ESPADAS Y ESCUDOS
#1
Alfonso Sastre Higuera
1.
Cuando el sol despuntó por el este, el joven Karuk Fa ya estaba listo para comenzar aquel nuevo día que parecía ser el primero del resto de su vida. Llevaba la armadura que su propio padre había vestido cuando había servido a La Espada de Oro. La coraza plateada lucía brillante, se había pasado toda la noche sacándole brillo pero no había logrado disimular las abolladuras que presentaba, señales de que había estado en más de una batalla. Bajo ésta llevaba la tradicional camisa azul de manga larga que había sido tejida en lino de primera calidad. Al igual que la coraza, la camisa había conocido tiempos mejores, pero aquella era la ropa de su padre y era la que Karuk quería vestir al menos ese día. Los pantalones negros de cuero curtido se ajustaban a sus piernas para proporcionarle la mayor agilidad posible en los momentos de lucha o al cabalgar. Las botas eran de auténtica piel de zorro y eran la única prenda que no había heredado. El brillo del astro dorado ya empezaba a refulgir en el horizonte y el cielo comenzaba a aclarar. Era el momento de marcharse. Se dedicó un último vistazo frente al espejo para asegurarse de que se hallaba presentable y acto seguido se ajustó el cinturón del que colgaría su espada. Con un filo cortante de un metro de longitud y una empuñadura rojiza forjada en hierro, aquella arma había estado en su familia por generaciones. La sostuvo un instante en alto, observándola cuidadosamente, como si fuese la primera vez que la veía. Después la guardó con cuidado en su vaina disfrutando del leve sonido que producía el roce de la hoja con la carcasa que lo protegía. Como último toque cogió la capa teñida en escarlata y se la anudó al cuello. No era una capa muy larga, de hecho solo alcanzaba hasta la cintura, de modo que no servía para protegerse del frío o para mantener el anonimato. Aquella prenda era un distintivo más de la orden de La Espada de Oro, el cuerpo de soldados más importante del reino de Tarshes. Y Karuk se convertiría en uno de ellos esa misma mañana. Estaba en la puerta para salir, agarrando el pomo, cuando no pudo evitar darse la vuelta y correr al dormitorio a despedirse de su madre y su hermano pequeño. La noche anterior habían discutido con intensidad y ambos habían salido heridos en su orgullo. Aquella mañana Karuk no había querido cruzarse con ella pero ahora la conciencia le pesaba. Cuando abrió la puerta del dormitorio principal allí estaba su madre durmiendo con Raktiss, su pequeño hermano de siete años, a su lado, abrazándola.
El motivo de la pasada pelea no había sido otro que la decisión de Karuk de ingresar en La Espada y la negativa de su madre que se había opuesto a ello rotundamente. Aquella mujer había enterrado a su marido y a sus dos hijos mayores antes de tiempo, los tres muertos en combate como miembros del ejército al que Karuk estaba a punto de unirse. El joven sonrió sin poder evitarlo al contemplarla durmiendo. Estaba claro que ella se preocupaba por él y de que no quería que le pasase nada malo, pero Karuk estaba decidido a correr el riesgo que fuese necesario para vengar a su padre y a sus hermanos. Cerró la puerta despacio para no hacer ruido, y salió. Se dirigió a los establos donde varios animales comenzaban a despertarse. Un perro negro y marrón con las orejas puntiagudas le ladró amistosamente al verle llegar y corrió hacia él esperando recibir una caricia. −Calla, Lekel. – Le susurró mientras le pasaba la mano por el lomo. Se detuvo al llegar frente a una esbelta yegua blanca con la crin rubia que le saludó con un suave relincho. Karuk le devolvió el saludo acariciándole la cabeza justo encima de la nariz con delicados movimientos de arriba a abajo. −Llegó la hora, Zera. –Le dijo en un susurró. Y se preparó para montar sobre ella. Un instante después, Zera, con su amo Karuk sobre ella, corría al galope fuera del establo, subiendo la empinada cuesta que conectaba la granja de la familia Fa con el camino a la gran ciudad. El joven jinete no se volvió para despedirse. No pensaba decir “adiós” a su hogar. Aquella noche estaba decidido a