ALFONSO SASTRE HIGUERA
5.
La Targumá era un objeto mitológico famoso por las leyendas que los hombres contaban sobre ella. Decían que en un tiempo anterior a la Edad de los Hombres, otros dioses diferentes de los que los humanos adoraban habían caminado sobre el mundo. Una de ellas, Tar’ha, la sensual y presumida diosa de las montañas y las cumbres rocosas fue rechazada por el valeroso dios del amanecer Kub y ella fue objeto de burla y mofa por parte de las criaturas salvajes que habitaban sus dominios y conocían de sobra su carácter vanidoso y altivo. Tar’ha, abochornada y cansada de las burlas, forjó un artefacto místico con la forma de un cilindro curvo y bañado en plata. Era una flauta rudimentaria fabricada con odio y el deseo de la venganza. Vertió su poder en él y así creó el artefacto musical con el que tocaba una siniestra melodía capaz de convertir en piedra a todo aquel que estuviera vivo y la escuchase. Así nadie volvió a reírse de su desgracia. Sin embargo, cuando los nuevos dioses se alzaron para derrocar a los viejos y dar comienzo a la raza humana Tar’ha fue muerta tal y como ella había acabado con la vida de diversas criaturas: fue convertida en una estatua de piedra. Las leyendas de los hombres sobre La Targumá concluían ahí. Lo que nadie sabía era que una antigua secta había rendido culto a esta pérfida diosa hacía cientos de años, ofreciendo sacrificios humanos para lo que ellos llamaban la divina transformación en piedra. Valerosos soldados de un reino ya deshabitado habían descubierto sus terribles raptos y asesinatos en honor de Tar’ha y habían asaltado el templo y destruido a todos los sacerdotes de la secta… o eso debieron creer. El último sacerdote de Tar’ha se hallaba en ese momento en la gruta subterránea del templo, de pie frente a los recién llegados. Entonces se llevó la misteriosa flauta a los labios y sopló. Un sonido armónico y melodioso, suave como la seda, se deslizó entre el aire hasta los oídos de Galaad Ga’wein, Karuk Fa y los demás miembros de La Espada de Oro. −¡No! –Gritó un moribundo Virrthan desde el suelo. Gullinorn Mulhonin vio el miedo en sus ojos. Tal vez fue en ese instante cuando descubrió que esa flauta era la que tenía el verdadero poder para transformar a las personas en estatuas. Pero cuando la música hubo cesado ninguno se convirtió en roca. De pronto, un temblor sacudió el lugar.
Del empedrado suelo surgieron varios brazos de piedra que acababan en diferentes cuerpos con piernas y cabezas. Cuerpos completos de seres hechos de pura roca, como si de estatuas vivientes se tratase, surgieron del suelo y avanzaron hacia los seis Espadas que retrocedieron tratando de cerrar un semicírculo. −¡Avanzad, mis criaturas! ¡Destruid a los forasteros! ¡Nadie debe profanar los santos dominios de la majestuosa Tar’ha! –Gritó el sacerdote llevado por la locura. −¡Karuk! –Exclamó Galaad. −¡Trae aquí a la mujer! El joven obedeció. La sensual mujer que se erguía a medio camino de la transformación absoluta en piedra sufría la agonía de una muerte lenta. Karuk pasó sus brazos por debajo de los de ella y la arrastró hasta el lugar donde yacía el moribundo capitán Virrthan. Pesaba. No como una mujer, sino como una estatua. Galaad dio un paso adelante. −¡Todos en formación! –Gritó. −¡Formad un semicírculo! ¡Debemos proteger a Virrthan y a esta otra mujer! Uno de los tres compañeros de Karuk se adelantó. Blandía su espada con arrojo. Era uno de los inexpertos espadas que habían comenzado su servicio hacía apenas unas semanas. Era un joven decidido a probar su valía y demostrar su valor. Lanzó una estocada al primer monstruo de piedra que se acercó. Su acero chocó contra la piel pétrea del ser sin causarle mella alguna. Lanzó un segundo golpe con idéntico resultado antes de que aquel ser contratacase con un violento puñetazo que hundió el pecho del joven hacia dentro. El espadachín cayó al suelo herido mortalmente mientras Galaad gritaba su nombre, sin llegar a creerse lo que estaba viendo. Karuk lanzó una rápida mirada a sus otros dos compañeros, jóvenes e inexpertos como él. En sus rostros se dibujaba la misma expresión que Karuk imaginó que debía estar mostrando en ese instante: de auténtica congoja. Hace apenas unos días, casi cincuenta jóvenes del reino de Tarsesh se habían unido a la guardia militar y ahora la mitad de ellos habían perecido y la otra mitad estaban recuperándose de sus heridas en mitad del Bosque de los Mil Álamos. Solamente Karuk Fa y sus compañeros junto a los experimentados Gullinorn Mulhonin y Galaad Ga’wein continuaban con vida, a excepción del maltrecho Virrthan. Pero parecía que solo era cuestión de tiempo que eso cambiase. Galaad saltó hacia adelante empuñando su afilada arma con la que golpeó a la criatura de roca en el brazo, justo donde el otro espadachín había golpeado con la suya. Tal vez fuera por su increíble fuerza o tal vez porque aquella espada había sido forjada por Abikhtan El Tuerto. Fuera como fuera, su golpe dejó huella en la piel de roca del ser. Abrió una grieta que no sangró.
