Espadas y Escudos. Asesino en la Oscuridad.

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ALFONSO SASTRE HIGUERA



ASESINO EN LA OSCURIDAD.

La noche cubría con su oscuro manto el cielo estrellado sobre el reino de Tarshes. Las plazas estaban desiertas, los mercados cerrados, los templos vacíos. La noche estaba bien entrada ya y hombres y animales dormían, reponiendo fuerzas para el día siguiente. La ciudad quedaba bajo la custodia de los centinelas encargados de la ronda nocturna. En parejas, miembros de La Espada de Oro patrullaban alumbrados por la luz de las antorchas cada callejuela empedrada, cada esquina. Su misión era clara: velar por la seguridad del reino cuando la mayoría de los habitantes descansaban. Por lo general, las noches transcurrían en calma. Los guardias hacían sus turnos y eran relevados cada cuatro horas por otros nuevos. En ocasiones se producía algún incendio que había que sofocar, o tal vez se colaba en la ciudad un lobo o algún otro tipo de animal nocturno que debía ser cazado sin demora. Y, por supuesto, en otras ocasiones debían encararse, espada en mano, contra ladrones y otro tipo de delincuentes o fugitivos que aprovechaban las tinieblas para cometer sus fechorías. Aleth Khan era considerado de este tipo de personas aunque él tuviese otra opinión bien distinta de sí mismo. Él se veía como un libertador, un luchador que hacía lo que era justo y velaba por los intereses del pueblo cuando nadie más lo hacía, cuando las leyes o los poderosos nobles se alzaban en pro de intereses egoístas sin importar el bienestar de otros. Aquella noche, Aleth Khan tenía una misión. Pese a su alto porte se movía veloz y grácil, como un felino. Corría de puntillas para no hacer ruido e iba prácticamente pegado a una de las paredes de las calles por las que se movía. Conocía cada tramo de Tarshes como la palma de su mano. Y conocía a los guardias de La Espada de Oro. Sabía cómo eludirles. Escondido entre las sombras que proporcionaban unos anchos toneles apostados en una estrecha callejuela, aguantó la respiración cuando aquella pareja de guardias pasaron por aquel callejón. Iban cabizbajos, somnolientos, no se oía ningún ruido en las proximidades. Todo les parecía en calma. Pasaron de largo sin reparar en Aleth Khan y éste continuó su marcha, silente como un reptil. Tuvo que repetir la misma operación de forma más o menos parecida tres o cuatro veces más. Además, tuvo que dar un rodeo más que considerable para llegar a su objetivo sin ser detectado por los centinelas, pero finalmente arribó hasta aquella lujosa casa de tres plantas y un gran patio central con árboles y hasta con una pequeña fuente. La fachada principal se elevaba a modo de muralla protectora.


Una treintena de hombres armados custodiaban aquel edificio. No eran miembros de La Espada de Oro. Eran mercenarios, guardias pagados por el propio dueño de la casa para que velasen por su seguridad. En su habitación, dormía con un sueño profundo uno de los hombres más poderosos del reino de Tarshes, el hombre llamado Stin Lagg. Los Lagg era una de las primeras familias que habían poblado aquel reino, de condición noble y adinerada. Stin Lagg, casado con tres mujeres y padre de once hijos, creía que podría comprarlo todo con su fabulosa fortuna. Sin duda, su dinero era la causa de su privilegiada posición dentro de la corte, llegando a ser uno de los nobles que comían en presencia del rey Durkandar casi a diario. Su hogar no estaba en los arrabales extramuros o en las zonas más pobres de la ciudad. No. Su hogar se hallaba en una zona elevada, en mitad de la meseta sobre la que el palacio real estaba construido. Cerca de ella se alzaban casi media docena de templos majestuosos ubicados en amplias plazas de las que partían vías principales adornadas con palmeras. Frente a la elegante fortaleza que era la casa Lagg, Aleth Khan se detuvo, oculto entre las sombras. Varios guardias se hallaban apostados justo delante de la fachada principal. No podía entrar por ahí a menos que prefiriese un enfrentamiento al que no dudarían el resto de guardias que custodiaban la casa. Se movió ágil como un gato y fue deslizándose lejos de la entrada principal hasta alcanzar uno de los muros laterales de la casa en una calle perpendicular. Allí no había entrada alguna, tendría que escalar la pared y acceder al interior de la casa desde los tejados. Pero antes debía resolver otro inconveniente. Frente a él había un único vigilante que no había llegado a descubrirle. Aleth Khan caminó sigiloso hasta él. Llegó tan cerca que pudo darle un certero tajo en la garganta, matándole antes de que supiera qué le había golpeado. La agilidad de Khan era sorprendente, legendaria. Era como si en la noche pudiera estar en todas partes. Lanzó su cuerda hacia la cima del muro y el garfio atado al extremo logró engancharse en algún saliente. Ascendió sin dificultad, como si su cuerpo no pesase. Desde arriba contempló la majestuosa vivienda. Era una docena de habitaciones de diferentes tamaños, unidas entre sí pero con diferentes alturas. Formaban un cuadrado en cuyo centro había un gran patio. Las copas de los árboles se podían ver desde la calle pero ahora, contemplando la fuente, las hojas anaranjadas, rojizas y verdes, las delicadas flores y los recostados arbustos, Aleth Khan no pudo negar la incomparable belleza de aquel jardín. Anduvo sobre los tejados inclinados. Allí arriba no había centinelas sin embargo debía tener cuidado de que los hombres que patrullaban por el patio no le descubriesen. Sabía dónde se encontraba el dormitorio de Lagg de modo que fue directamente hacia allí.


Stin Lagg se despertó cuando sintió que algo pesado se movía sobre su colchón. Nada más abrir los ojos experimentó la sensación que se tiene cuando el pico de una espada de doble filo se cuela en la boca de uno. El arma estaba colocada en perpendicular con la línea del suelo y el hombre que la sujetaba por la empuñadura se hallaba de pie, sobre la cama, con un pie a cada lado de la cabeza de Lagg. No reconoció al espadachín pero sentía las arcadas que el acero le producía al estar entrando casi hasta su garganta. No podía chillar. −Stin Lagg, por tus crímenes contra las gentes del pueblo de Tarshes se te condena a morir. –Dijo Aleth Khan. Y sin añadir nada más empujó la espada hacia abajo, atravesando el cuerpo del hombre acostado que se revolvió con espasmos violentos sin que pudiese llegar a emitir sonido alguno. Lagg murió en el acto. A Aleth Khan le sorprendió un poco el hecho de que un hombre polígamo como era aquel durmiera en una habitación solo, supuso que sus respectivas esposas tendrían cada una su propia alcoba. No obstante lo agradeció, dándose cuenta de cuánto se hubiese complicado el tener que haberle matado con otra persona delante. El asesino ascendió de nuevo hasta los tejados con una agilidad sorprendente y sencillamente se desvaneció en las sombras sin dejar el menor rastro. No fue sino hasta la mañana siguiente que encontraron el cadáver de Lagg. No había nada que incriminase a un culpable claro pero todo el mundo supo, cuando la noticia de la muerte de Lagg se hizo pública, que el responsable de aquello era Aleth Khan.

Al despuntar el alba, Karuk Fa ya estaba preparado para retornar su servicio como Espada de Oro. Tal vez “preparado” no fuese la palabra indicada, pero no tenía más remedio que hacerlo. Se anudó la capa roja al cuello frente al espejo de estaño. En su rostro no se percibía emoción alguna. Hacía ya una semana que había retornado de la expedición que llegó hasta el Bosque de los Mil Álamos pero aún no había digerido aquella terrible vivencia en la que su amigo, casi hermano, Obelyn Poltark, había perdido la vida. Nunca hubiera imaginado que su compañero moriría en su primera misión. El responsable de ello, el capitán Virrthan, había sido hallado muerto en su celda antes del interrogatorio de modo que el verdadero culpable, el hombre que pagaba a Virrthan, había quedado libre, en el anonimato, aunque mucha gente apuntaba que no podía ser otro que el príncipe Srasta.


Salió de casa, cabizbajo. Montado en su yegua recorrió el sendero que llegaba hasta la ciudad amurallada sin poder olvidar a su amigo. Había creído que recorrerían juntos ese mismo camino muchas mañanas, que se batirían codo con codo en infinitas batallas. Ahora, de Obelyn, así como de los otros jóvenes que perecieron en la expedición, solo quedaba un montón de cenizas que habían sido recogidas de las piras en las que sus cuerpos se habían consumido en el fuego. Atravesó en solitario el arco principal, la entrada de la muralla que conducía hasta el palacio del rey. Allí, junto con Galaad Ga’wein, Gullinorn Mulhonin y el resto de sus compañeros expedicionarios, se reincorporaría a La Espada de Oro después del descanso que el propio monarca les había concedido tras la fatídica misión.

