La bética

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LA BÉTICA

Mapa de Hispania, tal y como debió imaginarla el geógrafo griego Estrabón (58 a. C.-21-25 d. C.)

Y LA ROMANIZACIÓN DE LA ACTUAL ANDALUCÍA



La Bética y la romanización de Andalucía

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BREVE SINTESIS DE LA HISTORIA DEL LA BÉTICA Tras la victoria sobre los cartagineses, Roma emprendió un ambicioso plan de conquista del territorio Hispánico. Los dirigentes romanos no tenían un plan preconcebido de ocupación cuando por primera vez desembarcaron en la península; pero, una vez expulsados de ella sus enemigos, decidieron aprovechar la oportunidad de hacerse con dominios que podían reportarles muchos beneficios. El proyecto se dio por iniciado desde que Publio Cornelio Escipión fundara Itálica antes de regresar a Roma, en el 206. Se emprende así un proceso de ocupación y dominio de la península que exigiría un esfuerzo de dos siglos, coronado por el sometimiento de Augusto y sus generales de los últimos focos de resistencia entre los pueblos cántabros y astures a Augusto y sus generales. La región andaluza fue desde los comienzos, junto con la costa de Levante y la región catalana, el sector más seguro para la presencia romana. No obstante, hasta conseguir su consolidación definitiva en el sur, Roma hubo de emplearse a fondo para controlar un territorio que se resistía a recibir nuevos dueños cuando apenas se habían despedido los anteriores. Los romanos necesitaron mantener las estructuras antiguas de organización (reinos, ciudades...), y aun reforzarlas, precisamente para servirse de ellas; pero corrían el peligro evidente de que se rebelaran en cuanto volvieran la espalda. El dominio romano siguió progresando por la paulatina incorporación de nuevas tierras. Entre los muchos que intervinieron en esta labor puede destacarse a Tiberio Sempronio Graco, encargado de los asuntos de Hispania, junto con Lucio Postumio Albino, en el 180 a.C.

(http://www.ucm.es/info/antigua/Cartografia/cartago.htm) La vida de las ciudades andaluzas se vio alterada también por las incursiones de los lusitanos, pueblos pastores que se asentaban fundamentalmente en la sierra de la Estrella, hacia la desembocadura del Tajo, los cuales recurrían al bandidaje como complemento de su pobre economía. Los prósperos enclaves del Guadalquivir eran campo preferido para sus correrías, de las que se tiene noticia desde los comienzos del siglo II a.C. y sobre todo cuando Viriato, el famoso caudillo lusitano, dirige saqueos sistemáticos a partir del 147. Son bien conocidos los trastornos que ocasionó y la inquietud que sembró en las filas romanas con su modo peculiar de guerrear. Por fin, los romanos, ocupados también en las campañas de Numancia, lograron acorralar a Viriato en las tierras de vetones y galaicos y acabaron con él por la traición de tres de los suyos, quienes le dieron muerte. Pasado ya un siglo desde que comenzara la conquista, la región andaluza estaba plenamente vinculada a la vida del Imperio. No había ya, por supuesto, problemas de ocupación ni de revueltas; pero esta vinculación, más que plataforma para el sosiego, sería por bastantes decenios fuente de sangrientos conflictos, tanto o más crudos que en los tiempos de la conquista. La sociedad romana republicana estalló en una profunda crisis por la incompatibilidad de sus estructuras con la nueva situación creada en el proceso que condujo al Imperio. La solución habría de llegar con el abandono de los antiguos esquemas de la República y la organización del poder en torno al arbitraje supremo del emperador. El paso al nuevo sistema político costó a Roma un largo rosario de guerras intestinas, conspiraciones y conflictos. Los pueblos hispanos también quedaron envueltos en la crisis. A nuestras provincias acudieron los grandes líderes


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romanos a la búsqueda de clientes1, de soldados para sus ejércitos y de bienes con que financiar las campañas militares. Con esto se trasladaba a Hispania la tensión que reinaba en Roma. Relaciona las ciudades romanas con las actuales

ACTIVIDAD

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.

Urso Anticaria Iliberis Ilerda Hispalis Osca Igabrum Legio Corduba Tarraco Emerita Augusta 12. Malaca 13. Gerunda 14. Caesar Augusta 15. Onoba 16. Acci

17. Castulo 18. Conimbriga 19. Cartago Nova 20. Italica 21. Barcino 22. Gades http://brujulayastrolabio.blogspot.com/2011/11/h-la-economia-romana.html

Quinto Sertorio (123-75 a.C.),

23. 24. 25. 26. 27.

Osonoba Astigi Ebusus Sexi Mainake

a. b. c. d. e. f. g. h. i. j. k.

Linares Lérida Guadix Coimbra León Cartagena Zaragoza Cádiz Tarragona Granada Huelva

l. Mérida m. Gerona (cat. Girona) n. Cabra ñ. Faro (Port.) o. Cerca de Santiponce (Sevilla) p. Ibiza q. Sevilla r. Barcelona s. Almuñécar t. Antequera u. Cerca de Torre del Mar

v. w. x. y. z.

Écija Osuna Córdoba Málaga Huesca

Durante el enfrentamiento entre optimates2 y populares, encabezados por Sila y Mario respectivamente, llegó a Hispania Sertorio, defensor de los populares, en el 83 a.C. Hombre dotado de gran intuición y notable atractivo personal, se ganó los ánimos de los romanos y autóctonos, y acarició la idea de independizar a Hispania de Roma; proyectaba dotarla de un senado como el romano, y organizó una escuela en Osca (Huesca) para educar a la manera romana a los hijos de la aristocracia del país. Logró bastantes éxitos frente a los partidarios de Sila, pero éstos acabaron imponiéndose comandados por Pompeyo y Metelo. Este último había conseguido un triunfo importante en Itálica sobre el sertoriano Hirtuleyo, y, mientras Sertorio luchaba con diverso éxito en Clunia (Peñalba de Castro, Burgos), Segóbriga (Cuenca), Bilbilis (Calatayud, Zaragoza) y otros lugares, Pompeyo encontraba el respaldo de las gentes del sur, recibiendo su colega Metelo pomposos homenajes en la ciudad de Corduba.

Más tarde tuvieron lugar en Andalucía graves acontecimientos en el curso de la guerra civil que enfrentó a César y Pompeyo. En el año 68 a.C. llegó Julio César por primera vez, como cuestor3 de la Ulterior, bajo las órdenes del pretor Antistio. En el 61 a.C. vuelve como propretor y adquiere aquí prestigio y riquezas, al tiempo que acaba con los núcleos lusitanos que seguían hostigando las tierras meridionales. Más tarde, en el 55 a.C., reunido con Pompeyo y Craso, se constituyen en triunvirato y acuerdan el reparto del 1

Los clientes eran plebeyos (clase social inferior) que estaban bajo la protección de un patrono perteneciente a una familia patricia (clase social superior). Entre clientes y patronos estaban sujetos a una serie de derechos y deberes. 2 Con el nombre de optimates se designaba en Roma a los nobles, y por extensión al partido aristocrático. 3 Los cuestores eran magistrados encargados sobre todo de cuestiones financieras.


