ALFONSO SASTRE HIGUERA
6.
La noche cubría con su oscuro manto el cielo estrellado sobre el reino de Tarshes. Las plazas estaban desiertas, los mercados cerrados, los templos vacíos. La noche estaba bien entrada ya y hombres y animales dormían, reponiendo fuerzas para el día siguiente. La ciudad quedaba bajo la custodia de los centinelas encargados de la ronda nocturna. En parejas, miembros de La Espada de Oro patrullaban alumbrados por la luz de las antorchas cada callejuela empedrada, cada esquina. Su misión era clara: velar por la seguridad del reino cuando la mayoría de los habitantes descansaban. Por lo general, las noches transcurrían en calma. Los guardias hacían sus turnos y eran relevados cada cuatro horas por otros nuevos. En ocasiones se producía algún incendio que había que sofocar, o tal vez se colaba en la ciudad un lobo o algún otro tipo de animal nocturno que debía ser cazado sin demora. Y, por supuesto, en otras ocasiones debían encararse, espada en mano, contra ladrones y otro tipo de delincuentes o fugitivos que aprovechaban las tinieblas para cometer sus fechorías. Aleth Khan era considerado de este tipo de personas aunque él tuviese otra opinión bien distinta de sí mismo. Él se veía como un libertador, un luchador que hacía lo que era justo y velaba por los intereses del pueblo cuando nadie más lo hacía, cuando las leyes o los poderosos nobles se alzaban en pro de intereses egoístas sin importar el bienestar de otros. Aquella noche, Aleth Khan tenía una misión. Pese a su alto porte se movía veloz y grácil, como un felino. Corría de puntillas para no hacer ruido e iba prácticamente pegado a una de las paredes de las calles por las que se movía. Conocía cada tramo de Tarshes como la palma de su mano. Y conocía a los guardias de La Espada de Oro. Sabía cómo eludirles. Escondido entre las sombras que proporcionaban unos anchos toneles apostados en una estrecha callejuela, aguantó la respiración cuando aquella pareja de guardias pasaron por aquel callejón. Iban cabizbajos, somnolientos, no se oía ningún ruido en las proximidades. Todo les parecía en calma. Pasaron de largo sin reparar en Aleth Khan y éste continuó su marcha, silente como un reptil. Tuvo que repetir la misma operación de forma más o menos parecida tres o cuatro veces más. Además, tuvo que dar un rodeo más que considerable para llegar a su objetivo sin ser detectado por los centinelas, pero finalmente arribó hasta aquella lujosa casa de tres plantas y un gran patio central con árboles y hasta con una pequeña fuente. La fachada principal se elevaba a modo de muralla protectora.
Una treintena de hombres armados custodiaban aquel edificio. No eran miembros de La Espada de Oro. Eran mercenarios, guardias pagados por el propio dueño de la casa para que velasen por su seguridad. En su habitación, dormía con un sueño profundo uno de los hombres más poderosos del reino de Tarshes, el hombre llamado Stin Lagg. Los Lagg era una de las primeras familias que habían poblado aquel reino, de condición noble y adinerada. Stin Lagg, casado con tres mujeres y padre de once hijos, creía que podría comprarlo todo con su fabulosa fortuna. Sin duda, su dinero era la causa de su privilegiada posición dentro de la corte, llegando a ser uno de los nobles que comían en presencia del rey Durkandar casi a diario. Su hogar no estaba en los arrabales extramuros o en las zonas más pobres de la ciudad. No. Su hogar se hallaba en una zona elevada, en mitad de la meseta sobre la que el palacio real estaba construido. Cerca de ella se alzaban casi media docena de templos majestuosos ubicados en amplias plazas de las que partían vías principales adornadas con palmeras. Frente a la elegante fortaleza que era la casa Lagg, Aleth Khan se detuvo, oculto entre las sombras. Varios guardias se hallaban apostados justo delante de la fachada principal. No podía entrar por ahí a menos que prefiriese un enfrentamiento al que no dudarían el resto de guardias que