volver sano y salvo a casa aunque durante el día tuviese que librar cien batallas. Estaba decidido a no dejarse matar. Por lo menos, hasta que encontrase a los responsables de las muertes de su padre y hermanos. −¡Karuk! Una conocida voz le llamó cuando se hallaba en el camino hacia la ciudad. −¡Obelyn! –Le saludó el joven. −¿Estás preparado? −Ahora y siempre, hermano. Obelyn Poltark había sido el mejor amigo de Karuk desde que ambos eran pequeños. No solo habían sido vecinos sino que también habían ido juntos a la escuela. Y juntos habían soñado con ese día, cuando ambos entrasen en La Espada. Sin embargo, pese a compartir aquel objetivo, los dos jóvenes no podían ser más diferentes. Obelyn tenía el pelo negro y Karuk rubio. Los ojos de Obelyn eran pardos pero los de Karuk verdes. La
piel del primero era morena y la del segundo, blanquecina. La familia Poltark nunca había cogido una espada y la familia Fa nunca las había dejado. No obstante, pese a ser tan diferentes, los dos jóvenes siempre se habían llevado bien. Eran, como Obelyn había dicho, hermanos, aunque no tuviesen la misma sangre. El hecho de que pudiesen ingresar juntos el mismo día sin duda hacía aquella fecha mucho más memorable. Obelyn también cabalgaba. Su montura era un caballo pardo con la crin y las patas negras. Al paso avanzaron ambos animales mientras los jinetes conversaban entusiasmados sobre las aventuras que les esperaban durante el camino que les separaba de la ciudad, algo más de quince minutos. Pasado ese tiempo, por fin alcanzaron a ver la muralla que rodeaba la ciudad de Tarshes. Las puertas del muro, de varios metros de altura, estaban abiertas para que los campesinos y comerciantes entrasen en la ciudad a hacer negocios. Karuk atravesó el umbral seguido de su amigo y de pronto se vieron envueltos en el inmenso bullicio que conquistaba la ciudad. No pasaron desapercibidos vestidos con semejantes atuendos, con las corazas plateadas y las capas escarlatas ondeando al viento. Atravesaron el mercado donde los comerciantes gritaban a voz en cuello que sus productos eran los mejores de todo el lugar y los más baratos. Alfombras, vasijas, ropas, espadas, animales domésticos y otros muchos exóticos y desconocidos, herramientas, comida y hasta esclavos… Todo era vendido allí. Más adelante se hallaba la gran fuente de la ciudad. No era la única, pero había sido la primera. Varias mujeres llevaban sus grandes cántaros allí para llenarlos con agua para todo el día. Otras que no los llevaban también aguardaban allí a que algún hombre se fijase en ellas. Los dos jóvenes no pudieron evitar lanzar largas miradas a sus escotados vestidos que mostraban turgentes senos y hombros delicados. Aquellas mujeres que vendían su propios cuerpos les respondieron con invitaciones melosas a acercarse y con guiños de ojos, pero los dos jóvenes siguieron adelante. No podían llegar tarde a su cita. Pasada la plaza central de la ciudad comenzaban los barrios más nobles. Allí se alzaban las casas de los sacerdotes y de los militares. Eran auténticos palacetes con jardines, fuentes interiores, varias plantas y decenas de habitaciones. También allí se levantaban los templos a las diversas divinidades donde los fieles iban a rezar, ofrecer sacrificios y realizar peticiones. Pasado aquel lugar comenzaba una nueva muralla que conectaba con el muro que circundaba toda la ciudad. Aquella muralla secundaria daba acceso al palacio real y no
todo el mundo podía atravesarla. Una docena de guardias montaban la primera línea de defensa y tenían orden de detener a todos los que no tuviesen permiso para entrar en el palacio. Karuk y Obelyn se presentaron y consiguieron el paso hasta el patio que había justo antes del edificio real. Allí les esperaban cuarenta y dos jóvenes más vestidos como ellos que estaban listos para entrar a formar parte de La Espada. Los recién llegados desmontaron de sus animales y entregaron las riendas a los sirvientes que estaban designados para hacerse cargo de los animales. Karuk y Obelyn tomaron su puesto entre sus compañeros y esperaron firmes y en silencio a que el rey hiciera su aparición.