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Imperio. Hispania quedaba en la esfera de Sexto Pompeyo. Estallada la guerra entre Pompeyo y César, éste logra en mayo del 45 a.C. la victoria decisiva en Munda (Montilla, Córdoba) y ocupa Corduba, Hispalis (Sevilla) y Urso (Osuna). Las excavaciones realizadas en ésa última han puesto a la luz las murallas que a toda prisa levantaron los pompeyanos para hacerse fuertes ante César. Sexto Pompeyo logró refugiarse en la Celtiberia, pero su hermano Gneo, que huyó a Carteia (Algeciras) tras la derrota de Munda, fue muerto, y su cabeza expuesta en Sevilla para escarmiento de todos. Los acontecimientos que siguieron al triunfo de César y al inmediato encumbramiento de Augusto trajeron consigo el orden con el que se pudieron atender las actividades cotidianas que dieron fama y prosperidad a la Bética. Los investigadores tratan de relacionar los datos sueltos que llegan a nuestras manos con hechos bien conocidos en Roma u otros lugares. La crisis del siglo III, por ejemplo, complicada con las primeras invasiones germanas, puede verse reflejada en la interrupción de las exportaciones de aceite bético a la capital del Imperio, o en la disminución de las explotaciones mineras. La inestabilidad y la anarquía militar, con el trágico espectáculo de emperadores puestos y depuestos del día a la noche, tiene su correspondiente reflejo en la decadencia de las ciudades y en los vacíos epigráficos4 y artísticos. LA ORGANIZACIÓN DE LA BÉTICA COMO PROVINCIA ROMANA La península Ibérica ejerció siempre una gran atracción sobre los pueblos del Mediterráneo. Fueron los griegos los primeros que le dieron el nombre de Iberia, al tiempo que describían sus tierras y, el carácter de sus gentes. Antes de la llegada de cartagineses y romanos, los habitantes de Iberia se habían mostrado receptivos, activos y abiertos a las influencias de los colonos procedentes del este del Mediterráneo, muy especialmente de los griegos.

Publio Cornelio Escipión, a finales del siglo III a. C., fue quien determinó ya la primera organización de los dominios romanos en España. Para gobernar las nuevas conquistas el Senado envía a dos procónsules, uno para los dominios más cercanos del nordeste y el Levante -la Hispania Citerior- y otro para los más lejanos del sur -la Hispania Ulterior-. Los límites con los pueblos del interior eran muy imprecisos, puesto que el dominio se establecía sobre la base del control de ciudades o núcleos determinados y por tratados con los dirigentes autóctonos; y en cuanto a la frontera, es probable que estuviera en los ríos Mazarrón o Nogalte, al sur de Cartagena. Esta bipartición quedó refrendada en el 197 a. de J.C., año en que el Senado aumentó de cuatro a seis el número de pretores, con objeto de disponer de dos gobernadores para las Hispanias. Ya en época de Sila, en el siglo I a.C., Sertorio pudo trazar una primera división de la Península en dos grandes provincias: la oriental, llamada Celtiberia, y la occidental, llamada Lusitania. Esta primera división se vio corregida y matizada años más tarde, una vez que el propio Augusto cruzó los Pirineos para enfrentarse a cántabros y astures, último baluarte de la resistencia. Augusto dividió el territorio peninsular también en dos provincias: Hispania Citerior, llamada también Tarraconense, que comprendía el norte y el oeste peninsular hasta Cartago Nova e Hispania Ulterior, que 4 La epigrafía es una ciencia auxiliar de la historia, que estudia las inscripciones sobre materiales duros, como la piedra o el metal (a diferencia de la paleografía que se ocupa de las inscripciones sobre materiales perecederos).


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abarcaba todo el sur de la Península, dividida posteriormente en dos provincias, Bética y Lusitania. Esta división se mantuvo casi inalterada hasta bien entrado el siglo III. Hacia el año 212 d.C. el emperador Caracalla creó en el seno noroeste de la Tarraconense una nueva demarcación: Gallaecia. Más tarde Diocleciano en el 285 añadiría al territorio de Hispania una quinta provincia, Mauretania Tingitana, que ocupaba lo que hoy es el norte de Marruecos, cuya ciudad más emblemática fue Tingis, hoy Tánger.

La configuración definitiva del territorio la dio Constantino II, a mediados del siglo IV, al fragmentar la Tarraconense, desgajando de ella una amplia zona controlada desde Cartago Nova, a la que llamo Cartaginense, al tiempo que daba a las islas Baleares entidad de provincia, llamándola Baleárica. Así, al término del Imperio, Hispania -nombre dado por los romanos al territorio peninsular en su conjunto- aparece dividida en siete provincias: Tarraconense, Gallaecia, Lusitania, Bética, Cartaginense, Mauretania Tingitana y Baleárica. La organización de los territorios sometidos se acometió, hasta la época de César, según criterios generalmente improvisados sobre la marcha, ya que se carecía de suficiente experiencia previa, aunque los objetivos se tenían claros: el control militar y político y la explotación económica. Para esos objetivos podían servir de medios apropiados los jefes de tribu existentes, con los que podía llegarse a un acuerdo y, sobre todo, las ciudades, que aglutinaban a la población y eran la base para el control de territorios amplios. Con alguna ciudad se estableció un tratado de alianza -foedus-, por el que aquélla quedaba sometida a la autoridad superior romana, pero sin alterar su organización interna ni verse obligada al pago de tributos. Fue una fórmula de excepción aplicada en el caso de ciudades que reconocieron sin resistirse el dominio de Roma, siendo consideradas ciudades federadas o foederatae. Gades abrió sus puertas a los romanos en el 206 a.C., y firmó un foedus con Marcio. Pero tanto las foederatae como las liberae et inmunes – ciudades respetadas como no atacables por Roma- se dieron en contadas ocasiones; la mayoría adquirieron a la fuerza la condición de ciudades estipendiarias, obligadas por derecho de guerra a pagar tributos -stipendiaque podían ser satisfechos en especie, metales o en monedas, emitidas en muchas ciudades con ese fin. Estas cargas, recaudadas por los publican¡, permitieron al tesoro público sufragar los enormes gastos que se derivaban de la conquista y no pocas veces fueron también objeto de codicia de aquellos funcionarios que pretendían más llenarse el bolsillo que transferir el dinero a las arcas del erario de Roma. Un procedimiento eficaz de absorción y fijación de los terrenos conquistados fue la colonización. El establecimiento de romanos e itálicos fue en Hispania muy intenso desde bastante pronto, sobre todo en Andalucía por su riqueza agrícola y minera y su elevado nivel de desarrollo. Italia sufría de una gran escasez de tierras, con el resultado de profundas crisis sociales. Entrar en las filas del ejército fue para una gran masa de agricultores la única esperanza de obtener tierras y botín con que remediar su pésima situación. Es lógico que, una vez conocidos los campos andaluces en las campañas militares, decidieran empezar en ellos una nueva vida. El asentamiento de colonos se llevó a cabo instalándose en convivencia con la población indígena, o promoviendo fundaciones que partían generalmente de comunidades ya existentes, en las que se procedía a la redistribución de la tierra en beneficio de los dominadores. A los agricultores se añadieron grupos menos nutridos de negociantes -negotiatores-, publicani encargados de los impuestos y otras tareas, y funcionarios representantes de la autoridad y el orden romanos. Durante mucho tiempo, las fundaciones coloniales, estrictamente hablando, fueron muy escasas, aunque el asentamiento de agricultores se practicara con frecuencia. Fue primera de todas la colonia de Itálica, creada en el 206 a. C., si bien el status colonial no lo tendría hasta la época de Adriano. Siguieron, en territorio andaluz, las de Iliturgi (junto a Mengíbar, Jaén), fundada en el 178 a. C.; Carteia, en Algeciras, en 171; Corduba, en el 152 a. C.; y en fecha imprecisa, la de Munda, en Montilla. En cuanto a las ciudades, se clasificaron en dos tipos: los municipios y las colonias. El municipium era una agrupación de ciudadanos vinculados por la común participación en las cargas públicas (munia