custodiaban la casa. Se movió ágil como un gato y fue deslizándose lejos de la entrada principal hasta alcanzar uno de los muros laterales de la casa en una calle perpendicular. Allí no había entrada alguna, tendría que escalar la pared y acceder al interior de la casa desde los tejados. Pero antes debía resolver otro inconveniente. Frente a él había un único vigilante que no había llegado a descubrirle. Aleth Khan caminó sigiloso hasta él. Llegó tan cerca que pudo darle un certero tajo en la garganta, matándole antes de que supiera qué le había golpeado. La agilidad de Khan era sorprendente, legendaria. Era como si en la noche pudiera estar en todas partes. Lanzó su cuerda hacia la cima del muro y el garfio atado al extremo logró engancharse en algún saliente. Ascendió sin dificultad, como si su cuerpo no pesase. Desde arriba contempló la majestuosa vivienda. Era una docena de habitaciones de diferentes tamaños, unidas entre sí pero con diferentes alturas. Formaban un cuadrado en cuyo centro había un gran patio. Las copas de los árboles se podían ver desde la calle pero ahora, contemplando la fuente, las hojas anaranjadas, rojizas y verdes, las delicadas flores y los recostados arbustos, Aleth Khan no pudo negar la incomparable belleza de aquel jardín. Anduvo sobre los tejados inclinados. Allí arriba no había centinelas sin embargo debía tener cuidado de que los hombres que patrullaban por el patio no le descubriesen. Sabía dónde se encontraba el dormitorio de Lagg de modo que fue directamente hacia allí.
Stin Lagg se despertó cuando sintió que algo pesado se movía sobre su colchón. Nada más abrir los ojos experimentó la sensación que se tiene cuando el pico de una espada de doble filo se cuela en la boca de uno. El arma estaba colocada en perpendicular con la línea del suelo y el hombre que la sujetaba por la empuñadura se hallaba de pie, sobre la cama, con un pie a cada lado de la cabeza de Lagg. No reconoció al espadachín pero sentía las arcadas que el acero le producía al estar entrando casi hasta su garganta. No podía chillar. −Stin Lagg, por tus crímenes contra las gentes del pueblo de Tarshes se te condena a morir. –Dijo Aleth Khan. Y sin añadir nada más empujó la espada hacia abajo, atravesando el cuerpo del hombre acostado que se revolvió con espasmos violentos sin que pudiese llegar a emitir sonido alguno. Lagg murió en el acto. A Aleth Khan le sorprendió un poco el hecho de que un hombre polígamo como era aquel durmiera en una habitación solo, supuso que sus respectivas esposas tendrían cada una su propia alcoba. No obstante lo agradeció, dándose cuenta de cuánto se hubiese complicado el tener que haberle matado con otra persona delante. El asesino ascendió de nuevo hasta los tejados con una agilidad sorprendente y sencillamente se desvaneció en las sombras sin dejar el menor rastro. No fue sino hasta la mañana siguiente que encontraron el cadáver de Lagg. No había nada que incriminase a un culpable claro pero todo el mundo supo, cuando la noticia de la muerte de Lagg se hizo pública, que el responsable de aquello era Aleth Khan.
Al despuntar el alba, Karuk Fa ya estaba preparado para retornar su servicio como Espada de Oro. Tal vez “preparado” no fuese la palabra indicada, pero no tenía más remedio que hacerlo. Se anudó la capa roja al cuello frente al espejo de estaño. En su rostro no se percibía emoción alguna. Hacía ya una semana que había retornado de la expedición que llegó hasta el Bosque de los Mil Álamos pero aún no había digerido aquella terrible vivencia en la que su amigo, casi hermano, Obelyn Poltark, había perdido la vida. Nunca hubiera imaginado que su compañero moriría en su primera misión. El responsable de ello, el capitán Virrthan, había sido hallado muerto en su celda antes del interrogatorio de modo que el verdadero culpable, el hombre que pagaba a Virrthan, había quedado libre, en el anonimato, aunque mucha gente apuntaba que no podía ser otro que el príncipe Srasta.
