El Cangrejero - Javier Fernández

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Fernández, Javier El Cangrejero Primera Edición Pringles Press Buenos Aires, 2014 ISBN 978-987-1474-63-9 © Javier Fernández, 2012 © Pringles Press, 2014 Padilla 865 - (1414) Buenos Aires, Argentina Dirección: Francisco Garamona Arte: Aldana González Corrección: Nicolás Moguilevsky

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Noviembre de 2006

Voy en moto por una avenida de doble mano. Grandes árboles a los costados. Desde el sur hacia el este. Cruzo un semáforo, que pasa del verde al amarillo, y acelero. No sé a qué velocidad, porque la tripa del velocímetro está rota. Un imbécil se suelta de la mano de su madre y cuando pretende cruzar corriendo lo atropello, justo sobre la senda peatonal, en la intersección de la calle Pedro Goyena y la avenida José María Moreno, sobre Goyena. Se llama Ulises Damián Cardozo, tiene 9 años. Sus anteojos salen disparados por el impacto. Lleva guardapolvo blanco. Su dentadura, cercada por unos aparatos, sangra. La convulsionada madre, entre lágrimas, se acerca al hijo, no sin pánico, reproches y llanto. Te dije que no te sueltes… te dije que no te sueltes, repite, visiblemente desbordada. El niño sigue tirado en el suelo. Hablamos. Lo primero que hago después de incorporarme de la caída es acercarme a él. Yo había salido volando de la moto pero nunca perdí el conocimiento. Conservo incluso el recuerdo del momento en que el niño sale corriendo, cuando trato en vano de frenar y hasta la brevísima porción de tiempo en que lo estrello. Ese horrible instante tan vívido que permanece intacto después de un choque. Salgo disparado hacia delante. La moto vuela para la izquierda. Ulises queda entre donde estoy y la motocicleta, pero mucho más atrás. Sus heridas no parecen graves. Enseguida se llena de personas alrededor. Todos opinan. Hacen llamadas desde sus teléfonos portátiles. Hablan con el chico y con su madre. Curiosos rodean la escena. Algún anónimo valiente dice en voz alta, refiriéndose a mí, cruzó en rojo, yo lo vi. Hay otros chicos con guardapolvo blanco de la mano de sus madres que me miran con terror. No tardo en oír la sirena de una patrulla policial. El móvil estaciona frente nuestro. No se puede mover al chico hasta que llegue la ambulancia. Tampoco hay

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que correr la moto, machucada contra el suelo, porque los peritos tienen que fotografiar la escena tal cual está. A la moto la corren, arrastrándola, cuando llega la ambulancia. Es para llevarse a Ulises en una camilla y que se mueva lo menos posible. En las casi dos horas que tengo que esperar a que venga un patrullero a llevarme a la comisaría me mantengo mayormente de pie, junto a otros dos o tres policías. Pido que me dejen hacer una llamada telefónica. Hablo con mi hermano Ignacio. Después, uno de ellos me acompaña hasta la puerta de un restaurante próximo y entro al baño. Ingiero una tuca que llevo en una caja de fósforos y tiro al inodoro otro armado. Perdularios, ya de vuelta, los policías hablan entre ellos. Dejan salir por lo bajo chocarrerías a las mujeres que pasan. Mi desconcierto es evidente. Compartir el instante con esos embrutecidos, las circunstancias penosas en las que me encuentro inesperadamente sumido, es mucho peor que alelarse frente a un programa televisivo de décima calidad. La tenés que chupar, pibe, dice uno de esos orangutanes al enfrentarse con mi cara de pocos amigos. Agrega: a mí también me engramparon… mi horario terminó… tendría que estar volviendo a casa, me espera mi mujer… pero me llamaron y ahora tengo que quedarme acá, con vos, hasta que venga otro poli a buscarte... La situación requiere paciencia infinita y una gran entereza mental. Alguien se acerca y se presenta como un familiar de Ulises. Me adelanto para hablar, le digo que soy el del accidente. Me produce una rara sensación de orgullo repetir la frase hecha: una desgracia con suerte. Al tipo en la cara se le dibuja una expresión de repugnancia. Me parece que mide la distancia entre mi frente y sus puños. Un policía se nos interpone, me corre sin sutilezas y se dirige al hombre, dándole datos del hospital en el que está Ulises. Cuando el enfurecido se va, el de traje azul afirma que me equivoco en hablar con el pariente de la víctima; al ser familiar de Ulises es normal, y hasta entendible, que sucumba a la ira y no responda por sí mismo. Arguye que me expongo a recibir una trompada gratuitamente. Pido sentarme en el automóvil policial, alego que no me siento bien. En el interior del celular trato de leer las fotocopias anilladas de un libro que llevo en la mochilla, Recuerdos de la revolución de 1848, de Alexis de Tocqueville. Estoy tan conmocionado por el choque que no puedo leer más de tres renglones. Al rato llega otro patrullero y unos policías toman fotografías de la calle con la moto en el suelo. Veo el desarrollo de los procedimientos a través de la ventanilla cerrada del auto, como un espectador. Más tarde, un patrullero me lleva a la comisaría nº 12, en Valle al 1454. Al momento de irme la moto sigue en el piso, maltrecha, espera otro móvil que la alcance a la misma comisaría a donde me llevan. En la entrada leo un cartel rectangular: AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD. Ahí estoy demorado casi tres horas. Respondo muchas preguntas en diferentes despachos. Pésima dactilografía de los agentes, burócratas de la peor calaña


