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6. EL FAVORITO

inútil con enorme derroche de energía... y todo por un minúsculo mundo abandonado que un hombre lógico no consideraría digno de un solo disparo. Sin embargo, el general no es ilógico, antes al contrarío, yo diría que es extremadamente inteligente. ¿Me sigue usted? -No muy bien, señor. El secretario inspeccionó sus uñas y continuó: -Pues escúcheme con atención. El general no malgastaría hombres y naves en una estéril hazaña gloriosa. Sé que habla de gloria y de honor imperial, pero es evidente que se trata tan sólo de la imborrable sensación de ser uno de los insufribles semidioses de la Era Heroica. Aquí hay algo más que gloria, y, además, se preocupa por usted de un modo extraño e innecesario. Si usted fuese mi prisionero y me dijera tan pocas cosas útiles como las que ha estado diciendo hasta ahora, le abriría el abdomen y le estrangularía con sus propios intestinos. Devers permaneció impasible. Dirigió la mirada al primero de los matones del secretario, y después al otro. Estaban dispuestos, ansiosamente dispuestos, para cualquier contingencia. El secretario sonrió. -Ya veo que es un diablo silencioso. Según el general, ni siquiera la sonda psíquica le causó efecto, y esto fue un error por parte de él, pues me convenció de que nuestro joven portento militar estaba mintiendo. -Parecía de excelente humor-. Mi honrado comerciante -dijo-, yo tengo una sonda psíquica propia que tal vez sea particularmente adecuada para usted. ¿Ve esto? Entre el pulgar y el índice sostuvo con negligencia unos rectángulos rosados y amarillos, de intrincado diseño, cuya identidad resultaba obvia. Devers así lo expresó. -Parece dinero -dijo. -Y lo es; el mejor dinero del Imperio, porque tiene la garantía de mis dominios, que son más extensos que los del propio Emperador. Cien mil créditos. ¡Todos aquí, entre dos dedos! ¡Y son suyos! -¿A cambio de qué, señor? Soy un buen negociante, pero todos los negocios tienen dos partes. -¿A cambio de qué? ¡De la verdad! ¿Qué persigue el general? ¿Por qué pretende librar esa guerra? Lathan Devers suspiró y se alisó pensativamente la barba. -¿Qué persigue? -Sus ojos seguían los movimientos de las manos del secretario mientras contaba lentamente el dinero, billete tras billete-. En una palabra, el Imperio. -¡Hum! ¡Qué ordinariez! Al final siempre es lo mismo. Pero ¿cómo? ¿Cuál es el camino que lleva desde el extremo de la Galaxia hasta la cumbre del Imperio? -La Fundación -dijo Devers con amargura- tiene sus secretos. Posee libro,, libros antiguos, tan antiguos que su lenguaje sólo es comprendido por unos cuantos hombres importantes. Pero los secretos están envueltos por el ritual y la religión, y nadie puede utilizarlos. Yo lo intenté, y ahora estoy aquí... y allí me espera una sentencia de muerte. -Comprendo. ¿Y esos antiguos secretos? Vamos, por cien mil créditos merezco que se me den hasta los más íntimos detalles. -La transmutación de los elementos -dijo Devers con brevedad. El secretario entrecerró los ojos y perdió algo de su frialdad. -Tengo entendido que la transmutación práctica es imposible, según las leyes de la atomística. -En efecto, si se usan fuerzas atómicas. Pero los Antiguos eran muy listos. Existen fuentes de energía más poderosas que los átomos. Si la Fundación usara esas fuentes, como yo sugerí... Devers sintió una suave e insinuante sensación en el estómago. El anzuelo se balanceaba, el pez lo estaba rondando. El secretario dijo de repente: -Continúe. Estoy seguro de que el general sabe todo esto. Pero ¿qué se propone hacer cuando termine esta guerra de opereta? Devers mantuvo su voz firme como una roca. -Con la transmutación controlará . a economía de todo su Imperio. Los yacimientos de minerales no valdrán nada cuando. Riose pueda obtener tungsteno del aluminio e iridio del hierro. Todo el sistema de producción basado en la escasez de ciertos elementos y la abundancia de otros quedará totalmente superado. Se producirá la mayor catástrofe que jamás haya visto el Imperio, y solamente Riose podrá detenerla. Además, está la cuestión de esta nueva energía que