Durkandar no había tenido siempre ese nombre. Hubo un tiempo en que se llamaba solo Dur, “Veloz” en el idioma de los Ekhany. Pero eso había sido hacía mucho. Cuando era niño y su hermano mayor Eleas iba a ser rey. Pero Eleas enfermó de repente y murió, haciendo que él consiguiese el primer puesto en la sucesión real. Hacía catorce años que su padre, el rey Kraikandar, había fallecido de ancianidad y Dur había dejado de ser príncipe para ser coronado como el nuevo rey de Tarshes, de modo que aceptó aquel sable hecho de oro con la empuñadura negra además del cetro y el título Kandar. Jamás olvidaría los sucesos que ocurrieron durante el día de su coronación y que a punto estuvieron de costarle la vida de no haber sido por sus intrépidos soldados, los miembros de La Espada de Oro. Les debía la vida. Ellos, sus soldados, habían peleado en decenas de guerras por él y por los reyes anteriores. Muchos habían resultado heridos, tullidos, muertos. Habían vertido su sangre y llevaban su carne marcada con cicatrices que les acompañarían hasta el último día de sus vidas. ¿Acaso no era aquello lo correcto? Los reyes reinaban y los soldados combatían y a menudo morían por sus señores. Así había sido siempre. No obstante, aquella mañana, Durkandar se había levantado sintiéndose más viejo que de costumbre. Desnudo, con su larga cabellera suelta hasta debajo de la cintura, observaba desde la alta ventana de sus aposentos al patio donde los jóvenes soldados esperaban impacientes por comenzar a servirle. No es que fuese un anciano, apenas había superado la cuarta década de vida, pero estaba cansado de aquel modo de vivir. Gobernar un reino podía ser agotador.
Y estaba cansado de la constante amenaza de guerra que se cernía en el horizonte con el reino de Karsia, siempre dispuesto al ataque por el este. Se veía cada vez más viejo, y sus soldados cada vez le parecían más jóvenes. −Míralos. Si son solo niños. –Dijo en voz baja para sí. −Tienen la edad indicada para comenzar a guerrear. –Le contestó Lia. Durkandar se giró al escuchar la dulce voz de su mujer que yacía despierta sobre la cama, vestida únicamente con una vaporosa túnica de seda verde que se transparentaba revelando su hermoso cuerpo de mujer. −No he querido despertarte, amor. –Dijo Durkandar como disculpa. −No lo has hecho, mi rey. Nuestros corazones están unidos y el mío ha sentido palpitar angustiado al tuyo. −Es por esta nueva tanda de aspirantes a soldados. Aún no han cumplido los veinte años y ya han tomado la decisión de vivir y morir, y así será en el caso de algunos de ellos. Antes de que acabe el año, más de uno se habrá dejado la vida en su glorioso servicio en La Espada de Oro. Lia se levantó de la cama saliendo con delicadeza de debajo de las sábanas y caminó descalza hacia su esposo. Contaba con diez años menos que él y cuando fue desposada apenas era una cría pero en los casi tres lustros que llevaban juntos había resultado ser una compañera perspicaz y leal, lo que era más, había aprendido a amar a Durkandar y él había aprendido a amarla a ella, no solamente en los ratos que yacían unidos en el lecho, sino a cada minuto del día. Durkandar se sentía afortunado de tenerla. Todos los matrimonios reales se celebraban por diversas razones políticas que siempre beneficiaban a alguien aunque no tenía por qué ser a aquellos que lo contraían. El mismo matrimonio del anterior rey de Tarshes había sido uno de los más infelices de la historia del reino y Durkandar recordaba las inagotables peleas y discusiones que sus padres habían tenido todos los días de sus vidas. Con Lia todo era diferente. Era una mujer inteligente que había conseguido el cariño de su pueblo a base de demostrar genuino interés en ellos. Siempre había hablado con franqueza con su marido, incluso cuando eran prácticamente dos desconocidos, y eso era algo que Durkandar había valorado más que cualquier otra cosa pese a que no siempre le gustaba lo que oía. Aquella mujer se había ganado la confianza del rey y él había depositado la suya en ella. Aunque su matrimonio hubiese comenzado por un arreglo entre diferentes casas de la nobleza, Durkandar y Lia habían llegado a ser amantes y amigos. Y, gracias a los dioses, además era una mujer sumamente bella.
Abrazó al rey desde atrás, deslizando sus manos suavemente sobre el pecho velludo y musculoso de su marido. Le besó suavemente en el hombro y aspiró el olor a aceites y flores que su cuerpo aún poseía de su último baño nocturno. El largo cabello negro y ondulado de Durkandar parecía acariciarle el rostro. Era una sensación sedosa. −Tienes que vestirte e ir a verles. –Le susurró Lia sin soltarle. –Esos jóvenes te esperan. Durkandar suspiró. −¿Me ayudas con la trenza? –Le preguntó a su mujer. −Claro.