que no representan mucho más que el garrote de la ley. Confirmo que algunos, por no decir todos, hacen gala de un pésimo castellano. Noto que, en su mayoría, lo que escriben lo hacen con letras mayúsculas. El detalle en ese momento, aunque no sé si eso es índice de algo, me resulta una manifestación de la precariedad que los gobierna. Después me hacen pasar a una sala al fondo de un pasillo largo, hábitat de personal policial, uniformados desarmados. Me siento frente a uno de ellos en un escritorio. Más preguntas. La mayoría, calcadas de las que me acaban de hacer. Aclara varias veces que no estoy ahí en calidad de detenido, sino de otra cosa, cuya disquisición, por tediosa, no entiendo. Espero a un médico forense para que me examine. Paso a otro espacio. Hay un banco largo de madera enfrente de un calabozo al que entro, sólo un momento, y huele a pis. Dormito, acostado en el banco, la mayor parte del tiempo. Cuando despierto, tomo la iniciativa de volver al despacho en el que interactúan policías. Un desganado oficial con una prominente barriga, que no me dirige la mirada en absoluto, debate con un compañero acerca del menú tentativo para la cena. Creo que la duda es entre elegir pizza o empanadas. El que escribe mis respuestas explica ciertas cuestiones internas de la policía. La cantidad de horas que les está permitido hacer guardia en la calle, hacer la calle, dice, como si fueran putas. También me explica la cantidad de horas extras que pueden hacer la calle a diario. No precisa la cifra del sueldo, ni la de los sobresueldos, fruto de las coimas a las que todos los policías argentinos están habituados. Tampoco hablamos de las implicancias de usar un arma de fuego fuera de las horas de servicio o tomar alcohol durante el horario laboral. En la televisión transmiten el informe de una favela brasilera desde la que pretenden propagar el terror. En hilera, aparecen personas armadas y encapuchadas que esnifan grandes rayas desde el empalme de sus manos. Están en un morro. Alguien, tal vez un líder, habla de la migración rural, de los márgenes de la ciudad, del desnivel de las rentas, de las periferias de São Paulo, de las 560 favelas que hay en Río de Janeiro y de la parálisis burocrática secular. Amenaza con mandar a matar gente desde ahí mismo y anuncia que están educando a niños para ser hombres-bomba. Asegura que en ese lugar nadie teme morir. Afuera de las favelas, dice, están siendo dominados por incompetentes incorregibles, al mando de un estado quebrado. Parece que están todos muy bien armados. Habla de los barones del polvo, de los carteles de cocaína y del tráfico de armas. La situación es original a la vez que patética. Finalmente llega el médico forense. Es otro obeso cansino, pero vestido de civil. Me revisa. Yo tengo sólo unos raspones en la rodilla, en las manos y en la cintura. Mi madre y mi hermano, que estaban en la comisaría cuando llegué, facilitan algunos papeles para acortar mi estadía. 09


Al salir me llevan devuelta a casa, en auto. En esa época vivía solo, en un tercer piso minúsculo de la calle Zapiola 1786. Durante el viaje mi hermano discute con mamá. Ella no deja de dar indicaciones de cómo manejar. Advierte sobre el tránsito a mi hermano que, no sin falsa molestia, responde: si no te gusta cómo manejo, hacelo vos. En la avenida Pedro Goyena, en el camino de vuelta hacia la calle Donato Álvarez, mi hermano se detiene y le propone a mamá que siga manejando ella. Y así fue.

No habré de concluir, sin señalar, que en este caso concreto, ha surgido de la celebración de la audiencia y de los datos consignados en el informe socio ambiental agregado en autos, que Fernández Paupy padece una situación económica ajustada, que le dificultaría al extremo abonar la suma de tres mil pesos ($3.000), que la norma vigente prevé como monto mínimo de la multa para el delito por el que mediara requerimiento de elevación a juicio...

