ALFONSO SASTRE HIGUERA
11
Cuando Karuk Fa abrió los ojos no fue capaz de recordar nada salvo el gran río de sangre que manaba de su pecho tras resultar herido en el fragor de la batalla. Recordaba la calidez de la sangre besando su vientre y el escozor de la herida que se volvió repentinamente en una gélida quemazón que le provocó nausea y le aflojó las piernas hasta tal punto que se derrumbó. Cuando abrió los ojos supuso de inmediato que había ascendido a la región espiritual donde iban las buenas personas tras morir para reunirse con el Gran Dios que había creado los cielos y las tierras. Pero desechó esa posibilidad cuando sintió el vientre aún magullado tras la herida. Le habían cosido y estaba vendado, y era obvio que en el cielo no debía de haber nadie enfermo o herido por lo que supuso que todavía estaba vivo. −¿Te has despertado ya? –Rugió una voz dura y pétrea, como si le hablase una montaña. Karuk se sobresaltó ante aquella voz y el rostro de quien profería las palabras. Primero le asustó el aspecto inhumano de aquel ser, pero luego, cuando recordó dónde le había visto anteriormente, se sobresaltó aún más. Aquella criatura grisácea de más de dos metros de alto y con cuatro fornidos brazos que parecían estar hechos de piedra era Ukitran, el primogénito de los abikhtanitas, los cuatro seres que custodiaban El Bosque de los Mil Álamos y que ya habían cruzado las espadas contra las tropas de Tarsesh cuando Karuk Fa se adentró en aquellos parajes con la expedición del difunto capitán Virrthan. En aquella ocasión, los cuatro abikhtanitas habían dado buena cuenta de casi treinta hombres jóvenes hábiles en el manejo de las armas, de modo que reencontrarse cara a cara con el líder de ellos no le infundió ninguna tranquilidad. −¿Puedes oírme, humano? –Repitió Ukitran. −¿Te encuentras bien? Pero Karuk seguía demasiado aturdido ante aquella visión como para responder. −Tranquilo, Ukitran. Creo que el joven espadachín ha regresado por fin al mundo de los vivos. –Aquella voz que habló era cálida, humana. Karuk la conocía. Buscó con la mirada al dueño. Descubrió a varios espadachines como él. Parecían haber estado heridos pero se estaban recomponiendo. Algunos se estaban poniendo en pie, otros se alistaban las armaduras y armas. Vio también a los tres hermanos de Ukitran: Fargal, el anaranjado danzarín del fuego, y los gemelos Kaaru y Rua’ak. Entonces, por fin vislumbró aquel rostro amigo que le hablaba.
−Gullinorn. –Le saludó, dándose cuenta de que su boca estaba completamente seca y sus palabras surgían de ella con fragilidad. −Así es, humano. Gullinorn Mulhonin. –Dijo Ukitran mientras el grueso espadachín se aproximaba al lecho donde descansaba el joven que se acababa de despertar. −¿Cómo te encuentras, Karuk? –Se interesó. −Se…diento. –Musitó el joven. Gullinorn sonrió con satisfacción. −Eso se puede arreglar. Me alegra comprobar que tus heridas han sanado. Cuando los abikhtanitas llegaron hasta el lugar de la batalla tu yacías caído de espaldas, inconsciente y perdiendo mucha sangre. Karuk recordó cómo había llegado a ese punto. Había blandido su espada contra un contrincante que finalmente se había separado de él, medio herido. Luego desarmó a otro y lo atravesó con su acero. Un tercer enemigo karsiano había logrado hacerle un corte en uno de los brazos y se había batido con fiereza, de hecho, en algún punto de la batalla Karuk comenzó a perder terreno y a temer que su enemigo le pudiese vencer. Pero en ese instante había aparecido a su lado Jantar, otro joven espadachín amigo suyo, y juntos habían hecho frente al formidable guerrero karsiano. Y después de eso habían caído sobre ellos dos otros cuatro o cinco contrincantes. Karuk recordaba haber herido a alguno mientras paraba las estocadas de otro y por el rabillo del ojo había llegado a ver a Jantar acertándole a otro, pero los karsianos habían resultado superiores en número y finalmente habían logrado herir a Karuk. Recordaba un terrible golpe de espada karsiana azotándole velozmente en el vientre, una quemazón horrible mientras su sangre se vertía fuera de él y la veloz caída al suelo. Su visión se había emborronado y la oscuridad se cernió sobre él. En ese instante se dio cuenta de lo afortunado que era porque sus enemigos no hubieran decidido rematarle. −¿Y Jantar? ¿Está…?−No fue capaz de terminar la frase. −Ahí mismo. –Le señaló Gullinorn con el dedo índice a su amigo que, a lo lejos, aparecía envainando su espada. –También le hirieron pero los abikhtanitas llegaron justo a tiempo. ¿Puedes ponerte en pie? Karuk comprobó para su sorpresa que sí podía hacerlo. Sus piernas estaban fuertes y su vientre no le dolía. Su herida inclusa parecía haber cicatrizado. −La pócima curandera de los abikhtanitas es fabulosa, ¿verdad? –Le dijo Gullinorn dándole una palmada en el hombro. –Llevas inconsciente apenas un día y medio pero ya estás completamente recuperado. Así que, si puedes ponerte en pie y sujetar una espada,
