingo por la tarde, entre La Laguna y el impreciso principio de El De sierto, desde un autobús atestado, vi recortado contra el atardecer a un hombre gris-negro que en la cima de un basural gritaba frente a un Caterpillar. La mohosa maquinaria parecía cuestionarlo con su fiera pala sus pendida en el aire. La imagen duró apenas unos se gundos, antes de quedarse atrás, como los rostros de nuestros días, las noticias de los diarios, lo recién des cubierto. Remito la imagen del hombre y la bestia de acero porque a veces así vislumbro mi diálogo con el mun do. Una maquinaria que me amenaza sorda, a punta de dentelladas, mientras mis gritos se pierden en las depresiones de lo no vivido, la pestilente y vistosa armonía del basural. Me estoy desviando del punto de partida. Pero, 27
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¿existe realmente un punto de partida, o al menos una certeza, el ubicuo “punto de fuga”, el borroso principio, el imaginario final? En El Desierto, el pol vo que flota como un ser vivo, y una suerte de ham bre, me empujaron hasta acá. Los espejismos inse pultos no me sedujeron más. Y un día me vi de pronto, con una valija prestada, ascendiendo hacia el cielo mecánico de los aeropuertos. Dos horas y media después, la nubosidad escupida por El Lago volvió mi destino un limbo indescifrable. Ciudad Fénix era un punto indefinido entre la niebla. Una luciérnaga que temblaba en el radar. Una palabra en la sien del piloto. Una ciudad presentida. Una nieve que flotaba horizontal, como nunca volveré a ver en mi vida, mar tirizaba los árboles. Entré a Sodoma por la trastienda. Me recibió la brutal geometría de sus rascacielos, la tortuosa sarna de los puentes viejos. En un ático color gris rata, donde los antiguos in quilinos habían dejado en su partida pósters rasgados, restos de sus idolatrías y cabello muerto, sobre su falso cielo, coloqué dos imágenes. Una, de mi otra vida: en ella, un hombre fuera de foco, diagonal entre tende deros, abraza a un niño de meses, blanco y fuerte, con terciopelo en los párpados, sonriente y feliz. La otra postal es un sinuoso recorte, casi un rom bo, arrancado a punta de navaja de una enciclopedia. Una imagen que me perturba desde la primera vez. Tenía alrededor de cinco años y pueril aspiraba a la sabiduría vía dos ajados volúmenes de la enciclopedia Bruguera. Hojeaba en el tiempo muerto memorizan do: generales prusianos y montañas de Australia. Dei dades mesopotámicas y novelistas de la Posguerra. Ahora no sé si fue en la “B” de “Babel” o de “Brue 28
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ghel” donde apareció. Ese edificio cónico e infinito, donde se afanaban en su pequeñez los hombres, te nía algo de maravilloso y de terrible. Desde entonces, el acto de verla, y armado de lupa auscultar sus de talles, fue volviéndose un ritual. Con el tiempo, y la llegada de la madurez o el cinismo, pude adquirir re producciones más detalladas, más distantes. Y hasta pude acumular el saber inútil de su historia. Su autor, Pieter Brueghel, llamado postreramente “El Viejo”, procreó un vástago, que a su vez heredó el oficio y las obsesiones del padre. El enigma de La Torre. Grandeza. Incomunicación. Castigo. Así existen, entre muchas, dos versiones de Babel, hechas por un padre y su hijo. Y como mencioné an teriormente, aunque luego accedí a infinidad de re producciones, bibliografía, e incluso pude contemplar en un oscuro éxtasis el primer original en Viena, con servé para siempre la modesta lámina de aquella rota enciclopedia. Como el guerrero que en la retirada raja la piel y extrae el corazón del camarada abatido, así yo la arranqué de su página durante mi última noche en el hogar paterno. El ruido del papel al rasgarse anunciaba ya la fractura Este extravío. Cuentan que en el Parque Marquette marcharon los primeros nazis americanos, y años después, por ra zones diametralmente opuestas, Martin Luther King Jr; yo sólo podría agregar que la ciudad me entregó su primer muerto una mañana corriendo, en un claro jun to a una laguna, suspendidos entre la niebla asomaban sus tenis caros y una bolsa negra sobre su cabeza. Por otra parte, los libros de historia afirman que an tes del Mayflower, la evolución y el saqueo, los indíge nas kikapú vivieron al sur de El Lago, para luego del “Trial of Tears”, acabar reducidos en la frontera mexi 29
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cana. Hoy, al norte de Coahuila, regentean casinos, convertidos en personificaciones de su propio mito. Técnicamente son mis ancestros, y yo, nacido un siglo después de la diáspora en lo que fueran sus Cam pamentos de Invierno, sentí un búfalo desbocado en mi pecho, cuando por primera vez, perdido, topé de frente con El Lago. Era uno de esos crepúsculos magenta poco antes de la nevada. Frente a Navy Pier y alcoholizado, vi una Rueda de la Fortuna girar encendida sobre las aguas de El Lago como la aureola de un santo decapi tado. Ahí supe que Ciudad Fénix, más que erigida de acero y cristal, era una ciudad soñada. Erguida prime ro en El Viento. Luego en La Mirada. Como el paisa je grabado en antiguas ballestas, o las mujeres que en la Avenida Michigan giran como cuchillos sobre las pistas de hielo. II Aquí soy todo y nada. Fotógrafo de ratos. Lavaplatos. Inútil crítico de plástica. Raramente, corrector de pruebas. Como fiel creyente del Ojo Mecánico aspiro a que la fotografía culmine en un proceso fundido al palpi tar mismo de la mirada, que capture la vida tal y como la percibimos, con esa densidad y esa dureza. Porque siempre existe entre lo visto y lo fotografiado una do lorosa distancia, un puente de arena. Y uno se queda rumiando impotente ante el vulgar resultado. Como corrector de pruebas aspiro a una sola cosa: dinamitar las salas donde oprobiosamente se cocina tanta escoria. Finalmente, como crítico de arte, mi silencio se 30
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repliega. Las voces se van apagando y finalmente ce san. Y cada vez me convenzo más que tratándose de pintura como de personas, las sombras añaden volumen, profundidad. En el Art Institute entendí finalmente a Edward Hopper. Su tristeza tan americana. El pintor de la melancolía urbana ya lo sabía: Como en “Night Hawks”, somos apenas pasajeros, parroquianos con una luz cenital volviéndonos la piel verdosa. Y aun que en la barra se respira la suficiencia, la soledad en tumulto es inevitable. La noche es larga y promete. Igual que en un vagón de la línea roja, nadie mira a los ojos de nadie, arracimados, el vértigo nos aniquila igual, la penumbra fruto de los rascacielos es un cre púsculo interminable, y en este bar, donde reina un cantinero sonámbulo —si atienden con atención al cuadro—, no existe una salida. Fue ahí donde la en contré. Hipnotizado por las anguladas sombras de Hopper —ventanas a oscuras, edificios raros— ella olfateaba el desajuste que se pone a hablar por mi espalda. Cierto encogimiento, las preguntas que lle nan de dureza mis hombros. Al girar y mirarla, un res plandor anuló a los demás. Pupilas de obsidiana sobre un vestido verde. Y si no fuera por los audífonos y su escaso par de brazos, pasaría por Kali la Negra. Nues tra Señora de los Asesinos. Existe un amplio registro de expresión en unos párpados hindúes. Un cierto ensueño. Un desinterés ultraterrenal. Absorbido en mis lucubraciones perdí la nube negra de su cabellera. Como siempre. Como las promesas de vagón. Lo que se contempla y se pierde. Las desconocidas que pasean a sus fantasmas o a sus perros en Lake Shore Drive a quienes no co noceremos jamás. 31
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Una gaviota chillaba sobre la cabeza de Abraham Lincoln cuando entre la populosa avenida la vi otra vez. En una vidriera dos estúpidos maniquíes me in terrogaron: “¿Qué buscas? Regresa por dónde viniste. Aquí no hay nada para ti.” Contemplé a los habitantes de la boutique. Esos espacios que ofertaban sofistica ción y belleza. Retumbaron en mi entendimiento pa labras como free, sale, high. Términos como sadness, homesick o yawn nunca estarían rotulados prometien do nada. Así eran los salones del polvo proscrito. Uno se siente el perseguidor. Reflexiona fríamen te. Olvida la visión panorámica donde somos la solita ria presa. Los maniquíes me hicieron perderla otra vez. Oí a mis espaldas sus risas. Su aséptico murmullo. Subo y vuelvo a bajar en Roosevelt. Camino jadeando hasta Dearborn. Regreso como imbécil hasta State, y en el cabalístico séptimo piso de la librería Harold Wash ington —“Lenguas Foráneas”— más allá de los puli dos espejos donde se acicalan los vagabundos, como una reina entre náufragos de cinco razas, sus párpados —los pétalos de una rosa oscura— se levantan de un antiguo libro para calibrar mi desconcierto. Su mirada blanquísima y abismal me atraviesa como una lanza. Mi razón oscila como una aguja enloquecida cuando atiendo al título sostenido entre sus manos, donde tintinean pendientes y anillos: Siete muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Un libro nacido y muerto hace treinta años. El vértigo se vuelve insoportable, y me vuelvo trastabillando so bre la dentadura eléctrica de las escaleras, cuando, sin 32
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dejar de mirarme, con una voz submarina, como pro veniente del sueño de los ahogados, en perfecto es pañol repite la voz del muchacho disuelto, el olvida do poema escrito por mí: Yo soy el Hombre Menguante. Sonámbulo paracaidista en la Ciudad de Los Vientos. He mirado al policía de camiseta y sobaquera —ese animal ortopédico— cuidar de mañana Las Rosas. Y al hijo del presidiario una tarde de domingo arropar en sus manos Un Pájaro. En la interminable Avenida de la Tierra de Ceniza cada tarde me derrumbo como esas sillas que de noche, vueltas tarántulas, de frente se vuelcan sobre las mesas… Una vez pasado el aturdimiento, seguí buscándola durante meses, sin éxito. Pero una noche de 1999, en las avenidas del barrio polaco que llevan rumbo a In diana, tuve un extraño encuentro: en la parada de un autobús, repentinamente, una mujer empezó a hablar conmigo. Era pasada la medianoche. Dijo llamarse 33
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Allison O’Brien. Sangraba de una muñeca. Un amasi jo de papel de colores taponaba sus heridas. En el antebrazo, a puros rasguños, llevaba tatuada una palabra Murania. Como las pintas repetidas en un barrio árabe de la zona norte. III Una noche antes del último día, un viento feroz que ladraba en mi ventana me arrebató de ese sueño: en él, las imágenes se empalmaban, el verde casi inso portable de Oak Park era un luminoso follaje en blan co y negro. Hemingway moría de soledad y aburrimiento año rando promesas de pólvora. Luego, yo viajaba de noche en un tren vacío de la línea verde. En Clark & Lake descendía hacia una ciudad desierta. Sólo el viento. En la ruta circular del Metro buscaba la espiral de mis huellas. Cerca de Roo sevelt, una cruz de neón rojo suspendida en el aire intentaba convencerme: Jesus Saves Volvía sobre mis pasos hacia el corazón vacío de la ciudad. Cercado por luces que parpadeaban y el vien to de El Lago, un rumor de pisadas avanzaba desde el sur. Eran ruidos amortiguados, luego bufidos y rasgar de uñas sobre el asfalto. Entonces los vi. Eran una manada que recorría las calles, ocupán dolas. Sus miradas eran tristes y terribles. Lustrosos y negros, los cientos de perros con el hocico enjaulado
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oteaban en el aire un algo indefinido que no termina ban de encontrar. Sus carreras se entrecruzaban, como soldados apre surados que tomaran sus posiciones, hasta detenerse en silencio al pie de los rascacielos, donde alzaban sus cabezas, ansiosos, ante los murmullos provenientes de El Lago. Entonces desperté. IV Ahora soy el muerto que los diarios venderán maña na. Evaporado de pronto como uno de los miles de desesperados que configuran esta oscura geografía. El peatón luminoso que aparece durante segundos en los semáforos. La yonqui de veinte años que te pide lumbre de madrugada en la estación de Central Park. El elotero de La Villita que perdió a su hijo en un ti roteo. El redactor de Pilsen que tuvo que soportar la estupidez de un poeta hondureño. La chofer negra de la cta que cuidaba a sus hijos mientras conducía el autobús. El obrero de la calle 18 que levantaba 50 libras en turnos de 10 horas. La muchacha de Mi choacán que atravesaba la ciudad de noche para sos tener dos trabajos. El jardinero de Joliet al que las pandillas le quemaron la casa con su familia dentro. La anciana polaca que dormida frente al televisor so ñaba con las huelgas de Lech Walessa en los astilleros de Dansk. El lavaplatos chino que en sótanos con olor a salsa leyó en una galleta de la suerte un mensa je escrito por Buda:
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The versatility is your better attribute... El boxeador puertorriqueño cuyo cuerpo fue hallado en un basural. El árabe de la calle Belmont que estu diaba francés. El profesor de español de Skookie que trabajaba en un camión de mudanzas. El curtido padre de cinco que volaba en su Van sobre la 290 escuchando a Chalino Sánchez, para lle gar temprano al taller. El mismo que con más de cua renta, haciendo malabares con la propia nostalgia, aún tenía coraje para jugar al futbol. Los que iban y regresaban. Los que no. Los que se dormían y despertaban soñando con regresar. Un sueño que adquirió volumen en la intemperie. El peso específico de la soledad. Sobre la yerta serpiente del agua oscura, el anti quísimo puente abre sus mandíbulas. Kali con sus ojos abiertos me contempla sumergida al filo de la su perficie. Sus múltiples brazos me llaman, chapotean do las verdosas aguas del Río Fénix. Pero no saltaré. Ahora sé que he nacido para este momento. Soy ahora el que está cayendo siempre. El que nacerá ma ñana. El que cada día mirará esta ciudad con el asom bro y el terror del recién llegado. Acunado en la suave curva que erige la lenta noche. Anterior al miedo y la nostalgia. Erguido de esperas e inexactitudes. El que hablaba entre dientes de pronto, solo, caminando, como po seído. El que apenas conoció a sus hijos en el borroso vértigo de una web cam. El cocinero que en la ruta Ashland escribía poemas con las cejas rotas. Soy el que vuela de ida, el que vuela de regreso. 36
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El habitante dominical de los garages. El que vis lumbró los terribles secretos en las mansiones de en sueño. El que escapó del vórtice de las lavanderías de la madrugada, donde crecían jugando los niños. La silueta que en los callejones encendía un cigarro, a la hora de sacar la basura. Si en un vagón cualquiera miras el reflejo de tu rostro en otro rostro abatido, en un resplandor para lelo, ahí estaré yo. El que soñó durante décadas con esta Babel, la de la Torre que mucho tenía de Coliseo y de caída. Aun en la hora de la partida, habito este territorio, como el búfalo abatido con un arco hecho de sus propios tendones. Ahora soy uno con esta urbe, ciudad soñada, descubierta en mis palabras de niño, en mis gestos de asesino y en mis visiones de santo.