El juicio tiene varias instancias. Mi causa es la número 3.454. En octubre de 2007, el Sr. Fiscal dictamina NO HA LUGAR a la solicitud de mi abogada de oficio, de la fiscalía 112. Estoy previamente imputado en dos causas por inflingir la ley nº 23.737. A la primera, de julio de 2002, se resuelve en agosto de ese mismo año, sobreseerla. La otra, iniciada en junio de 2006, resulta sobreseída al mes, ese mismo año. La suspensión del juicio a prueba por el delito de lesiones culposas, previsto y reprimido en uno de los artículos del Código Penal, no me es concedida antes de abril de 2008. La justicia dispone que yo cumpla las reglas de conducta establecidas en dicho código, por el término de un año y seis meses. Durante ese tiempo debo someterme al cuidado del Patronato de Liberados “Jorge H. Frías” en la calle Paraná 260, presentándome ahí una vez por mes y fijando mi residencia en la calle Zapiola 1786, 3º “C”. El código de mi legajo es el BA135.212. Me comprometo a abstenerme de usar estupefacientes y a no abusar de bebidas alcohólicas, así como hacer trabajos no remunerados a favor de la “Casa de la Caridad de la Vicaría de Belgrano”, durante dos horas semanales por el término que dure la suspensión del juicio a prueba. Una parte del compromiso es a todas luces simbólica. Nadie puede cerciorar si yo uso o no estupefacientes, si abuso o no del alcohol. Ofrezco 100 pesos que nunca doy como reparación económica y simbólica al damnificado, a fin de dar por terminados mis cumplimientos con los requisitos legales. La oportunidad de resociabilización me es dada, así como la posibilidad de evitar la estigmatización penal de una condena. 10


A partir de la fecha 17-09-05 se dispuso las siguientes normas: 1º Toda persona que ingrese al sector de deambulantes deberá utilizar el servicio completo: baño, desayuno y colaborar con el orden del salón, tanto al comienzo como a la finalización. 2º La persona que no cumpla el servicio completo no ingresará. 3º No se permitirá ingresar al cuarto piso a personas menores de 18 años, a personas indocumentadas, a personas alcoholizadas o drogadas, a personas que pretendan retirar ropa solamente. 4° Serán dados automáticamente de baja quienes falten más de tres semanas salvo justificación certificada. 5° El horario límite para ingresar al servicio es hasta las 8:30, sin excepción.

San Cayetano tiene dos entradas: una sobre la calle Moldes y otra sobre Vidal. Los segundos sábados de cada mes, en un anexo de la parroquia, funciona una feria de ropa usada. Las prendas son donadas por feligreses. Existe una suerte de contubernio alrededor de esa vestimenta donada y después vendida, una vez al mes, por un grupo de señoras de Caritas, todas ellas de impostergable guardapolvo bordó. Los interesados en comprarlas forman fila desde muy temprano. Entre las siete y las ocho de la mañana, esos sábados de feria, ya hay gente haciendo media cuadra de fila para la “gran venta solidaria”. Los precios son escandalosamente baratos. El ropaje, en un primer momento destinado a gente carecida de bienes materiales y nunca a la venta, tiene como compradores a feriantes conocedores del mercado de indumentaria usada que, alertas de la bicoca, no dudan en esperar tres o cuatro horas para conseguir telas a los precios más baratos.

En el cuarto piso funciona el servicio de aseo para deambulantes. Hay un cuadro enfrente del ascensor, de tres por tres, en el que se ve a San Cayetano sosteniendo a un niño que lleva una flor blanca en su mano izquierda, como ofreciéndosela al de la aureola, que lo mira desde su curvatura inquisidora y sus sepulcrales túnicas negras. Cayetano tiene barba cetrina y los pelos, del mismo color, peinados para atrás. Debajo de la imagen hay un lema: Paz, pan y trabajo. Y más abajo se lee una oración: ¡Oh glorioso San Cayetano! Padre de la Providencia, no permitas que en mi casa me falte la subsistencia y de tu liberal mano una limosna te pido en lo temporal y humano. ¡Oh glorioso San Cayetano! Providencia, Providencia, Providencia. 11


Ser pobre es ser visto como pobre. El cangrejero está en la calle. También es un desierto. Un hogar que no es un hogar. Indigentes, pordioseros, mendigos, ascetas, linyeras, andrajosos, miserables, pobres, crotos. Digo los cangrejos que conocí. Con los que compartí borracheras. Pude hablar con naturalidad, drogado o no, con hipócrita fraternidad.

En junio de 2008 cumplo 27 años.

Clima de época: Unidad de Control del Espacio Urbano –los baratos de la UCEP– intervienen en desalojos, con y sin la policía, pero nunca hay sentencias policiales de por medio. Actúan de noche, en autos sin identificación. Patrullan la ciudad. Grupos de tareas clandestinos para aniquilar y rescatar los botines de guerra: D.N.I.’s, papeles, hurtos, naderías de croto. Intereses del intendente. Los distinguidos señores defienden el espacio público. Uno que habla por televisión parece muy pulcro con su saco y su corbata amarilla, dice que todo es “en nombre de los vecinos”. En febrero hubo golpes, piedrazos; le pasaron la navaja a un viejo que dormía en el asfalto. Hubo niños, niñas, hombres y mujeres lastimados. Rompieron carros cartoneros. Se acabaron los viajes gratis del tren blanco. No fue la policía. Clima de época. Una persona de doble apellido declara: “son civiles que tienen calle y no tienen miedo de hacer ese trabajo”. Gustavo Calandra me muestra un recorte del Diario Perfil del 16-11-2008: “Colaborar operativamente con el poder judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en desalojos del espacio público”. Bajaron unos veinticinco tipos vestidos de oscuro y se lo llevaron de la autopista 9 de julio. Por linyera. Se lo llevaron sin identificación. “Estos pibes se hicieron conocidos hace años porque resuelven en un ratito lo que a Desarrollo Social le lleva meses”. El gobierno de la ciudad no quiere sus bolsas en las calles, no quiere sus mantas ni sus arpilleras. Cargar bolsas da villa. Los políticos hablan sobre los pobres sin hogar. Perfidia. “Colaborar operativamente en el decomiso y secuestro de elementos, materiales y mercaderías acopiados ilegalmente o utilizados para realizar actividades ilegales en el espacio público”. Quieren sacar a los solitarios y desvalidos linyes. Quieren “limpiar” las plazas de mendigos. No son de la maroma, actúan de manera dispersa, en varias dependencias, con otros funcionarios. Changas para un grupo de grandotes que aprietan de oficio.

