Homenaje a garcía márquez con sus mejores pasajes literarios

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García Márquez con sus mejores pasajes literarios

Por: Winston Manrique Sabogal18/04/2014 "-El mundo está mal hecho -sollozó. Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo. - Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas -decía-. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar". De La viuda de Montiel, cuento de Gabriel García Márquez Con este pasaje literario quiero contarles lo que seguramente ya saben: que este jueves 17 de abril de 2014, el escritor y periodista colombiano Gabriel García Márquez ha muerto a los 87 años en Ciudad de México. Tengo ahora mismo una sensación de alegría y orfandad, alegría por la felicidad que me proporciona el solo hecho de recordar sus libros, la belleza y la sensibilidad de sus cuentos y novelas, del asombro que me despierta cada vez que releo alguno de ellos, y la admiración que siento cuando, varios, muchos, de sus pasajes me retienen, y me pregunto y me pregunto: "¡Cómo diablos escribió esto! ¡Dónde está el embrujo! Entonces me descubro en mi propia sonrisa dándole las gracias. Narraciones de profunidad y belleza literarias, armonía del lenguaje, y sé que esas historias ya siempre están conmigo. Por eso me gustaría invitarlos a que le rindamos un bonito homenaje a García Márquez de la manera más literaria, recordando sus pasajes literarios que más nos gustan. Les propongo una lectura coral y transversal de sus obras, saltando de un lado a otro de su universo literario de acuerdo a las propuestas de cada uno de ustedes. Empezaré con el comienzo del primero de sus cuentos, La tercera resignación, publicado en el diario bogotano El Espectador en 1947: "Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía; pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumrbado a él"... Aunque sus arranques novelísticos son memorables (Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada...), les confieso que mi debilidad está en sus cuentos, sobre todo los que escribió hasta 1970. Allí está disperso y revoloteando todo su universo literario. Pero hay uno en especial que me gusta: Alguien desordena estas rosas, de 1952. De solo cuatro páginas y media, en uno de cuyos pasajes dice: "Ella volvió muchos años después. (...) Yo estaba solo en la casa, sentado en el rincón, esperando. Y había aprendido a distinguir el rumor de la madera en descomposición, el aleteo del aire volviéndose viejo en las alcobas cerradas. Entonces fue cuando ella vino. (...) Era todavía una muchacha. (...) Yo estaba cubierto de polvo y telaraña cuando ella abrió la puerta y en alguna parte de la habitación guardó silencio el grillo que había estado cantando durante veinte años...". Espero que les guste la idea para homenajear, despedir y brindar por Gabriel García Márquez. Ahora, comparte con nosotros el pasaje literario favorito de su obra.


Gabo imprescindible Nuestros escritores escogen su libro favorito. Desde Cien años de soledad a Crónica de una muerte anunciada pasando por Relato de un náufrago ELCULTURAL.es | 18/04/2014

Carlos Marzal: Crónica de una muerte anunciada García Márquez -no descubro nada- pertenece a la estirpe de los narradores completos, aquellos que nos seducen tanto por lo que nos cuentan en sus fábulas como por la manera en que lo hacen. La calidad de su fraseo en sus grandes obras resulta un prodigio de eficacia y de belleza al mismo tiempo: belleza que es eficaz, que produce la impresión de necesidad estructural absoluta, y eficacia que es bella, que nos obliga a releer y disfrutar de las piezas que forman el todo. A Márquez conviene leerlo en voz alta para entenderlo mejor. Esas virtudes de maestro brillan de una manera especial en esta novela corta que funciona como un mecanismo suizo de relojería, tal vez la más faulkneriana de sus obras, la más griega (por trágica) de sus narraciones. Uno tiene la impresión, después de su lectura apasionante, de que se ha resuelto con clarividencia un cúmulo de contradicciones y paradojas. Se trata de una novela con ingredientes policiales de misterio, pero que aparece resuelta desde la primera línea. Contiene unos asesinos que no lo quieren ser. Un posible culpable que ignora su culpabilidad. Un coro de figurantes que, cada vez que intentan oponerse al infortunio, lo favorecen y precipitan. Un crimen que se resuelve para no aclararse nunca. Pocas veces el Destino ha cobrado en nuestra lengua tanto poder verbal de seducción. Porque es el Destino, al fin y al cabo, la fatalidad sin matices, el personaje principal de la novela. Un destino encarnado en los prejuicios sociales, en la brutalidad que vence cualquier género de razón, en la venganza ritual impuesta por las supersticiones, y que nos deja, después de la lectura, sumidos en una asombrada tristeza, con un nudo en la garganta, al comprender que para el corazón humano no habrá, tampoco, una segunda oportunidad sobre la tierra.

Jordi Soler: El otoño del patriarca He leído todas las novelas de García Márquez más de una vez. Es un escritor altamente contagioso al que me acerco, cíclicamente, con una actitud decididamente vampírica. Me acerco a sus libros buscando un sonido, una combinación de colores y, sobre todo, esa diabólica plasticidad que tiene su prosa, y después los abandono, procuro tenerlos lejos, mantenerme fuera de su espectro viral. La música de sus novelas es tan poderosa que con frecuencia me pongo a oírla y me pierdo el sentido de la línea que la sostiene. Se trata, desde luego, de un escritor al que no puedo leer cuando estoy escribiendo una novela, porque su prosa termina colándose en la mía, como esas plantas desmesuradas que pueblan sus historias, que cuelan primero un tallo y a partir de ahí comienzan a invadirlo todo. La visión general que tengo de sus novelas se parece a este tallo que se multiplica y alcanza proporciones selváticas: las recuerdo todas como una sola historia, como un universo narrativo completo y redondo que llega, incluso, hasta Memorias de mis putas tristes, esa desafortunada


novela donde se adivina el lejano resplandor de ese sol que fue. Lo primero que leí de García Márquez fue, seguramente porque era lo que había a mano en casa, Relato de un náufrago, un reportaje escrito para un periódico con una prosa, y una dimensión dramática, que acabaron impresionándome más que la historia que cuenta, que es muy impresionante. De ahí pasé directamente a El otoño del patriarca, a la edición de Plaza & Janés que tiene en la contraportada una hermosa foto del autor calibrando la deriva de la siguiente línea, con los pies descalzos sobre el mosaico fresco. Hace unos meses me reencontré con ese libro y entendí por qué todas mis novelas las he escrito descalzo.

Fernando Aramburu: El coronel no tiene quien le escriba Es un retoño afortunado del tronco narrativo que pocos años después será Cien años de soledad. En el curso del relato son mencionados Macondo, Aureliano Buendía y algunos hechos que García Márquez habría de desarrollar más tarde en su célebre novela. Pero los protagonistas son otros, un modesto y honrado matrimonio (el coronel, la mujer asmática), metidos en años, castigados por la nostalgia y los achaques, acosados por la penuria. Hay costumbre de editar el libro con letra gruesa para que parezca novela. Es un cuento, un grandísimo cuento que favorece una línea argumental sin apenas trenzado de asuntos laterales. Los personajes entran sin presentación previa en la historia, actúan, conversan y poco a poco, conforme desentrañamos los sobreentendidos, vamos penetrando la notable complejidad que encierran. No es difícil columbrar similitudes con don Quijote y Sancho en esta pareja conyugal asentada en un pueblo perdido de Colombia. El coronel profesa con sostenida obstinación valores propios de su pasada profesión militar (la dignidad, la honra) y antepone, aunque sin repercusiones cómicas, sus ilusiones a sus necesidades. La mujer, en cambio, está avezada a mirar de cara la cruda realidad, el momento presente, la bochornosa y diaria hambre que podría, a su juicio, mitigarse con la venta del gallo. Todo lo fía el coronel a improbables esperanzas: la carta con el anuncio de la pensión que no llega desde hace quince años, la certeza en la lucrativa victoria del animal de pelea dentro de algunos meses. El relato aúna de manera óptima belleza y sencillez: belleza en la mirada poética sobre detalles significativos, en el vigor de las evocaciones y la cadencia de la prosa, que hace por demás reconocible el estilo de su autor; sencillez que no es facilidad, sino exactamente todo lo contrario.

Juan Bonilla: Cien años de soledad ¿De dónde sale ese libro? Decía Chesterton que lo verdaderamente milagroso de los milagros es que sucedan, y ante novelas como Cien años de soledad uno tiene que darle la razón. Sabemos que su primer latido se adelanta a 1954 y sabemos que tardó año y medio en rematar su obra. Sabemos que Carlos Barral la leyó -o la hojeó- y le dijo que no le veía posibilidades. Sabemos que en dos paquetes distintos lo hizo llegar a la editorial Sudamericana (el primer paquete contenía la mitad de la novela, sólo iba a gastarse las pocas monedas que le quedaran en un segundo envío si la editorial mostraba interés), y sabemos que ésta publicó una primera edición de 8.000 ejemplares con una cubierta en la que se veía un galeón varado en la selva. A partir de la siguiente edición, utilizaría un diseño de Vicente Rojo. Sabemos muchas cosas de Cien años de soledad, pero su verdadero milagro es que alguien pudiera escribirla tan en estado de gracia, en plenos años sesenta -un anacronismo, dijo alguien, las obras maestras de la época eran el juguete romántico de Rayuela o el barroco impúdico de Paradiso. García Márquez utiliza, para erigir su monumento, una prosa musical, infalible, hipnotizadora. Y es fácil caer en esa hipnosis desde las primeras rampas de Cien años de soledad, porque la prosa musical empieza a convencernos, a encerrarnos, a hacernos


habitar esa realidad que sólo está en su libro pero que viene a suplir la realidad en la que viven los lectores: esa ensoñación, que está tan vinculada a las primeras lecturas apasionantes, mediante la que alguien -un auténtico hacedor- construye un mundo mítico y habitable, un mundo en el que nos gusta perdernos para librarnos del mundo. En ese sentido, Cien años de soledad es una novela de evasión, una novela que, independientemente de la edad que se tenga, nos convierte en lectores jóvenes que acaban de descubrir la maravilla del arte de contar. Hay en toda la novela -contra el famoso "asco de narrar" del que hablaba Musil- un evidente gusto por el encanto de contar. Mezclando historia y ficción, fantasía y realismo, GM elabora una especie de "anatomía de la soledad", con momentos que están entre lo más asombroso y memorable que se haya escrito nunca en nuestro idioma. Por encima de modas y de circunstancias históricas. Los milagros saben el secreto para hacerse intemporales y escapar a cualquier explicación que pretenda atenazarlos.

José Ovejero: Relato de un náufrago Se publicó por primera vez en 1955 en El Espectador dividida en veinte entregas. La crónica tuvo un gran éxito, hasta el punto, dicen, de hacer que se disparasen las ventas del diario. ¿Por qué, si la historia ya era conocida cuando García Márquez la escribió? Su protagonista, Luis Alejandro Velasco, fue el único superviviente de ocho marineros que habían caído al agua en alta mar y reapareció diez días más tarde, diez días que pasó sin comer a la deriva en una balsa. Había sido recibido con honores de héroe nacional, le habían condecorado, había contado su historia numerosas veces, salía incluso en la publicidad anunciando relojes y zapatos. ¿Por qué, entonces, el éxito de la crónica de García Márquez? Decir que está muy bien escrita, que lo está, no basta. Una buena prosa no conquista a las masas. La auténtica razón, creo, es doble. La primera es que sabemos que quienes supuestamente deben informarnos nos mienten. Y sobre todo nos mienten cuando nos cuentan historias heroicas. García Márquez convierte la historia ejemplar y dramática del barco escorado por una tempestad y del heroísmo del superviviente, en una de un barco sobrecargado con productos de contrabando y de una persona que sencillamente hace todo lo posible para sobrevivir, como haría cualquiera. En la crónica, Luis Alejandro se convierte en uno de nosotros sometido a una situación extrema, alguien que se equivoca, que pasa miedo, que no sabe qué hacer. Alguien a quien entendemos. La otra razón, relacionada con la primera, es que García Márquez descubre algo importante para un narrador: el suspense verdadero de una historia no viene de que no sabemos qué va a pasar, sino de que lo sabemos y queremos conocer el cómo. “No sé qué soñaba, pero seguramente no habría podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido que ocho días después estaría muerto en el fondo del mar.” El relato está plagado de esas frases que parecen contradecir las normas del suspense: no contar el final. Pero una y otra vez Relato de un náufrago nos dice: el final no importa, la auténtica tensión está en los detalles. Descubrimiento que García Márquez aplicó después en varias de sus novelas, en especial en la que empezaba: “El día que lo iban a matar... En esta crónica nos enseña que entre periodismo y ficción no hay tanta distancia.

Darío Jaramillo: Doce cuentos peregrinos En el prólogo, se refiere García Márquez al “puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación”: aquí, en estos Doce cuentos peregrinos se trata de doce levitaciones en que el lector fluye con el ritmo hipnótico de la imaginación de García Márquez. Es un placer decir de un libro que, simplemente nos arrobó, nos fascinó, nos llevó sin que lo notáramos, de un tirón, de la primera a la última página.


Aún en escenarios extraños a su inmenso Macondo, su Caribe, está presente aquí el universo personal de García Márquez, su obsesiva precisión, sus comparaciones tan vívidas y, si se quiere, en el libre juego de la imaginación personal del lector resucitan en estas páginas caracteres arquetípicos del universo macondiano. Por ejemplo, la inasible Remedios la bella se le aparece a su autor en la cabina de primera clase de un vuelo Paris-Nueva York; o el coronel Aureliano Buendía y su persistencia en perder batallas, su escualidez y su bigote -con otro corte e igual abundancia- reaparecen bajo la piel de civil de un desengañado ex presidente en el exilio; o se reitera esa lógica contundente -tan aplastante que hace reír- de las mujeres todas de su mundo; o se añaden nuevos exponentes a esa galería de tímidos donde figuran Santa Sofía de la Piedad y Florentino Ariza, entre muchos, y ahora entran Homero Rey, un chofer de ambulancia, y Margarito Duarte, un santo que vive en Roma. La novedad, que es sólo de ingredientes, consiste en el escenario europeo y en que aparecen los poetas: citas de versos espléndidos de Gerardo Diego y de Vinicius de Moraes y la presencia viva de Neruda en uno de los cuentos más hermosos del libro, Me alquilo para soñar. Un libro redondito, un libro maravilloso.

Alonso Cueto: El amor en los tiempos del cólera Es el libro que conjuga el mito del amor eterno con las trivialidades domésticas que son el cemento de la convivencia. Es una novela que nos dice algo sobre quiénes somos en la vida cotidiana y también sobre quienes quisiéramos ser en la eternidad del amor sublime. La rutina del matrimonio está descrita en las instrucciones que da Fermina para limpiar la casa, en las quejas de Juvenal sobre la taza que sabe a ventana. Y sin embargo, la ilusión del amor eterno está presente en las sublimes certezas de Florentino Ariza. No olvido la escena al inicio del libro en la que Florentino se pone el sombrero a la altura del corazón y hace estallar su corazón en unas palabras de amor furiosas.

La terrífica historia de un ojo morado Rodrigo Moya* Tal vez Gabriel García Márquez sea el más popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como ''el Gabo", como si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel. Algunos hasta hablan de él como ''el Gabito", pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nuca han cruzado una palabra con él. Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos muy cercanos, y referirse a él como mi Gabito o Gabo de mi alma, y a Mercedes como Meche linda, o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh Ave María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces eran de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o calificativo de difusas connotaciones. Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el propio García Márquez. El y Mercedes la querían como una de los mejores representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de los años 60 del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi madre que era una especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la oficial estaba ocupada por los militares de la dictadura en turno.


En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no me cayó muy bien que digamos. En plena reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas. Estaban aún lejos Cien años de soledad y el premio Nobel, pero el paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leí La hojarasca, y luego Relato de un náufrago, y El coronel no tiene quien le escriba, y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y entendí entonces porqué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes palabras como de frases célebres, podía recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana. Por aquellas tertulias en la casa materna fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarlo Gabo, pero nunca llegué a llamarlo Gabito, pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez que posara para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la cámara en el hombro. Ahora tal vez me arrepiento. Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966 el Gabo apareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo, quien había sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de Colombia en Estados Unidos. El saco que había escogido Gabo para aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada o prestarle una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era para Cien años de soledad, cuya edición se preparaba en Buenos Aires. Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la literatura. Casi 10 años después, el 14 de febrero de 1976, Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras fotografías. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa. El Gabo quería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también que Gabo fue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor de La guerra del fin del mundo se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que 10 años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a las causas de la izquierda. Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos: En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abierto para el abrazo. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos del Gabo lo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bisteces sobre


el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido charla o chisme. Según los comentarios que recuerdo de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Márquez habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé 30 años, y ahora que él cumple 80 años, y 40 la primera edición de Cien años de soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos. * Rodrigo Moya nació en Colombia en 1935 y se naturalizó mexicano. Es uno de los fotógrafos más importantes en la historia contemporánea. Entre su trabajo destaca la documentación de los movimientos guerrilleros, incluido un libro con material hasta aquel entonces inédito de fotografías del Che Guevara, y su colaboración con Salvador Novo en trabajos de crónica urbana

El Gabo, proselitista de un continente mágico y maravilloso Borges era ese ciego sabio consagrado, maestro de maestros, Carpentier fue el intelectual afrancesado y enciclopédico, a Fuentes le definen como un auténtico seductor de mujeres y hombres, Cortázar encarnó al filósofo elocuente y entrañable, Vargas Llosa el niño bueno y trabajador infatigable… ¿Y García Márquez? Sin duda, fue el triunfador de la década. El más leído entre una estirpe histórica e irrepetible. El primer autor del boom latinoamericano al que leyeron “hasta las piedras”. Es una muerte anunciada, dirán los periodistas de oficio, esos que tienen el arsenal de obituarios preparado desde hace meses. Murió el Gabo, dirán sus amigos. La gran estrella literaria latinoamericana, el escritor hispano más famoso del mundo, el que nos enseñó la esencia mágica de un continente a través de un relato épico y surreal: 'Cien años de soledad'. El que escribió el folletín de amor más intenso y quizás el peor adaptado a la pantalla grande: ‘El amor en los tiempos del cólera’. El autor de una crónica en primera persona que marcó un antes y un después en el periodismo colombiano: ‘Relato de un naufrago’; artífice de la ficción periodística más divertida que se ha escrito: ‘Crónica de una muerte anunciada’; de una de las mejores novelas de no ficción del continente: ‘Noticia de un secuestro’; de la gran novela histórica sobre Bolívar: ‘El general en su laberinto’; de una novela de dictador paradigmática: ‘El otoño del patriarca’, protagonista de las memorias literarias más esperadas de los últimos años: ‘Vivir para contarla’; artífice de cuentos irrepetibles: ‘Doce cuentos peregrinos’. Gabriel García Márquez quizás no fue el mayor escritor del continente, pero sí el más prolífico y heterogéneo. Nadie ha escrito tantas obras maestras en tantos géneros distintos. Al Gabo le apasionaban los grandes temas y los personajes controvertidos: La Revolución Cubana, Fidel Castro, la Independencia Latinoamericana, Simón Bolívar, la violencia en el continente, Pablo Escobar. Escribió sobre todos ellos de forma deslumbrante. De Bolívar hizo un retrato que, leído hoy, parece más el autorretrato de sus días finales: “Sus ásperos rizos caribes se habían vuelto de ceniza y tenía los huesos desordenados por la decrepitud prematura, todo él se veía tan desmerecido que no parecía capaz de perdurar hasta el julio siguiente”. Al capo de


Medellín lo retrató en ‘Noticia de un secuestro’ y estuvo a punto de conocerlo antes de que este fuera asesinado en 1993. Con Fidel mantuvo la amistad literaria más importante y duradera que haya gozado el líder de la Revolución Cubana. Una amistad tan polémica como íntegra, solo comparable a la que le unió durante los años sesenta a la generación de escritores más grande del continente. La palabra boom es un sonido onomatopéyico que emula una explosión. Cuando se emplea para definir el éxito de la literatura hispanoamericana en los años sesenta puede llevar a engaño, a pensar que obras maestras como La ciudad y los perros, Rayuela o Cien años de soledad surgieron de la nada, como un estallido de genialidad. Nada más lejos de la realidad: había escritores latinoamericanos de primer nivel publicando desde los años cuarenta. Pero como dijo Vargas Llosa en su conferencia El canon del boom: “los sesenta supusieron el primer reconocimiento de que en nuestro continente había algo más que dictadores, revolucionarios y charros. Había talento”. Las fotos reflejan el afecto que unió a grandes mitos como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. A partir de los años sesenta solían reunirse en Barcelona, donde gracias a los editores Carlos Barral y Carmen Balcells muchos pudieron hacer su sueño realidad y publicar sus novelas. ¿Cuánto duró la amistad? Más o menos lo mismo que el “boom”. Vargas Llosa lo tiene claro: “Toda la exaltación, la amistad, el entusiasmo, la fraternidad… no duró más de diez años. Si hay que poner una fecha esa es el caso Padilla en 1971”. La fecha marcó un antes y un después para la revolución cubana y su relación con los intelectuales, que hasta entonces la habían apoyado de forma generalizada. El poeta homosexual cubano Herberto Padilla fue arrestado, acusado de cometer actividades subversivas contra el Gobierno de Fidel Castro y humillado públicamente en televisión. Casi todos los intelectuales latinoamericanos firmaron un manifiesto de repulsa. Cortázar matizó poco después su crítica y se reconcilió con el régimen. Vargas Llosa experimentó a partir de entonces un giro ideológico de 180 grados que le convirtió en uno de los intelectuales más beligerantes contra la Cuba revolucionaria. García Márquez se abstuvo. Fue uno de los pocos escritores del “boom” que se negó a criticar a Castro durante la verdadera brecha ideológica que dividió para siempre a los intelectuales latinoamericanos. Primero la amistad y la bohemia en Europa y, más tarde las peleas intelectuales y físicas, como la que en 1976 separó para siempre a Vargas Llosa y al Gabo. Se dice (y ninguno de los dos lo negó) que el peruano propinó un puñetazo al autor de ‘Cien años de soledad’, con el que se había distanciado por motivos ideológicos. Sus cercanos niegan que esta fuera la causa de la pelea y señalan un motivo más terrenal: parece ser que el colombiano intentó seducir a la esposa de Vargas Llosa. Lo único que queda de aquello es una foto del Gabo con el ojo morado y sonrisa socarrona, como diciendo: Lo reconozco, me la he ganado. Sus amigos comunes trataron de reconciliarles durante décadas, pero nunca lo lograron. De la amistad “mafiosa” como ellos mismos la definían, al odio irreconciliable que sigue alimentando la leyenda. Disputas que pertenecen al imaginario común de la historia del “boom”, como las peleas de Lorca, Dalí y Buñuel pertenecen a la generación del 27 o las de Lope, Quevedo y Góngora al siglo de oro español. La eterna enemistad entre genios. El fin del amor entre el peruano y el colombiano se veía venir: el primero era un galán engolado, chapado a la antigua, conservador y sobrio, el segundo un hombre menudo, provocador, callejero y juerguista. El Gabo escribía con el prodigio de un mago, tenía la chispa, la inventiva y el talento que Vargas Llosa nunca tuvo. El peruano en cambio, ha sido un trabajador riguroso, metódico e infatigable, tanto que, según muchos, llegó a echarle un pulso literario. Demasiado diferentes quizás, pero también necesarios para entender un continente.


Lo único que quedó intacto fue el reconocimiento literario. Vargas Llosa no volvió a hablar de su antiguo amigo, pero sí de su obra, a la que siempre reconoció un lugar privilegiado en la literatura universal. “A García Márquez le conocí primero por carta”, contó Vargas Llosa hace un año en una conferencia a la que asistí como periodista. “Recibí una versión francesa de ‘El coronel no tiene que lo escriba’ y me encantó, me pareció una maravilla de precisión de síntesis y pulcritud. Tuvimos una larguísima correspondencia e incluso planeamos escribir una novela a cuatro manos. Lo conocí en persona en Caracas en la celebración del premio Rómulo Gallegos. Había publicado ‘Cien años de soledad’ y estaba aturdido con el éxito extraordinario de esta novela. Fue la primera obra del “boom” que leyeron hasta las piedras. Una de las virtudes extraordinarias de ese libro es que tiene alimento para todo tipo de lectores. Se le puede dar una lectura muy fácil o muy rigurosa. De la noche a la mañana se encontró en el centro de una atención desbordante”. El Gabo, más burlón, lanzó dos o tres indirectas simpáticas: cuando Vargas Llosa publicó ‘La fiesta del Chivo’, aclamada como una nueva obra maestra hispanoamericana, el colombiano exclamó: “Esto no se le hace a un viejo como yo”. Cuando el peruano por fin consiguió el Nobel, Gabo escribió en twitter un desafiante o reconciliador: “Cuentas saldadas”. Hace unos meses, en diciembre de 2013, recorrí por primera vez los escenarios del realismo mágico que me habían acompañado durante mis primeros años de formación literaria. La Bogotá de sus años de estudiante, los años cuarenta del bogotazo: “ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI”. El río Magdalena, la principal arteria colombiana, eternizada en varias de sus novelas y mitificada junto a Cartagena de Indias como escenario de la historia de amor imposible entre Florentino Ariza y Fermina Daza. Los alrededores de Aracataca, aquel pueblo que algún día fue “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. Para ser sincero, no reconocí o no supe reconocer el imaginario de García Márquez en esos lugares. Sus libros, especialmente ‘Cien años de soledad’ fueron mi biblia durante mucho tiempo. Mi imaginación había volado tan alto durante mi adolescencia que me negué a releerlos durante los últimos años, por temor a sentirme decepcionado,a no encontrar en ellos lo que encontré hace diez años. Sé que el efecto de su literatura me llevo a idolatrar –que no idealizar- el continente que retratan. Sus historias tuvieron un impacto decisivo en mi formación y fueron sin duda el detonante de que hoy viva en Latinoamérica. He vivido mi Macondo particular en muchos pueblos de Ecuador, Cuba y México, pero, extrañamente, no lo viví en el Caribe colombiano hace cuatro meses. Quizás es solo la demostración dolorosa de ese verso sabinero dedicado al genio colombiano: “En Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. O quizás es la prueba de que la literatura es la batalla contra lo que nos disgusta de la realidad, lo que nos abre los ojos y nos recuerda que la vida tenemos que reinventarla haciendo volar nuestros sueños y nuestros deseos. Pero miento. Sí hubo un lugar en Colombia que me transportó de lleno al universo del Gabo: la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, lugar donde falleció Simón Bolívar. Cuando entré en la habitación y observé la cama en la que murió el libertador me sentí de nuevo en ‘El general en su laberinto’, quizás mi preferida entre todas sus novelas. Sentí que aquel lugar había inhalado la muerte de uno de los personajes más importantes de este continente mágico y violento, cruel y maravilloso, surreal e irrepetible.


Pensé en García Márquez y en lo poco que le quedaba de vida. Recordé el final del libro, uno de los finales más trágicos y a la vez emocionantes que he leído. Un final que ahora releo pensando que Bolívar es, de alguna forma, el Gabo, como cada uno de los Buendía, como Fermina y Florentino, como Úrsula y Remedios, como el gitano Melquíades, como todos y cada uno de sus personajes irrepetibles. Pienso en el final del Gabo, en su casa México DF, pero sólo puedo ver esa habitación acechada por las iguanas gigantes, solo puedo imaginarle con el rostro del Libertador cuando observó, en la clarividencia de sus vísperas: “la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final. Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”.