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No direction home. Robert Zimmerman
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Allison O’Brien (Terre Haute, Indiana, 1973 − Indiana Dunes, Lake Michigan, 1999)
Hija de un pensionado de la general motors, Allison O’Brien creció en un suburbio del norte de Indiana. Muchas décadas después, Ben O’Brien, su abuelo paterno, moriría de inanición en una inmunda barria da de Calumet City, llamada en otros tiempos la Sodoma del Medio Oeste, fama surgida luego de las históricas fotos que a mediados de los treinta el le gendario Robert Cappa entregara para la revista Life: en tiempos de la prohibición, Calumet se había erigi do como un territorio aparte. El mito contaba que en aquellos tiempos llegó a acoger más bares que todo el sur de Chicago. En una de las imágenes, se apreciaba a un niño de pantalones cortos brindando en la barra con una meretriz. La toma dejaba ver la sonrisa pícara del chico buscando la aprobación de su compañera, sus piernas colgando de un banquillo reservado a ma tones de la peor calaña, y la expresión entre coqueta y sonámbula de la mujer. Apenas publicada, el escán dalo movió a las autoridades a iniciar una investiga ción sobre los alcances de la perversión en aquella pequeña villa del sur de Illinois. Luego, se descubri ría que la bebida del menor era refresco, siendo ade más primogénito del propietario del bar. Pero la ima gen quedó para la historia, aunque opacada en un modesto segundo plano ante las estrujantes fotos que luego Cappa realizara en la Segunda Guerra, hasta su repentina muerte en Indochina. 41
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Hacia finales del siglo veinte, incluso los mismos habitantes del Medio Oeste ignoraban la oscura fama de Calumet, así como a los estrambóticos protagonis tas de aquel olvidado escándalo. Sin embargo, Ben O’Brien, abuelo de Allison, aseguraba ser el mucha cho que en aquella postal despertara las más trucu lentas interpretaciones en la mojigatería de su tiem po. Y siempre parecía dispuesto a contar la anécdota a quien se dejara, aun y cuando el fortuito interlocu tor no se lo hubiera pedido. En la viudez y en la sole dad, hasta el día de su muerte, olvidado por su hijo en la casa que habitara desde siempre. Los vecinos, hispanos recién llegados, trabajado res temporales, suponían que el 3507 de la Calle Sé neca Park no tenía habitantes. Hasta que el jardín anegado por los aspersores automáticos alertó a los servicios municipales. Al acumularse las multas en el buzón, una trabajadora social descendiente de sene galeses pasó un oficio con dos copias al oficial adscrito al sector. Forzada la puerta del porche trasero, el ayu dante del alguacil encontró a su paso una impecable colección de cañas de pesca y fotos amarillentas. Al abrir la puerta hacia el sótano, el hedor lo abofeteó. El cuerpo de Ben O’Brien yacía torcido en una posición imposible en un hueco de la escalera. Un traspié lo había dejado inmovilizado durante días. Nadie oyó sus gritos. El forense decretó muerte por inanición. En un cenicero de cristal a colores fabricado en los años veinte, al que los anticuarios clasificaban como “Cristal de la Depresión”, con letras góticas, estaba grabada la palabra Murania. En ese tiempo, Allison cursaba sus prácticas de psiquiatría en la Universidad de Notre Dame. Supo nía que su padre —lo habían acordado meses atrás— 42
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estaría al pendiente cada tercer día del abuelo y sus nimias necesidades. Todo se resolvía casi siempre con una llamada y algún modesto encargo. Hasta aquel verano infernal. Luego, todo cambió. Allison rompió toda relación con su padre. Nunca lo perdonó. Tampoco encontró justificacio nes para sí misma. Dejó la escuela. Entonces, empezó a robar. A veces, en pleno mediodía, mientras duraba el pea tón luminoso de los semáforos, se soñaba despierta montando en un tigre blanco, sobre el que cabalgaba en un vértigo de libertad y vientos feroces en sus ca bellos. Al terminar abruptamente la visión, descubría su entrepierna húmeda y un ligero sudor en la palma de sus manos. Sabía entonces, que al fervor seguía la ansiedad. Y la única manera de aplacarla, era yendo a cualquier farmacia. En las avenidas de Indianápolis, como en las de cualquier ciudad promedio del Medio Oeste, es raro encontrar gente a pie; salvo algún ecuatoriano reza gado que regresa de trabajar turnos dobles al subur bio donde seguramente algún sótano habilitado como vivienda lo separa del frío en invierno y del calor en verano. Allison vagaba por esas avenidas, no sabía a partir de cuándo, y miraba sin ver a los ecuatorianos que pasaban pequeños y raudos a su lado, tampoco a los puertorriqueños rapados que la hostigaban en un len guaje híbrido e incomprensible. Luego de la caída del sol, hora en la que se sentía abrigada por una ex traña forma de paz, la ciudad mutaba, más solitarias 43
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las estaciones del tren suburbano que cortaban la lar ga y oscura avenida como el filo de una navaja inter secta una temblorosa muñeca. Avanzaba a un ritmo regular pero vigoroso, bisbi seando largos monólogos a media voz, sin ver a las putas negras en bicicleta que merodeaban los edifi cios, ni inquietarse por el sangriento fulgor de los au tos policiales que pastaban en el asfalto como una manada de bestias perdidas. Cristalina y oscura. Radiante e inaccesible, su fi gura parecía levitar sobre las aceras mojadas de lloviz na o de hielo, como un hada buena o el fantasma de una mujer asesinada salvajemente. Entraba apenas sin ser vista en cualquier farmacia de tamaño regular: un Walgreens cada tercer noche es taba bien. Deambulaba cobijada por la luz mercurial de los pasillos, como una anónima ama de casa sacada re pentinamente de su útero doméstico a causa de algu na emergencia. Una de esas polacas ligeramente alco hólicas y trastornadas. O una de esas irlandesas que acostumbran beber cerveza y no les tiembla el pulso para manejar un tractocamión cargado de placas de acero. Eso y otras cosas más parecía. Una dama páli da. Una belleza desmejorada. Una puta incipiente. Una sombra sin biografía. Se demoraba largamente en el área de cosméticos, extrañada como un científico ante la vista de utensi lios aborígenes. Miraba el reflejo nublado de su rostro en los refrigeradores donde se hacinaban postres de fantasía ignorados por las multitudes que a esa hora deambulaban en pos de jeringas y valium. Pero ella no buscaba la droga, sino las visiones: un pasillo repleto de revistas, como una Caverna de Pla 44
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tón a colores; aquel espacio era un multiplicado de lirio, una multitud de ventanales por los que ella buscaba asomarse a otros mundos. Más allá de las es tupideces impresas, de los lugares comunes y las infa mias como mercancía, Allison buscaba signos ocultos en las imágenes; muecas secretas en los rostros de las estrellas de cine; tatuajes invisibles en los magníficos cuerpos de las reinas de belleza negras. Mensajes para sí misma en los estrambóticos encabezados de los panfletos sobre avistamientos de ovnis y demás sucesos insólitos. Cuando su intuición lo dictaba, como si se tratase de una planta curativa, o una piedra sagrada, arranca ba de golpe alguna página. A veces montones de ellas. Apresuradamente, sus largas manos las incrustaban entre su tibio pecho sin sostén y el áspero tacto del suéter de lana. Bajo la chamarra verde militar, en ese ámbito de sueños distorsionados, cabían por igual los nuevos planetas de las revistas científicas y el brillo muerto de las momias de Hollywood; los accidentes aéreos y los galanes recién divorciados; irreales habi taciones tan perfectamente decoradas como vacías y el último cuento de un narrador hindú. Eso y la san gre. Porque su enrevesada lógica, una espiral retorci da de razonamientos ciertos, la había conducido a la inamovible certeza de que sólo las imágenes elegidas eran las adecuadas para detener el caudal de su san gre, cuando con un trozo de cristal del cenicero de su abuelo, donde estuviera grabada la palabra Murania, debía abrir como válvulas sus muñecas, dejando un alfabeto bermellón por las carreteras negras. Un men saje invisible. Un tatuaje para videntes. Cuando la expiación terminaba, las imágenes ha cían el resto, como una escayola que se endurecía por 45
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la acción misma de la sangre, fundiendo la pasta de papel en una sola materia nueva, semejando una del gada capa de fina madera rojiza. Me llamo Apolonio Ugarte, y cuando yo la conocí, una noche de hielo y autobuses vacíos, hablaba sola contra la noche a través de un cristal: en su voz, aflau tada y ronca, se sucedían playas de Portugal y bos ques de Wisconsin. Parvadas de patos contra un cielo de plata y jugadores de futbol americano muertos en un estadio. Al levantar su brazo para dibujar un bulto en el aire, mientras hablaba de la gigantesca estatua de Caballo Loco que se construía en una montaña de Dakota del Sur —un gigante de piedra que una vez completo dentro de cien años cabalgaría de nuevo para aplastar a sus enemigos— mostró una parte de su antebrazo. De la pálida extremidad bajaban hilos ber mellones, como rejas. A la altura de la muñeca, una plasta de papel multicolor taponaba a duras penas la herida. La foto de encima en aquel collage delirante, mostraba al presidente desplegando su clásica sonrisa triunfal. Entre los dientes, la sangre se le escurría, bo rrándole media faz.