Salió de casa, cabizbajo. Montado en su yegua recorrió el sendero que llegaba hasta la ciudad amurallada sin poder olvidar a su amigo. Había creído que recorrerían juntos ese mismo camino muchas mañanas, que se batirían codo con codo en infinitas batallas. Ahora, de Obelyn, así como de los otros jóvenes que perecieron en la expedición, solo quedaba un montón de cenizas que habían sido recogidas de las piras en las que sus cuerpos se habían consumido en el fuego. Atravesó en solitario el arco principal, la entrada de la muralla que conducía hasta el palacio del rey. Allí, junto con Galaad Ga’wein, Gullinorn Mulhonin y el resto de sus compañeros expedicionarios, se reincorporaría a La Espada de Oro después del descanso que el propio monarca les había concedido tras la fatídica misión.
Desde el Salón del Trono, en una de las altas torres del castillo, el rey Durkandar contemplaba el patio donde sus hombres se reunían para recibir nuevas órdenes. A su espalda, su hermano Srasta le acompañaba aquella mañana. −No me son ajenas tus ansias de poder, hermano. –Dijo Durkandar después de un largo silencio, sin siquiera volverse hacia el príncipe. –Dime, ¿qué es lo que deseas? Estoy dispuesto a concedértelo si con ello me gano tu afecto y cariño. Tu reino, le hubiera gustado responder a Srasta, pero sabía muy bien que su hermano Durkandar jamás renunciaría a sus poderes reales para cedérselos a él. −Sois mi hermano mayor, además de mi rey. Ya tenéis mi amor, majestad. ¿Qué tengo que hacer para que lo comprendáis? –Respondió el príncipe con hipocresía. Durkandar sonrió para sus adentros. Sabía bien la clase de serpiente que era su hermano, aunque se negaba a creerlo. Se giró para mirarle a los ojos. −Conozco de sobra que Virrthan era uno de tus hombres. Él dirigió esa expedición más allá de los límites de nuestro reino causando la muerte de muchos Espadas. –Hizo una pausa tratando de leer algún sentimiento en el rostro de su hermano Srasta pero éste permaneció inmutable. –Dime, ¿qué era lo que buscaba? ¿Qué misión le habías encomendado? −Virrthan era un valeroso soldado, y mi amigo. –Reconoció Srasta. −Sin embargo, yo no era quién le daba las órdenes ni fui yo el que le encomendó esa supuesta misión que tan nefastamente se ha cobrado tantas vidas de nuestros jóvenes espadachines. El rey le contempló en silencio. ¿Era su hermano el que estaba detrás de aquello? Los indicios apuntaban que sí pero Durkandar no quería creerlo. Después de él, Srasta era el hombre más poderoso en todo Tarshes, ¿cómo podía no serle suficiente? ¿Acaso ambicionaba el mismo trono? ¿Tanto como para conspirar contra él, contra su propio hermano? −Puedes retirarte, hermano. –Dijo haciendo hincapié en la última palabra.