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Nombre y apellido todos tenemos. Pero no todos saben de la mansedumbre sucia y envidiable de algunos mendigos. “Para ser croto no se necesita


tener nombre” (Ángel Borda, circa 1930). Esos que están ahí hablando de las tres marías: el pan, la carne y la yerba, muestran una alegría desaliñada de pedernera y algo más. Ese otro, en cambio, sólo me transmite una indiferencia serena. Lo veo un poco de costado. Y aquel con su mono de ropa parece como si le quedara nada más que una difusa penumbra a lo lejos. Qué fácil es burlarse de los pobres este invierno. Esperan con frío su turno en el salón para entrar a las duchas. Unos pocos duermen en posición fetal entre colchas y frazadas. Otros descansan tapados con una manta o fuman boca arriba acostados sobre cartones, mientras ven el techo. El rumor de las conversaciones y las risas puebla el ambiente. El murmullo es adormecedor. En una mesa juegan al truco. Marcan el puntaje con porotos. Algunos tiran bochas por el aire.

Todos los sábados, desde las siete hasta las nueve de la mañana, entran por la puerta trasera de San Cayetano, sobre Moldes, al 1764. El orden de llegada pauta su entrada a las duchas. Algunos hacen noche en la puerta y muchos en las inmediaciones. Les dan un pedazo de jabón blanco y una toalla. Le pagan a un bañero que eligen, de entre los mendicantes, las personas de la organización. Diez pesos por cuatro o cinco horas de limpieza de los dos vestuarios y el secado del piso. Al bañero le dan una botella grande de shampoo, y a los que se lo piden, les vierte crema capilar en la palma de sus manos. Eso todos los sábados. Los voluntarios que entregan ropa llegan a ser hasta seis o siete. En su mayoría, gente adulta del barrio que asiste sábado a sábado desde hace muchos años y brinda desinteresadamente su ayuda. Entre una y tres personas detrás del mostrador entregan calzoncillos, medias, camisetas, eventualmente camisas, chombas, pantalones, buzos o sacos de lana. El calzado, lo mismo que los pilotos o los impermeables aparecen, como mucho, una vez cada tres meses. Casi nunca camperas ni mochilas. Piden mucho riñoneras alegando que necesitan proteger sus D.N.I.’s, que ya perdieron demasiadas veces, pero ese es otro accesorio que escasea. Piden camperas y mochilas. En la pared un póster: El que no vive para servir no sirve para vivir. Muchos no se bañan. Aceptan calzoncillos, medias y la toalla que después devuelven húmeda porque saben que una regla del lugar es asistir al servicio completo. Se mojan el pelo y se perfuman pero sin bañarse. El “desodorante”, o “perfume” como lo llaman, es un rociador cargado con colonia barata. Levantan los brazos y se echan con generosidad, en el cuello, en el pelo, adentro de sus gorras y por fuera de la ropa. Algunos, los que asisten puntualmente y hace años al lugar, tienen derecho a dejar tres de sus prendas, y un número que coincide con el de sus fichas, en las que se asienta qué ropa les fue dada y se deja constancia sobre la que dejan para lavar para que después se sepa lo que es de cada

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uno. Llevan la ropa sucia a un lavadero. Semanalmente, entre 3 y 5 bolsas tamaĂąo consorcio con prendas de vestir y toallas sucias. En las bolsas dejan sus toallas usadas, la ropa sucia lleva un nĂşmero que se escribe con una fibra indeleble de color negro y trazo grueso.