García Márquez, un narrador natural RAFAEL NARBONA | 17/04/2014

Los escritores que nos fascinaron en la juventud siempre corren el riesgo de defraudarnos en la madurez. No es el caso de Gabriel García Márquez, que soporta el paso del tiempo con la imperturbabilidad de los clásicos. Esa cualidad solo aparece cuando una obra trasciende su época y nos proporciona las claves para interpretar nuestro presente. Se tiende a destacar las innovaciones estéticas de García Márquez, uno de los autores esenciales del "boom" de la literatura latinoamericana y uno de los máximos exponentes del "realismo mágico", pero la fórmula que cristalizó en Cien años de soledad (1967) y que ya se había esbozado en cuentos y novelas breves (La hojarasca, 1955; El coronel no tiene quien le escriba, 1961; La mala hora, 1962; Los funerales de la Mamá Grande, 1962), no brota de la nada, sino de una síntesis apasionada de los orbes narrativos de Faulkner, Joyce, Hemingway, Malcolm Lowry y Juan Rulfo. Carpentier, Lezama Lima y el Valle-Inclán de Tirano Banderas le enseñaron a combinar el barroquismo con lo mágico, lo irracional y lo prodigioso. El barroquismo es una pirueta del lenguaje que solo adquiere consistencia cuando rompe las costuras la razón, recuperando los aspectos del "pensamiento salvaje". Para García Márquez, no hay un pensamiento primitivo, sino una visión integradora que reconcilia la evidencia y el misterio, lo inmediato y lo improbable, la historiografía y la fábula mitológica. García Márquez nunca ha ocultado su deuda con Rulfo, que le mostró la importancia de lo mítico y lo telúrico en un continente, donde la racionalidad europea no ha logrado borrar un imaginario popular reacio a establecer fronteras entre lo real y lo posible. Hemingway no resultó menos influyente, pues le enseñó a imprimir fluidez y agilidad en el relato, neutralizando los excesos retóricos. Faulkner le proporcionó la idea de construir un territorio ficticio, pero con la fuerza simbólica de un cosmos. Macondo no es un universo alternativo, sino una recreación del mundo. De hecho, su historia posee un Génesis y un Apocalipsis, que dibujan la peripecia de una humanidad dividida entre el nihilismo y lo utópico. Lo "real maravilloso" no es una ocurrencia, sino una llave hermenéutica que ensancha nuestra percepción de las cosas. Se atribuye a García Márquez un "deicidio", pero yo creo que sería más correcto hablar de una ontología


fundamental. Cien años de soledad no debe abordarse como una simple lectura, sino como una vivencia que nos obliga a reeducar nuestros sentidos y a revisar nuestras convicciones. En Macondo, coinciden los vivos y los muertos, se realizan profecías tan ineluctables como las advertencias de Casandra o se producen levitaciones que escarnecen la ley de la gravedad, pero lo verdaderamente asombroso no se halla en el ultraje de nuestras expectativas racionales, sino en lo pequeño e insignificante. Un imán, la lupa o el hielo son objetos cotidianos, pero su capacidad de alterar la realidad es una poderosa objeción contra el absolutismo de la Razón. El insomnio, la lluvia inacabable y el olvido son fenómenos que impugnan el pensamiento científico y racional, obligándonos a reelaborar y reinventar el lenguaje. Las palabras solo tienen un poder denotativo, pero resbalan por la superficie de lo real, sin lograr captar su esencia. La ontología fundamental de García Márquez se parece a la filosofía primera de Aristóteles o Heidegger, que nunca atribuyó al signo la capacidad de usurpar los objetos representados. La escritura se limita a nombrar, merodear, especular, soñar, divagar. Eso es todo. No hay deicidio, sino impotencia creadora. La política siempre ha ocupado un lugar central en la obra de García Márquez. En Macondo, el imperialismo se disfraza de modernidad, con la aparición de la United Fruit Company, una bananera que explota y esquilma la región, barriendo las protestas de los peones con "ráfagas de metralla". No se ha escrito mucho sobre este episodio de Cien años de soledad, que reproduce un hecho real. En 1928, el ejército colombiano disparó contra una manifestación convocada para luchar contra las inhumanas condiciones de trabajo en la United Fruit Company. Los historiadores hablan de 300 trabajadores asesinados, pero algunos testigos presenciales multiplican la cifra por diez. No se trata de un episodio menor de una novela monumental, sino de una verdadera declaración de principios contra el capitalismo y el imperialismo. García Márquez nunca ha retirado su apoyo a la Revolución cubana y no ha escatimado elogios a Fidel Castro. Se ha dicho que al escritor le gusta estar cerca del poder, pero lo cierto es que le confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza: "Quiero que el mundo sea socialista y creo que tarde o temprano lo será". Sus viajes a la Unión Soviética y los países del Este le produjeron cierto desengaño, pero nunca le desvió de sus convicciones. Sería grotesco afirmar que El otoño del patriarca (1975) podría servir como retrato Fidel Castro, pues el protagonista es un anciano general impuesto por Estados Unidos después de un golpe de estado. Desde mi punto de vista, es la novela más perfecta de García Márquez, con su estilo arduo y hermético, que evoca las audacias de Lezama Lima, intentando condensar el mundo en una indescifrable metáfora. La soledad del patriarca es una especie de ejercicio teológico sobre el poder político. El viejo general solo es una marioneta, un fetiche, un mandarín, que confunde la brutalidad con el poder, sin entender que su crueldad le convierte en un monstruo trágicamente escindido de sus semejantes. Algunos han señalado que García Márquez también mantuvo relaciones cordiales con Bill Clinton, pero en una entrevista que le realizó Jon Lee Anderson declaró: "Todo ha cambiado desde Kosovo. [...] Con Kosovo Clinton ha encontrado el legado político que quiere dejar tras de sí: el modelo imperial norteamericano". El Simón Bolívar que García Márquez recreó en El general en su laberinto (1989) no está muy alejado del Hugo Chávez que entrevistó en 1999 durante un vuelo entre La Habana y Caracas. En El enigma de los dos Chávez, escribió: "A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través de los medios. [...] Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos. [...] Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural". No se me ocurre una definición mejor para García Márquez: "un narrador natural", abocado a transformar todas sus vivencias en literatura, es decir, en verdad, belleza y


radicalidad. Es imposible imitar a un creador de esta naturaleza sin fracasar estrepitosamente. Es inaceptable ocultar su pensamiento político, sin incurrir en un fraude. Nos guste o no, Gabo es así y nadie debería manipular o mutilar su legado humano y literario.

Cronología de la prolífica obra de Gabriel García Márquez El genial escritor colombiano escribió 42 libros entre 1955 y 2010. 1955.- “La hojarasca” 1961.- “El coronel no tiene quien le escriba” 1962.- “La mala hora” 1962.- “Los funerales de la Mamá Grande” 1967.- “Cien años de soledad” 1968.- “Isabel viendo llover en Macondo” 1968.- “La novela en América Latina: Diálogo” (junto a Mario Vargas Llosa) 1970.- “Relato de un náufrago” 1972.- “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada” 1972.- “Ojos de perro azul” 1972.- “El negro que hizo esperar a los ángeles” 1973.- “Cuando era feliz e indocumentado” 1974.- “Chile, el golpe y los gringos” 1975.- “El otoño del patriarca” 1975.- “Todos los cuentos de Gabriel García Márquez: 1947-1972” 1976.- “Crónicas y reportajes” 1977.- “Operación Carlota”


1978.- “Periodismo militante” 1978.- “De viaje por los países socialistas” 1978.- “La tigra” 1981.- “Crónica de una muerte anunciada” 1981.- “Obra periodística” 1981.- “El verano feliz de la señora Forbes” 1981.- “El rastro de tu sangre en la nieve” 1982.- “El secuestro: Guión cinematográfico”1982.- “Viva Sandino” 1985.- “El amor en los tiempos del cólera” 1986.- “La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile” 1987.- “Diatriba de amor contra un hombre sentado: monólogo en un acto” 1989.- “El general en su laberinto” 1990.- “Notas de prensa, 1961-1984” 1992.- “Doce cuentos peregrinos” 1994.- “Del amor y otros demonios” 1995.- “Cómo se cuenta un cuento” 1995.- “Me alquilo para soñar” 1996.- “Noticia de un secuestro” 1996 – “Por un país al alcance de los niños” 1998.- “La bendita manía de contar” 1999.- “Por la libre: obra periodística (1974-1995)" 2002.- “Vivir para contarla”


2004.- “Memoria de mis putas tristes” 2010 – “Yo no vengo a decir un discurso”

Cuando García Márquez se vistió de cronista deportivo Gabo cronicó un Junior de Barranquilla, club de sus amores, y Millonarios de Bogotá en junio de 1950. En el "Ballet Azul" jugaba el argentino Alfredo Di Stefano. Ese día, se hizo hincha del equipo costero. El juramento Y entonces resolví asistir al estadio. Como era un encuentro más sonado que todos los anteriores, tuve que irme temprano. Confieso que nunca en mi vida he llegado tan temprano a ninguna parte y que de ninguna tampoco he salido tan agotado. Alfonso y Germán no tomaron nunca la iniciativa de convertirme a esa religión dominical del fútbol, con todo y que ellos debieron sospechar que alguna vez me iba a convertir en ese energúmeno, limpio de cualquier barniz que pueda ser considerado como el último rastro de civilización, que fui ayer en las graderías del municipal. El primer instante de lucidez en que caí en la cuenta de que estaba convertido en un hincha intempestivo, fue cuando advertí que durante toda mi vida había tenido algo de que muchas veces me había ufanado y que ayer me estorbaba de una manera inaceptable: el sentido del ridículo. Ahora me explico por qué esos caballeros habitualmente tan almidonados, se sienten como un calamar en su tinta cuando se colocan, con todas las de la ley, su gorrita a varios colores. Es que con ese solo gesto, quedan automáticamente convertidos en otras personas, como si la gorrita no fuera sino el uniforme de una nueva personalidad. No sé si mi matrícula de hincha esté todavía demasiado fresca para permitirme ciertas observaciones personales acerca del partido de ayer, pero como ya hemos quedado de acuerdo en que una de las condiciones esenciales del hinchaje es la pérdida absoluta y aceptada del sentido del ridículo, voy a decir lo que vi –o lo que creí ver ayer tarde– para darme el lujo de empezar bien temprano a meter esas patas deportivas que bien guardadas me tenía. En primer término, me pareció que el Junior dominó a


Millonarios desde el primer momento. Si la línea blanca que divide la cancha en dos mitades significa algo, mi afirmación anterior es cierta, puesto que muy pocas veces pudo estar la bola, en el primer tiempo, dentro de la mitad correspondiente a la portería del Junior. (¿Qué tal va mi debut como comentarista de fútbol?). Por otra parte, si los jugadores del Junior no hubieran sido ciertamente jugadores sino escritores, me parece que el maestro Heleno habría sido un extraordinario autor de novelas policíacas. Su sentido del cálculo, sus reposados movimientos de investigador y finalmente sus desenlaces rápidos y sorpresivos le otorgan suficientes méritos para ser el creador de un nuevo detective para la novelística de policía. Haroldo, por su parte, habría sido una especie de Marcelino Menéndez y Pelayo, con esa facilidad que tiene el brasileño para estar en todas partes a la vez y en todas ellas trabajando, atendiendo simultáneamente a once señores, como si de lo que se tratara no fuera de colocar un gol sino de escribir todos los mamotretos que don Marcelino escribiera. Berascochea habría sido, ni más ni menos, un autor fecundo, pero así hubiera escrito setecientos tomos, todos ellos habrían sido acerca de la importancia de las cabezas de alfiler. Y qué gran crítico de artes habría sido Dos Santos –que ayer se portó como cuatro– cortándole el paso a todos los escribidorcillos que pretendieran llegar, así fuera con los mayores esfuerzos, a la portería de la inmortalidad. De Latour habría escrito versos. Inspirados poemas de largometraje, cosa que no podría decirse de Ary. Porque de Ary no puede decirse nada, ya que sus compañeros del Junior no le dieron oportunidad de demostrar al menos sus más modestas condiciones literarias. Y esto por no entrar con los Millonarios, cuyo gran Di Stéfano, si de algo sabe, es de retórica. No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que hoy hago – públicamente– a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que deseo, ahora, es convertir a alguien. Y creo que va a ser a mi distinguido amigo, el doctor Adalberto Reyes, a quien voy a convidar a las graderías del Municipal en el primer partido de la segunda vuelta, con el propósito de que no siga siendo –desde el punto de vista deportivo– la oveja descarriada.


De Aracataca al mundo: los hitos de una vida de película Aquí, los hitos de la vida del Premio Nobel de Literatura 1982. Las historias de infancia, sus años como periodista y un recorrido por todas sus obras. Sus posiciones políticas y el amor por su mujer. Este es el adiós a un maestro. 1927 "El domingo 6 de marzo de 1927 a las nueve de la mañana nace Gabriel García Márquez", tal como él mismo narró después en sus memorias. Su nacimiento se produce en Aracataca, un pequeño pueblo del departamento colombiano de Magdalena, Colombia. Hijo de Gabriel Eligio García y de Luisa Santiaga Márquez, tuvo diez hermanos. 1929 Su padre y su madre se mudan a Sucre, donde abren una farmacia. El pequeño Gabriel queda al cuidado de sus abuelos maternos, quienes ejercerían una gran influencia en su vida y en su creación literaria. Su abuelo, a quien apodaba "Papalelo", había sido Coronel durante la Guerra de los Mil Días y fue descrito por el escritor como su "cordón umbilical con la historia y la realidad" por las historias que le contaba. Fue él quien le enseñó a consultar el diccionario y lo introdujo en el "milagro" del hielo al llevarlo frecuentemente a la United Fruit Company, escena que se reproduciría de manera inolvidable en el inicio de Cien años de soledad. Su abuela "Mina", Tranquilina Iguarán Cotes, contaba historias plagadas de supersticiones, fantasmas y augurios, por lo que el autor la señalaría luego como una influencia para tratar con naturalidad narrativa temas y situaciones extraordinarias. 1936 Ante la muerte de su abuelo y la ceguera casi total de su abuela, Gabriel se muda con sus padres a Sucre. 1937 Ingresa como interno al Instituto San José, de Barranquilla. A sus diez años ya escribe en ese contexto algunos poemas en clave humorística, y realiza


también ilustraciones en este tono. Por su seriedad, su timidez y su firme renuencia a practicar deportes, sus compañeros lo apodan "El Viejo". 1940 Ya durante la escuela secundaria, en el colegio jesuita San José, publica sus primeros poemas en la revista escolar "Juventud". Ese mismo año, el gobierno le otorga una beca para estudiar en Bogotá, y de allí lo reubican en el Liceo Nacional de Zipaquirá, una localidad a una hora de la capital colombiana. En esa institución tendría como profesor de Literatura a Carlos Julio Calderón Hermida, a quien en 1955, ante la publicación de La hojarasca, le dedicaría su ejemplar agradecido: "A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida, a quien se le metió en la cabeza esa vaina de que yo escribiera". 1945 Inspirado por una novia de la adolescencia, escribe una serie de sonetos y poemas octosílabos, que constituyen uno de los pocos intentos de García Márquez por expresarse en verso. 1947 Ante la presión de sus padres, se inscribe en la carrera de Abogacía de la Universidad Nacional y se traslada a Bogotá, ciudad que lo impresiona por el silencio y la introversión de su gran cantidad de habitantes.Ese mismo año, el suplemento Fin de Semana del periódico El Espectador publica su cuento "La tercera resignación". A las pocas semanas, se publica Eva está dentro de un gato. 1948 El 9 de abril abandona la Universidad Nacional tras el "Bogotazo", que implicó el cierre por tiempo indefinido de la institución. Pide el traslado a la Universidad de Cartagena, en donde cursa de manera irregular. En el diario El Universal, recién fundado, empieza a publicar una columna cada día, y se inicia definitivamente como periodista. 1950 Deja su trabajo en El Universal y empieza a publicar su columna diaria en El Heraldo de Barranquilla, bajo el seudónimo "Septimus". Junto a Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas,


compañeros de El Heraldo, participa de las tertulias literarias del llamado "Grupo de Barranquilla", cuyas bases de operaciones son una librería y el bar La Cueva. Discuten la obra de, entre otros, Albert Camus, Virginia Woolf y William Faulkner, a quien García Márquez definiría como una de sus grandes influencias. 1954 Se integra a la redacción del periódico El Espectador, donde se convierte en el primer columnista de cine del periodismo colombiano. 1955 Gana el primer premio en el concurso de la Asociación de Escritores y Artistas, y publica su primera novela, La hojarasca.Se publica, por entregas, Relato de un náufrago, que es censurado por el régimen del general Gustavo Rojas Pinillas. Los directivos de El Espectador, ante esta situación, deciden enviar a García Márquez a Europa como corresponsal. 1958 La revista bogotana Mito publica El coronel no tiene quien le escriba, libro que había terminado el año anterior en París. Ese mismo año se casa con Mercedes Barcha, la mujer que cotidianamente llenaría de flores amarillas el estudio del escritor, casi como en un ritual supersticioso. Tuvo dos hijos: Rodrigo y Gonzalo. 1959 Es nombrado director de la recientemente creada agencia de noticias cubana Prensa Latina. 1950 Reside seis meses en Cuba y al año siguiente es trasladado a Nueva York. Luego de recorrer el sur de los Estados Unidos, se mudaría a México. Por considerarlo afiliado al partido comunista, Estados Unidos le deniega la visa de entrada al país, condición que retiraría parcialmente en 1971. 1962 Publica la novela La mala hora y la recopilación de cuentos "Los funerales de la Mamá Grande".


1963 Da a conocer su proyecto cinematográfico "El gallo rojo", basado en un cuento homónimo de Juan Rulfo y cuya adaptación realizó junto al escritor mexicano Carlos Fuentes. 1966 Empieza a escribir Cien años de soledad, su obra cumbre. Trabaja ocho o más horas diarias durante 18 meses para completar la obra. 1967 Se publica en Buenos Aires Cien años de soledad, la historia de varias generaciones de la familia Buendía y un exponente del realismo mágico latinoamericano. Sobre ese libro, el gran poeta chileno Pablo Neruda diría: "Es la mejor novela que se ha escrito en castellano después del Quijote". Con el tiempo, el libro se publicaría en más de treinta idiomas. 1970 Relato de un náufrago se publica en forma de libro.Ese mismo año, Cien años de soledad se publica en inglés es elegido como uno de los mejores libros del año en Estados Unidos. 1973 Publica la recopilación de cuentos La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada. 1975 Se edita la novela El otoño del patriarca, obra que le llevó ocho años de trabajo, y para la cual leyó durante una década sobre la historia de América Latina y sus dictadores. Durante estos años, García Márquez reside con su familia en Barcelona, donde convive durante un tiempo con el régimen instaurado por Francisco Franco.A la vez, pasa varias temporadas entre Bogotá, Cartagena, México y La Habana. 1981 Se publica Crónica de una muerte anunciada, en la que desde el nombre el autor juega con la mezcla entre ficción y periodismo. Según los habitantes de Sucre, parte de la trama se habría basado en un suceso de su juventud, ocurrido en 1951, cuando dos hermanos buscaron vengar la "vergüenza" de


su hermana al atacar a quien había "ultrajado su pureza". Sale de Colombia y se exilia en México, ya que el ejército de su país lo asociaba con el grupo insurgente M-19. 1982 El 21 de octubre, en México, recibe la noticia de que la Academia Sueca lo ha nombrado Premio Nobel de Literatura. Sobre esto, Juan Rulfo dijo: "Por primera vez después de muchos años se ha dado un premio de literatura justo".El 8 de diciembre lee su recordado discurso titulado "La soledad de América Latina" ante la Academia Sueca, en el que denuncia la falta de atención hacia la región por parte de las potencias globales. Publica Textos costeños y Entre cachacos, volúmenes que reúnen su trabajo periodístico. 1985 Publica El amor en los tiempos del cólera, con elementos vinculados al rechazo inicial que sus abuelos maternos habían ejercido sobre su padre, al que su madre se resistió hasta que la autorizaran a casarse. La tirada inicial es de nada menos que 750 mil ejemplares. 1989 Publica El general en su laberinto, novela en la que la figura de Simón Bolívar tiene un rol central. 1990 Ya de vuelta en Colombia, a donde había regresado en 1983, participa de una comisión que tiene el encargo de diseñar una estrategia nacional para la ciencia, la investigación y la cultura. Todo esto sucede ocurre durante el gobierno de César Gaviria Trujillo, que se extendería hasta 1994. 1992 Publica Doce cuentos peregrinos, un volumen que recopila relatos breves. 1994 Publica su monólogo teatral Diatriba de amor contra un hombre sentado, en la que había trabajado durante los ochenta. 1996 Se edita el libr Noticias de un secuestro. García Márquez combina


nuevamente el elemento testimonial del periodismo con su estilo narrativo personal al narrar la ola de violencia y secuestros que impera en Colombia. 2002 Publica Vivir para contarla, estipulado como el primer volumen de sus memorias, en el que narra sus primeras tres décadas de vida. Al momento de anunciarla, García Márquez sostiene que el segundo volumen abarcaría desde la publicación de "La hojarasca" hasta la de "Cien años de soledad", y el tercero reflejaría sus recuerdos y relaciones personales con seis o siete presidentes de distintos países. Ambos trabajos permanecen inéditos. 2004 Lanza Memoria de mis putas tristes, una novela breve que constituye su último trabajo literario publicado. Allí narra la relación amorosa entre un hombre de noventa años y su concubina, adolescente. Este vínculo ficticio despierta polémica a la hora de la publicación del libro: una ONG mexicana amenaza con demandar al escritor por "hacer apología de la prostitución infantil". 2010 Se publica Yo no vengo a decir un discurso, un libro que recopila textos que García Márquez leyó en público entre 1944 y 2007. Se inicia con el texto que leyó a sus compañeros de colegio secundario en Zipaquirá al momento de graduarse, y termina con las palabras leídas ante la Academia de la Lengua y los Reyes de España al cumplir 80 años. Incluye discursos y disertaciones como "Cómo comencé a escribir", "Brindis por la poesía", "Periodismo: el mejor oficio del mundo". 2013 Se publica Gabo periodista, un volumen compilado por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano que García Márquez fundó.Es una selección de piezas de no ficción del autor de La Hojarasca. Además, se reedita Gabo. Cartas y recuerdos, un libro que su amigo colombiano, el escritor y periodista Plinio Apuleyo Mendoza, había publicado en 2000, y que recoge varias misivas personales de Márquez, que dan cuenta de su íntimo vínculo, pero sobre todo del proceso de escritura de Cien años de soledad.


2014 El 17 de abril muere en México D.F.

El discurso completo cuando recibió el Premio Nobel en 1982 Titulado “La soledad de América Latina”, el discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura de 1982 es una pieza de admiración en sí misma. Aquí, el texto completo: “Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco


tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro. La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas. Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas


mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años. De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega. Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas


ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera


posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios. Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen


más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido. Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos. En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias

Murió un jueves santo, como Ursula Iguarán, personaje de "Cien años de soledad" POR JULIETA ROFFO

17/04/14 - 18:53


A los 115 años o a los 122, Úrsula Iguarán murió un Jueves Santo. Antes de eso, había dado las últimas e inapelables instrucciones a todo miembro del clan Buendía que se había cruzado en su camino. Había sido la matriarca de Macondo, la compañera del primero de los José Arcadios. Había perdido la cuenta de su edad, ocupada en sostener a toda esa familia. Le había temido a un hijo con cola de chancho. Había sido el personaje más estoico de Cien años de soledad, la novela que, editada por primera vez en Buenos Aires en 1967, hizo explotar y exportar el boom latinoamericano. A los 87 años, Gabriel García Márquez también murió un Jueves Santo. Vale la superstición para el autor de esa Úrsula tan inspirada en su abuela, Tranquilina Iguarán Cotes, y de esa novela, la abanderada del realismo mágico en el mundo. Esa novela que empieza con una frase que a tantos maestros de periodismo les ha solucionado la primera clase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Ahí, dicen los que saben, está todo lo que tiene que estar en el arranque de una crónica: qué pasa, dónde pasa, cuándo pasa, a quién le pasa. Pirámide invertida, que le dicen. No importa si de ahí para abajo quedan 50 líneas o 350 páginas, como en la mítica edición de Sudamericana: la cabeza está resuelta. Igual que cuando, en Crónica de una muerte anunciada, de 1981, el Nobel colombiano presenta a su fusilado-que-vive así: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. En 1996, ante la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, García Márquez dijo que el periodismo era “el mejor oficio del mundo”. Tal vez por eso lo dejó entrar en su más reconocida literatura. O tal vez porque, una vez que lo tuvo dentro suyo, no pudo evitarlo.

El mundo de la cultura llora a Gabriel García Márquez Hace 2 horas larazon.es. México DF. El premio Nobel de Literatura 1982, Gabriel García Márquez, ha muerto este jueves a los 87 años de edad en México DF, donde vivía desde hace años, después de pasar las últimas semanas aquejado por una neumonía, según ha informado la prensa mexicana. El pasado 31 de marzo, García Márquez fue ingresado de urgencia en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas Salvador Zubirán, en México DF, "por un cuadro de deshidratación y un proceso infeccioso pulmonar y de vías urinarias". Permaneció hospitalizado una semana en la que aprovechó para dar muestras de su buena evolución. Incluso llegó a pedir a los periodistas que estaban a las puertas de dicho centro sanitario que "fueran a hacer su trabajo", restando importancia a su estado de salud. Sin embargo, los rumores de los últimos días sobre una posible recaída en el cáncer linfático, que le habría afectado a un pulmón, ganglios e hígado, de acuerdo con el diario mexicano 'El Universal', que citó fuentes propias, hicieron temer de nuevo por su salud. En alusión a estos rumores, la familia del escritor colombiano admitió el pasado lunes que su salud "era muy frágil" y que "existían riesgos de complicaciones de acuerdo a su edad", pero subrayó que estaba estable. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, fue más tajante al afirmar que "no era cierto que se le hubiera revivido el cáncer". "Sufrió una neumonía a una avanzada edad y ya está controlada. Rezamos para que se recupere totalmente y muy pronto", dijo ayer.


Hoy mismo su médico personal, Jorge Oseguera, había anunciado, tras visitarle en su casa, que García Márquez estaba "en un estado delicado propio de su edad, de sus patologías de base y de los problemas que ha sufrido últimamente".

La salud de «Gabo» En 1999, se le diagnosticó un cáncer linfático que, según declaró en una entrevista concedida al diario colombiano 'El Tiempo', superó tras un tratamiento de tres meses. Hace dos años se rumoreó con la posibilidad de que 'Gabo', como se le conoce popularmente, sufriera demencia senil, pero la familia lo desmintió. García Márquez, nacido en Colombia hace 87 años pero afincado en México desde hace varios, es el máximo representante del realismo mágico. Su obra más destaca es 'Cien años de Soledad'.

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Textos «terroríficos» aunque «útiles» 17 de abril de 2014. 23:59h Carmen Sigüenza/Efe. Para Gabriel García Márquez, la única prueba concreta de la existencia del hombre era la poesía. Con esta idea terminó "La soledad de América Latina", su discurso de aceptación del Premio Nobel, un texto no muy largo, lleno de sonidos de violín convertidos en palabras para hablar de América Latina. Un discurso con el que recorrió las fábulas desde las crónicas de Indias, la realidad y singularidad de América Latina y su aventura de la imaginación, de las dictaduras de los años setenta y del Nobel como galardón o brindis por y para la poesía. "En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte", dijo García Márquez en su discurso. "El premio que acabo de recibir -espetó- lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía". Gabriel García Márquez consideraba los discursos "como el más terrorífico de los compromisos humanos", aunque consideraba que podían tener utilidad práctica. Así lo puso de manifiesto en "Yo no vengo a decir un discurso", el libro que reúne los textos que escribió con la intención de ser leídos en voz alta.


