Manuel Ángel Vázquez Medel: Francisco ayala el sentido y los sentidos

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Manuel テ]gel Vテ。zquez Medel

FRANCISCO AYALA: EL SENTIDO Y LOS SENTIDOS

Sevilla, 2007

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Colección Alfar Universidad, 149. Cubierta: Ángel de la Catedral de Reims.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura.

© Manuel Ángel Vázquez Medel © Ediciones Alfar. Polig. La Chaparrilla, 36. 41016 Sevilla. www.edicionesalfar.es ISBN: 978-84-7898-257-8 Dep.Leg.: Imprime: Impreso en España - Printed in Spain.

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ÍNDICE Prólogo. VOLUNTAD DE SENTIDO..............................................................9 TESTIMONIO PERSONAL

1. Fascinante Francisco Ayala..............................................................15 2. Francisco Ayala, Incitator Mundi.....................................................21 ASPECTOS GENERALES DE SUS PASOS EN LA TIERRA

3. Francisco Ayala: una primera mirada “enciclopédica”....................27 4. Francisco Ayala y Andalucía...........................................................35 5. «Del Genil al Río de la Plata»: Claves de la etapa argentina de Francisco Ayala....................................................................................53 FRANCISCO AYALA, EL SENTIDO Y LOS SENTIDOS

6. Francisco Ayala, el sentido y los sentidos........................................65 7. Tiempo vivido y tiempo fingido en la obra de Francisco Ayala.......77 LA OBRA DE AYALA

8. Las vanguardias. Técnica y estilo en El boxeador y un ángel.......101 9. Glorioso triunfo del Príncipe Arjuna: Síntesis de la cosmovisión ayaliana...............................................................................................117 10. El ensayo en Francisco Ayala.......................................................131 11. Narración y ensayo en Francisco Ayala........................................141 AYALA Y LA COMUNICACIÓN

12. Ayala y la comunicación social....................................................155 13. Teoría literaria vs. teoría de la comunicación...............................171 14. Ayala y el cine..............................................................................189

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FUENTES E INFLUENCIAS FUNDAMENTALES

15. Cervantes según Francisco Ayala................................................197 16. Francisco Ayala y la literatura hispánica del siglo XX...............217 CONVERSACIONES

17. Francisco Ayala: la educación es la vía principal de enriquecimiento del ser humano.......................................................223 18. Conversación con Francisco Ayala. Francisco Ayala contempla el siglo que viene.............................................................227 A MODO DE CONCLUSIÓN

19. Francisco Ayala en el Siglo XXI.................................................239

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Prólogo VOLUNTAD DE SENTIDO Verba volant, scripta manent... Eso, al menos, dice el adagio latino que testimonia la fascinación de épocas pasadas por la solidez y permanencia de la palabra escrita, frente al carácter evanescente del verbo oral, flatus voci, sonido que lleva el viento... En nuestros días, curados ya de muchos espantos y de no pocas fascinaciones, sabemos que nada quedará... O que quedarán muy pocas cosas, y aun estas, no sabemos si por mucho tiempo. De aquello que preservamos con voluntad de permanencia, nada hay más importante que la palabra. Ya lo decía Antonio Machado: “Ni mármol duro y eterno,/ ni música ni pintura,/ sino palabra en el tiempo”. Y la permanencia de las palabras en el tiempo depende de dos factores igualmente importantes: el primero, en qué medida seamos capaces de trascender nuestra condicionada situación –nuestra coyuntura– para conectar –sin esencialismos– con “la condición humana”; el segundo, hasta qué punto hayamos acertado a plasmarlo en el molde que mejor desafía los gustos transitorios: la verdadera y adecuada belleza. En esta última expresión –como el avisado lector notará– he procurado unir los tres universales axiológicos: verum, bonum, pulchrum que –junto con res y unum– forman las ideas transcendentales inherentes a lo humano. En muchas ocasiones –se podrá constatar en las páginas siguientes– he insistido en mi convencimiento de que la obra de Francisco Ayala seguirá viva en el futuro como uno de los testimonios mayores del fascinante y terrible siglo XX. En ella –no sólo en su obra de ficción creativa (“poética”, como le gusta decir)–, sino también en la vertiente ensayística y crítica se expresan fulguraciones de lo esencial humano con inusual belleza. Las palabras auténticas se tejen desde la memoria, el entendimiento, la voluntad y la fantasía, con esos hilos sutiles de que estamos hechos (Shakespeare dixit): “la materia de nuestros sueños”. Y Hölderlin nos re-

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cuerda que el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando razona. Ayala, que pertenece a la época del paroxismo y la crisis de la razón, ha sido capaz de insertar la razón en la vida (como exigía el “raciovitalismo” de su maestro Ortega), de dotarla de profundo sentido “poético” (como reclamaba su compañera de generación María Zambrano), de someterla al tamiz del discernimiento e incluso de fragmentarla, pero sin perder la guía del sentido, como exige esta “transmodernidad” comprometida (nada que ver con otra “posmodernidad” neoconservadora) a cuyas orillas ha llegado centenario y lúcido... Ahora, al recoger en arca de palabras estas reflexiones, ensayos y estudios sobre la obra ayaliana escritos en los últimos lustros, caigo en la cuenta de lo cierta que resulta una reflexión de mi buen amigo Jenaro Talens: “hablemos de lo que hablemos, si lo hacemos con autenticidad, hablamos de nosotros mismos...” Y aunque lo hagamos con un idioma que no nos pertenece en exclusiva, porque la nuestra es “lengua surcada por la memoria y el deseo”, como dijera Carlos Fuentes, dejamos en ella –inevitablemente– nuestras huellas. De modo que, en el preciso instante en el que meditaba sobre hasta qué punto los textos recopilados a continuación (algunos de ellos inéditos) podrían contribuir mejor al conocimiento del mundo de Ayala, me doy cuenta de que también reconozco en este espejo trizado mi propio rostro... Por fortuna, creo que su reflejo es tan débil para el lector común, que no desvirtuará ese otro rostro que se desea mostrar –de frente y de perfil, como el arte cubista de sus juveniles años–, y que es el de Francisco Ayala. Me permitirán, con todo, que –en apenas unas líneas– haga una reflexión sobre ello. Yo fui formado (tal vez, también, deformado) en los años duros del estructuralismo, que tantas luces –e inevitablemente, con ellas, sombras– arrojó sobre el mundo de la crítica. Ya conocemos algunos de sus tópicos centrales: describir y no prescribir, procurar construir una ‘ciencia’ de la lengua y de la literatura... no implicarnos como observadores en lo observado, a fin de no lastrar con nuestras propias apreciaciones el significado “inmanente” del texto y garantizar ese grado cero de la escritura que ya Roland Barthes sabía inexistente. Lo cierto es que nunca creí que pudiéramos explicar los textos literarios sin implicarnos en ellos, y que era imposible ser un ‘científico’ de la literatura o un buen crítico sin ejercitarnos adecuadamente desde el título que nos da acceso a la obra artística verbal:

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el de lectores, como muy adecuadamente expusiera nuestro Dámaso Alonso. Que esto era así, lo sabía –lo sabe– Ayala. Y que era posible aprovechar todo el impulso de la finesse d’esprit sin caer en jergas ininteligibles, ya lo demostró en su excepcional ensayo La estructura narrativa, así como en el resto de su obra sociológica, teórica o crítico-literaria. Por todo lo dicho, sé que mis reflexiones sobre la obra de Ayala forman parte de una tradición interpretativa, al tiempo que –por mucho que me esfuerce por conseguir el asentimiento del mayor número de lectores– hay un ‘acento’ personal en mi lectura ayaliana. Los seres humanos somos criaturas “emplazadas” (en plazo y plaza) en un mundo de consistencias materiales, pero –sobre todo– creado y recreado desde nuestra capacidad simbólica, especialmente desde el lenguaje, que construye una “semiosfera” o “noosfera” en la que también vivimos y respira nuestra mente. Dar razón del mundo es la fórmula escogida por Ayala en su personal búsqueda de un sentido suficiente para su vida y de la sociedad a la que pertenece. La base de su búsqueda de sentido es “inmanente”: somos criaturas materiales, somos cuerpo y nuestros sentidos constituyen nuestro sistema de anclaje y relación con lo otro y con los otros… La altura de su indagación es “trascendente”: sólo una vida capaz de encontrar un sentido que se comparte con los demás a través de un sistema de valores es una buena vida, una vida plenamente lograda. Escindir el radical reclamo de libertad personal de la proclamación de una responsabilidad social (que, por otro lado, hace posible el ejercicio de aquélla) es no haber entendido –a nuestro juicio– a Francisco Ayala. Y no digamos de su constante reflexión (por acción y omisión) sobre una “fraternidad”, que fue el tercero excluido de los ideales de la Revolución Francesa de que somos herederos. Ayala –como excepcional creador– se apropia de cuanto le antecede e impulsa su pensamiento, su sentimiento y su expresión ofreciéndonos un acento personal inequívoco. “Ser ayaliano” consistiría también –desde las raíces insobornables de la libertad esencial– en entrar en diálogo con el marco cultural que nos constituye, arrimándonos cervantinamente a los buenos… Pero también en transformar estos excipientes en realidad propia. Tal es la pasión por la libertad que aprecio en Francisco Ayala, que creo indivisible su propio anhelo de libertad y su respeto a la libertad de los otros. También de los lectores. Por ello podrá apreciarse que la evolu-

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ción de la escritura creativa de nuestro autor deja cada vez más espacio disponible para el lector (la lectora: ¿no será su “lector ideal” una “lectora cómplice”, como nos revela en las palabras finales de El jardín de las delicias?). Por ello Ayala resulta tan incómodo para algunos, pues no suple con y desde su escritura la imperativa necesidad de pensar, de sentir, de interpretar, de valorar, que siempre corresponde a sus lectores. Antes que nada –y por encima de todo– he procurado ser –y me empeño en seguir siendo– lector crítico de Ayala. Qué haya podido aportar en mis lecturas es algo que corresponde juzgar a los demás (a ti, en este caso, ahora, si aceptas la invitación de acercarte al universo de Ayala desde mis personales interpretaciones). He procurado ser también en esto ayaliano: encontrar la única remuneración en el trabajo que he procurado esté bien hecho; resistir a la marginación y al olvido… Y confiar en que –junto con su sabiduría– la vida me ofrezca una longevidad que me permita afirmar – con Ayala, pero también con Fernando de Herrera– agit in lucem veritatem tempus… Manuel Ángel Vázquez Medel Sevilla, 2 de mayo de 2007

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TESTIMONIO PERSONAL

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1. Fascinante Francisco Ayala Conocí por primera vez a Francisco Ayala en el verano de 1992 en un Seminario que dirigían, en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense, Antonio Sánchez Trigueros y Carolyn Richmond. En aquellos momentos Ayala había cumplido 86 años y yo 36: medio siglo de vida separaba nuestras experiencias del mundo y de la realidad, aunque desde el inicio hubo una complicidad absoluta y una conexión personal que, al menos para mí, ha sido uno de los grandes regalos de la amistad en mi vida. A través de sus escritos (que es como se debe conocer a un creador), ya tenía cumplida noticia de él hacía casi veinte años, en el tiempo de mi formación como Licenciado en Filología, a finales de los setenta. Había sido objeto constante y recurrente de mis lecturas gustosas, sin que hasta entonces hubiera escrito más que un par de artículos sobre su obra. Siempre me fascinó su escritura creativa y vanguardista (sin negar nunca lo mejor de la escritura precedente), limpia y pulcra (pero acogedora de todas las oscuridades humanas, sin tabúes ni limitaciones), tersa (pero a la vez densa, rugosa y profunda, inagotable en sus múltiples lecturas, cada vez más enriquecidas por el texto y la experiencia del lector), personalísima (pero en constante diálogo con lo mejor de las tradiciones narrativas de la literatura universal, especialmente con Cervantes), plena de intencionalidad en un estilo inconfundible y en una de las cosmovisiones más radical-

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mente humanas, realistas y positivas (entre las mil sombras que le tocaron vivir en su siglo) del siglo XX. Esa admiración fue la que me llevó a proponer a Francisco Ayala, antes de conocerle personalmente, en julio de 1991, como Doctor honoris causa por la Universidad de Sevilla, como exponente y modelo completo y complejo de las materias sobre las que tenía competencia el recién creado “Departamento de Comunicación Audiovisual, Publicidad, Periodismo y Estética” de la Universidad de Sevilla, soporte docente e investigador de las tres Licenciaturas en Ciencias de la Información, del que fui fundador y primer director. Algunos pensaban que aquella conjunción de disciplinas era, simplemente, fruto de la casualidad o de una situación transitoria llamada a resolverse a medio plazo –como en realidad así ha sido– a través de la fragmentación de Departamentos. Sin embargo, yo sabía que un escritor e intelectual excepcional, Francisco Ayala, había demostrado una extraordinaria competencia en todos esos ámbitos de la comunicación. Desde los años cuarenta y cincuenta insiste en un hecho que muchos sólo han constatado mucho después: los medios de comunicación han pasado de ser el cuarto poder, a ser la primera fuerza que mueve el mundo: “Los medios de comunicación en masa, con toda su complicada y potentísima técnica, son palancas de gobierno de la sociedad actual”. Con apenas 23 años publicaba en España el primer gran libro sobre el cine, que con el tiempo siguió creciendo hasta llegar a ser el espléndido volumen titulado El escritor y el cine. “Yo he pensado el cine, mi coetáneo, con amor, con encanto, y hasta con cierto desenfreno”. Éstas eran las primeras palabras del hermoso librito Indagación del cinema que ofrecía en 1929 “la primera reflexión madura hecha entre nosotros desde un prisma estrictamente literario”, como muy acertadamente indica José Luis Borau. Desde los primeros textos aparecidos en Revista de Occidente y La Gaceta Literaria en la década de los veinte hasta los años finales del siglo XX la reflexión de Francisco Ayala sobre el cine es un testimonio excepcional sobre un arte en proceso de incesante evolución. Pero, además, ha estado atento a otras manifestaciones audiovisuales, como la televisión, con penetrantes ensayos y artículos que conservan en la actualidad toda su vigencia. Por si fuera poco, ha ofrecido luminosas reflexiones sobre la publicidad y la propaganda política que constituyen, en la actualidad, el referente más rico de las nuevas orientaciones en estos

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ámbitos. Baste una pequeña muestra de esa visión lúcida y crítica con los medios: Frente a la propaganda política, perversa e inhumana, la degradación de la propaganda comercial hacia niveles de estupidez representa un mal menor y –hay que esperarlo– subsanable; de modo que las actuales técnicas de comunicación están sostenidas, cuando no por una voluntad de dominación violenta, por el designio de estimular la venta de mercaderías. Y esta trivial finalidad marcará su sello y dejará sentir su peso sobre la configuración entera de contenidos mismos que se transmiten o difunden.