Desde el Salón del Trono, en una de las altas torres del castillo, el rey Durkandar contemplaba el patio donde sus hombres se reunían para recibir nuevas órdenes. A su espalda, su hermano Srasta le acompañaba aquella mañana. −No me son ajenas tus ansias de poder, hermano. –Dijo Durkandar después de un largo silencio, sin siquiera volverse hacia el príncipe. –Dime, ¿qué es lo que deseas? Estoy dispuesto a concedértelo si con ello me gano tu afecto y cariño. Tu reino, le hubiera gustado responder a Srasta, pero sabía muy bien que su hermano Durkandar jamás renunciaría a sus poderes reales para cedérselos a él. −Sois mi hermano mayor, además de mi rey. Ya tenéis mi amor, majestad. ¿Qué tengo que hacer para que lo comprendáis? –Respondió el príncipe con hipocresía. Durkandar sonrió para sus adentros. Sabía bien la clase de serpiente que era su hermano, aunque se negaba a creerlo. Se giró para mirarle a los ojos. −Conozco de sobra que Virrthan era uno de tus hombres. Él dirigió esa expedición más allá de los límites de nuestro reino causando la muerte de muchos Espadas. –Hizo una pausa tratando de leer algún sentimiento en el rostro de su hermano Srasta pero éste permaneció inmutable. –Dime, ¿qué era lo que buscaba? ¿Qué misión le habías encomendado? −Virrthan era un valeroso soldado, y mi amigo. –Reconoció Srasta. −Sin embargo, yo no era quién le daba las órdenes ni fui yo el que le encomendó esa supuesta misión que tan nefastamente se ha cobrado tantas vidas de nuestros jóvenes espadachines. El rey le contempló en silencio. ¿Era su hermano el que estaba detrás de aquello? Los indicios apuntaban que sí pero Durkandar no quería creerlo. Después de él, Srasta era el hombre más poderoso en todo Tarshes, ¿cómo podía no serle suficiente? ¿Acaso ambicionaba el mismo trono? ¿Tanto como para conspirar contra él, contra su propio hermano? −Puedes retirarte, hermano. –Dijo haciendo hincapié en la última palabra.


−Gracias. –Respondió Srasta con una leve inclinación de cabeza. –Majestad. Salió del salón y el rey cayó sobre su trono, profundamente abatido. Era una habitación de forma circular, con doce ventanales anchos y altos por los que se podía contemplar toda la ciudad amurallada a la vez que permitían el vigoroso paso de la luz del sol. Cuatro guardias, Espadas de Oro, permanecían en pie, inmóviles, en posiciones estratégicas para custodiar la seguridad del monarca. Otros dos más vigilaban la entrada a aquella sala. Cuando Srasta salió, el rey quedó a solas con los cuatro silenciosos centinelas que parecían más estatuas que humanos. Y con Morlitt, su principal consejero. −Acércate. –Le pidió Durkandar con un gesto de la mano. El fiel Morlitt obedeció, listo para escuchar las palabras de su rey, pero éste solo hizo una pregunta: −¿Qué piensas? −Srasta es vuestro hermano, mi señor. Y un príncipe. Durkandar sonrió divertido ante la prudencia de aquel hombre cuya barba estaba encanecida. −Sé quién es mi hermano, Morlitt, y la posición que ocupa. Pero, dime, ¿le crees capaz de traicionarme por este maldito trono en el que estoy sentado? El consejero, de más siete décadas de vida y con la cabeza cubierta por una sedosa cabellera blanca, era leal al rey al que además le unía una gran amistad pero sabía que debía ser prudente al hablar de su hermano. Eso no significaba que no fuese a decir exactamente lo que pensaba. −El príncipe es un hombre sediento de poder, majestad. Los hombres así no se detienen hasta conseguir lo que sus corazones anhelan. −¿Y piensas que el suyo anhela mi corona? −No hay pruebas que señalen a vuestro hermano, el príncipe Srasta, como un posible conspirador, majestad. Pero sería inteligente que no le perdiéramos el rastro. Todos los hombres tienen un precio por el que vender su lealtad. Durkandar había escuchado lo que él mismo se negaba siquiera a pensar: que había que tener cuidado con su hermano pequeño. −Espero que el precio de tu lealtad sea tan alto que solo yo pueda comprarlo, Morlitt.

Srasta se encaminó hacia sus aposentos. Estaba furioso. Virrthan había fallado estrepitosamente. No solo no había conseguido traerle aquel artefacto misterioso con el


que podría haber creado un ejército de golems de piedra que hubiera puesto a todo Tarshes de rodillas. Con su muerte había quedado señalado como el gran conspirador que se oculta en las sombras. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Si le hubiera dejado vivir habría sido sometido a una tortura tan atroz antes de su ejecución que habría confesado todos los planes que Srasta tenía para convertirse en el nuevo monarca de aquel reino. Ahora, su hermano debía de estar convencido de que algo se proponía para arrebatarle el poder. Debía vigilar cada paso que daba, cada movimiento que realizaba, si no quería descubrirse. Todo gracias a la ineptitud de Virrthan, se dijo Srasta maldiciendo para sus adentros. Desearía que el capitán aún estuviese vivo para poder matarlo otra vez. No obstante, sí había a alguien a quien podía matar. Aquella mujer que él había contratado para conseguirle la Targumá y a la que Virrthan debía encontrar. La misma que la expedición de espadachines había traído malherida. Lylianna.

Lylianna se había levantado ya de la cama. Seguía muy débil, cosa que era comprensible ya que había estado a punto de morir convertida en una estatua de piedra. Pero ahora, una semana después, ya empezaba a encontrarse mejor y sabía que era hora de desaparecer. Aunque pareciese una doncella en apuros, ella era, en realidad, una ladrona. Más que eso, era una ladrona con un encargo que había cobrado por adelantado y que no había cumplido. Cuando despertó y le dijeron que se encontraba en Tarshes, en la misma ciudad en la que vivía el hombre que le había hecho el encargo, supo que había que huir a toda velocidad. Se levantó de la cama con torpeza, había adelgazado bastante. Estaba despeinada y se sentía segura de que nunca había tenido peor aspecto. No tenía equipaje de modo que podía salir de allí rápidamente. Se encontraba nada menos que en una de las habitaciones del palacio, donde aquel espadachín llamado Galaad la había dejado llegando a pedirle al mismo rey que hiciera llamar un curandero para que se ocupase de ella. Tenía que vestirse. Aquella habitación estaba vacía. Sus ropas estaban allí pero no resultaría muy discreta si salía vestida con pantalones como un hombre. Sin embargo, no tenía nada más que ponerse y suponía que desnuda llegaría aún menos lejos que su llamativo atuendo. Entonces lo sintió. Fue un leve ruido en la entrada de su habitación y supo que alguien estaba para entrar. Era demasiado tarde. Sabía quién, o quiénes, eran.


La puerta se abrió de golpe e irrumpieron cuatro guardias armados con las espadas en la mano y las corazas sobre el pecho, pero Lylianna ya estaba preparada para el combate. −¡Mujer! ¡Vas a venir con nosotros! ¡El príncipe Srasta desea hablar contigo! Lylianna se giró veloz hacia el guardia y le propinó un duro puntapié en la entrepierna, haciéndole brincar primero para luego caer al suelo encogido. El segundo guardia se lanzó al ataque mientras la mujer se hacía con el arma del primero de aquellos centinelas. Paró el primer golpe de sable que le lanzó el hombre y contratacó con una estocada que cortó al guarda en el antebrazo levemente. El tercer hombre apareció frente a ella e igualmente trató de derribarla por la fuerza. Aún débil, Lylianna era una luchadora sorprendente. Interceptó la espada de su atacante una, dos, tres veces. Lanzó un golpe de espada que el tipo paró a duras penas. Sin embargo, no cayó y el cuarto centinela se unió al duelo. Contra dos contrincantes, Lylianna se batió con maestría. En pleno uso de sus facultades habría acabado con ellos en un santiamén, sin embargo, notaba el peso de las heridas y sintió que sus fuerzas flaqueaban. Logró lanzar un par de peligrosas estocadas que hicieron retroceder a uno de los centinelas y atizó un puñetazo al otro en pleno rostro. Pero no fue suficiente. El guardia que había sido herido en el brazo se alzó dispuesto a batirse con el que le quedaba sano y fueron tres aceros contra uno, que finalmente lograron imponerse y desarmar a Lylianna que estaba exhausta, a punto de derribarse. −¡Zorra! –Gritó el primero de los centinelas, el que había sido pateado en su hombría. −¡Dejádmela! ¡Voy a atravesarla con mi espada! Aún estaba algo encogido y se cubría la parte adolorida con una mano. En su rostro se leía una expresión mezcla de dolor e ira. Ardía en deseos de vengarse. Sus tres compañeros apuntaban con el filo de sus armas a Lylianna que estaba acorralada contra la pared. −Nada de eso. –Dijo uno de ellos a su compañero. –Las órdenes son llevarla ante la presencia del príncipe Srasta. ¡Vamos! Lylianna había temido eso desde el principio. Estaba lista para la muerte pero no se atrevía ni a imaginar la clase de tortura que suponía le esperaba por haber fallado en su empresa. Fue conducida por los cuatro guardias, yendo dos de ellos delante suya y los otros en la retaguardia, hasta la presencia de Srasta que le esperaba impacientemente. La hicieron entrar hasta aquella majestuosa sala de cortinas de seda y grandes ventanas en las que solo se hallaba el príncipe, y tras dejarla allí, salieron. Aquel lugar con el alto techo y los mosaicos que adornaban los muros no le pareció a Lylianna el escenario de una sala de torturas. Y al quedar a solas con el príncipe, la ladrona hasta intuyó la