La criatura rocosa no gritó ni emitió ningún sonido. Con furiosa velocidad lanzó un zarpazo que Galaad esquivó agachándose. El espadachín aprovechó para atacar con la velocidad de un rayo y golpear con el filo de su espada justo donde ya lo había hecho. La grieta se hizo más profunda. Atacó de nuevo y por fin el brazo pétreo del monstruo se resquebrajó. La extremidad seccionada cayó al suelo pesadamente y el monstruo lanzó un nuevo golpe con el brazo que aún le quedaba. Galaad tuvo que valerse de toda su habilidad para esquivar el ataque y entonces volvió a la carga. Embistió con su propio cuerpo a aquella criatura. El impacto fue equivalente a chocar contra un muro macizo. El hombro que había usado como ariete empezó a arderle en el mismo momento que chocó contra el duro cuerpo del monstruo. Pero logró su objetivo. Aquel ser perdió equilibrio y cayó hacia atrás. Galaad aprovechó para caer sobre él y golpearle con el duro puño de su espada en la cara. La roca que formaba su deforme rostro se quebró deshaciéndose en guijarros sin que la horrible criatura siquiera gruñese. Sin rostro, casi sin cabeza, el monstruo de piedra ya no se levantó pero había casi media docena más de aquellos seres que el sacerdote había conjurado. Se movían lentamente, avanzando hacia los espadachines muy despacio. El hombro izquierdo, con el que había arrollado al monstruo, le ardía de dolor. Pero con esfuerzo, Galaad arrastró al espadachín herido hasta el lugar donde Gullinorn y los demás permanecían en guardia. El joven estaba malherido con las costillas rotas y la caja torácica hundida hacia dentro tras el golpe con un puñetazo de piedra. Sangraba profusamente por la herida y por la boca. Era cuestión de segundos que dejase de respirar. −Por los dioses…−Musitó Karuk contemplando a su compañero. −¿Estás bien? –Le preguntó Gullinorn a Galaad al ver como caía su hombro de forma torcida. −Sí, perfectamente. –Respondió Galaad. −Seguro. –Gullinorn le conocía desde hacía mucho. −Estoy mejor de lo que vamos a estar en unos momentos. Los monstruos de piedra avanzaron hacia ellos con paso lento pero firme, caminando entre las hileras de estatuas que una vez fueron personas vivas. −Creo que podemos ganar. –Dijo Gullinorn después de echar un rápido vistazo más allá de los monstruos de piedra. −Siempre tan optimista. –Rio Galaad adolorido.