−Gracias. –Respondió Srasta con una leve inclinación de cabeza. –Majestad. Salió del salón y el rey cayó sobre su trono, profundamente abatido. Era una habitación de forma circular, con doce ventanales anchos y altos por los que se podía contemplar toda la ciudad amurallada a la vez que permitían el vigoroso paso de la luz del sol. Cuatro guardias, Espadas de Oro, permanecían en pie, inmóviles, en posiciones estratégicas para custodiar la seguridad del monarca. Otros dos más vigilaban la entrada a aquella sala. Cuando Srasta salió, el rey quedó a solas con los cuatro silenciosos centinelas que parecían más estatuas que humanos. Y con Morlitt, su principal consejero. −Acércate. –Le pidió Durkandar con un gesto de la mano. El fiel Morlitt obedeció, listo para escuchar las palabras de su rey, pero éste solo hizo una pregunta: −¿Qué piensas? −Srasta es vuestro hermano, mi señor. Y un príncipe. Durkandar sonrió divertido ante la prudencia de aquel hombre cuya barba estaba encanecida. −Sé quién es mi hermano, Morlitt, y la posición que ocupa. Pero, dime, ¿le crees capaz de traicionarme por este maldito trono en el que estoy sentado? El consejero, de más siete décadas de vida y con la cabeza cubierta por una sedosa cabellera blanca, era leal al rey al que además le unía una gran amistad pero sabía que debía ser prudente al hablar de su hermano. Eso no significaba que no fuese a decir exactamente lo que pensaba. −El príncipe es un hombre sediento de poder, majestad. Los hombres así no se detienen hasta conseguir lo que sus corazones anhelan. −¿Y piensas que el suyo anhela mi corona? −No hay pruebas que señalen a vuestro hermano, el príncipe Srasta, como un posible conspirador, majestad. Pero sería inteligente que no le perdiéramos el rastro. Todos los hombres tienen un precio por el que vender su lealtad. Durkandar había escuchado lo que él mismo se negaba siquiera a pensar: que había que tener cuidado con su hermano pequeño. −Espero que el precio de tu lealtad sea tan alto que solo yo pueda comprarlo, Morlitt.
Srasta se encaminó hacia sus aposentos. Estaba furioso. Virrthan había fallado estrepitosamente. No solo no había conseguido traerle aquel artefacto misterioso con el
que podría haber creado un ejército de golems de piedra que hubiera puesto a todo Tarshes de rodillas. Con su muerte había quedado señalado como el gran conspirador que se oculta en las sombras. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Si le hubiera dejado vivir habría sido sometido a una tortura tan atroz antes de su ejecución que habría confesado todos los planes que Srasta tenía para convertirse en el nuevo monarca de aquel reino. Ahora, su hermano debía de estar convencido de que algo se proponía para arrebatarle el poder. Debía vigilar cada paso que daba, cada movimiento que realizaba, si no quería descubrirse. Todo gracias a la ineptitud de Virrthan, se dijo Srasta maldiciendo para sus adentros. Desearía que el capitán aún estuviese vivo para poder matarlo otra vez. No obstante, sí había a alguien a quien podía matar. Aquella mujer que él había contratado para conseguirle la Targumá y a la que Virrthan debía encontrar. La misma que la expedición de espadachines había traído malherida. Lylianna.
Lylianna se había levantado ya de la cama. Seguía muy débil, cosa que era comprensible ya que había estado a punto de morir convertida en una estatua de piedra. Pero ahora, una semana después, ya empezaba a encontrarse mejor y sabía que era hora de desaparecer. Aunque pareciese una doncella en apuros, ella era, en realidad, una ladrona. Más que eso, era una ladrona con un encargo que había cobrado por adelantado y que no había cumplido. Cuando despertó y le dijeron que se encontraba en Tarshes, en la misma ciudad en la que vivía el hombre que le había hecho el encargo, supo que había que huir a toda velocidad. Se levantó de la cama con torpeza, había adelgazado bastante. Estaba despeinada y se sentía segura de que nunca había tenido peor aspecto. No tenía equipaje de modo que podía salir de allí rápidamente. Se encontraba nada menos que en una de las habitaciones del palacio, donde aquel espadachín llamado Galaad la había dejado llegando a pedirle al mismo rey que hiciera llamar un curandero para que se ocupase de ella. Tenía que vestirse. Aquella habitación estaba vacía. Sus ropas estaban allí pero no resultaría muy discreta si salía vestida con pantalones como un hombre. Sin embargo, no tenía nada más que ponerse y suponía que desnuda llegaría aún menos lejos que su llamativo atuendo. Entonces lo sintió. Fue un leve ruido en la entrada de su habitación y supo que alguien estaba para entrar. Era demasiado tarde. Sabía quién, o quiénes, eran.