Además, Ayala, había ejercido el periodismo desde muy joven, y durante cierto tiempo como periodista de mesa y calle; como editorialista del diario El Sol, de Ortega y Gasset; ha sido siempre colaborador e impulsor de revistas como La Gaceta Literaria, Revista de Occidente, Sur y Realidad ya en el exilio argentino, La Torre, durante su estancia en Puerto Rico, etc. Y dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia a Retóricas del periodismo, posteriormente publicado junto con otros ensayos en la prestigiosa colección Austral de Espasa-Calpe. Ayala es uno de los periodistas de opinión más importantes del siglo XX, y muchas de sus colaboraciones con diarios diversos están recogidas en volúmenes como Mi cuarto a espadas, Contra el poder y otros ensayos o En qué mundo vivimos. Este último libro, por ejemplo, es mucho más que una recopilación de artículos escritos por Ayala en las últimas décadas. Como nos indica su título es una mirada coherente a algunos de los grandes temas de la actualidad, unificados desde una fascinante teoría crítica de la cultura y de la sociedad y resueltos desde una calidad verbal y un estilo verdaderamente únicos en el panorama del periodismo literario contemporáneo. La creación literaria y la lectura, la cultura y la comunicación, los avatares económicos y políticos de un mundo en transformación, el proceso de liberación de la mujer, lo humorístico (y lo grotesco) del sexo, las transformaciones de lo público y de lo privado, son algunas de las grandes cuestiones abordadas en este fascinante volumen que se añade a esa vertiente de Ayala en que nos da Razón del mundo. Los recientes reconocimientos como socio de honor por parte de las Asociaciones de la Prensa de Madrid y de Granada avalan esta ejemplaridad de Ayala en el mundo del periodismo. En el ámbito de la literatura, Ayala cubre casi todas las dimensiones posibles, comenzando con la de excelente lector y agudísimo crítico y teó-

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rico de la literatura (tema al que, por cierto, se dedicó el importantísimo Congreso Internacional Francisco Ayala, Teórico y Crítico Literario, organizado en Granada en 1991, bajo la dirección de Antonio Sánchez Trigueros y Antonio Chicharro). Ayala es uno de los narradores más importantes de la Literatura Universal del Siglo XX, pero también sagaz traductor de cinco idiomas (alemán, francés, inglés, portugués e italiano) y de autores tan importantes como Rilke, Thomas Mann o Moravia. Finalmente, pocos escritores del siglo XX han sido tan abiertos y receptivos a los problemas que plantean la Estética y la Teoría de las Artes: admirador de la pintura y de las artes plásticas, de la música en todas sus variables manifestaciones, ha incluido de algún modo unas y otras en su obra literaria, dedicando también ensayos y textos creativos memorables a los grandes problemas de la estética. Quizás Ayala sea el último gran creador que aspira a ese ideal que trazara su admirado Goethe de una obra de arte total que refleje todas las capacidades estéticas que ha sido capaz de alcanzar el hombre. Por si todo ello fuera poco, Ayala ha sido en nuestros país uno de los grandes defensores de la libertad y de la democracia –así lo acredita el Premio Abril Martorell de la Concordia–, del derecho constitucional, e impulsor de la moderna Sociología. Quizás demasiadas dimensiones para una sociedad acostumbrada a hacerse una sola idea –y muy simplificada y estereotipada– de los protagonistas de la historia y de la cultura. Sin embargo, desde aquí me gustaría testimoniar otro rasgo nada frecuente: la concordancia entre vida y obra en un autor que ha escrito algunas de las páginas de escritura memorialística más fascinantes de la literatura universal en Recuerdos y olvidos o en De mis pasos en la tierra. Ayala ha recorrido en el tiempo casi un siglo y en el espacio casi todo el planeta, ligero de equipaje. En 1996 Juan Cruz ponía estas palabras al frente del último libro citado: Dice Fernando Savater que él, que aún no tiene cincuenta años, querría ser ahora mismo como Francisco Ayala a los noventa: lúcido, irónico, memorioso, dúctil, dotado del sentido del humor de los sabios, viajero, cosmopolita, buen conversador, buen patriota de la patria de la humanidad, un español que transpira inteligencia e inspiración, y que ha aplicado su perspicacia a la literatura y a la vida.

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De todo ello, como lector fascinado de su obra y como amigo, puedo dar testimonio. Ahora, tras casi tres lustros de intenso contacto (el mismo día en que escribo estas líneas acabo de mantener con él una larga conversación telefónica), se agolpan en mi recuerdo muchas imágenes y momentos ejemplares, así como divertidas e ilustradoras anécdotas que con el tiempo irán tomando forma. Por ejemplo, la que se produjo en El Escorial, cuando Serrano Suñer, el “cuñadísimo” de Franco se le acercó, con el saludo “¡Don Francisco, cuánto tiempo sin vernos!” y Ayala contestó con chispa y gracia “¡Desde las Cortes de la República!”, poniendo a su vez, con una simple frase, muchas cosas en su sitio, y revelando rasgos de su carácter como su sentido del humor, su insobornable fidelidad a su designio histórico, su agilidad mental, su ausencia de resentimientos, su capacidad de contemplar la vida cara a cara. Desearía terminar esta personal invitación a la lectura de Francisco Ayala con las mismas palabras con que presentaba uno de sus más hermosos relatos: Tal es verdaderamente (y no la victoria de Kuruksetra) el Glorioso triunfo del príncipe Arjuna: aceptar su destino; actuar con ecuanimidad; buscar un orden pacífico y justo... superar los engaños de los sentidos, la avidez de placeres, el miedo al dolor... aceptar la muerte para vivir con dignidad y reconocer que sólo es invulnerable quien ya está muerto. Pero que, tal vez, en esa total extinción, en esa nada, se alcance la felicidad prometida del nirvana. Ayala es, por encima de toda consideración, un escritor ejemplar: un clásico, un modelo digno de imitación. La aceptación de sus circunstancias vitales, la sabia distancia que adopta ante una felicidad que sabe efímera y un dolor que proclama inevitable, la capacidad de indicarnos el camino desde nuestra situación histórica hacia la radical pregunta por el Ser (y hacerlo de manera tan hermosa)... su conformidad ante la fatalidad de la muerte le han hecho ya, de alguna manera, inmortal... En ello consiste el glorioso triunfo de Francisco Ayala.

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2. Francisco Ayala, Incitator Mundi Francisco Ayala cumplió 95 años el 16 de marzo de 2001. Si estimamos éste como el primero de los años del nuevo siglo y milenio, se trata del primer aniversario que El escritor en su siglo –título de una de sus obras fundamentales de ensayo– cumple fuera de su siglo. Y ya que siglo no sólo indica “espacio de cien años”, sino que significa, “seguido de la preposición de y un nombre de persona o cosa, tiempo en que floreció una persona o en que existió, sucedió o se inventó o descubrió una cosa muy notable”, el que ha acabado, el siglo XX, junto con otras posibilidades de apelación, es el siglo de Ayala.

El Siglo de Ayala Considerar esta larguísima centuria como el siglo de Ayala supone introducir un punto de vista, una óptica, un sesgo, una mirada muy especial. Como especial ha sido la intensa y peculiar experiencia de uno de nuestros mayores escritores e intelectuales del siglo XX. “¿‘Mayor’... hasta qué punto... ?” suelen preguntarme quienes –no conociendo bien muchas veces la obra de Ayala– creen excesiva mi admiración por la obra de este granadino, andaluz, español, verdaderamente universal. “¿Figura mayor de nuestra literatura –preguntan algunos– como Unamuno...?” Y yo suelo

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contestar: “por lo menos”. Y ese “por lo menos” lleva todo mi respeto para con don Miguel (a cuya lectura y estudio he dedicado muchas horas) y mi crítica a las ponderaciones (por otra parte casi inevitables para la elaboración de un canon eficaz) que quieren contemplar la historia de la literatura como una carrera de galgos. Afortunadamente en el ámbito literario las comparaciones pueden utilizarse –y de hecho se utilizan– para comprender mejor las dos realidades que se comparan, sin que el resultado tenga que ir en menoscabo de ninguna de ellas. Es en este sentido –y sólo en él– en el que me voy a permitir superponer, al contraluz, y en un aspecto concreto, estas dos figuras gigantes, a fin de apreciar, sobre el trasfondo común, lo que hay de diferencial en ellas. Excitator Hispaniae, “excitador de España”, llamó ese gran filólogo e intelectual que fue Ernst Robert Curtius a don Miguel, a quien consideraba “vigilante de la nación, un excitator Hispaniae, estimulante y revulsivo, exigente y animador. España debe agradecerle, antes que a muchos otros, el despertar de su apatía, de aquella abulia que diagnosticó Ganivet”. Cierto: Unamuno –que se quejaba de que le llamaran intelectual porque se consideraba más bien un pasional, un emocional– excitó como pocos el ambiente cultural y político de su época. Sobre él y su “aliento personal”, a veces tan próximo e incómodo, ha escrito Ayala hermosas páginas. La mirada intempestiva de este don quijotesco don Miguel de Unamuno sobre el mundo y su ímpetu se aplicaron en muchas ocasiones de manera contradictoria –aunque con sinceridad implacable– a la realidad circundante.

La mirada del lector Muy distinta ha sido la ética y la estética ayaliana. Hombre sereno, de gran finura intelectual y sagaz sentido del humor, capaz de contemplar el mundo con la mirada desapasionada que exige el rigor intelectual, nos ha ofrecido, tanto en su obra ensayística como en la de creación incitaciones para pensar la mudable –pero a la vez esencialmente invariable, en su fondo– condición humana. Incitaciones digo, y no excitaciones. Porque se trata de movemos desde dentro, reclamando nuestra complicidad, nuestra puesta en juego en el proceso de apropiación de su palabra para hacer la nuestra. Pocos escritores han tenido tan en cuenta la co-participación del

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lector para construir el sentido del texto como Francisco Ayala. Y casi ninguno lo ha hecho con tan altos resultados estéticos. Quizá el caso extremo de esa peculiar ética y estética está en El jardín de las delicias, obra aparentemente fragmentada y fragmentaria –como el mundo que refleja– que exige la mirada del lector para reconstituir “una esencial unidad”, como esa otra del espejo trizado en el que el autor se contempla y, finalmente, se reconoce. En la obra de Unamuno no es posible reconocemos más que por “vampirización” de su autor, por una identificación que se exige casi total con el peculiar universo unamuniano, que constantemente excita en nosotros las mismas pasiones y convicciones que le mueven, por más que sean abiertas, contradictorias, dialógicas. Entre su obra y nosotros se interpone siempre su rostro, su aliento. Pocas obras hay con tanta voluntad de estilo y personalidad propia, en la prosa del siglo XX, como la obra plural y colosal de Ayala, desde sus primeros escritos, Tragicomedia de un hombre sin espíritu e Historia de un amanecer (pero sobre todo desde los relatos vanguardistas de El boxeador y un ángel y Cazador en el alba) hasta sus últimos fragmentos de El jardín de las delicias, pasando por sus conjuntos de relatos Los usurpadores, La cabeza del cordero o las novelas Muertes de perro y El fondo del vaso. Y sin embargo, siempre debemos aportar algo nuestro para que el sentido final brote con eficacia. Y no en la misma medida en que hay que hacerlo ante cualquier escrito, sino en una incitación superior.

Lenguaje y pensamiento Se quejaba una incipiente pero madura lectora de Ayala de que, a veces, no sabía qué pensaba el autor acerca de los hechos que estaba relatando: le obligaba a elaborar su propia valoración y esto la ponía nerviosa. Dejando a un lado las líneas magistrales del pensamiento ayaliano (que están muy claras y se quintaesencian en esa obra de arte del lenguaje y el pensamiento que es Glorioso triunfo del príncipe Arjuna) lo que sí es cierto es que Ayala nunca pretende suplantar nuestra contemplación de los hechos, aunque siempre en otro contexto del que se desprende su sentido ejemplar (no olvidemos que en esto, como en tantas otras cosas, Ayala es de estirpe cervantina). Ayala nos cita, pero no como Unamuno, desde fue-

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ra, desde él, excitándonos. Ayala nos cita desde dentro, nos mueve desde nuestro propio mundo. Nos incita. Pero esa incitación no tiene como objeto España. Ni siquiera la comunidad hispana. Ayala es un escritor verdaderamente universal. No sólo lo acreditan sus pasos en la tierra, que incluyen lugares como Granada, Madrid, Berlín, Buenos Aires, Río de Janeiro, San Juan de Puerto Rico, Chicago, Nueva York, París, Roma, El Cairo... y Sevilla. Ayala sabe que sólo podemos expresarnos desde nuestra situación, que somos hijos del tiempo y que en su crisol nos gestamos. Pero nunca podemos ni debemos perder el horizonte de búsqueda de la condición humana. El verdadero intelectual ha de pensar implacablemente el sentido, de la existencia, y de una condición que no se agota en patrias ni culturas. Porque –machadianamente– Ayala opina que por muy importante que sea un hombre (vale decir: ser humano, hombre y mujer) nada hay más importante que ser hombre. Hombre singular, con nuestra individualidad compartida con los demás y con su propia identidad. Por ello, por incitar al mundo a pensar su propia realidad y hacerla con tal calidad ética y estética, le debemos nuestra gratitud. Y el canon literario debe realizar su definitivo ajuste: si en algún momento Ayala ha encajado mal en el canon de las letras españolas era, simplemente, porque –siendo tan importante– le venía corto. Su lugar está entre los mejores escritores e intelectuales del siglo XX, más allá de idiomas y fronteras.

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3. Francisco Ayala: una primera mirada “enciclopédica” Narrador, ensayista y pensador, sociólogo y jurista, teórico y crítico literario, Francisco Ayala (Granada, 1906) marca una de las más altas cimas de la creación literaria y del pensamiento hispánico y universal del siglo XX. A Francisco Ayala le tocó nacer y pasar su vida durante un período crítico de la historia universal, con particular incidencia en la de su patria. Como todo gran creador moderno, partió de la emulación de los clásicos para llegar a integrarse con ellos ofreciendo, en la más alta tradición humanística, una visión propia de las nuevas realidades que en su tiempo se abren hacia el futuro. La trayectoria creativa de Ayala, que parte en su primera juventud de lo mejor de la novela decimonónica y de comienzos del siglo XX, nos ofrece los frutos más logrados de la narrativa de las vanguardias históricas en España, el logro más maduro de un realismo crítico cargado de simbolismo y calidad expresiva, para llegar a la cima de la narrativa posmoderna con su obra culminante, El jardín de las delicias. Francisco Ayala García-Duarte nació en Granada el 16 de marzo de 1906, siendo el primer hijo de don Francisco Ayala Arroyo y doña María de la Luz García-Duarte González. En su ciudad natal hace sus primeras letras (en el Colegio de Niñas Nobles) e inicia el Bachillerato que concluirá en Madrid en 1922, año en que se trasladará con su familia a la capital.

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Granada será, en cualquier caso, el crisol de sus primeras experiencias infantiles y juveniles, como ha reflejado de modo tan hermoso en su libro de memorias Recuerdos y olvidos. También en Granada desarrollará sus primeras pasiones artísticas: la pintura, por incitación de su madre, muy estimable pintora, y la creación literaria, por la que definitivamente abandonará su vocación plástica que, con todo, estará presente a lo largo de toda su obra. Su primer artículo en letra impresa, sobre Romero de Torres, aparecerá siendo aún un adolescente, en Vida Aristocrática. En 1923 inicia sus estudios de Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, y muy pronto publicará su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925), muy bien acogida por la crítica. Al año siguiente aparecerá Historia de un amanecer (1926), recibida con elogios por Diez-Canedo en El Sol. Rara vez puede encontrarse en la literatura contemporánea una tensión tan equilibrada entre la búsqueda de aquello que es permanente y la fidelidad al momento histórico concreto desde el que tal indagación se efectúa. Dichos rasgos se advierten ya en sus dos primeras novelas. Tras ellas, su voz literaria brota con un vigor y una originalidad excepcionales en los deslumbrantes relatos poéticos de sus libros El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930), escritos en la hora de la experiencia de la modernidad protagonizada por las vanguardias históricas. Esos textos suyos suponen una notable aportación estética a la literatura europea: bajo la apariencia ligera de la alegría juvenil y en un tono lúdico la sensibilidad de nuestro autor trasluce, proféticamente, una dimensión trágica de la existencia humana que pronto se vería confirmada por la serie de acontecimientos que condujeron a la Guerra Civil Española y a la catástrofe universal de la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, Ayala frecuenta los ambientes literarios del momento, se asienta, aunque con la libertad que siempre le caracterizó, en el círculo de Ortega y Gasset y publica con asiduidad en Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, además de su trabajo en el diario El Sol. Concluidos sus estudios de Derecho en 1929, en otoño viajará a Berlín, donde amplía su formación en Sociología y Derecho Político. Allí permanece hasta entrado 1931, año en que contrae matrimonio con Etelvina Silva Vargas, universitaria chilena. De regreso a Madrid recibe el grado de Doctor, prepara oposiciones para una plaza en el Congreso de los Diputados y es nombrado auxiliar de

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Cátedra en la Universidad de Madrid, en la que permanece, a pesar de obtener Cátedra de Derecho en Canarias. Nace su hija Nina en 1934 en unas circunstancias que preludiaban la época que se venía encima. El 4 de noviembre estábamos en plena revolución de Asturias, que en Madrid tuvo ecos; mientras nacía mi hija recuerdo que había tiroteos por las calles.