Cuando el rey Durkandar puso el pie en el umbral de la principal entrada se sorprendió del horrible calor que hacía aquella mañana. El sol parecía estar castigándoles desplegando su abrasadora fuerza. Era cuestión de segundos que se pusiera a sudar a chorros. Lo detestaba. Avanzó con paso decidido hacia los aspirantes. Tras él se movían al unísono cuatro capitanes de La Espada de Oro que vestían los habituales uniformes azules con pantalones negros y coraza plateada, igual que los aspirantes. Igual que Karuk y Obelyn. El atuendo del rey apenas difería del de sus soldados. Sus pantalones eran negros pero su camisa azul llevaba diversos dibujos bordados en hilo dorado que aquella mañana solo se podían apreciar en los puños al vestir la tradicional coraza plateada que dejaba los brazos al descubierto. Sobre ella llevaba grabado en oro la figura de un leopardo, el estandarte de la familia Kandar. Su capa era escarlata pero llegaba un palmo por debajo de la cintura. Aquel día, como cualquier otro, llevaba su largo cabello sujeto en una trenza. Ningún otro hombre en todo el reino, ni siquiera los príncipes, podía lucir largo el cabello. Aquel era un peinado simbólico. El rey de Tarshes solo debía cortarse el cabello en época de guerra, el resto del tiempo debía dejárselo largo. El que el cabello de Durkandar le llegase hasta debajo de la cintura era el recordatorio evidente del largo período de paz del que disfrutaba el reino. Una veintena de metros separaba al monarca de sus futuros jóvenes soldados. Durkandar les examinó desde lejos. También observó a sus hombres que montaban guardia alrededor. Les saludó con un gesto de cabeza. Conocía a sus hombres, le gustaba saber sus nombres y cómo se encontraban. Le había pedido toda la información
posible sobre los aspirantes al capitán Virrthan que esa mañana les encabezaba y sería el encargado de supervisarles durante su primer año en La Espada. Más allá de los jóvenes, en medio del patio empedrado se levantaba el altar a Kharra, dios de las guerras y protector de los soldados. Junto a él esperaban los tres sacerdotes que llevarían a cabo el tradicional sacrifico de un toro, para que la sangre derramada del vigoroso animal alegrase el corazón de la divinidad y se dignase a proteger a los recién incorporados. Por fin se detuvo Durkandar frente a los jóvenes aspirantes. Se dio cuenta de que por su frente ya se deslizaba un fino hilo de sudor. Acarició el mango de su espada que colgaba del cinturón. Aquel arma había pertenecido a la familia Kandar desde hacía generaciones. Según contaba la tradición popular, la espada había bajado del mismo cielo y había sido entregada al hombre que estaba llamado a gobernar al resto. Así lo creía Durkandar y también sus súbditos. Era un sable dorado, forjado con el áureo metal. Su hoja era cortante y afilada, y sin embargo era muy ligera, fácil de sostener. Su empuñadura había sido forjada con hierro negro y asemejaba la forma de un dragón cuya cola se unía al filo mientras que su cabeza se hallaba apuntando justo al otro extremo. Las fauces de aquel dragón permanecían siempre amenazadoramente abiertas y sus ojos eran dos minúsculos rubíes rojos. Era esa espada la que daba nombre al cuerpo militar más importante del reino. −Los que aquí os halláis esta mañana frente a mí habéis decidido servirme con fidelidad. −Comenzó a decir Durkandar por fin. −No será una labor fácil. Como rey de Tarsesh poseo numerosos enemigos que tratarán de acabar con mi vida. Vuestra tarea, como ya sabéis, será la de protegerme al grado que fuese necesario, aunque os cueste vuestra propia vida. En la batalla iré a la cabeza y vosotros seréis mi sombra. En el combate derramaremos nuestras sangres codo con codo, como iguales. Yo, por mi parte, actuaré de forma leal con vuestra lealtad y nunca os abandonaré. La recompensa por servirme será grandiosa, y ya no seréis mis siervos, sino mis amigos. Pero el riesgo que asumiréis será inmenso. Este es el momento para que se retiren todos aquellos que albergan dudas. Eran unas palabras ceremoniales. Durkandar las había pronunciado una vez al año durante los catorce años que había estado gobernando y antes de eso se las había escuchado a su padre tantas veces que no era capaz de contarlas. Y ceremonialmente, los aspirantes desenvainaron sus espadas al unísono y las dirigieron hacia el cielo para gritar su juramento: −¡Aquí están mi espada y mi sangre para servir al rey de Tarshes! Durkandar oyó esas palabras mientras escrutaba uno a uno a aquellos jóvenes. Se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar antes de celebrar un funeral militar por