−¡Cubridme! –Gritó Gullinorn mientras echaba a correr hacia aquellos seres. Los jóvenes espadachines trataron de seguirle. También Galaad que se levantó dándose cuenta de cuánto le dolía el brazo izquierdo en realidad. Lanzaron varios golpes de espada a los enemigos. Galaad golpeaba con auténtica furia. Los suyos eran los únicos ataques que surtían algún efecto sobre aquellas criaturas. Uno de los jóvenes cayó antes los golpes de uno de los monstruos de piedra. El otro descargó un potente golpe con su acero consiguiendo tan solo que su espada se partiera en dos. El mosntruo lo derribó de un terrible puñetazo que le destrozó el cráneo. No volvería a levantarse. Karuk esquivó el golpe de una de aquellas criaturas que estampó su puño en una de las estatuas que allí se encontraban. Con velocidad, el joven espadachín corrió hasta situarse detrás de esa misma estatua y la empujó hasta hacerla caer sobre aquel monstruo. El joven espadachín vio que la criatura quedaba atrapada bajo el peso de la estatua y era incapaz de volver a levantarse pese a sus esfuerzos. −¡Uno menos! –Gritó sintiéndose victorioso. −¡Genial! –Gritó Galaad que se defendía de su oponente. −¡Solo quedan tres y nosotros somos dos! Karuk no creía haber oído bien. ¿Dos? Descubrió a sus compañeros caídos. Pero, ¿dónde estaba Gullinorn? Le descubrió corriendo escondido tras la otra hilera de estatuas que se situaba justo enfrente de donde Karuk se hallaba. ¿Huía? No se lo podía creer. Observó que Galaad destrozaba la cara de otra de aquellas criaturas de un potentísimo sablazo y acto seguido hacía frente a los dos monstruos que aún quedaban. Pero Gullinorn no huía. Karuk se dio cuenta de que corría hacia el sacerdote que soplaba La Targumá. Alcanzó al extraño monje en un parpadeo y lanzó una terrible estocada que cortó al sacerdote en el torso. El hombre cayó al suelo herido, chillando horrorizado al ver cómo su sangre manaba de una profunda herida. La Targumá se le escapó de entre los dedos. Pero Gullinorn no había acabado. Agarró la empuñadura de su espada con ambas manos y apuntó con el filo hacia abajo para luego descargar un último golpe que clavó al sacerdote al suelo atravesándole por debajo de la clavícula. La música había cesado. Los monstruos de piedra que aún quedaban en pie comenzaron a resquebrajarse y se desmoronaron en pedazos sin presentar más batalla. La lucha había acabado.
Galaad lo agradeció, el brazo le dolía horrores. Miró a Karuk que agachó la cabeza avergonzado cuando sintió los ojos del hábil espadachín sobre él. Pero no había reproche en aquella mirada aunque Karuk así lo entendiese. El joven llegó a sentir vergüenza de continuar vivo mientras que el resto de sus compañeros habían perecido en el combate. Al girar la cabeza tratando de huir de la mirada de Galaad encontró a Virrthan y a la hermosa mujer de ropa púrpura que comenzaban a recuperar la normalidad. La capa pétrea que cubría sus cuerpos caía como gravilla sobre el suelo y sus músculos y huesos que habían sido transformados mutaban de nuevo en su condición de carne, sin embargo, el cambio había sido terrible y sus cuerpos tardarían días en recuperarse. −¿Estás bien? –Le preguntó Galaad. −S…Sí. –Karuk titubeó. –El capitán… −Parece que se está recuperando pero ahora tendrá que responder algunas preguntas. Gullinorn caminaba hacia ellos entre las hileras de estatuas mientras envainaba su arma. −¿Qué os parece? Muerto el sacerdote, se acabó el problema. –Dijo Gullinorn casi en tono de broma. −Por mi experiencia contra golems de piedra, pensé que sería más difícil. –Dijo Galaad con una sonrisa en la boca. −Eso dices ahora pero tenías que haber visto tu cara agarrándote el brazo tras derriba al primero de esos monstruos. –Se burló Gullinorn. –Por cierto, ¿habéis reparado en la expresión de esa estatua? Señaló hacia la imagen de la diosa Tar’ha. La estatua seguía aparentando un sensual cuerpo de mujer con la corta túnica que dejaba al descubierto sus atléticos muslos. Pero la expresión de su cara… −Juraría que antes parecía más… agradable. –Dijo Gullinorn. −No creerás que ha cambiado como si estuviese viva, ¿verdad? –Dijo Galaad. En silencio, los tres espadachines contemplaron una última vez a la estatua de aquella malvada deidad. Su rostro presentaba la viva imagen de la furia más salvaje, como si la diosa que dormía en su interior estuviese rabiosa de ira. Karuk sintió un escalofrío y deseó salir de allí inmediatamente. −Cojamos a los heridos y larguémonos. –Dijo Galaad como si le adivinara el pensamiento. −¿Crees que podremos salir por donde entramos? –Preguntó Gullinorn.