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Vas a ayudar a Godoy me dice la señora Memé Oroz. Él me va a enseñar mis tareas. Juan Carlos Godoy nace en 1946. Le faltan la mayor parte de los dientes superiores, asoman sólo algunas muelas y un colmillo. Todos le dicen Chaca. Su jactancia es haber vivido durante largos años en la calle. Repite histriónicamente que es un ambulante. Como lo fue toda su vida. Como una cantinela dice, se dice, les dice a los demás: Soy pobre, humilde, y bien bien ambulante. Hay moscas de bar, también hay ratas de iglesia. Godoy es una. Me dijo el señor Alderete: Chaca es como los mosquitos, pica en todos lados… vive de la caza y de la pesca. Godoy se ufana de haber pasado la mayor parte de su vida en la calle, para después, a modo de evolución, asentar a su numerosa familia en un terreno otorgado por el gobierno en la localidad Tortuguitas. Duerme en un hogar para indigentes en el barrio de Olivos. Complejos habitacionales cedidos por el Estado. Dicen que a Godoy lo protegen párrocos de muchísimos centros religiosos. Insisten en que puede ir a cualquier hogar de Caritas a pedir asilo, son muy buenas sus referencias por parte de los directores religiosos. Chaca te quiero…le gritan: te quiero ver muerto. Godoy cuidaba autos en la cuadra de Moldes, entre La Pampa y José Hernández. Cuidó autos ahí durante más de diez años. Dejaba un cartel de madera cuadrado en un árbol que decía: YO COLABORO CUIDANDO SU COCHE USTED COLABORA CON UNA MONEDITA. Hasta que tuvo un problema con una señora que vive en esa misma cuadra. Dicen que Godoy de una piña le partió un diente. En seguida lo llevaron a la comisaría y le iniciaron una causa. No lo dejaron volver a cuidar autos en esas cuadras. Semanas más tarde, entre lágrimas, confesó que la señora le había dicho negro de mierda, o hijo de puta, y que él no toleró que insultaran a la buena de su madre. A la gente que pasa la saluda amigablemente, les dice qué hacé pai, o sino hola paisano. Godoy es una persona simpática. Sea quien sea. A mí me llama Iván, o Pipo. Me presenté, pero nunca hizo caso a mi nombre. Iván recogé todos los vasitos que haiga y lavalos. O me pide que lo acompañe al lavadero a llevar las bolsas de ropa y toallas sucias. Nunca son más de cinco bolsas grandes. 15


Los sábados anoto en unas fichas las ropas que dejan para lavar; y en la ropa, el número de cada uno de ellos. En el papel se aclaran sus nombres y apellidos, su fecha de nacimiento, año de ingreso al servicio, ocupación. No todos tienen los casilleros llenos: Pull., Calzado, Buz., Fraz., Camp., Cint., Pañ., Gorr., Saco, Traje, Jogg., Limp. Godoy los sábados se lleva un bolso grande con ropa y alimentos. Mirá la ropa que se lleva este hijo de puta, me dice uno señalándolo, un sábado, a la salida del servicio. A veces, agrega hasta dos bolsas grandes de consorcio cargadas de ropa. Así como detergente y lavandina, en botellas de 500 mililitros. Acompaño a Godoy al lavadero. Barro el piso, junto los vasos descartables del mate cocido y los lavo. Cuando el cangrejero abre, antes de las siete de la mañana, hay que montar con caballetes una mesada, poner estatuitas de vírgenes y de santos en una mesa con otras estampas de San Cayetano. Después se encienden unas velas. Alguna vez me mandan a comprar siete u ocho flautas de pan. Alderete administra una suma mensual con la que paga la comida y cubre los gastos de limpieza. Los sábados barro el miguerío y las colillas del suelo.

Oroz y Alderete. Ella una septuagenaria a la que todos quieren y respetan. Farmacéutica de profesión, retirada, actitud jovial hasta diría juvenil. Con la única condición de portar una receta del PAMI o de un hospital público, Oroz facilita remedios gratis, en una sede de Caritas que funciona por las mañanas. Gusta referir ingenuos chistes de salón. Reniega mucho de la poca ayuda económica y logística que recibe de Caritas y de San Cayetano, así como de lo fatigoso que sin asistentes ni especialistas resulta mantener un servicio de ayuda comunitaria. Durante casi veinte años colabora en Caritas no solamente en el servicio de asistencia higiénica sino en la Farmacia.

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Alderete: El que no se queda a almorzar no viene más… miserear por algo que va a ser despreciado… gente pobre, que no tiene la opción de comer… que no nos falte el placer de compartirlo, aunque sea un miserable sangüichito de salchichón primavera. Alderete habla. Anoto algunas de sus frases, sentado en el fondo del salón. Mi operación es imperceptible, silenciosa, disimulada. Instruye y sermonea a los cangrejos que ya bañados esperan para comer los sándwiches de milanesa con lechuga, tomate y mayonesa. Acá hablamos en particular y no en general –dice Alderete, defendiéndose de las críticas que le apuntan los cangrejos– es ropa usada la que damos, no queremos darles ropa sucia ni ropa rota. Discúlpeme –interrumpe uno de los que espera de pie a que la perorata termine– no vengo pensando que esto es una tienda. Alderete replica: Yo no te traje a vos, vos


viniste solo, si no te gusta te podés ir. Sus palabras son tajantes, vos lo que tenés que hacer es cerrar la boquita dice, llevan el tono de un profesor derrotado.