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capere), y que tenía categoría superior por gozar de autonomía y mantener tradiciones culturales y jurídicas propias. La colonia, en cambio, resulta de un acto fundacional romano sobre un territorio destinado al cultivo

(colonus= qui terram colit, "el que cultiva la tierra"). La colonia era una reproducción de la ciudad de Roma a pequeña escala, y semillero de los equipos selectos del ejército. De ahí que, por su carácter de “doble” de la

urbs, fuera considerada como preferente en la época imperial; algunas ciudades de rango municipal, como Itálica, solicitaron por esa razón obtener el título de colonia. En cualquier caso, la denominación vino a tener carácter honorífico y la organización ciudadana era prácticamente idéntica, aunque originariamente hubiera algunas diferencias entre municipios y colonias. La ciudad era gobernada por dos magistrados supremos, los duoviri, encargados, entre otras cosas, de ciertas cuestiones jurídicas, de la defensa militar, de la administración del patrimonio municipal, de presidir el Senado local y de funciones religiosas. Podían delegar en un praefectus. Dos aediles, que formaban con los anteriores el colegio superior de los quattuorviri, se ocupaban de la policía de mercados, abastos y lugares públicos. Dos o más quaestores administraban los fondos públicos según las órdenes de los duoviri. Había además subalternos o apparitores y varios cargos religiosos (flamines y flaminicae del culto imperial, pontifices, augures, sacerdotes, etc.). Contaba la administración municipal también con un senatus, consejo de cien decuriones, que asesoraba a los magistrados y entendía en casi todos los asuntos de la vida de la ciudad hasta constituirse en una especie de instancia suprema. Augusto mantuvo e incrementó el plan colonial iniciado por su antecesor Julio César. Aparte de importantes fundaciones fuera del territorio andaluz –Emerita Augusta (Mérida), Asturica Augusta (Astorga), Caesar Augusta (Zaragoza), etc.- dio rango de colonia a las siguientes ciudades béticas: Augusta Firma Astigi (Écija, Sevilla), Caesarina Augusta Asido (Medina Sidonia, Cádiz), Nabrissa (Lebrija, Sevilla), Iptuci (junto a Arcos de la Frontera, Cádiz), Tucci Augusta Gemella (Martos, Jaén), y Ugia (en las cercanías de Cabezas de San Juan, Sevilla). En el nombre de algunas queda manifiesta la vinculación con el proyecto de César, aunque no siempre queda claro a quién se debe exactamente el acto fundacional. La política de Augusto, sin embargo, fue mucho más allá. Acabada la conquista y la pacificación de toda la península, procedió a reorganizar las provincias hispánicas. Puesto que la España Ulterior era una zona muy amplia y, sobre todo, culturalmente muy heterogénea, decidió dividirla en dos: la Bética y la Lusitania. Esta última y la Tarraconense –la antigua provincia Citerior-, menos seguras para la autoridad de Roma, quedaban vigiladas por el ejército bajo la autoridad suprema del emperador, que ejercía su mando a través de delegados (legati). La Bética, en cambio, completamente pacificada, fue declarada provincia senatorial, dependiente, por tanto, del Senado, y gobernada por un procónsul en su nombre. Era asistido por cuestores en los asuntos financieros, y por otros funcionarios subalternos; para su asesoramiento técnico contaba con un consilium. Un texto de Plinio5, conciso y exacto, como corresponde al estilo del gran científico romano, nos proporciona una fiel instantánea de las características de la Bética después de Augusto. Dice así: “La Bética, así llamada por el río que la cruza por mitad, aventaja a todas las demás provincias por la riqueza de su aspecto y por cierto esplendor peculiar en su fertilidad. Tiene cuatro Conventos jurídicos: el Gaditanus, el Cordubensis, el Astigitanus y el Hispalensis. Alberga en total 175 ciudades, de las cuales nueve son colonias; diez, municipios de derecho romano; veintisiete, de fuero latino antiguo; seis, libres; tres, federadas, y ciento veinte, estipendiarias”. (Hist. Nat., 111, 7).

El primer hecho a destacar es la gran concentración de ciudades, que situaban a la Bética en un nivel de urbanización nada común; la mayoría de ellas eran estipendiarias y, por tanto, entidades de origen no romano (peregrinae) sometidas a la autoridad de Roma y al pago de impuestos. Otro aspecto importante es la división de la provincia en cuatro conventos jurídicos; eran éstos demarcaciones cuyas capitales -Cádiz, Córdoba, Écija y Sevilla- recorría periódicamente el gobernador para administrar justicia. Cobraron, además, un papel importante para la organización del culto imperial, del sistema viario y de otros aspectos administrativos. Los límites de la Bética eran, aproximadamente, el curso del Guadiana y, por el este, la antigua divisoria con la Citerior. No obstante, esta frontera oriental sufrió una modificación -todavía en época de Augusto- por la que una amplia franja de terreno que abarcaba buena parte de la Bastetania y la Oretania antiguas pasaban a la jurisdicción de la provincia Citerior o Tarraconense. No cabe duda de que, entre otras razones, se hizo por el deseo del emperador de controlar más directamente la rica zona minera de Cástulo, incluyéndola en los dominios que estaban bajo su autoridad.

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Caius Plinius Secundus, más conocido como Plinio “el Viejo” (23-79 a. C) fue un célebre naturalista y escritor latino. Tuvo una brillante carrera militar y murió durante la erupción del Vesubio que sepultó a las ciudades de Pompeya y Herculano, cuando quería observar de cerca el fenómeno de la erupción volcánica. De sus obras destaca la Historia Natural, en 37 libros, una obra de gran interés histórico y documental, por los conocimientos científicos de la antigüedad que nos proporciona.


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La capital de la provincia bética era Corduba. La ciudad romana fue fundada, según Estrabón, por M. Claudio Marcelo, tal vez en el 169-168 a.C., cuando estuvo de pretor de las dos Hispanias, aunque otros investigadores señalan que pudo ser en el 152 a.C., con ocasión de una segunda visita. En principio tuvo carácter de conventus civium romanorum y alcanzó rango de colonia bastante después. Hasta la obtención del carácter colonial, las monedas llevan el nombre indígena de Corduba -quizás de origen semítico-, que fue sustituido después por el de Colonia Patricia, la denominación romana con que se designará a la ciudad desde el cambio de status jurídico. El magnífico emplazamiento de la ciudad, sus sólidas murallas, la convirtieron en capital de la provincia Ulterior, y luego de la Bética, así como en cabeza de uno de sus conventos jurídicos.

Conventos jurídicos de la Hispania Romana.