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Y vio nacer de sus manos El Mundo... Umbreon. Canto xvii
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Valek Walkuski
(Boston, 1919 − South Dakota, 1982)
Descendiente de emigrantes polacos, Valek Wal kuski toda su vida fue un autodidacta y un escultor demencial. Huérfano a la edad de un año, jamás pudo tomar clases de arte o de escultura, mucho menos de ingeniería. Sin embargo, fue el artífice de uno de los proyectos escultóricos más desmesurados en la histo ria de la humanidad. Todo empezó como un juego, cuando de adolescente empezó a realizar pequeñas tallas de animales en madera y en piedra. “Fighting Stallions” es una de las piezas más representativas de esa época. Los críticos de la actualidad aún se maravi llan ante la maestría en su ejecución, donde el peso de los dos potros se encuentra balanceado apenas en la cola de uno de ellos. Una obra de apenas dieciocho pul gadas. En 1939, Walkuski trabajó una temporada como ayudante en la talla de los rostros en el famoso Monte Rushmore, en Dakota. Por la misma época, una talla suya, dedicada al patriota polaco Paderewski le valió el primer lugar de la Feria Mundial de Nueva York. De ahí provino la invitación del jefe lakota Henry “Oso Parado” de ejecutar una escultura en homenaje a Caballo Loco en la parte más alta de Black Hills. Tashunka Witko, guerrero lakota nacido en 1842, tomaba con seriedad las imágenes provenientes del misterio, tanto así, que una noche, luego de soñar que un hermoso potro salvaje bailaba ante él, despertó 49
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para llamarse a sí mismo “Caballo Loco”, guiando a su pueblo en las sangrientas revueltas apaches que culminaron en la histórica batalla de Little Bighorn, donde unos pocos cientos de jinetes sioux hicieron polvo al séptimo regimiento de caballería comandado por el general George Armstrong Custer. Durante la denominada “Guerra de Nube Roja”, los sioux se re sistieron a entregar los territorios sagrados a donde los confinara el gobierno norteamericano, hasta el mes de enero de 1877, cuando su líder fue sorprendido en sus campamentos de invierno, de donde pudo esca par para meses después entregarse y ser llevado al fuerte Robinson. Ahí, a punta de bayoneta, fue asesi nado por un grupo de soldados negros de caballería. Poco antes de morir, profetizó que sus huesos se vol verían piedra, sin saber que casi setenta años después, sus palabras se volverían una verdad tan concreta como desmesurada. Valek Walkuski dedicaría su vida entera a ese pro yecto, así como la de su esposa Ruth y las de sus diez hijos, quienes a la muerte de su padre, en octubre de 1982, continuarían con la desproporcionada hazaña de esculpir en el perfil de una montaña un gigantesco jinete de más de doscientos metros de largo y ciento ochenta metros de alto. Desde 1947, hasta el año del 2005, cuando un mexicano errante apellidado Alma guer se ofreció como trabajador voluntario de aquel proyecto, se llevaba concluido apenas el rostro, una talla que a punta de dinamita, escalada en rapel y per foradoras manuales, medía más de veinticinco metros de alto.
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Mi alma. Mi alma es como tierra dura que pisotean sin verla‌ Leopoldo MarĂa Panero
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Murania no es un lugar, apenas una temblorosa lu ciérnaga en la memoria de un viejo que en las madru gadas blasfema contra un foco de cuarenta watts. Murania es el olvido. Un camino de polvo. Una camioneta. Un cine ambulante. Es la faz de plata de una muchacha en la oscuridad. La veta invisible de mi neral que atraviesa la montaña como una lanza sagra da atraviesa el cuerpo de un gigante dormido. Murania es una palabra mágica. Una película que nadie recuerda. Una emoción y un temblor que dura más de medio siglo. Murania es una ciudad subterránea. Es el sueño de los mineros, los que la buscan como a una veta oculta, o una mujer dispuesta en la penumbra. Murania es el nombre secreto de la tierra. La palabra que a los hombres, como a los mineros, les abre un agujero de luz en la frente. La perforadora que en el túnel taladra bocarriba, y al final de la piedra no hay oscuridad, sólo un pozo de cielo. Vulcano Almaguer tenía dieciseis años cuando la oyó por primera vez. Latas de cinta en episodios contaban la saga de una ciudad oculta en las entrañas de la tierra. Los jinetes, como los braceros, como los mineros de Mazapil y de Terminal, de Providencia y de Cedros, en la cinta desaparecían. Tragados por la nada. Como 53
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su madre envenenada por obra y gracia de los cris teros. Nadie sabía dónde quedaba Murania. Sólo los que la soñaban desde este lado de la pantalla. Los que miraban abrirse los montes, y bajo la roca las planchas de hierro, y tras ellas el inframundo. Una utopía forrada de hierro. Vaqueros silentes abatidos por los rayos láser. Como en el pueblo caían los mineros por un polvo invisible que los aniquilaba lentamente. O por el al cohol. O por el tiempo. Murania. Vulcano pensuleaba que Murania, sonaba como “muriendo”, como “Urano”, como “urna”, “umbral”, “muro”… Vulcano sospechaba de los muros que no se ven, cuando entre las siluetas que se recortaban contra el fulgor aquel, donde se batían a sangre y fuego —en un mediodía perpetuo— robots y pistoleros, miraba el perfil de aquella muchacha. Era quieto como el tra zo de algunos cerros. Era constante como el viento que barría las habitaciones de lámina de la compañía. Era inaccesible como el mineral que jalaba los hom bres hacia el vacío. Como Murania, un país imposible oculto bajo sus propios pies. “Murania”: lejos de las minas abandonadas, fue la úl tima palabra que ya muy viejo, antes de morir, pudo pronunciar Vulcano, mientras recordaba una remota noche de luna llena en el corazón de Tijuana.
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Me pondrĂŠ de pie dentro de mi piel. Y en mi propia carne verĂŠ a Dios. Libro de Job
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Luciano Almaguer
(Terminal, Zacatecas, 1959 − South Dakota, 2033)
El dinero vuelto polvo llueve sobre tu uniforme. Su amargo gusto —la sal del mundo— va arañando tu piel mientras flotas como un insecto atrapado en el ámbar. Guardia armado en pos del Nirvana sentado sobre 200 kilos de papel moneda. Después de los tur nos dobles, lo único real es la asfixia de la corbata, el peso de la escopeta sobre tus muslos; su oscuro hoci co mascullando promesas de pólvora. Pero más, mucho más, el calor magnificado por las placas blindadas de esta cámara hermética que vuela rauda sobre rutas trazadas por alguien que nunca has visto. Doce horas en este camión blindado, respirando la avaricia de otros. Por lo que se mata y se sufre. Dos o tres veces por jornada interrumpir la verdosa visión, casi submarina, del cristal antibalas para saltar con cronometrada agilidad de antropoide, dispuesto a abrir hoyos del tamaño de un puño sobre el que osara interceptar los sacos. Y luego, alimentar con su contenido la voracidad de los artefactos automáticos. Darles de comer dinero. Y que las máquinas bendigan a las multitudes. La esperanza vuelta un rectángulo de plástico. Y sudar y cortar cartucho. Y endurecer el gesto, rastreando posibles amenazas, como la fiera que otea en las corrientes del viento el olor de los depreda dores. 57
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Y con el golpe de las planchas al cerrarse las puer tas, volver a tu calma de hierro. Al sonambulismo ex traño del hombre solo que levita sobre millones. ¿Qué pesadillas te acosarán? Y en los lapsos de vigilia —estados apenas dife renciados del sueño— atisbar por la mirilla a la gente como fugaces manchas que van quedándose atrás, muy lejos, vueltas nada. Acuchillado siempre por los reflejos de un sol trai cionero, omnisciente, repentino. El Nirvana empieza a adivinarse casi al final del turno, cuando el ruido al interior cesa, y la luz dentro de la cámara es más amarilla, cuando, luego de mu chas horas de mantener la vista fija en los remaches, logras que todos confluyan en uno solo, formando en el aire el posible semblante de tu padre, diferente al estampado millones de veces en el papel, escondien do entre sus facciones todos los mapas del mundo, las rutas invisibles, paisajes únicos; vistos o imaginados: pero jamás los de la otra vida, cuando eras otro, la vida de antes. Entonces, repites aquella palabra, Murania, la úl tima brotada de sus labios, como quien acaricia hasta desgastar un viejo amuleto, sin saber bien a bien, qué quería decir tu padre con todo aquello. II Luciano Almaguer tenía veintiún años cuando dejó su país para siempre. Como décadas atrás lo hiciera también su padre, perdido en algún lugar del Valle de Texas. Muy joven, conoció a Marina Zamarrón, quien por algún oscuro designio llevaba el mismo nombre de 58
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pila que su madre. De las huellas paternas, nada, sólo ramalazos de ausencia y rumores inconexos. Su ma dre le habló de cartas, dichos de conocidos, leyendas a medias. Sólo una certeza como de película muda: luego de ser golpeado en la cabeza por un potro, ha bía muerto delirando, describiendo en sueños la ar quitectura de una ciudad subterránea habitada por monjes y ángeles pistoleros. Sus últimas palabras ha bían viajado años atrás, en la alforja de un repatriado que pudo verlo en sus últimas horas, sin poderles nunca precisar exactamente dónde; habían pasado tantos años, tantos lugares... Y de ahí sólo eso: here dar una palabra. Un abismo. Heredar para sí sólo el viento. Marina Zamarrón era una niña abandonada en la Avenida de la Morgue, la calle que hiciera famosa Bob Dylan en una de sus canciones más tristes, aque lla de 1965 que hablaba del extraño sentimiento de estar magnetizado por la Pascua, perdido bajo la llo vizna en Ciudad Juárez; de una mujer que hablaba buen inglés y te dejaba aullándole a la luna… Marina Zamarrón era el imán más compacto y más negro, ése que en las estrambóticas cintas del cine Fulgor robaba la virtud de las monjas que por error lo lamían, volviéndose lobas hambrientas de sexo. Esto lo pensó Luciano en el limbo de su lecho, luego de yacer con ella; en una sobredosis de noche y aullidos, de jeringas y gritos: un hipnotismo de carne que lo de jara exhausto y trémulo, como un montón de brasas sobre las que llegara de pronto un suspiro venido des de el invierno. Y ya no pudo despegarse. Igual que un ángel aba tido por los anuncios de neón, cayó con ella hacia
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aquella espiral de hambre y carne, de amnesia y cruel dad, de agujas y cucharillas al rojo vivo. Un infierno cercado por alambres de púas y miel, fueron meses de una alegría atroz, de una agonía go zosa, ajenos a las multitudes grises que asolaban como manadas de bestias la frontera. Sin escuchar las ráfa gas y las torretas que ensangrentaban la noche. Sin ver el haz de los helicópteros que en listones de luz hurgaba en su madriguera, perfilando sus vértebras de fieras hipnotizadas. Sin sospechar de los cuerpos que desbordaban el río, con los ojos volteados como brújulas ciegas, hacia un Norte ya imposible. Y así la vio lentamente morirse, secándose como una rama que nunca conoció el verdor; más inmensos sus ojos negros en el umbral de la muerte, agrisada su piel de india, cubiertos de ceniza sus labios que en aquella periferia del mundo le dibujaran por primer vez el trazo exacto de su propio cuerpo, revelándole el peso específico de su alma de pobre pistolero huér fano. De esa manera empezó su larga caída hacia el Norte; vuelto la piedra de un barranco en un planeta de gra vedad enloquecida. Luego de días o semanas —nunca pudo precisar lo— de dormir en la calle, de encerrarse a solas en los hoteles de los dos, cercado por gemidos anónimos y el fulgor de una televisión enmudecida, de despertar en los lugares más insospechados, un oscuro mandato interno lo puso de pie de nuevo, aunque más silen cioso, más reconcentrado. Durante algunos meses se desempeñó como guar dia de valores; una actividad que le permitía estar solo la mayor parte del tiempo. Doce horas dentro de 60