−Estamos a punto de averiguarlo porque no conozco otra salida. –Le respondió su amigo. –Si todo va bien, mandaremos una expedición a que recuperen los cuerpos de nuestros compañeros caídos. Apenas podía mover el brazo izquierdo. Ahora en frío, Galaad se daba cuenta de que haberse lanzado con su cuerpo para derribar al primer monstruo de piedra había sido como correr a toda velocidad hasta chocar contra una muralla. Seguramente no se había roto nada pero estaba bastante dolorido. Tuvo que ser Gullinorn quien cargase con Virrthan mientras Karuk llevaba a la mujer. Antes de salir de allí, el joven lanzó una última mirada a su espalda. Contempló las estatuas que una vez habían sido personas, algunos sus propios compañeros de armas. También vio a los tres jóvenes que le habían acompañado hasta allí para morir en una cripta subterránea y el loco sacerdote de una deidad que le era desconocida. La estatua de la diosa Tar’ha parecía mirarle con un odio intenso desde el blanco vacío de sus ojos esculpidos en piedra. Karuk pensó que podría haber sido peor. Con la muerte del sacerdote podía haberse puesto todo a temblar o incluso llegar a derrumbarse sobre sus cabezas. Pero nada de eso sucedió. Atravesaron el mismo largo camino por el que habían llegado sin sufrir ningún percance. Parecía que todo el templo había muerto con el hombre que allí habitaba. Al anochecer alcanzaron el campamento donde los cuatro hijos de Abikhtan El Tuerto habían curado a los espadachines heridos que habían quedado a la zaga.
−¡ÉL es el asesino! ¡Los bosques no mienten! –Exclamó Kaaru de forma impetuosa cuando Galaad y sus compañeros se reunieron con él y con sus hermanos. −Está herido. –Dijo Galaad. –Si le matáis ahora no sería justicia sino venganza ciega. Hablaban de Virrthan que yacía sentado en el interior de una de las tiendas, maniatado. Había bebido copiosamente y le habían dado de cenar por lo que se encontraba algo mejor que como le hallaron en el templo pero aún estaba débil. Afuera, en medio del campamento y bajo el manto de las estrellas, los cuatro hijos de Abikhtan –Ukitran, Fargal, Rua’ak y Kaaru− habían solicitado a Galaad que se lo entregarán para darle muerte por los crímenes que había cometido en aquel bosque. El espadachín había especulado con su compañero Gullinorn sobre esa posibilidad y habían decidido que, aunque lo mereciese, no entregarían a Virrthan a aquellas criaturas. Era un ciudadano del reino de Tarsehs y un miembro de La Espada de Oro. Debía ser juzgado en la ciudad por un tribunal de hombres y si lo hallaban culpable sería ejecutado con dignidad.
Galaad les explicó su postura. −¡Mentiroso! ¡Todos los hombres mienten! –Gritó Fargal que no aceptaba aquella respuesta. −¡Entréganoslo o lo tomaremos por la fuerza! El espadachín miró a las altas e imponentes criaturas e hizo una plegaria en silencio. No deseaba enfrentarse de nuevo con los hijos de Abikhtan que ya le habían demostrado su inmenso poder pero tampoco quería entregarles a su compañero. −Debéis confiar en mí. Virrthan está atado de pies y manos, y aunque estuviese libre no supone una amenaza. Ya veis en qué estado se halla. –Les explicó Galaad. –Le llevaré a mi ciudad donde presentaremos la correspondiente acusación contra él y se le juzgará de acuerdo a nuestras leyes. Si es culpable, recibirá el castigo justo. Fargal y Kaaru estaban a punto de caer sobre Galaad para despedazarlo con sus propias y gigantescas manos cuando el mayor de los cuatro hermanos, Ukitran, les detuvo. −Eres Galaad Ga’wein y nuestro padre confió una vez en ti. –Dijo. −¿Podemos hacerlo nosotros ahora? Galaad asintió. Tenía la plena intención de hacer conforme había dicho. −Que venga sobre ti la sangre de los hombres muertos a causa de Virrthan y del ekhany al que asesinó si tu palabra no resulta veraz en todo lo que has hablado. –Dijo por último. Y con ello se marcharon, desapareciendo entre los frondosos árboles bañados por la tenue oscuridad. Galaad no era muy proclive a creer en las maldiciones o bendiciones pero no pudo evitar el sentimiento que le recorrió el corazón mientras contemplaba a aquellos cuatro poderosos internarse en el bosque. No deseaba que la sangre de nadie inocente estuviera sobre sus cabezas. Virrthan debía pagar por sus actos.