Un libro donde se reconoce la prosa llena de música, duende y alma del escritor colombiano. En "Yo no vengo a decir un discurso", García Márquez seleccionó veintidós textos que recorren su vida, desde el que escribió a los diecisiete años para despedir a sus compañeros del curso superior en Zapaquirá, en 1944, hasta el que leyó en México ante las Academias de la Lengua y los Reyes de España en 2007. La poesía, la escritura, América Latina, el periodismo como el mejor de los oficios, el cine, el medio ambiente, sus amigos escritores o políticos, como el ex presidente de Colombia Belisario Betancur o el escritor Álvaro Mutis, son algunos de los temas de estas piezas literarias; porque es así como se pueden considerar a estos discursos o relatos impregnados de magia y sello personal. En estas páginas el Nobel también desvela por qué empezó a escribir y cómo empezó. "Yo comencé a ser escritor de la misma forma en que me subí a este estrado: a la fuerza", dice el autor de "Cien años de soledad". Y esa aventura comenzó cuando resolvió escribir un cuento "para taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda", quien había escrito que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada. Un cuento que el escritor mandó a "El Espectador" y que el periódico publicó un domingo a toda página, con una nota de Borda reconociendo que se había equivocado y que en ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana. Luego García Márquez reconoce en estas páginas que "el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se práctica". En su apartado dedicado al discurso de agradecimiento del Nobel García Márquez también reivindicó, como escritor y como persona, esa singularidad de América Latina de la que, en otras cosas, dice: "Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?". Y continúa: "¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?". También en su encendida defensa de la imaginación escribió que "América Latina es el primer productor mundial de imaginación creadora, la materia básica más rica y necesaria del mundo nuevo...". Y del periodismo añade que se aprende "haciéndolo", que la buena primicia "no es la que se da primero sino la que mejor se da" o que la grabadora no es el sustituto de la memoria.

La prosa poética del Nobel de Literatura Arrastre los portlets debajo de este mensaje para anidarlos. Arrastre los portlets debajo de este mensaje para anidarlos.


17 de abril de 2014. 23:49h Efe. Gabriel García Márquez fue uno de los escritores más importantes de la historia de la literatura, no solo por haber ganado en 1982 el Premio Nobel, si no por ser el principal exponente latinoamericano del "realismo mágico". Y por tener una de las prosas más poéticas de la literatura, reflejada en cada una de sus frases, entre las que destacan las siguientes:

Literatura - "Los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía, donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra." (Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Estocolmo, 1982). -- "Yo comencé a ser escritor de la misma forma en que me subí a este estrado: a la fuerza". ("Yo no vengo a decir un discurso", 2010). - "Escribo para que quieran más. Creo que es una de las aspiraciones fundamentales del escritor" (Revista "Siesta", España, 1977). - "La música me ha gustado más que la literatura". ("Juventud rebelde", La Habana, 1988). - "Una vez que hago en mis novelas la última lectura ya no me interesan, el libro es como un león muerto". (Diario 16, Madrid, 1989). - "Si uno no crea, es cuando le llega la muerte". "Cuando no escribo, me muero; y cuando lo hago, también". (Entrevista con Efe, Sevilla, 1994). - "El gran reto de la novela es que te la creas línea por línea, pero lo que descubre uno es que ya en América Latina, la literatura, la ficción, la novela, es más fácil de hacer creer que la realidad" (La vida según...", TVE, 1995). - "La primera condición del realismo mágico, como su nombre lo indica, es que sea un hecho rigurosamente cierto que, sin embargo, parece fantástico". ("Reforma", México, 2000). - "Como escritor me interesa el poder, porque resume toda la grandeza y miseria del ser humano" (Magazine-La Vanguardia, Barcelona, 2006).

Ortografía -- "Hay que jubilar la ortografía, terror del ser humano desde la cuna". "Simplificar la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros". (Discurso de inauguración del I Congreso Internacional de la Lengua Española, Zacatecas (México), 1997).

Premios - "Todos los premios son muy interesantes pero si ya tuve el premio que se considera máximo en Literatura, es mejor dejar los otros galardones para los que vienen detrás o


delante". (Declaraciones realizadas en Oviedo en 1994 por la polémica generada tras decir que no quería recibir el premio Cervantes, al que fue candidato).

Medio de comunicación - "Si los intelectuales no despreciaran tanto la televisión, ésta no sería tan mala". ("Juventud Rebelde", La Habana, 1988). - El periodismo es el oficio que le interesa "más en el mundo" y lo considera "como un género literario". ("El espectador", Colombia, 1991) - "La crónica es la novela de la realidad". ("El espectador", Colombia, 1991) - "La calidad de la noticia se ha perdido por culpa de la competencia, la rapidez y la magnificación de la primicia"."A veces se olvida que la mejor noticia no es la que se da primero, sino la que se da mejor". (Semanario "Radar", Argentina, 1997) - "En periodismo no se permiten los términos vagos o simples intentos. Hay que saber las palabras y los conceptos precisos". ("El Colombiano", Colombia, 1995)

Cine - "Mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido, que no pueden vivir juntos ni separados". (El País, Madrid, 1987) - "No cabe ninguna duda acerca de que ya existe un cine latinoamericano, pero nosotros mismos no le hacemos caso. Hacemos las películas, pero no tenemos ni la distribución ni la exhibición, que son los dos elementos más importantes". ("El Tiempo", Colombia, 1991)

Fidel Castro - "Es el hombre más tierno que he conocido. Y es también el crítico más duro de la revolución y un autocrítico implacable" (Diario Pueblo, España, 1977) - "Todos saben de mi amistad personal con Fidel Castro y que yo apoyo a la revolución cubana". (Entrevista de radio. Hungría, 1992)

Política - "Ningún dirigente político, ningún jefe de Estado oye absolutamente a nadie. De manera que tener influencia en un jefe de Estado es lo más difícil que hay en este mundo, y finalmente ellos terminan teniendo mucha influencia sobre uno". ("Juventud Rebelde", Cuba, 1988) - "El siglo XX se ha perdido por dos dogmas contrapuestos e igualmente extremos: el socialismo y el capitalismo. El dogma de la propiedad estatal contra el de la libre empresa". ("La Repubblica", Italia, 1992)


Colombia y América Latina - "El problema del narcotráfico es el problema de las drogas y que este problema se le está escapando, no solo a Colombia. Se le está escapando al mundo de las manos". (Declaraciones tras mantener una reunión con el entonces presidente de EE.UU., Bll Clinton, en la Casa Blanca en 1997) - "Para mí, lo fundamental es el ideal de Bolívar: la unidad de América Latina. Es la única causa por la que estaría dispuesto a morir". (Semanario "Newsweek", EEUU, 1996) - "Llevo conspirando por la paz en Colombia casi desde que nací" ("El País", La Habana, 2005) - "¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?". ("Yo no vengo a decir un discurso", 2010)

Familia - Sobre su esposa afirmó: "Yo pude escribir todas mis obras gracias a que Mercedes se hizo cargo de los asuntos de la vida diaria como mantener la casa y pagar las cuentas cuando no teníamos con qué hacerlo, y también cuando tuvimos mucho. Cuando me meto a algunos de esos asuntos ella me dice: "No fastidies; lo único que tú sabes y debes hacer es escribir." (Diario "Haaretz", Israel, 1996)

Personal - "Mi percepción de la mujer es mágica". (Diario "Haaretz", Israel, 1996). - "La paz es como la felicidad. Se dispone solamente a plazos y se sabe lo que se tenía después de que se ha perdido". (Diario "Die Welt", Alemania, 1988). - "La fama estuvo a punto de desbaratarme la vida, porque perturba tanto el sentido de la realidad como el poder" (Magazine-La Vanguardia, Barcelona, 2006).

Padre del «realismo mágico» Arrastre los portlets debajo de este mensaje para anidarlos. Arrastre los portlets debajo de este mensaje para anidarlos.

El colombiano Gabriel García Márquez, fallecido hoy en México a los 87 años, era uno de los escritores más relevantes del siglo XX, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982 y autor de obras tan emblemáticas como "Cien años de Soledad", informa Efe. Nacido el 6 de marzo de 1927 en Aracataca, un municipio del norte de Colombia, García Márquez, conocido como Gabo, fue escritor, periodista y guionista de cine, además de agitador cultural por convencimiento y padre del "realismo mágico" en literatura. De entre toda su obra destaca "Cien años de soledad" (1967), una de las cimas de la literatura universal, traducida a 35 idiomas y de la que se han vendido más de 30 millones de ejemplares.


Pero Gabo no fue solo un gran escritor. Fue miembro de la Academia colombiana de la Lengua, impulsor de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, con sede en La Habana (1985) y de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (1994), además de un revolucionario del lenguaje, que incluso pidió la supresión de la gramática y la ortografía. Una vida intensa que comenzó en Aracataca, población que le inspiró el literario "Macondo", donde situó algunas de sus obras, y que sería convertido con el tiempo en lugar de peregrinaje, dentro de la "Ruta de Macondo" y de la "Cartagena de García Márquez", recorridos culturales por los municipios y lugares de su obra. Hijo de Gabriel Eligio García, telegrafista primero y boticario después, y de Luisa Santiaga Márquez Iguarñan, cuya historia de amor, obstaculizada por la oposición del padre de ella, con el coronel Nicolás Ricardo Márquez, serviría de inspiración a su hijo para escribir "El amor en los tiempos del cólera". Era el mayor de once hermanos y pasó sus primeros años con sus abuelos maternos, con gran influencia de su abuelo. Los nueve hijos extramatrimoniales de su abuelo; la costumbre de su hermana Aida Rosa de comer tierra o la huelga de las bananeras de Colombia de 1928, que acabó con el fusilamiento de los huelguistas, fueron hechos que marcaron la infancia de Gabo y que, de una manera u otra, saldrían en sus obras. Porque desde muy pronto, mostró una gran imaginación, que comenzó a plasmar en poemas en su adolescencia, mientras estudiaba en el colegio jesuita de San José, en Barranquilla. En el Liceo Nacional de Zipaquirá, cerca de Bogotá, escribe para el periódico del centro y en 1944 publica "Canción" en el suplemento literario "El Tiempo". Por aquella época conoce a la que sería su esposa, Mercedes Barcha, en un viaje a Sucre -se casarían en 1958 y tendrían dos hijos, Rodrigo y Gonzalo- y se matricula en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Bogotá. Pero sus dotes creativas le llevaron a dejar la carrera de Derecho y a centrarse en la literatura y el periodismo, en El Universal de Cartagena, donde empezó a colaborar en 1948. Mientras, ya había publicado su primer cuento, en 1947, "La tercera resignación", y preparaba la que sería su primera novela, "La hojarasca", que aparecería en 1955. Trabajó en Barranquilla en "El Heraldo de Colombia", fue redactor jefe de "El Nacional" y siguió en "El Espectador" de Bogotá y en la agencia cubana Prensa Latina, como enviado especial en Europa -donde aprovechó para asistir al Centro Experimental de Cinematografía de Roma- y corresponsal en Nueva York. En 1959 impulsó la revista "Crónica", símbolo del llamado "Grupo de Barranquilla", que marcó a mediados del siglo XX la cultura colombiana y del cual Márquez es el único superviviente.


Y en 1961 se trasladó a México, donde trabaja en revistas de poca importancia y publica su segunda novela, "El coronel no tiene quien le escriba". Además el manuscrito de "La mala hora" gana un premio literario en Bogotá y empieza a trabajar en "El otoño del patriarca". En aquella época se relaciona con autores como Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Fernando Benítez, Manuel Barbachano o Carlos Monsiváis y trabaja más intensamente como guionista cinematográfico en, por ejemplo, "Tiempo de morir", realizado por Arturo Ripstein. Pero esa labor le sirvió para convencerse de que debía centrarse en la literatura y en 1965 se dedica a terminar "Cien años de soledad", a la que dedica casi dos años y que se publica en junio de 1967, con un éxito inmediato. Entre 1967 y 1973 vive en Barcelona, muy cerca de la casa de su amigo Mario Vargas Llosa, con quien rompió toda relación en 1976 tras un puñetazo que le propinó el peruano por causas que aún hoy, 38 años después, se desconocen. Su faceta como escrito culminó en 1982 cuando le concedieron el Premio Nobel "por sus novelas y relatos cortos en los que lo fantástico y lo real se combinan en un universo ricamente compuesto de imaginación que refleja la vida y los conflictos del continente americano". Y más allá de su faceta de escritor, García Márquez siempre se significó mucho políticamente y sus ideales de izquierda le causaron problemas con las dictaduras de Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla. Con la presidencia de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), fue acusado de colaborar con la guerrilla M19 y se exilió a México (1981-1983). Regresó a Colombia durante la presidencia de su amigo Belisario Betancur (1982-1986). También fue destacada su amistad con Fidel Castro. A lo largo de su vida no paró de recibir homenajes, aunque el año mas especial fue 2007, cuando por su 80 cumpleaños, el 40 aniversario de "Cien años de soledad" y los 25 del Nobel, honraron su figura la Casa de América de Madrid y sendos Congresos de la Asociación de Academias de Lengua Española (Medellín) e Internacional de la Lengua Española (Cartagena de Indias). "Vivir para contarla" es la autobiografía en formato de novela que el premio Nobel publicó en 2002, y en 2009 apareció la primera biografía "tolerada", escrita por el británico Gerald Martin y titulada "Gabriel García Máquez: Una vida". El escritor superó dos cánceres, uno de pulmón que le fue extirpado en 1992 y otro linfático que le diagnosticaron en 2000 y por el que recibió sesiones de quimioterapia en Los Ángeles (EEUU), que debilitaron su salud. Premiado y galardonado en múltiples ocasiones, García Márquez recibió entre otros galardones el Rómulo Gallegos (1972, por "Cien años de soledad"); la Legión de Honor francesa (1982); la Orden del Aguila Azteca (1982), y la Orden del Congreso de Colombia en el Grado de Gran Cruz con placa de oro (2007). El escritor colombiano aseguró en 1994 no querer recibir el Premio Cervantes de Literatura, galardón al que era candidato.


Sus últimos libros publicados son "Memorias de mis putas tristes" (2004) y "Yo no vengo a decir un discurso" (29 octubre 2010), en el que recoge 22 de sus discursos para ser leídos en público.

Gabriel García Márquez: Macondo, territorio caribeño de sublimación del realismo mágico El escritor toma el testigo de Asturias, Carpentier, Rulfo y Faulkner Escrito por: HÉCTOR J. PORTO Redacción / La Voz 18 de abril de 2014 10:17 GMT Con: 1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas2 votos ¡Gracias! Envíando datos... Espere, por favor.

Ingrid GarcíaJonsson en «Hermosa Juventud», de Jaime Rosales y único filme español a competición en el Festival de Cannes. Efe ADVERTISEMENT

A menudo se discute sobre el origen del realismo mágico, cuya paternidad se atribuye alegremente a Gabriel García Márquez. Si es cierto que el colombiano hace que esta lente literaria alcance la sublimación, también lo es que su génesis es anterior. Por este camino -lo real maravilloso, lo fantásticolos escritores de América latina superaron el naturalismo, el indigenismo, el costumbrismo, el regionalismo y otras excrecencias decimonónicas. A través de las claves del surrealismo, aprendidas en Europa, de André Breton, grandes innovadores como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier o Arturo Uslar Pietri dignificaron los universos mágicos y míticos de su patria Latinoamérica. Como ocurría en la obra de Juan Rulfo, lo onírico y lo real quedarán perfectamente integrados. García Márquez atribuía a su abuela materna -de raíces gallegas, Tranquilina Iguarán Cotes- muchas de las historias sobrenaturales que le habían contado. Y cómo estas encajaban perfectamente en el relato normal, cotidiano. Quizá. El escritor colombiano afinó este mecanismo en que la literatura se sirve de la realidad para trascenderla, alcanzando el paradigma de ruptura con la dependencia de la realidad; eso sí, sin dejar de utilizarla. El conocimiento de las cosas, el análisis de la realidad, llegará a través de la


imaginación. En particular, describirá ese mundo imaginario irreal ayudándose de las herramientas del periodismo, con una minuciosidad y una concreción que solo puede proceder del manejo maestro, en profundidad, del realismo, del naturalismo y del oficio de reportero. En la propia imaginación del lenguaje, en su proverbial creatividad, reside su extraordinaria fuerza literaria, la que construirá una realidad nueva que reconcilia al hombre con el mundo, con sus vecinos, alejada de las tensiones urbanas, fabriles, de la degradación que comporta la tecnología. Definido el mecanismo, la óptica, falta definir el territorio. A imagen y semejanza de su admirado William Faulkner y su Yoknapatawpha, la primera novela de García Márquez en que aparece Macondo es La hojarasca, donde también presenta al coronel Aureliano Buendía. El territorio imaginario caribeño será decisivo en el desarrollo de su obra, que alcanza el cénit en Cien años de soledad -escrita en 1965 y 1966-, narración que consagra además el bum de la literatura hispanoamericana, época de gran esplendor marcada por esta visión imaginativa de la realidad.

De cómo se gestó Macondo Antón Castro| Actualizada 18/04/2014 a las 09:24

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El mundo de García Márquez tendía puentes a la magia, a lo recóndito, a las maravillas de lo real.

Gabriel García Márquez. .Archivo Gabriel García Márquez ha sido el escritor del deslumbramiento. Él siempre rechazó la palabra fantasía: preferiría el término imaginación y asumió que practicaba eso tan manido del realismo mágico, que es uno de los sintagmas más constantes que acompañó al ‘boom’, tan hermosamente desglosado por Luis Harss en ‘Los nuestros’ y por Andrés Amorós en su ‘Introducción a la literatura hispanoamericana actual’. El realismo mágico era algo que practicaban también Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, el propio Cortázar o Juan Rulfo. Pero García Márquez, en el fondo, creía en la energía de la realidad: las mejores historias, las más inverosímiles y las más extraordinarias, incluida la cola de cerdo de algunos personajes, eran reales. O la obsesión por comer tiza de otros. O el hecho se elevarse por los aires en una sábana como le ocurría a Remedios la Bella, que está basado en un suceso borroso de su niñez. García Márquez vivió una existencia muy literaria. Como hijo del telegrafista, con sus abuelos,


como aprendiz de escritor en las redacciones de los periódicos, en los cuartuchos que le dejaban las prostitutas con las que no se ocupaba. Fue un devorador de experiencias y de lecturas, pronto descubrió a Kafka –amigo de los inicios intensos, el día que leyó: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa apareció convertido en un insecto”, pensó que si se podía escribir así, eso es lo que él querría ser: escritor-, a William Faulkner, a John Dos Passos o a Virginia Woolf, y poco a poco, labró su carrera. Tenía claro su mundo: un mundo que tendía puentes a la magia, a lo recóndito, a las maravillas de la real, a la tragedia; un mundo que tendía sus redes hacia la fabulación y hacia su memoria y también hacia la historia de su país y de Latinoamérica. Ese mundo, un espejo del universo en todas sus direcciones, fue Macondo. Así, haciéndose día a día, equivocándose a menudo (como le sucedió, pongamos por caso, al analizar la película ‘Johnny Guitar’ de Nicholas Ray), ordenó su territorio y empezó a bosquejarlo poco a poco. Daba pasos hacia él, buscaba personajes, tejía intuiciones, atmósferas, estados de ánimo. Dio zancadas sólidas como ‘Relato de un náufrago’, una obra magistral de la crónica o del nuevo periodismo antes del nuevo periodismo, o ‘El coronel no tiene quien le escriba’, y acertó en algunos cuentos concisos y secos, hermosos y telúricos, como ‘Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo’, que tiene algo de auroral, ‘La siesta del martes’, ‘La prodigiosa tarde de Baltazar’ o ‘La viuda de Montiel’. Sin renunciar jamás al periodismo, sin renunciar al compromiso, en dieciocho meses, enclaustrado con sus fantasmas y con un lenguaje exuberante y sensual, envolvente como un plenilunio de olores y sabores, de tormentas tropicales y de desmesuras controladas, redactó ‘Cien años de soledad’, que es uno de esos libros asombrosos, cíclicos y armónicos, donde todo funciona a la perfección: el arte de contar, la imaginación libérrima, los meandros de la memoria, el desparrame incesante del mito, la arquitectura del libro con sus simetrías, sus desafueros y sus reiteraciones calculadas. En ese libro, preñado de hechizos, García Márquez lo metió todo: el amor, la obsesión, los celos, la locura, la muerte, el tiempo y sus espejismos, la guerra, y esa energía indomable y oscura que es la soledad. Y no solo esto: incorporó la melancolía, una ternura de cal y nardo, y metió la historia del país. La historia de Latinoamérica. García Márquez es mucho más que ‘Cien años de soledad’: es ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘El amor en los tiempos del cólera’, ‘Doce cuentos peregrinos’, ‘El otoño del patriarca’... Es un estilo, una poética, una vocación de embelesar, de seducir. La facilidad de contar y contar hasta que se agotan las horas. Dijo una vez: “El oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica”. Siempre fue exigente. Tras el Nobel renunció a cualquier otro galardón y, a pesar de su específica complicidad o connivencia con Fidel Castro u otros poderosos, siempre estuvo con los de abajo. En sus ficciones, en su compromiso ciudadano, en su pasión por el periodismo y el cine, en su amor a la poesía (le fascinó la poesía popular española compilada por José Manuel Blecua) y en su relación con Latinoamérica, de la que dijo que era “el primer productor natural de imaginación creadora”. Se ha ido un poeta, un profeta, un alquimista de las imágenes: un narrador que parecía reinventar la creación palabra a palabra. Renovaba el mundo a golpe de lenguaje porque


amaba la vida y sus latitudes por encima de todo. Ahora, por el inmortal Macondo, avanza un silencio perfecto.

El rey de Macondo no quiso ser Príncipe de Asturias Raúl Molina. Oviedo| Actualizada 18/04/2014 a las 14:20

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Tras obtener el Nobel en 1982, renunció a cualquier otro galardón. Fue propuesto varias veces al Príncipe de Asturias.

García Márquez abraza al rey Juan Carlos. .Archivo El espacio mágico de Macondo reflejado en 'Cien años de soledad' convirtió al escritor colombiano Gabriel García Márquez en el rey de la literatura hispanoamericana, un título al que el autor no quiso añadir el de Príncipe de Asturias de las Letras, al que fue propuesto en numerosas ocasiones. García Márquez, fallecido ayer en México, ya había advertido en diversas ocasiones tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 1982 que, a partir de ese momento, renunciaba a obtener otros galardones, lo que le impidió también obtener el Cervantes, la mayor distinción de la literatura en castellano. Pese a ello, el autor de 'Crónica de una muerte anunciada' mantuvo estrechas relaciones con la Fundación Príncipe de Asturias y se desplazó en dos ocasiones a Oviedo para acompañar a dos de sus amigos, su compatriota Álvaro Mutis y el mexicano Carlos Fuentes, para que ellos sí recibieran el galardón de las Letras. Su primera visita se produjo en 1994, un año en el que además de Fuentes también recibió el premio de Investigación Científica y Técnica el colombiano Manuel Patarroyo, y, tres años después, hizo lo propio junto a Mutis, cuya candidatura había apoyado al considerar que su


obra no tenía suficiente reconocimiento en España. "Es una de las mayores alegrías que ha tenido en su vida", afirmó entonces en relación a Mutis durante una estancia marcada por la polémica que habían generado poco antes las afirmaciones de García Márquez sobre la necesidad de "jubilar" la ortografía. El director emérito de la Fundación Príncipe de Asturias, Graciano García, ha asegurado recordar con cariño las dos estancias del autor colombiano en Oviedo, donde se mostró como una persona "muy clara, muy directa y muy amigo de sus amigos". "¿Ustedes, que son tan pocos, como han hecho una cosa tan grande?", preguntó García Márquez al entonces director de la Fundación durante una conversación en el bar del Hotel de la Reconquista, escenario además de la celebración entre Fuentes y el autor colombiano del galardón concedido al escritor mexicano. En las ediciones posteriores la candidatura de García Márquez siguió llegando año tras año hasta la Fundación Príncipe, presentada en alguna ocasión por el cineasta Woody Allen, pero, según asegura su director emérito, lo que le hubiera gustado al escritor colombiano habría sido ver premiada la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que dirigía. Su relación con los Premios Príncipe de Asturias continuó con el impulso a la candidatura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que obtuvo el galardón de Comunicación y Humanidades en 2009, y con la entrevista que mantuvo en 2006 en México con el entonces presidente asturiano, Vicente Álvarez Areces. El encuentro, en el que abordaron la situación política mexicana y española y los últimos trabajos del escritor, sirvió además para que García Márquez recibiera el catálogo de la exposición fotográfica "Impresiones. XXV años de los Premios Príncipe de Asturias", inaugurada esos días en el Centro Asturiano de México DF. El director emérito de la Fundación ha recordado además la relación "cercana, directa y de complicidad" que el autor colombiano mantuvo con Don Juan Carlos I, según pudo constatar durante una recepción en el palacio de El Pardo "en la que ambos se trataban de tú y García Márquez se dirigía al Rey llamándole jefe"

Gabriel García Márquez, un gran contador de historias DANIEL GASCÓN, escritor y traductor| Actualizada 18/04/2014 a las 01:53

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Con Gabriel García Márquez, fallecido el jueves 17 de abril a los 87 años de edad, se va uno de los escritores más importantes de las últimas décadas, y se va también un autor que representaba muchas más cosas. El colombiano, nacido en Aracataca en 1927 y ganador del Premio Nobel en 1982, no solo fue un fabricante de leyendas y territorios míticos: también fue un mito, un autor que encarnaba una idea de la escritura y que se convirtió en el nombre más conocido de un movimiento que cambió la historia de la literatura en nuestra lengua.


Fue sobre todo un gran contador de historias, con un talento especial para dibujar atmósferas, para mezclar lo cómico, lo mágico, lo erótico y lo trágico, y para construir frases rotundas e inolvidables. Declaró alguna vez que el periodismo era el mejor oficio del mundo: su reportaje 'Relato de un náufrago' es admirable, y la experiencia del periodismo fue fundamental para 'Crónica de una muerte anunciada' o 'Noticia de un secuestro'. Habló del deslumbramiento que le produjo la literatura de Kafka, y la inmediatez del inicio de 'La metamorfosis', que le recordaba a las narraciones de su abuela. Defendía a Simenon y le fascinaba Edipo Rey: la indagación, el destino, lo policial antes de tiempo. Como para muchos otros, Faulkner fue una influencia decisiva, especialmente perceptible en su primera novela, 'La hojarasca'. Era capaz de producir obras precisas y secas, como 'El coronel no tiene quien le escriba'. Pero el libro que lo convirtió en un mito era aparentemente lo contrario. Se trataba de 'Cien años de soledad' (1967), donde narraba la historia de la familia Buendía y un lugar mítico, Macondo; una obra poderosa que tiene entre sus virtudes un aire casi primitivo, una herencia de la literatura oral y del placer de contar historias; es una saga familiar, una alegoría histórica, pero también un libro de una ambición inverosímil, que cuenta una creación y una destrucción del mundo, combinando técnicas de novela moderna con tonos bíblicos (García Márquez dijo de la Biblia: "Es un libro cojonudo, donde pasan un montón de cosas fantásticas", y es de los pocos escritores que imagino capacitados para escribir un blurb a ese libro). El increíble éxito de 'Cien años de soledad' hace que no resulte fácil juzgarla, del mismo modo que la imitación y la conversión en tópico de la obra ha podido desbaratar algunos de sus numerosos momentos brillantes y de sus abundantes virtudes. Posiblemente hay libros del boom más redondos, o autores de una carrera más sólida. 'Cien años de soledad' tenía algo diferente, exótico y oportuno para su época, y su potencia narrativa también hacía que fuera más accesible que otros. En todo caso, fue un libro decisivo y tuvo una influencia que excede la lengua española. Paradójicamente, la realidad y causalidad supuestamente únicas de cierta América Latina se comprendieron y adaptaron en muchos otros lugares. Sin la inspiración y la sensación de libertad que proporcionó esa novela es difícil imaginar buena parte de la literatura poscolonial en lengua inglesa. Quizá el propio García Márquez no logró escapar del todo a esa leyenda. Pero escribió libros admirables después de 'Cien años de soledad', como 'Crónica de una muerte anunciada', 'El amor en los tiempos del cólera' y algunos de los relatos de 'Doce cuentos peregrinos'. Más fabulador que intelectual, su interés por el poder era fértil literariamente, pero no siempre saludable. Quizá fue, junto a su amistad con Fidel Castro y el inmovilismo político, uno de los motivos que lo llevaron a apoyar al régimen cubano más allá de toda justificación razonable. Con García Márquez se va el creador de una literatura admirable y rica, que sigue viva para millones de lectores, un narrador formidable que contaba de una forma que era antigua y moderna al mismo tiempo, y que ha dejado una amplia herencia en escritores de muchas lenguas y generaciones distintas.