En mayo de 1936 inicia una gira de conferencias por América Latina, a la que le acompañan su mujer y su hija. Visitan Uruguay, Argentina, Paraguay y Chile. Allí le sorprende la noticia del comienzo de la guerra civil y regresa para ponerse al servicio de la República: En esa temporada decidí olvidarme de que soy escritor y, dejando para más propicia ocasión el cultivo de las artes literarias, ocupé mi pluma en la redacción de documentos oficiales, y mi tiempo en gestiones atinentes a nuestras relaciones exteriores.

Será secretario-consejero en la Legación de Praga. Francisco Ayala, tras haber desempeñado en apoyo a la Segunda República Española importantes misiones diplomáticas y políticas tendientes hacia una paz justa que por desgracia no pudo lograrse, desarrollaría en seguida, en el exilio americano, su pensamiento social mediante importantes libros de ensayos, al mismo tiempo que desplegaba una nueva fase de su originalidad creadora en escritos de ficción. Poco antes de la entrada del ejército de Franco en Barcelona, Ayala sale con su familia hacia Francia, donde escribe su espléndido “Diálogo de los muertos”, y sigue hacia América: “Sabía que había salido de España para muchísimo tiempo, quizá para siempre… me dispuse a rehacer mi vida al otro lado del océano… embarcamos todos en un mercante inglés rumbo a Cuba”. Tras una breve estancia en La Habana y unos días en Santiago de Chile, Ayala llega a Buenos Aires en 1939, y en esta ciudad que tan entrañables resonancias ha tenido durante toda su vida desarrolla una incesante actividad intelectual, a través de sus artículos en diversos medios, especialmente en el Suplemento literario de La Nación de Buenos Aires, que dirigía su amigo Eduardo Mallea, así como en la actividad traductora, especialmente para Losada, para la que traduce obras fundamentales de Thomas Mann, Rilke, Moravia, Almeida, etc. desde el inglés, el francés, el ale-

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mán, el italiano y el portugués. También ejercerá como profesor de Sociología en la Universidad del Litoral en Santa Fe. En la década de los cuarenta reinicia su obra creativa, a partir de la escritura del relato «El Hechizado» (1944), calificado por Jorge Luis Borges como “uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”. En Los usurpadores (1949), conjunto de narraciones de las que este texto forma parte, la idea de que “el poder ejercido por un hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación” toma cuerpo en diferentes ilustraciones de inspiración histórica ahora ficcionalizadas, y que así adquieren una dimensión ética universal, más allá de su origen fáctico. Los relatos de Ayala tienen la virtud de aproximarnos a situaciones reales cuya dimensión imaginaria apunta en este caso a la realidad humana más profunda. Así ocurrirá también en las cinco novelas ejemplares que componen La cabeza del cordero (1949), cuyo referente se encuentra en la Guerra Civil Española pero que remiten a la situación del individuo degradado por causa de las confrontaciones intransigentes. Por esta razón su lectura se enriquece aún más cuando se hace paralelamente a la de Los usurpadores. En estas obras, así como en otros muchos escritos suyos, Ayala aboga por una reflexión crítica sobre las circunstancias que conducen al ejercicio de la violencia y de la dominación tiránica, propugnando siempre una sociedad en la que el consenso entre seres humanos libres sea la pauta del comportamiento social. Ayala permanece en Argentina durante una década decisiva para su vida y su obra, con un importante paréntesis en Brasil (Río de Janeiro) en el año crucial de 1945, donde acude para dictar un curso de Sociología y donde gesta su fundamental Tratado de Sociología. A su regreso a Argentina, en el período 1946-49, comienza a pesarle la asfixiante atmósfera que introduce el peronismo y buscará aires más libres: “Decidí organizar unas conferencias que me permitieran al menos, respirar otros aires. El primer lugar fue Puerto Rico”. Y en Puerto Rico, donde coincidirá con Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas, es invitado por el Rector Jaime Benítez a ofrecer cursos de Sociología en la Universidad de Río Piedras. En ella dirigirá la editorial universitaria y fundará la revista La Torre. Son años de muchos viajes: a Europa con su esposa, de donde le queda la huella de su viaje a Italia; un largo viaje a Oriente en 1956, mientras disfrutaba de una licencia sabática; viajes a Estados Unidos, donde su hija prosigue estudios universitarios en la Uni-

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versidad de Columbia… En la Universidad de Princeton ofrece un curso de literatura. Los dos lustros que van desde 1956 (Ayala fija su residencia en Nueva York) a 1966, años de dedicación docente para Ayala en distintas universidades norteamericanas (Princeton, New Brunswick, Bryn Mawr College, New York University, The University of Chicago y Brooklyn College de la CUNY), le permitieron ampliar la construcción de su universo ficcional, cada vez más trabado, complejo y completo. A este período pertenecen la colección de relatos breves, de ambiente africano o sudamericano, Historia de macacos (1955), en donde la ironía está al servicio de una lúcida captación de la realidad, así como Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962), la muy conocida pareja de novelas complementarias, consideradas ambas como clásicos del siglo XX, cuya acción transcurre en un imaginario país centroamericano, y que muestran las luces y sombras que presentan en semejante ambiente las instituciones políticas, tanto dictatoriales como democráticas. También pertenecen a esta época las recopilaciones El as de bastos (1963) y De raptos, violaciones y otras inconveniencias (1966), cuyo tono nos lleva de la ironía al sarcasmo, claro reflejo de la visión desilusionada del mundo que afligía a su autor en aquellos momentos. En 1960 visitará España tras veintiún años de ausencia: “lo que más me sorprendió fue el cambio de la gente. Estaban amargados, había gran desconfianza”. Encontrará su Granada natal casi como la dejó a los dieciseis años, y decide volver a partir de entonces, especialmente los veranos, manteniendo su firme actitud democrática y libre frente al régimen franquista. El interés por la obra de Ayala crece fuera y dentro de España, y en 1964 aparece el primer libro íntegramente dedicado a su obra: El arte narrativo de Francisco Ayala, de Keith Ellis. En 1970 aparece un importante documento de «Salutación a Francisco Ayala» suscrito por algunos de los más importantes escritores e intelectuales españoles. Para general sorpresa, Ayala obsequiará a su público lector, casi medio siglo después de aquellas aportaciones juveniles a la vanguardia histórica, con innovaciones de otra clase que le sitúan una vez más a la cabeza de la invención narrativa del siglo XX: se trata ahora, en El jardín de las delicias (1971, 1978, 1990, 1999), de un nuevo modo de relacionar lo fragmentario con la totalidad. En esta obra de vivacidad inusitada se desvanecen casi –o aun desaparecen por completo– las fronteras entre la realidad concreta y lo imaginario, con una fabulación narrativa penetrada de inspi-

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ración poética, donde pierden sentido a favor de un nuevo modo de escritura las delimitaciones genéricas tradicionales, mezclándose así el empaque del ensayo, la secuencia argumental, materiales autobiográficos, la ilustración gráfica y la libre y espontánea digresión intelectual, para implicar de esta manera activamente al lector con el autor, convertido éste en verdadero protagonista de su construcción total. El jardín de las delicias recibe en 1972 el Premio de la Crítica española, y Ayala dirá con satisfacción: “Hoy es en España donde mis obras tienen mayor difusión”. Al mismo tiempo que se producía este desbordamiento de creación imaginaria, se repliega Ayala desde otro ángulo sobre la realidad objetiva aplicándose al tradicional género de las memorias, al que otorga una luminosidad que convierte en única su palabra, como es única también la visión que proyecta sobre el mundo en torno suyo. Recuerdos y olvidos (1982, 1983, 1988) se ha considerado desde el comienzo un insuperable testimonio de su época, infundiendo dentro de la más rigurosa objetividad la vibración de la voz de quien subjetivamente la ha vivido. Con un lenguaje del más alto y depurado valor literario se trasciende la anécdota para dar entrada a reflexiones fulgurantes sobre algunos de los acontecimientos y de las personalidades culturales o artísticas fundamentales del siglo XX. En esta obra, así como en la recopilación sui generis titulada De mis pasos en la tierra (1998) y en sus numerosas contribuciones a los medios de comunicación pública, no se limita Ayala a ser un testigo lúcido, crítico y a la vez esperanzado de la dura realidad histórica, sino que se compromete también a hacer una valoración implacable del mundo actual. A lo largo de un siglo casi completo a que se extiende su existencia don Francisco Ayala ha sabido transitar con aplomada serenidad por territorios gozosos y por territorios siniestros. Desde los años infantiles en su Granada natal; desde el Berlín en ebullición de los incipientes años treinta; desde el Madrid republicano; desde Argentina, Brasil, Puerto Rico o los Estados Unidos del exilio; y en seguida desde una España muy problemática a partir de los años sesenta, ha sabido percibir impasiblemente tanto lo luminoso como lo sombrío. Es esa la dialéctica de El jardín de las delicias, obra en la que el «Diablo mundo» aparece opuesto al de los «Días felices». Escritor en su siglo (título, por cierto, de uno de sus libros), Ayala ha sabido reflejar estética e ideológicamente la condición y destino de los seres humanos con el rigor de los mejores intelectuales y la sensibilidad de los mejores creadores ar-

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tísticos. Ni necesitó en sus días más difíciles de elogiosos estímulos que hicieran justicia a sus méritos, ni la rectitud implacable de su curso se ha alterado por los reconocimientos que tan profusa y justicieramente le han llegado. Entre ellos, su elección como miembro de la Real Academia Española (1983); el Premio Nacional de Literatura (1983); el Premio Nacional de las Letras Españolas (1988); el Premio de las Letras Andaluzas (1989); los doctorados honoris causa por la Northwestern University (1977), la Universidad Complutense de Madrid (1988), las Universidades de Sevilla y de Granada (1994), la Universidad de Toulouse-Le Mirail (1995), la Universidad Nacional de Educación a la Distancia (1996) y la Universidad Carlos III (2001); las Medallas de Oro de su ciudad de Granada (1987), el Círculo de Bellas Artes de Madrid (1991), la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo (2001) y la Real Academia de Bellas Artes de Granada (2002); su nombramiento como Socio Honorífico de la Asociación de la Prensa de Madrid (2002); de la de Granada (2003); y, recientemente, su nombramiento como Socio de Honor de Círculo de Lectores (2004). Como culminación de todo ello hay que mencionar el Premio Cervantes de Literatura, en 1991, que destaca en su obra creativa a un autor de estirpe cervantina, quien, como el propio autor del Quijote, tiene reconocida estatura universal. Las numerosas traducciones de su obra a los principales idiomas así lo acreditan. En 1998 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y en el año 2002 le ha sido entregado el prestigioso Premio Fernando Abril Martorell por su aportación a la libertad, la democracia y la convivencia entre los españoles. En 2004 el Gobierno de España le ha entregado la Medalla al Mérito en el Trabajo por la alta ejemplaridad de su labor a lo largo de toda una vida. Siendo Francisco Ayala uno de los mayores teóricos y críticos literarios contemporáneos, es también un estudioso del arte y de la técnica de la traducción, y distinguido traductor al español del alemán, del francés, del inglés, del italiano y del portugués. Ensayista de espléndida formación sociológica, de la que dan testimonio tanto su imprescindible Tratado de sociología (1947) como su Introducción a las ciencias sociales (1952), ha mostrado un permanente interés por las innovaciones tecnológicas de nuestro tiempo, desde el nacimiento del llamado Séptimo Arte (su Indagación del cinema, 1929, fue el primer libro de crítica cinematográfica publicado en España) hasta las más recientes aportaciones de la tecnología actual. Así lo atestiguan los títulos de algunas de sus más difundidas obras de pensa-

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miento: Razón del mundo (1944, 1962); El escritor en la sociedad de masas (1956); Tecnología y libertad (1959); Contra el poder y otros ensayos (1992); El escritor en su siglo (1990); El tiempo y yo o El mundo a la espalda (1992); En qué mundo vivimos (1996); etc. En estos y otros escritos suyos la transparencia y calidad de su palabra es el vehículo que da expresión a una visión analítica de la crisis de la modernidad, ofreciendo claves para la construcción de un futuro cimentado en la libertad. Francisco Ayala y García-Duarte ha sido propuesto como candidato al Premio Nobel de Literatura por tres principales motivos: 1. su defensa a lo largo de una dilatada vida, en la totalidad de su amplia obra literaria, de los valores humanistas de la libertad, de la convivencia democrática y de una paz basada sobre la justicia; 2. la excepcional calidad artística de una prosa innovadora, elegante y absolutamente personal, mediante la cual presta forma en invenciones narrativas de diversos géneros a su visión acerca de la esencial realidad del ser humano; y 3. su interpretación en magnífico estilo ensayístico del curso de la problemática historia universal del siglo XX, a cuyo desenvolvimiento ha asistido él como testigo activo. Tanto esa extensa obra escrita como la constante actuación de su autor han sido estética y moralmente ejemplares. En la copiosa suma de sus escritos se encuentran claves esenciales para comprender, interpretar y construir intelectualmente, desde una perspectiva profundamente humana, el actual y siempre más acelerado proceso de integración planetaria.

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4. Francisco Ayala y Andalucía Francisco Ayala García-Duarte nació en la calle Canales número 11 de Granada, a la una de la madrugada del día 16 de marzo de 1906. Su padre, don Francisco Ayala Arroyo, había nacido en Málaga (hijo de don Vicente Ayala Gignar, natural de Málaga, y doña María de los Dolores Arroyo Gavilanes, natural de Sevilla). Su madre, doña María de la Luz García-Duarte González era natural de Granada (sus padres, don Eduardo García-Duarte y doña María Josefa González habían nacido en Madrid). Sus raíces familiares, el lugar y el contexto en que surge a la vida son, pues, netamente andaluces. Andaluces, incluso, por esa presencia en sus orígenes de progenitores no nacidos en Andalucía, que caracterizan una tierra de acogida, cruce y cauce de personas y culturas. Ahora, un siglo después, el acento de su expresión y algunos rasgos de su carácter y de su escritura ponen de relieve la huella indeleble que los años de su infancia y adolescencia dejaron en su formación personal. Ayala permanece en Granada hasta 1922, aunque en sus memorias Recuerdos y olvidos refiera fechas ligeramente anteriores: “En el año 1920 o a principios del 21 nos trasladamos a Madrid en la esperanza de hallar más despejados horizontes, un vivir más desahogado”. Unas líneas antes hace un apretado pero expresivo balance de sus años granadinos: “Aunque sólo he pasado en Granada los primeros dieciséis años de mi vida siento que soy muy radicalmente granadino en la rara mezcla de despego y nostalgia

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que compone mi actitud hacia la ciudad” (Ayala, 1988, 74). Años después sería aún más contundente en una entrevista en la revista Olvidos de Granada: “La impronta de Granada está en todo lo que he hecho, en todo lo que he sido, en todo lo que he escrito”. Durante estos primeros años de su vida (los años del “Paraíso”) tan sólo sale de Granada para hacer un breve viaje a Córdoba del que apenas quedan ecos en su memoria: El primer viaje que recuerdo con emoción (o cuyas emociones recuerdo) fue el que, a la edad de dieciséis años, debí hacer en tren desde mi Granada natal a Madrid, para reunirme con mi familia ya instalada aquí (…) Para entonces no había conocido otra ciudad que la natal, si se exceptúa una fugaz ida a Córdoba, siendo muy niño, en compañía de mi padre, ocasión que –supongo yo, pues el recuerdo es débil– apenas me permitiría vislumbrar desde mi pueril perspectiva aquella realidad nueva, la de una ciudad ilustre distinta de la natal, pues los ojos de un niño se prenden a los detalles, quizás nimios, sin abarcar el conjunto (Ayala, 1998, 16 y 347).