posibilidad de escapar si hiciera falta, posiblemente golpeando a aquel sujeto en el mismo lugar que al primero de los centinelas a los que se había enfrentado y luego descolgándose por la ventana. −Tu expedición fue un fracaso. –Dijo Srasta con severidad. −Encontré la Targumá pero tuve serias dificultades para traerla. No fue un camino de rosas, precisamente, y perdí hasta el último de mis hombres. –Replicó Lylianna con altivez, como si hablara con un hombre normal y no con el hermano del rey de aquellos parajes. −¿Crees que me importan lo más mínimo esas vidas? Esos hombres no eran más que animales a los que más tarde o más temprano alguien habría tenido que sacrificar. – Respondió el príncipe sin inmutarse en absoluto. Comenzó a caminar hacia la mujer que permanecía en pie, sin moverse de donde estaba. –En cambio tú… Parece que los dioses deben creer que eres demasiada hermosa para morir. Srasta estaba tan cerca que podía aspirar el aroma de Lylianna. No llevaba ningún aceite o perfume, tan solo era su propio olor personal, suave, dulce. Él giró por detrás para contemplarla de espaldas. −Aún enferma y débil, eres muy hermosa. –Dijo. –Si quisiera, podría tenerte ahora mismo. Hacía alusión al poder que tenía siendo el segundo hombre del reino, no había nada que no pudiese conseguir. Lylianna se rio con sorna ante aquel comentario. −Intentadlo, príncipe. Y perderéis la posibilidad de tenerme a mí y a cualquier otra mujer u hombre. –Le espetó mientras se llevaba la mano instintivamente a donde debería estar su daga para comprobar, con cierta sorpresa, que no se hallaba allí. −Os he pagado por algo que nunca conseguiré ya, de modo que estás en deuda conmigo, mujer. Podría llamar a los guardias para que te encierren en la torre de por vida, o para que te den la muerte si se me antoja. Pero te propongo un nuevo negocio para que nuestras deudas queden saldadas. −¿De qué se trata? –A Lylianna le pareció bien la propuesta. Un nuevo contrato era mejor que tener que salir por piernas. −Quiero que encuentres a alguien y que le convenzas para que trabaje para mí.

−¿Habéis oído la noticia? –Decía uno de los espadachines que patrullaban al lado de Karuk Fa. –¡Dicen que esta noche Aleth Khan ha vuelto a matar!


−¡Maldito bandido! ¡Espero que le encontremos pronto y acabemos con él! – Comentó otro. −¿Y a quién ha matado esta vez? −A uno de los hombres del rey: Stin Lagg. −¡Stin Lagg no era uno de los hombres del rey! ¡Todo el mundo sabe que Durkandar detestaba a esa sabandija y estaba esperando que surgiera la excusa para destituirle! – Espetó de pronto uno de los jóvenes. −¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¡Lagg ha estado al lado de Durkandar desde su misma coronación! −¡Pero únicamente por los intereses que eso podía reportarle, no por verdadera lealtad! La disputa estaba servida. Todos conocían de sobra que Lagg había apoyado públicamente al rey Durkandar pero cierto era que siempre había ganado con ello y su carácter altivo y egocéntrico no le había hecho generar muchos admiradores sino más bien todo lo contrario, gente que hablaba en contra de Stin Lagg y de cómo se había convertido en una mancha para la noble estirpe de la que procedía. Ajeno a la discusión de sus compañeros, Karuk Fa cabalgaba a su lado pero su mente se hallaba lejos de allí, rememorando una y otra vez el fatídico final que su amigo Obelyn había sufrido. Se había imaginado esa escena que ahora vivía tantas veces. Su amigo y él cabalgando juntos, entablando batallas contra rufianes, consiguiendo el amor de las damiselas y la admiración de los más jóvenes. Convertirse en leyendas. Ahora su amigo estaba muerto y su nombre, pese a haber sido gritado al viento en su funeral, parecía ya borrado del corazón de todos salvo del suyo propio. −Allí va ese joven. –Dijo el espadachín llamado Gullinorn Mulhonin cuando contempló a Karuk cabalgando a lo lejos. −¿Quién? –Preguntó Galaad, que iba a su lado, como de costumbre. −El muchacho que combatió con nosotros en ese templo maldito más allá del Bosque de los Mil Álamos. Ambos hombres, al igual que Karuk Fa y el resto de la expedición, se habían reincorporado a su servicio en La Espada de Oro esa misma mañana. Galaad había vuelto con el brazo dolorido pero no roto mientras que su amigo era el que mejor parado había salido de aquel chance con monstruos de roca viviente con apenas unos rasguños. −Es el único que estuvo con nosotros todo el tiempo. –Meditó Gullinorn en voz alta sin dejar de mirarle. –El que comenzó a nuestro lado y el único que sobrevivió hasta el final.


Galaad, escéptico, le echó un vistazo a su compañero que parecía absorbido por la figura del joven Karuk en la distancia. −¿Qué tratas de decir? −Que tal vez debamos mantener más vigilado a ese aprendiz de Espada, amigo mío. Tal vez los dioses le tienen reservado un destino singular. −¿Porque sobrevivió a una batalla terrible? –Preguntó Galaad sin poner demasiada fe en las divinidades. –Puede que fuera fortuna, o tal vez que fue el que más cerca se mantuvo de nosotros. −O puede, −dijo Gullinorn, −que esté llamado a convertirse en un bravo guerrero.

El día transcurrió tranquilo. Cada ciudadano de a pie cumplió con sus respectivas labores para ganarse el pan, ya fuera como comerciante, herrero, zurcidor, carpintero o en el campo. Los espadachines tuvieron que afanarse poco, aquel día no salieron demasiados bandidos a los que apresar. A última hora del día las tabernas comenzaron a llenarse y muchos hombres fueron allí en busca de un trago o de alguna mujerona que les permitiese desabrochar sus corsés a cambio de unas monedas. Con la caída del sol, los espadachines que habían montado vigilancia fueron a vigilar siendo reemplazados por los compañeros que harían guardia nocturna. Los honrados trabajadores terminaban de cenar y se preparaban para dejarse caer dormidos en sus camas, por humildes que éstas fueran. Si tenían hijos, los besaban en las frentes antes de soplar sobre las velas y lámparas de aceite para quedar completamente a oscuras en el refugio de sus hogares. Solo en las tabernas y posadas continuaba la vida hasta altas horas de la madrugada. Fue a una de ellas a la que entró aquella noche Lyliana en busca de su presa. No era el primer lugar que visitaba y si no daba con él tendría que salir e ir hacia el siguiente abrevadero en su incansable búsqueda. No fueron pocas las miradas lascivas que se posaron en la mujer. Pese a haber perdido un par de kilos y estar todavía recuperándose era hermosa a más no poder. Su apretado ropaje, compuesto de una camisa escotada y pantalones a la manera de un hombre, no hacía sino resaltar sus curvas y encantos. Desenvainó una afilada daga que llevaba colgada del cinturón cuando intuyó que un par de borrachos se le aproximaban creyendo que era una ramera cualquiera. La visión del cortante acero hizo desistir a los individuos que no estaban lo bastante ebrios como para dejarse apuñalar. El resto de los hombres que seguían jugando a los dados, bebiendo u ofreciendo monedas a las fulanas que se apretaban contra sus sudorosos cuerpos procuraron volver a sus asuntos,


acertando a comprender que aquella era una mujer peligrosa a la que mejor sería no acerarse. No obstante, con disimulo, siguieron su paso con el rabillo del ojo mientras ella avanzaba paso a paso hasta el interior de la taberna. Allí, al fondo, un hombre solitario bebía solo sentado en una mesa. Llevaba capa negra y su capucha la llevaba sobre la cabeza, ocultando una visión clara de su rostro. Lylianna avanzó hasta él y no se detuvo hasta agarrar una silla libre y sentarse justo en esa mesa, en frente del encapuchado. −¿Puedo? –Preguntó sonriente con aire meloso. El hombre dio un sorbo de su jarra y contestó un seco: −No. −Te he estado buscando toda la noche. –Le dijo Lylianna sin perder su tono de seducción. −No estoy interesado en las mujeres de tu clase, así que, por favor, márchate. –Le contestó el hombre de forma educada pero firme. −No sé de qué clase crees que soy, pero te aseguro que soy única e irrepetible. – Lylianna se burlaba, estaba convencida de que aquel hombre no iba a acceder de forma fácil a su propuesta pero estaba preparada para la pelea. El hombre alzó la cabeza y la miró fieramente. −¿Es que no me has oído? He dicho que te largues. –La furia iba creciendo en su interior pero su voz seguía siendo suave. –Cualquier otro tipo estará encantado de darte cháchara y seguirte el juego, así que deja de molestarme. −No puedo ir a hablar con cualquier otro, porque ninguno de ellos eres tú. –Lylianna estaba a punto de cerrar el cerco a su presa. −No tienes ni idea de quién soy yo. −Sí lo sé. Y el hombre que me contrató para encontrarte también lo sabe. –Le contestó Lylianna. –Eres Aleth Khan.

7.

LA CONSPIRACIÓN.