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una cámara de acero rodante, situación que a cual quier otro lo hubiera arrastrado a los linderos de la lo cura, para Luciano fue el ámbito más deseable, un lugar donde podía estirar sus pensamientos hasta los límites últimos del recuerdo, o de plano sumergirse en las oscuras aguas de una laguna de olvido. Sus je fes confundían su actuar robótico y silencioso con una férrea disciplina. Su seriedad con compromiso. Su inapetencia con valor. Su desapego a la vida con el ejemplo del guardián perfecto. III “Busco a mi padre…” Fueron las palabras que primero acá, y luego del otro lado del río, Luciano repitió mil veces. La fron tera era un territorio móvil, un gran barco misterioso que del día a la noche se transformaba. Buscó en Ti juana y en Nogales. En Ciudad Acuña habían visto pasar muchos años atrás a su padre, enganchado por un gringo para trabajar de vaquero en un rancho cer cano a Maratón. En Aguaprieta le dijeron que pasado 1960, Vulcano se había regresado hacia el sur. En Pie dras Negras lo daban por muerto en un pleito de can tina desde 1959. En Nuevo Laredo lo hacían vivien do en Boston con una viuda millonaria. Así, Luciano cruzó la yerta serpiente de aguas gri ses, cumpliendo el dicho de Heráclito: jamás volvería a bañarse en esas mismas corrientes. Preguntó en San Diego y en Adobe, en San Beni to y en Tucson, en San Antonio y Cuerpo de Cristo. Llegó a Amarillo, Texas; donde Adelfo Regino, un viejo trompetista de origen zapoteco, que llegara a tocar en la orquesta del mismísimo Juan Esquivel, y 61
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ahora cargaba una tuba remendada con cinta de tela para taponar heridas, con la que interpretaba “El Aban donado”, le dio el norte más cierto. Bajo la peor ven tisca de 1979 en el Valle de Texas, el pequeño músi co, quien iba rumbo a Wisconsin, a tocar en las fiestas de la Virgen de los barrios mexicanos, mientras llega ba el verano, cuando trabajaba arreglando jardines, con las mismas nudosas manos con que ejecutaba una tonada mixteca o el más veloz de los swings, le dijo que había visto a su padre ganar en Tijuana un con curso de aficionados a principios de los años cincuen ta. Esa vez oyó reírse a los trasnochadores al escuchar el nombre de aquel ser callado, creyéndolo un mote artístico de dudoso gusto; y luego le contó a Luciano cómo los había visto enmudecer de pronto, cuando la prodigiosa voz de aquel muchacho cimbrara el recin to con una hermosa canción que parecía una fábula de Tomás Méndez tejida asombrosamente con la ca dencia de un Julio Jaramillo. Al ganar el risible premio, ciento cincuenta dóla res que cualquier trasnochador gastaba en una hora, pero que para un desesperado como Vulcano Alma guer significaban derribar los muros de lo imposible, Adelfo Regino alcanzó a saludarlo y saber que esa misma madrugada, junto a dos jornaleros de Piedras Negras, y uno de Chihuahua, alcanzarían San Diego, con miras a volver a Texas, su destino se cifraba en un pueblo llamado San Arcángelo. Aquella fue la última vez que supo de él. La primera vez que estuvo en San Arcángelo, al descender de un autobús Greyhound plateado, Lu ciano Almaguer pensó en los pueblos recreados en las cintas de John Ford, una población atravesada de ex tremo a extremo por una avenida de tierra más bien 62
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pinche, un camino vecinal que desde el gobierno de Ronald Reagan se convirtiera en una autopista que iba del Golfo de México hasta los misterios mismos del Lago Hurón, en la frontera con Canadá. San Arcángelo había vivido una efímera bonanza resultante de una película que a mediados de los cin cuentas filmara el presidente cowboy, un malogrado western donde el otrora demócrata personificaba a un pistolero manco. Eso, el fugaz paso del cine, y algunos marginales nombres de la música que nunca alcanza ron a figurar fuera del circuito del Valle de Texas, co nocidos apenas más allá de Superior, el pueblo más grande de la región, eran los modestos blasones de aquel pueblo que en otro tiempo se llamara también Villa de la Nube Roja. Ahí, sabiendo que estacionaría su destino durante el tiempo que fuera necesario, Luciano buscó hacer se de un trabajo que le permitiera solventar sus nece sidades más elementales. Lavando platos en un res taurante chino, o cambiando las maltrechas tejas de los escasos edificios históricos, pronto se hizo conoci do por su entrega a las labores encomendadas y su reiterado silencio. Batalló para dar con Luther Perkins, según las se ñas que le diera Adelfo Regino; pasaron semanas de preguntar en las tiendas de abarrotes, en las vinate rías, los centros sociales y las escasas personas de ori gen africano con las que tenía contacto. Empezó pre guntando por un músico de blues que fuera famoso hacia el medio siglo. Nadie parecía conocerlo. Su error consistía en la falsa apreciación de que por haber sido un guitarrista de color, Luther Perkins forzosamente habría sido un músico de blues, cuando en realidad había sido un lead guitar en el género del 63
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tex mex, quizá el único guitarrista de color en un gé nero reservado a los descendientes de mexicanos. Una verdadera anomalía. El primero que le dio una pista, fue un viejo mi nistro irlandés que lo oyó preguntando por el músico en la central de autobuses, antiguamente centro de bailes. El desconocido le señaló un solitario bar en la orilla sur del pueblo, en el llamado Barrio Francés, allá lo hallaría. Un sábado por la noche, después de haber pasado la mañana entera luchando con la reconstrucción de un ático, Luciano encontró en el Estigia Bar a Luther Perkins. Aquel gigante oscuro lo sorprendió por la desme sura de su tamaño, una figura tan gigantesca como ina barcable se notaba su desvalidez. Perkins parecía en su estatura no el más terrible, sino el más desolado de los hombres, una sombra de la sombra. Un anciano de ojos casi violetas bajo unos párpados saltones y llo rosos. Bebía en silencio hacia el fondo de una penumbra poblada por ecos distantes, ecos de melodías que sólo él parecía escuchar. Hasta ahí llegó Luciano para preguntarle por su padre. “¿Who? ¿Mark Orozco?”, contestó en un tartajoso inglés el gigante de pelo blanco. La respuesta desconcertó a Almaguer, quien repi tió su nombre y el de su padre, intrigado por aquel nuevo integrante en su lista de extravíos y personajes extraños. Luciano pidió otra botella a de ron y se dispuso a escuchar la enrevesada historia de Mark Orozco y Los Huracanes del Valle, uno de los músicos más pro 64
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digiosos surgidos en el Valle de Texas, erguida su es tatura en el aire por la ajada voz de su antiguo compa ñero, el olvidado guitarrista Luther Perkins. Según el viejo músico negro, bajo el dorado lente del recuerdo, la leyenda de Mark Orozco había co menzado no el día que se conocieran en el encierro, sino cuando en Texarkana toparon con un monstruo, un personaje terrible y luminoso: Olimpo Rosas. Al terminar esa charla, las huellas de Luciano segui rían un zig zag confuso, algunas veces hacia el Este, otras al Oeste, como una veleta enloquecida o una camisa colgada en un tendedero. Atravesaría Nortea mérica de extremo a extremo; de Macon a San Diego, de Big Sur a Seattle, de Olimpia, Washington a Nue va Jersey, donde encontró una cantina para negros enfermos de sida llamada “Terminal”, como el nom bre del pueblo zacatecano dónde él naciera. El canti nero, un artista sin pretensiones, hacía retratos de sus clientes, que pegaba luego en un álbum guardado bajo la barra. Pasó por Indiana, de Wisconsin bajó ha cia Dakota del Sur, donde encontró no las huellas, pero si el delirio que obsesionara quizá también a su padre; sobre la cumbre de Black Hills, Dakota del Sur, una familia de polacos esculpía desde medio si glo atrás un gigantesco jinete de piedra.
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ÂżQuĂŠ estrella cae sin que nadie la mire? William Faulkner
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Macario Orozco
(Ciudad Ocampo, Tamps, 1928 − Nueva Orleáns 2007)
El sol es una cuchilla unánime sobre las cañas de maíz, el viento multiplica su brillo cegador sobre el verde filo del follaje. El hombre aquel despierta y su primera sensación, antes de sumergirse en la insopor table blancura del disco solar, es un latido en ambas manos, como si su corazón se hubiera trasladado al cuadrante de sus nudillos. Un palpitar que no cesa. Un dolor casi anestésico. Son sus dedos. Están rotos. Como si un tropel de potros enloquecidos les hubiera pasado encima; sus manos no son manos, apenas dos trozos de carne deforme y amoratada. Pero no es ése el único pasmo del hombre tumbado en el cañaveral. Sino las preguntas multiplicadas con el rumor del viento entre las cañas. ¿Quién es él? ¿A dónde se fueron sus manos? ¿Quién tuvo la oscura ocurrencia de dejar al alcan ce de sus manos martirizadas una guitarra intacta, el filo de sus seis cuerdas cercano e inaccesible? En un innato reflejo por evadir la avalancha de respuestas ahora remotas, el hombre vuelca su mira da aún confundida a los detalles del instrumento: un ligero polvo se ha detenido apenas en la pulida super ficie de su caja. La tapa que rodea su boca es de metal trabajado y reluciente. Un mandala enigmático y lu minoso. Como la tensión metálica de sus cuerdas, el delirio paralelo que realza su misterio de bestia ensi 69
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mismada y magnífica, su mástil es suave, el diapasón separado por delgadas láminas doradas. La maquina ria de afinación donde concluye la tensión de sus cuer das aparece rematada por minúsculos grabados que en sus flancos reproducen escenas del sur rural. Una cartografía donde florece el rumor ancestral de su palpitar oculto. Los diminutos engranes donde terminan por en roscarse los tonos, son espirales mascullando respues tas incomprensibles. Aturdido por la palpitación am nésica de su tacto, como un mutilado reciente, con su camisa ensangrentada y un viejo saco empolvado, el hombre se incorpora despacio. Y tomándola como a una mujer, por su curvatura más breve, se echa a caminar con la guitarra en un abrazo a medias, a través del carril infinito y resplan deciente del maizal. Pasa mucho tiempo antes de que el silencio monótono sea roto por rumores lejanos. Súbito atronar de alas. Cuervos de plata negra y res plandeciente. El sol es una chispa a través de las seis cuerdas de la guitarra, del laberíntico trazo de su caja metálica. El cielo sobre las cañas se ha vestido de malva, y la incertidumbre persiste como el cerco de las plantas infinitas. Un laberinto verde, paralelo y lineal, que parece no tener fin. El dolor en la punta de los brazos se va y vuelve a ráfagas, como la lucidez, el silencio, los furtivos re cuerdos. El cansancio duerme los brazos, rompe los maltrechos zapatos, se torna maldición, una suerte de autismo donde lo único real es el incierto tránsito a través de un maizal infinito, abrazado al mástil de una
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guitarra, único asidero luego de este naufragio a ras de suelo. Pasan siglos de andar y andar con la cabeza como un papel en blanco, el filo de una planta calcinada por el inclemente brillo del sol. La luz empieza a declinar, erigiendo murallas de sombra en el plantío, perfilando más profundo el tra zo paralelo de dos neumáticos sobre una franja de tie rra. El hombre mira las huellas como quien atiende el surgimiento de nuevas devastaciones en el propio rostro. El trazo equívoco del automóvil serpentea hacia la distancia hasta fundirse en la oscuridad total que cae como una guillotina sobre el mundo. El hombre aquel no sabe qué cede primero: si la mirada, el tacto abolido, el entendimiento, o la torre vencida de sus piernas desfallecientes. Luego se recuesta como el viento nocturno que erige un canto restallante a través de los infinitos ca llejones del maíz dormido. De pronto, todo es oscuridad. Un limbo de oscuri dad donde se amortiguan los ruidos, el dolor, la con ciencia del extravío. El amanecer lo sorprende dormido al final del ras tro de las huellas misteriosas. El áspero centro de una carretera vacía. La guitarra permanece reluciente, in tacta. El cuerpo del hombre es un nudo de dolencias que acorralan la conciencia a un mínimo reducto don de todo retumba y llega como defragmentado. La ca rretera es una esperanza teñida de negro. Ahora el ex travío está contenido en límites más estrechos. El tránsito continúa. El abrazo ciego, la guitarra muda, las manos inútiles. 71