La puerta se abrió de golpe e irrumpieron cuatro guardias armados con las espadas en la mano y las corazas sobre el pecho, pero Lylianna ya estaba preparada para el combate. −¡Mujer! ¡Vas a venir con nosotros! ¡El príncipe Srasta desea hablar contigo! Lylianna se giró veloz hacia el guardia y le propinó un duro puntapié en la entrepierna, haciéndole brincar primero para luego caer al suelo encogido. El segundo guardia se lanzó al ataque mientras la mujer se hacía con el arma del primero de aquellos centinelas. Paró el primer golpe de sable que le lanzó el hombre y contratacó con una estocada que cortó al guarda en el antebrazo levemente. El tercer hombre apareció frente a ella e igualmente trató de derribarla por la fuerza. Aún débil, Lylianna era una luchadora sorprendente. Interceptó la espada de su atacante una, dos, tres veces. Lanzó un golpe de espada que el tipo paró a duras penas. Sin embargo, no cayó y el cuarto centinela se unió al duelo. Contra dos contrincantes, Lylianna se batió con maestría. En pleno uso de sus facultades habría acabado con ellos en un santiamén, sin embargo, notaba el peso de las heridas y sintió que sus fuerzas flaqueaban. Logró lanzar un par de peligrosas estocadas que hicieron retroceder a uno de los centinelas y atizó un puñetazo al otro en pleno rostro. Pero no fue suficiente. El guardia que había sido herido en el brazo se alzó dispuesto a batirse con el que le quedaba sano y fueron tres aceros contra uno, que finalmente lograron imponerse y desarmar a Lylianna que estaba exhausta, a punto de derribarse. −¡Zorra! –Gritó el primero de los centinelas, el que había sido pateado en su hombría. −¡Dejádmela! ¡Voy a atravesarla con mi espada! Aún estaba algo encogido y se cubría la parte adolorida con una mano. En su rostro se leía una expresión mezcla de dolor e ira. Ardía en deseos de vengarse. Sus tres compañeros apuntaban con el filo de sus armas a Lylianna que estaba acorralada contra la pared. −Nada de eso. –Dijo uno de ellos a su compañero. –Las órdenes son llevarla ante la presencia del príncipe Srasta. ¡Vamos! Lylianna había temido eso desde el principio. Estaba lista para la muerte pero no se atrevía ni a imaginar la clase de tortura que suponía le esperaba por haber fallado en su empresa. Fue conducida por los cuatro guardias, yendo dos de ellos delante suya y los otros en la retaguardia, hasta la presencia de Srasta que le esperaba impacientemente. La hicieron entrar hasta aquella majestuosa sala de cortinas de seda y grandes ventanas en las que solo se hallaba el príncipe, y tras dejarla allí, salieron. Aquel lugar con el alto techo y los mosaicos que adornaban los muros no le pareció a Lylianna el escenario de una sala de torturas. Y al quedar a solas con el príncipe, la ladrona hasta intuyó la
posibilidad si hiciera falta, posiblemente golpeando a aquel sujeto en el mismo lugar que al primero de los centinelas a los que se había enfrentado y luego descolgándose por la ventana. −Tu expedición fue un fracaso. –Dijo Srasta con severidad. −Encontré la Targumá pero tuve serias dificultades para traerla. No fue un camino de rosas, precisamente, y perdí hasta el último de mis hombres. –Replicó Lylianna con altivez, como si hablara con un hombre normal y no con el hermano del rey de aquellos parajes. −¿Crees que me importan lo más mínimo esas vidas? Esos hombres no eran más que animales a los que más tarde o más temprano alguien habría tenido que sacrificarlos. – Respondió el príncipe sin inmutarse en absoluto. Comenzó a caminar hacia la mujer que permanecía en pie, sin moverse de donde estaba. –En cambio tú… Parece que los dioses deben creer que eres demasiada hermosa para morir. Srasta estaba tan cerca que podía aspirar el aroma de Lylianna. No llevaba ningún aceite o perfume, tan solo era su propio olor personal, suave, dulce. Él giró por detrás para contemplarla de espaldas. −Aún enferma y débil, eres muy hermosa. –Dijo. –Si quisiera, podría tenerte ahora mismo. Hacía alusión al poder que tenía siendo el segundo hombre del reino, no había nada que no pudiese conseguir. Lylianna se rio con sorna ante aquel comentario. −Intentadlo, príncipe. Y perderéis la posibilidad de tenerme a mí y a cualquier otra mujer u hombre. –Le espetó mientras se llevaba la mano instintivamente a donde debería estar su daga para comprobar, con cierta sorpresa, que no se hallaba allí. −Os he pagado por algo que nunca conseguiré ya, de modo que estás en deuda conmigo, mujer. Podría llamar a los guardias para que te encierren en la torre de por vida, o para que te den la muerte si se me antoja. Pero te propongo un nuevo negocio para que nuestras deudas queden saldadas. −¿De qué se trata? –A Lylianna le pareció bien la propuesta. Un nuevo contrato era mejor que tener que salir por piernas. −Quiero que encuentres a alguien y que le convenzas para que trabaje para mí.