vamos. El rey ha convocado una reunión para todos los Espadas que queden para combatir. −El rey…−Karuk lo había olvidado. ¿Qué había sido del monarca? En la batalla, Karuk no había estado cerca de él y no había podido observar cómo resultaba gravemente herido. Los hombres alrededor del rey habían ido caído bajo las espadas enemigas y, en un último intento por salvar la vida de su soberano, el capitán Ocasith se había abalanzado sobre él, poniendo su cuerpo como escudo ante las estocadas de los karsianos. Ocasith no había sobrevivido pero el rey Durkandar, como Karuk y tantos otros Espadas, había sido hallado por los abikhtanitas y sanado. Los Espadas de Oro que se habían congregado en torno al rey Durkandar eran menos de la mitad de los que habían salido el primer día de Tarsesh. El rey los miró con detenimiento. En sus rostros vio la pesadumbre de la derrota. Habían sido vencidos y, si no hubiera sido por aquellos cuatro seres enormes y misteriosos, todos ellos estarían muertos ya. La primera avanzada y los refuerzos que llegaron después, todos ellos habían sido arrollados por el príncipe karsiano Mar’Uth y aquellas bestias que había usado como caballería. Pero había una poderosa razón por la que los soldados tarseshios aún tenían que pelear. Era la razón que impulsaba a Durkandar a continuar. −Nos han vencido. –Les dijo a sus hombres. –Pero no estamos muertos. Tal vez creáis que no tenemos ninguna posibilidad de ganar, y puede que eso sea cierto. Pero os pido que cabalguéis conmigo hasta una nueva batalla. Persigamos a esos malnacidos karsianos y plantémosles cara de nuevo. Tal vez nos hagan sangrar hasta que nuestras venas queden secas pero yo no podría seguir viviendo sabiendo que no hice todo lo posible por salvar mi ciudad. Tarsesh, y todas las almas que aún están allí. Mi esposa, la reina Lia, y mi hijo, el príncipe Sirh. Y también vuestras esposas e hijos, vuestros padres, madres, hermanos y vecinos. Yo, Durkandar, pelearé por ellos. ¿Quién está conmigo? Fue un Espada el que alzó el primero su arma apuntando al cielo y clamó con voz fuerte. Acto seguido comenzaron a unírsele todos sus compañeros. Eran hombres valientes, guerreros leales a su rey que derramarían hasta la última gota de sangre si hacía falta por defender a las gentes de Tarsesh. Karuk había visto solo un instante a ese primer Espada que había clamado antes que ninguno y un segundo después todas las espadas desenvainadas y dirigidas hacia arriba habían tapado la vista, pero sabía quién era. Su voz era inconfundible. Galaad Ga’wein. De repente, la tierra retumbó ligeramente al paso de los cuatro gigantes hermanos que se aproximaban al grupo de hombres reunidos en torno a su rey. Los soldados les
miraron desconcertados, incluso asustados, les abrieron paso y Ukitran se adelantó hasta Durkandar. −Si lo permitís, mis hermanos y yo combatiremos a vuestro lado. –Dijo el primogénito de los hijos de Abikhtan. –Los soldados karsianos han tomado una ventaja injusta al llevar consigo a esas formidables bestias, permitidnos acompañaros para igualar fuerzas. Una leve sonrisa asomó en los labios de Karuk y estaba convencido de que más de uno entre sus compañeros también lo había hecho. El corazón de aquellos hombres había cobrado una fuerza nueva al oír las pétreas palabras de aquel ser que pretendía ayudarles en una empresa casi imposible, pero la decisión de permitidles luchar contra Karsia debía tomarla únicamente el rey. −Vuestra fuerza y vuestro coraje será bienvenido entre nuestras tropas. –Dijo por fin Durkandar para alivio de sus hombres, que volvieron a clamar con las espadas en alto para celebrar el ingreso de los nuevos cuatro soldados de Tarsesh. −¡Ahora, pongámonos en marcha! ¡Hemos de alcanzar a los karsianos!