Aleth Khan acababa de oír su nombre de los labios de aquella sinuosa mujer vestida de púrpura que tenía más pinta de aventurera que de doncella y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para reprimir su sorpresa. −No sé de qué me hablas, mujer. –Le contestó mientras se llevaba su jarra de cerveza a la boca tratando de tragar la saliva que se le había acumulado. −Me llamo Lilyanna. –Se presentó ella. –Y lo que te digo es fácil de entender hasta para la más diminuta de las mentes, con que imagino que tú, el intrigante Aleth Khan, lo comprenderá sin ningún problema. −No soy ese hombre. –Mintió Khan, temeroso de que alguien pudiera estar escuchándoles en medio de aquella alborotada taberna. Si bien era cierto que ambos susurraban, la entrada de la atractiva Lilyanna y su extraño atuendo púrpura no había pasado desapercibida entre los ruidosos borrachos y las fulanas que llenaban el lugar que, aunque se ocupaban de sus propios asuntos, no dejaban de contemplarla, aunque fuera de reojo. −Es absurdo que lo niegues. –Prosiguió Lilyanna. –Yo sé quién eres, tú sabes que lo sé, y tengo que proponerte una empresa. Un negocio que no podrás rechazar. Aleth Khan estiró los labios en una sonrisa sin llegar a despegarlos. Tenía un carácter irónico, en parte por los golpes que le había dado la vida. −En caso de que yo fuera ese Aleth Khan que mencionas, ¿por qué crees que estaría interesado en nada de lo que tú pudieras ofrecerme? Khan se hallaba reclinado hacia atrás en su silla pegada a la pared desde donde vigilaba toda la taberna. Veía las otras mesas a mayor o menor distancia, hombres ebrios que devoraban los platos de asado que les eran servidos con tanta avidez como sus bebidas, las fulanas sentándose en las rodillas de uno u otro según les pareciese un pagador mejor, los posaderos detrás de la barra limpiando algunas jarras. Sabía que muchos de ellos les observaban con discreción. Lylianna se inclinó sobre la mesa hasta acercársele. −¿Qué es lo que quiere Aleth Khan? –Preguntó Lilyanna. −¿Acaso no es que las cosas cambien en Tarshes? ¿Que todo mejore, especialmente la situación de los débiles? −Hay quien te diría que en esta ciudad todo está como debe estar. –Respondió Khan con aires de indiferencia. −¿Entonces por qué hace Aleth Khan lo que hace? ¿Por qué mata a los nobles de uno en uno, si no es para que otros más justos ocupen sus cargos esperando así que la equidad gobierne en este reino?


Khan se abalanzó sobre la mesa, airado. Apoyado con ambas manos sobre el tablero en el que reposaba su jarra de cerveza casi vacía, su rostro quedó a escasos centímetros del de Lilyanna que pudo contemplarle en todo detalle. Le pareció un hombre atractivo, fuerte, varonil, y se sorprendió de que se hubiese movido tan rápido que hasta a ella le había cogido desprevenida. Si hubiera sido una batalla podría haberla matado sin dificultad. −¡Aleth Khan no hace eso! –Replicó el hombre en un susurro, hablando de sí en tercera persona con tanta pasión que parecía que en verdad hablaba de otro. −¡Aleth Khan no es un asesino sin piedad que ejecuta a diestro y siniestro a cuanto rico o poderoso se le pone por delante! ¡Es cierto que en ocasiones su acero se ha manchado de sangre pero era sangre que merecía ser derramada! −¿Cómo Stin Lagg la otra noche? –Inquirió Lilyanna deseosa de saber los motivos por los que el noble había sido ajusticiado. −¿Qué sabes tú de Lagg? –Había desprecio en la voz de Khan al pronunciar ese nombre y Lilyanna supo que debía andarse con cuidado. No tenía idea de a qué hombre tenía ante sí y estaba segura de que era mucho más fiero de lo que aparentaba. −Solo lo que todos rumorean. Que era un noble rico que le gustaba disfrutar de los placeres de la vida, pero que era leal a Durkandar y le habría seguido hasta el mismísimo reino de los oscuros. Khan escupió en el suelo con rabia. −¡Mentiras! –Exclamó. − ¡Lagg era un canalla! ¡Si apoyaba a Durkandar era porque le convenía pero si los hados se hubieran conjurado en contra del rey, Lagg no habría dudado en cambiar de estrategia y ponerse de parte de lo que a él le interesase! ¡No era leal a nadie salvo a su propio vientre! ¡Un hombre así no es digno de gobernar y lo que muchos se preguntan es por qué el rey le toleraba! Lilyanna supo que este era el momento de saciar su curiosidad. Aun siendo prisionera de la sorpresa del repentino cambio de humor había sufrido su interlocutor, se atrevió a preguntar: −¿Por qué lo mataste? Se hizo un silencio en aquella mesa. Los ruidos y el jaleo que imperaban en la taberna llegaban de lejos, como apagados para Lilyanna, como si estuviera aturdida por la intensa mirada silente que el hombre que se hallaba frente a ella le dirigía. Por un instante creyó que ya no le diría más, que aquella conversación había acabado y se preparó para un posible ataque. Estaba acostumbrada a esos lances en los que una entrevista con bandidos no salía cómo esperaba y tenía que llevarse las manos al acero de su daga para librar el cuello. Entonces Aleth Khan decidió contestarla:


−No le maté porque fuera un canalla que despilfarraba su fortuna en rameras y vino en vez de compartir con los menos favorecidos, ni porque fuese un maldito que habría traicionado al rey y a todo Tarshes a la menor de cambio. Se detuvo un instante. Había confesado que era quien había negado ser hasta aquel momento: Aleth Khan. Y estaba confesando aquel asesinato a una completa desconocida. Pensaba contar hasta la última palabra en aquella conversación pero estaba listo para lo que viniese después. Sus dedos aferraron la empuñadura de su arma justo antes de que se decidiera a continuar: −Lo maté porque tomó a una muchacha de trece años, virgen, sencillamente porque podía hacerlo. Su padre no ha conseguido todavía una audiencia con el rey para ponerle al corriente de lo sucedido ni ha podido denunciarlo a La Espada de Oro para que se haga justicia debido a los privilegios que amparaban a ese puerco de Stin Lagg. Una familia destruida por el dolor, una niña mancillada que tardará años en reponerse de semejante afrenta… ¿Y nadie hace nada? Aleth Khan es la justicia que nadie puede detener y matando a ese maldito puedo asegurarte de que se ha hecho justica. Lilyanna no dijo nada. Había quedado atónita ante la respuesta de aquel hombre. Le había juzgado como un simple bandido o asesino, uno de tantos que robaban o asesinaban simplemente porque no eran buenos para nada más. No podía imaginarse que el hombre con el que estaba tratando era una especie de vengador convencido de que lo que hacía, lo hacía por una noble causa. Aleth Khan tampoco dijo nada más ni se movió. Aguardó paciente el siguiente movimiento de la mujer. ¿Qué quería? ¿Llevarle ante la supuesta justicia de la corte para que le procesaran? ¿Contratarle para algún tipo de robo? Sus dedos seguían firmes sobre el mango de su espada, listos para desenvainar y rebanar el hermoso cuello de aquella bella mujer justo antes de saltar por la ventana más próxima y darse a la fuga. −El príncipe Srasta me ha enviado para hacerte una oferta. –Dijo Lylianna sin más miramientos. Y si la respuesta de Khan había sorprendido a la mujer, las palabras de ésta no dejaron menos confundido a aquel hombre. −¿El príncipe? –Repitió sin llegar a creérselo. −Así es. Me ha pedido que te encuentre y te lleve hasta él. Quiere proponerte una tarea que está dispuesto a recompensarte con generosidad. Lilyanna había perdido todo interés en tratar de convencer a aquel hombre. Estaba segura de que Srasta era un canalla y creyó que Aleth Khan sería otro y accedería de buen agrado ante su sensual proposición o tal vez al oír el pago que se le ofrecía. Pero ahora estaba convencida de que aquel hombre no aceptaría jamás un encargo de Srasta.


−El príncipe es una serpiente venenosa. ¡Un escorpión! ¿Qué desea de mí? −Quiere que mates a su hermano, el rey Durkandar. –Respondió Lilyanna de una vez. Aleth Khan no pudo responder. Hasta sus dedos aflojaron sobre la empuñadura que agarraban. Sus ojos se abrieron como platos. −Durkandar es un buen rey. –Dijo de forma entrecortada, afectado por la sorpresa. – Tal vez su corte esté plagada de ratas pero él, en concreto, es un hombre justo que se preocupa por su pueblo. Tal vez sea el único hombre que no merezca ser ajusticiado. Lilyanna sabía que Khan no accedería pero ella tenía que cumplir su encargo con el príncipe Srasta. Ya había fallado una vez y no se le perdonaría un nuevo fracaso. De modo que optó por contarle toda la verdad. −Estoy convencida de que Srasta es un malvado, pero ahí afuera hay una docena de soldados que me custodian para asegurarse de que no trato de huir. Si salgo de esta taberna diciendo que no te he encontrado me llevarán a otra y después a otra hasta que logremos dar contigo. Si al llegar el alba no te he encontrado, tienen órdenes de quitarme la vida. Te suplico, Aleth Khan, que vengas conmigo al encuentro del príncipe Srasta. Fue aquella táctica, la de no poder negarse a ayudar a alguien, la que finalmente convenció a aquel fugitivo a acompañar a Lilyanna. En efecto, fuera de la taberna se hallaba un destacamento de unos doce soldados fuertemente armados que les esperaban para conducirlos ante la presencia del príncipe Srasta.

Aquella misma noche eran seis los que se hallaban sentados a la mesa en la casa Mulhonin. Aparte de la habitual cena con su esposa Aen y sus hijos Kilian y Kolker, Gullinorn atendía a sus dos invitados: su compañero de armas Galaad Ga’wein y la mujer con la que compartía la vida, la bella Zarin. Era casi una tradición que las tardes de los jueves aquellas dos familias se reunieran para compartir un bocado entre charlas y risas. Los dos espadachines habían combatido codo con codo por más de siete años y habían desarrollado una fuerte amistad. También las mujeres habían forjado un fuerte vínculo entre sí al estar casadas cada una con un hombre que solía ganarse la vida arriesgando su propio cuello. En cuanto a los pequeños, no podían estar más encantados de aquellas visitas. Tanto era así que llamaban al bravo Galaad “tío”, como si en verdad estuviesen emparentados con él. Y Galaad, si bien era un enemigo temible en el campo de batalla, sentado a la mesa de su amigo hacía lo que mejor sabía hacer después de blandir un arma: contar historias.