Recuerdo de Gabriel García Márquez

18 abr 2014 Compartir:

El día que lo conocí personalmente no pude decirle que lo admiraba. Entró en mi casa, lo conduje al salón con toda naturalidad, les pregunté a Mercedes y a él lo que deseaban tomar, les serví un whisky con hielo y agua… y luego me dediqué a otros invitados. Estábamos celebrando el cumpleaños de mi mujer, Almudena Grandes. 45 años merecían una fiesta con champán, canciones, velas y amigos. Uno de ellos, Joaquín Sabina, llamó de pronto para decir que estaba García Márquez en Madrid y preguntó si podía traerlo a la fiesta. La pregunta era innecesaria, porque Joaquín ha traído a mi casa de todo. Mejor no contar… Incluso ha traído sus propias desapariciones. En realidad llamaba para advertir que venía con su Gabo y con Mercedes, pero que por favor nadie molestase. Prohibido agobiar, alabar, cansar, pedir libros dedicados. Prohibido asaltar al maestro. Hay ocasiones en las que Joaquín es extremadamente cumplido. No agobiar a Gabriel García Márquez resultó difícil para mí. Como ocurre con muchos lectores del mundo, forma parte íntima de mi biografía. Ya no se trata de pensar en sus libros, sino de recordar la casa de mi abuela en la que leí por primera vez Cien años de soledad, mi cuarto de adolescente en el que conocí el sabor de la sangre de las gaviotas con Relato de un náufrago o mi primer piso de joven independiente donde viví la Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera. Casi todos los primeros pisos son la crónica de una muerte anunciada por un amor en los tiempos del cólera. Cuan se abre un libro de García Márquez, se tiene la impresión de tener entre las manos la literatura. Ocurre con Cervantes o con Shakespeare, ocurre con Faulkner o con Borges. Los mundos muy personales son los que consiguen contagiar un sabor milagroso de palabra universal, de verdad humana, de imagen, situación o sentimiento de cualquier época. El calor caribeño de García Márquez contagia una realidad en las que parecen verdaderas todas las imaginaciones. La música de sus palabras no deja de ser nunca una confidencia entre gente normal, aunque cuente la historia más extraña y asombrosa jamás contada. Gabriel García Márquez no sólo era un periodista, sino un ejemplo de cómo el periodismo ha marcado a la mejor literatura contemporánea. Cronista, reportero de El espectador de Bogotá, aprendió que la realidad está cargada de mil singularidades que merecen ser observadas con los


ojos de la poesía. Aprendió también que la riqueza del lenguaje no puede mirar a su propio ombligo, porque contar es llegar a la gente, hacer que los lectores se hagan protagonistas de la historia. Y, desde luego, aprendió a sentir como propio el dolor de los demás, la alegría de los demás, el corazón de los que viven la realidad con palabras comunes, pero enseñan sus rarezas, sus miedos y sus ilusiones cuando son observados con los ojos de la poesía. García Márquez brindó por la poesía en el discurso pronunciado al recibir el Premio Nobel. Fue, en el mejor sentido de la palabra, un brindis político. Resultará, pues, muy fácil comprender que me costara trabajo ocultar la admiración y los nervios cuando García Márquez entró por la puerta de mi casa. Pero cumplí la consigna sabiniana de no agobiar, no alabar, no pedir autógrafos. Fue una labor complicada, ya que García Márquez se comportó con una naturalidad y una simpatía dignas de mayores confianzas. Otros amigos, también obedientes, hicieron verdaderas contorsiones para conseguir fotografiarse con el maestro sin que él se diera cuenta. Debieron conseguirlo, porque al día siguiente el autor de Cien años de soledad comió con Beatriz de Moura, la editora de Tusquets, y resumió la crónica de nuestra fiesta de cumpleaños de la manera siguiente: “Es la primera vez desde hace 40 años que voy a un sitio y nadie me hace caso”. Me alegro de haber tenido otras ocasiones para mostrarle mi admiración. Insistí incluso cuando ya no podía valorar el significado y la verdad de mis palabras. Lo vi por última vez hace cuatro años en Cartagena de Indias. Mercedes nos invitó a cenar a Juan Cruz, a Almudena y a mí. Los signos de la demencia senil que le iba devorando sus recuerdos eran evidentes. Cuando se acercaba alguien a saludarlo, hacía esfuerzos para que no se le notara el olvido. La inteligencia y la elegancia duraban más que la memoria. Poco después me contó Roberto Pombo, el director del periódico El tiempo de Bogotá, que se iba despidiendo poco a poco de los amigos íntimos. Quedemos a cenar esta noche, le dijo un día, porque tal vez mañana ya no sepa quién eres. A sus lectores nos va a ser imposible despedirnos de García Márquez. Está unido a nuestro compromiso con la realidad y la poesía de la vida. Detrás de cada uno de sus libros habrá siempre una ciudad, una casa, un dormitorio, una historia. Estén donde estén los dormitorios y las historias, volveremos a encontrarnos con una ventana abierta al mar caribe.

García Márquez-Vargas Llosa, historia de un puñetazo


Los novelistas protagonizaron una de las rivalidades más famosas en el mundo literario desde que en 1976 Vargas Llosa golpeó a su otrora amigo. El motivo aún se desconoce Mercedes Bermejo (EFE) Madrid 17/04/2014 23:27 Actualizado: 18/04/2014 00:08 26 Comentarios 1 2 3 4 5

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Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa

Un puñetazo quebró hace años la amistad que unió a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa y el incidente dio lugar a una leyenda que engrandeció, si cabe más aún, las figuras de ambos escritores, los dos Premio Nobel de Literatura y genios de las letras hispanoamericanas. El autor de La ciudad y los perros se encontraba en el Hotel Plaza de la ciudad andina de Ayacucho cuando la prensa le dio la noticia, según mostró el Canal N de televisión. "Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura de nuestra lengua", declaró con evidente congoja a un reportero del canal de televisión. Añadió que las novelas de García Márquez "le sobrevivirán y seguirán ganando lectores por doquier". "Envío mis condolencias a su familia", concluyó Vargas Llosa antes de abandonar rápidamente el lugar. Los novelistas, que se conocieron en Venezuela en 1967, protagonizaron una de las rivalidades más famosas en el mundo literario desde que en 1976 Vargas Llosa propinó en México, ante testigos, un puñetazo a su otrora amigo. El motivo de la disputa ha sido un misterio desde entonces porque los escritores han mantenido un histórico pacto de silencio entre caballeros. Eso no impide que sean varias las versiones que circulan sobre las causas que pudieron provocar el desencuentro y la ruptura de una amistad que no surge con facilidad en el mundo de las letras. Rodrigo Moya, amigo de Gabo, publicó en 2007 un artículo y fotos del incidente el mismo día en el que el autor de Cien años de soledad cumplía 80 años y en las que aparecía con el ojo izquierdo amoratado. Moya, fotógrafo mexicano de origen colombiano, explicaba que la había hecho el 14 de febrero de 1976, dos días después del incidente, porque García Márquez quería tener "una constancia" de aquella agresión. El fotógrafo le preguntó entonces al escritor qué había pasado y este fue "evasivo" y atribuyó la agresión a "las diferencias" que ya eran insalvables en la medida en que el autor peruano "se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha". Fue Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, quien hizo el comentario más elocuente: "es que Mario es un celoso estúpido", cuenta el fotógrafo que dijo ella. "Mientras ambas parejas vivían en París, los García Márquez habían tratado de mediar en los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa, Patricia, acogiendo sus confidencias", apuntaba. La versión del periodista hispano-peruano Francisco Paco Igartua, la que mayor fuerza ha tomado con el paso del tiempo, se remite también a un origen en discrepancias sentimentales entre Vargas Llosa y su mujer. El británico Gerald Martin, en su biografía Gabriel García Márquez: una vida, da otra pista para desvelar el enigma: Vargas Llosa le dijo al colombiano: "esto es por lo que le dijiste a Patricia" o "esto es por lo que le hiciste a Patricia". Ángel Esteban y Ana Gallegos, catedráticos de Literatura de la Universidad de Granada y autores de De Gabo a Mario, se suman a la tesis de que la trifulca fue originada por una "cuestión personal", aunque sugieren además "diferencias ideológicas". Vargas Llosa y García Márquez coincidieron en los años setenta en Barcelona, una época, según Pilar Donoso, hija del autor chileno José Donoso, que fue "especial para ambos". Allí, los hijos del autor del boom jugaban juntos y formaron "una verdadera familia". Barcelona es la ciudad en la que se cruzan las carreras en el plano editorial de García Márquez y Vargas Llosa de la mano de Carmen Balcells, la agente más importante de literatura en castellano. El catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid José Manuel Lucía recuerda a Efe cómo ninguno de ellos abandonó "los servicios ni la amistad" de Balcells pese al desencuentro. Su devenir literario confluyó una vez más


cuando en octubre de 2010 la Academia sueca reconoció con el Premio Nobel de Literatura al peruano. "Son muy diferentes", asegura Peter Landelius, un diplomático experto en narrativa hispanoamericana que es el traductor de ambos al sueco. Aunque la reconciliación hubiera sido "muy deseable" por la "magnitud literaria" de los dos, según Eduardo Becerra, experto en literatura hispanoamericana, lo cierto es que el abrazo de la reconciliación jamás se ha producido. Tendrán que ser los demás, "los que averigüen, descubran, los que digan qué paso", retaba Vargas Llosa.

El alma de Macondo 18/04/2014 00:13 Actualizado: 18/04/2014 00:20 1 Comentario 1 2 3 4 5

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Conocí a Gabo en Bogotá hace unos 20 años. Lo busqué y me dio la cita inmediatamente, lo cual me sorprendió. Sus primeras palabras fueron una pregunta: ¿usted y yo por qué no nos habíamos conocido antes?. Él conocía algunos de mis libros de gran formato, a lo cual le respondí que lo había visto varias veces en diferentes reuniones pero que no me había atrevido a acercarme. Y le planteé mi propuesta: Quería que viera las fotografías que un fotógrafo holandés había hecho en Colombia de lo que para él era el mundo de García Márquez . Quería que me escribiera un texto introductorio de un libro que iba a publicar con ellas. Las vio y me dijo: Ninguna de las fotos me representa, pero su conjunto tiene la misma alma de Macondo. Dos semanas después recibí un texto de tres páginas expresando esto y mucho más, en un texto


delicioso y emotivo. El fotógrafo no lo podía creer. Contrario a lo que mucha gente dice de él, fue muy generoso con ese gesto y se ganó mi aprecio. Cinco años después, con unos amigos, decidimos estructurar un noticiero para la televisión y lo llamamos a México, para ver si quería formar parte de nuestra junta directiva. Él no se conformó con ello y propuso ser socio. No pudimos negarnos. Durante seis años compartí con él nuestra junta directiva, a la cual asistía cada vez que estaba en Colombia, e incluso fuera de ella. Una vez nos propuso hacerla en Panamá, a donde viajamos todos. Allí conocí sus dotes de periodista universal, siempre con comentarios pertinentes en busca de la calidad, con una idea clara de lo que pensaba en todo sentido, particularmente de política latinoamericana. Hizo escuela con todos y muy especialmente con mis compañeros periodistas. Durante ese tiempo rindió un informe a un requerimiento que le había hecho el presidente Gaviria de liderar una llamada "comisión de sabios". Tenía que plantear soluciones a la realidad nacional y escribió un texto introductorio de lo que para él significaba Colombia. Lo tituló Por un país al alcance de los niños. Posteriormente no dudó en autorizarme a publicarlo de forma ilustrada, en un hermoso acto de confianza, y me puso en contacto con Carmen Balcells para efecto del contrato. El libro le gustó y no dudó en manifestármelo. Quedé muy contento. Con los años lo ví de vez en cuando, en una de esas ocasiones, en la feria del libro en Guadalajara que recorría en compañía del presidente Salinas de Gortari. Al verlo me llamó y me presentó como su socio, nombre que me siguió dando cada vez que me veía. Aparte de lo que significa para Colombia y el mundo de la literatura su deceso, para mí, íntimamente, me quedan esos y otros bellos recuerdos, y la sensación de la pérdida, irreparable, de uno de los hombres más importantes que he conocido en la vida. *Benjamín Villegas es editor colombiano.

Vargas Llosa lamenta la desaparició del seu antic amic Llatinoamèrica plora García Márquez • • • • •

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Divendres, 18 d'abril del 2014 - 13.39 h

EFE Mario Vargas Llosa. La notícia de la mort de l'escriptor colombià Gabriel García Márquez, encara que anunciada, ha sacsejat tot Iberoamèrica amb epicentre a la barriada residencial, alçada sobre lava volcànica al sud de la ciutat de Mèxic, on el premi Nobel va cultivar les lletres i l'amor, les amistats i les flors. L'escriptor peruà Mario Vargas Llosa ha lamentat la mort del seu col·lega colombià, el premi Nobel de literatura Gabriel García Márquez, i ha destacat el "prestigi" que va donar a la literatura en espanyol. "Ha mort un gran escriptor


les obres del qual van donar gran difusió i prestigi a la literatura de la nostra llengua. Les seves novel·les el sobreviuran i seguiran guanyant lectors", ha dit. Vargas Llosa, que també va rebre el Nobel de literatura el 2010, i que segons el Canal N de televisió, està "molt afectat", ha aprofitat per enviar el condol a la família de l'autor de 'Cien años de soledad', segons ha informat l'agència de notícies peruana ANDES. Els dos escriptors, amics de joventut, estaven enemistats des de 1976, quan l'autor de 'Cien años de soledad' va clavar un cop de puny a l'autor peruà. Des d'aleshores tots dos han respectat un pacte de silenci sobre les causes del seu enfrontament. El món de la política

El president mexicà, Enrique Peña, s'ha apressat a expressar per Twitter, en nom de Mèxic, la "tristesa per la mort d'un dels més grans escriptors dels nostres temps". En un segon missatge, Peña ha assenyalat: "Amb la seva obra, García Márquez va fer universal el realisme màgic llatinoamericà, marcant la cultura del nostre temps". L'alcalde de la capital mexicana ha destacat per la seva part que la mort de l'escriptor colombià representa una gran pèrdua per a la societat i el món de les lletres. Al mateix temps, prepara amb assessors i familiars de García Márquez un homenatge ciutadà que a aquestes hores encara no s'ha concretat. També a través de la xarxa social Twitter, nombrosos presidents i expresident dels països llatinoamericans han expressat la seva tristesa i el seu condol per la mort de l'escriptor. "Mil anys de soledat i tristesa per la mort del més gran colombià de tots els temps", ha escrit el president de Colòmbia, Juan Manuel Santos. "Se'ns en va el Gabo, tindrem anys de soledat, però queden les seves obres i amor per la Pàtria Gran. ¡Fins a la victòria sempre, Gabo estimat!", ha tuitejat el dirigent de l'Equador, Rafael Correa. El president del Perú, Ollanta Humala, ha escrit: "Llatinoamèrica i el món sencer sentiran la partida d'aquest somiador. Descansa en pau Gabriel García Márquez allà a Macondo". A Espanya

A Espanya, el ministre d'Educació, Cultura i Esport, José Ignacio Wert, ha afirmat després de conèixer la mort de García Márquez que amb ell "desapareix la figura més representativa de la literatura en espanyol i un dels novel·listes més importants del segle XX". En declaracions a Efe, el ministre ha destacat la seva obra 'Cien años de soledad', que ha qualificat d'"un dels grans textos de la història universal de la literatura". "A més de la seva contribució individual, Gabo va aglutinar una plèiade extraordinària d'escriptors, molts dels quals van coincidir a Barcelona -capital de l'edició en espanyol- en la dècada dels 60". Aquest grup va assentar "fermament al mapa de la literatura universal una narrativa molt particular i idiosincràtica com és la novel·la del 'boom'", ha agregat Wert. Per la seva part, també el secretari general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha lamentat, en el seu compte de Twitter, la mort de Gabo, el seu escriptor favorit "i el de milions de lectors". També l'Executiva Federal del PSOE ha volgut mostrar la seva "profunda tristesa" per la mort de García Márquez, "un dels escriptors fonamentals de la literatura en castellà de tots els temps" i "un dels més grans escriptors contemporanis".


La direcció socialista ha subratllat que "milions d'apassionats lectors en tot el món testifiquen que García Márquez va saber aconseguir la seva enorme popularitat sense renunciar a la qualitat literària, i que va ser capaç de crear tot un univers imaginari sense separar-se de la realitat". Principios que son finales Nadie en la historia de la literatura ha llegado tan lejos al dinamitar las normas del arte de contar historias Cultura | 17/04/2014 - 23:41h | Última actualización: 17/04/2014 - 23:48h

Retrato del escritor Gabriel García Márquez tomado en Guadalajara (México) Gtresonline

ROBERT SALADRIGAS

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Gabo ha muerto "He dejado de escribir" Reacciones tras la muerte de García Márquez, en directo

En esos momentos no se me ocurre un mejor homenaje a la memoria de Gabo que evocar en este apunte una cualidad que estimo admirable sin reservas. Algunos narradores creemos en el efecto determinante de la primera frase de una novela. El ideal sería que aquellas pocas palabras iniciales condensaran el sentido del relato que viene a continuación. Difícil reto íntimo que a veces retrasa el comienzo de la escritura y no siempre uno consigue resolver satisfactoriamente. Pues bien, García Márquez tiene un par de esos principios únicos, ejemplares, que como mínimo ponen de relieve la tremenda capacidad expresiva de su poética, y el absoluto dominio de los registros narrativos. Señalo ambas condiciones porque los asombrosos principios de García Márquez –al menos en los dos más significativos– llevan implícito y por tanto anuncian nada menos que el desenlace de la historia que va a contar. Uno de ellos es el archifamoso arranque de 'Cien años de soledad'. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar…” Es decir: se nos


hace saber que el pilar de la novela mágica que nos tendría atrapados durante el resto de nuestros días, el inolvidable coronel Aureliano Buendía moría frente a los fusiles de un pelotón de milicos. Eso no me impidió devorar la novela en el curso de un fin de semana de aquella movida primavera de 1968. Años después, en 1981, el mago de Aracataca repitió la hazaña en una novela mucho más breve, más concisa y poética, para mí magistral: 'Crónica de una muerte anunciada', de 193 páginas en la primera edición de la vieja Bruguera. Despega con estas palabras que resuenan contundentes como los tambores en la salvaje naturaleza colombiana: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Esa primera frase parecía contener la novela entera y, una vez más, el final. Sin embargo, una vez leída uno se sumergía en las aguas turbulentas de las ciento noventa restantes y no sacaba la cabeza para respirar hasta que lo rescataba el último punto y aparte. Imagino que eso mismo les sigue ocurriendo a los lectores de ahora, casi cuarenta años más tarde. Entonces hubo quien se obstinó en no entender que sólo el talento creador de Gabo podía hacer algo tan hermoso como arriesgado. Nadie en la historia de la literatura ha llegado tan lejos al dinamitar las normas más elementales del arte de contar historias. Lo admiro por ello. Es como decir que sigo rendido al hechizo de su escritura.

García Márquez: «Odio 'Cien años de soledad'» TomÁS GARCÍA YEBRA / MADRID Día 18/04/2014 - 14.06h TEMAS RELACIONADOS

Gabriel García Márquez (personajes)

Tras la muerte del escritor colombiano destaca la entrevista en la que renegó de su mayor éxito literaio

reuters El periodista y escritor colombiano Gabriel García Márquez ha fallecido este jueves 17 de abril de 2014


Corría el mes de septiembre de 1991 cuando una mañana, el director de «El Semanal», Juan Fernando Dorrego, me llamó a su despacho. [Consulta aquí la crónica sobre la muerte de Gabriel García Márquez] - Gabriel García Márquez está en España. Vamos a entrevistarle. Y quiero que le entrevistes tú. - Perfecto. ¿Dónde hemos quedado? - En ningún sitio. Le miré con desconcierto. - Entonces, ¿cómo le voy a entrevistar? - Está en Sevilla. Vete allí y habla con él. No supe reaccionar. Enseguida él me lo aclaró. - Un periodista es un señor a quien se le dice: ¿ves ese pajarito que hay encima de aquella antena de televisón?. Bien, tráemelo. El buen periodista es el que consigue atrapar al pajarito; el mal periodista es el que lo deja escapar. No me digas cómo vas a conseguirlo. Lo que quiero oír, es: «Aquí tienes la entrevista». La métafora, como tal, me pareció maravillosa. Lo difícil –al igual que las enseñanzas de Jesucristo– es llevarlas a la práctica. Me fui a Sevilla con la derrota en el equipaje. Pero de aquella experiencia aprendí una metáfora que sirve para todos los asuntos de este oficio (y de la vida). Lo decía Rudyard Kypling: «Se intenta todo, por muy difícil que parezca, pues el 'no' es lo único que tienes asegurado». Me enteré que estaba alojado en el hotel Alfonso XII. Hice guardia desde las diez de la noche. García Márquez apareció a los dos de la madrugada, acompañado de un amigo. Me acerqué y me presenté. Sabía que el mensaje debía de ser corto, creíble y contundente. - Buenas noches, señor García Márquez. Vengo de Madrid. Soy periodista del dominical «El Semanal», el de mayor tirada de España. Me gustaría entrevistarle. Me ha dicho mi director que como vuelva de vacío me prepara la cuenta. Me miró fíjamente a los ojos. - No se apure. Mañana desayunos juntos. A las diez le espero en la cafetería. Una de las entrevistas de tu vida

A veces te esfuerzas y no consigues nada. Otras, sin ningún esfuerzo, consigues una de las entrevistas de tu vida. ¿Suerte? Sí, pero la suerte –como dijo aquél– hay que salir a buscarla. Mientras untaba de mermelada una rebanada de pan tostado, le hice la primera pregunta. - Sus primeros libros, como 'Los funerales de Mamá Grande', 'La mala hora' o 'El coronel no tiene quien le escriba', se vendieron con cuentagotas. Hasta que, en 1974, residiendo en Barcelona, publica 'Cien años de soledad'. ¿Cómo repercutió en usted el enorme éxito de esta novela?

- Una conmoción. Y no para bien. El acoso al que he sido sometido me ha perturbado. Desde entonces mi vida ya no es la misma. No soy una persona normal. Trato de separar


el antes y el después, pero resulta muy difícil: amigos a los que creía fieles han vendido mi correspondencia, la gente se te acerca y nunca sabes sus intenciones... Asimilar un éxito tan desmedido es tarea de héroes, y yo no soy ningún héroe, soy una persona bastante débil. Se quedó unos segundos pensando. - Antes, cuando era una persona normal y espontánea, quedaba con alguien para almorzar y bromeábamos de cualquier insignificancia y nos lo pasábamos estupendamente. Ahora, cuando llego a un restaurante, hay veinte personas esperándome, como si fuese una atracción de circo. Y no sólo eso: durante el transcurso de la comida esperan la frase inteligente, la ocurrencia magistral. ¡Agotador! - Conan Doyle acabó renegando de Sherlock Holmes. El personaje terminó devorando a su creador. ¿Le ha ocurrido a usted algo parecido? - Yo no reniego de 'Cien años de soledad'. Me ocurre algo peor: la odio. - ¿Por qué? -E stá escrita con todos los trucos de la vida y con todos los trucos del oficio. Eso no lo ha sabido ver ningún crítico. Los críticos tratan de solemnizar y de encontrarle el pelo al huevo a una novela que dice muchas menos cosas de lo que ellos pretenden. Sus claves son simples, yo diría que elementales, con constantes guiños a mis amigos y conocidos, una complicidad que sólo ellos pueden entender. - Sostiene que 'El otoño del patriarca' es muy superior a 'Cien años de Soledad' - Con diferencia. Aquí, en cambio, los críticos, ni han sabido leerla ni han sabido interpretarla. Decepcionante. - Le decepcionan los críticos y no tiene un buen concepto de las entrevistas. - Los críticos dicen muchas majaderías. Y de las entrevistas, ¿qué le puedo decir? No sirven para nada. Ninguna persona se deja ver en una entrevista. Responde lo que le conviene. Dígame, ¿para qué sirve esta entrevista? - De momento, para saber qué opina de las entrevistas. Ya es algo. Sorbió un poco de café y pidió que le sirvieran otra tostada. - 'La metamofosis', de Kafka, fue un libro clave en su vida. - Sí. Estaba en la universidad, en primero de Derecho. Debía tener unos diecinueve años. Al abrir el libro y leer: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquio, encontróse en la cama convertido en un enorme insecto”. ¡Coño -me dije-, así hablaba la abuela! Y pensé: si eso está impreso, yo también quiero ser escritor. - Venticuatro líneas es la media de su producción diaria. - Escribo con máquina eléctrica y soy enfermizamente perfeccionista. Repito el folio hasta que no sobre ni falte una sola palabra. - Perfeccionista y supersticioso. - No soporto el mal gusto. Y el mal gusto está relacionado con la mala suerte. Los venezolanos llaman 'pava' al efecto maléfico que desprenden las personas o los objetos rebuscados. Para mí, tienen pava los caracoles detrás de la puerta, los acuarios dentro de las casas, los pavos reales, el frac –por eso rechacé ponérmelo en la recepción del Nobel–, los mantones de Manila, y esas estudiantinas españolas que entran en los bares cantando..., ¿cómo se llaman? - Los tunos. -En efecto, los tunos. Pocas cosas hay tan pavosa como ésa. Se acerca una chica, nos interrumpe y pide al Nobel que estampe su firma en una hoja de papel. García Márquez, con educación, le dice que no. Seguidamente le explica los motivos. La chica insiste. El Nobel se mantiene en sus trece. La chica le implora. García


Márquez le vuelve a decir que no, esta vez con la cabeza. La admiradora, medio llorando, se da la vuelta y se marcha. «¿Lo ve? Nadie me trata con normalidad» .

Los geniales arranques de los libros de García Márquez MIGUEL LORENCI / MADRID Día 18/04/2014 - 14.55h TEMAS RELACIONADOS

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Gabriel García Márquez (personajes) Literatura (acontecimientos)

Los comienzos de sus escritos son brillantes relámpagos que anuncian una tropical tormenta de historias entrelazadas que empaparán al entregado lector en las páginas que siguen

Una de las páginas escritas a máquina por Gabriel García Márquez

Como el magnífico reportero que fue, Gabriel García Márquez sabía que no hay que dar tregua al lector, que hay que atraparlo a la primera y no soltarlo. Que si el arranque de de un reportaje, un cuento o una novela es un directo al mentón, será más fácil ganar el combate de la fabulación y dejar felizmente boquiabierto al lector. Las primeras frases de los escritos de Gabo son así brillantes relámpagos que anuncian una tropical tormenta de historias entrelazadas que empaparán al entregado lector en las páginas que siguen. Muchas de ellas las están en las antologías, en los manuales de literatura y, desde luego, en la mente de los millones y millones de lectores que penetraron en Macondo y el universo de Gabo a través del recuerdo de Aureliano Buendía la tarde en que su abuelo lo llevó a conocer el hielo.


La hojarasca (1955)

«De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable». El coronel no tiene quien le escriba (1961)

«El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata». La mala hora (1962)

«El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia en el santoral». Cien años de soledad (1967)

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Relato de un náufrago (1970)

«El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. ‘Caldas’ fue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en ‘Joe Palooka’, una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos tina bronca de vez en cuando». La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972)

«Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas». «La tercera resignación», primer cuento de «Ojos de perro azul» (1972)

«Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.


El otoño del patriarca (1975)

«Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza». Crónica de una muerte anunciada (1981)

«El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros». El amor en los tiempos del cólera (1986)

«Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro». El general en su laberinto (1989)

«José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado». «Buen Viaje señor presidente», primer relato de «Doce cuentos peregrinos» (1992)

«Estaba sentado en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte». Del amor y otros demonios (1994)

«El 26 de octubre de 1949 no fue un día de grandes noticias. El maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción del diario donde hacía mis primeras letras de reportero, terminó la reunión de la mañana con dos o tres sugerencias de rutina». Noticia de un secuestro (1996)

«Antes de entrar en el automóvil miró por encima del hombro para estar segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Había oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no había a la vista nada que temer. Maruja se sentó detrás del chofer, a pesar de su rango, porque siempre le pareció el puesto más cómodo». Vivir para contarla (2002)

«Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores».


