LO QUE EL VIENTO TIENE QUE DECIR María Muñoz Romero (3º de ESO) Hace ya algo más de un año que limpiamos la basura de los mares. Las medusas han dejado de ser bolsas de plástico, y en mi garganta no se alojan
más restos de latas que en mi hogar terminaban. Los océanos han abandonado la densa negrura que los cubría y asfixiaba, y ahora puedo descansar en la arena de la bahía mientras las aguas mecen la luz que del Sol se refleja. Pronto será agosto, los campos del sur coronados por el oro de la espiga y el rubí de las eventuales amapolas. Agosto, mes en el que la vida de mis crías, aún enterradas bajo la apacible masa arenosa, peligraba bajo la mano y codicia humana. En esta playa de blanquecinos sedimentos en la que descanso, mis crías el mes que viene abrirán el cascarón, ansiosas de encontrar la espuma de la orilla que las espera y la mar que hacia sus adentros te abraza. Pares de prismáticos en la lejanía no sentirán en la espalda, mientras se baten en la lucha de la conquista del agua; si acaso, algún ave que las importune. Mis amigas palmeras protegerán a mis hijas, sus hojas ofreciendo respaldo de las aves precipitándose sobre ellas. Los susurros del viento a través de sus verdes extremidades me tranquilizan y me cuentan hazañas de lugares que jamás he visitado. —La esencia congelada recorriendo los helados que decoran los extremos de nuestra Tierra, y sus deliciosos edificios de grandeza e hielo que renacen de los escombros empapados que nos dejaron como herencia. ¡Pájaros de azufre y escarlata que navegan en los cielos despejados y habitantes de las alturas que se desplazan de árbol en árbol! Helechos que se abren paso entre ladrillos de historia y parras que trepan altas columnas; mariposas que cosquillean los narcisos recién florecidos; ¡el cántico del aroma del romero que se instaló en la acera en desuso! La paz instalada en la ausencia del hombre.
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