−…La mano le temblaba por el dolor que le producía la herida. –Relataba emocionado ante su joven público que permanecía expectante. –Pero Disanver sabía que aquel era el momento decisivo. Cegado por la Lengua de Oscuridad solo podía confiar en la percepción que le llegaba del mundo a través de la afilada hoja de su Espada Viva. >>Para Disanver, todo eran tinieblas, como si estuviese caminando a tientas entre las tinieblas de una oscura gruta. El temible Fach se alzaba ante él, poderoso como siempre, conteniendo una malvada risotada para no revelar su posición. De pronto, alzó su enorme sable listo para dar un cortante tajo que partiese a Disanver en dos. Galaad hizo una pausa mientras daba un sorbo a su jarra, sin dejar de mirar a los ojos a los dos niños. −¿Qué pasó entonces, tío Galaad? –Preguntó Killian. −Sí, ¿qué pasó? –Repitió haciendo eco su hermano pequeño, Kolker. −Venga, tío Galaad. –Se burló su Gullinorn. –Dinos qué le pasó a Disanver. Su esposa le dio un ligero codazo en el costado para indicarle que no se burlase mientras la hermosa Zarin contenía la risa. −La Espada Viva que portaba Disanver actuó por sí sola bloqueando con su filo el golpe de Fach y se lanzó al ataque, arrastrando tras de sí a su portador, que se movía con la gracia a la que estaba acostumbrado desplegar en la batalla. Fue una pelea ardua, más si tenemos en cuenta que Disanver estaba ciego. Pero finalmente, la Espada Viva logró acertar un fiero golpe en el costado de Fach, hiriendo gravemente al monstruo que cayó de bruces en el suelo. >>Entonces, con Fach aun respirando, la Lengua de Oscuridad que mantenía ciego a Disanver se deshizo y recuperó la vista. “Levántate”, le ordenó a Fach. Y el monstruo obedeció. “Quiero que te marches de estas tierras y que dejes de atemorizar a sus habitantes. Vete y no vuelvas jamás”. Y Fach, que por primera vez en su vida había sentido miedo, dio media vuelta y echó a correr. Huyó al interior del Bosque Profundo y nunca más volvió a amenazar a nadie. Killian y Kolker estaban boquiabiertos. Con siete y cinco años eran pequeños e impresionables, lo bastante como para que cualquier historia decente les resultase increíble. Su padre, Gullinorn, era un poco más exigente. Acostumbraba a burlarse de Galaad en esos momentos, pues si era un guerrero excepcional, como narrador no era tan excelente. Aquella no iba a ser la excepción, y comenzó a aplaudir en un tono jocoso. −¿Cuándo vas a decidirte a poner por escrito todas las leyendas y cuentos que conoces, poderoso maestro? –Dijo antes de echarse a reír. El mismo Galaad no pudo reprimir una sonrisa, que amplió gustoso cuando Aen le dio un pescozón a su marido, reprendiéndolo:


−Gullinorn Mulhonin, haz el favor de comportarte. –Exclamó sin enfado mientras se ponía en pie e iba hacia los pequeños. –Galaad y Zarin son nuestros invitados de honor y tú siempre te burlas de él. −Es que él siempre cuenta las mismas historias, cariño. –Replicó Gullinorn siguiendo la broma. −¿Por qué no te hiciste juglar en vez de Espada del rey? −No son siempre las mismas historias, papá. –Se quejó Killian. −Sí. No son siempre las mismas. –Volvió a repetir el pequeño Kolker. Aen ya estaba tan cerca de los niños que les animó a ponerse en pie y abandonar la mesa. −Bueno, jovencitos, es hora de irse a dormir. –Dijo conduciéndolos hasta su habitación. −¡No! ¡Por favor! –Exclamó Kolker. −¡Queremos quedarnos a oír más historias del tío Galaad! –Protestó Killian. −No, pequeños caballeros. Ya sabéis lo tarde que es y mañana tenéis que ir a la escuela. Decidles adiós al tío Galaad y a la tía Zarin. Los niños besaron con ternura a los invitados colgándoseles del cuello, antes de desaparecer de la sala seguidos de su madre que les siguió para asegurarse de que quedarían bien arropados en sus camas. −Al menos, no les contaste el sangriento final dela historia. –Siguió Gullinorn con la broma cuando sus hijos ya se habían marchado. –Cómo Disanver le corta la cabeza a Fach y lo desmiembra para enviarle una extremidad a cada uno de los cuatro reyes del Eje Boreal como advertencia de que desistan en su empeño de conquistar la ciudad de Mannakyer. −Por favor, Guli, −le contestó Galaad, −solo son niños. No iba a contarles esas cosas. −En serio, Zarin, ¿por qué te casaste con este zoquete? –Bromeó Gullinorn. –Eres una mujer bellísima, tenías decenas de pretendientes. ¿Qué error cometiste para acabar con él? Zarin se colgó del cuello de su esposo y le besó en la mejilla. −Conquistó mi corazón. –Dijo sonriente. –Igual que un héroe conquista una ciudad. Se besaron tiernamente en los labios mientras Aen regresaba a la mesa junto a su esposo. −Gracias por cambiar el final de la historia, Galaad. –Dijo. –Por un momento pensé que ibas a contarles lo que pasó en verdad, con pelos y señales.


−¡Oh, Aen! ¡Tú también, no! –Exclamó Galaad al tiempo que su mujer y su amigo se echaban a reír. −¿En serio creísteis todos que les contaría cómo Disanver lo mata? ¿Por quién me tomáis? −Por el peor contador de historias que he conocido, amigo mío. –Contestó Gullinorn bebiendo de su copa. –En serio, tienes que dejar lo de los cuentos para verdaderos profesionales. En la taberna de Tom trabaja un bardo que cuenta unas historias increíbles. Si queréis, podríamos ir una tarde allí los cuatro. −Sí, sería estupendo. –Repuso Aen. –Podríamos dejar a los niños con mi madre e ir allí. Por cierto, ¿cuándo vais a decidiros vosotros dos? −Oh, oh. Aquí viene otra vez. –Se burló Gullinorn. Aen le dio un manotazo en el muslo. Galaad rio a pleno pulmón. −En serio. ¿Cuándo vais a decidiros a ser padres y a hacernos a nosotros tíos? – Insistió Aen. Zarin sonreía con las mejillas coloradas por el rubor. −Bueno… Creemos que aún es pronto. –Miró a Galaad. –Pero tal vez dentro de poco. Galaad la besó. −Bueno, creo que ya es hora de que nos marchemos. –Dijo. –Como habéis dicho, ya es tarde. −Sí, −añadió Gullinorn, −mañana madrugo. No como otros. −Mañana comienzo turno de noche durante cinco jornadas. ¿Qué tal si venís a cenar a casa la sexta noche? –Propuso Galaad. −Claro, amigo, allí estaremos. Los hombres se estrecharon las manos con efusividad y las mujeres se despidieron con un abrazo. Eran buenos amigos que se conocían desde hacía tiempo. Cenar en casa de unos o de otros se había convertido en una placentera costumbre que los unía cada vez más. Gullinorn y Aen cerraron la puerta de su hogar cuando sus invitados hubieron salido. Vivían en una buena zona, cerca del centro de la ciudad. Galaad y Zarin tenían su casa a unas calles de allí. Pese a la hora, el camino hasta allí sería un agradable paseo.

A la mañana siguiente el sol salió por el Este, como de costumbre. La vida se reanudó en Tarshes. Los comerciantes reabrieron sus tiendas, las mujeres volvían a los mercados,


los mendigos llenaban las calles principales en busca de una limosna y los ladrones, de diferentes edades, deambulaban en busca de presas a las que robar mientras se cuidaban que los Espadas de Oro no les arrestasen. Karuk Fa montó a su yegua Zera justo cuando oyó una voz que resonaba en su memoria. −¿Te importa que hoy patrulle a tu lado? Cuando Karuk se giró para responder allí estaba Gullinorn aferrando las bridas de su caballo. −Señor Mulhonin…−Musitó con sorpresa el joven Karuk. Gullinorn se echó a reír. −El señor Mulhonin era mi padre, chaval. Yo soy Gullinorn. Deberías saberlo, ya que peleamos juntos en ese maldito templo subterráneo hace unas semanas. Karuk bajó la vista avergonzado. No sabía bien cuál era su sitio. ¿Podía codearse con verdaderas leyendas y tratarlas como iguales? Además, la mención de aquel templo trajo a su recuerdo la imagen del cuerpo muerto de su amigo Obelyn. −¿Qué dices? ¿Podemos patrullar juntos? −Cla… claro. –Respondió Karuk con titubeo. Gullinorn montó su animal y se alejaron juntos cabalgando al paso ante la mirada asombrada mirada de algunos de los espadachines más jóvenes. −Recuerdo bien mi primera misión. –Comenzó diciendo Gullinorn. –Y también recuerdo al primer amigo que perdí en combate. Después de eso se mantuvo en silencio un rato. Pasaron bajo el arco de salida del Patio de Armas del castillo y se dirigieron por una de las calles principales hacia el sur de la ciudad. Karuk estaba aturdido por la muerte de su amigo y por los comentarios de aquel experimentado soldado que parecía empeñado en sacar ese tema a relucir. −Se llamaba Devas Kirgueon. –Comenzó a contar Gullinorn. –Nos conocimos siendo aprendices de Espadas y forjamos una estrecha amistad. Me presentó a su hermana y me enamoré de ella. Aen. Hoy es mi esposa, ¿sabes? Y me ha dado el placer de ser padre de dos hermosos niños. >>Patrullábamos Tarshes juntos casi siempre que podíamos. Solíamos ir a tomar cerveza después del trabajo y a cazar en nuestros días libres. Cuando estalló la Guerra contra las tribus de Iraeas el rey Kraikandar nos mandó, junto a cuatrocientos hombres, a primera fila, más allá del confín del Bosque de los Mil Álamos. En una de las batallas, los iraeanos nos dispararon un río de flechas que cruzaron el cielo desde lo alto de los