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El sol cuelga como una lámpara en el cenit cuando un rectángulo de hierro oxidado anuncia el oráculo a ori lla de la serpiente asfáltica: Calumet City. 60 millas. La espera ha terminado. El destino cabe ahora en dos palabras, además del océano de los sembradíos a ambos lados de la carretera. Un ronroneo mínimo en la distancia va creciendo desde la lejanía hasta tomar la forma de un Opel azul claro con los guardabarros abollados. El auto se detie ne con un estrépito de trastos viejos. Desde su pe numbra, un hombre de su misma edad, en mangas de camisa y con la nariz enorme y rojiza lo llama. Calu met City está en la ruta de esa desolación. El chofer mira con desconfianza la costra oscura que recubre las manos amoratadas del hombre petrificado a un lado de la carretera. Lo invita a subir, ayudándolo a colocar el instrumento en el asiento trasero. Le pregunta por el accidente. El hombre de la guitarra dice no recordar nada, limitándose a mostrar una parte de su perfil aguileño, sus ojos diminutos y grises, el mentón mínimo enmarcado por un pelo cano y ya largo. El chofer destapa el ruido incipiente de su chá chara. El hombre de las manos rotas alcanza a atrapar para su atención, como un crucigrama inacabado, pa labras como “Robert Cappa”, “Joliet”, “roast beef”, “tractor” y “ Lake Huron”… Calumet City es el fin del mundo. Casas de ma dera esmaltada bajo un cielo de plomo. Un gótico americano multiplicado. Niños cubiertos de pecas y putas de modales campesinos. Licor destilado en el sitio, y un rumor como surgido del palpitar mismo de la tierra. 72
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El chofer, conocido ahora como Ben O’Brien, ha resultado ser un agricultor solitario y piadoso. Un dip sómano tan persistente como inofensivo, asiduo al li cor de manzana y las mujeres de color. Su hijo único trabaja desde hace algunas semanas para la General Motors de Indianápolis. El hombre de la guitarra tiene ahora para sí, sin saber hasta cuándo, una cama limpia con sábanas de lino crudo y amarillento. Una palangana de peltre des portillado y unas persianas color hueso por donde se filtra el sol de la mañana a perfilar la lepra del tapiz que invade las paredes del dormitorio. A veces, equívoco, rebota en el sigiloso y oscuro espejo de la guitarra, en su diapasón de acordes dor midos, en la pregunta paralela y multiplicada de sus seis cuerdas. Ha podido platicar brevemente con O’Brien, y en agradecimiento a su hospitalidad, le ha regalado un peso escondido en la bolsa de su saco: un objeto del que no recuerda nada; un cenicero de cris tal con la palabra Murania grabada. Con los días, el tamaño y el dolor de las manos se va reduciendo. El continente negro de los hemato mas cede a la piel de siempre. Los dedos recobran lentamente su forma de ramas nudosas, pero no el movimiento. II Macario Orozco nació en un pueblo de la Huasteca famoso por sus trovadores y sus asesinos, pero un des tino esquinado lo fue llevando por rutas inverosími les. Un camino como un laberinto, un futuro como un juego de serpientes y escaleras, donde la curvatura de las serpientes muchas veces tomaba la forma de algu 73
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na, de muchas mujeres; y las escaleras, regularmente eran de bajada hacia ámbitos clandestinos, donde neblinas de tabaco permitían mirar apenas los zapatos bicolores en un suelo de apuestas prohibidas. Se lo había advertido ya el ciego que en su pueblo cargaba un costal de naranjas. Un versificador al aire que miraba el futuro entre las nieblas de su cabeza. Sobrino de un diputado y cineasta reconocido por sus afortunadas incursiones en el melodrama ranche ro, Macario Orozco tuvo que huir hacia lo más recón dito de la frontera, cuando su prima carnal de apenas quince años se prendara de él de una manera afiebra da y atroz. Los sicarios priístas de su tío, más por abu rrimiento que por desidia, le perdieron la pista en Nogales. Se oían aún los ecos de la Segunda Guerra cuando Macario, por esas carambolas existenciales que lo lle vaban a conocer los personajes más bizarros, terminó dibujando las primeras series de las hoy míticas Tijuana Bibles, aquellas historietas de un porno rudimenta rio, donde en dibujos a línea se narraban improbables encuentros entre colegialas y sus mascotas, o de mus culosos aviadores y oportunas meretrices. Aunque los especialistas hoy afirman que se trató del primer có mic porno del mundo a nivel masivo, y su nombre se derivaba del hecho de estar impresas en papel biblia y supuestamente maquiladas en Tijuana, nunca se pudo comprobar su origen. En aquella ciudad, aburri do de entintar a mano cientos de páginas a la semana, Orozco terminó decorando cabarets a punta de mu rales de motivos egipcios mezclados con los héroes rancheros en boga. Así, en alguna pared rumbo a la platea de las orquestas, era dado ver el rostro de Jorge
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Negrete junto al de Cleopatra, o al dios Anubis a un lado de Luis Aguilar. En una de esas noches que duraban semanas, Ma cario Orozco, quien había renunciado a la música cul pándola de su destino de trasterrado, pudo presenciar uno de los muchos concursos de aficionados que los cabarets organizaban más con ánimo de escarnio que de reconocimiento. Los participantes, eran general mente jornaleros provenientes del sur en espera de una oportunidad para pasar a San Diego. En las úl timas rondas de aquella noche delirante, el finísimo oído de Orozco escuchó una voz que en el recuerdo futuro compararía con la de Gabriel Silva Levario, uno de los mejores exponentes del bolero ranchero aparecido décadas después. El participante, un moja do recién repatriado, con dos días sin comer, tímido hasta la misantropía, ganó el primer premio consis tente en 150 dólares interpretando una pieza de su propia inspiración, llamada Murania. El muchacho, casi un niño, Macario nunca pudo olvidarlo, se llama ba Vulcano Almaguer. Cuando años después, por un delito menor de fal sificación, Macario pisó la prisión de Huntsville, en cuestión de música prefería a Celio González que a Pedro Infante, nunca había oído hablar de Woody Guthrie, y no sabía exactamente en qué consistía el género tex mex. Hasta que en un patio de arcilla rojiza conoció a Luther Perkins. Perkins era tan mal ladrón como virtuoso en la guitarra. Aún no lo sabía, pero años después de aquel encuentro, en otra prisión y otra circunstancia, que daría inmortalizado para siempre, al grabar, durante
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un concierto en vivo, la legendaria pieza “Folsom Pri son Blues”, junto a Johnny Cash. Perkins le mostró una de las primeras grabaciones de Cash, “Ballad of a Teenage Queen”, y otro mundo se abrió para Macario. Descubrió que había una si multaneidad en el registro metálico del bajosexto mexicano y la guitarra que apenas se electrificaba en el género country y en el incipiente tex mex. Un mis mo palpitar, una áspera ternura. Un mismo pasmo y una misma desolación. Meses después de dejar la cárcel, Perkins lo con tactó para acompañar a un conjunto de tex mex en un bar de San Arcángelo, tierra nativa del guitarrista negro, donde éste, además de gozar un relativo éxito, comandaba un coro de gospel. Imbuido ya del estilo que muchas décadas des pués proyectaran mundialmente Los tornados de Texas, Macario Orozco fue arrojado por el invierno más al sur, a San Antonio. Ahí, Luther Perkins, perso nalmente, le señaló el bar donde fuera envenenado Robert Johnson por un marido celoso. El comentario del guitarrista no era inocente. Orozco lucía en sus presentaciones una espléndida guitarra, de una belle za rarísima. En una de las parrandas que sucedían a cada pre sentación, cuando el acto de recoger el equipo se de moraba entre botellas de las tonalidades y gustos más disímiles, el músico mexicano, que ahora se hacía lla mar Mark Orozco, confesaría a sus compañeros que el portentoso instrumento era un regalo de una admira dora suya llamada Nora Belle Overton. Una rubia de bucles como serpientes que la había mandado com prar especialmente para él, directamente de un mue lle de la remota Nueva Orleáns. 76
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Sin embargo, no todo fue miel para Mark Orozco; tuvo pleitos con Woody Guthrie y Alan Lomax, fol cloristas y viajeros irredentos, a quienes lo mismo les daba tocar en fábricas en huelga o campamentos de pizca. Cuando un periodista malintencionado le pre guntó acerca de su presunta enemistad con aquellos ídolos del folk, en un español enrevesado, Orozco le contestó: “Es que no se puede uno llevar bien con todos.” Pero la diferencia no mermó su fugaz populari dad. El Valle de Texas era un embudo de polvo de masiado amplio para odios de cualquier tamaño, aún los provocados por alguna mujer. Estaciones perdidas en el desierto, en la montaña, o en las ciudades donde empezaba a campear un cri men rudimentariamente organizado, programaban piezas suyas que hablaban de los caminos y la distan cia, de los remolinos en el llano y las nubes como bar cos vagando entre mares de lágrimas. De amantes con hábitos de vampiro y caballos negros desbocados a lo largo de la frontera. De camas como lentas barcas en una laguna negra, cuerpos desmoronados por el viento, del recuerdo de una mujer como un cazador furtivo en pos de un venado ciego. El otoño de aquel año vio caer como hojas una bre ve cadena de éxitos con letra música y voz de Mark Orozco: “El cactus is bleeding”, “La sirena de Cabor ca”, “Las cenizas y el viento”, “El pájaro de la luna” y “Moonlight Tijuana howling”, que de este lado de la frontera los programadores bautizaron como “Hom bre lobo en Tijuana”. Mark Orozco & Los Huracanes del Valle. Así gra bó discos que hoy son de culto, en disqueras tan fan tasmales como los pueblos que pisaba olvidándolos al 77
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siguiente día: Coyote Records, Eolo Media Group, y la legendaria Lone Star Stygma Records; donde gra bara su álbum fundamental, antes de desaparecer para siempre: Mark Orozco & Los Huracanes del Valle. Empty Roads & Wasted Words. El pájaro de la luna. Aunque hay quien afirma que existe la cumbre, perdida e inaccesible, y aun algún abuelo octogenario es capaz de tararear la pieza más bella, jamás grabada por Mark Orozco: Murania. Una pieza que el mismí simo Woody Guthrie, su acérrimo enemigo, no tardó en alabar y calificar como una de las más hermosas canciones folk de todos los tiempos. Hay quien cuen ta que hasta Hank Williams pensaba grabarla, antes de morir de una sobredosis. Según los que llegaron a escucharla, Murania era un extraño híbrido de balada donde se dejaban oír gaitas escocesas, contrapuntea da con un lento arpegio de guitarra en blues; una cró nica de viaje que narraba al amor como un río subte rráneo, dibujando el pecho de una mujer como una fortaleza inaccesible. Una muralla de hierro ante la que los hombres caían abatidos como pistoleros bue nos en una película muda. El amor como una enorme ola devorando una ciudad vacía. Al igual que con Robert Johnson, el destino del músico se cifró también en las sospechas de un mari do: el esposo de Nora Belle Overton. Macario, alias “Mark” Orozco, fue secuestrado una madrugada de 1957, en San Benito Texas, poco antes del debut de un muchacho pelirrojo llamado Baldemar Huerta, el mismo que años después, al fir mar con Imperial Records, se haría llamar Freddie Fender. Tres tipos lo patearon en un callejón mien tras le preguntaban por la guitarra. Él no sabía a qué 78
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guitarra se referían, hasta que entre la cortina púrpura de su sangre atisbó el recuerdo de la suave Nora Be lle. Deshecha su habitación y recuperada la guitarra, el Chevrolet Impala con motor de ocho cilindros en filó en dirección opuesta al amanecer, rumbo al norte, hacia el frío de los Grandes Lagos, más allá del Golfo y los pantanos, hacia una especie de amanecer negro, mientras Mark Orozco encajuelado, en rachas de con ciencia repetía para sí una suave balada, acerca de un país remoto, en el fondo de la tierra, en la zona más oscura del corazón de los hombres.