Dos luces brillaban sobre las ramas de los álamos observando a las tropas tarseshias desfilando, siguiendo las huellas de las huestes de Karsia. Eran las dos ekhanys que desde hacía un par de semanas vigilaban a las Espadas de Oro, o más bien, que vigilaban a Galaad Ga’wein. Sus nombres eran Akana y Deraïs. −¿Cómo has convencido a nuestros primos abikhtanitas para que ayuden a esos hombres? –Preguntó una de ellas, la llamada Deraïs. −Sabes que tienen una deuda de sangre con Galaad. No pueden dejarle morir. Solo tuve que ponerles al corriente de la situación y ellos mismos decidieron intervenir. – Respondió la primera con una sonrisa amplia de satisfacción dibujada en su rostro. –No le dejarán morir, querida Deraïs. Y cuando todo esto haya acabado, Galaad Ga’wein será mío.
Ter’Eyon descendía de la copa del alto álamo ágil como un felino. Su sonrisa se dibujaba en el rostro. Era un hombre aguerrido que tenía en su corazón el deseo de hacerse inmensamente rico y poder disfrutar de los más excéntricos y lujosos placeres lo que le quedaba de vida, que esperaba que fuesen muchos años.
En el suelo esperaba el resto de sus compañeros, todo el ejército de Karsia que el príncipe Mar’Uth había dirigido desde sus tierras a través de aquel denso bosque hasta la victoria contra el rey de Tarsesh. Todos habían luchado con ferocidad y los tarseshios, pese a estar en inferioridad, se habían batido hasta el final, causando numerosas bajas entre los karsianos. Eso era algo que ninguno de aquellos hombres ponía en duda, aunque el príncipe Mar’Uth hubiera prohibido, bajo pena de mutilación, hablar de ello y reconocer el mérito de los enemigos. Desde el suelo apenas podía verse con claridad un par de palmos más allá de las narices. Los inmensos álamos que daban nombre a aquel bosque se superponían fila tras fila impidiendo a la vista divisar algo que no fuera más que madera, troncos y hojas. Desde lo alto de la copa del árbol, Ter’Eyon había hecho de vigía y6 ahora le diría a sus compañeros y a su señor qué había visto. Todo el campamento guardó silencio cuando Ter’Eyon se dirigió hacia el príncipe. Los numerosos soldados le fueron abriendo paso. El vigía vislumbró por el rabillo del ojo a aquellos fieros animales que habían sido traídos desde el más remoto confín de la tierra: las Bestias de Krôm. Vio a los mercaderes que se habían atrevido a seguir al ejército desde Karsia, ansiosos por venderles las provisiones que necesitasen durante la incursión. También había muchas mujeres. Algunas eran prostitutas que acompañaban a los mercaderes y los soldados. La expedición de un ejército siempre resultaba un negocio muy rentable para muchos. Pero la mayoría de las mujeres eran concubinas del príncipe heredero del trono de Karsia. Bellas jóvenes de diferentes naciones, con distintos rasgos y colores de piel o cabello que hacían las delicias de Mar’Uth cada noche… y cada día. Siempre que el príncipe lo deseara. El príncipe iba sentado sobre un enorme trono de madera de roble bañado en pan de oro que iba clavado sobre una plataforma cuadrada que transportaban dos docenas de esclavos para que el príncipe se elevara por encima de las cabezas de los demás mortales. Se puso en pie y sus hombres pudieron contemplar cuán alto era. Un joven de poco más de veinticinco años, atlético, fornido, con el cuerpo rasurado a conciencia. Su cabello oscuro iba suelto, solo se lo peinaba en trenzas para la batalla. Le caía largo tras la espalda y se le unía a la barba justo delante de las orejas. Era un pelo lacio, reluciente. Llevaba las cejas peinadas y recortadas, resaltando sus ojos almendrados color miel. Tenía unos rasgos