alguno de ellos. Por fin, se decidió a dar la respuesta que concluía con su discurso de iniciación. −Así lo habéis jurado. Que así sea. Después de aquello avanzó un poco más, hasta el altar donde aguardaban los sacerdotes con el animal que iba a ser sacrificado. Uno de ellos le entregó una pequeña daga ceremonial con la que tenía que degollar a la bestia. −Que la sangre de este animal calme la furia de Kharra y nos proporcione días de paz y calma. –Rezó el rey con los ojos dirigidos al cielo despejado de nubes. Como un relámpago, hundió la daga en la garganta del animal y éste apenas tuvo tiempo de sentir el dolor. Se derrumbó en el acto y la sangre cesó de fluir hasta su cerebro en pocos segundos. Los sacerdotes arrastraron el cadáver hasta la pira para prenderle fuego mientras la multitud de aspirantes rompieron en vítores, felices de haber comenzado su servicio. Por fin, Karuk sentía que había cumplido su sueño. Sonreía tanto que por un momento pensó que se le iba a desencajar la mandíbula.
El humo negro de la pira ascendía hacia el cielo azulado en paralelo a las altas torres del palacio. Desde lo alto de una de ellas, el príncipe Srasta permanecía asomado a la ventana contemplando toda la escena con su habitual semblante oscuro y maquinador. Aquel hombre alto y con el cabello gris era el menor de los cuatro hijos varones que la reina Yaza le dio a su esposo, el difunto rey Kraikandar, padre de Durkandar. Siendo el menor de cuatro príncipes, Srasta supo desde que era pequeño que jamás llegaría a ser rey. Ni siquiera cuando el primogénito de los hermanos, el príncipe Eleas (que debería haber llegado a convertirse en el rey Eleaskandar) murió de una extraña enfermedad en su juventud. Con Eleas muerto, cuando el rey se reunió con sus antepasados la corona y el cetro pasaron a manos de su segundo vástago, Dur, que desde ese momento fue bautizado con el nombre de Durkandar. El trono estaba muy lejos para Srasta pero no por eso dejó jamás de ambicionarlo. Un par de años más tarde, cuando Durkandar contrajo matrimonio, una banda de mercenarios se levantó en armas en mitad de los festejos y asaltaron el palacio. Los reyes de las lejanas tierras del Oeste y Karsia los habían pagado para que asesinaran a
todos los miembros de la familia real de Tarsesh. Tanto Srasta como su hermano Durkandar salvaron la vida gracias a la intervención de algunos miembros de La Espada de Oro que actuaron comandados por el valeroso espadachín Gullinorn Mulhonin. No corrió la misma suerte Tyggo, el tercero de los príncipes. De pronto, de cuatro hermanos que eran habían pasado a ser solo dos y, lejos de entristecerse por ello, Srasta comprendió que se hallaba más cerca del trono de lo que lo había estado nunca. Solo una cosa se interponía en su camino: su propio hermano Durkandar. Cuando al cabo de un año de esos acontecimientos el rey llegó a ser padre del príncipe Sirh, Srasrta se dio cuenta de que su ascenso al trono había retrocedido un escalón y seguiría haciéndolo a no ser que hiciera algo por impedirlo. Se resolvió en su corazón a ganar el poder de una vez y para siempre, aunque para ello tuviera que mancharse las manos con la sangre de su hermano y de su sobrino. Ahora, nueve años después, empezaba a entender que aquella decisión la había tomado mucho antes de que Durkandar llegase a ser rey. −Hace exactamente siete días que esa ladrona debería haber vuelto a mí con aquello que le pedí. − Dijo Srasta rompiendo el silencio, sin desviar la mirada de la ventana por la que miraba. -Pero ahora tenéis una oportunidad excelente para averiguar qué le ha sucedido.-Dijo a sus espaldas uno de sus tres consejeros. Srasta se volvió intrigado al oír aquellas palabras. Frente a él se encontraban los tres hijos mellizos de Urgür: Tasvir, Jambir y Kerandir, tres hombres de apariencia idéntica que contaban cada uno con casi siete décadas de vida. Acostumbraban a lucir afeitadas sus cabezas y a vestir largas túnicas grises que les cubrían hasta los pies. Eran tres hombres ávidos de poder y riquezas, con corazones malvados que se habían endurecido hasta volverse insensibles. Sin embargo, pese a su mezquindad, los tres hermanos eran sabios como ningún otro hombre podía ser y sus mentes albergaban un gran conocimiento. Srasta había encontrado en ellos a los consejeros perfectos y ellos habían obtenido al servirle una bolsa llena de monedas por cada mes lunar que transcurría. −¿A qué os referís? −Inquirió Srasta. −Los nuevos miembros de La Espada, mi señor. − Comenzó Jambir. −Son inexpertos, carentes de habilidad, manejables. −Señaló su hermano Kerandir. – Y, por supuesto, aún no están al corriente de las… desavenencias que surgen en la corte. −Sí. Aún no han elegido a quién ser leales.