Montes Lanu. Ochenta hombres fueron alcanzados. Mi amigo Devas fue uno de ellos. Una flecha le atravesó la garganta matándole casi en el acto. >>Cuando regresé a casa tuve que ser yo el que le contó a su familia, a su hermana, lo que había sucedido. Karuk dirigió su mirada hacia su compañero. −Obelyn y yo habíamos sido amigos desde que tengo memoria. Soñábamos con ser algún día grandes guerreros que lucharían hasta convertirse en héroes. −Tu amigo lo hizo. –Respondió Gullinorn con firmeza, sorprendiendo con sus palabras al joven. –Obelyn peleó con bravura en su primera batalla. Murió y no podrá volver a entrar en combate nunca jamás. Pero murió como un héroe. Como todos los hombres buenos que pelean por una causa justa. No lo olvides jamás, Karuk. Oír su nombre de la boca de aquel hombre curtido en cien batallas hizo estremecer al joven Karuk Fa. Le asombró que recordase cómo se llamaba pese a ser un aprendiz sin importancia y le emocionó darse cuenta de que aunque fuese una leyenda, Gullinorn Mulhonin era, ante todo, un buen hombre y su compañero de armas. −También tú serás un héroe algún día. –Prosiguió Gullinorn. –O incluso una leyenda, como Disanver. Pero tienes que cobrar arrojo, tienes que dejar que tu amigo descanse en paz. Después de eso, volvió a guardar silencio dejando que el joven meditase en lo que acababa de escuchar. Pasaron buena parte de la mañana sin pronunciar una palabra, vigilando a todo aquel que se cruzaba por delante de ellos. Cuando retomaron la conversación, Karuk se encontraba mejor, volvía a desear ser un valeroso soldado en honor a su amigo caído. El día trascurrió sin el mayor incidente y a la hora señalada, cada Espada regresó a su casa, siendo relevados por sus compañeros que patrullarían en el turno de noche.

Esa noche, todo estaba en calma. O al menos, así parecía. Sin embargo, no importaba cuán tranquila fuese la noche. Galaad Ga’wein detestaba aquel maldito turno. La noche, se decía, estaba hecha para descansar al lado de la mujer que uno amaba. Patrullar de madrugada siempre le ponía de mal humor, de modo que era mejor no llegar a ser sorprendido por Galaad en algún acto delictivo. Solo serán cuatro noches más, pensaba Galaad para tranquilizarse. Después de eso no le tocaba otro turno nocturno hasta pasados tres ciclos lunares.


Caminando en solitario, sus pasos resonaban en los silenciosos callejones de suelos empedrados mientras la débil luz de su antorcha apenas alumbraba un par de palmos más allá de sus narices. Debía de llevar ya un par de horas pateando las calles, envuelto en su capa, cuando percibió un movimiento entre las sombras. Llevándose la mano hasta el mango de su espada, de alguna forma intuyó que quienquiera que fuese el que tenía delante, en realidad quería llegar a ser descubierto en lo que sea que estaba haciendo. −¿Quién anda ahí? –Gritó desenvainando la espada con la mano que no sujetaba la antorcha. –Te lo advierto. Soy un Espada de Oro. ¡Sal a la luz y muestra tu rostro! Los pasos del individuo que tenía a escasos metros ante sí, oculto por el manto de la noche, se escucharon en toda la calle. Era una sola persona y caminaba despacio. A continuación, el silbido del acero resbalando. Una espada que se desenvainaba. ¿Es que aquel desconocido quería medirse en duelo con un Espada de Oro? Galaad entrecerró los ojos y se afianzó en su posición, preparado para la batalla. Entonces, el desconocido entró en el haz de luz que desplegaba la antorcha y Galaad pudo contemplar a un hombre atractivo, de unos treinta años, alto y con buen porte. Iba vestido todo de negro, a juego con su cabello. Y sí, llevaba una espada en la mañana. −No te lo repetiré más veces. –Le advirtió Galaad. –Seas quien seas, baja esa espada y ríndete. −Me temo que no puedo hacer lo que me pides, Galaad. Me llamo Aleth Khan y llevó todo el día buscándote.


DUELO A MEDIANOCHE.

Los aceros chocaron en la oscuridad. Galaad había desenvainado con prontitud al escuchar el nombre de su adversario, pero Aleth Khan también había sido rápido y había sacado su espada preparado para el combate. −¡Ríndete! –Exclamó Galaad. Sin esperar contestación alguna, blandió de nuevo su arma en un fiero ataque que Aleth Khan bloqueó con su propio sable. −No tengo deseos de pelear contigo, Galaad Ga’wein. –Dijo Aleth. –Tu fama te precede y es por eso que he estado buscándote. Galaad no escuchó. Tenía ante sí a un hombre al que se le acusaba de más de una docena de asesinatos, todos ellos hombres poderosos que se habían sentado en diversas ocasiones a la mesa del rey Durkandar. Golpeó con fiereza con su espada, haciendo que el filo cruzara el aire de arriba a abajo como si fuese a abrir la cabeza de su oponente en dos. El forajido era rápido, lo bastante como para parar los golpes de Galaad. Eso sorprendió al espadachín que no estaba acostumbrado a medirse con alguien capaz de semejante hazaña. Por un momento, Khan retrocedió cediendo terreno a Galaad. No era fácil pelear en la oscuridad de la noche, únicamente iluminados por la tenue luz de una antorcha. Los aceros bailaban entre tinieblas y apenas se percibían cuando la luz del fuego se reflejaba en sus brillantes filos, como diminutas estrellas fugaces que corrían entre el espacio que separaba a los dos combatientes. −¡Maldita sea! –Exclamó Aleth Khan. −¡Te digo que te detengas! −¡Nunca! ¡Estás acabado! ¡Mis compañeros no tardarán en aparecer y te verás superado en número! –Respondió Galaad. Khan bloqueó la espada que le atacaba con la suya propia y agarró a Galaad por la muñeca de forma que pudo empujarle lejos de él. Cogió carrerilla y se abalanzó sobre el espadachín lanzando un mortífero golpe de sable tras otro. Galaad los paró a duras penas. Su brazo tembló ante la fuerza con que Khan chocaba su acero contra el de él. De pronto, Galaad había comenzado a retroceder. Se habían cambiado las tornas. −¡Te digo que te detengas! –Volvió a gritar Khan. −¡Tengo algo que decirte!


Pero ahora era el propio Aleth Khan quien llevaba la voz cantante en la batalla. Si Galaad se detenía en su defensa era probable que su adversario le atravesase. Khan lanzó un fortísimo tajo que Galaad bloqueó y su contrincante golpeó con su puño al guarda del rey en el brazo que aún tenía dolorido tras su expedición en el Bosque de los Mil Álamos. Galaad Ga’wein reprimió un grito de dolor sin poder evitar hacer una mueca. Era el momento que Khan necesitaba para desarmarle. Descargó un fuerte golpe directamente en la espada de su contrincante y la hizo volar lejos de su mano. El Espada de Oro se vio con el brazo izquierdo adormecido por el golpe y el brazo derecho vacío, sin espada en su mano. Abrió un poco los brazos, separándolos del cuerpo y miró a los ojos a Khan, que le apuntaba con la punta de su arma. −Vamos. –Dijo Galaad sin temblar. –Acaba de una vez. Khan le contempló un instante. Se había imaginado un centenar de veces aquella situación. Él, peleando contra la leyenda que era Galaad Ga’wein. Sabía que en circunstancias normales jamás le habría vencido, pero el espadachín no estaba a pleno rendimiento después de su última misión. Sin embargo, Aleth Khan no tenía intención alguna de hacerle daño. Las vidas que el propio Khan había segado eran, desde su perspectiva, necesarias para purgar a Tarsesh de los parásitos que la devoraban desde dentro. Pero Galaad Ga’wein era un buen hombre. Por eso había acudido a él. −Tengo que decirte algo. –Le explicó Aleth. −¿Me escucharás ahora que te he desarmado? Galaad no entendió bien aquello. Miró la espada que le apuntaba y luego al hombre que la empuñaba. −¿Acaso tengo opción? Aleth retiró su espada y la guardó en su vaina. No quería hacer aquello de ese modo. −Siempre hay opción. Te pido que me escuches. Tengo noticias que afectan a la seguridad del rey Durkandar. Al oír aquello, Galaad se tensó. −Habla. −La vida del rey corre peligro. Su propio hermano, el príncipe Srasta, conspira contra él. −Esa es una acusación muy seria. ¿Cuánto puedo fiarme de la palabra de un forajido?