finos, hermosos, lo cual hacía mucho más placentera la labor de sus concubinas. Olía a perfume y su piel resplandecía por los baños de aceite que solía tomar. Sus enemigos solían burlarse diciendo que tenía el rostro de una doncella y que era igual de delicado. Fue entonces cuando decidió dejarse barba y se volvió cruel. Ahora sus enemigos estaban, en su mayoría, muertos, y los que quedaban vivos solían hablar de él en susurros. Su voz era grave como los truenos del cielo, como jun martillo cayendo sobre un yunque en una fragua. Era una voz que contrastaba con aquel fino rostro y ese cuerpo
esbelto. Ahora su voz se dirigía hacia Ter’Eyon, y todo el campamento karsiano guardó un silencio pavoroso. −¿Y bien? ¿Qué es lo que tus ojos han descubierto en las alturas? –Preguntó. −Los árboles se extienden varios kilómetros más pero ya se divisa la tierra más allá del bosque. Tarsesh debe de quedar a un par de jornadas desde el punto en que nos encontramos, majestad. Mar’Uth asintió. Podía ponerse en marcha de inmediato y obligar a sus hombres a recorrer el camino de dos jornadas en una sola. Se plantarían al anochecer frente a las murallas del reino enemigo y acamparían, sitiando la ciudad. Las granjas y casas que se hallasen extramuros serían pasto de las llamas y del saqueo. Sus hombres hallarían fuerzas renovadas ante aquella perspectiva. Pero él estaba cansado del viaje. Tal vez fueran los dioses a los que los tarseshios adoraban, o tal vez fuese solo la casualidad. Sea como fuera, Mar’Uth ordenó levantar el campamento en aquel mismo lugar donde se hallaban para pasar la noche. Más adelante recordaría el momento en que tomó semejante decisión y se preguntaría cómo habrían sido las cosas si hubiera obrado de forma diferente. Pero aquella tarde se le antojó de descanso. Que sus hombres cenasen a gusto después de divertirse cazando a los ciervos que hubiera por aquellos parajes, que bebiesen vino hasta quedar embriagados, que disfrutasen de los cálidos cuerpos que aquellas mujeres que les acompañaban les ofrecían por tan solo unas monedas. La victoria estaba asegurada. Esa noche descansarían.
La noche era oscura en el corazón de aquel bosque, y lo era aún más en el lugar donde Mar’Uth había acampado junto con sus hombres. Durante la expedición a través del bosque habían visto resplandecientes seres luminosos sobre las ramas de los álamos. Ekhanys que habitaban en aquel lugar, arriba en las alturas, lejos de los hombres. Ahora, en aquel lugar que habían elegido para hacer un alto en el camino, la oscuridad era abrumadora, ninguna luz brillaba allí. No había rastro alguno de los ekhanys, lo cual era buena señal. Aquellas criaturas evitaban, si podían, el contacto con los hombres. El hecho de que no hubiera ninguno allí era señal de que en verdad se hallaban próximos al límite del Bosque de los Mil Álamos. Mar’Uth se hallaba muy cerca de su meta: la conquista del reino de Tarsesh. Se proclamaría señor de aquella ciudad tras matar a la reina y al joven príncipe y
esclavizaría a todas las gentes que allí hubiera. La repoblaría con habitantes karsianos y cuando su padre yaciese por fin con sus antepasados, heredaría el trono de Karsia, proclamándose señor soberano de un vasto imperio. Pero aquello sería solo el comienzo. Podría hacer avanzar sus tropas hasta el lejano occidente y conquistar el Reino del Oeste, logrando establecer un dominio como nunca antes hubo tenido un hombre. Tumbado y desnudo, junto a los dormidos cuerpos sensuales de las mujeres a las que acababa de poseer, imaginaba lo poderoso que llegaría a ser. Y aquello le producía una excitación más grande que cualquier otro deseo.