he mencionado, cuyo empleo no ocasionará a Riose escrúpulos religiosos. Nada puede detenerle ahora. Tiene a la Fundación cogida por el pescuezo, y cuando haya terminado con ella será Emperador en dos años. -Conque esas tenemos. -Brodrig esbozó una sonrisa-. Iridio del hierro eso dijo usted, ¿no? Voy a confiarle un secreto de estado. ¿Sabía usted que la Fundación ya ha estado en contacto con el general? Devers se puso rígido. -Parece sorprendido. ¿Por-qué no? Ahora resulta lógico. Le ofrecieron cien toneladas de iridio al año a cambio de la paz. Cien toneladas de hierro convertido en iridio en violación de sus principios religiosos para salvar sus vidas. Es justo, pero no me extraña que nuestro incorruptible general rehusara... ¡cuando puede tener el iridio y además el Imperio! Y el pobre Cleón le llamó su único general honrado. Mi barbudo comerciante, se ha ganado usted este dinero. Lo tiró al suelo, y Devers se arrodilló para recoger los billetes esparcidos. El señor Brodrig se detuvo en la puerta y se volvió. -Recuerde una cosa, comerciante. Mis camaradas armados no tienen oídos, ni lengua, ni educación, ni inteligencia. No pueden oír, ni hablar, ni escribir, ni siquiera ser coherentes con una sonda psíquica. Pero son expertos en ejecuciones muy interesantes. Yo le he comprado a usted por cien mil créditos. Será una mercancía buena y valiosa. Si algún día olvidase que ha sido comprado e intentase... digamos... repetir nuestra conversación a Riose, sería ejecutado. Pero... a mi manera. Y en aquel rostro delicado aparecieron duras líneas de ensañada crueldad que transformaron la estudiada sonrisa en una insana mueca de labios rojos. Durante un segundo fugaz, Devers vio al espíritu maligno del espacio que había comprado a su sobornador. En silencio, precedió a los «camaradas» armados de Brodrig hasta su habitación. A la pregunta de Ducem Barr, respondió con sombría satisfacción -No, y ésa es la parte más extraña. El me sobornó a mí. Dos meses de guerra difícil habían dejado su huella en Bel Riose. Había en él una pesada gravedad y se encolerizaba fácilmente. Se dirigió con impaciencia a su incondicional sargento Luk: -Espera fuera, soldado, y conduce a estos hombres a sus alojamientos después de que haya hablado con ellos. Que no entre nadie hasta que yo llame. Nadie, ¿comprendes? El sargento saludó con rigidez y abandonó la habitación, y Riose desahogó su mal humor juntando los papeles de su mesa, tirándolos al cajón superior y cerrándolo con estrépito. -Tomen asiento -dijo a los dos hombres-. Tengo poco tiempo. A decir verdad, no debería estar aquí, pero necesitaba verles Se volvió hacia Ducem Barr, cuyos largos dedos acariciaban con interés el cubo de cristal que contenía la efigie del rostro austero de Su Majestad Imperial Cleón II. -En primer lugar, patricio -dijo el general-, su Seldon está perdiendo. No se puede negar que lucha bien, porque esos hombres de la Fundación acuden como insensatas abejas y pelean como dementes. Cada planeta es defendido con furor y, una vez conquistado, bulle de tal modo en rebeliones que resulta tan difícil mantenerlo como conquistarlo. Pero los conquistamos y los mantenemos. Su Seldon está perdiendo... -Aún no ha sido vencido -murmuró cortésmente Barr. -La Fundación no es tan optimista. Me ofrecen millones para que no presente a Seldon la batalla final. -Así lo aseguran los rumores. -De modo que los rumores me preceden. ¿Hablan también de la última noticia? -¿Cuál es la última? -Pues que el señor Brodrig, el niño mimado del Emperador, es ahora el segundo en el mando por propia petición. Devers habló por vez primera -¿Por propia petición, jefe? ¿Cómo es eso? ¿O es que acaso le está resultando simpático ese tipo? -terminó con una risita. Riose contestó calmosamente: -No, me temo que no. Pero ha comprado el puesto a un precio que considero justo. -¿Cuál es?