Memoria de mis putas tristes (2004)

«El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios».

El abecedario de García Márquez P. UNAMUNO Actualizado: 18/04/2014 13:50 horas 0

REALISMO MÁGICO Formulada por primera vez por el crítico de arte alemán Franz Roh, esta expresión hizo fortuna cuando Úslar Pietri la aplicó al fenómeno literario: «Lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad». Si la corriente del realismo mágico o de «lo real maravilloso», noción muy similar, arranca con El reino de este mundo, de Carpentier, alcanza su cima en Cien años de soledad, novela que cuenta con un narrador en tercera persona, pasivo, externo a la historia y omnisciente; conoce todos los detalles del relato pero los cuenta sin formular juicio alguno, de manera imperturbable aun cuando los hechos sean de la máxima crudeza, y además no hace distinción entre lo real y lo fantástico, como si ambos mundos compartieran carta de naturaleza.

SU INFANCIA García Márquez quedó al cuidado de sus abuelos maternos, en Aracataca, cuando sus padres se mudaron a Barranquilla. La abuela Tranquilina Iguarán daría nombre al personaje de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad e influiría en el imaginario del escritor con sus historias repletas de sucesos extraordinarios relatados como verdades sin discusión. Su abuelo, el coronel Márquez, un liberal veterano de la Guerra de los Mil Días, le invitaba a consultar el diccionario y le descubrió el milagro del hielo -de nuevo como en Cien años...-. Su prestigio se agrandó al negarse a callar sobre la Masacre de las bananeras, episodio que igualmente reflejaría Gabo en su novela.

MACONDO El territorio imaginario donde transcurren 'La hojarasca' y 'Cien años de soledad', creación de García Márquez equivalente a la Ítaca de Homero o la Yoknapatawpha de


Faulkner, el escritor a quien más debe el colombiano según su propio testimonio. Macondo aparece por primera vez en el cuento 'Un día después del sábado', publicado en 1954. En Cien años de soledad, José Arcadio Buendía sueña con un pueblo en el que se le aparecen construcciones con paredes de espejo y, en plena selva, decide fundar un poblado donde todo es posible, desde seres más que centenarios que mueren varias veces a lluvias que se prolongan cuatro años. Al principio Macondo es un "Mundo ideal", una aldea construida "a la orilla de un río de aguas diáfanas", la "más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes". "Una aldea feliz donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto". Luego llegan la actividad comercial, la construcción y una extraña plaga, la de la pérdida de la memoria; después la guerra civil, el tren -y con él el telégrafo, el gramófono y el cine- y la plantación de banano, que termina con la huelga de los trabajadores y su masacre a manos del ejército, a la que suceden las lluvias interminables que conducen a la novela hacia su fin. Gabo describió su fascinación por la palabra "Macondo" al relatar un viaje con su madre a Aracataca en el que pasaron en tren junto a una plantación de banano que tenía ese nombre. "Esta palabra ha atraído mi atención desde los primeros viajes que había hecho con mi abuelo (...). Me gustaba su resonancia poética (...). Ni siquiera me pregunto lo que significa...".

'Cien años de soledad' Pablo Neruda afirmaba, de forma quizá algo hiperbólica, que la novela publicada por la editorial Sudamericana en 1967 era "la mayor revelación en lengua castellana" desde el Quijote. Su comienzo se ha hecho ya casi tan célebre como el de Cervantes: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo", que -como el imán- habían introducido en Macondo los gitanos capitaneados por Melquíades. Este personaje es tan fundamental en el libro como la saga de los Buendía, a la que dio lugar un matrimonio nacido bajo negros presagios: al ser primos José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, la creencia general dictaba que sus descendientes podían nacer con cola de cerdo. José Arcadio funda Macondo en una huida hacia la sierra que ha emprendido atormentado por el fantasma de Prudencio Aguilar, a quien ha matado en duelo por mofarse de su falta de relaciones íntimas con Úrsula. Siete generaciones y mil vicisitudes reales o imaginarias después, Macondo es un pueblo abandonado y azotado por el viento en el que Aureliano intenta descifrar los pergaminos de Melquíades y descubre que "las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra".


MÉXICO Tras el triunfo de la revolución cubana, el Gabo periodista es nombrado director de la agencia de noticias Prensa Latina, recién creada por el Gobierno de Fidel Castro. Vive seis meses en la isla durante 1960 y, al año siguiente, se traslada como corresponsal a Nueva York, pero diversos enfrentamientos y controversias con los exiliados cubanos le aconsejan abandonar. Después de recorrer el sur de Estados Unidos, se establece en México D. F., donde ha vivido durante cinco décadas, hasta su fallecimiento, aunque poseía residencias en París, Bogotá y Cartagena de Indias. En la capital mexicana nació su segundo hijo, Gonzalo, diseñador gráfico que reside en esta misma ciudad; tres años antes, García Márquez y Mercedes Barcha tuvieron a Rodrigo, que es ahora un reconocido director de cine.

Memorias (...y sus putas tristes) En 1999, cuando se le diagnosticó el cáncer linfático que finalmente y por intrincados caminos ha terminado con su vida, el novelista temía sobre todo no poder terminar los tres tomos de sus memorias y dos libros de cuentos que tenía por entonces a medias. Desconectó el teléfono, canceló todos sus compromisos, redujo al máximo el contacto con amigos y se encerró a escribir todos los días de ocho de la mañana a dos de la tarde. En 2002 vio la luz, con un millón de ejemplares de tirada inicial, 'Vivir para contarla', la primera entrega de esa autobiografía, y dos años más tarde se publicó un volumen metamorfoseado en novela, 'Memoria de mis putas tristes'. Según explicó el propio Gabo en una entrevista, el tercero iba a tener "un formato distinto": "Serán los recuerdos de mis relaciones personales con seis o siete presidentes de distintos países".

VARGAS LLOSA Y EL 'BOOM' Hasta entonces buenos amigos, la relación de García Márquez y Vargas Llosa se rompió el 12 de febrero de 1976 cuando el peruano asestó a su correligionario del boom un puñetazo a la entrada de un cine en Ciudad de México. Pese a la reticencia de ambos a explicar el incidente, con los años se ha sabido que el motivo de la disputa tuvo que ver con los consejos que Gabo había dado supuestamente a la esposa de Vargas Llosa, Patricia, con motivo de sus discrepancias matrimoniales. A pesar de que durante mucho tiempo se creyó que no existía evidencia gráfica del altercado, hace seis años el fotógrafo Rodrigo Moya publicó en México dos imágenes en las que se aprecia al colombiano con un ojo a la funerala. Disputas conyugales aparte, muchos creen que a aquel incidente no eran ajenas las discrepancias ideológicas de ambos escritores, Vargas cada vez más implicado en la defensa del liberalismo y García Márquez negándose a abjurar de su apoyo al régimen


castrista. Hay quien añade los celos literarios entre dos gigantes como ingrediente extra del cóctel.

Nobel El 21 de octubre de 1982 se conoció que García Márquez había obtenido el Nobel de Literatura en disputa con Günter Grass y Graham Greene. Recogió el galardón el 8 de diciembre. Iba ataviado con un clásico liquiliqui de lino blanco, el traje que usó su abuelo y que empleaban los coroneles en las guerras civiles. Su discurso, La soledad de América Latina, toda una joya literaria, fue una lúcida denuncia de la desatención de las grandes potencias por el subcontinente americano; Gabo desmontó la posición habitual de los europeos frente a América Latina, asociada únicamente a una carga de magia y maravilla absolutamente interesada, y terminó su alocución con una hermosa declaración de fe en los destinos de los pueblos sudamericanos. Con la concesión del Nobel, su ascendiente en materia cultural no hizo sino crecer en todo el mundo.

FIDEL CASTRO García Márquez quedó al cuidado de sus abuelos maternos, en Aracataca, cuando sus padres se mudaron a Barranquilla. La abuela Tranquilina Iguarán daría nombre al personaje de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad e influiría en el imaginario del escritor con sus historias repletas de sucesos extraordinarios relatados como verdades sin discusión. Su abuelo, el coronel Márquez, un liberal veterano de la Guerra de los Mil Días, le invitaba a consultar el diccionario y le descubrió el milagro del hielo -de nuevo como en Cien años...-. Su prestigio se agrandó al negarse a callar sobre la Masacre de las bananeras, episodio que igualmente reflejaría Gabo en su novela.

Periodismo Cuando estudiaba Derecho en Bogotá, García Márquez descubrió, o más bien constató, que las leyes le interesaban menos que la literatura y el periodismo, disciplinas hermanas que ha cultivado durante toda su vida. Hizo sus primeras armas en el entonces recién fundado diario El Universal de Cartagena, de donde pasó a El Heraldo de Barranquilla. Con el llamado Grupo de Barranquilla fundó el fugaz periódico Crónica, donde Gabo ejercía de jefe de redacción. En 1954, Álvaro Mutis le convence para que vuelva a Bogotá para trabajar como reportero y crítico de cine en El Espectador, donde al año siguiente publica un conjunto de 14 crónicas que constituirían Relato de un náufrago. En 1974 fundó la revista Alternativa, un hito en el periodismo de oposición en Colombia, y en 1994, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).


EL CINE Interesado desde siempre en el arte cinematográfico y la televisión, García Márquez hizo sus primeros pinitos al respecto en 1954, cuando firmó con otros autores el cortometraje surrealista La langosta azul. Estudió la carrera de cine en Cinecittà y en los años 60 escribió bajo seudónimo varias películas mexicanas como Tiempo de morir, de Arturo Ripstein. Ya con su nombre trabajó como guionista para cintas de Luis Alcoriza, Miguel Littín y el propio Ripstein. En 1986 fundó la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba), donde impartió durante años el taller Cómo se cuenta un cuento. Gabo no ha tenido problemas para apoyar la adaptación al cine o a la televisión de novelas suyas como La mala hora, El amor en los tiempos del cólera y El coronel no tiene quien le escriba. Akira Kurosawa intentó filmar El otoño del patriarca a comienzos de los 90, pero la falta de financiación dio al traste con el proyecto.

El jinete de jirafas por ANTONIO LUCAS

En la imagen de aquel hombre reclinado en una silla escueta y con las patas encima de la mesa en la redacción de 'El Universal' de Bogotá está el concentrado hormonal del periodista Gabriel García Márquez. Es una estampa de los primeros años 50. En esos días, el joven reportero gastaba una estética de cantante de bachata (o de emigrante argelino) y una vitalidad anfetamínica para descifrar la realidad, lo inmediato, el medioambiente de una ciudad sobresaltada. Los primeros tanteos de su intuición para la escritura de periódicos la había echado a rodar en las páginas de 'El Heraldo', donde mantuvo la columna 'Punto y aparte' (fugaz y guadianesca). Pero fue en la serie de artículos que tituló 'Jirafas' donde estrenó, del algún modo, su mundo. Las 'Jirafas' las firmaba con el sedónimo de Séptimus y las mantuvo hasta 1952. Aquel fue el campo de pruebas de García Márquez. El territorio donde educó su mirada. El lugar donde fue deshovando un talento efervescente que se rozaba con la vida y generaba combustiones extraordinarias. Años de noches inmensas y alcoholes largos. De casas de putas. De tantas lecturas: Conrad, Faulkner, Kafka, Hemingway, Virginia Woolf, Sófocles, Tolstoi, Saint-Exupéry... Y la poesía de Rimbaud. Y el verso ancho de Neruda... Era un periodista endiablado a bordo de libros, vivencias e insomnios. Y así se fue forjando esa voz de García Márquez que no siempre es fácil


de explicar. Demasiados mestizajes y bastardías se citan por dentro del idioma de este hombre flaco que pronto hizo del periodismo algo más que un oficio. «Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista aunque se vea poco. Pero esos libros tienen una cantidad de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, pero el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista», escribió en 1991. «El periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad». Esto también lo escribió él. Y tiene, en su caso, por su estela y su leyenda, un eco de verdad. Ya instalado en Bogotá, el trote por las distintas redacciones fue condición aceptada del hacerse sitio en el oficio. En la redacción de 'El Espectador' decidió publicar 'La hojarasca' por su cuenta en una modesta imprenta y ayudado por algunos amigos. Pero la literatura aún no podía alcanzar al prestigio que ya había acumulado García Márquez como periodista. Sus reportajes agotaban ediciones del diario. Igual la historia de un náufrago que la existencia y asfixias de un campeón de ciclismo. En 1955 pasó de corresponsal en Europa, con sede en París. Allí anduvo con ese hambre de los que viajan solos por ciudades que no conocen y donde no saben de nadie. Vivía en una buhardilla de la rue Cujas. París, para un tipo solo, no es tan humano como el Caribe. «París tiene el corazón duro para la miseria», como escribe Plinio Apuleyo Mendoza en 'El olor de la guayaba'. «Gabriel lo comprendió muy bien el día que debió pedir una moneda en el metro y se la dieron. Pero el hombre que se la puso en la mano, con aire de malhumor, no quiso escuchar sus explicaciones». Gabriel García Márquez se confirmó como periodista a la vez que armaba su obra narrativa. «Aunque se sufra como un perro, no hay mejor oficio que el periodismo», dijo. Pronto comenzó a desarrollar un reporterismo de calado, de experiencia en el sitio. Sus trabajos forman parte de la genealogía de lo mejor de la profesión. No sólo por el alzado literario, sino por la condición de espectador en primera línea y por la capacidad de poner en contexto el asunto. También por el escalpelo con el que entra a los protagonistas de la aventura a contar, esa condición implacable de fisionomista que confirma aquello de que la mitad de un reportaje está en el ambiente que lo envuelve.


Hay textos suyos que forman ya parte de la biblia del reporterismo y la crónica en español de la segunda mitad del siglo XX: 'Cuba de cabo a rabo', 'Operación Carlota. Cuba en Angola', 'Torrijos: cruce de mula y tigre', 'Los cubanos frente al bloqueo', 'Vietnam por dentro', 'Apuntes para un debate nuevo sobre las drogas'... No es exactamente un trabajo de escritor, sino de reportero con pedigrí purísimo. Si el periodismo ha saltado a su narrativa ('Relato de un náufrago', 'Noticia de un secuestro', 'Crónica de una muerte anunciada...'), la ficción no se incubó en su periodismo. Y eso lo hace aún más veraz. Aunque quizá se le puede reprochar una irrefrenable pasión por el poder. Pasión que cae en ocasiones en la pleitesía. O en una extraña voluntad de aceptar ser coro. Pero por encima de esa debilidad (muy pocos se libran de las flaquezas), García Márquez es un reportero de los que aceptan el compromiso como motor de explosión de su 'tango'. Es uno de esos tipos que corren hasta el borde del camino, eligiendo la senda menos segura, para contar aquello que no sabemos del modo que él lo narra. Eso es un periodista. No exactamente un historiador, sino aquel que pone a la vista esas otras baldosas de la Historia. Y todo aquello comenzó a finales de los años 40, en Barranquilla, en Cartagena de Indias, en Bogotá. Un tipo flaco dejaba caer las patas sobre su mesa de la redacción mientras hablaba por teléfono y el pantalón descubría unas canillas de alfeñique. La cabeza era de rasgos argelinos. El bigote, de hormigas. El lienzo de la piel, cetrino. Ese joven estaba tomándose el pulso como reportero y escritor 'dibujando' en el periódico unas 'Jirafas' con las que cabalgaba sobre el día sin haber dormido casi nunca toda la noche. Así se hizo un narrador inmenso.

El amor por la crónica Gabriel García Márquez siempre se consideró periodista por encima de todo y como tal alertó de los peligros y los riesgos del oficio

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Muere García Márquez, maestro de la literatura universal ESPECIAL Gabriel García Márquez 1927-2014

Álex Grijelmo 17 ABR 2014 - 22:15 CET3 Archivado en:

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Gabriel García Márquez proclamaba en un artículo publicado en julio de 1981: “Siempre me he considerado un periodista, por encima de todo”. Y en una conferencia titulada 'El mejor oficio del mundo', que publicó EL PAÍS el 20 de octubre de 1996, García Márquez alertaba sobre el daño que puede causar el periodismo: “Nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio”. Y refería las “manipulaciones malignas”, los “equívocos inocentes o deliberados”, “los agravios impunes”, las “tergiversaciones venenosas”; entre ellas “el empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas”. Tal vez por esa razón dejó de conceder entrevistas. Podemos imaginar cuánto habrá sufrido con ello. Pero ¿por qué un periodista decide no recibir a ningún entrevistador más? Lo explicó él mismo en dos artículos, recogidos en el libro Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984), publicado por Mondadori. Uno de ellos se tituló: ¿Una entrevista? No, gracias (15 de julio de 1981); y el otro, Está bien, hablemos de literatura (9 de febrero de 1983). En esos escritos periodísticos critica a los malos entrevistadores que le planteaban uno tras otro las mismas preguntas; a los que de puro complacientes se volvían empalagosos; también a los agresivos que intentaban exasperarle para que acabase diciendo lo que no piensa. Y a los que destilaban una frase para llevarla al titular después de convertirla en otra. Detestaba las grabadoras, “un invento luciferino”. Con ellas, señalaba, el periodista no presta atención porque cree que el magnetófono lo oye todo. “Y se equivoca: no oye los latidos del corazón, que es lo que más vale en una entrevista”. Años más adelante añadirá: “La grabadora no piensa”. “La grabadora oye pero no escucha”, la grabadora “es fiel pero no tiene corazón”. En el segundo de los artículos citados, Gabo elogia a uno de sus entrevistadores: Ron Sheppard, de la revista Time. El periodista norteamericano, que había leído la obra de García Márquez y conocía bien la literatura latinoamericana, no utilizó grabadora, sino que tomaba unas notas muy breves en un cuaderno escolar. Disfrutó de la conversación, creó un clima en el que podría extraer de García Márquez lo mejor de él, para ofrecérselo con claridad a sus lectores.


Gabriel García Márquez en la Escuela de Periodismo de EL PAÍS EN 1996. / GORKA LEJARCEGI Pero el premio Nobel colombiano no se limitó a asistir impávido ante los problemas de su oficio. Creó en 1994 la Fundación Nuevo Periodismo, dedicada a mejorar la formación de periodistas iberoamericanos, y se involucró en algunos de sus talleres.

Detestaba las grabadoras, “un invento luciferino”. Con ellas, señalaba, el periodista no presta atención porque cree que el magnetófono lo oye todo Corría diciembre de 1998 cuando 10 periodistas de América Latina asistían en Cartagena de Indias a un taller de edición para analizar textos escogidos al azar y publicados en sus diarios de procedencia. Gabo, que entonces tenía 72 años, se aplica allí a corregir y mejorar frases, con la atención de todos: "El del editor es el trabajo más importante", explica a los talleristas. Quienes se encargan de la supervisión profesional de los textos "son la cara del periódico. Lo que hacen los editores es más importante incluso que el papel del director. Ellos consiguen la calidad del diario". Y se topa con este titular: La facturación, salvación de los hospitales. “Vaya cacofonía", exclama. Y resalta luego un ha sin hache, y un porque en vez de un por qué, y un dónde mal acentuado... Y continúa: "Posicionarse... qué palabra... sólo de fea debería prohibirse"; "realizar, realizar... yo creo que jamás he escrito la palabra realizar"; "qué pobres los adverbios terminados en mente; yo ya no los uso, porque siempre la palabra que los sustituye es mucho mejor"; "miren este título de El Universal: "Fumar da a la leche el sabor del tabaco"... sólo podemos entender qué quiere decir cuando descubrimos en el texto que se trata de la leche materna". Y después se le caen de los labios sentencias como doblones de oro: "Una cosa es una historia larga, y otra una historia alargada"; "el final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad"; "el lector recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza", "cuando uno se aburre escribiendo, el lector se aburre leyendo"; "no debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo"...


Un reportaje de los revisados durante el taller contiene esta frase: "Pronto, entablaron amistad". La coma después de “pronto” parece innecesaria, dice un alumno. García Márquez lo resuelve de un plumazo: "Quedaría mejor ‘entablaron pronta amistad".

El premio Nobel colombiano no se limitó a asistir impávido ante los problemas de su oficio. Creó en 1994 la Fundación Nuevo Periodismo, dedicada a mejorar la formación de periodistas iberoamericanos, y se involucró en algunos de sus talleres Ya entonces defendía el periodismo más allá de la noticia: el periodismo de la crónica o el reportaje. La gente, antes como hoy, conoce las noticias de inmediato por la radio o la televisión (ahora se sumó Internet), pero buscará luego en el papel su verdadero significado: “El primero que ve un accidente es el primero que va luego a comprar el periódico para ver qué dice". Para Gabo, en ese relato de los hechos ha de primar el orden, la jerarquía: la precisión. Lo relata Pedro Sorela en su libro El otro García Márquez: los años difíciles: Cuando hace el Balance y reconstrucción de la catástrofe de Antioquia, García Márquez dibuja detalles que solo ha podido captar una atención despierta: “En ocho horas de heroicos esfuerzos, no se había logrado rescatar ni siquiera el par de zapatos nuevos que Jorge Alirio Caro recibió dos meses antes como regalo de cumpleaños, y que la mañana anterior había dejado junto a la cama, cuando regresó de la iglesia”. Lo recogía también Jan Martínez Ahrens (EL PAÍS, 10 de septiembre de 1995) en un reportaje sobre una de las clases de García Márquez impartidas en la Escuela de Periodismo de este periódico: “Un vaso de veneno no mata a nadie. O por lo menos eso ocurre en la escritura de Gabriel García Márquez, donde, como él mismo recuerda, se muere con mucho mayor detalle, por ejemplo, con un vaso de cianuro con olor a almendras amargas: ‘El reportaje necesita un narrador esclavizado a la realidad. Y ahí entra la ética. En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde”. Cada vez que García Márquez hablaba como un periodista, pensaba en la pulcritud y en la ética.

García Márquez creador de personajes míticos Aureliano Buendía, Úrsula Iguarán, Santiago Nasar o Florentino Ariza y Fermina Daza son algunos de los personajes emblemáticos que forman parte de la literatura universal

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Muere García Márquez, maestro de la literatura universal ESPECIAL Gabriel García Márquez 1927-2014

Javier Rodríguez Marcos Madrid 17 ABR 2014 - 22:24 CET6 Archivado en:

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La obra de Gabriel García Márquez es una mezcla de cosmogonía, genealogía y mitología: inventa un mundo de dimensiones bíblicas y lo puebla de seres que, según el mandato divino, crecen y se multiplican. Pese a metabolizar los experimentos narrativos de la modernidad hasta hacerlos formar parte de su torrente sanguíneo, el escritor colombiano nunca abandonó ese tono de narrador oral que dijo haber aprendido de su abuela. Así, sus novelas y cuentos los habitan personajes que, como salidos de la mano de un dios, parecen tener vida propia. Algunos forman parte ya de ese universo de inconfundibles seres imaginarios que es la literatura universal. BUENDÍA, Aureliano. “Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. El celebérrimo arranque de Cien años de soledad (1967) contiene ya al representante más ilustre de una saga tan famosa como el pueblo que habitan: Macondo. Muchas ediciones recientes de la novela incluyen algo que en su momento pensó incluir en su libro el propio García Márquez: un árbol genealógico con las siete generaciones de los Buendía, la estirpe condenada un siglo de soledad.


El coronel Aureliano Buendía es la personalidad fulgurante de 'Cien años de soledad'. / Sciammarella Si Úrsula Iguarán es el gran personaje femenino de una obra en la que no faltan grandes caracteres, el flaco y volcánico coronel Aureliano Buendía -padre de 17 Aurelianos de distinta madre- es “la personalidad fulgurante del libro”. Lo dice Mario Vargas Llosa en Historia de un deicidio, que, 40 años después de su publicación, sigue siendo un estudio de referencia sobre la obra de su antiguo amigo (y, de paso, una demostración de la generosidad intelectual del Nobel peruano, que, algo poco habitual, dedicó toda su sabiduría lectora a la obra de un contemporáneo, algo que luego repetiría con Juan Carlos Onetti). Aureliano Buendía, el niño que en el arranque de la novela comprueba que el hielo “quema”, vive dos décadas de guerras encadenadas y, además de un militar épico, terminará siendo el padre de 17 Aurelianos más. AURELIANOS Y JOSÉ ARCADIOS. Los Aurelianos son retraídos, “pero de mentalidad lúcida”; los José Arcadio, impulsivos y emprendedores, “pero están marcados por un signo trágico”. Se dice en la propia novela y en el mismo momento en que Úrsula no puede ocultar un sentimiento de zozobra: la tenaz repetición de los nombres en la familia le hace sacar conclusiones preocupantes. La larga historia de aquella familia en la que la lujuria de José Arcadio lleva la misma sangre que la castidad de Remedios la Bella y la atracción por la muerte de Amaranta la misma que el vitalismo de Amaranta Úrsula termina cuando, fruto de tanta consanguineidad –su madre y su padre son tía y sobrino-, el último Aureliano nace con cola de cerdo. Para entonces Macondo ya es un “pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico”.


Melquíades es el gitano viajero que, en 'Cien años de soledad', lleva a Macondo todo tipo de artilugios y manuscritos. MELQUÍADES. Este gitano viajero que cada año lleva a Macondo los inventos más modernos y más estrafalarios lleva también los manuscritos que profetizan el destino de los Buendía. Es uno de los grandes secundarios de Cien años de soledad. Otro es el “sabio catalán” que abre una librería en Macondo. En el fondo se trata de un trasunto de Ramón Vinyes, librero y profesor catalán que en Barranquilla sirvió de aglutinante al círculo intelectual en el que se movió García Márquez. EL CORONEL. La novela corta El coronel no tiene quien le escriba (1961) contenía ya a un personaje que anticipaba a los ancianos de la saga de Macondo: un coronel -inspirado en el abuelo del novelista- que espera inútilmente la pensión que le debe el Gobierno. Con muy pocos elementos (la mujer del coronel, los vecinos, un gallo), García Márquez consigue crear la misma y kafkiana atmósfera de resignada tensión de otras de las grandes novelas de la espera como El desierto de los tártaros o Zama. EL PATRIARCA. En 1975, ocho años después de la aparición de Cien años de soledad, García Márquez demostró que, pese a la ambición de su obra más famosa, aún no lo había dicho todo. Si por su forma El otoño del patriarca es una de las novelas más ambiciosas de su autor, por su tema se inscribe entre las muchas, y buenas, novelas de dictador de la literatura latinoamericana. Lo mismo que El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos; o, más recientemente, La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. El patriarca de García Márquez, que nunca se acaba de morir, no tiene nombre pero sí todos los tics de un déspota que, a base de represión y paternalismo, trata de moldear la realidad a su antojo. Si esta no cabe en el molde, peor para la realidad.


Entre el periodismo de sucesos y la tragedia griega, 'Crónica de una muerte anunciada' narra la desventura de Santiago Nasar. / Sciammarella SANTIAGO NASSAR. Desde el propio título, todo está a la vista en Crónica de una muerte anunciada (1981): el asesinato de Santiago Nassar a manos de los hermanos de Ángela Vicario se anuncia en la primera línea. Los viejos discursos del honor y el machismo recorren una obra basada en un hecho real: el brutal asesinato en Sucre, 30 años atrás, de un amigo de García Márquez: Cayetano Gentile. Corta y de fácil lectura, la novela es una de las más populares de su autor, que contó con los recursos del periodismo de sucesos la historia de unos personajes que no desentonarían en una tragedia griega. FLORENTINO ARIZA Y FERMINA DAZA. El primero es un telegrafista enamorado de la larga distancia y la segunda, la mujer de la que le separa su clase social pero a la que no puede olvidar por más lejos que se vaya o por más amantes que conozca en 50 años de separación. García Márquez se inspiró en sus propios padres -un telegrafista de Aracataca y una muchacha pudiente- para construir a los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera (1985), publicada tres años después de recibir el Premio Nobel. Una historia de amor con la ambición de las novelas del siglo XIX y -no hay Eros sin Tánatos- atravesada por la conciencia de la muerte.