Sólo cuando están bañados sirven la comida. Platos calientes, grandes ollas de puchero, estofado, lentejas, fideos o arroz con algunos raros trozos de pollo. Los banquetes populares son preparados en la cocina de la planta baja por las manos de dos o tres voluntarios. Previo a servir las bandejas plásticas con el almuerzo, nunca antes de las diez ni después de las once de la mañana, Oroz, Alderete o eventualmente algún cura de paso, pronuncia unas palabras. La mayor parte de las veces solemnes, muchas, ingenuamente optimistas. En lo que yo pude atestiguar nunca fueron melancólicas o apocalípticas, pero sí teñidas de inane ornamento litúrgico. Un padre nuestro, un ave María y a comer. Forman fila. Toman las bandejas humeantes y un vaso con jugo a base de polvos saborizantes. Aguada, la infusión carece de sabor. A veces un cura pronuncia lecciones y letanías previas al almuerzo.

Para su cumpleaños, el joven sacerdote elige cuatro o cinco vagos y los invita, sólo a ellos, a que asistan al festejo de su aniversario. Los afortunados esperan en la puerta trasera de la iglesia hasta que el joven sacerdote los hace pasar. Para hacerse su público. Entiendo. La mesa de celebración de un joven sacerdote, nunca desprovista de lujos alimenticios, requiere de dos o tres miserables que levanten la autoestima de los presentes, el espíritu de falsa humildad y su redundante entrega al prójimo. Los presbíteros de San Cayetano, ausentes durante las horas en las que el servicio funciona a modo de apoyo psicológico, acaso duerman solos. Porque no están… pero viven ahí. Los curas que conocí en el salón, termo y porongo en mano, sin asco aparente, cebada mediante, predican por encima de los hombros.

Los que no tengan nada que hacer no lo hagan acá. Un vozarrón seco y marcial corre a los amuchados en el mostrador, formado por cinco gradas verdes de madera apiladas. Julio te prepara y agosto te la pone dice alguien con tonada cordobesa. Mide como un metro noventa. Hace más de 10 años vive en Buenos Aires, vino desde Río Cuarto. Duerme en la entrada de una galería en el microcentro que cierra sus puertas a las 9 y 30 de la noche; a las 7 y 30 de la mañana cuando las abren otra vez los durmientes se tienen que ir. 17


Hace frío. Los calefones no terminan de sacar el agua caliente. Le preguntan al que le dicen Gallego, si el agua está fría: ni fría ni caliente. A otro le dicen Negro, Mono, Culo de mandril o el Gorila. Robusto de tez morena y barriga prominente. Dientes todos cariados, no caninos, no incisivos, no premolares, los que le quedan son de un marrón verdoso. En los brazos, en el hombro, en los omóplatos y en el pecho, tatuajes. Muchos, aunque no todos, son carcelarios o artesanales: AC-DC dice uno, Gladis te amo, otro. En el brazo izquierdo el esperado puñal enroscado por una serpiente. En su pecho, a la altura del corazón, tatuada por siempre la imagen de un feto en útero. Es epiléptico y toma medicación. Su nieri tiene muchísimas arrugas en la cara. Cabello gris, lacio. Pronuncia la doble «L» como si habitara suelo español. Dice caie en vez de calle. Tuvo el hígado muy inflamado y había perdido el apetito. En el Pirovano le diagnosticaron no sabe qué. Después de los estudios empezó a tomar vitaminas y dejó el vino. ¿Vos querés morirte en el hospital como le pasó al Hormiga? Cuidaban autos en la cuadra de Echeverría entre Cuba y O’Higgins. Un día paso por ahí, el Negro tiene vino blanco en una botella plástica de medio litro de gaseosa, como si fuera su caramayola. El Gallego toma Pepsi de una botella retornable de vidrio de 1 litro y 25. Me ofrece un trago. Se lo ve más armado. Recuperó unos kilos y come con más regularidad. Me parece que algunas arrugas se le fueron. Verlo sobrio llama la atención. La bronca, por ahora, pasó. Al mes vuelve a escabiar. Caminan la calle siempre juntos. Caminan en la oscuridad y en la luz. Los descubro varias noches durmiendo en cucharita, tirados en la entrada de un negocio de instalaciones eléctricas sobre La Pampa. Sentados cabeza a cabeza en el suelo de la estación “Belgrano R”, esperan que el tren los lleve a un comedor de Saavedra. O duermen en la ochava, enfrente de la esquina Moldes y La Pampa, el boliche del calamar, como llaman a ese almacén.