Un nuevo pasaje de Plinio nos informa de que “el Imperator Augustus Vespasianus dio a toda la Hispania entera, en los años en que las luchas asaltaron la República, el derecho latino” (Hist. Nat. III, 30). Este hecho señala un nuevo escalón en la incorporación de Hispania a las estructuras romanas. El decreto de Vespasiano -fechado en el año 70 d.C.- concedía a los hispanos el ius latii por el que perdían su condición de extranjeros (peregrini) y adquirían la de ciudadanos latinos. Con este cambio jurídico se aceleró la desaparición de las estructuras políticas y sociales indígenas. El gesto de este emperador se enmarca en una vigorosa política de romanización. De nuevo asistimos a la promoción del estatuto jurídico de sus ciudades, dirigida ahora fundamentalmente a la concesión de leyes de municipalidad, pues la instalación de militares en las colonias había terminado prácticamente con el fin de la conquista y la consiguiente pacificación. Ya no era necesaria la presencia de un ejército numeroso como antes, de forma que, precisamente a partir de los Flavios, sólo quedará en Hispania la Legio VII Gémina, instalada en el lugar al que dio nombre -León- para controlar de cerca el sector más conflictivo de la península. Más de cuarenta ciudades béticas quedaron constituidas en municipios romanos o latinos, muchos de ellos con la denominación específica de Flavios: Municipium Flavium Arvense (Arva, Peña de la Sal, Sevilla), Municipium Flavium Axitatianum (Axati, Lora del Río, Sevilla), Canama (Alcolea del Río, Sevilla), Municipium Flavium Muniguense (Munigua, Mulva, Sevilla), Igabrum (Cabra, Córdoba), Malaca (Málaga) Salpensa (cerca de Utrera, Sevilla), etc. Parte de las leyes municipales de las dos ciudades citadas en último lugar se han conservado en sendas tablas de bronce que, unidas a las de la Lex Ursonensis (de Urso, Osuna), constituyen una fuente inestimable de conocimiento de las estructuras colonial y municipal. En el siglo I d.C. se produjo el cambio de status de Malaca, que pasó de ciudad federada a municipio de derecho latino. Esto se plasmó en la Lex Flavia Malacitana, promulgada en el año 81, parte de la cual se encontró en Málaga en 1851 en la zona del El Ejido. La Lex Flavia Malacitana, contenida en cinco tablas, aunque solamente se encontraron las que tienen las rúbricas 51 a 69, se conservan las originales en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y existe una copia de las mismas en el salón de plenos del Ayuntamiento de Málaga. También en los muros del Centro de Interpretación del Teatro Romano de Málaga existe una reproducción a gran escala de la Lex Flavia.


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La actitud de Vespasiano para con las provincias, y particularmente las hispanas, propició el ascenso político de muchos hispanorromanos. Su creciente influencia en política desembocó en la subida al poder imperial de M. Ulpio Trajano, miembro de una familia hispana y nacido en Itálica. En su adopción por Nerva contó, sin duda, la presión del importante clan de hispanos presentes por entonces en Roma, entre ellos Trajano padre, insigne militar y político, y L. Licinio Sura, inmortalizado por la inscripción del hermoso Arco de Bará, en las cercanías de Tarragona. El gobierno de Trajano (98-117), honrado por sus muchos méritos con el título de Optimus Princeps, y el de su sobrino Adriano (117-138), también de Itálica, significó para todo el Imperio un período de esplendor y la consagración de la influencia de la Bética en los destinos de Roma. La obra de ambos en su patria de origen se limitó a consolidar lo realizado por sus antecesores, de forma que el hecho de que en su época no hubiera reformas en la organización de la Bética, es la mejor prueba de que su proceso de integración a la romanidad había llegado ya a su madurez. Tuvo lugar entonces, tanto en la Bética como en toda Hispania, una gran actividad municipal -construcción de carreteras, puentes, etc.- y un notable desarrollo de la arquitectura monumental, consecuencia de los medios que proporcionaba una economía floreciente. Baste recordar el puente de Alcántara en Cáceres, el citado Arco de Bará en Tarragona o la urbanización de la Nova Urbs de Itálica, para obtener una imagen ejemplificadora de la prosperidad de ese período. La Bética ya no precisaría de otras preocupaciones que las de su mantenimiento, lo que corresponde a un mecanismo acabado y en marcha. Otra decisión de orden jurídico, aplicada a todo el Imperio, dará carta definitiva de ciudadanía romana a sus habitantes: la Constitutio Antoniniana, dictada por Caracalla en el 212. Con esto, el proceso de asimilación legal había llegado a su final. LA ECONOMÍA EN LA BÉTICA Es difícil sintetizar en pocas palabras la enorme y polifacética Moderato actividad económica de la Bética. Estrabón, nuestro inestimable informador, decía de la Turdetania (la Andalucía prerromana) que era “maravillosamente fértil; tiene toda clase de frutos y muy abundantes; la exportación duplica estos bienes, porque los frutos sobrantes se venden con facilidad a los numerosos barcos de comercio, lo que se halla favorecido por sus corrientes fluviales” (III, 2, 4); de aquí “se exporta trigo, mucho vino y aceite; éste, además, no sólo en cantidad, sino de calidad insuperable. Se exporta también cera, miel, pez6, mucha cochinilla7 y minio8 mejor que el de la tierra sinópica9. Sus navíos los construyen allí mismo con maderas del país... Abundan los talleres de salazón de pescado... La abundancia de ganados de toda especie es allí enorme, así como la caza [lamenta ahora Estrabón la proliferación de unas “liebrecillas”, conejos comunes, desconocidos para griegos y romanos, muy dañinos para la agricultura]... La excelencia de las exportaciones de la Turdetania se manifiesta en el gran número y el gran tamaño de las naves... (III, 2., 6). Si son así las tierras del interior, podría decirse que sus costas son comparables por las riquezas del mar [menciona toda clase de peces, enormes pulpos y calamares, gordos atunes que gustaban alimentarse de las bellotas de cierta encina que crecía junto al mar, etc.] (III, 2, 7). A tanta riqueza como tiene esta comarca se añade la abundancia de minerales..., motivo de admiración, pues si toda la tierra de iberos está llena de ellos, no todas las regiones son a la vez tan fértiles y ricas... ya que es raro se den ambas cosas a un tiempo y que en una pequeña región se halle toda clase de metales" (III, 2, 5). Tras enumerar los que se extraían, recoge el autor el poético juicio de Posidonio, según el cual, “el subsuelo se halla regido, no por Hades [el dios de los infiernos], sino por Plutón10 [dios de la riqueza]” (III, 2, 9).

Las palabras de Estrabón, y de los otros escritores que tratan de Hispania, limadas sus exageraciones, tienen pleno valor histórico, lo que puede sostenerse por el refrendo de los datos objetivos de la realidad arqueológica. La agricultura bética era la más floreciente de la península. Consistía fundamentalmente en el cultivo del trigo, la vid y el olivo, atendidos con sistemas racionalizados de explotación con miras, sobre todo, a la gran exportación. La introducción del arado romano permitió mejorar las cosechas de cereales, en especial de trigo y cebada, que eran almacenadas en silos. Hasta la introducción de los tractores y las cosechadoras 6

Echaban pez al vino para asegurar su conservación. La pez es una sustancia resinosa, de color pardo amarillento que se obtiene echando en agua fría el residuo que deja la tremetina al acabar de sacarle el aguarrás. La trementina es el el jugo casi líquido, pegajoso, oloroso y de sabor picante que fluye de los pinos, abetos, alerces y terebintos. Para beber vino resinado, ir a cualquier restaurante griego. O te encanta o lo detestas, no hay término medio. 7 La cochinilla es un insecto que, reducido a polvo se usaba, y se usa todavía para dar color grana a la seda, la lana y otras cosas, como alimentos o drogas. Es el origen del carmín. 8 El minio es una sustancia que descubrió Plinio el Viejo, a raiz de un incendio en el puerto griego de El Pireo. El minio se fabrica industrialmente, desde antiguo, por la oxidación del plomo fundido mediante corriente de aire. 9 De Sínope (la actual Sinop, Turquía). 10 Prácticamente equiparable al dios griego de los infiernos, Hades, el Plutón de los romanos refleja el aspecto bienhechor de este dios, causante de la riqueza agrícola, por vivir bajo tierra.