La hiperbólica Mamá Grande es uno de los grandes personajes de cuento de García Márquez, consumado autor de relatos. LA MAMÁ GRANDE. Títulos como Ojos de perro azul, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada o, sobre todo, Los funerales de la Mamá Grande (1962) demuestran que, pese a la acaparadora fama de sus novelas, el autor de Cien años de soledad es también un consumado escritor de relatos. Los misterios de ese libro, que estilisticamente debe más a la sequedad de Hemingway que a la fecundidad de Faulkner, tienen un fondo más realista que mágico. Sin embargo, en la exuberacia de la naturaleza que les sirve de escenario y en la propia desmesura de los personajes, lo maravilloso termina por imponerse a lo real. La hiperbólica Mamá y todo lo que la rodea termina siendo marca de la casa. Tanto que algunos llaman así, Mamá Grande, a la agente literaria del escritor: Carmen Balcells.

La mirada infinita de Gabo La leyenda que García Márquez dibujó se cierne sobre Aracataca, su lugar de nacimiento

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Muere García Márquez, maestro de la literatura universal FOTOGALERÍA García Márquez, escritor y periodista FOTOGALERÍA La familia y los amigos de Gabo

Juan Cruz 17 ABR 2014 - 22:22 CET2 Archivado en:

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García Márquez en su casa de México en 2003 / Indira Restrepo Recomendar en Facebook 590 Twittear 127 Enviar a LinkedIn 0 Enviar a Tuenti Enviar a Menéame Enviar a Eskup EnviarImprimirGuardar

Noches. Donde estuvo la cuna de Gabriel García Márquez, en Aracataca, ya no hay nada, ni un hueco; si vas solo pasarías por ese sitio como si el erial hubiera sido un trozo de piedra improductiva desde el principio de los tiempos. De pronto un dedo lo señala: —Ahí nació Gabito, ahí estaba la cuna. Entonces el hueco alcanza sus fronteras, se hace concreto, un sitio que no existe pero que consigue hacerse un lugar, como si lo estuvieras leyendo en una novela. La leyenda que él mismo dibujó se cierne sobre este espacio y ya entonces la imaginación convoca al telegrafista, a la madre de Gabito, a los abuelos y a los libros, y la casa, que hasta entonces era una nube inscrita en el mapa legendario de la casa del telegrafista donde nació el autor de Cien años de soledad, empieza a tener el aire de sus novelas. La imaginación y la carne, la realidad y lo contado. Y todo porque has mirado el hueco y el dedo moreno de la chica que cuida la casa ha aclarado de pronto el pasado de ese sitio seco, cerca de los árboles enormes que forman parte del patio y que siguen igual de fantasmales que cuando vivía aquí la familia de Gabo y él era un mocoso.


De pronto, en esa geografía adusta en la que no había nada, una mujer de pelo largo y gris, casi un fantasma, surge desde lo más hondo de esta casa desértica. Si hubiera habido tormenta ella la hubiera detenido con los ojos, su mirada era infinita e indiferente, como las de las mujeres que retrató Gabriel García Márquez; cuando pasó a nuestro lado dejó la sensación de haber sido parte de un huracán íntimo cuyo nombre solo podía haber sido inventado por Gabo.

En Aracataca todo se dice en presente, como en Cien años de soledad. El hielo existe, Gabo estuvo anoche, Soledad vive caminando como si estuviera pisando las páginas en las que vuelan los personajes reales de esta historia de ficción que nació (y que vive) en Aracataca Entonces preguntamos por ella, por su nombre. Y la muchacha del dedo miró hacia la espalda arrogante de la mujer que se iba y dijo, tan solo: —Soledad Noches, se llama Soledad Noches. Era, avanzando, como la noche que se va a ninguna parte; de hecho, no vi que traspasara puerta alguna, era como si se hubiera quedado flotando entre nosotros. Y cuando salimos a la calle polvorienta, camino de la orilla del charco donde una vez hubo (y aún están) las piedras prehistóricas que aparecen en la novela más famosa de García Márquez, vimos a un hombre que se mecía en una silla de madera fina; se fumaba un puro largo, caribeño, y vestía una camisilla blanca y unos pantalones negros como el carbón. La muchacha del dedo dijo: —Es Nelson Noches, hermano de Soledad. Fue alcalde de Aracataca. Era amigo de Gabo, Gabito para él y para el pueblo. Hacía años que este hijo novelesco del telegrafista de Aracataca no regresaba a su pueblo, pero eso no fue obstáculo para que Nelson dijera, mirando al infinito, aspirando su puro, meciéndose en la silla, bajo el calor y el polvo de la calle de tierra: —¿Gabito? Anoche estuvo aquí, jugando a las cartas. Luego fuimos a ver el hielo, la fábrica a la que el abuelo de García Márquez llevó al nieto para dejar en su memoria una de las metáforas que de manera más determinante marcó su obra. Allí estaba el hueco del hielo. La chica del dedo volvió a señalar: —Y ahí está el hielo. En Aracataca todo se dice en presente, como en Cien años de soledad. El hielo existe, Gabo estuvo anoche, Soledad vive caminando como si estuviera pisando las páginas en las que vuelan los personajes reales de esta historia de ficción que nació (y que vive) en Aracataca. Días. Hay una fotografía en la que Gabriel García Márquez está vestido con el mono azul que durante años fue su atuendo de trabajo. Para la calle, chaqueta de espiguilla, botines; para trabajar, el mono, el hombre descalzo ante la máquina de escribir. En esta ocasión su contertulio es Juan Carlos Onetti, que sostiene un cigarrillo demediado. Están pensativos ambos, a García Márquez se le ve como es, como quedará en la memoria de los que lo tuvieron cerca: un hombre que atiende y pregunta, y su mirada es la de un hombre melancólico que escucha como si estuviera en otro mundo y hubiera sido despertado para ser de este mundo. En Estocolmo, cuando aquel alboroto del Nobel, lo rodeaban cientos de colombianos que celebraron con él, y con flores amarillas enviadas desde Colombia y desde Barcelona, y él parecía feliz con la rumba. Pero había siempre algo en esta mirada que


convocaba la melancolía, y esta es la que se ve en este retrato en el que comparte espacio con Onetti. Como si se le nublara el día o tuviera en su mente una cuestión pendiente, una pesadumbre, García Márquez siempre tenía ese aire. Está, por ejemplo, en el retrato más famoso de los que se le hicieron cuando era un joven periodista y hablaba por teléfono quizá desde Barranquilla. Gabo no era una caja de risas, era una caja de preguntas; alrededor reían, él miraba, su mirada siempre fue infinita. Quien se fije en su mirada, incluso cuando saca la lengua (en un célebre retrato de Indira Restrepo) o cuando aparece en las fotografías aplaudiendo a sus amigos (Álvaro Mutis, Carlos Fuentes…) encontrará en esa mirada de Gabo un aire de pesar que la vida le fue acentuando, hasta que al final, cuando su memoria ya fue más que nada un extravío, recuperó al muchacho que llevaba dentro y comenzó a comportarse como si no tuviera asuntos pendientes, ni un argumento, ni un artículo, ni una novela, nada, ni siquiera un horizonte incomprensible. Como si la edad (y el tiempo, y lo que este se llevó consigo) se hubieran detenido para que no hiciera falta nombrarlos. Entonces se hizo solícito y disponible, iba y venía en la casa ofreciendo sus servicios, sonriendo. Parecía el niño del que habla en sus memorias de la infancia, y ejercía de conmovedor anfitrión hasta de aquellos que convivían con él. Por un teléfono de grandes números se aprestaba a pedir hielo para los invitados, atendía a las conversaciones y, cuando ya creía haber hilado del todo el asunto que las convocaba, decía lo más apropiado, lo que él consideraba que era eficaz en el momento al que habían llegado los otros conversando.

Quien se fije en su mirada encontrará un aire de pesar que la vida le fue acentuando, hasta que al final, cuando su memoria ya fue más que nada un extravío, recuperó al muchacho que llevaba dentro y comenzó a comportarse como si no tuviera asuntos pendientes Salía a la calle, a despedirnos, y hablaba, otra vez, con los que vigilaban el tránsito de los garajes. Durante un tiempo la conversación empezaba así: “Ven acá…”. Ya entonces Gabo decía eso con una sonrisa, como si esperara que alrededor los demás le dieran pie para saber de qué iba la vaina, pero ya sus preguntas no eran sobre la política, o España, o los amigos comunes. Se quedó sin respuestas, repitió las preguntas, pero se animó su cara, como si regresara a la tierra, acaso al lugar donde cada día lo esperaba Nelson. Noches en Aracataca. Una de esas noches Mercedes, su mujer, nos llevó con él a un bar de ritmos caribeños; atendía como si no hubiera otra cosa que mirar en el mundo. Sus manos, que ya tenían las manchas de la edad, seguían el ritmo con los dedos y a veces se echaba hacia atrás, como en las fotografías en las que se ve cómo espera que le pregunten. Con respecto a aquella foto con Onetti, y a tantas que le hicieron, lo que era evidente era que ahora sonreía como si bailara en los días polvorientos de Aracataca. Risa. Era un tímido de los mil demonios. Una vez, avanzado el tiempo, nos llamó por teléfono, en Bogotá. Un amigo suyo muy querido pretendió hacerlo hablar en un acto público: la presentación de un libro. Lo colocó incluso entre los convocados, su nombre impreso. García Márquez no podía estar más furioso. Él no hablaba en público, no sabría qué decir. Una vez leyó un cuento en Madrid, eso fue todo. Y en las conversaciones dejaba que los otros dijeran, él introducía (como decía Borges sobre sí mismo) “unos sabios


silencios”. Su timidez no era impostada, era verdad, una enfermedad probablemente congénita. Para romper el hielo, en su primera casa de Barcelona, en la calle Caponata, había dispuesto una carcajada pregrabada que se activaba cuando el visitante traspasaba la puerta. Hecha la carcajada, ya había por donde empezar, así que la conversación comenzaba como si él y quien había irrumpido llevaran horas hablando. Cuando lo atacó el cáncer hizo un viaje a Madrid; atribulado por la química, dormía cada vez que podía, dormitaba. Una de esas veces lo acompañamos a la sierra de Madrid; iba en el coche, durmiendo, hasta que llegó al lugar, lo esperaban estudiantes de Periodismo, él iba a hablarles de Noticia de un secuestro, su reportaje. Como si hubiera roto con el dolor del tiempo, y con la pesadumbre, e incluso con la melancolía que produce ser el mayor de todos, siendo aún el mejor de los periodistas, Gabo se sentó entre los muchachos y comenzó a hablar. Hubiera estado cien años hablando de periodismo, como si el periodismo fuera lo contrario de la soledad. Una vez, ante una de las ventanas de su agente Carmen Balcells, en Barcelona, lo vi hacer figuras con el pan, pacientemente, sus manos livianas y ya llenas de las manchas de la edad. Esa mirada era también la que se ve en las fotos. Por decirle algo le dije que quería entrevistarlo otra vez alguna vez, “no me quiero morir sin hacerte una entrevista”. Veloz como era dijo: “Pues no te mueras”. A él no le gustaban las entrevistas porque le gustaba hacer las preguntas. La Paris Review envió en 1981 a Peter H. Stone a entrevistarlo, cuando ya había escrito un libro legendario; Stone le preguntó qué estaba haciendo. Le respondió: “Estoy absolutamente convencido de que escribiré todavía el mejor libro de mi vida, pero no sé cuál será ni cuándo lo escribiré. Cuando siento algo así —y hace un tiempo que lo siento— me quedo muy quieto para poder atraparlo si llega a pasar junto a mí”.

Para romper el hielo, en su primera casa de Barcelona había dispuesto una carcajada pregrabada que se activaba cuando el visitante traspasaba la puerta Es probable que esa larga mirada infinita estuviera siempre quieta como él, pendiente de ese latido, al menos debió ser así desde que escribió su novela más abrumadora.

El legado universal de García Márquez y el amor de los lectores No sabemos aún qué dirá el porvenir, pero gracias a las características de esta época, García Márquez ha demostrado su capacidad de cautivar a gentes de muchas culturas

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Muere García Márquez, maestro de la literatura universal ESPECIAL Gabriel García Márquez 1927-2014

William Ospina 17 ABR 2014 - 22:23 CET8 Archivado en:

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Gabriel García Márquez en Barcelona hacia 1972 / Rodrigo García Recomendar en Facebook 949


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Era medianoche cuando se abrió la puerta del apartamento bogotano donde celebrábamos la première de la obra Diatriba de amor contra un hombre sentado, y García Márquez apareció con una noticia en los labios: “¡Acaban de matar a Luis Donaldo Colosio!”. Luz Marina Rodas, la gerente del teatro, me había invitado esa tarde al estreno añadiendo con incertidumbre que a lo mejor tendríamos la presencia del autor. El autor no se había dejado ver en el teatro, aunque alguien después contó que, apagadas las luces, su silueta se había instalado en la última fila. Los invitados salimos después para la casa de la fiesta, con Laura García, la protagonista del monólogo, el director, Ricardo Camacho, y otros amigos. Ya nos habíamos hecho a la idea de no verlo, cuando García Márquez llegó con la noticia. Venía tarde porque había estado hablando por teléfono con Carlos Fuentes y otros amigos de México. Yo lo había leído desde mis quince años, pero no lo contaba entre los humanos a los que fuera posible conocer, sino entre los clásicos de la literatura; para mí pertenecía más a la leyenda que al mundo físico. Cien años de soledad había conmocionado nuestras letras y había iniciado en la literatura a varias generaciones. Salvo Jorge Isaacs, Vargas Vila, José Asunción Silva y José Eustasio Rivera, los escritores colombianos eran hasta entonces glorias locales; pero Gabo había triunfado en el mundo entero: no solo lo leían en inglés y en francés, lo leían en húngaro, en mandarín, en lituano, en tamil, en japonés, en árabe. Y cuando en 1982 le llegó el premio Nobel, hacía mucho ya que era uno de los novelistas más afamados del mundo. Yo incluso sentía que la fama presente de Gabo era mayor que la de todos sus congéneres. En vida, Shakespeare solo fue conocido por los londinenses que frecuentaban el teatro; Voltaire y Goethe tuvieron en su tiempo una fama escasamente europea; Cervantes tardó siglos en llegar a Alemania o a Rusia, aunque acabaría por fascinar a Heine y a Tolstoi, a Thomas Mann, a Dostoievski y a Kafka.

En Panamá, Jorge Ritter se encontró un día con García Márquez y le preguntó por la novela en la que estaba trabajando. “Ya está lista”, le contestó Gabo, “sólo falta escribirla” Aquella noche tuve el privilegio de conocer a la mayor leyenda de nuestra literatura, pero lo que más me sorprendió fueron su sencillez y su cercanía. Cuando nos sentamos frente a frente a la mesa, le conté que por casualidad había releído Cien años de soledad unos días atrás y que un episodio me había impresionado especialmente. Quiso saber cuál, y le hablé del momento en que el coronel Aureliano Buendía vuelve derrotado a Macondo y, enfermo, en una celda, recibe la visita de su madre. Me conmovió que ella permaneciera un rato visitándolo en completo silencio, mientras él yacía en su catre, con los brazos extendidos hacia atrás por el dolor de las axilas inflamadas. Ese silencio entre dos seres que tenían tanto que decirse, y que tanto se


asemejaban en su voluntad obstinada y en su capacidad de poner a los demás a girar a su alrededor, me parecía muy elocuente. En ese episodio, cuando Úrsula va a retirarse, le dice bruscamente: “Te traje un revólver”. “No me va a servir de nada —responde el coronel— pero déjelo, porque la van a requisar a la salida”. Gabo iba repitiendo los diálogos a medida que yo los recordaba, y pasé a la escena siguiente, cuando los soldados sacan a Aureliano de su celda para conducirlo al paredón, por el camino del cementerio. De repente se abre la ventana de la casa donde vive su hermano con Rebeca Buendía, José Arcadio sale con un rifle, encañona a los hombres del pelotón de fusilamiento, que en realidad sienten alivio porque no quieren matar al coronel, y salva a su hermano en el último instante. Gabo me hizo entonces una revelación: “Fíjate que en mis planes el coronel iba a morir fusilado, y era allí donde lo ejecutaban. Por eso la novela comienza con el momento en que el coronel, frente al pelotón de fusilamiento, recuerda aquel episodio de su infancia en que su padre los llevó a conocer el hielo. Pero cuando estaba contando cómo lo llevaban los soldados hacia el cementerio, recordé que en esa calle vivía José Arcadio, y ocurrió algo que yo no tenía previsto: el hermano tomó el fusil, salió de la casa, y salvó al coronel”.

Los chinos sienten que Cien años de soledad revela rasgos poderosos de su cultura, y su traductora al húngaro ha revelado que García Márquez retrata bien la vida de las aldeas de Hungría y el carácter de sus habitantes Aquella confidencia literaria marcó el comienzo de mi amistad con García Márquez, pero al mismo tiempo empezó a modificar la idea que yo tenía de su literatura. Para mí, Gabo era un autor diestro y fascinante, con un dominio extraordinario del arte de contar, y un control absoluto de sus argumentos: allí comprendí que su aventura creadora seguía otro curso, que el escritor estaba siempre dispuesto a dejarse sorprender por sus personajes y no sabía previamente cómo terminaría su relato. En Panamá, Jorge Ritter se encontró un día con García Márquez y le preguntó por la novela en la que estaba trabajando. “Ya está lista”, le contestó Gabo, “solo falta escribirla”. Parece una frase traviesa pero está llena de sentido. Dasso Saldívar y Gerald Martin han contado cómo trabajó García Márquez por años en borradores de Cien años de soledad, esa novela que originalmente iba a llamarse La Casa. Sería fascinante encontrar esos borradores donde Gabo definió sin duda los personajes, los episodios, la atmósfera del pueblo, el plano de la casa, las historias de la compañía bananera, el recuerdo de los gitanos, las damas francesas, las lluvias eternas y los aparatos de música de un muchacho italiano, pero yo sé que la principal sorpresa sería que en esos borradores no está Cien años de soledad. Gabo podía conocer la historia que iba a contar, el mundo donde esa historia ocurría, los personajes y los episodios, pero todavía no tenía lo principal: la entonación, el ritmo del relato, el modo como el hilo saldría de la madeja para convertir esa abigarrada realidad que había en su memoria, ese universo caribeño de personajes disparatados, acontecimientos insólitos y climas delirantes, en el árbol de las razas y en la locura de relojes que hicieron de Macondo una de las comarcas más memorables de la imaginación literaria.


Es esa entonación, esa magia del lenguaje, lo que le dio a García Márquez su perfil inconfundible entre los autores de nuestra época. Los biógrafos siempre vuelven a contarnos que fue al emprender con su mujer y con sus hijos aquel viaje a Cuernavaca, cuando Gabo, que conducía el automóvil, sintió llegar la frase que desenredó la madeja y le mostró, como una epifanía, cuál era el tono, el ritmo que le iba a permitir contarlo todo, ir del comienzo al fin de su biblia pagana del Caribe. Dio media vuelta, volvió a la casa, y se encerró por meses a escribir su novela. Amos Oz nos ha recordado que las primeras palabras de una obra literaria son mucho más que un comienzo: son una clave, un conjuro: son el hallazgo más importante, el de la entonación, la decisión de quién cuenta la historia. Marcan la pauta del ritmo de la narración, y definen la atmósfera, la perspectiva del relato, la fuerza de su impulso. Así que García Márquez sabe como nadie que aquella frase: “Ya está lista: solo falta escribirla”, significa “tengo todo en mí, pero aún no sé convertirlo en relato, tengo ya la pasión, pero falta la música, tengo el magma primitivo que conformará la obra, pero todavía falta la creación”. Tiempo después de aquel primer encuentro, le pregunté a Gabo cómo habían sido los días en que se encerró a crear Cien años de soledad. Me atreví a decirle: “En otros libros tuyos se siente el trabajo genial de un escritor, su labor de investigación, su esfuerzo de creación, pero en Cien años de soledad no se siente trabajo alguno, el narrador es un surtidor inagotable y parece que los prodigios fluyeran sin esfuerzo”. “Se me ocurrían sin cesar tantas cosas”, me respondió, “que si hubiera tenido más dinero la novela habría durado otras doscientas páginas”. Siento que en ese trance creador está uno de los secretos de la magia de García Márquez.

Nunca está lejos de los hechos, nunca se pierde en divagaciones teóricas, en rastreos psicológicos o en largas explicaciones. Por lo general son los hechos los que tienen que explicarse a sí mismos Dicen que un clásico es aquel autor que logra tener vigencia y sentido para lectores de muchas culturas y de muchas edades distintas. Por eso tarda en saberse cuando alguien es un clásico, pues no solo tiene que cautivar a gentes de muchas tradiciones culturales, sino de muchos siglos. No sabemos aún qué dirá el porvenir, pero gracias a las características de esta época, García Márquez ha demostrado su capacidad de cautivar a gentes de muchas culturas. No se trata solamente de que lo aprecien chinos y rusos, iraníes y norteamericanos, franceses y sudafricanos, japoneses y húngaros. Se trata de algo más curioso: del modo como los chinos sienten que revela rasgos poderosos de su cultura, del modo como su traductora al húngaro ha revelado que García Márquez retrata bien la vida de las aldeas de Hungría y el carácter de sus habitantes. Alguien afirmó que la literatura árabe ha cambiado bajo su influencia, y ello se puede decir de muy pocos autores modernos en español. Me gusta recordar que la primera vez que lo vi, Gabo apareció con una noticia en los labios, porque creo que ese carácter de periodista ha influido positivamente en su literatura. Hay siempre en ella un costado noticioso: su estilo siempre nos está informando algo. Sus párrafos tienen la claridad, la concisión, y a menudo el impacto de las noticias. Su voz no parece corresponder a los meandros de una conciencia o a los laberintos del estilo literario, sino a los relatos populares y a los rumores de una


comunidad. Tiene más en común con la Biblia y con las Mil y una noches, que con las obsesivas aventuras verbales de Joyce o de Marcel Proust. Nunca está lejos de los hechos, nunca se pierde en divagaciones teóricas, en rastreos psicológicos o en largas explicaciones. Por lo general son los hechos los que tienen que explicarse a sí mismos. Es el lector quien debe averiguar, si le interesa, por qué el coronel Aureliano Buendía, hastiado de guerras, se dedica a fabricar pescaditos de oro; por qué Rebeca termina encerrada lejos del mundo. García Márquez cree más en los hechos que en las explicaciones, y siempre fue escéptico con las interpretaciones de los críticos y con las teorías de los académicos, porque sabe que la fuente de las obras es misteriosa, que lo que escribimos es menos un fruto del esfuerzo que un don de lo desconocido. Eso hace que sus personajes sean seres de carne y hueso y no prototipos o esquemas. Eso permite que al alcalde del pueblo le duela una muela, que una anciana que ha sido orientadora de la historia y dueña de los destinos termine convertida en el desvalido juguete de sus nietos; que un ángel decrépito tenga ruidos en los riñones; que una mujer indescifrable pase sus últimos años tejiendo su propia mortaja; que finalmente cada personaje esté solo, viviendo su aventura impredecible y casi siempre inexplicable. Ese carácter sorprendente de sus situaciones y de sus personajes podría ser una de las claves de la vitalidad de su prosa. Quiero decir que las invenciones demasiado gobernadas por el pensamiento y por la voluntad terminan siendo predecibles: la razón vive de inventos y de esquemas, crea cosas para que sirvan a determinados fines. Los inventos de la intuición son más misteriosos: van apareciendo como flores de duende, no obedecen a una finalidad evidente, se bastan con su propio milagro y suelen ignorar el desenlace. Se dice que uno de los secretos de la Biblia es su extraña capacidad de aliar la sencillez con la sublimidad, de decir lo más profundo de la manera más sencilla. García Márquez es uno de esos autores que satisface por igual al crítico más exigente, y a lectores que nunca han leído otro libro. Tiene el don de lo que es a la vez claro, ameno y misterioso. Él mismo ha dicho que lo que encontró aquel día, por la ruta de Cuernavaca fue el tono de la voz de su abuela, la capacidad de decir las cosas más inverosímiles con la cara de palo de quien las cree de verdad. Sus obras parecen derivar de la tradición oral. Como los poemas, quieren ser dichas en voz alta, porque tienen mucho de la virtud sonora del lenguaje. Y también la huella del periodismo está presente allí: la necesidad de un lenguaje que no se aleje del habla común, que esté en diálogo con la actualidad y con el habla cotidiana. García Márquez no es solo un autor leído sino un autor amado. Quiero recordar finalmente una anécdota que él mismo ignora. Lo acompañé una vez a la librería Gandhi, en Ciudad de México. Gabo había estado enfermo y las gentes lo sabían. Mientras recorríamos los estantes se fue formando silenciosamente, como siempre, una fila de personas que lo esperaban para que firmara sus libros. Me pidió que le avisara cuando hubiera transcurrido cierto tiempo. De pronto vi algo conmovedor. Mientras allá, al fondo, García Márquez firmaba los libros, un par de señoras, a sus espaldas, y sin que él se diera cuenta, lo bendecían. William Ospina es escritor colombiano. Premio Rómulo Gallegos por su obra El país de la canela.

Muere Gabriel García Márquez: Un encantador de serpientes


FELIPE BENÍTEZ REYES / MADRID Día 17/04/2014 - 23.32h

En gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad.

Hay escritores que tienen la facultad insólita de ganarse el favor de esa abstracción surtida que englobamos bajo el concepto de “gran público” y de ganarse a la vez la admiración respetuosa y asombrada de sus colegas, al menos de los que no hayan perdido la capacidad de admirar a sus contemporáneos, pues de todo puede haber. Uno de esos escritores fue Charles Dickens, por ejemplo, adorado en su día por el gran público y admirado por los literatos, aunque es verdad que menos por los de su tiempo que por los posteriores, ya que a veces las cosas van lentas. El del colombiano Gabriel García Márquez es un caso similar al del británico, y las coincidencias se extienden hasta la dedicación de ambos al periodismo -que fue su campo de batalla contra la realidad cuando la realidad decidía ponerse intolerable-, en paralelo a sus respectivos ámbitos imaginarios, donde la realidad es menos un punto de partida que un punto de llegada: una construcción. Al igual que Dickens, García Márquez fue un novelista en estado puro: un prodigioso encantador de serpientes. Desde las primeras líneas de una novela suya, ya te había arrastrado a su territorio. Ya estabas “allí”, adonde había querido llevarte. A Macondo mismo, que viene a ser una miniatura exótica no sólo del mundo, sino de todos los mundos literarios posibles: desde los cuentos de hadas hasta el folletín, desde la epopeya a las historias de fantasmas. En gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad: el gran cuentista que te encandilaba con su timbre de voz, con sus argucias de embaucador infalible. Pocos escritores han tenido una prosa más melodiosa que él, más ornamental y a la vez menos ornamentada, pues era la suya recia y concisa, mágicamente certera, ondulante, con su barroquismo jamás espeso, sino liviano y luminoso. De joven tuvo aspecto de rumbero tarambana. De mayor, ascendió de rango y se le puso pinta de cantante de boleros. Y algo de bolero tienen sus novelas: entran por el oído para descender desde allí al corazón. En sus últimos años andaba a malas con su memoria. Dicen sus próximos que ni siquiera recordaba que era el dueño de un mundo. El mundo que nos regaló. Ese mundo que seguirá girando sobre sí, aunque su dios haya muerto

Adiós Gabo, hola Gabismo Efe. Madrid| Actualizada 18/04/2014 a las 20:45

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A Gabriel García Márquez, el público terminó conociéndole como Gabo El público terminó conociéndole como Gabo, el nombre de su círculo más íntimo, una cercanía que logró con su fascinante y mágica prosa, que han alabado por unanimidad políticos, artistas y público general, en una fecha que marca el inicio de una nueva religión: 'El Gabismo'.