−¿Habéis oído la noticia? –Decía uno de los espadachines que patrullaban al lado de Karuk Fa. –¡Dicen que esta noche Aleth Khan ha vuelto a matar!
−¡Maldito bandido! ¡Espero que le encontremos pronto y acabemos con él! – Comentó otro. −¿Y a quién ha matado esta vez? −A uno de los hombres del rey: Stin Lagg. −¡Stin Lagg no era uno de los hombres del rey! ¡Todo el mundo sabe que Durkandar detestaba a esa sabandija y estaba esperando que surgiera la excusa para destituirle! – Espetó de pronto uno de los jóvenes. −¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¡Lagg ha estado al lado de Durkandar desde su misma coronación! −¡Pero únicamente por los intereses que eso podía reportarle, no por verdadera lealtad! La disputa estaba servida. Todos conocían de sobra que Lagg había apoyado públicamente al rey Durkandar pero cierto era que siempre había ganado con ello y su carácter altivo y egocéntrico no le había hecho generar muchos admiradores sino más bien todo lo contrario, gente que hablaba en contra de Stin Lagg y de cómo se había convertido en una mancha para la noble estirpe de la que procedía. Ajeno a la discusión de sus compañeros, Karuk Fa cabalgaba a su lado pero su mente se hallaba lejos de allí, rememorando una y otra vez el fatídico final que su amigo Obelyn había sufrido. Se había imaginado esa escena que ahora vivía tantas veces. Su amigo y él cabalgando juntos, entablando batallas contra rufianes, consiguiendo el amor de las damiselas y la admiración de los más jóvenes. Convertirse en leyendas. Ahora su amigo estaba muerto y su nombre, pese a haber sido gritado al viento en su funeral, parecía ya borrado del corazón de todos salvo del suyo propio. −Allí va ese joven. –Dijo el espadachín llamado Gullinorn Mulhonin cuando contempló a Karuk cabalgando a lo lejos. −¿Quién? –Preguntó Galaad, que iba a su lado, como de costumbre. −El muchacho que combatió con nosotros en ese templo maldito más allá del Bosque de los Mil Álamos. Ambos hombres, al igual que Karuk Fa y el resto de la expedición, se habían reincorporado a su servicio en La Espada de Oro esa misma mañana. Galaad había vuelto con el brazo dolorido pero no roto mientras que su amigo era el que mejor parado había salido de aquel chance con monstruos de roca viviente con apenas unos rasguños. −Es el único que estuvo con nosotros todo el tiempo. –Meditó Gullinorn en voz alta sin dejar de mirarle. –El que comenzó a nuestro lado y el único que sobrevivió hasta el final.
Galaad, escéptico, le echó un vistazo a su compañero que parecía absorbido por la figura del joven Karuk en la distancia. −¿Qué tratas de decir? −Que tal vez debamos mantener más vigilado a ese aprendiz de Espada, amigo mío. Tal vez los dioses le tienen reservado un destino singular. −¿Por qué sobrevivió a una batalla terrible? –Preguntó Galaad sin poner demasiada fe en las divinidades. –Puede que fuera fortuna, o tal vez que fue el que más cerca se mantuvo de nosotros. −O puede, −dijo Gullinorn, −que esté llamado a convertirse en un bravo guerrero.