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A Lamparita lo está chupando la pasta base… no puede salir del bajo Flores… pegamos faso atrás del Parque Saavedra, en la Villa Mitre… Me pregunta dónde compro porro. El pelo blanco, abundante y una larga barba grisácea. Me cuenta la historia de su amigo Lamparita: se hacía el rengo y pedía monedas en la puerta de una iglesia. Una vez, mientras caminaban juntos, se acerca a un auto a pedir dinero. La mujer del auto se lo da. La señora da una vuelta manzana y lo cruza caminando sin renguear. Desde el coche le dice que él la defraudó moralmente. Al que le dice mi compañero, Nariz, Narigón o Piporrón. Toman vino blanco con algo parecido a jugo de naranja. Acota que cuando pide monedas, agradece diciendo simplemente gracias por la colaboración. Cuida autos y sus palabras son a voluntad, como diciendo que eso es lo que hay que


decir. Tiene el blanco de los ojos muy rojo. Trató de robar un colectivo de la línea 87 mientras iba por la autopista. Los pasajeros vieron el arma. Corría el año 1991. Su justificación, estaba re duro. Lo detuvo la bonaerense, y lo cagaron a trompadas. Cinco meses derecho a Caseros. Cuando salió tuvo que hacer diez años de tareas comunitarias. Cuando los conocí juntaban cartones en la calle y los vendían. De lunes a sábado, 30 centavos el kilo. Mojando un poco los cartones se puede hacer que pesen más, en una báscula, en un galpón de Saavedra. Ahí pagan en el acto. Compran metales, el cobre es lo que mejor pagan, también bronce, aluminio, plomo y hierro. Todo es reciclable, desde el cartón hasta el plástico. Los precios bajan antes de fin de año, cuando pagan 15 centavos el kilo, o sea que para sacar 15 pesos hay que recolectar 100 kilos, y en un carrito de supermercado tanto no entra. Todos los años pasa la misma flexión de oferta y demanda. Ranchean juntos, en alguna parte del Parque Saavedra. Dice de las enfermedades de la calle. La hepatitis se cura sola, hay que hacer reposo. ¿Yo tengo hepatitis? ¿Por eso vomito? No, boludo, lo que vos tenés es el hígado bardeado, cuando tengas hepatitis yo te voy a avisar. Fumamos un porro apenas dulce. Van a ir juntos con sus carros, levantando cartones camino a Saavedra. Es verano. Dormir al sol en cualquier parte, calzar ojotas, prescindir de abrigos. Se sienten un poco más libres. Lleva un anotador de hojas rotas y sucias en el bolsillo delantero de su camisa azul. Dice que va a escribir la historia de la gente de la calle, o por lo menos la suya. Está planeando una escenografía para una cena del 24 de diciembre. No tiene casi dientes superiores, excepto, en lugar de paleta delantera izquierda, se ve salir de la encía de arriba un pequeño ganchito, es lo único que le quedó. La pupila de su ojo izquierdo es blanca, como si un hongo le hubiese carcomido la cornea. Un sábado, a la salida del servicio, tomamos vino blanco con jugo de naranja. Me ofrecen comer con ellos un asado. Hay que comprar pan y me ofrezco a ir. Uno saca de su carro una bolsa de supermercados con unas porciones de carne fría. Hay tres vagos más. Ponen un cartón en el suelo y dejan ahí la bolsa. Saca de su carro el filo de una pequeña cierra para cortar metales. Un envase de mayonesa de la basura. Armo un sándwich sin mayonesa y tardo lo más que puedo en comerlo. Su gusto no es menos sabroso que el de cualquier pedazo de carne fría, pero me da asco masticarlo y tragarlo por lo que no repito a pesar de su insistencia. Me dice: Si escabiás tenés que comer. En seguida se tira en la puerta trasera de San Cayetano, al sol, a dormir. Hay una estatuilla. En una especie de vitrina, o caja de vidrio, la escultura inmóvil tiene un rosario en la mano. En la puerta del lugar, letras de goma eva de todos los colores forman la palabra BIENVENIDO. Hay unos carteles en los que se leen proverbios y otros lugares comunes.