Así lo cree Carmen Balcells, una de sus colaboradoras más cercanas: "A ver si la vida me alcanza para adorarlo y disfrutar de los primeros milagros. Seguro que hará cosas extraordinarias. Yo prometo avisarles si la primera cosa que le he pedido me la concede. Si hay fe, sale", ha señalado una de las agentes literarias más famosas del mundo, que no ha querido desvelar su petición. "Muy impresionada" por el "impacto mundial" de la muerte de Gabo, Balcells da forma con esas palabras al fenómeno que hoy se ha materializado en todo el mundo a través de multitud de condolencias de políticos de signos tan dispares como Obama y Raúl Castro, representantes del mundo de las artes y público general, que han copado las redes sociales con una sentida despedida del escritor. La agente literaria también da con estas declaraciones continuidad al mayor legado de Gabriel García Márquez: el realismo mágico. Un concepto cuya única condición y "como su nombre lo indica", es "que sea un hecho rigurosamente cierto que, sin embargo, parece fantástico", según la propia definición del Premio Nobel. Esta particular manera de ver el mundo quedó grabada de especial modo en 'Cien años de soledad' (1967), una de las cimas de la literatura universal, que ha pasado por las manos de lectores de todo el mundo gracias a sus 30 millones de ejemplares vendidos en 35 idiomas. "Los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía, donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra", esgrimió en una ocasión uno de los escritores con un intenso compromiso social y político. Su relación con España fue muy especial. Amigo de sus amigos, y en España tenía muchos, Gabriel García Márquez llegó a Barcelona, a la que llamaba la 'Cartagena de Indias' española, en 1967, allí se quedó siete años, aunque en 1990 dijo que no pensaba volver a pisar España. Al escritor le obsesionaba que, tras firmar España el Acta Única de integración de la Comunidad Europea, este país que tanto quería se volviese europeo: "Es como si la madre de uno se va a dormir a otra casa", señaló. De este modo y a pesar de ser Viernes Santo, las reacciones en España han sido numerosas, desde el presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, que ha lamentado la pérdida de un "autor imprescindible y el más internacional de la literatura en español", hasta el líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, que ha dicho que pierde a su escritor "favorito" y "el de millones de lectores". Las letras españolas también han llorado al escritor colombiano, una firma que, según Luis Mateo Díez, "no necesita epígonos, porque su obra empieza y termina en sí mismo"; o a quien "logró revivir y transmitir la enorme riqueza del habla popular de América", según el director del Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha.


Su biógrafo Dasso Saldívar lo ha recordado como "un hombre sencillo, descomplicado", un excepcional narrador al que ha ensalzado como "el otro Cervantes de la lengua, sin hipérboles". Gabo estuvo también ligado al mundo del periodismo, un reportero que retrató el mundo con la lente del "realismo mágico", y al que el presidente ejecutivo de Prisa, Juan Luis Cebrián, ha recordado como "un personaje entrañable, con cierta timidez". "Muy bondadoso, gracioso, simpático y glotón, al que le fascinaba el poder como elemento literario", ha añadido. Mario Vargas Llosa ha alabado, visiblemente emocionado, la grandeza de un escritor cuyas obras "le sobrevivirán y seguirán ganando lectores por doquier", ha declarado quien fuera gran amigo suyo hasta que en 1967, y por causas desconocidas, dejaron de hablarse, tras una pelea que no ha hecho sino acrecentar la leyenda que rodea al escritor y su mundo. En las redes sociales, el público anónimo ha tomado la palabra y ha logrado que etiquetas como #GabrielGarciaMarquez, #Macondo, #DescansaEnPazGabo, #AdiosGabo o #Gabo hayan sido "trending topic" durante toda la jornada en Twitter, convirtiendo la red social en el escenario de un homenaje virtual al creador de Macondo, un lugar tan imaginario como real. Ficción, realidad, utopía, imaginación y contradicción se dieron cita durante décadas en la figura de Gabriel García Márquez, un personaje inigualable que en 1994 en una entrevista en Sevilla sentenció: "Si uno no crea, es cuando le llega la muerte". Y así, en su mágica prosa, Gabo perdurará en "El Gabismo".

El amor en los tiempos de Márquez Él mismo dijo que existen tres vidas: la pública, la privada y la secreta. Dos novias marcaron al escritor –aparte de su esposa, a quien se lo debía todo–, que siempre se mostró cercano a ellas •

Hace 19 horas Toni Montesinos. Un vistazo rápido a los títulos, argumentos y hasta dedicatorias de las obras de García Márquez ya indica uno de los elementos principales, si no el mayor, de toda su vida y literatura: las mujeres, y con ellas el amor. Su compañera más importante fue la niña de nueve años a la que él conoció cuando tenía catorce y con la que soñó románticamente casarse algún día. Ese día sería el 21 de marzo de 1958. La forma en que el autor dedicó «El amor en los tiempos del cólera» (1985) lo dice todo: «Para Mercedes, por supuesto». Pero la misma obra, en su traducción al francés, estuvo dedicada a otra mujer, Tachia Quintana –«la vasca temeraria», como la llamaba él–, con la que García Márquez mantuvo una relación de nueve meses durante su estancia en París. Se conocerían en 1956, en el Café Mabillon; él se había citado con un periodista portugués; ella era una actriz de teatro que se especializaría más tarde en recitales de poesía. Pasearon por el Sena esa misma


noche –ella explicó en una entrevista que le sorprendió la timidez del escritor y su entrega a su tarea literaria– y empezó el breve romance y, al fin y a la postre, una larga amistad. Porque Quintana no sólo fue importante para García Márquez en aquella época suya de privaciones, alejamiento de su país y búsqueda de una voz literaria propia mientras vivía en el Hotel de Flandes, sino que lo siguió siendo durante las décadas siguientes. El escritor compró un piso en el mismo edificio en el que vive en la actualidad Quintana, cerca del Bulevard Saint-Germain-de-Près, para poder instalarse cuando iba a la capital francesa o para prestárselo incluso al también recientemente desa-parecido Álvaro Mutis, su gran amigo. Y, sin embargo, en algunos trabajos biográficos como «García Márquez. El viaje a la semilla», de Dasso Saldívar (1997), libro que aclaraba los primeros y brumosos veinte años del escritor –además de concretar las fechas de redacción de las versiones de «La hojarasca», la puerta que abre el universo de Macondo–, apenas aparecía esta mujer que, en 2010, con ochenta y dos años, presentó el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», adaptación teatral del último texto del primer libro de cuentos del colombiano, «Ojos de perro azul». García Márquez ya había escrito «La mala hora» y con Quintana –cuyo primer amor fue curiosamente otro gran literato, el poeta Blas de Otero–, se le ocurrió la idea de «El coronel no tiene quien le escriba» (1961), que en cierta medida reflejaba una circunstancia angustiosa del propio Gabo: «El Espectador» de Bogotá, al imponerse la dictadura en Colombia, había dejado de enviarle cheques por sus colaboraciones periodísticas a finales de 1955. El personaje de la esposa del coronel tiene mucho de Quintana, que también se ponía ansiosa cuando veía a su pareja esperar un dinero que no iba a llegar y, en vez de buscar la manera de pagar alimentos, se dedicaba a escribir. En cualquier caso, ella volvió a España, él se trasladó a Venezuela en 1957, y una vez al lado de Mercedes, a la que siempre halagará en público hasta el punto de afirmar que él es quien es gracias a ella, malvive en Bogotá, La Habana y México. Luego viaja a Barcelona en 1967 con su mujer y sus hijos Rodrigo y Gonzalo. Dos años más tarde, la familia se encontraría con Quintana, que también estaba casada y tenía un hijo, y la amistad se haría extensiva a las respectivas parejas; pasarían la Navidad juntos, se verían cada año en Francia y el autor les invitaría a acudir a Estocolmo para presenciar la ceremonia del premio Nobel en 1982. Muy atrás quedaba un episodio triste que desveló Gerard Martin en «Una vida» (2009), larga biografía basada en 300 entrevistas: la pérdida de un hijo con Tachia tras un aborto; a pesar de que Gabo era muy reacio a hablar de lo que llamó la tercera vida, la «secreta» (las otras, la pública y la privada). Al fin sería Mercedes la que le iba a dar la comprensión y el cuidado que le llevaría a poder dedicarse a su pasión sin ambages. Pero no sería su única novia colombiana; el tímido periodista, aparte de acudir a los burdeles en su juventud y tener un par de relaciones con mujeres casadas en Barranquilla, también mantuvo un noviazgo en Zipaquirá con una muchacha llamada Berenice Martínez, como explicó Gustavo Castro Caycedo en «Cuatro años de soledad» (2009). El investigador localizaría a esta mujer en Pasadena, California. Ya era viuda. Pero tenía en la memoria aquel tiempo con García Márquez fresco y anhelante. Fue en 1944, un año después de que «Gabito», como lo llamaba ella, ingresara en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. Un amor ingenuo, iniciático, con mucha formalidad, serenatas nocturnas y recitado de poemas en su ventana. Ella esperaba con ilusión volver cada viernes a su pueblo –estudiaba entre semana en Bogotá– para verse con él. Hay en esta historia


también recuerdos tangibles, como el ejemplar de «Platero y yo» que le regaló Gabo con una dedicatoria en la que la llamaba Bereca. Tal vez la primera de las que dirigiría a una mujer, y con la que volvió a hablar, por teléfono, aprovechando que había acudido a Los Ángeles para tratarse de su enfermedad, ya en nuestro siglo. Berenice no se creía que Gabriel García Márquez le estaba hablando hasta que le dijo algo en clave que sólo ellos conocían y se dio cuenta de que realmente era él. Volvieron a conversar varias veces y largos ratos. Para ella significaría revivir lejanos episodios; para él, convertir un lejano amor en una renovada amistad. Hasta que ella contrajo una demencia senil y ya en su entorno no se habló más de Gabito

La obra inacabada de Gabo, 'En agosto nos vemos' 'La Vanguardia' ofrece el primer capítulo de la novela inédita del recientemente desaparecido Gabriel García Márquez Cultura | 20/04/2014 - 03:25h | Última actualización: 20/04/2014 13:45h El escritor Gabriel García Márquez fue premio Nobel de Literatura en 1982 AP / Eduardo Verdugo Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido. El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser. Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones


rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla. El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto. En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho


recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida. Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias de la casa, la había informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le llegó en sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía la certeza racional de que la identificación perfecta con su madre continuaba después de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el día menos pensado. Misión cumplida: había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente, cuando salía el transbordador de regreso. Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cincuenta y dos años de nacida y veintitrés de un matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores. Su padre fue un maestro de música que seguía siendo director del Conservatorio Provincial a los ochenta y dos años, y su madre había sido una célebre maestra de primaria montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su último aliento. Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para disimular el temple de su carácter. La voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le pareció prudente, porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Al primer aniversario, sin embargo, su padre la llevó a la isla para poner la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoa con motor fuera


de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar. Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, el alboroto atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior. Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los años mientras tuviera vida. Agosto era el mes más caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes, pero ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía cumplir sin falta y siempre sola. Fue la única condición que le impuso a su hombre antes de casarse, y él tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder. Así que Ana Magdalena había visto crecer año tras año los acantilados de cristal de los hoteles de turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas de motor, y de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como el nativo más antiguo de la aldea. Aquella tarde, cuando volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes y reanudó la lectura del libro que había empezado durante el viaje. Era el Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora. Había leído con rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas de cualquier género, como el Lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero. En los últimos años, al borde de los cincuenta, se había sumergido a fondo en las novelas sobrenaturales. Drácula le había fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con el libro en el pecho. Despertó dos horas después en las tinieblas, sudando a mares, de mal humor y sorda de hambre. No era una excepción en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche, y varias veces había bajado a comer cualquier cosa antes de dormir. Notó que había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero no le pareció el mismo de antes. Ordenó para no equivocarse un sándwich de jamón y queso con pan tostado, y café con leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta de que estaba rodeada por los mismos clientes mayores de cuando el hotel era el único, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda, y el


mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural. Terminó deprisa, abrumada por la humillación de comer sola, pero se sintió bien con la música, que era suave y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando volvió en sí sólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto que no había visto entrar. Vestía de lino blanco, como en los tiempos de su padre, con el cabello metálico y el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenía en la mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estar solo en el mundo. El piano inició el Claro de luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y la niña mulata la cantó con amor. Conmovida, Ana Magdalena pidió una ginebra con hielo y soda, el único alcohol que se permitía de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Había aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedor social que la trataba con la cortesía y la complicidad de un amante secreto. El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con el alcohol. Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había mirado, pero cuando ella lo miró por segunda vez después del primer sorbo de ginebra, lo sorprendió mirándola. Él se ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras él miró el reloj de leontina, lo guardó impaciente, miró hacia la puerta, se sirvió otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo miraba sin clemencia. Entonces la miró de frente. Ella le sonrió sin reservas, y él la saludó con una leve inclinación de cabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta su mesa y lo asaltó con una estocada de hombre. –¿Puedo invitarlo a un trago? El hombre se resquebrajó. –Sería un honor –dijo. –Me bastaría con que fuera un placer –dijo ella. No había terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago en la copa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo, que él no acertó a quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó, tosió con sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el pañuelo intachable con un vaho de agua de lavanda, y la miró a través del llanto. Ambos guardaron un largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y recobró la voz. Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta: –¿Está seguro que no vendrá nadie?


–No –dijo él sin ninguna lógica–. Era un asunto de negocios, pero ya no llegará. Ella preguntó con una expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le respondió como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada más. Y ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo remató: –Será en su casa. Siguió pastoreándolo con su tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más: cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por el acento, pero no acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero él se apresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una artimaña para impedir que llegara a la verdad. Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero él no lo había advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de música y él no había pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo Drácula. Él sólo lo había leído de niño en una versión infantil, y seguía impresionado con la idea de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En el segundo trago ella sintió que el aguardiente se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. La música se acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para cerrar. A esa hora ella lo conocía ya como si hubiera vivido con él desde siempre. Sabía que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los grandes ojos amarillos que ella no apartó de los suyos, y que era un hombre bueno y cobarde. Se sintió con el dominio suficiente para dar el paso que no se le había ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios: –¿Subimos? Él dijo con una humildad ambigua: –No vivo aquí. Pero ella no esperó siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió apenas la cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron. –Yo subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, número 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada más. Subió a la habitación arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto a sentir desde su última noche de virgen. Encendió el ventilador del techo, pero no la luz; se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el baño. Cuando


encendió la lámpara del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular la respiración y controlar el temblor de las manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas, los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los terribles sudores de la tarde, no había pensado bañarse hasta la hora de dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la lengua una pizca de pasta dentífrica, y volvió al cuarto, iluminado apenas por la luz oblicua del tocador. No esperó a que su invitado empujara la puerta, sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar. Él se asustó: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio tiempo de más en la oscuridad. Le quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, le quitó la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su hombro. A medida que lo hacía, el aire se iba impregnando de un fuerte olor de agua de lavanda. Él trató de ayudarla al principio, pero ella se lo impidió con su audacia y su autoridad. Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura, lo sentó en la cama y se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias. Él se soltó al mismo tiempo la hebilla del cinturón de modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para quitárselos, sin que ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves y el puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por último, lo ayudó a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el único que ella conocía, pero estaba sereno y enarbolado. No le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de sudor. Permaneció encima, luchando a solas contra las primeras dudas de su conciencia bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del ventilador, hasta que se dio cuenta de que él no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo. Entonces descabalgó y se tendió bocarriba a su lado. Él permaneció inmóvil hasta que pudo preguntar con el primer aliento: –¿Por qué yo? –Me pareció muy hombre –dijo ella. –Viniendo de una mujer como usted –dijo él– es un honor. –Ah –bromeó ella–. ¿No fue un placer? Él no contestó y ambos yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El cuarto era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyó un aleteo cercano. Él preguntó: ¿Qué es eso? Ella le habló de los hábitos de las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de susurros banales, ella empezó a


explorar con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre. Lo exploró después con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto por un vello rizado y tierno que le recordó la hierba en abril. Luego empezó a provocarlo con besos tiernos en las orejas y en el cuello, y se besaron por primera vez en los labios. Entonces él se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el más alto grado de ebullición. Ella se sorprendió de que unas manos tan primarias fueran capaces de tanta ternura. Pero cuando él trató de inducirla al modo convencional del misionero, ella se resistió, temerosa de que se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin embargo, él se le impuso con firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo feliz. Habían dado las dos cuando la despertó un trueno que sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el pestillo de la ventana. Se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáneo de otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca. De regreso a la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos. Dejó la suya en el suelo para recogerla después, y colgó la chaqueta de él en la silla, colgó encima la camisa y la corbata, dobló los pantalones con cuidado para no arrugarles la línea, y le puso encima las llaves, la navaja y el dinero que se le habían caído de los bolsillos. El aire del cuarto se refrescaba por la tormenta, así que se puso el camisón rosado de una seda tan pura que le erizó la piel. El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme, y no pudo resistir una ráfaga de compasión. Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llegó al alma. Él soltó un resuello áspero y empezó a roncar. Ella se adurmió apenas, y despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se fue la luz y el cuarto quedó en la fosforescencia verde de la laguna. Él roncaba entonces con un silbido continuo. Ella empezó a teclear en sus espaldas con la punta de los dedos por simple travesura. Él dejó de roncar con un sobresalto abrupto y su animal exhausto empezó a revivir. Ella lo abandonó por un instante y se quitó de un tirón la camisa de noche. Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus artes, pues se dio cuenta de que se hacía el dormido para no arriesgarse por tercera vez. Así que se apartó hasta el otro lado de la cama, volvió a ponerse la camisa y se durmió a fondo de espaldas al mundo. Su horario natural la despertó al amanecer. Yació un instante divagando con los ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus


sienes ni el mal sabor de cobre en la boca, por el desasosiego de que algo ignoto la esperaba en la vida real. Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que había vuelto la luz y la alcoba era ya visible por el alba de la laguna. De pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo. Se volvió a mirarlo asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño. Encendió las luces generales y vio que no estaba la ropa de él, y en cambio la suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en la silla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, y lo único que le quedaba de su noche loca era un tenue olor de lavanda en el aire purificado por la borrasca. Sólo cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de a veinte dólares.

‘Cien años de soledad’: la génesis Un recorrido por la trastienda, la carpintería y los momentos reveladores de la concepción y escritura de la obra cumbre de Gabriel García Márquez

Winston Manrique Sabogal Madrid 20 ABR 2014 - 03:09 CET5

Él, que durante 67 años, seis meses y cuatro días, sembró de sus recuerdos los recuerdos de medio mundo, murió olvidando los suyos. Pero su fallecimiento el 17 de abril desató, al contrario de la peste del olvido que asoló Macondo, la peste de los recuerdos. Sobre él, Gabriel García Márquez, sobre sus libros y, en sus lectores, sobre su obra más famosa, Cien años de soledad:que si Macondo, que si Aureliano, que si Úrsula, que si Remedios la Bella; que si ¿mejor los aurelianos que los arcadios?, y qué decir de Amaranta, Petra Cotes, y, claro, Melquiades, y, y, y… Pero pocos saben la intrahistoria de la génesis y escritura de una de las novelas más universales y leídas por más de 60 o 70 millones de personas. Los Buendía estarán riéndose por el boroló que se ha creado al no ser esta una peste como la vivida por ellos, sino una cuya mutación sentimental hace querer recordar más y averiguar más para recordar más aún. Una prueba es que usted vaya en esta línea y quiera saber lo que sigue sobre algunos de los secretos de gestación de la obra prometidos palabras arriba. Y será así por cortesía de dos de los principales memoriosos: Dasso Saldívar y Gerald Martin gracias a sus biografías, Viaje a la semilla (Alfaguara) y Una vida (Debate), además del propio libro de García Márquez Vivir para contarla (Literatura Random House), cuyo asomo a ellas permite un paseo con las siguientes estaciones en su universo, muchos años después de su creación: Génesis

La vida en Aracataca durante sus primeros diez años en la casa de sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Ricardo Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes. Es su Edén literario: la travesía por la Guerra de los Mil Días en palabras de su abuelo, el duelo de este, la explotación americana de las bananeras y las perpetuas procesiones de historias de difuntos y ánimas de su abuela, y la manera como contaba ella las cosas con cara de


palo que hacía verosímil cualquier cosa. Los esquemas económico, social y cultural de la aristocracia cataquera en que se movían los Márquez Iguarán serán llevados a la obra. Hielo

Un día, cuando tenía cinco años, el niño llegó a casa asombrado diciendo que había visto unos pargos durísimos como piedras. El abuelo Nicolás le explicó que eran así porque estaban congelados. El niño le preguntó qué era eso y el abuelo respondió que metidos en hielo. “¿Qué es hielo?”. Entonces lo tomó de la mano y lo llevó donde estaban los pargos para enseñarle el hielo. Falofabulaciones

De niño escucha con sus otros amiguitos las historias, o mejor, los cuentos, de un fabricante de camas donde el protagonista siempre era su falo o tenían que ver con él. Estas falofabulaciones son la primera gran influencia rabelesiana de García Márquez, mucho antes de que leyera Gargantúa y Pantagruel, que lo influiría también en la concepción de la exuberancia fálica de los Buendía, recuerda Saldívar. Salida

En 1947 logra publicar su primer cuento en El Espectador, de Bogotá: La tercera resignación. Desde los 20 años empezó a buscar una salida literaria al mundo de miedos de su infancia en los cuentos de Ojos de perro azul, en un proyecto novelístico titulado La casa y en varias versiones de La hojarasca. Cambio

A su vuelta a Cartagena, a mediados de 1948, empezó la que pretendía ser su primera novela: La casa. Su acercamiento había sido de temas kafkianos, pero el descubrimiento de los escritores anglosajones lo reorientó (Faulkner, Woolf, Dos Passos, Steinbeck...). Supo que lo vivido con sus abuelos merecía ser contado. Así es que no paraba de escribir esa novela. Esbozo

A finales de 1949 había publicado en El Espectador media docena de cuentos y terminado la segunda versión de La hojarasca. Allí ya se filtran las primeras luces de Macondo. Advenimiento

Su primer reportaje novelado lo escribió a finales de los cuarenta en El Espectador: Un país en la Costa Atlántica, basado en la leyenda de La Marquesita de La Sierpe. Dejaría ver su veta narrativa que lo llevaría a Los funerales de la Mama Grande, a la perspectiva mítico-legendaria del incipiente Macondo de La hojarasca y a anunciar el advenimiento de Cien años de soledad. Borrador

Para entonces ya manejaba diversas fuentes e inspiraciones, además de sus abuelos: las figuras casi míticas de los generales Uribe Uribe y Benjamín Herrera, las leyendas de los coroneles Aureliano Naudín, Francisco Buendía y Ramón Buendía. Empezó a reencontrarse con su infancia y su cultura caribe. Ahora el problema no era sobre qué escribir, sino cómo hacerlo, y, como él mismo reconocería, iba a necesitar 15 años para descubrirlo.


Semilla

El 18 de febrero de 1950 completó su trabajo de campo de manera inesperada. Fue cuando viajó con su madre, Luisa Santiaga, a Aracataca a vender la casa de sus abuelos. Pasado y futuro casi cristalizados. Ese viaje, diría el Nobel en Vivir para contarla, sería la experiencia más decisiva en su vida literaria. Tanto que con ese pasaje empieza sus memorias. Macondo

El nombre inmortal de su espacio literario se le reveló en aquel mismo viaje a Aracataca. Era el nombre de una finca bananera en letras blancas sobre un fondo azul. El que debió ver muchas veces de niño cuando pasaba por allí en ese diablo al que llamaban tren. Vallenato-novela

Los ritmos vallenatos interpretados por acordeoneros y cantado por juglares costeños eran la música de su entorno. En 1953 terminó de recorrer con uno de ellos, su amigo Rafael Escalona, la región caribe. Su interés surgió en 1948 al descubrir que esta música, además de ritmo pegadizo guardaba sabiduría en sus historias y contaba pasajes de la vida, sobre todo amorosos. No era solo un repertorio artístico sino cultural y moral de las regiones de Valledupar y la Guajira, las mismas de sus abuelos y sus padres. Ritmo y baile esenciales para concebir sus libros, sobre todo Cien años de soledad, que debía ser, como lo confesaría, un vallenato en versión novela. Voz

La manera como su abuela Tranquilina y su Tía Mamá, Francisca, para arrostrar las historias y las situaciones más insólitas es lo que García Márquez llamaría “cara de palo” se convertirá en su recurso literario más prodigioso, una de sus claves esenciales de su arte de narrar, de hechizar a los lectores. Periodismo

Tras su paso por los diarios El Universal de Cartagena de Indias y El Heraldo de Barranquilla, llegó en 1954 a El Espectador. Allí, en febreró de 1955 empezó a publicar la serie de reportajes que lo haría popular, Relato de un náufrago. La experiencia del periodismo le calienta la mano y despierta aún más su olfato para los titulares y los primeros y ultimos párrafos. Un arte que le serviría para dar a sus libros comienzos memorables y titulares repetidos e imitados hasta el infinito por sus colegas periodistas de medio mundo. Mientras, él sigue escribiendo y escribiendo su proyecto de La casa. Comienzo

La publicación de La hojarasca en mayo de 1955 fue el verdadero comienzo de la primera opción estética que a través de Un día después del sábado y Los funerales de la Mamá Grande, lo conducirían a Cien años de soledad. Promesa

En 1958, a los 31 años, poco después de la luna de miel con su esposa Mercedes Barcha, mientras volaban de Caracas a Barranquilla le dijo, que escribiría una novela llamada La casa. México

Tras su vida como corresponsal por Europa y ayudar en la formación de la agencia de información cubana Prensa Latina, el lunes 26 de junio de 1961 llegó con su familia a


Ciudad de México, donde escribiría cuatro años más tarde su más reconocida obra. Lo esperaba su amigo Álvaro Mutis. Rulfo

Cuando Gabo le preguntó a Mutis qué obras mexicanas debía leer, este le trajo dos libros y le dijo: “Léase esa vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe”. Eran Pedro Páramo y El llano en llamas. El hechizo de su más alto grado de seducción volvía a repetirse desde el día en que a los nueve años leyera Las mil y una noches, a los 20 en Bogotá La metamorfosis y a los 22 en Cartagena la obra de Sófocles. Preludio

En 1965 mientras conducía su Opel blanco con su familia desde Ciudad de México hacia Acapulco, vio claro cómo debía escribir La casa, embrión de su obra más famosa. Un día se sentó "frente a la máquina de escribir, como todos los días, pero esta vez no volví a levantarme sino al cabo de 18 meses”. Escritura

Vivía en Ciudad de México, en el barrio San Ángel Inn, en arriendo en una casa de dos plantas, en la calle de la Loma 19, bordeando la campiña. Al fondo del salón había tapiado con madera su estudio: La Cueva de la Mafia. Era un espacio mínimo pero bien iluminado, de unos tres metros de largo por dos y medio de ancho, con un bañito, una puerta y una ventana al patio, un diván, una estantería con libros y una mesa de madera con una máquina Olivetti. Inicio

Sería entre julio y septiembre de 1965. Se refugió en La Cueva de la Mafía con la enciclopedia británica, libros de toda índole, papel y una máquina Olivetti, que añadía su frenético tac-tac a los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día de los Beatles que sonaban todo el tiempo. Cuando logró redondear la primera frase: “Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, se preguntó “qué carajo vendría después”. Solo hasta el hallazgo del galeón en la selva (al final del primer capítulo) no creyó “de verdad que aquel libro pudiera llevar a ninguna parte. Pero a partir de allí todo fue una especie de frenesí, por lo demás, muy divertido”. Horario

A las ocho y media de la mañana, después de dejar a sus dos hijos en el colegio, se encerraba en La Cueva de la Mafia hasta las dos y media de la tarde, cuando llegaban para almorzar. Luego una siesta, un paseo por el barrio y volvía a escribir hasta las ocho y media cuando llegaban sus amigos. Apuros

5.000 dólares le entregó a su esposa para el sostenimiento del hogar y así poder encerrarse tranquilo a escribir la novela “durante seis meses”. Ella se las ingenió para alargarlos en ese periodo pero cuando se acabaron, y vio que la novela apenas iba por la mitad, le dijo que no había nada que hacer. Gabo tomó su Opel blanco, comprado con el premio de La mala hora, se fue al Monte de Piedad y lo empeñó. Ese dinero tampoco duró. Después, Mercedes empezó a empeñar algunas joyas, el televisor, la radio, hasta quedarse solo con las “tres últimas posiciones militares”: su secador de pelo, la batidora con la que le preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a su marido para escribir en las frías mañanas y noches de la ciudad.