Desde 1922, año en que comienza su estancia madrileña, hasta 1960 no volverá a pisar ni su ciudad natal ni Andalucía. Recordemos las palabras iniciales de sus memorias: Cuando, tras largo exilio, volví a España hacia 1960, quise visitar los lugares de mi infancia. Casi medio siglo había transcurrido desde que por última vez viera mi ciudad natal. Salió mi familia de Granada siendo yo un chico a punto de terminar su bachillerato, y desde entonces nunca más había estado allí (Ayala, 1988, 27).

Casi medio siglo también ha transcurrido desde sus primeros regresos, y estas últimas décadas están jalonadas de muy intensas experiencias en la plural Andalucía, especialmente en su Granada natal, que desea mantener el recuerdo de su vida y –sobre todo– de su obra y pensamiento en la emblemática Fundación que lleva su nombre. A lo largo de las páginas que siguen nos proponemos trazar los hitos fundamentales del contacto de Ayala con Andalucía, así como los ecos literarios que pueden rastrearse en su obra. Finalizaremos con una reflexión que, con todo, queremos anticipar desde el primer momento: nuestro escritor nunca ha manifestado el más mínimo atisbo, ni ideológico, ni afectivo, de los diversos nacionalismos tan en boga –paradójicamente– en esta épo-

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ca de mundialización. Ayala se ha sentido siempre habitante de un único planeta y partícipe de una misma y sola Humanidad: ni extranjero en los diversos países en que ha vivido, ni “patriota” en España. Su convencimiento de que todos los seres humanos tenemos en el fondo los mismos deseos y temores, y experimentamos parecido gozo y dolor ante las diversas circunstancias de la vida es compatible con su certeza, como investigador en ciencias sociales y (no lo olvidemos) discípulo aventajado de Ortega, de que la circunstancia influye en cada uno de nosotros. Más de una vez he tenido ocasión de oír su rechazo por la obsesiva imagen de las raíces –los seres humanos no somos vegetales, repite– al tiempo que su defensa de que la única identidad que es preciso defender –puesto que nos constituye– es la identidad personal, que participa de muy diversas dimensiones identitarias, pero cristalizan en la realidad concreta y tangible de cada ser humano. Sin rechazar otras innegables adscripciones –especialmente como andaluz y español– Ayala sabe que en el fondo de cada uno de nosotros late la compleja condición humana y que en la cumbre se encuentra la identidad personal, modelada por las circunstancias, pero también por la voluntad. De ahí la dimensión universal de su vida y su obra.

Andalucía en la vida de Francisco Ayala Como ha quedado dicho, los primeros dieciséis años de la vida de Ayala, fundamentales para la forja de su carácter son netamente andaluces y, más precisamente, granadinos. La Granada de su niñez es recordada con todo detalle –aunque, es cierto, detalles muy selectivos y significativos– en las primeras páginas de Recuerdos y olvidos, sintomáticamente recogidas en el que fue su primer volumen, Del paraíso al destierro. Paraíso es, pues, el ámbito –el tiempo y los lugares– de una infancia perdida (y recobrada a través de la palabra). El recorrido a través de su ciudad natal, en su primer regreso tras el exilio, en 1960, es ocasión para rememorar los acontecimientos de sus primeros años de vida vinculados a los diversos lugares. Curioso juego cronotópico de un excelente narrador que –no lo olvidemos– obtendría precisamente por su libro de memorias (y no por una obra de ficción poética) el Premio Nacional de Narrativa.

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La Manigua, en el centro de Granada, antiguo barrio de la prostitución, le lleva a recordar aquel ghetto prohibido, visitado en compañía de otros niños (aunque reconoce que ha sido “siempre refractario a las actividades colectivas, en ese terreno como en todos los terrenos”), en el que experimenta las primeras incitaciones sexuales contemplando con fascinación “la oscura medusa” que les mostraba una prostituta al subirse las faldas. Las travesuras infantiles en sus años escolares –primero en el Colegio de Niñas Nobles, entre los cinco y siete años; luego en el de Calderón–, los diferentes hogares de la familia y sus relaciones familiares, su pérdida de fe en la eucaristía (“conversión mía tan precoz al descreimiento”)… Hitos señeros y con fuerte carácter simbólico, como síntomas de un modo de ser y entender el mundo y la vida, se van hilando y tejiendo entre recuerdos y olvidos. Un aspecto singular –y fundamental a nuestro juicio– para entender el Ayala observador, crítico, alejado de prejuicios y preconcepciones, lo constituye su crecimiento en el seno de las dos ramas de una familia “cuyas respectivas concepciones del mundo y de la vida diferían considerablemente”. Las convicciones de su familia materna, especialmente de su abuelo, catedrático de medicina y Rector de la Universidad de Granada, Eduardo García Duarte, eran “liberales, con el agnosticismo religioso de un librepensador y las ideas políticas de un republicano”. Por fidelidad a éstas –recuerda–, declinó el ofrecimiento que el Gobierno le hiciera de un título nobiliario –el de marqués, si no me equivoco– en reconocimiento de su conducta abnegada durante la epidemia de cólera que hubo de asolar Andalucía, y de cuyo horror llegaría todavía un eco hasta mi infancia en una copla (Idem, 39).

Por el contrario, “las opiniones escuchadas a mi padre revelan el rigor con que su estirpe estaba adherida al sistema de valores que los más arcaizantes estratos de la sociedad española preservaban con ahínco”. A pesar de ello, el contraste entre esas dos maneras tan diferentes de interpretar la realidad y entender la vida, que no tardaría mucho en llegar a mi conciencia con ocasión de la primera guerra mundial, y ello a través de las discusiones entre mi padre y mis tíos maternos, nunca produjo conflicto alguno en el seno de mi hogar (Idem, 41).

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Con todo, las tensiones entre sus tíos maternos, aliadófilos, y la familia paterna, germanófilos, se hicieron notar en los años de la Guerra Europea. También otras tensiones que estaban presentes en el trasfondo doméstico, a causa de las escasas habilidades de su padre para la administración, que llevaron al declive económico a la familia, de modo que los años de su infancia y adolescencia “estuvieron marcados por los sobresaltos de la pobreza”: Pronto –muchacho ya en el Instituto de Segunda Enseñanza– debería ir yo a empeñar en el Monte de Piedad las prendas que para ello ponía en mis manos mi afligida madre. Mi niñez y toda mi adolescencia discurrió sobre ese fondo de penuria en medio de una parentela opulenta que nos miraba con sentimientos de repudiación y lástima diversamente mezclados (Idem, 47).

De entre los parientes que ayudaron en esa situación de adversidad, Ayala recuerda especialmente a su tío paterno y padrino don Pedro Arroyo Pineda, en cuya casa comía diariamente el joven –tímido y silencioso– desde el episodio desafortunado de la muerte del hijo de aquél. El carácter de Ayala se va forjando en estos años granadinos, caracterizado por su conciencia lúcida y la intensidad de su vida emocional: No vaya a pensarse por lo dicho que tuve una infancia deprimida ni una adolescencia melancólica; muy al contrario. Aquellos que he llamado sobresaltos de la pobreza me sumían a ratos –a raptos– en pozos de amargura tanto más angustiosos –cierto es– a causa de la lucidez de mi conciencia y la intensidad de mis emociones. Pero esa misma intensidad era signo de una impaciente, imperiosa avidez vital que a lo largo de mis años nunca, ni siquiera en la vejez avanzada en que ahora me encuentro, había de abandonarme (…) (Idem, 52-53).

Su afición por la pintura (cultivada también por su madre), los estímulos que algunos cuadros han supuesto para su obra, sus lecturas y formación escolar y el arranque de su vocación literaria constituyen los hitos más singulares de sus primeros dieciséis años de vida. Ayala encuentra un cierto paralelismo entre su ciudad y estos primeros años cuya decadencia le llevaría a acompañar a su familia a Madrid:

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Granada es una ciudad muy triste, impregnada de singular melancolía; una ciudad frustrada –no en vano es llamada “la tierra de la mala follá”–, como si el testimonio magnífico de su pasada grandeza se mantuviera en pie sólo para hacerle rumiar sin tregua la humillación de haber venido a menos. Yo, por mi parte, también me sentía venido a menos, y no podía reconciliarme con el contraste entre un pasado familiar espléndido del que tantos testimonios me llegaban, del que había tocado con mis manos las reliquias, y un presente de estrecheces, sofocos y joyas empeñadas (Idem, 74).

Ayala abandona su ciudad natal, como dijimos, en 1922, para no regresar a ella –ni a Andalucía– hasta 1960. Lo hará con desapego, adaptándose –como siempre a lo largo de su vida– a las circunstancias que en cada momento le correspondían en suerte: Apocado o con desengaño, cierto poeta añejo proclamó la felicidad de “aquel que no ha visto/más río que el de su tierra”. Felicidad tal, si felicidad fuere, yo no la disfruté nunca, ni tampoco la he deseado, siendo muchas y diversas las corrientes de agua a las que, a lo largo del tiempo, han podido asomarse mis ojos (Ayala, 1998, 169).

Durante estas décadas Andalucía y su ciudad natal no resultarán ajenas a su vida. Su primer escrito publicado –el 28 de febrero de 1923, aún con dieciséis años–, aparecido en Vida Aristocrática, era sobre la pintura de Romero de Torres. A propósito de su recuerdo Ayala nos habla del sentimiento que lo inspiró: un sentimiento muy sentido, incorporado en mí, asumido y hecho mío: el andalucismo o “españolismo” estilizado de poetas menores y más grandes que, revueltos entre sí, aparecen citados ahí con mención expresa o tácita alusión (…) El entusiasmo por la pintura convivía entonces en aquel chico que era yo, recién llegado de su provincia y deslumbrado por los esplendores del Prado, con la desorientada ideología sentimental del españolismo andalucista posromántico, cuajado en un folklore de legitimidad dudosa.

Poco más adelante, Ayala hace una reflexión crítica con los excesos de cierto andalucismo que, con todo, aún encuentra ecos y resonancias en sus actuales sentimientos:

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el popularismo andaluz que en seguida habría de dignificarse en la poesía de un García Lorca (aunque para recaer a través de sus imitadores en los extremos más estomagantes) aún conserva la virtud necesaria para que de vez en cuando responda uno –tenuemente, sí, desde luego, pero responda desde su fondo último– a incitaciones tan baratas como las de ese folklore de pacotilla (en el que hoy está tan de moda extasiarse bajo la coartada intelectual de nostalgia por lo Kitsch o lo camp) al oír acaso un viejo disco que entona y proclama: Julio Romero de Torres / pintó la mujer morena… (Ayala, 1988, 89).

Ayala, pues, que reconoce las resonancias vitales que le despiertan algunos impulsos andaluces, rechaza sin embargo cierto andalucismo de cartón-piedra, fruto de los tópicos y de estereotipos en el fondo denigratorios para Andalucía. Quizás suscribiría, en este sentido, el conocido texto de Antonio Machado en Juan de Mairena: “Según eso, amigo Mairena –habla Tortólez en un café de Sevilla–, un andaluz andalucista será también un español de segunda clase. En efecto –respondía Mairena–: un español de segunda y un andaluz de tercera”. Durante los años madrileños no faltaron contactos con escritores ya conocidos y reconocidos –como Melchor Fernández Almagro o Federico García Lorca– en los que el común paisanaje era un motivo más de simpatía, y fue determinante en algunas de sus primeras publicaciones. Desde sus regresos a España a partir de 1960 y –sobre todo– desde el establecimiento de su domicilio en Madrid en 1980, los contactos con Andalucía se intensifican. Invitado en diversos momentos por las más importantes instituciones, Ayala ha tenido ocasión de reencontrarse con su tierra natal y testimoniar el colosal cambio que se ha producido en las últimas décadas que “homologa Andalucía –en palabras suyas– con los lugares más importantes del planeta”. Un caso muy especial de estos intensos contactos lo constituye la ciudad de Sevilla. La relación de Ayala con Sevilla –la tierra de su abuela paterna– ha sido tardía pero muy intensa. En esa obra espléndida que es De mis pasos en la tierra, un recorrido simbólico de alta calidad literaria por los lugares significativos de su vida, comienza su andadura en Granada, pero termina en Sevilla. En efecto, «Sevilla en mi vida» se titula el hermoso texto que cierra el volumen, como si Sevilla se hubiera ido convirtiendo en una luminosa estación de destino simbólico de su existencia (sin ser por ello ni mix-

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tificada ni mitificada). Sevilla es, en la actualidad, junto con Granada, uno de los centros en los que más interés se muestra por la obra de este andaluz universal. “Mi encuentro con Sevilla fue bastante tardío y siempre luego esporádico, hasta estos últimos años en que la vengo visitando con cierta frecuencia, aunque no tanto como quisiera”, nos dice en dicho texto, en el que confiesa que en Sevilla “no sufrí el frecuente desencanto que suele experimentar uno al enfrentarse con aquello en que había puesto muy ilusionadas expectativas” (Ayala, 1998,348-349). “Antes de haber pisado físicamente su suelo ni respirado su atmósfera, ya había situado yo en Sevilla algunas de mis narraciones novelescas”. En efecto –nos recuerda Ayala– tanto «El Hechizado» (que nos presenta al indio Gómez Lobo desembarcando en la ciudad y perdido en ella varios años antes de dirigirse a la Corte) como «El abrazo» (que retoma la muerte dada al maestre Don Tello por orden de Pedro El Cruel en el Alcázar), relatos ambos de Los usurpadores, tienen como trasfondo Sevilla. Este hermosísimo texto de El jardín de las delicias recoge la quintaesencia de su visión, “tras de haber aprendido a conocer bien y amar mejor la ciudad de Sevilla”: Por la mañana habíamos ido a visitar el Hospital de la Caridad. Admiramos allí debidamente el cuadro famoso de las Postrimerías; y yo, que me había abstenido de comentarlo o explicarlo, no resistí al deseo de citar entre dientes unos versos del doctor Mira de Améscua: Tumba de huesos cubierta/ con un paño de brocado. Después, pasando de Valdés, el tétrico, al dulce Murillo, nos pusimos a contemplar la Santa Isabel de Hungría que, con sus manos de reina, cura a los leprosos. Luego, saliendo, el patio del hospital: una delicia. (¿Verdad que es delicioso? ¡Es delicioso!). Y enfrente, al otro lado de la calle un vivero de plantas y pájaros... Otro día más; un día largo, lento, caluroso, feliz. Tras de la siesta, a la caída de la tarde, empezó a refrescar algo. Andábamos paseando por el parque y nos sentíamos cansados, bastante cansados. Las vacaciones, con tanta felicidad como aquellos días únicos nos deparaban, fatigan demasiado. Estábamos colmados; y todo alrededor nuestro, los jardines del Alcázar, los naranjos, aquel cielo tan azul, la ciudad entera, todo nos hacía rebosar el corazón de un cariño excesivo (Ayala, 2005, 143).

Pero ya vamos pasando, imperceptiblemente, de esta aproximación a la importancia de Andalucía en la vida de Ayala a su reflejo en su obra.