La oscuridad de la noche también había alcanzado a las tropas tarseshias que habían galopado todo el día sin descansar. Habían acortado notablemente la distancia entre sus enemigos y ellos, aunque aún no podían imaginar lo cerca que estaban de los karsianos. Los Espadas de Oro se habían ido a dormir todos sin excepción ya que los abikhtanitas habían prometido montar guardia. Parecía que aquellas enormes criaturas no necesitaban descansar. Solo uno de los hombres permanecía aún despierto. Se hallaba sentado sobre un tronco que había caído al suelo y aguantaba su espada en la mano, observándola como si se tratara de la primera vez que la veía. Aquella arma había sido un regalo que un ser sobrenatural le había obsequiado tras participar en una aventura que rozaba la locura. Gracias a ella había sobrevivido en su primer encuentro con los abikhtanitas y, de nuevo, gracias a ella había vuelto a sobrevivir cuando estas cuatro criaturas habían surgido en su auxilio recientemente. El hombre era Galaad Ga’wein y su espada tenía dos nombres. Uno era el que el propio Galaad le había puesto: Syuture, que en el idioma de los hombres significaba “Invencible”. El otro era su verdadero nombre y Galaad no lo conocía aún. Esa espada era única y Galaad comprendía que gracias a ella había llegado hasta donde estaba y, aunque en ese instante no era capaz de imaginarlo, le llevaría mucho más lejos. Cada noche desde hacía tiempo la examinaba con detenimiento, entendiendo que aquel metal encerraba en su interior más de lo que él era capaz de concebir. Invencible. Syuture. Era un nombre fuerte, poderoso, pero no había resultado veraz. Los karsianos habían sido superiores y de no ser por los abikhtanitas Galaad y todos sus compañeros habrían perecido. En realidad, esa no había sido la primera vez que fracasaba. Por mucho que le costase reconocerlo, Galaad Ga’wein ya había sido derrotado una vez a manos del hombre que ahora se llamaba…
−¿Aún despierto, Galaad? –Le llamó alguien acercándosele. −Majestad. –Saludó Gallad de forma respetuosa mientras se ponía en pie. −Déjate de formalidades. –Le pidió Durkandar. –Ahora solo estamos tú y yo, viejo amigo. Los títulos y los protocolos de corte son innecesarios entre nosotros. Dime, ¿qué haces aquí a estas horas? Mañana nos espera otro día duro de galope. −No podía dormir. –Le dijo Galaad. –Estaba pensando… −Dudó de si contarle la verdad, que aquella espada que sostenía entre sus dedos le desvelaba. −Yo me siento igual, viejo amigo. Hemos perdido muchos hombres, algunos no eran más que jóvenes que acababan de incorporarse al cuerpo de Espadas. Otros llevaban años siendo fieles. De no ser por Ocasith, yo… Yo habría muerto. Ocasith… −Durkandar se quedó sin palabras al meditar sobre su propio fin. −Ocasith te era leal, Dur. –Galaad había empleado el verdadero nombre del rey sin el sufijo Kandar que solo los monarcas podían ostentar. –Estaba preparado para morir por ti. −Pero no sé si yo lo estaba para ver cómo mataban a tantos de mis amigos. A veces me pregunto si de verdad tiene valor la corona que llevo sobre mi frente… Algo se movió entre los árboles. Era Ukitran, el primogénito de los abikhtanitas. −Rey Durkandar, Galaad Ga’wein. –Les saludó. –He hablado con los árboles del bosque. −¿Has encontrado a los karsianos? ¿Sabes dónde están? –Inquirió el rey ansioso. −Los árboles me dicen que se hallan acampados a media jornada de aquí. Los álamos les impedirán continuar su marcha dándonos tiempo a alcanzarles, si es lo que deseáis. −Bien. –Dijo Durkandar tomando la decisión final. –Mañana al amanecer avanzaremos hacia ellos. Al atardecer les sorprenderemos y nos enfrentaremos. Será el final para uno de los dos ejércitos. Durkandar comprendía que, si no eran capaces de detenerlos, también sería el final de Tarsesh.
CONTINUARÁ.