A la mañana siguiente, con lo que quedaba de la expedición completamente recuperada gracias a los ungüentos sanadores que los hijos de Abikhtan les habían aplicado, Galaad organizó una partida que él mismo comandó para recuperar los cuerpos de sus compañeros muertos. Dirigió a varios de los jóvenes que comandaba hasta el templo no sin advertirles del peligro que podía estar acechándoles.
Pudieron recuperar los cadáveres de sus compañeros caídos en combate, incluido el de Obelyn Poltark, pero fue imposible mover los cuerpos que habían sido transformados en estatuas. Observó que la estatua de la diosa Tar’ha seguía en pie, como era de esperar, pero su rostro se había resquebrajado y la mitad derecha de la cara se había caído de la masa rocosa que formaba la cabeza. Se había hecho añicos al chocar contra el suelo empedrado y la estatua presentaba ahora un rostro deforme y borroso que miraba con un solo ojo lleno de odio e ira. El cuerpo del sacerdote se hallaba en un estado de descomposición muy avanzado, como si llevase muerto varias semanas. Su carne había comenzado a consumirse sobre sus huesos y sus ojos se habían hundido dentro de sus cuencas. Las túnicas que cubrían su cuerpo estaban raídas. Desprendía un putrefacto hedor a podredumbre y varios gusanos entraban y salían de forma constante por los orificios de su nariz. Al atardecer de aquel día se reunieron con el resto del campamento que había quedado a cargo de Gullinorn Mulhonin y el joven Karuk, y emprendieron el camino de casa. Mientras se alejaban, Galaad se sentía observado pero por más que buscó no parecía haber nadie allí, cerca de ellos. No obstante, estaba seguro de que los hijos de Abikhtan les observaban, tal vez a través de los mismos árboles.
Casi una semana después llegaron a la ciudad que era su hogar. La expedición presentaba un estado demacrado. Solo la mitad de los hombres regresaban a casa y ni siquiera habían logrado recuperar todos los cadáveres para darles una sepultura adecuada. La guardia de espadachines que los recibió condujo a Galaad hasta palacio donde explicó al rey Durkandar cómo Virrthan había asesinado a uno de los espadachines jóvenes y a un ekahny para separar el grupo y conducir a su destacamento hasta un misterioso templo perdido en tierras remotas. Allí, el resto de los jóvenes que le acompañaban habían perecido de forma horrible, cambiados en piedra, pero él había logrado sobrevivir gracias a la intervención del propio Galaad y sus compañeros. −¿Qué era lo que buscaba? –Inquirió el rey. −No nos lo ha dicho pero creemos que podía ser esto. –Dijo Galaad mostrando La Targumá que no habían olvidado llevarse de aquel tenebroso lugar. –Es un artefacto mágico, sin duda, capaz de convertir a las personas en piedra o hasta de dar vida a goles de roca. Durkandar reflexionó pensativo mientras contemplaba aquel artefacto.