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No sería justo finalizar estas líneas sin una mínima alusión a los reconocimientos y al interés que, especialmente en las últimas décadas, despierta la obra de Ayala en Andalucía, “mi tierra natal, esta Andalucía donde por último, y quizá en virtud de mi tenaz longevidad, he recibido títulos, por mí preciadísimos, de reconocida distinción” (Ayala, 1998, 348). Entre ellos mencionamos la Medalla de Oro de la Ciudad de Granada (1987), el Premio de las Letras Andaluzas (1989), el nombramiento como Hijo Predilecto de Andalucía (1990), la investidura como Doctor honoris causa por las Universidades de Sevilla y Granada (1994), Medalla de Oro de la Real Academia de Bellas Artes de Granada y nombramiento como Socio de Honor de la Asociación de la Prensa de Granada (2001), Hijo Predilecto de la Provincia de Granada (2006). Por otra parte, el trabajo realizado conjuntamente desde las Universidades de Granada y Sevilla desde 1991 con el encuentro sobre Francisco Ayala, teórico y crítico literario, gracias al impulso de Antonio Sánchez Trigueros, ha dado desde entonces importantes frutos (recogidos en el volumen del mismo título y, entre otros, El universo plural de Francisco Ayala, Francisco Ayala y las vanguardias, Francisco Ayala: el escritor en su siglo, Francisco Ayala: escritor universal, El tiempo y yo: encuentro con Francisco Ayala, Francisco Ayala y América, Ayala y Cervantes…).

Andalucía en la obra de Francisco Ayala. En sus interesantísimas Reflexiones sobre la estructura narrativa Ayala indica con claridad la diferencia entre el hombre de carne y hueso, sujeto de una peripecia vital desde la que realiza su fabulación creativa y el autor que se inscribe dentro de su propio discurso: El escritor que produce una obra poética transfiriendo a ella algo de su individualidad esencial, queda por este acto desdoblado en dos: un autor que se incluye dentro del marco de su obra, y el hombre contingente que ha quedado fuera para desintegrarse en el incesante fluir del tiempo (Ayala, 1972, 402).

Nada, pues, de biografismos. Sin duda, los acontecimientos que forjan la conciencia desde la que se cristaliza –en la palabra– la creación literaria han de influir sobre ella. Pero los caminos por los que discurre y las rela-

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ciones en este campo son extremadamente complejas. Y, sobre todo, están tejidas no sólo de los acontecimientos vividos directamente, sino también de las lecturas, que constituyen una forma –si cabe– más intensa de vida. Andalucía (especialmente Granada) se hace presente en la obra de Ayala a través de la huella difícil de calibrar de sus años infantiles y juveniles, pero también a través de lecturas que han ido dejando su poso en la conciencia del escritor. No era fácil en los años en los que Ayala se inicia a la vida y a la creación literaria permanecer al margen de la profunda influencia de Andalucía como ámbito territorial e histórico, como tema mixtificado y topificado una y otra vez a través de mil falsificaciones… Al intento de identificar España con Castilla, propio de unos pocos escritores del modernismo literario que, en virtud de la operación de Azorín, han quedado en los clisés literarios como “Generación del 98” se sucedió la voluntad de reconocer la plural realidad de España. Juan Ramón reivindicaba Andalucía y a los escritores “periféricos”. Ayala, sin quedar al margen de tales dinámicas en el campo cultural que le correspondió vivir, pertenece ya a una generación más europeísta e internacionalista. Hace unos años –afirma Ayala en un texto recogido en De mis pasos en la tierra–, con ocasión de haberse planteado el tema de la literatura andaluza como algo sustantivo y distinto, respondía yo a una encuesta en forma dubitativa, observando que en algunas de mis narraciones, en Los usurpadores y en El jardín de las delicias, el ambiente natal está suscitado con gran intensidad; pero que no debo ser yo, sino los críticos, quienes determinen y dictaminen acerca de lo granadino o lo andaluz manifiesto a través de tales evocaciones (Ayala, 1998, 49).

Es lo que ahora pretendemos determinar, no sin el apoyo sólido del propio autor, que nos proporciona pistas fundamentales. Tres son los ámbitos de la escritura ayaliana en los que podría manifestarse la presencia de Andalucía: el temático, el estilístico (rhemático) y el de las fuentes e influencias. De ellos, qué duda cabe, el más fácil de determinar es el primero, que nos servirá de guía, aunque circunstancialmente haremos referencias a los otros dos. La presencia de Andalucía como escenario narrativo en la obra de Ayala es especialmente importante, como él mismo reconoce en Los usurpadores y en El jardín de las delicias. También son de extraordinaria utilidad para analizar esta presencia los escritos recogidos en el volumen De

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mis pasos en la tierra, que se abren con diversas evocaciones que tienen como trasfondo Granada y sus años iniciales, y concluye con el interesantísimo texto, ya citado, «Sevilla en mi vida». Ni en sus primeras novelas –que, con todo, acusan en muchos rasgos de la conformación de lugares y personajes sus vivencias granadinas– ni en su obra de vanguardia descubrimos, explícitamente referencias al sur peninsular. De los ocho textos (incluido el «Diálogo de los muertos») que integran Los usurpadores, tres de ellos hacen referencia, en el total transcurso de su acción o en parte de ella a lugares de Andalucía: «San Juan de Dios», a Granada; «El Hechizado» y «El abrazo», a Sevilla. Ahora bien: no esperemos en ningún caso el pintoresquismo descriptivo propio de otras creaciones, pero absolutamente ajeno a la escritura ayaliana: El ambiente de época está reducido a indicaciones sumarias; no hay en todo el libro ninguna reconstrucción arqueológica; no sucumbe jamás al fácil y falso encanto romancesco que, mediante la evasión hacia épocas pasadas, suele derivar al baile de máscaras. Pocas y sucintas notas bastan para situar la acción, dándole una referencia precisa –a veces, una fecha–, muro de contención contra la también deleznable fantasía intemporal; de manera que, atraída la atención del lector hacia la época pertinente, no se le obligue a transigir con su guardarropía (Ayala, 1992, 104).

Los relatos de Los usurpadores –nos dice Ayala– provienen de las lecturas que en mis años infantiles me encendieron la imaginación: una novela de Cánovas cuyo título he usado para mi cuento: «La campana de Huesca»; el romance del duque de Rivas sobre el fratricidio del campo de Montiel y la novela de Fernández y González Men Rodríguez de Sanabria (completada luego con la crónica original del Canciller) para mi relato «El abrazo»; El pastelero de Madrigal para «Los impostores».

¿Es sólo fruto de la casualidad que los autores mencionados sean, en todos los casos, andaluces? El malagueño Antonio Cánovas del Castillo, el cordobés Ángel Saavedra, duque de Rivas y el sevillano Manuel Fernández y González son el excipiente, el punto de partida, para su propia fabulación poético-narrativa. Autores leídos durante los años de su infancia granadina, que van conformando –con muchos otros escritores– su propio

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acento, al elevarse, como diría Harold Bloom, por encima de la “angustia de las influencias”. El caso de «San Juan de Dios» es muy especial, ya que el propio arranque del relato lo entronca con la experiencia infantil del narrador y con un cuadro de su casa natal: “De rodillas junto al catre, en el rostro las ansias de la muerte, crispadas las manos sobre el mástil de un crucifijo aún me parece estar viendo, escuálido y verdoso, el perfil del santo. Lo veo todavía: allá en mi casa natal, en el testero de la sala grande” (Idem, 107). Ayala ha confesado que, a diferencia de otros relatos contenidos en Los usurpadores, la acción de «San Juan de Dios» es totalmente inventada. Por ello adquiere aún mucha mayor importancia la ambientación y el escenario en esta Granada del siglo XVI: todavía el encono de las recíprocas ofensas y los rencores de familia no cedían en Granada a la nostalgia de una magnificencia recién perdida (…) Y así cada mañana, las calles y plazas famosas de Granada, las riberas del río, amanecían sucias con los cadáveres que la turbia noche vomitaba… (Idem, 108).

Mutatis mutandis parece imposible no encontrar aquí también una alusión a la Granada cainita que asesinaría unos años antes de la escritura del relato, en plena guerra civil, a Federico García Lorca. Ayala nos conduce por el Zacatín, donde el santo mendiga en nombre de Dios y es azotado por don Felipe Amor, cuyas manos crueles serán cercenadas en un lamentable error, y nos lleva a la entraña de una Granada castigada por la peste, que la dejaría “en más desolación que arrepentimiento”, poco antes de la sublevación de los moriscos. Un aspecto esencial del relato es su registro estilístico, cuyo mejor análisis –con clara autoconciencia– nos ofrece su autor, seguro de que los requerimientos internos de cada relato han determinado la técnica de su análisis literario: a la atmósfera agitada, patética del San Juan de Dios corresponde cierto énfasis verbal, a cargo sobre todo de los discursos proferidos por uno y otro caballeros para trazar, directa, dramática, la historia de su rivalidad y de su apasionada lucha. Enfático es también el modo como se muestran en su curso las señales del destino –el castigo de las manos violentas, amputadas por el acero; el de las manos lúbricas, forzadas a palpar, muerta, la car-

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ne cuyo calor habían profanado–, entre tantos otros contrastes como la novela ofrece. Pero ese tono levantado destaca en ella sobre el doble marco de la simple, directa y a veces brutal naturalidad del muchacho, y la oscura efusión piadosa del santo, no libre de alguna malicia villana. Por otra parte, la presentación de toda la trama a partir de una vieja pintura aleja y encuadra la narración convenientemente (Idem, 105).

¿Podríamos caracterizar esta voluntad de estilo como netamente andaluza…? Tal vez, siempre que no lo hagamos de manera excluyente, puesto que en el fondo la voluntad de estilo y la capacidad polifónica de crear personajes en relieve, caracterizados por su hacer y su decir pertenece, tout court, a la literatura universal, especialmente a partir de Cervantes, cuya huella en Ayala es claramente perceptible. Y en el que, sin duda, su experiencia andaluza hizo mella en su escritura. En el número 122 de la prestigiosa revista Sur de Buenos Aires, correspondiente a diciembre de 1944, Jorge Luis Borges publicaba la reseña «Francisco Ayala: El hechizado» en la que, entre otras apreciaciones interesantes, calificaba este relato como “uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”. Cuento que arranca en las horas del amanecer en un paisaje de las cumbres andinas con las figuras del Indio González Lobo despidiéndose de su madre y concluye en Madrid, con la discreta retirada del protagonista ante el rey idiota, pasa –muy intensa, aunque no extensamente– por Sevilla: “sólo en Sevilla permaneció el Indio González más de tres años, sin que sus memorias ofrezcan justificación de tan prolongada permanencia en una ciudad donde nada hubiera debido retenerle” (Idem, 189). Sevilla es así el “agujero negro” que con su fascinante forma de vida y sus misterios se “traga” al Indio González Lobo más de tres años. Fuera de ello, efectivamente, ninguna concesión pintoresquista a una ciudad que aún no conocía… En «El abrazo» la ciudad de Sevilla (especialmente su Alcázar) se convierte en escenario de confrontaciones violentas y fratricidas a la muerte de Alfonso XI: Antes de que la fúnebre procesión hubiera hecho la mitad del camino, ya la noticia del rey había entrado al Alcázar de Sevilla, donde la reina madre estaba morando (…) Por una puerta entraba en Sevilla el cuerpo del rey muerto, y por la otra llegaba noticia de que sus hijos, los bastardos, se estaban fortificando en sus castillos (Idem, 225-227).

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Sevilla es el ámbito de una acción marcada por el destino, por la confrontación y la voluntad de poder, por la vigorosa personalidad de los protagonistas que desencadenan acontecimientos trágicos… Y poco más. Con todo, Ayala cuenta con detalle su primera visita al Alcázar, acompañado por su cuidador, Joaquín Romero Murube: “vine a hallarme por fin dentro del lugar, sólo concitado antes por la imaginación literaria, donde había emplazado años atrás y desde remotas tierras uno de mis más acendrados relatos” (Ayala, 1998, 352). Varios fragmentos de ese fantástico “espejo trizado” que es El jardín de las delicias están situados en lugares de Andalucía: «Nuestro jardín» y «Lloraste en el Generalife», en Granada, en momentos y lugares distintos y distantes; «Postrimerías», en Sevilla… Todos ellos pertenecen –es significativo– a los «Días felices» que, sin lugar a dudas ha deparado su tierra natal a nuestro autor. Otros interesantes textos también nos trazan perfiles humanos con paisaje andaluz al fondo, como la recreación de don Álvaro de Tarfe, tomado del Quijote y convertido en protagonista de «Un caballero granadino».

Andaluz universal, más allá de tópicos y estereotipos En el interesante prólogo a la edición de los Relatos granadinos de Ayala, Juan Paredes reflexiona acerca de la existencia o no de una literatura (y más específicamente una narrativa) andaluza. Con cautela llega a una conclusión realista y operativa: Es cierto que resulta un tanto problemático, por no decir imposible, hablar de narrativa y poesía “andaluzas”, pero también lo es que existen poetas y narradores andaluces; una serie de escritores que, de manera más o menos manifiesta o consciente, delatan en su obra las raíces de su tierra, que ellos saben expresar con particular emotividad.

En concreto, a propósito de Ayala, afirma: En él se cumple perfectamente este requisito del andalucismo desde una doble vertiente contrapuntística y enriquecedora: Es andaluz por su nacimiento, por sus vivencias, por su manera de sentir y la peculiar forma de

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expresar todo esto en su obra. Pero, al mismo tiempo, es universal… (Ayala, 1990, 12).

“Andaluz Universal”, como es bien sabido, es sintagma acuñado por Juan Ramón Jiménez, que explica en un texto conmovedor de 1953: Yo tenía conciencia de que era andaluz, no castellano, y ya consideraba un diletantismo inconcebible la exaltación de Castilla (...) Mi idea instintiva de entonces y consciente de luego, era la exaltación de Andalucía a lo universal, en prosa, y en verso, a lo universal abstracto; y como creo que es verdad que el hábito hace al monje, yo me puse por nombre ‘el andaluz universal’ a ver si podía llenar de contenido mi continente (Vázquez Medel, 2005a, 247 y ss.)1.

No forma parte del proyecto vital y literario de Ayala “la exaltación de Andalucía a lo universal”, porque su escritura –y la cosmovisión que encierra– tienen poco de exaltador, y mucho menos de local. La antropología de Ayala es negativa en sus raíces (no podemos hacernos muchas ilusiones acerca de un ser humano que a veces se encuentra más cerca de lo animal que de la superioridad de lo espiritual), positiva en su proyecto (tal vez a través de la cultura y la educación, de un orden social justo que limite en lo imprescindible la inalienable individualidad de cada uno, podamos alcanzar una sociedad razonable y equilibrada), de nuevo negativa en cuanto a su carácter predictivo (no es muy probable que lleguemos alcanzar ese equilibrio y esa vida feliz soñados en todos los tiempos y lugares). Sin duda podríamos aplicar a Andalucía lo que Ayala decía a propósito de España con ocasión de su investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Sevilla: Hoy se piensa que el carácter colectivo de las distintas comunidades, grandes o menores, está constituido, si acaso, por el entramado de los valores que en ellas se aceptan tradicionalmente, y así prevalecen en su seno. Estos valores, lejos de ser inamovibles, se modulan, alteran o cambian con el tiempo, permitiendo que desde el exterior se constituya un estereotipo 1 Cf. Manuel Ángel Vázquez Medel, El poema único. Estudios sobre Juan Ramón Jiménez, Huelva, Diputación Provincial, 2005a, 247 y ss. También es interesante conocer la importancia del ideal andaluz y la cultura andaluza en el primer tercio del siglo XX, en Manuel Ángel Vázquez Medel, Rafael Alberti y Andalucía, Sevilla, Alfar, 2005b, 47 y ss.