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en las últimas décadas del siglo XX, el arado romano ha sido de obligada presencia en nuestros campos. La vid y el olivo, más que el cereal, fueron los productos más promocionados por los ricos terratenientes, debido a su mayor rendimiento. El aceite se obtenía en cantidades ingentes; casi en su totalidad se exportaba a Roma y al resto del Imperio a través de los grandes puertos del Guadalquivir y de la costa. Por todo el valle del Betis (actual Guadalquivir) proliferaron hornos de alfarero para la fabricación de envases -ánforas- para su transporte. La mejor evidencia de las extraordinarias cantidades de productos exportados a Roma la tenemos en el Testaccio, una montaña formada en la ciudad por acumulación de los envases allí, en su mayor parte procedentes de la Bética (ver siguiente ilustración). La ciudad de Roma recibía cantidades ingentes de ánforas que eran la base del transporte de bienes y productos en aquella época. Estas ánforas tenían una vida útil limitada, ya sea por el producto que contenían, que maleaba sus propiedades de conservación, o bien porque, por su propio uso, se iban deteriorando. Los romanos, haciendo gala de su espíritu organizador, decidieron que las ánforas no podían ser desechadas y abandonadas sin orden ni concierto, y por ello designaron un espacio para su depósito, que en aquel momento era una planicie. Dicho proceso comenzó en el s. I d. C. Tres siglos más tarde ya habían sido depositadas 25 millones de ánforas, de modo que lo que había sido una llanura pasó a ser un monte en toda regla, con una altura de cerca de 50 m., un perímetro de 1490 m. y una superficie total de aproximadamente 22.000 m2.

Importante era también la producción y el comercio del vino, al que afectaron medidas proteccionistas, como la decretada por Domiciano en el año 92 d.C. para favorecer a la decadente agricultura de Italia, y por la que fueron arrancados la mitad de los viñedos de las provincias. Eran magníficas las cosechas de frutales, corno los suculentos higos, elogiados por Columela, así como las de legumbres. En sus labores se hacía buen uso del regadío, que al parecer era de tradición fenicio-púnica, basada a su vez en los sistemas egipcios. Por otra parte, había una rica ganadería (toros, caballos, bóvidos, óvidos, cerdos), soporte de las de industrias derivadas tan importantes como la de la lana. También continuaba practicándose la caza, sin restricciones ni innovaciones por parte de los romanos, apenas atendida ya para la dieta alimenticia, y convertida en deporte preferido por la gente acomodada; abundaba el ciervo, el jabalí y otras especies. La pesca, en cambio, base de la alimentación de varias regiones, recibió un enorme impulso. Un importante excedente se dedicó a la industria conservera. La industria de la salazón fue introducida por los cartagineses y los romanos la ampliaron e intensificaron. La sal que entraba de las salinas del sur peninsular era el elemento básico. Ciudades como Cartago Nova (Cartagena, Murcia), Sexi (Almuñécar), Baelo Claudia (Bolonia, Cádiz) y Gades (Cádiz) poseían fábricas de salazones organizadas y dirigidas por los romanos. En ellas se preparaba el pescado, previamente limpio y troceado, y almacenándolo en depósitos para ser posteriormente envasado y exportado. Especialmente apreciado era el garum un condimento especial muy apreciado por los romanos en sus comidas (véanse más detalles en nuestro “especial garum”, al final de este tema).

Pozas para la elaboración de garum y salazones de pescado en Sexi (Almuñécar)

Mapa de los recursos económicos en la mitad sur de la Península Ibérica en época romana

Pero el trabajo que más beneficios reportaba seguía siendo la minería. Tocaba ahora el turno a los romanos, magníficos aprendices de una labor de colonización y explotación que otros habían iniciado hacía miles de años. Dice Diodoro que todas las minas habían sido ya abiertas por la codicia de los cartagineses en la época en que eran dueños de Iberia. Los romanos siguieron sus pasos, y multitud de itálicos inmigraron a Hispania para hacerse cargo de la explotación de los recursos metalíferos, ansiosos de emular a sus


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predecesores. Las grandes cuencas mineras fueron explotadas intensamente en época romana; las técnicas empleadas alcanzaron un altísimo nivel técnico, según se ha visto en numerosas minas de Huelva, Córdoba o Jaén. Son impresionantes los sistemas de ruedas hidráulicas usados en Riotinto para extraer el agua de pozos y galerías, menester para el que se sirvieron también de tornillos de Arquímedes (véase la siguiente ilustración). La sofisticada bomba encontrada en Sotiel Coronada (Huelva), que hoy guarda el Museo Arqueológico Nacional, acredita una ingeniería de altura insospechada. Las montañas de escorias de Riotinto y otros lugares, los lingotes de plomo de Cartagena, el complejo de El Centenillo en Baños de la Encina (Jaén), son buenos ejemplos de las enormes cantidades de cobre, plata, plomo, hierro, oro, etc., que salieron de Hispania en estos tiempos. Para su comercio, y el de los demás productos, se pusieron a punto los puertos y, en el interior, una cuidada red de carreteras que posibilitaron el trasiego comercial y, al mismo tiempo, dieron agilidad a la vida administrativa y al movimiento de tropas.

LA SOCIEDAD Y LAS CLASES SOCIALES Los habitantes que poblaban los diversos municipios o colonias, por razón de su nacimiento, podían ser de cuatro rangos diferentes: a. Cives o municipes: eran los nativos, naturales del municipio; podían ejercer cargos públicos. b. Allecti: eran los habitantes que, sin haber nacido en el municipio, habían sido adoptados como hijos suyos; tenían restringido el acceso a los cargos públicos. c. Adventores y hospites: eran los transeúntes, que de forma esporádica podían estar ligados de algún modo a la ciudad. d. Incolae: en las colonias fundadas por los romanos se reservaba este nombre para designar al contingente reducido de los antiguos pobladores. Las clases sociales indígenas en cualquier caso no se vieron excesivamente alteradas por la llegada de los romanos; se mantuvo siempre, eso sí, la gran división entre esclavos y libres, y, a su vez, dentro de éstos la división entre patricios y plebeyos. Pese a que los romanos introdujeron sus leyes y sus sistemas, una vez vencidas las resistencias y, finalizada la conquista, la sociedad fue estabilizándose y la convivencia resulto fluida. El estrato social más alto lo formaban los senadores, caballeros y decuriones11, detentadores del poder en las ciudades y primeros beneficiarios de actividad económica; eran los más poderosos terratenientes y ganaderos, y los acaparadores de mayores intereses en la minería y en los negocios. Por debajo de la nobleza senatorial se situaban los caballeros -equites- una especie de clase media acomodada, bastante numerosa en los centros de mayor actividad económica, tales como los puertos comerciales y las ciudades mineras. Este ordo equester llegó a constituirse en la verdadera élite social del Imperio, desplazando de los más altos cargos a la vieja nobleza senatorial, menos adicta al nuevo régimen por sus nostalgias republicanas. Los decuriones -miembros del Senado local- y los siervos y libertos del emperador completaban las altas esferas de la sociedad provincial. Bajo ellos, el pueblo o populus formaba la gran masa de ciudadanos libres de nivel económico muy variable, ocupados en toda clase de oficios -labradores, artesanos, etc.- Los trabajadores manuales y 11

Los decuriones eran miembros de las asambleas municipales de las provincias romanas. Sus funciones comprendían el ser concejales, responsabilidades sobre la justicia, la hacienda pública y, en general, todo lo relacionado con la administración del municipio.