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rPaso por la puerta de la iglesia y ahí está. El compañero duerme profundamente, tomó dos pastillas de clonazepam de quién sabe cuántos miligramos. Porto un vino en botella de vidrio y tomamos. Dice que nació en Hurlingham, y que vivió ahí sus primeros años. Se muda con sus padres a una casa en Ramos Mejía, época en que la zona se empieza a urbanizar y se ven casaquintas y amplios chalecitos. Me acuerdo de una paliza que me pegó mi viejo por hacer travesuras. Fue la única vez que me pegó en mi vida. Mi viejo era más bueno que el pan. Sacó el cinto y… sabés cómo me dolió. A mí y a mis hermanos… tres hermanos, yo soy el menor. Mis viejos me dieron mucha libertad. Mi vieja, mucho ‘hacé lo que quieras y no hagás lío’, yo los disfrutaba. Travesuras en el colegio, ¿qué puedo hacer?, ¿portarme bien, ser un angelito? No. Mi primera novia vivía a mitad de cuadra de mi casa. Nunca se construyó nada, pendejos éramos, yo tenía quince años.... Falleció mi viejo primero y después falleció mi vieja: y ahí me quedé solo. Yo soy yo, y vos, chupame un huevo… yo estoy en la calle y sigo vivo, y sigo siendo el que soy, y respeto a mi familia. Habla de la familia y se refiere al conjunto de personas que viven en la calle, como si fueran una gran comunidad que de algún modo se encuentra unida. La familia de la calle –dice– es muy transgresora. Un día está y al otro no está. Un día hay un pollo y otro día no hay nada. Un día hay para tomar un vino y otro día no hay nada para tomar. Es muy discriminatorio. El tema es que no te puede venir a monedear el bolsillo gente que nunca aporta nada. Yo arranqué de piola, acá en Belgrano, porque creo creer que fui el único que se acostó a dormir en un banco en la plaza de Juramento enfrente de la iglesia. Todo el mundo me verdugueó. Y me lo supe ganar de a poquito. Y después llegaron a decirme: Buen día, ¿cómo le va? ¿Bien? Y ahí se rescataron que a mí no me importa más nada. Y de a poquito fui conociendo. En la cuadra de enfrente aparece Pedro. Le pregunta, gritando de una cuadra a la otra, si tiene algo de porro. A Pedro la pregunta un poco lo turba. Le responde que si quiere que se compre, y se echa a reposar en la puerta de Caritas, justo la puerta trasera de la iglesia. A Pedro hace dieciocho años que lo conozco –sigue– y tuve una historia con el pibe. Él hace su bardo, viste cómo es. Pero los momentos vividos piolas, los vivís. Hay algo para hablar, hay algo para decir, y sí… hay algo. Hay anécdotas de locos, hay anécdotas… sí, ¿cómo? Más tarde, esa noche, cruzamos y fumamos uno con Pedro. Compro una botella de vino al quiosco y un paquete de cigarrillos de regalo para él. Tiene 52 años. Cuando, mucho después de conocerlo, le pregunto por el Viejo Ale, no se muestra tan entusiasta como él. Me dice que lo habían rastreado varias veces, Ale y el Narigón. Le sacaron una radio AM/FM y se la vendieron por dos mangos a alguien que finalmente se la devolvió. Lo conocí en la calle, una noche que le pedí unas pitadas de faso. Ahí fue cuando me


habló de las etapas de la meditación: el verbo, la luz, el néctar… con indiferencia y lucidez explicó algo acerca de siete justos que siempre están sobre la tierra. Si bien le faltan la mayoría de sus dientes, tiene una paleta delantera dorada. Encantador al hablar. Me dijo que vivía en las calles de Belgrano desde siempre. En la época en que lo conocí dormía en la escalinata de una talabartería; La Pampa, antes de llegar a la esquina Moldes. Enganchaba con un candado su bicicleta en el mismo lugar en el que dormía. Tiempo después me sorprendió comprobar que habían enrejado esa escalinata. Cuida autos en la calle Vidal, entre La Pampa y José Hernández. Hace los pedidos de la verdulería que está en una de esas esquinas. Cacho, el verdulero, le guarda el dinero que va ganando. Lalo, el de la tienda de equipos de audio, también le da una mano cuando puede. Muchas veces me lo cruzo en la calle y me invita a fumar porro. Me habla de su hijo, Juan Pedro, que estudia folclore en el conservatorio de Morón con su madre, ella está un año más atrasada que él. Juan Pedro estudia ballet folclórico. En año nuevo del 2009 le roban, en Constitución, el teléfono celular y el DNI. En enero va a Villa Gesell. Cuida autos en las playas África y Medio Sol. Duerme en los ménados. Encuentra un celular en la playa. Filma el mar, sus huellas en la arena. Pedro tiene cinco hermanos. El padre supo tener un negocio de huevos. Familia de Entre Ríos, caballos. Infancia con Isidoro Gareis. Tradiciones familiares. Herencia de tierras: los varones al casarse heredaban un campo, las mujeres, el ajuar. El testamento del abuelo: no se lo dejó a su esposa porque ésta lo engañaba con otro. Pedro es maestro mayor de obras. No me voy a dejar gilear por un gil, me dice, refiriéndose al dueño del gimnasio de La Pampa y Vidal, que por 500 pesos quiere que pinte doce metros cuadrados de techo y pared. Cuando lo veo en el cangrejero ni me recordaba. Le digo que habíamos tenido unas conversaciones pasajeras. Aunque es un tipo que parece de lo más tranquilo, borracho se vuelve pendenciero. Canta a los gritos, alegre, en medio del salón: Dame una esperanza, dame cinco, de balanza, como si estuviera en el parabalancha de un estadio de fútbol. Con los auriculares puestos canta alguna que otra canción. Oroz se niega a dejarlo entrar una mañana en la que está borrachísimo. Pedro, furioso, se saca las zapatillas y las tira a la puerta de vidrio de San Cayetano. Oroz llama a la policía. Al rato llega un patrullero y la cosa no pasa a mayores. Una vez, en el cuarto piso del salón, enfrente de Oroz, Pedro me pregunta mi nombre. Ya se lo había dicho muchas veces, pero se le digo una vez más: me llamo Javier, entonces él me dice: Bueno, Marcelo, ¿sabés qué? Si me cruzás en la calle, saludame. Le contesto sorprendido, que cómo no lo voy a saludar, si siempre que lo cruzo lo saludo, entonces agrega pero Memé cuando me ve en la calle no me saluda. Días después se lo menciono y le pregunto si es cierto que Oroz no lo saluda. Se

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