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PregĂşntale al polvo. John Fante
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Olimpo Rosas
(Chavez Ravine, California, 1930 − Torreón, Coahuila, 1997)
Localizada en un valle a pocas millas del centro de Los Ángeles, la comunidad de Chávez Ravine fue durante generaciones el hogar, la frágil patria de mi les de emigrantes y sus descendientes. Un río turbu lento y móvil de aquellas vidas sin forma. Cuerpos puro presente, sin apenas noción de futuro. Nombrada así en recuerdo de Julián Chávez, uno de los primeros líderes del condado de Los Ángeles hacia 1800, Chávez Ravine se distinguió desde siem pre por su carácter autosuficiente, así como por su co hesión racial. Un raro ejemplo de vida pueblerina no alejada de las opciones de una gran metrópoli. Du rante décadas, sus residentes erigieron sus iglesias y escuelas, cultivando su propio alimento en sus peque ñas tierras. La comunidad estaba formada original mente por tres grandes vecindarios: Palo Verde, La Loma y Bishop, también conocida como “La Shan gri-la de los pobres”. La inducida muerte de Chávez Ravine comenzó a gestarse hacia 1949, el mismo año en que el gran fo tógrafo Don Normak, como previendo el fin de aquel territorio, de aquel limbo moreno en el corazón blan co de Norteamérica, captara el conjunto de imágenes por las que hoy se conocen insospechados aspectos de la vida de aquella comunidad de migrantes. Ese año, un acta federal otorgó dinero a las ciuda
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des con el fin de construir proyectos de vivienda pú blica acorde a una nueva redistribución urbana. Así, el alcalde de Los Ángeles logró la aprobación de un megaproyecto de diez mil nuevas viviendas, las cuales estarían localizadas en el territorio ocupado por enclave migrante. Vista por la comunidad anglosajo na como un vecindario de invasores, los trescientos acres de Chávez Ravine fueron considerados por las autoridades como la primera zona de rediseño urbano. En julio de 1950, todos los residentes de Chávez Ravine recibieron cartas de las autoridades de la ciu dad avisándoles que deberían vender sus terrenos y abandonar sus casas en un breve lapso de tiempo. Algunos residentes resistieron la orden, siendo eti quetados automáticamente como invasores. La ma yoría fueron reubicados por la fuerza, siendo al final parcialmente subsanados en su pérdida, o ya de pla no, ignorados en su indemnización. Hacia agosto de 1952 Chávez Ravine era práctica mente un pueblo fantasma. Durante esa década y las siguientes, Los Ángeles siguió creciendo rápidamen te, enterrando en su prisa las cenizas de aquel barrio proscrito. El 10 de abril de 1962, sobre los terrenos que dos décadas atrás aún ocupara la comunidad de Chávez Ravine, los cincuenta y seis mil asientos del Dodger Stadium fueron oficialmente inaugurados. Ahí, en la época dorada de Chávez Ravine, mucho antes de los soldados y las caterpillars, en el barrio bra vo de Palo Verde, vio su primera luz Olimpo Rosas. Fascinado desde niño por la estética del pachuco, aun viejo y en bancarrota usaba palabras como “jai na”, “ranfla”, o “bato”. Arrojada su familia hacia el este de Los Ángeles, 84
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luego de un fugaz y estéril paso por la legendaria escuela Garfield, Rosas asumió la determinación irre ductible de que su destino era vivir para la música. A pesar de todo el empeño puesto, resultó ser un pési mo músico, poseedor de un oído de artillero que le negaba la posibilidad de hilar tres acordes, incapaz de seguir un simple compás de tres por cuatro. La oscura revelación de saberse imposibilitado para ejercer el oficio que más amaba lo sumió en la parálisis durante meses, en un estado de inapetencias diversas, sin ga nas apenas de abrir la boca, ajeno a su carácter dicha rachero y sociable. Como una planta gris incapaz de renacer, indiferente incluso a la hipnótica savia de las mujeres, su vicio más feliz. Pero se impuso su naturaleza desbocada, su ter quedad de soñador ajeno a las catástrofes, su estupi dez de entusiasta a toda prueba. Así sintió que su energía se diluía en una ciudad como Los Ángeles, dura con el migrante, un Leviatán brutal y excluyen te. En pocos meses, con poco más de veinte años, mediante fondos de dudoso origen, fundó la disquera Lone Star Stygma Records. Lector voraz de Herman Melville, Mark Twain, Ambrose Bierce y poetas in gleses como William Buttler Yeats y Lord Byron, la producción musical, así como el olfato para rastrear el talento, se revelaron como el verdadero don de Olim po Rosas. Innumerables solistas y grupos que emer gían desde el abismo del anonimato aparecían en ca lidad de ectoplasma en su estudio de grabación, como fantasmas perdidos entre rudimentarias consolas para sucumbir de nuevo a la oscuridad. Y en Lone Star Stygma Records había lugar para todos: conjuntos de gospel y bandas de zydeco; hasta orquestas trasterra das desde Mobile, Alabama; y con el transcurrir del 85
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tiempo, la inédita locura de vaqueros sonámbulos can tando en español hacia el blanco corazón de Texas. Lone Star Stygma Records pronto se posicionó como una de las empresas más reconocidas y estrambó ticas de la industria musical de su tiempo. Los antro pólogos musicales del siguiente milenio se referirían a su fundador como el George Martin del desierto. Sus competidores, en aquellos años fugaces como un tornado, empezaron a hablar de dineros provenien tes de la mafia y las apuestas clandestinas, resentidos porque figuras como Patsi Cline o Hank Williams fi guraban en su catálogo. Para cuando Mark Orozco y Luther Perkins co nocieron a Olimpo Rosas, bajo el cielo de Texarkana, un cielo de nubes ensangrentadas, como la gigantes ca ala de un ángel herido, ya era lugar común la le yenda de que la inagotable fuente que apuntalaba los descabellados proyectos de Lone Star Stygma Re cords eran las carretadas de arrugados billetes que las pupilas de Olimpo Rosas ganaban con el sudor de su cuerpo. Era leyenda su fama de padrote, el portento de su miembro, su ubicua energía de productor musi cal y administrador de prostíbulos, su labia y su cinis mo, su amor a la música y a los cuerpos jóvenes. Su trinidad de billetes, sonido y piel, a la que con su infalible sonrisa de oro se refería como “la luz de mis pupilas”, es decir, los recursos brotados del esfuer zo de sus decenas de protegidas, las que en sus ina gotables faenas nocturnas, desahogando vaqueros ingrávidos, estudiantes primerizos o banqueros cul posos, hacían posible su sueño de inventar para sí los grupos, las canciones y vivir el elíxir de toda esa para fernalia musical hasta entonces vedada a sí mismo. En los años dorados de Lone Star Stygma Re 86
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cords, cuando Olimpo ya no abandonó jamás su vesti menta de abrigos de piel, dentadura de oro y lentes de armazón de colores, se grabaron cientos de discos: rockabilly, bluegrass, folk rock, tex mex, zydeco, jazz, blues, gospel, ragtime, honky tonk, country, música tradicional escocesa, bandas de acordeoneros alema nes, danzas polacas, spirituals negros, bolero ranche ro, polcas tamaulipecas, redoba, música de cámara, solistas, y hasta una soprano ciega, procedente de Vir ginia. Se cuenta que la ruina de Olimpo Rosas provino de sus propias virtudes, exageradas hasta el delirio: la desbocada inclusión de proyectos de toda índole, aun los destinados al fracaso comercial; así como la apari ción del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, que en el conservador Valle de Texas de principios de los ochenta mermó la habitual clientela de los prostí bulos operados mediante prestanombres por aquel Midas en bancarrota. Al poco tiempo, durante el auge de Reagan, tuvo que huir de los bancos. En México, vivió durante años en Monterrey, habitando a salto de mata viviendas prestadas por músicos a quienes en otro tiempo proyectara, o entusiastas deslumbrados por su desfalleciente leyenda. Ahí, en la derrota más total, surgió brevemente su vocación de compositor de un solo éxito: Valerio Salazar, el único representante del bolero norteño abiertamente homosexual, grabó un éxito que aún puede escucharse en algunas cantinas del extrarradio de Saltillo o Monterrey: “La luz de mis pupilas”. Olimpo Rosas, quien sobreviviera a balaceras en estacionamientos a oscuras de Nuevo México o Ari zona; amenazado de muerte mil veces por novios re 87
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sentidos o competidores apabullados por su éxito y enfermedades venéreas de toda índole, murió en un accidente de tránsito en la ciudad de Torreón. Se di rigía a un homenaje que el Instituto Smithsoniano le ofrecía en Albuquerque, en su calidad de pionero y benefactor, forjador indiscutible de la tradición musi cal fronteriza.