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comerciantes de una misma profesión tendieron a agruparse en collegia que, de algún modo, parecen preludiar lo que en épocas posteriores serán los gremios. Por último, en la ínfima categoría social se hallaban los esclavos (servi). Eran la mano de obra barata que se destinaba a los más duros trabajos, especialmente ingratos en las explotaciones mineras. No fue esto tampoco una novedad con el dominio de Roma; también los cartagineses se sirvieron de esclavos para, sobre todo, atender al penoso trabajo en las minas. Tenemos el dato de Polibio, de que en las minas de plata de Cartagena trabajaban 40.000 esclavos. En época romana pasaron a tener condición de tales los prisioneros de guerra, o los condenados por determinados delitos, y la transmitían a sus descendientes. Los que por la manumisión alcanzaban o recuperaban la condición de libres -liberti-, adquirían plenos derechos ciudadanos y muchos, como acreditan los textos y la arqueología, lograron posiciones muy acomodadas. LA ROMANIZACION DE LA CULTURA El lugar común, siempre repetido, acerca del proceso de integración de la Bética en el mundo romano, estriba en subrayar su rápida y profunda romanización. Sirve de apoyo a tal juicio un conocido texto de Estrabón12: “Los turdetanos, sobre todo los que viven en las riberas del Betis, han adquirido enteramente la manera de vivir de los romanos, hasta olvidar su idioma propio; además, la mayoría de ellos se han hecho latinos, han tomado colonos romanos, y falta poco para que todos se hagan romanos” (Estr. III, 2, 15). El mundo ibero-turdetano estaba fuertemente influido por los ingredientes fenicio-púnicos. Existía un profundo parentesco entre estas culturas, aunque cada una tuviera su peculiar fisonomía. Por eso, Roma pudo dominar la Turdetania (es decir, la Andalucía prerromana) sin tener que someterla a cambios sustanciales que la adaptaran a sus estructuras propias. Le bastó con robustecer en su beneficio el estado de cosas existente. Es de notar, además, que los romanos, cuando llegaron a la península, no eran portadores de una cultura plenamente madura y consolidada, hasta el punto de que, en una primera fase, más que aportar sus conocimientos, se aplicaron en estudiar y asimilar en provecho propio las técnicas y los métodos de los cartagineses. Tenían éstos una agricultura muy desarrollada, y era famoso un tratado de Magón sobre el tema, tratado que el mismo Senado mandó traducir al latín, y cuyas enseñanzas fueron aprovechadas por Varrón y Plinio. En la Agricultura de Catón se alude a un tipo hispánico de almazara13, de mola, que el famoso censor difundió en Italia. Y el mismo fenómeno se repitió en la apropiación y desarrollo por los romanos de las técnicas minero-metalúrgicas, evolucionadas aquí tras un proceso milenario de trabajo y experimentación, y nuevas para quienes, como ellos, se habían desenvuelto en una economía fundamentalmente agraria. La cultura ibero-turdetana se mantuvo bajo el dominio de Roma sin cambios sustanciales durante unos dos siglos. Siguieron en uso los idiomas locales, junto a los cuales se iba imponiendo el latín en los centros urbanos más importantes; pervivían las antiguas prácticas religiosas, los propios estilos artísticos, o la producción de la característica cerámica turdetana decorada con bandas, que es la predominante en los yacimientos romano-turdetanos hasta fechas muy avanzadas. La pervivencia de lo autóctono sufre una quiebra importante desde la época de César y Augusto, con cuyos programas empieza Roma a imponer con fuerza su propio ritmo. Es un indicio suficientemente expresivo que en ese momento cesaran las acuñaciones con letreros en lengua indígena. Su política colonial, materializa un plan de acción que definirá las líneas básicas de la evolución posterior de Hispania como parte del Imperio. Otro fenómeno muy significativo es el cambio de las lenguas vernáculas por el latín. Si nos atenemos al texto de Estrabón con que se inicia este apartado, se colige que, en tiempos de Augusto, el idioma latino era el de uso común, olvidados ya totalmente los autóctonos. Sin embargo, un análisis más atento de los datos disponibles aconseja no tomar demasiado al pie de la letra el famoso párrafo estraboniano sobre la latinización del sur de Hispania. El juicio del geógrafo griego sería válido sólo para las grandes ciudades y para los numerosos focos menores de romanidad dispersos por la provincia. En el campo y en las ciudades pequeñas debían seguir en uso los viejos idiomas, o se daría un bilingüismo de compromiso. Cuenta Cicerón que al Senado romano llegaban a veces comisiones de hispanos que precisaban de intérprete, y como prueba epigráfica de la pervivencia de las lenguas locales, tenemos una inscripción hallada en Cástulo, escrita con alfabeto latino pero en lengua vernácula. Acredita también la transición hacia el triunfo de la latinización el hecho, asimismo evidente, de que los turdetanos optaron bastante pronto por servirse de un idioma y una escritura que iban a consagrarse como internacionales.

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Estrabón fue un geógrafo griego (58 a. C.-21-25 d. C.) que visitó gran parte del Imperio Romano y cuya obra, de carácter histórico, tiene gran importancia, por su interés en descubrir las relaciones de los hombres, de los pueblos y de los imperios con el medio natural. 13 Fábrica donde se elabora la aceituna para extraer el aceite.


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Está igualmente demostrado que las ciudades vieron crecer con indudable precocidad grupos animadores de una gran actividad intelectual, en los que se cultivaba no sólo el latín, sino también el griego. En el primer siglo del Imperio, bajo el gobierno de Claudio y de Nerón, destacan en la Bética los dos famosos Séneca de Córdoba: el padre, rétor14, y el hijo, Lucio Anneo, filósofo y preceptor de Nerón. Sus casos, más que nada, son ejemplos de la potencialidad de ciertos núcleos hispanos para convertirse en cantera de personalidades relevantes, capaces de llegar a emperadores, como Trajano o Adriano. Muchos más romano-béticos han dejado sus nombres en la historia de las letras y el pensamiento latinos. Recordemos al poeta cordobés Lucano, sobrino de Séneca el filósofo; a los gaditanos Moderato, filósofo; Canio Rufo, poeta, y Moderato Columela, autor de un amplio tratado de Agricultura; a Pomponio Mela, natural de Tarifa (Cádiz), redactor de una importante Corografía15; y a muchos más que contribuyeron a consolidar la civilización romana y a dar fama a su patria originaria.