El día transcurrió tranquilo. Los ciudadanos de a pie cumplieron con sus respectivas labores para ganarse el pan, ya fuera como comerciante, herrero, zurcidor, carpintero o en el campo. Los espadachines tuvieron que afanarse poco, aquel día no salieron demasiados bandidos a los apresar. A última hora del día las tabernas comenzaron a llenarse y muchos hombres fueron allí en busca de un trago o de alguna mujerona que les permitiese desabrochar sus corsés a cambio de unas monedas. Con la caída del sol, los espadachines que habían montado vigilancia fueron a vigilar siendo reemplazados por los compañeros que harían guardia nocturna. Los honrados trabajadores terminaban de cenar y se preparaban para dejarse caer dormidos en sus camas, por humildes que éstas fueran. Si tenían hijos, los besaban en las frentes antes de soplar sobre las velas y lámparas de aceite para quedar completamente a oscuras en el refugio de sus hogares. Solo en las tabernas y posadas continuaba la vida hasta altas horas de la madrugada. Fue a una de ellas a la que entró aquella noche Lyliana en busca de su presa. No era el primer lugar que visitaba y si no daba con él tendría que salir e ir hacia el siguiente abrevadero en su incansable búsqueda. No fueron pocas las miradas lascivas que se posaron en la mujer. Pese a haber perdido un par de kilos y estar todavía recuperándose era hermosa a más no poder. Su apretado ropaje, compuesto de una camisa escotada y pantalones a la manera de un hombre, no hacía sino resaltar sus curvas y encantos. Desenvainó una afilada daga que llevaba colgada del cinturón cuando intuyó que un par de borrachos se le aproximaban creyendo que era una ramera cualquiera. La visión del cortante acero hizo desistir a los individuos que no estaban lo bastante ebrios como para dejarse apuñalar. El resto de los hombres que seguían jugando a los dados, bebiendo u ofreciendo monedas a las fulanas que se apretaban contra sus sudorosos cuerpos procuraron volver a sus asuntos, acertando a
comprender que aquella era una mujer peligrosa a la que mejor sería no acerarse. No obstante, con disimulo, siguieron su paso con el rabillo del ojo mientras ella avanzaba paso a paso hasta el interior de la taberna. Allí, al fondo, un hombre solitario bebía solo sentado en una mesa. Llevaba capa negra y su capucha la llevaba sobre la cabeza, ocultando una visión clara de su rostro. Lylianna avanzó hasta él y no se detuvo hasta agarrar una silla libre y sentarse justo en esa mesa, en frente del encapuchado. −¿Puedo? –Preguntó sonriente con aire meloso. El hombre dio un sorbo de su jarra y contestó un seco: −No. −Te he estado buscando toda la noche. –Le dijo Lylianna sin perder su tono de seducción. −No estoy interesado en las mujeres de tu clase, así que, por favor, márchate. –Le contestó el hombre de forma educada pero firme. −No sé de qué clase crees que soy, pero te aseguro que soy única e irrepetible. – Lylianna se burlaba, estaba convencida de que aquel hombre no iba a acceder de forma fácil a su propuesta pero estaba preparada para la pelea. El hombre alzó la cabeza y la miró fieramente. −¿Es que no me has oído? He dicho que te largues. –La furia iba creciendo en su interior pero su voz seguía siendo suave. –Cualquier otro tipo estará encantado de darte cháchara y seguirte el juego, así que deja de molestarme. −No puedo ir a hablar con cualquier otro, porque ninguno de ellos eres tú. –Lylianna estaba a punto de cerrar el cerco a su presa. −No tienes ni idea de quién soy yo. −Sí lo sé. Y el hombre que me contrató para encontrarte también lo sabe. –Le contestó Lylianna. –Eres Aleth Khan.
CONTINUARÁ.