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Breviario del desvarío
Almaguer, Vulcano (San Miguel Arcángel, Guanajuato, 1936 − San Arcángelo, Texas; 1959) Huérfano de una maestra asesinada por fanáticos re ligiosos durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, Vul cano soñaba de niño con un vestido sin cuerpo levitan do sobre el rojizo polvo zacatecano. Un vestido vacío y una voz submarina que lo llamaba desde el fulgor del sol. Adolescente, en la penumbra de la mina o el cine ambulante, vislumbraba apenas despierto el ros tro de una muchacha blanca; una máscara bella y te rrible convertida en la bóveda celeste de un planeta lejano. Adulto, y soldador por sobrevivencia, entre los ra yos ultravioleta, bajo el negro lente de su careta, sus hijos muertos jugaban sin voltear a verlo bajo una ma drugada perpetua, en un país diminuto y fugaz. En el desierto de Arizona, mojado desfalleciente, soñaba delante de él un potro blanco, un pegaso muti lado que en su trote le señalaba la ruta hacia el traba jo y los caudales de agua. Sólo una vez soñó una canción, que se aprendió de memoria. Años después agonizante, mirando las vetas de un techo de madera, bajo una nevada descomunal, soña ba con un imperio secreto, una ciudad subterránea 89
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bajo una llanura infinita, donde pistoleros alados se batían por amor contra despiadadas bestias de hierro. Almaguer, Luciano (Terminal, Zacatecas, 1959 − South Dakota, 2033) Luciano soñó toda la vida con su padre. Inventó su vida en torno a él, como quien funda una ciudad en torno a un río invisible. Y sin haberlo visto jamás, he redó para sí una tenaz disposición al silencio y la me lancolía. Con cuatro años, intrigado por la mecánica interior de los árboles, imaginaba dentro de cada tron co un crucifijo o una cuna. Amaba sin aceptarlo el caos, no queriendo para sí una vida articulada y racio nal, como tantas normalidades alrededor suyo, vidas perfectas y previsibles, como ataúdes tallados a mano. Joven, prisionero de un amor que sonámbulo lo devoraba, soñaba en la vorágine de sudor y piel, pen diendo sobre su cama una espada de oro y bajo las sábanas reptiles negros. En el dolor de la muerte y el fin del amor, su or fandad duplicada de veintiañero viudo, veía el cuerpo de su amada flotando sobre las multitudes, esfumada su figura en el reflejo de las vidrieras. Alucinaba su voz en el silencio matutino de hote les de paso. Hasta que el eco de Marina dejó de ha blarle. Volvió a soñar con su padre, vaquero huérfano, pa teado bajo la nieve por un potro de piedra. En la frontera soñaba con las voces de los ahoga dos, de las lenguas calcinadas en el desierto, de los asfixiados en los vagones como féretros de hierro. En Nueva York soñó que un cantinero anómalo le tomaba fotos, y bajo la barra guardaba un álbum con 90
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retratos de hombres muertos. Soñó que robaba ese álbum y lo arrojaba al Río Hudson. Que llevadas por la corriente aquellas fotos alcanzaban las frías aguas de Terranova, donde el hielo desdibujaba poco a poco todos los rostros. En Black Hills, Dakota del Sur, desenterrando junto a una horda de locos a un gigante de piedra, un héroe sioux que liberado de la montaña galoparía has ta el fin de los tiempos, colgado contra el vacío, donde lo golpeó por accidente una perforadora, Luciano Al maguer tuvo su última visión: Aquel jinete de piedra tenía el rostro de su padre. Orozco, Macario (Mark) (Ciudad Ocampo, Tamps, 1928 − Nueva Orleáns, 2007) En la Huasteca, su ensueño más remoto fue un pájaro multicolor que flotaba protegiéndolo con su sombra, como una nube obediente y portátil. Prófugo del odio familiar, años más tarde soñó el oscuro cañón de un revólver surgiendo de entre los labios que apenas se disponía a besar. Pero más que las imágenes, dibujos animados que se rebelaban, Macario, alias Mark Orozco, soñaba tonadas; me lodías como silbos susurrados en el ulular del viento. Así compuso muchas de sus canciones. Soñaba estrofas rimadas, vaqueros sin cara que lo detenían bajo el mediodía para susurrarle al oído his torias de amores malogrados, leyendas de potros ina sibles y la maldición de mujeres como bestias mito lógicas. Sólo una vez tuvo un sueño premonitorio: En él, veía a un hombre torturado, andando a du 91
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ras penas a través de un infinito campo de maíz, abra zado a la guitarra más hermosa que había visto jamás. En otro lapso del extravío, la guitarra mutaba en mu jer: una rubia silenciosa a la que le crecía una mancha de sangre en medio de sus pechos. Perdido su rastro para siempre, estrella despareci da de pronto, los buscadores de rarezas rescataron mu chos años después, a propósito del desastre de Nueva Orleáns, una vieja balada acerca de una bailarina vudú recluida en un cuerpo blanco, de una guitarra flotan do a través de una ciudad devorada por las aguas. Sin embargo, a pesar de la revaloración de su lega do, nadie acertó a reconocerlo en uno de los muchos ancianos rescatados por helicóptero de sus viviendas inundadas, una imagen que se volvió atrozmente fa miliar para los televidentes de todo el mundo en el verano del 2005. O’Brien, Ben (Calumet City, Illinois, 1918 − Calumet City, Illinois, 1996) El señor O’Brien estuvo toda su vida negado para los sueños. Como una amnesia dentro de la amnesia. Y a pesar de ser un hombre simple y bueno, su único delirio, el más terrible y el más cierto, fue la larga agonía de tres días, cuando quebrada su espalda entre los peldaños de una escalera, gritó pidiendo ayuda durante un lapso interminable, eterno; hasta el límite de ser él mismo otra cosa, quizá una sombra que se miraba desde las quietas aguas de un espejo, presenciando cómo se apagaban sus propios gritos sin poder hacer nada. Y luego, caer como una piedra ha cia una oscuridad insondable. 92
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O’Brien, Allison (Terre Haute, Indiana, 1973 − Indiana Dunes, Lake Michigan, 1999) Allison fue una niña feliz. Huérfana de madre, y casi criada por su abuelo, aprendió pronto a vislumbrar la maravilla escondida tras la fachada de lo aparente. Los años la tornaron una adolescente inquieta y vo luntariosa. Su despertar sexual se desencadenó cuando den tro del sueño se miró a sí misma desvirgada por un joven negro que de noche apretaba su cuerpo contra la arena de una playa remota. Sus sueños eran muy concretos, construidos con la oscura materia proveniente de la realidad; en aquella imagen apreciaba el sudor marcando la textura de los poros en la piel oscura, el brillo de la fogata brillando en la espalda de su amante. Sus propios suspiros ape nas contenidos, mientras sus labios mojados se llena ban de sal. Durante sus estudios de psiquiatría en Notre Dame, logró articular la trama de ellos, metiéndose cada no che a la cama con la disposición del que entra solo en un cine. Luego, al foro personal de Allison, aséptico y ra cional, una sala blanca y minimalista donde todo ocu rría según lo minuciosamente preescrito, se fue fil trando lentamente la realidad, como una cañería de pronto rota o una plaga de ratas dispersándose entre las butacas: hasta el mismo ensueño la alcanzó su pér dida. La imagen de su abuelo muerto, descoyuntado bajo la escalera, agonizando solo como un perro, fue la carga de dinamita que derrumbó su perfecto teatro, el reducto perfecto de su ensueño planificado.
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Así, Allison dejó de soñar para siempre. Más bien, nunca volvió a soñar dormida. Ocurrían las pesadillas, y le ocurrían despierta. Overton, Nora Belle (París, Texas, 1938 − San Benito, Texas, 1957) Nora Belle Overton fue una de las niñas más comu nes y felices del sur de Texas. Una felicidad que em pezó a esfumarse cuando sus rasgos infantiles desapa recieron para dar paso a una belleza inhumana. Una imagen terrible que condenaba al dolor a todos sus espectadores. Un dolor proveniente de la incapaci dad de poseerla. Una forma de nobleza inasible. Muchas veces se pensó a sí misma como un fenó meno de feria. Alertado ante el riesgo que corría su hija, su padre optó por el encierro. Maestros privados y colegios de monjas. Un limbo de años que forjó en su carácter una intensa vida interior; un caleidoscopio interno en el que se fugaba hacia adentro. Tardes eternas matizadas por un ensueño de faunos y torna dos multicolores. Por lluvias de plata y princesas que caminaban dormidas. Lecturas entrecruzadas con una visión mágica de rivada de su cautiverio. Como una muñeca que soña ra el mundo desde un ataúd de cristal. Hasta que conoció a aquel músico. Se olvidó de que estaba casada. La tesitura hipnótica de aquella voz la arrojaba hacia un letargo y una fiebre; donde su cuerpo tomaba otra consistencia, como de lava. Así, su ser de porcelana blanda se trastornaba: de ser una niña etérea hacia la vocación secreta de sacerdotisa, de puta, de santa. Un caudal de fuego que le crecía
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desde lo más dentro, como un río de aguas hirvientes que cortara en dos el abismo. Como atravesar la madrugada cabalgando sobre un potro enloquecido. Esa rabia era el amor. Nora Belle lo supo cuando vio por última vez a Macario, los labios reventados, sus manos rotas, al sa berse arrojada a una laguna de San Benito, una ma drugada de 1957, con una bala en el pecho cortesía de su esposo; poco antes de hundirse soñó su piel como de madera, la más suave; volviéndose una guitarra, una lenta barca que flotaba sobre las quietas aguas de una ciudad sumergida. Perkins, Luther (San Arcángelo, Texas, 1922 − Lafayette, Louisiana, 2005) Su padre, un ministro negro que oficiaba clandestina mente en un galpón, lo bautizó así por Martín Lute ro. Lo empapó de los rudimentos de la fe, del mágico palpitar de las voces que alababan al Señor. Así creció Luther Perkins, en la dualidad del trabajo semiescla vo y la ensoñación de los universos que palpitaban ocultos en la simpleza de una guitarra. A los diecinueve años, una noche de trenes en que escapaba hacia Alabama, soñó la melodía más hermo sa que concibiera jamás; un arpegio imposible que lo elevó dentro del sueño como un suspiro sostiene en el aire una pluma. Ese fue quizá el momento más perfecto de su vida. En el sueño, mientras escuchaba embelesado aque lla melodía prodigiosa, tomó conciencia de estarla so ñando, y se forzó a sí mismo en el intento de memo 95
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rizarla. La emoción lo despertó. Aún flotaban los últimos acordes provenientes de aquel dulce letargo. Pero al éxtasis prosiguió el terror, cuando se dio cuen ta de que no pudo capturarla. En un esfuerzo que lo mantuvo despierto hasta el amanecer, detenido el tren entre pantanos, se sintió el ser más infeliz del mundo al ver desvanecerse en el aire aquel prodigio. Vivió durante mucho tiempo como obnubilado. Los músicos que alternaban con él en alguno de los bares donde tocaba para sobrevivir, lo miraban como un guitarrista solvente, pero intratable fuera de los me nesteres de la orquesta, donde se conducía como un sonámbulo. Nadie sabía que buceando hacia dentro, a través de los más remotos resquicios de su memoria auditiva, soñaba con dar por fin con aquella melodía. Nunca lo logró. Pero el resto de su vida se dedicó a buscarla, eje cutando todos los géneros, experimentando nuevas digitaciones, innovando en los materiales o exploran do nuevas fusiones, anclado a la esperanza de encon trarla de pronto, escondida tras algún acorde. Así se volvió un guitarrista notable, un erudito de ritmos perdidos y géneros olvidados. Negado para los menesteres prácticos, fue a dar a la cárcel por querer robar un fonógrafo, donde pretendía ejecutar al revés toda su colección de discos, como parte de la infinita búsqueda. Ahí conoció a Mark Orozco, el mejor amigo que tuvo jamás, a quien ocultó su maravilloso y terrible secreto. De regreso a la libertad, volvió a una efímera fama, con Los Huracanes del Valle. Conoció el éxodo del éxito. La soledad de las carreteras. Tras la desaparición de Mark Orozco y la disolu ción del conjunto, su primer disco en solitario, cuan 96
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do joven y desencantado, supo que jamás daría con el fruto de su obsesión, fue bautizado con el título: “Gone days like broken wings”, Días idos como alas rotas, a manera de incierto debut y definitiva despe dida. Hacia el final de sus días, redescubierto su apor te por un guitarrista californiano, vivió el amargo sa bor de la vejez y los homenajes. Sobrevivió a la inundación de Nueva Orleáns, pero no a la insuficiencia de su vejiga. Sólo en la muer te encontró la paz y el silencio. Regino, Adelfo (Juchitán, Oaxaca, 1925 − Madison, Wisconsin, 1997) Adelfo Regino soñaba con ángeles. Ángeles que ba jo los rascacielos limpiaban a mano las alcantarillas. Abuelas de ojos grises abandonadas a la frialdad y el silencio de gigantescos condominios. Con cantos de pájaros atravesando el cerco envenenado de sus jaulas. Con una ceiba donde el viento ejecutaba la madre de todas las melodías. La metralla de la nieve volviendo el techo de un gallinero una marimba. Y los campos de tomate. Y los jardines regados por aspersores automáticos. Y niñas rubias en bicicleta. Y las palabras de neón. Y los ojos de la virgen. Y el polvo de los caminos. Un túnel de latón por donde corría vuelto niño. Y el mar más seco y más hermoso, el mar tranquilo de la luna.