El príncipe Srasta comprendía perfectamente aquellas palabras. Si bien era cierto que los jóvenes aspirantes deseaban labrarse un honor y una vida de aventuras, con el paso de los años se darían cuenta que no resultaba fácil servir a un rey, luchar por él, sangrar por él, y enterrar a amigos y camaradas. Muchos miembros de La Espada habían hallado la desilusión al comprender que las aventuras y las guerras no eran tan grandiosas como las canciones relataban; que el peligro que tanto ansiaban podía ser terriblemente amenazador; y a menudo, las recompensas no eran tan cuantiosas como la mente podía concebir. Al final, el honor no era tan práctico como una bolsa de monedas, y Srasta había sabido aprovecharse de eso. Con gran generosidad había logrado conseguir el respeto y la lealtad de varios miembros de La Espada. Y por su experiencia sabía que era más fácil corromper a los jóvenes inexpertos que a los bravos veteranos. −¿Qué proponéis, sabios hijos de Urgür? –Inquirió el príncipe de sus tres consejeros. −Pídele al rey que te preste a esta nueva guarnición durante unas semanas. –Le respondió uno de los hermanos. −No accederá. –Respondió Srasta tajante. −Proponedle que realicen una expedición a las afueras del reino para que conozcan cómo es el terreno. –Propuso el mayor de los hermanos. –La guerra con Karsia es inminente, todos lo saben, hasta Durkandar. Nuestros soldados deben estar preparados por jóvenes que sean. −Entonces, uno de vuestros capitanes podrá guiar a la expedición hasta el lugar donde la ladrona Lylianna debería ser hallada con la Targumá. –Concluyó el tercero de los ancianos. Srasta sonrió. La esperanza volvía a inundar su corazón. Se haría con la arcaica Targumá de un modo u otro, y entonces nada se interpondría en su camino al trono. Aquellos jóvenes guardias parecían ser la alternativa idónea para lograr sus planes sin levantar demasiadas sospechas. −Hablaré con mi hermano, el rey Durkandar, esta noche durante la cena. –Decretó el príncipe Srasta.
El día pasó veloz y en calma, sin ninguna amenaza a la vista. Karuk tuvo una jornada tranquila patrullando por la ciudad sobre su yegua Zera en compañía de sus compañeros, algunos nuevos como él, otros veteranos.
La mera presencia de los miembros de La Espada detuvo una pelea entre bebedores en una taberna. Un grupo de niños se quedó asombrado al ver a Karuk tan cerca. El joven aspirante se percató de ello y se sintió henchido de orgullo. Ahora era un espadachín. La gente lo sabía. Le admirarían por su fortaleza y bravura. Era un héroe. O lo sería en cuanto entrase en batalla. Aquella noche durmió plácidamente en su cama, después de haber relatado su primer día a su madre y a su hermano pequeño. Se preguntaba qué le depararía el día siguiente, ajeno a las decisiones que se acababan de tomar en el palacio real durante la cena entre el rey y su hermano el príncipe. Con la nueva salida del sol, Karuk se halló montado en su yegua al lado de su compañero Obelyn. Guardaban su posición dentro del pequeño contingente de veinte espadachines que se preparaba para partir en cuanto su capitán, el hombre llamado Virrthan, diese la orden. Delante de él, el mismísimo príncipe Srasta preparaba a los jóvenes soldados. −Vivimos un época dorada de paz, espadachines. –Les dijo Srasta. – Pero esa situación puede cambiar en cualquier momento. De todos es sabido el rencor que nuestros hermanos del reino de Karsia nos profesan y la posibilidad de que nos declaren la guerra es una amenaza constante. Debemos estar preparados. La batalla no se librará aquí, en la ciudad. De ser así, ya la habríamos perdido. Debéis conocer el terreno que se alza entre el mar y nuestra tierra, el Bosque de los Mil Álamos. Allí es donde nos encontraremos con nuestros enemigos si éstos se deciden a atacarnos. Que tengáis paz en vuestra misión. El capitán Virrthan alzó la mano para tomar la palabra cuando dos jinetes interrumpieron la que iba a ser la partida. Karuk los conocía. Sabía sus nombres y reconoció sus rostros. Eran dos leyendas vivientes. Todos los habitantes del reino sabían de ellos. Cuando aparecieron montados sobre sus corceles al paso, los jóvenes aspirantes hicieron correr sus nombres de boca en boca como un río de murmullos. −Es Galaad. −Y Gullinorn. −Galaad Ga’wein. −¿De verdad son ellos? ¡Es increíble! −¡He soñado con conocerles toda mi vida!