Aleth Khan sabía que no iba a ser fácil convencer a Galaad pese a las sobradas sospechas que flotaban sobre el príncipe Srasta. Después de todo, él era un forajido y estaba considerado un asesino. −Por lo que sé, la mujer que encontraste más allá del Bosque de los Mil Álamos trabaja para el príncipe. –Comenzó a explicar Aleth. –Fue contratada para encontrar un poderoso artilugio que tenía que traer a Srasta para que pudiera usarlo contra su hermano, el rey. Al no tener noticias de ella, el príncipe se encargó de que alguien de su confianza fuese en su búsqueda. <<Virrthan>>, dijo Galaad para sí. −Pero parece que esa misión tampoco ha salido como el príncipe esperaba. –Continuó Aleth. –Y ha mandado a la mujer para que me contrate para que sea yo mismo quien le dé muerte al rey Durkandar. Galaad meditó toda esa información. Los detalles de la expedición en la que Virrthan y él habían participado no eran de dominio público y además la historia que Khan contaba parecía encajar a la perfección con lo que muchos sospechaban. ¿Podía ser que le estuviera diciendo la verdad y la vida del rey corriera auténtico peligro? A Galaad solo le quedaba una pregunta por hacer: −¿Y por qué me lo cuentas a mí? ¿Por qué no acabas con el rey como Srasta te ha pedido y te granjeas su favor? Si consigue el trono, de seguro te recompensará por ello. Aleth Khan negó con la cabeza. −No lo entiendes. Ninguno entendéis qué es lo que hago. –Dijo. –Tal vez no lo apruebes, pero lo que hago es necesario. Nunca he robado a un campesino o atacado a un comerciante. He peleado tan solo contra aquellos que ostentan el poder. −El rey ostenta más poder que ningún otro. ¿Por qué no atacarle a él entonces? −Porque Durkandar es un buen rey. Igual que hay otros nobles y hombres poderosos que tratan de actuar con justicia y contra los que yo no alzo la mano. Solo he acabado con aquellos que lo merecían. −¿Y qué pretendes hacer ahora que me has contado tus planes? –Inquirió Galaad. −No alzaré mi mano contra el rey Durkandar pero tenía que prevenirte para que puedas protegerle de futuras amenazas. Por mi parte, yo estoy para marcharme de Tarsesh esta misma noche. Si Srasta ha dado una vez conmigo puede que trate de volver a hacerlo para tratar de vengarse. −No creerás que voy a dejar que te marches así como así, ¿verdad? −No creerás que puedes detenerme, ¿verdad? –Dijo Khan sonriendo.


Y sencillamente fue retrocediendo paso a paso hasta que la luz de la antorcha dejó de iluminarle y la oscuridad se lo tragó. Allí quedó Galaad, en pie. Debía recoger su espada y tenía algo más urgente que perseguir a un fugitivo. Tenía que salvar a su rey.

Entrar en palacio fue la parte fácil. Galaad había combatido en innumerables batallas contra seres humanos y criaturas salvajes. Su nombre y fama se habían extendido mucho más allá de la frontera de Tarsesh y de todos era sabido que era un espadachín leal que nunca abandonaba a un compañero. Cuando se presentó ante los guardias que custodiaban la entrada del palacio real diciendo que el rey estaba en peligro no solo no le negaron el paso, sino que le escoltaron hasta la sala del trono. Allí Galaad esperó unos pocos minutos tratando de imaginar la difícil espera que les tocaba realizar a aquellos guardas: la de despertar al monarca en sus mismísimos aposentos reales. Menos de diez minutos después, Durkandar hizo su aparición en aquella sala seguido de seis de sus valerosos guardaespaldas. Su larga mata de cabello la llevaba suelta, ondeando al viento, e iba vestido únicamente con un batín de seda cruzado sobre el pecho. −¡Galaad! –Exclamó con cierta irritación. −¡Pese a la amistad que te profeso me gustaría saber por qué infiernos me has hecho despertar en mitad de la noche! −Mi señor. –Dijo el espadachín con total solemnidad. –Temo que hay un complot para atentar contra vuestra vida. Galaad le refirió todo acerca de su encuentro con el fugitivo Aleth Khan y le hizo saber la innumerable cantidad de detalles que se suponían como información privada, conocida únicamente por una docena de personas, todos ellos implicados en la expedición al Bosque de los Mil Álamos. Durkandar deambuló pensativo a lo largo de aquella sala que estaba sumida en las tinieblas, iluminada apenas por un par de antorchas. Finalmente se derrumbó sobre su trono sin ningún pudor, sin importarle que el batín se abriese dejando su cuerpo expuesto a la vista de sus soldados. −Mi propio hermano pequeño… De todo el reino es sabido que Srasta es un hombre ambicioso. Pero, ¿no le basta con ser el segundo hombre más poderoso de todo Tarsesh? Suspiró con pesadumbre.


−Majestad. Puede que solo sea la habladuría de un embaucador y un asesino. –Dijo Galaad tratando de dar ánimos al rey, pese a que ni él creía esas palabras que acababa de decir. Durkandar se rio. No era tonto. Conocía la naturaleza de su hermano, su necesidad de poder. −Sabes tan bien como yo, querido amigo, que Srasta es capaz de quitarme de en medio con tal de hacerse con mi corona. Y Khan te ha halado cosas que ciertamente no tenía forma de saber, a no ser que estuviera en contacto con alguien de la corte, alguien muy allegado a mí. −¿Qué queréis que haga, mi señor? –Se ofreció Galaad. El rey de Tarsesh le miró a los ojos y meditó. Se pasó la mano por el mentón mesándose la barba y volvió a respirar fuerte, como si suspirase. −Ya has hecho suficiente, Galaad. Si tuviera pruebas contundentes contra mi hermano, por mucho que me pesara debería ajusticiarle por complot contra el rey. Pero como tú has dicho, solo tenemos la palabra de un salteador. Galaad creyó saber lo que venía ahora. Quitar la vida de un hombre nunca era fácil pero tener que dictar juicio contra el hijo de tu propia madre debía ser una de las cosas más duras que una persona podía hacer. Por noble que fuese Durkandar, al fin y al cabo era humano y, como tal, erraba. Por un instante, Galaad creyó que el rey dejaría pasar este nuevo intento del príncipe de atentar contra él al ser vencido por sus propios sentimientos. −Mañana a primera hora de la mañana te quiero en esta misma sala, Galaad. Y manda llamar también a Gullinorn. –Dijo el rey. –Os necesitaré como testigos para dictar sentencia contra mi hermano de una vez y por todas. Aquello le causó cierta conmoción. <<De modo que sí ajusticiará a Srasta>>, pensó Galaad. <<Pero, ¿qué es lo que se propone? Ha dicho que no tiene pruebas suficientes para ajusticiar al príncipe>>.

Con la salida del sol, Galaad acabó su turno nocturno pero antes de regresar a su hogar cumplió con lo que Durkandar le pidió y acudió al Salón del Trono acompañado de Gullinorn Mulhonin. Descubrieron que aquella estancia estaba repleta con diez soldados armados además de Morlitt y otros consejeros de la corte. También estaban siete de los comandantes más destacados de La Espada De Oro. Algunos de aquellos hombres saludaron a los recién llegados y les indicaron qué posiciones debían tomar.


En medio de todos ellos se hallaba Durkandar, sentado en su majestuoso trono. Pidió que se guardara silencio y todos, expectantes, aguardaron la llegada del príncipe Srasta que había sido convocado y era escoltado hasta allí por dos guardas. Cuando llegó, aquella escena de más de veinte hombres esperando en silencio no le pasó desapercibida. −Diríase que hay una reunión con algunos de los hombres más prominentes del reino, majestad. –Dijo como saludo. − ¿A qué debo el honor de que me hayáis invitado a ella? −La reunión es para ti, hermano. –Respondió el rey. –Me dispongo a honraros y quiero que estos hombres leales sean testigos de ello. Aquello cogió al príncipe desprevenido. Un brillo de avaricia destelló en sus ojos creyendo en verdad que una recompensa le aguardaba. Pero fue solo un instante. Su verdadera naturaleza ladina se impuso haciéndole sospechar. −Ya es suficiente honor ser vuestro hermano. –Replicó Srasta tratando de salir airoso de esa situación que temía que se le viniese encima. −Agradezco tu lealtad, hermano. Por eso os necesito. –Dijo Durkandar. –¿En quién, sino en los de su propia sangre, puede confiar un rey? Tengo una misión que encomendaros y es, a la vez, una recompensa por vuestro amor incondicional y fidelidad. Srasta contempló a los hombres que le observaban. El sabio Morlitt, el consejero principal del rey. Galaad Ga’wein y Gullinorn Mulhonin, dos valerosos soldados. Los demás Espadas y consejeros de la corte. Los soldados que montaban guardia alrededor de su hermano. −¿Cómo puedo ayudaros? –Preguntó temiéndose que todo aquello fuese una encerrona. −Necesito que seáis mis ojos y mis oídos en una posición encumbrada de mi reino. – Durkandar habló con gran seriedad, haciendo énfasis en la palabra “mi”. –Voy a nombraros virrey de Zald. Srasta tragó saliva al oír aquellas palabras. El propio Galaad quedó perplejo, y no fue el único. −Ma…Majestad…−Titubeó Srasta de forma lastimera. –Zald… Es… −Muy generoso. –Afirmó el rey. –Lo sé. Pero sois mi hermano. No os merecéis un rango inferior. −Zald es una isla perdida en medio del mar, mi señor. –Dijo Srasta casi en un susurro. –Ni siquiera es una ciudad. Es una fortificación militar. −Así es. Y muy importante. Recordad que es una posición estratégica desde donde nuestras naves pueden recargar provisiones en caso de conflicto.