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Ríos Magaña, Ausencio (Ciudad de México, 1949 − Ciudad Fénix, Arizona, 2026) Ausencio Ríos Magaña fue el asaltabancos más famo so en la historia de su país. Miembro destacado del re gimiento de fusileros paracaidistas, años después de sertó del regimiento de radiopatrullas para instalar un vértigo a la medida de su hambre. De su hambre de acción y de fama, erigiendo a balazos una estatua de sí mismo en el inconsciente colectivo; asesino nato que sonreía a las cámaras de seguridad. A principios de los ochenta, descabezada la guerrilla urbana, fue declara do el enemigo público número uno. Fue capturado tres veces, y las tres se evadió. La última, armado de un par de granadas, con las que reventó las paredes de un juzgado. Nunca tuvo interés en el sueño, ni las visiones. Si la construcción de su leyenda le exigía vivir despierto las veinticuatro horas y su estatura de mito era ya en sí su sueño cumplido. En 1985, luego de repartir el último botín entre sus compinches, en tre ellos el comandante Lauro Zavala, desapareció para siempre, dejando tras de sí infinidad de leyen das, explicaciones a medias y rumores infundados. Unos cuentan que se aburrió ante la falta de retos. Otros que lo acabó la droga, las mujeres, el remordi miento. Otros, que encontró a Dios. En la ciudad de Los Ángeles, cambiado su nom bre, recibió la epifanía: en aquel sueño que marcó su vida, se veía a sí mismo recibiendo un don sagrado. Un ser luminoso ponía en sus manos un libro blan co que irradiaba un resplandor extraño. En la albura de sus páginas estaban bordadas letras con un hilo de
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oro, al buscar el envés de la trama en la cara opuesta del folio, se encontraba con otro bordado: otro mensa je sagrado. Palabras de Dios que abarcaban todo sin aniquilarse. De ahí en adelante cambió, volviéndose un hom bre juicioso y honrado. Creó clubes de ayuda en los barrios hispanos. Fundó bibliotecas, centros deporti vos, ganándose el sustento mediante tareas sencillas, como el mantenimiento eléctrico y la limpieza. Fue conocido en su comunidad como ejemplo del migrante modelo, una voluntad de hierro que deto naba el cambio. Pero todo acabó una mañana de marzo. Al ir a re emplazar su licencia, el escaneo de sus dactilares de tonó una alarma. En un par de horas, su humilde vi vienda estaba cercada por un cuerpo swat que con altavoces lo conminaba a entregarse sin oponer resis tencia. Salió serio y desarmado, con una Biblia bajo el brazo. Ese mismo día, era entregado en la frontera mexi cana, ante una nube de reporteros que esgrimiendo el micrófono como una espada, lo tuteaban aun y cuan do la mayoría de ellos no había nacido en su pasado lleno de balas. Firme y con voz estentórea, habló de Dios, citó el Eclesiastés, y se demoró en la descripción de una es pada de llamas, de un arco iris de fuego. La profesión de su nueva fe desató un escándalo, una explosión de murmullos. Su verdadera conversión fue tomada como una prueba más de cinismo, una torpe estrategia de apelar a la piedad. Los noticiarios recordaron su crueldad y su arrojo. Fue trasladado a un penal de alta seguridad, 99
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donde llevó su templanza y su ejemplo a límites ini maginables. Sintió que era la nueva encarnación de Job. Por buena conducta fue liberado tras doce años de reclusión. La prensa apenas dio cuenta de su nuevo estatus de profeta urbano y ubicuo benefactor. Pasa dos algunos años, volvió al norte de la frontera, donde fundó una comuna apocalíptica en el desierto de Ari zona. Una secta que esperaba a Cristo encarnado en un jinete apache. Intoxicado con cactus, luego de un largo periodo de ayuno, su última visión fue la transfiguración de su cuerpo en la imagen viva de Teresa Urrea, la llamada Niña Santa de Caborca, que en tiempos de Porfirio Díaz alentara la revuelta del pueblo yaqui en Sonora. Rosas, Olimpo (Chavez Ravine, California, 1930 − Torreón, Coahuila, 1997) Olimpo Rosas soñaba con máquinas. Caterpilars arra sando su vecindario de niño. Órdenes en inglés y pa chucos sangrando de la cabeza. En sus años de músico derrotado soñaba su miem bro yerto, como una planta inútil. Padrote y productor millonario, soñaba con discos grabados por sus pupilas, spirituals monocordes y eufóricos gospels donde mil voces de mujeres hacían retumbar su nombre. El rostro de Patsi Cline, sus lá grimas evaporándose como un geiser interminable en tre las llamas de un avión recién siniestrado. Muchas veces se soñó sin boca, un ser como dibu jado a borrones de lápiz. Quebrado y en el retiro, soñaba erigirse de nuevo, 100
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una estatua toda de oro ante la que se postraban las multitudes. Un Dios con múltiples brazos, manejan do las consolas. Reventado bajo un tráiler en Torreón, un jueves de llovizna, soñó la voz de su madre, que en un idio ma desaparecido, antes de llegar las máquinas, lo lla maba para el almuerzo. Salazar, Valerio (Perros Bravos, Nuevo León, 1932 − Guardados de Abajo, Tamaulipas, 1994) Valerio Salazar creció pastoreando chivas, de hondo nada en hondonada. A los doce años, un arriero mudo lo violó bajo un huizache. La nueva condición de su cuerpo, una avalancha de confusiones y huecos, lo empujaron a tararear canciones con qué exorcizar las voces que le pedían que se matara. En el monte, y con un rebaño de pacientes cabras como único audi torio, Valerio aprendió a cantar. Boleros, cardenches, polcas, redobas… Para cuando trabajaba de ayudante de cocina en la capital de Nuevo Léon, con apenas diecinueve años, y una ristra de amores brutales tras de sí; novios terribles a los que amaba y aborrecía, Valerio soñaba despierto. Lavando las ollas o fregan do el piso, se miraba a sí mismo vestido como todo un vaquero, la gorra ladeada sobre la sien, un pañuelo rojo anudado al cuello, las luces de televisión perfi lando su espigada figura. Y un locutor engolado pre sentándolo ante las multitudes: “Con ustedes… Valerio Salazar, la nueva sensa ción del bolero norteño…” Un sueño de niño fugado, de taimado cantor de
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autobuses, de puberto sodomizado por traileros semi despiertos y tenientes en días francos. Sobreviviente de sus propios deseos, de su eterna condición de víctima, resultante de su descabellada búsqueda de la felicidad, Valerio Salazar apuntaló su sueño en una voluntad de hierro. Pronto pasó de las piqueras a los palenques y las ferias. De las ferias a las carpas, de las carpas al radio, del radio a la tele visión. De la televisión regional al mito. De la humi llación de la miseria a la humillación del éxito. Viejo cantante maricón que vivió sus últimos años de las puras regalías por piezas que hablaban de su desdicha: como la indemnización de un dios tan incierto como razonable, por haberlo fabricado así: con su condición de mujer de la mala vida, atrapada en el cuerpo de un hombre violado. En un delirio que entremezclaba su infancia con las malas películas de su soledad de viejo; Valerio so ñaba un monte infinito y un sol implacable, cabras par lantes que le pedían matarse. O acurrucado junto a sudorosos gladiadores romanos. Playas remotas a don de se iban a morir los piratas. La mirada azabache de un soldadito que amó a los diecisiete años. Insomne en sus últimos años, ya nunca volvió a soñar nada. Murió acribillado en un palenque, cuando un sica rio del narcotráfico, aludido por sus joterías, vació en su cuerpo de viejo la carga entera de su 9 mm, mien tras Salazar cantaba un melancólico éxito de antaño.
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Ugarte, Apolonio (Palaú, Coahuila, 1955 − Waukegan, Illinois, 2013) Apolonio soñó de niño con plantas secas girando. Ar bustos secos que rodaban como animales perdidos, dueños de una tracción propia, trazando invisibles di seños en la vastedad del desierto. En sus noches de estudiante, con adolescentes amazonas, doradas musas que arrojaban sus armas al suelo, acercándose a él entrecerrando los ojos. Militante en la guerrilla, con gigantescas sombras ubicuas que todo lo devoraban. Manchas de ácido que corroían papeles, dejando cicatrices en el rostro de la madera y la piel de los cuerpos jóvenes. Altavoces mal ecualizados repitiendo las órdenes de la forma ción en la escuela primaria. Un himno nacional venido desde otro mundo, contrapunteado de quejidos. Poeta inédito y descreído, se soñó braceando a tra vés de un río formado por las palabras que había bus cado sin encontrar jamás. Abriendo libros en blanco, recibiendo medallas con la efigie del presidente. En sus muchos exilios, mentales y físicos, soñaba con todas las carreteras de su vida, dentaduras de má quinas que le hablaban, discursos entrecortados por el rumor de engranes y versos; vagabundos que en parques ocupados por la neblina, con su propio rostro se le cruzaban sin decirle nada; hogueras ensangren tando de luz las cimas de los basurales, donde una mujer morena bailaba. Enterrado en una pirámide, bajo el altar de una iglesia, donde una ronda de enfermos mentales lo buscaba a través de túneles sin salida.
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Lloviznas de todos sus años: ligeras o torrenciales; lodosas o cristalinas. Y rostros, muchos rostros. Caras a las que les falta ba el nombre. Muchachos y muchachas. Hombres y niños. Campesinos y profesores. Obreros y abuelas. Fotografías anónimas que la intemperie devoraba. Walkuski, Valek (Boston, 1919 − South Dakota, 1982) Valek soñaba animales. Criaturas de madera que bro taban silenciosas del agua. Una laguna quieta acuna da entre sus propias manos. Él mismo era un gigante, y sus propias palmas una escabrosa cadena de colinas. O tallando tótems en un bosque perdido. Entre los animales sagrados, se intercalaban las efigies de los dibujos animados. O como un topo cavando, a través de las montañas negras, al salir del otro lado, se encontraba con su abuela reprendiéndolo, en una aldea de Polonia. Varias veces se soñó compartiendo los alimentos preparados por su esposa con un apache silencioso, que lo miraba extrañado. El apache, pequeño y de piel como de madera curtida, miraba con asombro los cu biertos, la estufa; la disposición de la sala, luego se sentaba en el suelo, de espaldas a él, donde el ruido de un televisor sin señal lo mantenía como hipnoti zado. Otras veces sólo el lejano galope de un potro, en esa hora en que las montañas adquirían una tonalidad rosada bajo un cielo color lavanda. Soñó con sus diez hijos, antes de que nacieran ellos. Soñó con sus caras, y con sus nombres, sin fallar con ninguno. Con Orion y con Urso, con Hera y Mer 104
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curio, con Lincoln, con Jerónimo, con Guadalupe, con Eva, con Sol y con Laura. En el amanecer de su cumpleaños sesenta y tres, su familia entera se disponía a despertarlo con una tarta de manzana, sin poder lograr ya perturbar su sueño, intrigados por aquella sonrisa, apenas disimu lada bajo su desmesurada barba. Witko, Tashunka (Rapid Creek, Colorado, 1842 − Fort Robinson, 1877) Caballo Loco tuvo un único sueño, que se le repitió de forma intermitente durante treinta y cinco años: Un potro albo como la nieve bailoteaba sobre una hoguera, elevando hacia lo más alto del cielo las ceni zas de sus propios huesos. Zamarrón, Marina (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1967 − Ciudad Juárez, Chihuahua, 1989) Marina Zamarrón jamás pudo conciliar el sueño.
Zavala, Lauro (Caborca, Sonora, 1949 − Cholula, Puebla, 1988) Las pesadillas de Lauro Zavala lo orillaban a querer evadir por cualquier medio los linderos del ensueño. A atiborrarse de pastas, cocteles de whisky y anfetas; películas de Humphrey Bogart con el volumen en cero. Como un niño que moja la cama, la hora más terri ble, era cuando el ala enorme de la noche cubría la 105
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parte conocida del mundo. Como si un ave de presa se dispusiera a devorar un huevo. El pulso se le descontrolaba, y la percepción se le fragmentaba hacia un nebuloso territorio a medio ca mino de la vigilia y el sueño: donde una armada de pájaros, ominosa y total, embargaba para sí los cielos, bloqueando los rayos solares, en un eclipse total y atroz, avitralado. Soñaba con los versos que jamás pudo escribir, y con un permanente y planificado ataque de rabia. Deliraba triunfando en Bellas Artes; alcanzando para sí la gloria mediante el desproporcionado ejerci cio del plagio. Frecuentemente se soñaba consagrado, recibien do el Nobel ante fervientes multitudes que peleaban ferozmente por sus libros, y al abrirlos se encontraban hojeando páginas en blanco. El aleteo de las páginas mutaba en una nube de palomas blancas, que eleva das hacia las bóvedas, una vez a buen resguardo, des de la impunidad de las vigas, emitían su juicio final mediante un implacable diluvio de mierda.
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