Solo Karuk pareció quedarse petrificado al ver a aquellos dos hombres que acudían a la cita con el contingente del capitán Virrthan. −¿Sabes quiénes son? –Le susurró Obelyn haciéndole despertar de su trance. −¿Bromeas? –Respondió Karuk. −¡Todo el mundo lo sabe! De pronto, la atronadora voz del príncipe Srasta se hizo oír por encima de los susurros de respeto de los jóvenes espadachines: −¡Por los dioses! ¿Qué estáis haciendo aquí? –Rugió enfadado el príncipe. −Hemos venido a unirnos a la expedición. –Respondió sereno Gullinorn. −Yo soy el capitán que la lidera. –Avisó Virrthan, un hombre leal a Srasta que conocía el verdadero propósito de la marcha. −Me parece apropiado para un hombre de tu categoría, Virrthan. Gullinorn y yo solo hemos venido a unirnos a tus tropas. No tenemos intención de liderarlas. –Dijo Galaad. Virrthan miró desconcertado al príncipe esperando una respuesta de su parte. −¿No tenéis ningún otro trabajo que realizar, Galaad? Esta es solo una expedición de reconocimiento para soldados primerizos. Galaad echó un vistazo a los aspirantes y sus ojos se cruzaron con los de algunos de ellos, incluido Karuk. −Lo sabemos, majestad. Pero vuestro hermano, el rey, nos ha ordenado personalmente que acompañemos a Virrthan y a sus hombres por el Bosque de los Mil Álamos. Nunca se sabe qué puede encontrarse más allá de las murallas protectoras. Virrthan se acercó al príncipe. −Mi señor. –Le susurró. −¿Cómo voy a cumplir con vuestra misión con estos dos espías de vuestro hermano pisándome la sombra? Srasta mantuvo un momento de silencio pensativo. Su mente trabajaba todo lo rápido que podía concibiendo alternativas, preguntándose si no sería mejor cancelar la verdadera misión… Pero no. Había ido demasiado lejos al contratar los servicios de Lylianna para conseguir la Targumá. Una vez que tuviese dicho artefacto en sus manos nada se interpondría entre el trono y él. Usaría la Targumá para aniquilar a su hermano Durkandar y a su sobrino, el príncipe Sirh. Sabía de sobra que habría guerra entre sus hombres y los que eran leales al rey y sea como fuera tendría que vencer. Morirían cientos. Todos los espadachines que luchasen por Durkandar tendrían que ser eliminados, incluidos los valerosos Galaad y Gullinorn. ¿Qué importaba si morían un poco antes?