Un momento de la representación de “El Persa”, de Plauto, en las ruinas de la ciudad de Baelo Claudia (Cádiz)

De forma más inmediata y directa puede percibirse la romanización de la Bética en su cultura material. La visita a los museos andaluces o, aún mejor, a sus ruinas romanas, permite comprobar con toda la eficacia de su presencia real y física la adopción de los rasgos más genuinos y clásicos de aquella civilización. Un paseo por las calles de Itálica, la contemplación de sus espaciosas casas y de los edificios públicos -el grandioso anfiteatro, las termas, el teatro- el examen de sus mosaicos y esculturas, aleccionan mejor que cualquier argumentación acerca de la romanización de la Bética. Esto puede verse en la Itálica del siglo II d. C, con su urbanización de amplias calles, su cuidadoso alcantarillado, sus grandes edificios para espectáculos, etc. En Baelo (Bolonia, Cádiz) se ha conservado, entre otras cosas, el magnífico y recoleto foro, presidido por tres templos en batería16, los de Juno, Júpiter y Minerva, para seguir la tradición del Capitolio de Roma. No lejos de Sevilla, en Mulva, queda la imponente ruina de un templo encaramado en una cresta rocosa, con apariencia de castillo. Los templos de Carteia (Algeciras) Corduba e Hispalis (Sevilla), tumbas y restos de edificaciones romanas por todas partes, dan la medida de la penetración de lo romano hasta los últimos rincones de la Bética. La escultura religiosa y decorativa, el retrato oficial o privado, la pintura o el mosaico, tienen también en Andalucía una riquísima representación. LAS CREENCIAS. EL CRISTIANISMO Los romanos nunca sintieron escrúpulos en admitir el culto de los dioses extranjeros, cuyas prácticas sólo fueron perseguidas cuando contravenían gravemente los usos habituales y, sobre todo, si las ideas que traían consigo eran a la vez un revulsivo social que atentara contra la estructura política del Imperio. Hubo, pues, un gran respeto por la religión de los pueblos vecinos e integrados en los dominios de Roma. Ciertas medidas oficiales demuestran, incluso, un exquisito cuidado con la tradición religiosa hasta de sus peores enemigos: tras el saqueo de Cartago, por ejemplo, se decidió, en desagravio de la gran diosa púnica Tanit-Caelestis, llevar su culto a Roma y asociarla a Juno. Viene a cuento referir estos hechos para subrayar que la dominación romana no supuso en la región la ruptura de la tradición espiritual anterior. No cabía esperar otra cosa, además, del proverbial pragmatismo romano. Por ejemplo, venerar al Melkart-Herakles 14

Un rétor es un tratadista de retórica. La retórica es, según la RAE, el arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover. Era, pues, fundamental dominar este arte para convencer en las asambleas o en los tribunales. 15 Corografía es la descripción geográfica de un país. 16 Si no sabes lo que significa en batería, no podrás sacarte nunca el carné de conducir.


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gaditano, según ya se ha visto, era una baza política a jugar para ganarse el ánimo de sus fieles, aparte del respeto y el temor supersticioso que pudieran sentir ante el famoso dios de la vieja colonia fenicia. Sumado lo uno y lo otro se entiende bien el prestigio del Hercules Gaditanus y la protección que le dispensaron César, Trajano o Adriano. Su templo siguió siendo importantísimo centro de culto, y lo mismo ocurrió con los santuarios de Jaén y otros muchos lugares explorados en nuestros días. Otro caso notable de continuidad cultual es el correspondiente a Tanit, venerada en época romana bajo la advocación de Dea Caelestis, cuyos testimonios de su culto se encuentran sobre todo en el sur, la zona propia del dominio cartaginés. Los dos casos citados son, por otra parte, buena prueba de la fácil asimilación que se dio entre los dioses antiguos de la Bética y los propios de Roma, habida cuenta el parentesco de ambas culturas, ramas, al fin y al cabo, del mismo tronco mediterráneo. El cambio de los nombres fue un paso fácil de dar, dada la similitud de los dioses antiguos y nuevos. Por ilustrar el hecho con un ejemplo más, recordemos que la Potnia Therón de los tiempos tartésicos podía equipararse a la Ártemis griega o a la Diana romana. De otro lado, consagrada la romanización, se dio en la Bética, lógicamente, el culto a los dioses propios del panteón romano: Iove (Júpiter), Liber Pater (Baco), Venus, Juno, Apolo, Diana, Mercurio, Esculapio, etc. Parece que de ellos gozaron de mayor aceptación los que se acomodaban mejor a las creencias antiguas, como Diana, aunque las investigaciones no han perfilado todavía suficientemente este aspecto. Dentro de la religión oficial romana conviene destacar, por su importancia política, el culto a Roma y al emperador. El de este último tuvo aquí una dimensión especial, en opinión de la generalidad de los especialistas. La divinización del emperador, cuyos orígenes se han visto siempre en costumbres del Próximo Oriente, absorbidas por Grecia en época helenística, pudo tener en Hispania raíces propias. En nuestras culturas prerromanas, incluidas las ibero-tartésicas, había un verdadero culto al jefe, con instituciones como la devotio, por las que se establecía una verdadera dependencia respecto del caudillo, como si de una divinidad se tratara. Este precedente, sin excluir los otros orígenes, tuvo mucho que ver con el culto que los hispanos tributaron luego al emperador. Capítulo fundamental de la religión romana es el relativo a los cultos orientales. Originarios de Egipto, Persia, Mesopotamia o Asia Menor, se difundieron por todo el Imperio. La clave de su éxito estaba en que ofrecían a los devotos ventajas espirituales ausentes en la religión grecorromana: misticismo, salvación en el más allá, ritos misteriosos..., todos ellos ingredientes de estas religiones exóticas, cuyos fieles se identificaban con un dios salvador que generalmente muere y resucita. De entre estas religiones de la en la esperanza destacan la egipcia de Isis y Osiris, la frigia de Cibeles y Attis, y la persa de Mitra. Emparentada con ellas, está el cristianismo, que acabó imponiéndose al final de la Antigüedad. Varios investigadores han puesto de manifiesto la importancia de los contactos con África en la difusión del cristianismo en Hispania, hecho evidente, aunque no sea el único factor a tener en cuenta. El primer dato seguro de su presencia en la Bética lo constituye el martirio de las Santas Justa y Rufina en Sevilla, acaecido en tiempos de Diocleciano, el mes de julio del 287. Pocos años después, entre el 300 y el 302, se celebró un concilio en Iliberis (Granada), cuyas actas -las más antiguas que se conservan de un concilio disciplinar- son excepcionalmente valiosas para la historia de la Iglesia hispana. Acudieron 19 obispos y 24 presbíteros en representación de 37 sedes, de las cuales 23 eran de la Bética. Con el triunfo del cristianismo se pone en pie uno de los pilares básicos del mundo medieval, época que se anuncia con la llegada de los visigodos, que sustituyen a los romanos en la dominación de nuestra tierra.