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-Pidiendo refuerzos al Emperador. La sonrisa desdeñosa de Devers se acentuó. -Así pues, se ha comunicado con el Emperador. Y supongo, jefe, que ahora está usted esperando esos refuerzos que llegarán cualquier día de éstos. ¿Acierto? -¡Se equivoca! Ya han llegado. Cinco naves de línea veloces y potentes, con un mensaje personal de felicitación del Emperador y la promesa de más naves, que ya están en camino. ¿Qué ocurre, comerciante? -preguntó con sarcasmo. Devers habló con labios repentinamente rígidos: -¡Nada! Riose dio la vuelta a la mesa y se detuvo frente al comerciante con la mano apoyada en la culata de su pistola. -Le he preguntado: ¿qué ocurre, comerciante? La noticia parece haberle trastornado. ¿Seguro que no siente un repentino interés por la Fundación? -Claro que no. -Sí..., hay en usted cosas muy extrañas. -¿Usted cree, jefe? -Devers sonrió forzadamente y apretó los puños en los bolsillos-. Enumérelas y se las desmentiré. -Ahí van. Fue capturado fácilmente. Se rindió a la primera ráfaga, con el escudo chamuscado. Está dispuesto a abandonar a su mundo, y ello sin fijar ningún precio. Todo esto es muy interesante, ¿verdad? -Me gusta estar del lado del vencedor, jefe. Soy un hombre sensato; usted mismo lo dijo. Riose replicó con voz ronca: -¡Concedido! Sin embargo, desde entonces no ha sido capturado ningún otro comerciante. Todas las naves comerciales son lo bastante veloces como para escapar cuando se les antoja. Todas las naves comerciales tienen una pantalla que les permite salir indemnes en caso de lucha. Y todos los comerciantes han luchado hasta la muerte si la ocasión lo ha requerido. Se ha sabido que los comerciantes son los jefes e instigadores de las guerrillas en los planetas ocupados y de las incursiones aéreas en el espacio también ocupado. ¿Acaso es usted el único hombre sensato? No lucha ni se escapa, y se convierte en traidor sin que se lo exijan. Es usted peculiar, asombrosamente peculiar... yo diría que peligrosamente peculiar. Devers dijo con voz suave: -Comprendo lo que quiere decir, pero no tiene nada en qué basarse para efectuar una acusación en mi contra. Ya hace seis meses que estoy aquí, y siempre me he portado bien. -Así es, y yo le he recompensado con un buen trato. No he tocado su nave y le he dado todas las muestras de consideración posibles. Pero usted me ha fallado. Una información libremente ofrecida sobre sus juguetes, por ejemplo, hubiera podido resultar de utilidad. Los principios atómicos en los que se basan pueden ser utilizados en algunas de las más peligrosas armas de la Fundación. ¿Me equivoco? -Soy sólo un comerciante -repuso Devers-, y no uno de esos presuntuosos técnicos. Yo vendo la mercancía; no la fabrico. -Bien, pronto lo veremos. Por esa razón he venido. Por ejemplo, registraremos su nave para saber si lleva un campo de fuerza personal. Usted nunca lo ha llevado; pero todos los soldados de la Fundación disponen de él. Será una significativa evidencia encontrar información que usted se niega a facilitarme. ¿No es así? No hubo respuesta, así que continuó -Y habrá evidencia más directa. He traído conmigo la sonda psíquica. No dio resultado la vez anterior, pero el contacto con el enemigo es una educación liberal. Su voz era suavemente amenazadora, y Devers sintió el cañón de un arma apretado contra su estómago; el arma del general, que hasta aquel momento había llevado enfundada. El general habló en voz baja: -Se quitará su pulsera y cualquier otro ornamento de metal que lleve, y me los dará. ¡Despacio! Los campos atómicos pueden ser distorsionados, y las sondas psíquicas podrían ahondar sólo en campos estáticos. Eso es. Démelos. El receptor situado en la mesa del general se iluminó, y una cápsula asomó por la ranura, cerca de donde se encontraba Barr, que seguía acariciando el busto imperial tridimensional. Riose se colocó detrás de la mesa, con la pistola lanzallamas apuntándoles. Dijo a Barr:

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