Srasta asintió. −Preparad vuestras cosas, hermano. Necesito que hoy mismo partáis hacia allí. El rey hizo un ademán que indicaba que su hermano podía abandonar aquella sala y los soldados que le habían escoltado se prepararon para salir, obligándole casi a darse la vuelta y marcharse sin que pudiera llegar siquiera a rechistar. Las puertas del Salón del Trono se cerraron cuando Srasta hubo salido y el rey quedó en compañía de los que consideraba sus más leales siervos. −Majestad, ¿creéis que es conveniente perder de vista al príncipe? –Inquirió Gullinorn. −Cierto proverbio reza: “Ten a tus amigos cerca, y a tus enemigos aún más cerca”. Pero en el caso de mi hermano creo que lo mejor es alejarlo de Tarsesh todo cuanto se pueda. –Respondió el rey. −Al lugar al que irá será poco más que una prisión. –Intervino el sabio Morlitt, que había participado en la trama de aquel plan. – Zald es una isla de apenas un par de kilómetros cuadrados que está ocupada en su mayoría por una única fortificación militar habitada tan solo por quince o veinte hombres armados y adiestrados. Allí, el príncipe Srasta encontrará unos cómodos aposentos en los que podrá pasar el resto de sus días sin ser una amenaza. El rey se volvió hacia uno de los soldados que había en la sala, como si acabara de recordar algo que había olvidado. −Maer, haz los preparativos para que los tres hijos de Urgür, esas serpientes que mi hermano tiene por consejeros, le acompañen en el viaje de ida a la isla de Zald. −Así se hará. –Respondió el soldado con una ligera inclinación de cabeza antes de dirigirse a la salida. −Sed testigos, amigos míos, de la nueva era que comienza para Tarsesh. Sin enemigos internos, ni conspiraciones. –Dijo el rey para concluir la reunión.

El sol brillaba con débil intensidad en el cielo. Eran las últimas horas de la tarde y la noche pronto caería. Aleth Khan se hallaba sentado en el suelo frente a un débil fuego que había encendido para guarecerse un poco del frío. Había huido de Tarsesh y se hallaba a un poco menos de medio día de distancia. Se creía a salvo en aquel pequeño rincón del bosque que crecía a las afueras del reino, el que llamaban el Bosque de los Mil Álamos.


Fue entonces cuando oyó el golpe que producían los cascos de un caballo a su espalda, a escasos metros, y comprendió su error. Se giró veloz, desenvainando. −¿Quién anda ahí? –Inquirió. Si se sorprendió de descubrir a Galaad montado a caballo no lo dejó ver. −Galaad Ga’wein. –Dijo. –Volvemos a encontrarnos. −He supuesto que te interesaría saber que el rey se halla a salvo y ha tomado las medidas para que su hermano no pueda causarle ningún perjuicio. Aleth Khan asintió sin bajar su arma. −¿Y qué más? ¿Has venido a apresarme? Porque no estoy dispuesto a rendirme para que me juzguen por ajusticiar a los canallas con los que acabé. −Nada de eso. –Galaad se mantuvo calmado, no desenvaino. Mantuvo sus manos aferrando las bridas de su caballo. – Tal vez para otros hubiera sido difícil seguir tu rastro. Pero yo soy Galaad, del clan Ga’wein. No podrías evitar que te llevase ante la justicia como no puedes impedir que rastree tus pasos por mucho que los ocultes. >>Pero no. No he venido con la intención de apresarte. Considero que has rendido un gran servicio a Durkandar y, por extensión, a todo Tarsesh. −Como ya te dije, lo que hago lo hago por una buena causa. Deseo limpiar las calles de Tarsesh tanto como cualquier Espada de Oro. −¿Y por eso abandonas ahora el reino? Khan enmudeció. −No puedo revelarte los detalles que me impelen a marcharme lejos. Pero ten por seguro que algún día volveremos a encontrarnos. Tal vez entonces pueda contártelos. Por la mente de Galaad pasó la duda de si en ese momento se verían como amigos o como adversarios. −Tengo una pregunta más que hacerte antes de irme. –Dijo Galaad que contemplaba cómo Khan seguía blandiendo su espada. –Hemos apresado a la guardia privada de Srasta y a sus consejeros. Tú has huido de la ciudad. Pero, ¿dónde está la mujer que el príncipe contrató? La que se puso en contacto contigo. −Lo desconozco. Tal vez haya huido también al ver que se volvían las tornas. Galaad escudriñó sus ojos esperando leer en ellos una pizca de mentira si es que Khan le estuviese engañando. Pero solo descubrió una mirada fría como el invierno que le contemplaba sin pestañear.


−Allá donde vayas, ve en paz. –Galaad se despidió haciendo girar a su montura para que regresase por donde había venido. Aleth Khan siguió allí de pie, empuñando su espada, mientras vigilaba la figura de su adversario alejándose, empequeñeciéndose. Solo cuando hubo desaparecido se decidió a envainarla. −Gracias. –Le dijo alguien a sus espaldas. –Por no entregarme. Khan se volteó para contemplar a la hermosa Lylianna, la mercenaria de atuendo púrpura que había sido contratada por Srasta para traerle La Targumá. Después del encuentro que la mujer había propiciado para que el fugitivo se encontrase con el príncipe y éste le encargase la misión de asesinar al rey, Khan se había visto a solas con la mujer. Al principio, Lylianna creyó que iba a tratar de hacerle algún daño pero lo que el hombre le dijo la dejó perpleja. No solo no iba a alzar su mano contra el rey de Tarsesh sino que iba a denunciar el complot para que Srasta encontrase su merecido. Le dio a elegir: o se marchaba como él mismo iba a hacer, o se quedaba para sufrir las consecuencias junto al príncipe y su séquito. Lylianna no tuvo que pensárselo. Su unión con Srasta era meramente un acuerdo monetario, no implicaba una lealtad ciega. Las cosas iban a ponerse feas y tal vez no hubiese otra oportunidad de escape. De modo que esperó en la oscuridad a que Khan se batiese en la noche contra el mismísimo Galaad Ga’wein, uno de los hombres que la habían rescatado del templo de Tar’ha. Y luego huyó junto a él. Ahora, Lylianna le miraba con nuevos ojos. Aleth Khan era un hombre atractivo y valiente. Un guerrero fuerte. Y parecía un socio en quien poder confiar. −Más allá del Reino de Karsia conozco a un hombre que nos puede dar cobijo y nos proporcionará un trabajo, si decides acompañarme. –Le dijo Lylianna. −¿Qué trabajo? −De los que me gustan a mí. –Contestó la ladrona con una sonrisa grande dibujada en los labios. – Habrá aventuras, una pizca de peligro. Y la recompensa será generosa. Pero Khan negó con la cabeza. −Gracias, pero no voy en esa dirección. −Es una lástima. Perdí bastantes compañeros en mi última expedición y necesito gente nueva para llevar a cabo mi próxima empresa. −Estoy seguro de que no te será difícil sustituirlos.


Lylianna no se creía lo que oía. Aquella debía ser la primera que un hombre rechazaba alguna de sus invitaciones. −No lo entiendes. Vivirás como un rey, sin tener que servir a nadie. Serás dueño de tu destino y descubrirás cómo de emocionante puede ser la vida. Khan negó de nuevo. −Creo que nuestros caminos se separan aquí. –Y sin añadir nada más, se sentó frente a la hoguera. −¿Vas a quedarte aquí? La noche no es segura en el bosque. Deberíamos seguir adelante. −Si eso es lo que deseas, ve. Nadie te retiene. Pero yo me quedaré aquí. Lylianna le miró un momento más, entre confusa y ofendida. −Adiós, Aleth Khan. Y comenzó a marcharse. Un par de horas más tarde, cuando la noche cubrió los cielos con una capa de estrellas, el fugitivo de Tarsesh aún permanecía allí sentado, despierto, frente al fuego.

Había trascurrido ya algunas semanas desde que el príncipe Srasta abandonase sus aposentos en el palacio de Tarsesh. La vida en el reino continuaba como de costumbre. La estación de las lluvias había comenzado y duraría todavía diez días más. Los comerciantes y los artesanos se esforzaban con afán en sus quehaceres mientras que los granjeros dejaban descansar la tierra esos días, esperando que se nutriera del agua que el cielo enviaba. Los Espadas de Oro custodiaban la seguridad del rey y de su familia, así como del resto del reino, sin descanso. Aunque bajo el gobierno de Durkandar sus siervos disfrutaban de una época de seguridad y paz. Fue en un día como cualquier otro que los vigías de la muralla descubrieron, aún en la lejanía, a un jinete cabalgando al galope. Iba raudo hacia la muralla, como si nadie pudiera frenar su avance. Los arqueros tensaron sus arcos esperando la orden de disparar. Los atalayas enfocaron su visión para comprobar que, en efecto, aquel jinete cabalgaba solo. −Es uno de los nuestros. –Anunció uno de los vigías. − ¡Abrid las puertas!


Los guardas se relajaron. No era un ataque, tan solo un mensajero. El jinete cruzó la entrada de la muralla a todo galope hasta detenerse frente a los soldados que le recibían. Fue entonces cuando los guardas del reino contemplaron el demacrado aspecto de su compañero. Su ropa estaba hecha jirones. Estaba agotado, como si llevase días cabalgando sin parar. Y sangraba de una herida mal vendada en el costado. Su caballo se desplomó nada más sentir que su jinete bajaba tambaleante. Y a punto estuvo el hombre de caer al suelo también si sus compañeros no le hubiesen sujetado. −¡Por los dioses! –Dijo uno de los centinelas. −¿Qué ha ocurrido? ¿Qué mensaje traes con tanta urgencia? −¡Karsia! –Gritó el recién llegado con sus últimas fuerzas. − ¡Las naves de Karsia nos han atacado! ¡Su rey se dirige hacia aquí con sus tropas, decidido a subyugar Tarsesh o destruirla! Los centinelas que sujetaban al mensajero se miraron con consternación. No había tiempo que perder. Debían avisar al rey Durkandar. La guerra con Karsia había comenzado.




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