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–sobre todo, aquellos que parecen halagüeños– asumirán e interiorizarán luego los miembros del grupo (Vázquez Medel, 1995, 96).

Y, más adelante, crítico con la paradoja de que los colectivos hagan énfasis en sus diferencias, en el momento en que más se asemejan a otras comunidades, indica: “La crisis de identidad que en todas partes se advierte es, precisamente, el más elocuente síntoma; pues claro está que sólo quien advierte que la está perdiendo se angustia y clama por ella” (Idem, 100). En entrevista con el Comisario del Centenario El País (3 febrero 2006) afirmaba: “Para García Montero, Francisco Ayala es un auténtico referente de cómo ser andaluz y de “cómo debemos de sentirnos andaluces, huyendo del costumbrismo barato”. El propio autor de Historia de la libertad ha querido que Andalucía “tenga un importante protagonismo” en la celebración del centenario. Sin lugar a dudas, así ha sido. Pero sabemos que nuestro interés por Francisco Ayala está mucho más allá de la circunstancia –por importante que sea– de su nacimiento y de su relación con Andalucía. Ayala ha levantado, en la palabra, un monumento más duradero que el bronce (monumentum aere perennius, como diría Horacio). Sus valores deben ser defendidos desde tradiciones interpretativas que, ajenas a las coyunturas, atisben las cuestiones esenciales de la condición humana.

Referencias bibliográficas AYALA, F. (1972): Los ensayos. Teoría y crítica literaria, Madrid, Aguilar. —. (1988): Recuerdos y olvidos, Madrid, Alianza Editorial. —. (1990): Relatos granadinos, ed. de Juan Paredes Núñez, Granada, Ayuntamiento de Granada. —. (1992): Los usurpadores, ed. de Carolyn Richmond, Madrid, Cátedra. —. (1998): De mis pasos en la tierra, Madrid, Alfaguara. —. (2005): El jardín de las delicias, Madrid, Alianza. VÁZQUEZ MEDEL, M.A. (1995): El universo plural de Francisco Ayala, Sevilla, Alfar.

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—. (2005a): El poema único. Estudios sobre Juan Ramón Jiménez, Huelva, Diputación Provincial. —. (2005b): Rafael Alberti y Andalucía, Sevilla, Alfar.

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5. «Del Genil al Río de la Plata»: Claves de la etapa argentina de Francisco Ayala

Introducción: La vida como ríos que se van La vida –así nos lo muestra la obra poética y ensayística de Francisco Ayala– no está nunca del todo en nuestras manos. Hay una parte de nuestro acontecer que se nos escapa y va fijando ese ámbito en torno que también nos constituye. Ante esta incontestable realidad, sólo podemos ofrecer con dignidad nuestra representación en el mundo desde el ejercicio de la voluntad, que confiere a nuestros actos un sentido ético, y hace posible nuestra preciosa –aunque también relativa– libertad. Ayala, ensayista de un mundo en crisis, experimentó en su propia peripecia vital que todo es cambio, mutación, transformación… Que no vale la pena apegarnos a nada, porque todo –a la postre– acaba sumido en la muerte o el olvido. No podemos bajar a bañarnos dos veces al mismo río, porque su curso habrá cambiado, pero también habremos cambiado nosotros de un momento al otro. Para Ayala el viaje es metáfora de la vida humana. También los ríos que se van, a cuyas orillas nos asomamos en distintos momentos de nuestra existencia. Desde la discreción con que nuestro autor se refiere a los hechos más íntimos de su vida personal en su extraordinario libro de memorias Recuerdos y olvidos, podemos colegir que, a lo largo de su dilatada existencia, se han producido dos momentos de especial crisis personal: el primero, el que

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le arrebató todo su marco vital y la bien ganada seguridad que, a los treinta años, parecía prometerle su envidiable situación; el segundo, el que con ocasión de cumplir los cincuenta años le llevó a un largo viaje hacia el oriente para encontrarse consigo mismo, y más tarde sería el punto de partida de su decisiva incorporación a la vida norteamericana. Entre una y otra están los años fundamentales de Argentina, Brasil y Puerto Rico. A lo largo de ellos Ayala decidió, con firmeza, construir una vida y una obra que expresaran lo mejor de sí. Son los años de escritura de Los usurpadores, de La cabeza del cordero, de Historia de macacos, pero también de lo más importante de su obra sociológica, de la que el Tratado de sociología es el más alto exponente, entre muchos ensayos que reflexionan sobre la libertad, sobre nuestro papel en el mundo, sobre la educación, sobre la escritura, sobre la realidad de España, sobre la traducción… Son también los años más intensos de escritura periodística y de actividad traductora (desde cinco idiomas –inglés, francés, alemán, portugués e italiano–), con autores tan importantes en la relación como Rilke, Moravia o Thomas Mann. A ellos nos asomaremos ahora, centrándonos en los años argentinos, que tan decisivos fueron para su vida y su obra.

En las orillas del Río de la Plata Apocado o con desgano, cierto poeta añejo proclamó la felicidad de “aquel que no ha visto/ más río que el de su tierra”. Felicidad tal, si felicidad fuere, yo no la disfruté nunca, ni tampoco la he deseado, siendo muchas y diversas las corrientes de agua a las que, a lo largo del tiempo, han podido asomarse mis ojos.

Son las primeras palabras del texto «Del Genil al Río de la Plata», ahora integrado en De mis pasos en la tierra (Ayala, 1998: 169). En efecto, tras comenzar su largo periplo vital desde las orillas del Genil a las del madrileño Manzanares, será la terrible lección de la Guerra Civil la que enseñará a Ayala que la vida es efímera, frágil, cambiante… Que no vale la pena apegarse a nada, ya que un golpe del destino puede, de pronto, privarnos de cuanto constituye nuestro mundo:

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Súbitamente, la guerra civil me arrancaba del marco en que se hallaba inserto mi proyecto vital, rompiendo el cuadro de todos mis esquemas, de todas mis expectativas, y arrojándome a la precariedad de lo imprevisto (Ayala, 1998, 170).

La Guerra Civil, precisamente, sorprendió a Francisco Ayala durante su primer viaje a América, donde había sido invitado por el Rector de la Universidad de Santiago de Chile. Junto a su esposa Etelvina y su pequeña hija Nina, había emprendido en mayo de 1936 un periplo por Uruguay, Chile, Argentina y Paraguay. Tal vez este viaje habría de ser decisivo para la búsqueda de un destino razonable al final de la contienda: “Yo, por mi parte, a la hora de decidir el sitio donde, dadas las circunstancias, mejor pudiera rehacer mi vida tras la catástrofe, procuré encaminarme hacia Buenos Aires, ciudad que conocía ya y en la que podía contar con algunos amigos” (Ayala, 1988, 260). En efecto, desde su primera llegada a Buenos Aires el 25 de mayo de 1936, día de la fiesta nacional argentina, Ayala tuvo la ocasión de estrechar lazos con el doctor Raúl Sánchez Díaz, con Enrique Diez-Canedo, entonces embajador del gobierno del Frente Popular en Argentina; de conocer a Borges, con cuya hermana Norah –esposa de Guillermo de Torre– tenía una buena amistad… “La Argentina que había visto en mi primera visita me dejó la impresión de una apertura soleada, de un pulso enérgico y de una fuerte expansión vital; en cambio, ahora en Chile sentí algo así como una intimidad melancólica, apagada, dulce” (Idem, 202). Fue en Chile donde recibió el 18 de julio la noticia de la sublevación militar, y se dispuso a volver a España de inmediato, aunque a la espera de embarcarse para Lisboa aceptó una gira de conferencias por Paraguay. Es bien conocida la intensa actividad de Ayala durante los años de la Guerra, a favor de la causa de la República y de un final digno del conflicto, especialmente durante los meses de su estancia en Praga y como Secretario General del Comité Nacional de Ayuda a España. Cuando ya era un hecho la derrota de la República, Ayala sale de España el 6 de febrero de 1939: “Yo no me hacía ilusiones ningunas acerca del futuro. Sabía que había salido de España para muchísimo tiempo, quizá para siempre, y sin querer engañarme con falsas esperanzas, me dispuse a rehacer mi vida al otro lado del Océano” (Idem, 247). Tras unas semanas en Cuba y un viaje a través del estrecho de Panamá hacia Chile, Ayala y su familia se instalarán en Buenos Aires:

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Aquéllos [el Darro y el Genil] fueron, aquéllos habían sido los menguados ríos de mi infancia, y éste [el cortesano Manzanares] el no menos escuálido de mi juventud. Pero antes de que esa juventud se hubiera pasado, debí trasladar de nuevo mi vida, esta vez a orillas del remoto Río de la Plata. Pasaje este de veras crítico: la recién concluida guerra civil había derribado el edificio –castillo de naipes al fin– laboriosamente erigido por mí con los materiales de mi personal existencia (Ayala, 1998, 169).

Regreso a la escritura de creación Durante las primeras semanas de su exilio, Ayala regresa a la escritura poética, como una necesidad de contemplar su destino personal y el de su país, con desolada serenidad y con acendrada belleza. Nunca ponderaremos de manera suficiente la importancia del «Diálogo de los muertos» (que se incorporaría como oportuno «Epílogo» a Los usurpadores, y que es el eslabón natural con La cabeza del cordero) en la trayectoria creativa ayaliana: Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra. Y ahora, el viento se llevaba a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes.

Es el comienzo de un texto magistral en el que la vida natural y la vida social, desgarrada por el conflicto, entran en profunda concordancia. Todos (vivos y muertos) han quedado igualados por la muerte. Sólo los signos de una nueva primavera regeneradora sobre la tierra calcinada y preñada de montones de huesos que igualan a vencedores y vencidos, se presenta como signo de esperanza y de reconciliación: “Ya todo acabó; ya todos somos uno. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino”. A orillas del Río de la Plata encontramos a un Ayala decidido a mirar siempre hacia adelante, a no lamentarse de todo cuanto la vida le había privado. Y a asumir la provisionalidad con que afrontará, desde ahora, su existencia:

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Desde la guerra civil, mis viviendas en distintos países y ciudades han tenido siempre –al menos en mi ánimo– cierto carácter de instalación provisional (…) Sin duda las circunstancias particulares contribuyen a afianzar o a debilitar la tendencia y disposición innata en cada cual, y mis circunstancias no han sido las más propicias a la estabilidad.

Ayala, que nunca se había preocupado especialmente de las exigencias materiales –en gran medida porque siempre las había resuelto con holgura– de su pequeña familia, incrementada con su hermano Enrique y su hermana Mari, debe hacerlo ahora. Afortunadamente, no le faltará el apoyo de buenos amigos y de una coyuntura económica favorable: “Las oportunidades económicas que la sociedad argentina ofrecían eran muy superiores, sin comparación posible, a las de la sociedad española previa a la guerra” (Ayala, 1988, 267). Son años en los que hará profesión de su actividad como escritor y traductor, aunque pronto comenzará también a simultanearla como profesor de sociología, disciplina en la que es considerado como un gran precursor de la moderna ciencia sociológica en el ámbito iberoamericano. Ayala, con todo, cuando se sumerge en su memoria y rescata páginas selectas de aquellos años insiste en su cambio de contexto vital, muy especialmente en sus nuevos amigos (de ahí la importancia de tantos nombres como son rescatados del olvido). A pesar de no ser gran frecuentador de las tertulias de los exiliados, recuerda con cariño las de los cafés de la Avenida de Mayo, en el Español o en el Tortoni. Y, en ellas, entre muchos otros nombres, recuerda a los tres gallegos exiliados Rafael Dieste, Lorenzo Varela y Luis Seoane, al redactor de El Heraldo de Madrid José Venegas, al joven Javier Farias, al militante comunista Mariano Perla, o al gafe Jacinto Grau, a través de cuyas peripecias se asoma al ambiente de un Buenos Aires de bohemia y en el que también asumirá pronto responsabilidades editoriales. Veremos también asomarse a las páginas de Recuerdos y olvidos los nombres de Borges, Guillermo de Torre, Bioy Casares, Attilio Rossi, Victoria Ocampo, Francisco Romero, Pedro Henríquez Ureña, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Murena, Antonio López Llausás, Federico de Onís, César M. Arconada y, como ilustres visitantes durante sus años argentinos, a León Felipe, Dámaso Alonso y Juan Ramón Jiménez. Con todo, los grandes nombres a los que se asocia la parte más significativa de la estancia de Ayala en Buenos Aires son pocos. Entre ellos es

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preciso destacar el de Mallea, director del suplemento literario del diario La Nación, a cuyas páginas fue invitado Ayala, a pesar de que el rotativo se había alineado con la insurrección fascista en España y que Ayala, dentro de la simplificación del momento era considerado, como republicano, un “rojo”. A poco de llegar a Buenos Aires fui invitado por Eduardo Mallea, que dirigía el suplemento literario de La Nación, a escribir en sus páginas, cosa que me sorprendió gratamente por inesperada, y que estimé entonces y seguiré estimando mientras viva, en el más alto grado (…) El pago de los artículos que durante bastantes años publicaría en La Nación constituyó entonces aportación imprescindible a mi presupuesto familiar, nutrido, al comienzo sobre todo, con los productos de mi pluma. Por primera vez en mi vida, y esto durante un cierto lapso, tuve que atenerme en Argentina a los ingresos proporcionados por mi actividad literaria, cosa que siempre había eludido y casi siempre logré evitar desde el principio y a lo largo de los años (Idem, 277-228).

Julia Rodríguez Cela ha dedicado su tesis doctoral a estudiar El exilio de Francisco Ayala en Buenos Aires (1939-1950), y ha localizado las 56 colaboraciones de Ayala con La Nación, iniciadas con el artículo «Histrionismo y representación», publicado el 7 de enero de 1940. Eduardo Mallea (1903-1982) fue un importante escritor y diplomático argentino, destacado por el carácter psicológico y existencialista de sus obras. Nacido en Bahía Blanca en el seno de una familia liberal y provinciana adoptó una actitud crítica ante esta sociedad decadente y acomodaticia. Marchó joven a Buenos Aires y se adhirió al grupo martinferrista. Fue amigo del escritor argentino Ricardo Güiraldes y del mexicano Alfonso Reyes. Su primera colección de relatos breves, Cuentos para una inglesa desesperada (1926), tenían un tono más bien ligero, que cambió en otros cuentos más profundos, como los de Nocturno europeo (1934). Con todo, la etapa principal de producción literaria de Mallea coincide con estos años de amistad con Ayala, cuya conversación, ideas y escritura fueron siempre un estímulo para él. Durante la década de 1940 realiza su principal producción, que arranca de la novela Meditación en la costa, publicada el mismo año de la llegada de Ayala a Buenos Aires, 1939. Se centra en problemas nacionales y presenta a unos individuos que se sitúan entre “lo visible” –falsos valores, vida social– y “lo invisible” –la vida interior–. Algunas de

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las novelas de este período son La bahía del silencio (1940), Todo verdor perecerá (1941), Las Águilas (1943) o La torre (1951). Mallea se enfrenta en todas sus obras con el doble imperativo de incorporar a su temática la crisis espiritual de nuestros días y de modernizar, al mismo tiempo, la técnica narrativa para adecuarla al nuevo contenido. Imperativos que reconocemos con claridad en la obra ayaliana. A partir de la mitad de la década de 1950, en cambio, se centró en el ensayo y en el relato breve. Entre sus obras narrativas destacan, además, La barca de hiel (1967) y Gabriel Andoral (1971). Está considerado como el creador de la novela urbana que hasta él pocos autores latinoamericanos habían cultivado. Francisco Ayala, que ve en Mallea una “persona timorata en extremo, un hombre angustiado de aprensiones, precauciones y suspicacias” (por lo que agradece más aún los gestos de verdadera amistad que le ofreció), le dedica casi recién llegado a Buenos Aires, en el número 65 de Sur, la reseña «Mallea: Meditación en la costa», en la que destaca el fondo moderadamente nacionalista y sociológico de su novela: Con el empleo de ficciones se propone Mallea captar en sus novelas aspectos significativos de la realidad circundante, esa misma realidad patria que en otros de sus libros, más cargados de elementos ideológicos, es perseguida en demanda de una síntesis totalizadora… Sutil, cautivador libro éste, el primero en aparecer tras el silencio de casi diez años en que se han ido sedimentando impaciencias, decantando ideas, afinando el oído para los ruidos telúricos, y creciendo esa gran agonía… esa gran agonía del hombre por su tierra.