Testigos

Mercedes, su esposa, Carmen Miracle y Álvaro Mutis y María Luisa Elío y Jomí García Ascot solían visitarlo después de las ocho de la noche. La conversación solía girar alrededor de la novela. Otro testigo fue el crítico Emmanuel Carballo, a quien Gabo le entregaba cada capítulo terminado. Augurio

“Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras”, le escribió García Márquez en noviembre de 1965 a Luis Harss, que lo había entrevistado para el libro Los nuestros, junto a otros grandes de América Latina como Borges, Rulfo, Asturias, Cortázar… Muerte

Había aplazado la muerte del coronel Aureliano Buendía, hasta que optó por la más sencilla: orinando al pie del castaño. Puso el punto y aparte, subió al dormitorio de su esposa, se lo contó, se acostó a su lado y se puso a llorar. Era el personaje inspirado en su abuelo Nicolás Ricardo Márquez. Avances

El primero de mayo de 1966 los lectores de El Espectador leyeron el primer capítulo del libro. Carlos Fuentes leyó los tres primeros en junio y escribió un comentario muy elogioso. Después le pasó esas 80 cuartillas a Julio Cortázar. Título

Al parecer se le ocurrió a mediados de 1966, cuando terminaba la novela, porque los capítulos que le pasaba al crítico Carballo estaban sin título. Editorial

También a mediados de 1966 recibió la carta de Francisco Porrúa, editor de Sudamericana de Buenos Aires, que quería editar sus libros. Lo contactó por intermedio de Luis Harss, el del libro Los nuestros. Porrúa leyó lo publicado por García Márquez hasta entonces, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y La hojarasca, y le gustó. En vista del interés de Porrúa por editar un libro suyo Gabo le ofreció la obra que estaba terminando. Le envió unas páginas del comienzo. “Desde el principio de la lectura comprendí que era una cosa nueva y admirable. No había duda. Entonces, como adelanto, Sudamericana le envió un sobre con 500 dólares”. Y en septiembre de 1966 firmó el contrato que le habían enviado. Claves

La guerra civil de los mil días, el duelo de su abuelo Nicolás, la casa da Aracataca donde vivió su infancia, su viaje a los 16 años a Zipaquirá a continuar el bachillerato, donde se afiebró por la lectura y 1948, cuando leyó La metamorfosis, de Kafka, porque le ayuda a encontrar el hilo narrativo de su abuela Tranquilina. Inspiración

La lectura de un párrafo del principio de Mrs. Dalloway le “transformó por completo” su “sentido del tiempo y le permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo y su destino final”, recuerda Saldívar. Pero es solo una verdad parcial, porque en realidad fue la relectura del párrafo unida a la experiencia de los viajes por Valledupar y la Guajira, más el regreso a Aracataca, lo que desencadenó


en él una visión dinámica y corrosiva del tiempo estancado que venía manejando en La casa. Fin

Según Dasso Saldívar, el momento de mayor desconcierto lo padeció cuando la novela tocó a su fin. Un día de septiembre de 1966 sintió que la historia de Macondo y los Buendía llegaba a su fin. “Las cosas se precipitaron a las 11 de la mañana. Estaba solo en la casa, no encontró a ninguno de sus cómplices para contárselo y no supo qué hacer con el tiempo libre. Después diría que tras la escritura del libro se había sentido vacío ‘como si hubieran muerto mis amigos”. “¿Será mala?”

Fue con su esposa a la oficina de correos a enviar el libro a Buenos Aires. El agente de correos les dijo que el envío del paquete valía 82 pesos mexicanos. Solo tenían 50. Dividieron las 590 folios de 28 líneas cada uno y cada línea de 60 matrices o golpes por la mitad y enviaron los 10 primeros capítulos. Regresaron a la casa, cogieron aquellas “tres últimas posiciones militares” y volvieron al Monte de Piedad. Las empeñaron por unos 50 pesos. Al salir de la oficina de correos (recuerda Saldívar), Mercedes, que no había leído el libro le soltó: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”. Lanzamiento

El 5 de junio de 1967 llegó a las librerías de Buenos Aires la primera edición de Cien años de soledad. Ocho mil ejemplares que volaron. Se publicó con una portada improvisada de su editor Francisco Porrúa, la de un galeón en medio de la selva, porque la encargada al artista mexicano Vicente Rojo no llegó a tiempo. En la segunda edición, la novela se publicó con la portada de Rojo. La de un mosaico de sellos que resumen elementos de la historia. Según el editor: “Ha sido una carátula insuperable”. 46 años, diez meses y 12 días después de aquel lanzamiento murió Gabriel García Márquez. Tres días después apenas empieza la peste feliz de sus recuerdos. Así es que ni imaginar si un día a Santa Sofía de la Piedad, única sobreviviente de Cien años de soledad, se le ocurre aparecer y empieza a hablar como un perdido, porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Gabo, aquel 7 de mayo Un recuerdo de una noche de cumpleaños junto al Nobel colombiano

Almudena Grandes 20 ABR 2014 - 00:25 CET2

Cuando Joaquín Sabina llamó a mi marido, yo estaba cocinando y apenas capté algunos fragmentos de su conversación. Al principio creí que quería disculparse, pero Luis vino enseguida a la cocina para contarme que Joaquín había recibido la llamada de un amigo que acababa de llegar a Madrid, y como no quería perderse la fiesta, se lo iba a traer a casa. Aquel día, 7 de mayo de 2005, yo cumplía 45 años y había decidido celebrarlo. Jamás me habría atrevido a esperar una celebración semejante. El amigo de Joaquín era Gabriel García Márquez, y al escuchar su nombre me quedé paralizada con una cuchara de madera en la mano, ante la sartén donde una bechamel hervía despreocupada, llenándose alegremente de grumos. Cuando logré reaccionar y empecé a batirla con energía, Luis me advirtió que Joaquín le había pedido que no abrumáramos a Gabo, que no nos lanzáramos a una sobre él, que le dejáramos respirar, porque estaba cansado de ser siempre el centro de atención en todas partes. Yo aún no me lo podía creer, pero con las manos temblorosas del susto y la emoción, fui llamando,


uno por uno, a mis invitados para anunciarles que se iban a encontrar con Gabo y que tenían que dejarle en paz. Y todos, menos Benjamín Prado, que no atendió al teléfono, fueron reaccionando con la misma mezcla de asombro y excitación mientras me aseguraban, en el tono que los niños pequeños usan para dirigirse a su maestra, que iban a portarse bien, bien, muy bien.

Aquel fue un regalo de cumpleaños maravilloso, una historia inolvidable Aquella noche, con la única excepción de Benjamín, que había ido al Bernabéu a ver jugar al Madrid, los invitados llegaron antes de la hora acordada. Joaquín también fue puntual. Con él, en una guayabera de algodón de tono crudo, llegó García Márquez con su mujer, Mercedes, y la familia Buendía, con Úrsula, con el Coronel, con el Patriarca, con la cándida Eréndira y su abuela desalmada, y Fermina, y sus enamorados, y Sierva María de Todos los Ángeles. Eso fue lo que yo vi, lo que sentí al verle avanzar por el pasillo de mi casa, aunque después todo fue muy sencillo. Gabo era un hombre extremadamente simpático, que sólo quería tomarse una copa y pasárselo bien. Al principio, no le resultó fácil. Me había puesto tan nerviosa que volví a la cocina, mi gran refugio, y tardé unos minutos en reunirme con los demás para contemplar una estampa asombrosa. Todos mis amigos, apiñados de pie en el salón, miraban hacia el comedor, donde Gabo estaba sentado a la mesa, completamente solo. Ahora comprendo que aquella soledad era una muestra suprema de la admiración de unos lectores que miraban de lejos a su autor idolatrado, una presencia tan imponente que ni siquiera se atrevían a acercarse a él, pero en aquel momento les regañé a todos en voz baja. "Una cosa es que no le abruméis y otra que no le hagáis ni caso", les dije, y mi querida Rosana Torres dio un paso al frente, se sentó a su lado y rompió el hielo. Al rato, todos rodeábamos a una distancia cómoda, eso sí, al escritor que nos había marcado tantas veces, y de vez en cuando, sin que él se diera cuenta, algunos se colocaban detrás de su silla para que Jime Coronado, la mujer de Sabina, les hiciera una foto con Gabo como si estuviera fotografiando la casa. Y entonces, llegó Benjamín. -No os lo vais a creer –nos dijo a Luis y a mí, que estábamos, una vez más, en la cocina-, pero ahí fuera hay un tío que es clavado a García Márquez. -No es clavado. Es García Márquez –le contestamos para ver cómo se llevaba las manos a la cabeza. -¿Y a quién vais a invitar a la próxima fiesta, al fantasma de Lorca? Porque esto no se mejora fácilmente... Gabo, aquel 7 de mayo, fue un regalo maravilloso, una historia inolvidable, de ésas que da gusto contar. Sobre todo porque, al día siguiente, llamó a mi editora, Beatriz de Moura, para decirle que había estado en mi cumpleaños y se había divertido mucho. Hacía tantos años, añadió, que no estaba en un sitio donde me hicieran tan poco caso... Entonces supe que habíamos hecho las cosas bien y me sentí muy feliz, por él, por mí, por Luis, por Joaquín y por todos los demás. Tuve la suerte de volver a ver a Gabriel García Márquez otras veces, la última en Cartagena de Indias, en enero de 2010, en un restaurante pequeñito, al borde de la playa, donde un grupo tocaba en directo música del Caribe colombiano. Aquella noche ya no se acordaba de mi cumpleaños, pero nos divertimos mucho, y salimos a bailar, y me sentí de nuevo una privilegiada por estar a su lado. Pero ningún privilegio, ni entonces, ni hoy, ni en lo que me queda de vida, podrá compararse al abrumador deslumbramiento que representó la lectura de Cien años de soledad para una adolescente que había cumplido diecisiete años un 7 de mayo.


Peregrinando hacia El Pedregal La última vez que su editor lo vio, hace cuatro meses, decidieron las nuevas portadas de sus libros

C. López de Lamadrid 20 ABR 2014 - 00:44 CET1

La última vez que vi al Gabo fue hace cuatro meses, en su casa del barrio del Pedregal, en el sur de la Ciudad de México. Cumplía un rito, el que me llevaba cada año, y desde hace más de diez, a almorzar con los García Márquez el día antes de viajar a la Feria del Libro de Guadalajara. Eran comidas largas y pausadas, como suelen ser las comidas en México, con aperitivo y sobremesa, conversadas y entregadas al recuerdo, a responder a todas las preguntas de Mercedes, deseosa de saber de sus amigos de Barcelona, de la situación política, del mercado o del estado de la industria editorial. Y se trataba también de una suerte de celebración anticipatoria, una especie de previa a la Navidad en la que yo ejercía de Santa Claus por vía interpuesta. Alimentos, complementos, libros, documentos, regalos para las nietas, contratos para firmar… Tal era la cantidad de presentes que invariablemente les traía desde Barcelona de parte de Carmen Balcells. Pero este encuentro del pasado mes de noviembre llevaba incorporado un punto importante en el guion. Fue la ocasión de presentarles a Mercedes y al Gabo las nuevas cubiertas que habíamos preparado para la Biblioteca García Márquez (cuyos primeros seis títulos saldrán a la venta en los próximos días). Los diseños que realizó Sabat para Literatura Mondadori llevaban más de una década en circulación, e igual que habíamos hecho pocos años atrás con las ediciones de bolsillo, creíamos que era el momento de darles un aire nuevo, y decidimos aprovechar el cambio de nombre del sello para volver a remarcar el papel de buque insignia que Gabriel García Márquez iba a seguir desempeñando en la nueva andadura bajo Literatura Random House.

Eran comidas largas, conversadas, pausadas, entregadas a los recuerdos Meses antes planteamos la idea a Carmen Balcells, y el departamento de diseño de Penguin Random House presentó tres propuestas: recurrir al trabajo de un reputado fotógrafo, trabajar con la obra de un pintor latinoamericano o encargar nuevos diseños a un ilustrador. Finalmente el autor y su agente literaria optaron por esta tercera vía, y fue así como acabamos encargando los diseños al estupendo ilustrador mexicano Alejandro Magallanes. Somos rendidos admiradores del trabajo de Magallanes, de sus libros infantiles ilustrados para el Fondo de Cultura Económica, de la línea de diseño que ha desarrollado para la editorial Almadía, de sus carteles. Todo lo que él imagina tiene una fuerza expresiva notable, por lo que nos parecía el candidato más adecuado. Y el resultado no nos defraudó. Su lectura de los textos de García Márquez, la interpretación que dio a los mismos, escueta y contundente a un tiempo, directa y simbólica, resultaba admirable y en perfecta sintonía con el mundo literario del autor colombiano. Estos días se ha hablado mucho de la pulcritud y la meticulosidad de García Márquez. Todos los que hemos tenido la fortuna de trabajar con él hemos recordado su prolijidad a la hora de entregar un original, la atención al detalle, cómo supervisaba todos los aspectos del libro, desde la imagen de cubierta hasta los textos de contra. Recuerdo, por ejemplo, aquella vez en que le presenté una propuesta de texto de contra que arrancaba así: “Este es el último libro de Gabriel García Márquez…”, y cómo al día siguiente recibí ese mismo texto tachado con la siguiente anotación al margen: “¿Último? ¿Por qué último? ¿Es que ya no voy a escribir más libros?...” O aquella otra en la que, cuestionado acerca de la conveniencia gramatical de titular Vivir para contarla el primer volumen de sus memorias, añadió esta aclaración a modo de epígrafe memorable: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.


Supervisaba todos los aspectos del libro: desde la cubierta a los textos de contra Ese día de hace cuatro meses, a finales de noviembre, mostramos la propuesta de cubiertas a Mercedes y Gabo, y constatamos con satisfacción que a ellos les gustaban tanto como a nosotros. Sólo un par de puntualizaciones: no les convencía el color de Relato de una náufrago y los bigotes de Vivir para contarla les resultaban demasiado exagerados. Dos detalles sueltos, sí, pero en sintonía con una forma de trabajar, la suya, atenta a todos los detalles. Las portadas que los lectores verán a partir de la semana que viene llevan incorporadas esas correcciones: el azul del "relato" es un azul más turquesa que el original, y los bigotes que ilustran la cubierta de su libro de memorias, los bigotes del Gabo, son igual de contundentes pero ligeramente más escuetos que los primeros. Cuando estos días he vuelto a ver en la televisión las imágenes de Gabo en la puerta de su casa de El Pedregal recibiendo las felicitaciones por su último cumpleaños, no he podido por menos que recordar con emoción y gratitud todas esas otras despedidas en noviembre. Del brazo de Mónica su secretaria, nos acompañaba hasta la mera puerta a Cristóbal Pera y a mí, con ese cariño sincero y esa hospitalidad cálida, sin límites ni horarios, marca de la casa. La cercanía y amistad con García Márquez es uno de los mayores privilegios de mi carrera profesional, pero es un privilegio que no se hubiera dado sin la confianza y la amistad con su agente, Carmen Balcells. Gabo se ha ido y lo obvio es decir que nos quedan sus libros, pero a mí me queda además visitar a Mercedes y su familia cada año en noviembre, para llevarles los presentes que Carmen les seguirá enviando y compartir con ellos los recuerdos un día antes de que empiece la Feria del Libro de Guadalajara. Claudio López de Lamadrid es Director Literario de Penguin Random House.

El círculo de tiza Lo que nos cuenta es lo que hemos vivido y seguimos viviendo mientras persiste la sociedad rural que se niega a ser enterrada

Sergio Ramírez 22 ABR 2014 - 00:05 CET5

Embriagado por la gloria y las victorias militares inverosímiles, el coronel Aureliano Buendía decidió que nadie podría acercársele a menos de tres metros de distancia, y sus edecanes trazaban a su alrededor un círculo de tiza que ninguno estaba autorizado a traspasar, ni siquiera su madre. Dentro de ese círculo de tiza lo que hay es soledad absoluta, y no llegan hasta allí las voces de fuera porque el poder absoluto sólo tiene respuestas tajantes que no necesitan preguntas. El caudillo, venga de la academia o del rango de los iletrados, busca convertir a las instituciones en meros decorados para imponer su voluntad única que termina siendo la razón de estado. Es la misma soledad sin ecos de Zacarías, el dictador de El otoño del patriarca, en toda su parafernalia arbitraria de desmanes.

En América Latina, la realidad es el sustrato de toda su literatura Pero también es la soledad del poder con todo su caudal de miserias y derrotas, como en el último viaje de Bolívar hacia su muerte en El general en su laberinto, solo y ya sin gloria. García Márquez no eligió el resplandor épico del libertador cruzando una y otra vez los Andes a caballo, algo que de por sí entra en el reino de las exageraciones, sino el íntimo desastre del final de su vida sacrificada en vano. Joseph Brodsky alega que los escritores geniales del siglo XX rusos “hubieran llegado a ser lo que fueron incluso si no hubiera tenido lugar ninguno de los acontecimientos que


ocurrieron en Rusia en ese siglo: básicamente, el talento no necesita historia”. En el caso de García Márquez sería una curiosa afirmación. En América Latina, empezando por sus dictadores arcaicos, la realidad es el sustrato de toda su literatura. Lo que él hizo como artista fue transferir la historia a una dimensión diferente, tanto que a veces nos llega a parecer inverosímil, pero sin que deje nunca de ser esa misma realidad cuya materia ha sido transformada. Hay en sus relatos una patente y desbordante curiosidad por el poder, y esa curiosidad se transforma no pocas veces en reflexión. Cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1982, en su discurso comienza hablando de Antonio Pigafetta y de la crónica que como buen mentiroso que se tomaba en serio, escribió acerca del viaje de Magallanes alrededor del mundo. Esa crónica, llena de exageraciones puntuales, es el antecedente más lejano que podemos hallar de la escritura del propio García Márquez en relación a América, toda una “aventura de la imaginación”.

Guerras, golpes de estado, cárceles y cementerios secretos... Es el recuento de una historia oscura desde las palabras iluminadas Pero desde allí salta hacia el otro lado del abismo: el incendio del Palacio de la Moneda y el sacrificio del presidente Allende, los dudosos accidentes de aviación en que perdieron la vida el presidente Jaime Roldós de Ecuador, y el general Omar Torrijos de Panamá. El recuento se vuelve una elegía: “Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo”. Guerras, golpes de estado, cárceles y cementerios secretos, desaparecidos, recién nacidos secuestrados y dados en adopción clandestina. Es el recuento de una historia oscura desde las palabras iluminadas. América Latina se hallaba plagada aún en esos años ochenta de dictaduras militares que pronto deberían dejar paso a gobiernos civiles electos, surgían revoluciones como la de Nicaragua, que representaba una esperanza nueva, diferente al modelo de la revolución cubana que entraba en decadencia; guerrillas en marcha como las de El Salvador y Guatemala, que tendrían distintas suertes. El discurso ampara estas alternativas porque la suya es una adhesión sentimental a la rebelión y la resistencia. Busca explicar la prolongada soledad de América Latina desde las deformidades del poder tradicional, responsable de la miseria y del atraso seculares, y al mismo tiempo pide a los europeos recordar “que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos”. Un reclamo en los tiempos de la Guerra Fría, cuando aún nadie vislumbraba el fin del mundo bipolar.

Busca explicar la prolongada soledad de América Latina desde las deformidades del poder tradicional García Márquez venía de esa generación de latinoamericanos que había crecido bajo las dictaduras bananeras instauradas por Estados Unidos durante los años más álgidos de esa misma Guerra Fría, y entre sus palabras y la acción no había distancia. Un conspirador curtido, además, y fue en esa calidad que lo conocí, dispuesto a hacer todo lo que pudiera para lograr el derrocamiento de la familia Somoza. Un escritor comprometido, como decíamos ayer. El relato del poder alcanza en su escritura esas dimensiones alucinantes que tan bien conocemos, y la realidad se vuelve la hija pródiga de la imaginación hasta


desconcertarnos; pero lo que nos cuenta es lo que hemos vivido y seguimos viviendo mientras persiste la sociedad rural que se niega a ser enterrada. Y esa es la magia. A través de la ficción aprendemos que el poder, su erótica y sus trasuntos no cambian nunca, enquistado como está en las entretelas del corazón humano, una bestia peligrosa que algunos logran domesticar y otros más bien azuzan dentro de sí mismos. Sergio Ramírez es escritor nicaragüense. Fue vicepresidente de Nicaragua entre 1986 y 1990.

Gabo ya no es de este mundo México y Colombia se juntan en una despedida multitudinaria al autor de 'Cien años de soledad'

Juan Cruz México 21 ABR 2014 - 21:00 CET26

En medio de la sala, como un monolito hecho de silencio y ceniza, la urna de cerezo que contenía el aire que queda en el mundo del hombre que fue Gabriel García Márquez estaba bajo una luz cenital que lo destacaba como el resplandor mismo de una ausencia. Detrás, de negro como todo el mundo, Mercedes Barcha, la mujer con la que hace medio siglo y dos años hizo el viaje a México. En ese viaje, que este lunes acabó con la muerte de Gabo y su despedida popular en medio de un turbión de mariposas amarillas propulsadas por un huracán inventado, la pareja se paró en una fonda de cualquier sitio, superados los Estados Unidos. Llevaban veinte dólares en el bolsillo y eran errantes e indocumentados, probablemente felices, pero tenían hambre. Ha pasado mucho tiempo y algunos libros tan milagrosos como las mariposas de Cien años de soledad. Estas de su despedida habían sido mariposas propulsadas por una máquina, pero en ese libro que lo metió en la mitología aquella lluvia era verdadera, sucedía de vez en cuando en Aracataca, y él la vio de niño, como casi todo lo que contó desde entonces.

Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982 Esta vez, aunque de papel, las mariposas vinieron de Colombia y las eligieron los miles de mexicanos y los colombianos que fueron a despedirlo como un héroe, bajo la inclemencia de la lluvia y del viento, a dos pasos de donde dos jefes de Estado, el nativo y el adoptivo, José Manuel Santos y Enrique Peña Nieto, le daban el contrapunto oficial al grito que más se oyó bajo el cielo de México: “¡Viva Gabo!” El presidente mexicano no podía competir con el grito de los lectores, claro, ni Santos consiguió metáfora tan simple como la que se vivía en la intemperie. Y es probable que ni uno ni otro supiera qué pasó para que los Gabo eligieran México como sitio para vivir en el momento mismo en que los que estaban buscando, en aquella miseria de vida de hace más de medio siglo, era algo para comer y que eso le costara el uno por ciento de sus veinte dólares. En aquel entonces, flacos y felices, pero acosados por el hambre, se pararon en cualquier sitio de la frontera que dividía a México de Estados Unidos y pidieron cualquier cosa. Les dieron el más barato y cuando probaron aquel arroz de fonda, sin nada más que arroz y sabor, dijeron: “Acá nos quedamos”. Si se come así, aquí nos quedamos. Luego vinieron otras aventuras, amigos, premios, y finalmente, la muerte de Gabo, que fue certificada en una ceremonia tan oficial y de ropas tan oscuras este lunes en el Palacio de Bellas Artes. Pero para llegar a este momento en que el escritor, que nunca dejó de ser de Colombia pero que prefirió un día el sabor de México, no sólo había ocurrido aquel arroz de fonda


que no valía sino que sabía, sino un sinfín de penurias que dieron de sí la pareja que fueron. Entonces, nada más entrar en la ciudad que anoche hizo diluviar mariposas de papel en medio de un vendaval, Mercedes iba con ahínco pero con indiferencia a pedirle a Gobernación que los dejaran vivir acá. Peña Nieto no lo dijo en la despedida (o porque no lo sabía o porque sólo hizo en su parlamento una biografía de la superficie de Gabo), pero hace 52 años esta mujer que anteayer bailó con los otros lo más alegre de la noche, los vallenatos de Valledupar, se pasaba las horas en el patio de Gobernación, en la calle Bucarelli esperando, con la constancia con que el coronel esperaba un sobre, que le dieran permiso de residencia.

Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana Finalmente los de Bucarelli le dejaron el papel; hasta que explotó Cien años de soledad como un ciclón que aún aúlla, el arroz de fonda siguió siendo el alimento, mucho más en todo caso que lo que preveía comer aquel militar triste que aguardaba en vano una pensión que lo iba a sacar de la mierda. Ahora Gabo fue despedido como un héroe nacional, con la música que le seleccionaron sus hijos, el tipógrafo Gonzalo y el cineasta Rodrigo, para complacer los gustos (barrocos, populares) de su padre. Fue una ceremonia extraña, pues latía en la sala más solemne entre las solemnidades literarias de México (aquí despidieron a León Felipe, a Octavio Paz, a Carlos Fuentes) la sensación de que sólo la urna convocaba a pensar en la verdad de lo que había ocurrido (la muerte, incluso en estos instantes en que la evidencia es un resplandor oscuro, siempre produce extrañeza, sensación de que no pasó); y, sin embargo, en la calle los gritos de una multitud resignada a perder a quien le dio tanta fábula, se parecía al jolgorio con el que Colombia lo celebró cuando ganó el Nobel en 1982. Con flores amarillas, con mariposas amarillas. Esa gente fue entrando, cincuenta a cincuenta, a saludar la urna, en el recinto en que luego hablarían los presidentes, y en un momento determinado entraron los vallenatos, la música que hizo mover los pies de la Gaba, de Rodrigo y de Gonzalo. Ese fue el momento que irrumpió como la alegría en un viaje, y este es el último, como aquel arroz de fonda que los hizo quedarse en México a pesar de las largas esperas en el patio de Bucarelli. A García Márquez le hubiera gustado (lo dijo) menos solemnidad, más ropa blanca. Mercedes quiso ir de negro, y todos fueron de negro, como preparados para un concierto; la música que sonó (él decía que había tres músicos y todos se escribían con B, Beethoven, Bach, Bozart) era la música de concierto que se ponía para escribir, la que compraba hasta el final en una librería que se llamaba el Parnaso y que, como él mismo, ya no existe. Si repasabas todos los rostros, podías detenerte en el apacible semblante de la Gaba (¿cómo estás?, “bien, estoy bien”, con ese aire de paciencia que debió acompañarle en las esperas de Bucarelli), en el del hermano Jaime (“tiempos difíciles, son tiempos difíciles”) con su corbata grande y la cara que se le ponía a Gabo cuando escuchaba, y los hijos. En estos dos muchachos que compartieron el arroz que los dejó en México está, 52 años después, la sonrisa que Gabo recuperó cuando ya la ventolera de la enfermedad lo hizo dulce y como de otro mundo. Gonzalo, sobre todo, sintió el resorte de su padre, y en medio de aquella solemnidad con que se desarrollaba el adiós mexicano hizo entrar otra vez a los vallenatos, ensayó con los pies los pasos de esa música, y como no estaba la madre allí cuando cantaron (“Eres Gabriel García Márquez/ pero te decían Gabo,/ de todos el más grande/. El olor de la guayaba, él vivió para contarlo”), los hizo entrar otra


vez, y allí estuvieron con sus galas populares, trayendo a la sala el aire de la calle para que Mercedes Barcha, la viuda, sonriera también y moviera los pies. Cuando eso ocurría, me acerqué a un viejo amigo de los Gabo, el pintor Gillermo Angulo (al que los chicos de García Márquez llaman Anguleto) y le pregunté cómo se sentía allí, en la despedida de un hombre al que los libros hicieron inmortal. Dijo Anguleto: -Aquí estoy, tristiando. ¿Sabes qué puso un periódico popular de Colombia en su titular? “Qué puta tristeza”. Y eso es, acá estamos tristiando.


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