−Mis consejeros me hablan de ciertos… artilugios de épocas pasadas. Creaciones de dioses antiguos que poseían gran poder pero siempre he creído que eran meras leyendas, cuentos de viejas para asustar a los niños. −Lo que Gullinorn y yo vimos fue real, majestad. Como también lo es la pérdida de nuestros hombres y las heridas que aquel extraño sacerdote infligió a Virrthan. – Respondió Galaad. −Id a descansar, Galaad. Mañana el capitán Virrthan ha de comparecer ante un tribunal que le interrogará hasta conseguir la verdad. Si se resiste, sufrirá la tortura igual que los condenados. –Sentenció el rey Durkandar de forma tajante. Uno de los guardas que se hallaba en la sala de palacio se acercó a Galaad haciendo ademan de que le entregara La Targumá, cosa que hizo antes de salir de allí. Durkandar examinó la flauta. Era burda pero extrañamente bella. Por un momento sintió un deseo vehemente por hacerla sonar, como si aquel objeto ejerciera una especie de poder hipnótico sobre él. Pero un instante después fue de nuevo dueño de sus actos y la partió en dos con sus propias manos. Pensó de forma triste en las vidas que se habían perdido por aquella insignificancia. A continuación decidió comenzar con los preparativos para los funerales de los soldados muertos.
Aquella noche se colocaron los cuerpos sin vida de los jóvenes que habían ingresado en La Espada de Oro justo antes de salir de expedición bajo las órdenes de Virrthan. Se les prendió fuego de una en una y, mientras las llamas consumían la madera y el cuerpo, las gentes que se reunieron para dar el último adiós a aquellos valientes gritaron sus nombres tres veces al viento, para que su recuerdo se grabase en el aire que respiraban y no les abandonase nunca. Cuando tocó el turno para la pira sobre la que descansaba el cuerpo de Obelyn Poltark, Karuk gritó su nombre con todas sus fuerzas justo antes de que las lágrimas se deslizasen sobre sus mejillas. Había enterrado un padre y varios hermanos, pero aquel amigo inseparable era una pérdida igualmente dolorosa. Las llamas brillaron con un naranja intenso que se tornó en rojo antes de llegar a ser deslumbrante amarillo. Finalmente se apagaron y solo quedó un montón de cenizas humeantes que el viento frío se acabaría llevando antes o después. Cuando todos comenzaron a recogerse Karuk montó su yegua y regresó a la vieja granja de su madre. Ahora sabía lo que era combatir, lo que era ser herido y mirar a la
muerte a la cara. Ahora había visto caer a sus compañeros y amigos a su lado y se preguntaba por qué habían sido ellos y no él. Ahora era un soldado.
En el calabozo, el capitán Virrthan aún se hallaba débil cuando oyó la voz del carcelero que le llamaba. −Te traigo la cena. –Le dijo cuando abrió la portezuela de la celda en la que el capitán se hallaba encerrado. −Puedes llevártela. –Contestó Virrthan. –Lo único que quiero es dormir. −Mañana te espera un día duro, amigo. –Le dijo el carcelero con una maligna sonrisa en los labios. –Tú eres ese Virrthan, ¿verdad? El capitán traidor de la Espada. Al oír aquellas palabras, Virrthan sintió que un escalofrío recorría su espalda. Así es como iban a recordarle. Como un traidor. −Mañana van a torturarte. Pero he oído que el príncipe Srasta va a hablar en tu favor. −¿De verdad? –Exclamó Virrthan llenándose de esperanza. −Eso he oído. Por eso será bueno que mañana presentes tu mejor cara. Come un poco antes de irte a dormir. Te hará bien. Con eso, el carcelero dejó el plato con un pedazo de pollo asado con pan que había traído en el suelo, junto a la copa de agua, y salió. Virrthan meditó en lo que le había dicho. Si el príncipe hablaba por él, si contaba que en realidad él estaba siguiendo sus órdenes, entonces podía seguir vivo de allí. Después de todo, Virrthan solo había hecho eso: obedecer las órdenes del hermano pequeño del rey. ¿Quién hubiera desobedecido? Mordió con ánimo la pechuga de pollo y mojó un poco de pan en el caldo que lo bañaba. Aquella comida le supo increíblemente sabrosa, tal y como sabe cuándo se ha recuperado la esperanza. Miró la luna a través de la ventana diminuta y con barrotes de su celda. Mañana no habría tortura ni tampoco le esperaba la muerte. El príncipe Srasta era un hombre generoso que le ayudaría. Después bebió un poco de agua y se metió en la cama. El veneno mezclado con la cena tardó menos de una hora en hacerle efecto. A la mañana siguiente encontraron al capitán Dec Virrthan muerto en su celda. FIN.