Se refiere especialmente Ayala al ensayo Historia de una pasión argentina (1937), cuando habla de otros libros de Mallea “más cargados de elementos ideológicos”. Otro caso de intensa amistad y positivas influencias mutuas (a pesar de sus diferentes poéticas narrativas) lo constituye la relación entre Ayala y Borges, especialmente estudiada por David Viñas, y de la que nos ha quedado el valioso testimonio de la reseña dedicada por Borges –en el número de diciembre de 1944 de Sur– al relato «El hechizado» de Ayala, del que dice que “Por su economía, por su invención, por la dignidad de su idioma, «El hechizado» es uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”. En justa reciprocidad, tenemos el finísimo análisis de Ayala, de 1963, «Comentarios textuales a El Aleph», actualmente recogido en Las

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plumas del Fénix, que revela la profundidad del análisis narrativo de nuestro autor, que ha captado en El Aleph dimensiones y resonancias solo posibles para quien une a su excelente conocimiento teórico-crítico su singular calidad como narrador. Deseamos destacar, por la amistad que les unió y el respeto que se tuvieron, la relación intelectual entre Ayala y Francisco Romero, al que dedica hermosas páginas en Recuerdos y olvidos: “Entre ellos [los amigos intelectuales del grupo Sur], se destaca ahora en mi recuerdo la figura de Francisco Romero, aquel pensador distinguido, aquel escritor de tan buena pluma, aquel hombre de apasionada y sanguínea generosidad, a quien quise con profundo afecto”. Francisco Romero (1891-1962), un sevillano emigrado con su familia –tal vez de raíces protestantes– desde su infancia a la Argentina, había sido –nos informa Ayala– militar, y se había retirado de las armas con el grado de mayor. A la sazón era profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde mantenía con intemperancia una lucha denodada contra las habituales corruptelas y trapicheos de la vida académica y, en general, contra el prevalecimiento de la mediocridad (Idem, 307).

Edgar S. Brightman, de la Universidad de Boston, y Michele F. Sciacca, de la de Génova, calificaron en los años cincuenta a Romero como “el más eminente de los filósofos latinoamericanos vivos” y, en efecto, recibió en Argentina los más altos reconocimientos y distinciones, como el Premio de la Fundación Severo Vaccaro, el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y el Primer Premio Nacional a la producción intelectual. Francisco Romero concibió y dirigió en Editorial Losada, durante décadas, la primera colección de libros filosóficos que, en forma orgánica, se haya publicado en América Latina. Aquí aparece su fisonomía de precursor, dando una prueba cabal de su fe en el quehacer al que dedicó tantos desvelos y afanes; aquí, como en muchas otras actividades, fue un adelantado. Siguió las directrices de la filosofía de Korn, Dilthey, Ortega, Husserl y Hartmann, y entre sus obras destacan Filosofía Contemporánea (1914), Filosofía de la persona (1944), Filósofos y problemas (1947), Ideas y figuras (1949), Teoría del hombre (1952), Qué es la filosofía (1953), Relaciones de la filosofía. La filosofía y el filósofo. Las alianza de la filosofía (1959), Ubicación del hombre (1961).

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La relación intelectual y la colaboración entre Ayala y Romero fue especialmente intensa con ocasión de una de las iniciativas editoriales más destacadas de nuestro granadino universal. Nos referimos a la Realidad, Revista de Ideas, cuyo primer número apareció en enero-febrero de 1947. Dirigida por Francisco Romero (aunque en realidad su alma fue Francisco Ayala, que no quiso aparecer como Director) tenía un Consejo de Redacción integrado por Amado Alonso, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada, Julio Rey Pastor, Guillermo de Torre, Francisco Ayala y Lorenzo Luzuriaga. Ya en su primer número se ofrecen destacadas colaboraciones de –entre otros– Eduardo Mallea (verdadero impulsor editorial de la publicación), Bertrand Russell, Corpus Barga, Guillermo de Torre, Francisco Romero y Francisco Ayala, autor también de la importante nota editorial, en la que podemos captar el espíritu programático de esta publicación que reunió, a lo largo de sus dieciocho números a los mejores intelectuales y escritores del momento: El Occidente debe alcanzar conciencia de sí, de sus raíces y fundamentos, de lo que en el es accidente y de lo que es su esencia, de su médula viva, de sus limitaciones y posibilidades. Debe también abarcar su crisis, entenderla, juzgarla, arbitrar los medios para salir de ella. Esto, en cuanto a lo que pudiera llamarse el aspecto interno. En cuanto a lo externo, debe examinar la nueva situación, abrirse a una comprensión más generosa y cabal de otras culturas, para respetar en ellas su derecho, para incorporar aquéllos de sus valores que resulten admisibles sin desmedro de la peculiaridad propia, para corregir lo que, acá y allá, hubiera de angosto y unilateral. Una cultura no se impone a quienes no la tengan por propia; únicamente es legitimo proponerla. Y la aceptación dependerá de que la propuesta resulte aceptable en sus bases y como programa.

Es evidente que estas palabras están sacudidas por el aún reciente final de la Segunda Guerra Mundial, por la clara conciencia de un nuevo horizonte planetario para la humanidad en el que habrán de convivir los pueblos y las culturas sin colonialismos ni imposiciones, pero tampoco sin renunciar a algunos aspectos fundamentales del proyecto ilustrado de la modernidad occidental. Sin embargo, el proyecto de la publicación es repensar críticamente las bases mismas, los fundamentos de un proyecto que resulte humanamente aceptable.

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En el trasfondo del proyecto de Realidad resulta reconocible, por un lado, la antropología filosófica de Francisco Romero, de raíces orteguianas tanto en el rigor de las ideas como en la calidad de su estilo expositivo; por otro, y a la vez, la antropología sociológica de Francisco Ayala, gestada tras dos intensas décadas de lecturas y reflexión, y que conoció ese mismo año 1947 del primer número de Realidad su culminación en el Tratado de Sociología, redactado durante el año de estancia en Brasil (1945). Ayala se incorporó pronto, como hemos visto, a la vida intelectual de Argentina y a su actividad profesoral como sociólogo y jurista: en abril de 1940 fue admitido como miembro del Instituto Argentino de Filosofía Jurídica y Social; dictó un curso de Sociología en la Universidad Nacional del Litoral en Santa Fe, y en 1942 otro sobre «Formas del Estado Moderno» en el Ateneo Luis Bello de Rosario. Tal vez, con todo, lo más destacado son sus colaboraciones –además de La Nación o Realidad– con diversas publicaciones como Sur, La Ley o Cuadernos Americanos. También trabaja algún tiempo para la editorial Losada, en la que llega a dirigir una Biblioteca de Sociología, y para Sudamericana, como director del Diccionario Atlantic. No es fácil hacer un balance de la etapa argentina (1939-1950) de Ayala, dividida en dos partes por el año de estancia brasileña. Se trata de poco más de una década, pero verdaderamente decisiva en su evolución vital, intelectual y creadora. Ayala consolida y sistematiza su visión del ser humano, de la sociedad, de una crisis sin precedentes en la historia de la humanidad. Desde su elevada atalaya escruta los signos del presente, analiza la coyuntura y busca una salida posible y digna a un mundo que ya no podrá volver a ser el mismo descubierta la tapa (atómica) del ánfora de Pandora. Ayala vuelve su mirada hacia el pasado y descubre las claves del presente: lo hará en su lectura sociológica –¡tan avanzada en su momento!– de las raíces y las encrucijadas de una modernidad herida, pero también en sus relatos de Los usurpadores, a través de los que desfila una galería de seres humanos que –desde y más allá de sus circunstancias concretas– nos permiten asomarnos al abismo de la condición humana; a través de los textos de La cabeza del cordero, aparentemente gestados desde la reciente contienda civil española, pero que nos ponen ante nuestros ojos caracteres y gestos de seres humanos que podían haberlo sido en cualquier otro lugar, en cualquier otro tiempo…

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A modo de epílogo: el Río de la Plata en la memoria El ciclo de Argentina se fue agotando ante la atmósfera irrespirable del peronismo. Ayala resumirá escuetamente: Deseoso de respirar otros aires distintos de aquéllos, que ya no eran precisamente buenos, pues con el peronismo se habían hecho deletéreos, procuré organizarme una gira de conferencias por distintos países del continente americano, y para eso escribí a algunos amigos, con cuya ayuda y consejo quedó establecido, en forma flexible y sin compromiso firme un itinerario. Primera etapa había de ser Puerto Rico (Idem, 372).

Lacónica despedida para quien no se quiere sentir atado a nada ni a nadie. Ayala, ligero de equipaje comenzará en Puerto Rico un momento de transición (1950-1956) hasta incorporarse durante dos décadas importantísimas a la vida norteamericana. Pero no pensemos que el desapego es desafecto. He aquí la definitiva lección de Ayala: se puede amar sin dependencias. Y así lo reconoce, de manera muy hermosa, en las páginas que venimos citando del libro De mis pasos en la tierra, con las que concluimos: Cuando hoy acude a mi memoria aquel Río de la Plata, aparece con tonalidades afectivas más intensas y vivaces que ninguno otro de cuantos antes y después he conocido: incluso los mínimos ríos de mi infancia (…) Gratamente he paseado por las orillas del Sena, por las del Támesis; he cruzado el Moldava; he navegado a lo largo del Danubio; me he detenido en éxtasis sobre un puente del Tíber, he recorrido arriba y abajo el Nilo; he recreado la vista con las estampas románticas del Paraná; más de una vez me he demorado a meditar ante las venas de la antigua, fabulosa Mesopotamia; y he habitado, junto al laborioso Hudson, la isla de Manhattan; pero con eso y todo, el Río de la Plata es el que más profundas resonancias despierta en mi alma.

Referencias bibliográficas AYALA, F. (1942). El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Buenos Aires, Losada. —. (1944). El hechizado. Buenos Aires, Emecé. —. (1944). Oppenheimer. México, FCE.

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—. (1944). Los políticos. Buenos Aires, Depalma. —. y TREVES, R. (1944). Una doble experiencia política: España e Italia. México, El Colegio de México. —. (1944). Razón del mundo. Un examen de conciencia intelectual. Buenos Aires, Losada. —. (1944). Histrionismo y representación. Buenos Aires, Sudamericana. —. (1945). Ensayo sobre la libertad. México, FCE. —. (1945). Jovellanos. Buenos Aires, Centro Asturiano. —. (1947). Tratado de Sociología. 3 vols. Buenos Aires, Losada. —. (1949). Los usurpadores. Buenos Aires, Sudamericana. —. (1949). La cabeza del cordero. Buenos Aires, Losada. —. (1988). Recuerdos y olvidos, Madrid, Alianza. —. (1989). «Comentarios textuales a El Aleph», en Las plumas del Fénix. Madrid, Alianza. —. (1998). De mis pasos en la tierra. Madrid, Alfaguara.

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6. Francisco Ayala, el sentido y los sentidos En el volumen colectivo Francisco Ayala: el escritor en su sigloa1 he tenido ocasión de indicar que a nuestro autor puede aplicársele la consideración de escritor-“estrella fija”, con la que Schopenhauer distinguía a los verdaderos creadores de aquellos otros que son como “estrellas fugaces” o “planetas”: Sólo [las estrellas fijas] son inmóviles, fijas en el firmamento; tienen luz propia, ejercen su acción en una época como en otra, no cambiando de aspecto porque nosotros cambiamos de posición, pues no tienen eje de paralelismo. No pertenecen, como aquéllas, a un solo sistema (nación), sino al mundo. Pero precisamente por su altura necesita su luz generalmente muchos años antes de hacerse visible a los habitantes de la tierra (Schopenhauer, 1996, 96).

Si exceptuamos la consideración de inmovilidad, en un cierto sentido que no conviene a ningún gran autor, pues todo gran escritor tiene su propia trayectoria, todos los demás rasgos se cumplen en Ayala. Incluso, esa otra dimensión de “inmovilidad” que podríamos caracterizar mejor como 1

Sevilla. Alfar. 1998a Cfr. También M.A. Vázquez Medel (ed.) El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla. Alfar. 1997 y Francisco Ayala y las Vanguardias, Sevilla. Alfar. 1998b.

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permanencia: capacidad de reflejar la condición humana por encima –que no al margen– de las concretas coyunturas en que se encarna... Vigencia de la palabra en distintos tiempos y en distintos lugares, capacidad comunicativa y resistencia al ser inserta en distintos contextos interpretativos. Esto es: universalidad. Incluso la referencia al tiempo que tarda en ser percibida su luz a gran distancia vale para nuestro autor, cuyos avatares de recepción por parte del público lector y la crítica especializada deben ser convenientemente estudiados. Con todo, la década final del siglo XX –de su siglo– está propiciando una más precisa y justa ubicación de Ayala en el canon literario contemporáneo, a pesar de que nuestro escritor ha tenido, desde época muy temprana, una excelente fortuna crítica. Esto es: estudiosos capacitados e inteligentes que, siguiendo las precisas indicaciones del propio autor (o debatiéndolas, a veces), han desgranado muchos de los entresijos y secretos de la escritura ayaliana. Una escritura libre, independiente, insobornable, que pagó un precio del que Ayala era plenamente consciente: “quien falta al deber convencional de desempeñar un papel social definido, respondiendo así a las expectativas de la gente, le causa al prójimo una especie de inquietud, de desasosiego, por lo que deberá pagar su precio”, nos dice en el prólogo a sus memorias Recuerdos y Olvidos. Y añade: Pero cada uno es como es, sin remedio. Yo, por mí he sido de aquellos que borran –y bien sé que en mi propio daño– los contornos de su figura social, quizá para sentirme en perpetua disponibilidad de espíritu frente al futuro, para evitar en lo posible la fatal fosilización del ser (Ayala, 1988a, 17).

A fuerza de desdibujar contornos y de crear con libertad, Ayala nos ha obligado a enfrentamos con su obra toda como lo que es: uno de los mayores monumentos de la literatura universal contemporánea. Una obra plural y viva, de gran riqueza de estilo tanto en la vertiente más estrictamente ensayística y discursiva como en la más directamente creativa y de ficción. Así, en un país en el que se ha dicho que, en ocasiones, nuestra estrechez y pobreza crítica nos impide hacemos más de una imagen de una misma persona, Ayala se nos ha impuesto como un gran narrador –que cruza casi todos los grandes momentos de la prosa de ficción en el siglo XX desde la experimentación vanguardista a la disolución de la modernidad–; como un

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gran ensayista, profético analista de la realidad social; como un gran teórico y crítico literario; como ejemplar teórico de la traducción y traductor de algunas grandes obras de nuestro siglo; como practicante de un periodismo de opinión de calidad expresiva y agudeza de contenido, al que también ha dedicado su especulación teórica; como un apasionado y cualificado espectador del cine y de las más actuales manifestaciones audiovisuales, sobre las que ha escrito espléndidas reflexiones... En 1992, la Universidad Complutense ofreció entre sus Cursos de verano de El Escorial un seminario codirigido por la profesora Richmond y el profesor Sánchez Trigueros bajo el título general de «Francisco Ayala: el sentido y los sentidos». He pretendido, utilizando aquí el mismo rótulo, rendir homenaje a estos dos destacados especialistas en la obra de Ayala y retomar, completándolas ahora, algunas notas que entonces expuse sobre la búsqueda del sentido, la presencia del universo de los sentidos y los fundamentos de la antropología ayaliana.