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APÉNDICE I : EL

ACEITE DE OLIVA

El cultivo para la obtención de aceite de oliva empieza en las épocas paleolítica y neolítica (5.000 a 3.500 a.C.) en Creta. El olivo es un árbol originario de Asia Menor meridional. Aunque no se sepa con certeza que ya entonces se conocieran todas sus virtudes, sí que hay indicios de que había conciencia de sus beneficios. En el antiguo Egipto ya se empleaba el aceite para aliñar la lechuga, como en la actualidad. A partir del siglo XVI a. C., los fenicios difunden el olivo por las islas griegas y, en los siglos XIV a XI a. C., por toda la península griega, donde se incrementa su cultivo hasta que alcanza gran importancia en el siglo IV a. C. , cuando Solón de Atenas promulga decretos para regular su plantación. Los griegos son los encargados de introducir el cultivo del olivo en Italia, donde se adaptó fácilmente. De hecho, desde el siglo VI a. C, se propaga por toda la cuenca del Mediterráneo, pasando a Trípoli y Túnez, a la isla de Sicilia y, desde allí, a la Italia meridiional. El aceite llegó a Italia en la época de Lucio Tarquinio Risco, rey legendario de Roma que vivió desde el 616 al 578 a. C. En la Península Ibérica, el olivo se había introducido durante la dominación marítima de los fenicios (1050 a. C.), que también aportaron el procedimiento para obterner el aceite y alcanzó un notable desarrollo con la llegada de Escipión (212 a. C.) y la dominación de Roma (45 a. C.). El olivar ocupó una gran extensión en la Bética y se expandió hacia el centro y el litoral mediterráneo de la Península Ibérica. Los árabes introdujeron sus variedades en el sur de España e influyeron en la difusión del olivo hasta el punto de que muchas palabras castellanas tienen una raíz árabe, como "aceite" y "aceituna". En la época visigótica fue avanzando el cultivo del olivo, que se extendió incluso a zonas de montaña y de clima poco favorable. San Isidoro de Sevilla señala en el siglo VI que la sombra de los olivos cubría el suelo de España. El cultivo del olivo mejoró mucho durante el califato de Córdoba; el valle del Guadaluivir albergaba, sin género de dudas, las mejores explotaciones conocidas. Pero no fue solo Andalucía la región que se aprovechó de la región árabe. También Cataluña y Aragón disponían de excelentes olivares. Tanto progresó la oleicultura andaluza bajo la dominación musulmana, especialmente en la región del Aljarafe, convertida en un frondoso bosque olivarero, que los vocablos "aljarafe" o "jarafe" se utilizaron como sinónimo de olivar bien cultivado. Los árabes no solo mejoraron las técnicas de cultivo, de irrigación de la tierra y de elaboración del aceite, sino también las de fabricación de grandes tinajas para su almacenamiento. Ellos fueron en gran parte los descubridores de los usos medicinales, cosméticos y culinarios del aceite, algunos de los cuales todavía siguen vigentes en la actualidad. El cultivo del olivo llega a América en 1492. De Sevilla parten los primeros olivos hacia las Antillas y, después, al continente. En 1560 comienza la producción de olivares en México y después en Perú, California, Chile y Argentina. En tiempos más modernos, el olivo ha seguido expandiéndose hasta lugares como Sudáfrica, Australia, Japón o China.


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ILUSTRACIONES

En Pompeya se han encontrado restos de un antiguo molino de aceite de oliva llamado Trapetum.

Básicamente consistía en una pila donde se vertían las aceitunas para ser trituradas antes de extraer su aceite con la prensa.

También son de época romana los molinos con rulos, esta vez tirados por mulos, en vez de esclavos, como en esta reconstrucción de un molino de aceite romano en el Museo de Aceite de La Muela (Zaragoza). Con la sustitución de la fuerza animal o humana por la eléctrica, ha sido el tipo de molino utilizado hasta épocas recientes. De la primera molturación se extrae el jugo del aceite. Los restos se denominan orujo.

La última fase de la extracción del aceite era el prensado del orujo. Este tipo de prensa tuvo doble uso, puesto que ha sido frecuentemente utilizado en zonas como la Axarquía para extraer vino (después del pisado de la uva, claro).


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APÉNDICE II :

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EL GARUM (...UMM ¡qué rico!)

Receta de Marco Gavio Apicio, que nació en el 25 a. C. y fue autor del libro "De re coquinaria"

El garum: la salsa del Imperio Romano En la actualidad cualquier gourmet tiene a su disposición una infinidad de salsas para la gran diversidad de especialidades gastronómicas a las que se puede enfrentar. Cualquier comensal avezado y preocupado por los aromas y sabores sabe aplicar una determinada salsa a un plato concreto preparado con esmero por el cocinero de turno. Sin embargo esto no ha sido siempre así a lo largo de la historia gastronómica del hombre occidental. Desde que el hombre convirtió el alimentarse en un placer, buscó en la naturaleza plantas con las que enardecer los sabores de los alimentos. Los griegos, y aún más los romanos, tuvieron una salsa estrella que se convirtió en la esencia de las mesas de la antigüedad: el garum, salsa que perduró hasta el Renacimiento. En la actualidad existen sucedáneos comerciales o intentos de rehabilitar esta salsa, pero aún no ha sido aceptada plenamente por el mundo gastronómico. El garum, aunque tuvo su gran apogeo en el mundo romano, procede del mundo griego del que toma su nombre: garos o garon (una especie de boquerón), por el nombre del pez del que se adquirían sus instestinos para la fabricación. Esta salsa se hacía por maceración y fermentación en salmuera de restos viscerales y despojos de diferentes peces como el atún, la morena, esturión y la caballa, este último utilizado para la fabricación del garum medieval. Todavía hoy se puede ver una factoría de fabricación de garum romano en la ciudad de Baelo Claudia (Cádiz). Allí podemos ver cerca del foro grandes ánforas metidas en tierra cerca de la playa donde se fabricaba el garum que luego se exportaba a Roma, el cual tenía gran prestigio. Fue Roma quién la convirtió en la salsa más importante del Imperio, aunque ya tenían conocimiento de ella los pueblos mediterráneos por los fenicios, los cuales comerciaban con diferentes tipos de garum, del que destacaba el "garioflos" de procedencia persa. No obstante, el comensal romano la degustaba como una verdadera delicia gastronómica, no sólo por sus connotaciones organolépticas17 sino por su alto precio en el mercado. Según Plinio, tenía un valor comparable al perfume. Existía una importante industria alrededor de este liquamen, como también denominaban al garum. Fundamentalmente, se fabricaba en aquellos lugares donde se producían salazones, puesto que se aprovechaban las vísceras de los pescados que se sometían a salazón. El garum hispano adquirió gran renombre, especialmente el procedente de Cádiz, Cartagena y Málaga. El garum malacitano se hacía con las vísceras de boquerones, sobre todo, y de sardinas, en segundo lugar. También se utilizaban vísceras de jureles, brótolas y lizas y, en menor medida, de caballas, rodaballos y atunes rojos.

Pozas para la fabricación de garum encontradas el convertir el edificio de correos en el actual rectorado de la Universidad de Málaga (Paseo del Parque) 17 Las propiedades organolépticas son todas aquellas descripciones de las características físicas que tiene la materia en general, según las pueden percibir los sentidos, por ejemplo su sabor, textura, olor, color. Su estudio es importante en las ramas de la ciencia en que es habitual evaluar inicialmente las características de la materia sin la ayuda de instrumentos científicos (Wikipedia).


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Fuentes: - Enciclopedia de Andalucía (ed. Planeta) - Diversas fuentes de Internet. Compilación: Antonio López Gámiz

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