Con la decisión tomada, acercó sus labios a la oreja de Virrthan, y le susurró: −Encontrad a la mujer y traedme la Targumá. No me importa si para ello has de matar a estos dos entrometidos y a cuántos se interpongan en mis planes. Virrthan asintió. Le gustaba la idea de que aquellos dos recién llegados les acompañasen. El viaje acaba de dejar de parecerle tan aburrido y comenzó a disfrutar con la imagen que se fue formando en su cabeza: el momento en que daría muerte al bravo Gullinron Mullhonin y al valeroso Galaad Ga’wein, con quienes tenía más de una deuda que saldar. −Vendréis con nosotros. –Dijo el capitán mirando a aquellos dos hombres. Los dos nuevos jinetes hicieron andar a sus caballos hasta tomar su posición entre los jóvenes soldados que ya formaban filas para partir. Muchos de los muchachos se dieron la vuelta para ver bien a los recién llegados. Aún no podían creer que estuviesen allí, tan cerca de ellos. Virrthan dio una orden en voz alta, era prácticamente un grito, pidiendo atención. No lo reconocería nunca pero su orgullo estaba herido al contemplar la admiración que sus jóvenes soldados profesaban a sus rivales. −¿De verdad van a venir con nosotros? –Exclamó Obelyn en voz baja. −¡Por los dioses, Obelyn! ¡Esta misión va a ser increíble! –Le contestó Karuk con una tremenda sonrisa de emoción en los labios. −¡Todos en sus posiciones! ¡Listos para partir! –Ordenó Virrthan. El porte de Galaad y Gullinorn resaltaba en la retaguardia de la expedición. El primero, un hombre de pelo moreno y ojos oscuros que a sus treinta y tres años se hallaba en el poderío absoluto de sus fuerzas. El segundo, once años más mayor que él, más grueso, con el cabello rojizo y los ojos verdes, se mesó la barba pelirroja con una mano mientras con la otra sujetaba las riendas de su animal. Se palpaba la diferencia entre ellos dos y el resto de los espadachines. Los años de experiencia les habían dotado con una particular forma de montar que aún tardarían en aprender los recién incorporados a las tropas de La Espada. Respiraban calma y tranquilidad frente a la emoción y los nervios de los jóvenes aspirantes. A la orden de Virrthan todo el contingente comenzó a avanzar en formación y Galaad y su compañero, desde la última línea, cubrían las espaldas a sus compañeros al tiempo que podían vigilarles. −Virrthan es leal a ese canalla de Srasta. –Susurró Galaad.
−No me digas. –Bromeó Gullinorn. –Es por eso que el rey nos ha pedido que le vigilemos de cerca. Quiere que cuidemos de estos jóvenes. −¿Qué es lo que el príncipe pretende al enviar a estos niños con uno de sus hombres al interior del bosque? −No lo sé, Galaad. Pero estamos a punto de averiguarlo. El grupo comenzaba a pasar por debajo de los muros de la ciudad, y cuando los últimos jinetes hubieron cruzado el umbral las altas puertas de la muralla comenzaron a cerrarse tras ellos. −No es una simple misión de expedición. De eso estoy seguro. –Dijo Galaad. –Y sea lo que sea lo que quiera Virrthan para su amo, parece obvio que tendremos que pelear con él más tarde o más temprano. −Estoy listo para hacerlo. Y para darle muerte si es necesario. –Respondió Gullinorn de forma inalterable. −Espero que lo estés para matar a estos niños también si llega el caso. Desconocemos a quién le son leales. Si se ponen de parte de Virrthan la pelea será dura. −En el momento en que cogieron una espada dejaron de ser niños, amigo mío. Si se ponen de parte de Virrthan tendremos que defendernos de ellos. Galaad alzó los ojos a los cielos. Si el día anterior había sido de sol y calor, ahora las nubes grises se formaban como un largo manto que encapotaba el azul del firmamento. Amenazaba tormenta. No le gustaba la idea de tener que combatir contra gente tan joven e inexperta, pero en el campo de batalla solo había una regla para cualquier edad. Sobrevivir. A cualquier precio. Así había sido siempre y así seguiría siendo. Pensó en las palabras que acababa de pronunciar Gullinorn y luego pensó en Durkandar. Era un buen rey y con él en el trono la ciudad y el resto del reino había conocido unos esplendorosos años de paz y bonanza. Debía defender eso de cualquiera que lo amenazase, incluido el codicioso príncipe Srasta. −Sea. –Dijo, como si acabara de tomar la decisión. –Pelearemos contra los niños si llega el caso. Atravesaron las tierras de cultivo extramuros donde varios aldeanos tenían sus hogares y granjas. Innumerables senderos se desprendían como una infinita
ramificación desde el camino central. Uno de esos senderos llevaba a la casa de Karuk. Le habría gustado que su madre pudiese contemplarle ahora, en su primera misión, vestido como su padre y acompañado de héroes y leyendas. Un rugido bramó en el oscuro cielo. Un trueno. La lluvia sería inmediata. Un par de kilómetros más adelante comenzaban a crecer los primeros álamos que daban nombre al frondoso bosque que debían atravesar. <<El lugar perfecto para guarecerse de la lluvia>>, pensó Virrthan mientras sonreía. <<Y también para tender una emboscada>>.
CONTINUARÁ.