Cuerpo y corporeidad La escritura de Ayala, pese a nutrirse de todo el rico caudal simbólico de nuestras tradiciones culturales, se nos presenta siempre como escritura incorporada, encarnada (y a veces, introduciendo perspectiva y distancia, descarnada). Es una escritura desde la conciencia de la corporeidad y sobre los cuerpos (individuales o sociales), sobre lo visible, sobre lo audible, sobre lo tangible. El cuerpo, para los seres humanos, no es sólo materialidad o construcción imaginaria: en el ámbito de lo inasible real, el cuerpo es la base o fundamento mismo de las construcciones imaginarias, el radical de toda materialidad y de toda experiencia directa o indirecta, mediata o inmediata. Pensamos el cuerpo desde el cuerpo y gracias a él. No es posible elaborar, bajo una formulación unánimemente aceptada, una mínima teoría (visión) del cuerpo a partir de la cual sea posible construir un debate. Los tiempos en que gramáticas interpretativas cerradas –metarrelatos legitimadores (según Lyotard) autodotados de coherencia interna– se ofrecían como perfectos correlatos de lo real, han concluido. Ya la visión primera del cuerpo está plagada de valencias (y de violencias); viene filtrada por componentes ideológicos (por acción o reacción) de los

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que no es posible desprenderse. Es más: la propia experiencia de la corporeidad y su correspondiente valoración se ofrecen, para el ser humano, fuertemente mediadas culturalmente. También para los humanos el cuerpo es más una construcción que un dato: algo que se labora y se elabora en dialéctica relación entre conciencia y experiencia, entre el sujeto y el mundo en torno. El cuerpo nos inscribe en el mundo, y desde esa inscripción escribimos y describimos los cuerpos. No es casual que el descubrimiento de la corporeidad sea simultáneo –en ese primordial relato, el Génesis que simbólicamente (y míticamente) tantas verdades encierra a la conciencia de la caída; que la expulsión del Paraíso esté asociada con el descubrimiento del sexo y la función reproductiva; con la necesidad de alimentación y el trabajo fatigoso. Así, el cuerpo es, simultáneamente, lugar de esclavitud e instrumento de emancipación... El cuerpo, en el Paraíso, es algo leve, algo que no pesa pero que tampoco puede ser objeto (ni sujeto) de experiencia radical. Para este ser arrojado del Paraíso por su conciencia, por su sabiduría y por su talante moral (al cabo ha transgredido las prohibiciones de acceder a los frutos de los árboles de “la ciencia” y del “bien y del mal”), el cuerpo va a revelar muy pronto su defectibilidad y su fragilidad. Aparece el embrión de la sociabilidad, y la energía que al hombre da potencia (física o simbólica) se transforma en poder. Nada nos extraña, pues, que Ayala, que ha expresado de forma inequívoca que “el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”, relacione el poder con el mítico “pecado original”: Yo estimo que el poder público es un mal derivado de la mítica caída del Hombre en el pecado original; pero un mal necesario, pues tan pronto como cesa el monopolio de la violencia organizada, la violencia, desorganizada, se desborda e inunda el cuerpo social. La ciencia política consistirá, pues, en encontrar la forma, la estructura institucional que, dadas las circunstancias particulares de una sociedad, permite mantener el orden público con el mínimum de violencia indispensable por parte del poder organizado. Esta es la esencia del liberalismo (Hiriart, 1982, 59).

Esto es: utilizar la menor violencia posible para evitar una violencia mayor. A quien pueda extrañar que en una reflexión acerca del cuerpo y la corporeidad en Ayala hayamos hecho aflorar tan tempranamente la dimen-

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sión política, recordamos que nuestra aproximación a sus diversas plasmaciones de la fysis humana está presidida por una voluntad de insertar el cuerpo como valor en su red de valencias. Tal vez no haya otra previa ni tan fundamental como esta base de “liberalismo esencial”, como a Ayala gusta decir, que impregna toda su ideología y tamiza toda su experiencia. Un liberalismo tan alejado de dogmatismos y de prejuicios ideológicos como de las nuevas formas insolidarias de neoliberalismo salvaje y “pensamiento único”). Por otro lado, resultará vano el empeño de aproximamos a la representación del cuerpo y la corporeidad en Ayala, al margen de la unicidad esencial de sus escritos, discursivos o imaginativos, en torno a una motivación fundamental que ha subrayado acertadamente Estrella Irizarry: nace de una sensación de desamparo en un mundo que está en crisis, con el desmoronamiento de valores morales y éticos. Esta situación está reflejada en sus ficciones en la soledad, vacío, hedonismo, incomprensión, desdoblamiento, náusea y vértigo que experimentan los personajes. Ayala se propone una misión como intelectual y como artista, encontrando en la configuración cervantina de la novela ejemplar un instrumento idóneo para el escrutinio de la vida humana (Irizarry, 1971, 257).

En el ensayo «Glorioso triunfo del Príncipe Arjuna: síntesis de la cosmovisión ayaliana» recordé hace poco que Desde el momento mismo de sus inicios, la escritura de Francisco Ayala (la de creación, pero igualmente la ensayística) se ha caracterizado por ser una incesante búsqueda del sentido: del sentido íntimo de cada acontecimiento cotidiano; del sentido que el destino personal y colectivo ofrece a cada ser concreto; del sentido de las reglas que caracterizan la interacción social... del sentido del vivir mismo, en última instancia (Vázquez Medel, 1998a, 163) .

En tal indagación, los sentidos, como anclaje del hombre en el mundo con el que se relaciona y del que forma parte, adquieren en su obra una importancia de primera magnitud. Desde sus primeros relatos se aprecia esa capacidad de construir sentido a partir de los sentidos (así ocurre incluso en sus primeras novelas, pero sobre todo en su etapa vanguardista), pero más adelante veremos una profunda (más trabada y más trabajada) correspondencia entre cuerpo y ser, entre cuerpo y destino, sin que los segundos

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términos se reduzcan jamás a los primeros, aunque sean evidenciados por ellos. Ayala ha reconocido que de entre todos los sentidos es el de la vista el que predomina en su experiencia del mundo: “pues mi captación de la realidad se cumple por la vía visual principalmente” (Ayala, 1988a, 75). Nada nos puede extrañar, pues, la constante atención que Ayala dispensa a lo visual en todo lo impresivo y descriptivo, y el peso que técnicas de representación visual (y no sólo cinematográficas, como certeramente se ha indicado en numerosas ocasiones) alcanzan en su expresión. No cae, por cierto, Ayala en la trampa del trasunto verbal minucioso para la representación visual (o acústica), sino que deja en ellas la semilla de la ambigüedad y el espacio amplio que siempre ofrece a la complicidad del lector. Lugares de indeterminación que hace que en muchas ocasiones la resultante de nuestra captación lectora de los textos de Ayala tengan mucho de nuestra mirada, por vigorosa que sea la representación de los discursos. Ello explica, por otra parte, la constante preocupación de Ayala por explicar (también) el sentido de su propia producción creativa cuando intuye lecturas incorrectas, por falta de “rección” del texto o por exceso de atracción de los lectores críticos. Como ha quedado dicho, la importancia de las imágenes sensoriales es relevante en Ayala desde los inicios de su actividad narrativa. Es más: constituyen a veces el fundamento mismo de la narración. Así lo reconoce al referirse, por ejemplo, a los relatos que publicados primero en Revista de Occidente pasarían más tarde a constituir, con otros, El boxeador y un ángel y Cazador en el alba: “relatos ‘deshumanizados’, cuya base de experiencia se reducía a cualquier insignificancia, o vista o soñada, desde la que se alzaba la pura ficción en formas de una retórica nueva y rebuscada, cargada de imágenes sensoriales” (Ayala, 1983, 10). Esa nueva retórica llevaba, con todo, en germen, alguna de las características más señaladas de las constantes estilísticas ayalianas por encima de la variabilidad de sus épocas y escritos: libertad expresiva, cuidado por el lenguaje, radicalización de lo verbal estético, de lo elocutivo, frente a lo temático en su obra de creación, etc. Bástenos, como prueba de ello, algunos ejemplos extraídos de los breves relatos de la etapa vanguardista. En «Susana saliendo del baño» (Nava-

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rro, 1985, 103)2 (relato de clara inspiración bíblica, como otros de la época y posteriores, aunque convenientemente adaptado a la sensibilidad del momento en fondo y forma) nos llama poderosamente la atención el cúmulo de sensaciones de todo tipo (visuales, acústicas, táctiles, etc.) que intensifican la emergencia corporal de esta Susana. Nueva virgen ambigua que ya no es objeto del deseo de los lascivos ancianos, como en el relato bíblico, sino pura representación estética, contemplada por objetos personificados: El agua, ni caliente ni fría, cantaba en sus orejas, rosadas y tiernas caracolas, una canción de azogue (...). Surgió un brazo, como una señal. Surcado de venas y chorreando. (Los cinco dedos, cinco raíces clavadas en la esponja.) Se abrió la mano y la esponja –estrella rubia– naufragó en una tibia aurora de carne y porcelana./La mano adaptó su caricia húmeda a la curva del contorno. Nació en aquel mapa claro la isla de un hombro. Y el cuello, metálico. Sobre el pecho –hoja de mapamundi– dos hemisferios temblorosos con agua y carmín. El vientre en ángulo y las rodillas paralelas (Ayala, 1988b, 145-146).

Esta minuciosidad de detalles, aquí al servicio de la representación de una belleza pura o primordialmente física, la encontramos convertida en esquematización cinésica, al servicio de la caracterización de rasgos o actitudes morales, en «El gallo de la Pasión». Apreciemos la delicada caracterización de las manos de Pedro en el momento supremo de la negación: y Pedro –las manos del revés: las palmas como escudo del pecho– negaba escandalizado (...). Su gesto de pobrecito judío: ofrecía las palmas, vueltas, a la interrogación de las lenguas de fuego. Y vuelta la cabeza (judío, pobrecito: “Él, no. Por Jehová”) comenzaba a componer la cara de arrepentimiento. Y, cuando canta el gallo: “Pedro dio un salto: las manos en la cabeza. Miró a Cristo que estaba ojeroso, blanco. Y recogió la mirada temblona que le ofrecía desde el fondo de su pozo” (Idem, 147-148).

Que el cuerpo –y la corporeidad– cuando se trata del ser humano no puede ser abordado exclusivamente desde una visión cosificadora, reifi2 Relato espléndidamente estudiado por Rosa Navarro Durán en «Una miniatura literaria: Susana saliendo del baño, de Francisco Ayala». Castilla, núm. 9-10 (1985). pp. 103113, y en «Introducción» a Francisco Ayala, Cazador en el alba (y El boxeador y un ángel), Madrid, Alianza, 1988b, 9-58

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cante, lo demuestra el peculiar uso que de la caricatura hace Ayala, más allá de la “exageración derogatoria de los rasgos físicos con fines caracterizadores”. Ello se nos hará aún más manifiesto en la narrativa del exilio. El propio Ayala, en una nota suya a la monografía de Thomas Mermall Las alegorías del poder en Francisco Ayala, asiente complacido a la tarea, a su parecer llevada con éxito, de “destacar en mis narraciones las técnicas verbales de proyección plástica que, sobrepasando la caracterización de personajes y situaciones, tiende a revelar una visión en profundidad del mundo o concepción trascendente de la realidad”. En efecto, lo que difícilmente podremos encontrar en Ayala es una descripción gratuita de la corporeidad: el cuerpo, sus manifestaciones e incluso sus laceraciones están íntimamente unidos a la naturaleza espiritual y al contexto. Véase, por ejemplo, cómo utiliza rasgos muy selectivos para esbozar la protagonista del relato Erika ante el invierno: ni ella misma, Erika, era tampoco la remota niña de muslos rosa, húmedas naricillas y gritos rasgados (obsérvese el juego de sensaciones visuales-cromáticas, táctiles, auditivas...). Sus ojos, sí, seguían siendo vivos como los de un ave, y sus vestidos, blancos. Igualmente se conservaba tierno el color de su carne (atendamos al efecto sinestésico). Pero las piernas se habían hecho largas y delgadas, y las caderas –amplias, bajas– tenían una leve oscilación ciclista (Idem, 95).

Sólo cuando los caracteres fisiognómicos de Erika permiten contrastar con otros tipos, y especialmente con los judíos, nos aproximamos a una secuencia más descriptiva: Fisonomías nuevas e iguales siempre, siempre repetidas, que permitían catalogar a la humanidad (los judíos, agrupados aparte) con relación a cuatro o cinco –o tal vez unos pocos más– tipos-patrones, a alguno de los cuales había de ajustarse cada individuo. Ella misma se sabía perteneciente al modelo: ojos azules y vivos, corpulencia, tez tierna y pelo casi albino, aunque su boca enérgica, severa, la aproximaba al tipo ojinegro, de rostro arquitectónico y expresión entre melancolizante y dura (Idem, 98).

Esta tendencia a considerar el cuerpo no sólo como materialidad externa y accidental, sino como ámbito cincelado por el espíritu, al que también condiciona, se desarrolla aún con más intensidad en su obra posterior. Bas-

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te citar la importancia que, por ejemplo, adquieren las manos en varios de los relatos recogidos en Los usurpadores3.

Cuerpo y sexo No sería posible una reflexión sobre cuerpo y corporeidad en Ayala sin aludir más explícitamente a la implicación de lo sexual en el universo de lo humano. Y ha de ser, precisamente, esta última acotación nuestra puerta de entrada a la visión ayaliana del sexo, pues éste no es contemplado tan sólo en su mera función natural y reproductiva, sino precisamente como posibilidad de experiencia de lo humano en un ser que se ha desvinculado, como hemos visto, de la naturaleza. Ya desde las primeras páginas de Recuerdos y Olvidos, 1. «Del paraíso al destierro», Ayala indica: “creo que mi actitud frente al misterio del sexo no ha sido nunca la más común y corriente”. Y nos explica: Puede que ello sea una limitación de mi mente; lo admito; pero hay en la raíz de mi ser algo que, en cuanto al sexo se refiere, impide que me aparte de la normal relación, simple y privada, con una mujer y, por cierto, no indistintamente, una mujer cualquiera, sino alguien a quien yo pueda estimar como persona. Sé que esto me ha privado de una amplia gama de experiencias, y en modo alguno alardeo de lo que, sin duda, puede ser considerado como una deficiencia; mas el caso es que desde muchacho he rehusado siempre la invitación a cualquier clase de desviaciones. Y en cuanto a la prostitución, debo decir que jamás he pagado servicios sexuales. Lo cual no quita para que haya sentido vivo interés por el mundo prostibulario como, en general, por todos los aspectos de la sexualidad... (Ayala, 1988a, 30-31).

Las claves de su interés por lo sexual, bastante obvias, a la vista del tratamiento literario de Ayala, nos las ofrece de modo explícito, entre otros diversos lugares, en una de las respuestas de las Conversaciones con Rosario Hiriart:

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Vid, el espléndido estudio introductorio de Carolyn Richmond a la edición de Madrid, Cátedra.

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siendo en todo caso el impulso sexual uno de los principales motores de la conducta humana, ineludiblemente vinculada a la biología, ¿por qué no explorar las tensiones a las que él da lugar, los conflictos íntimos que ocasiona dentro del edificio de la cultura en que el hombre habita? (Hiriart, 1982, 90).

Ayala, que había sorprendido a algunos con fragmentos como la escena entre Elena, la hija de don Luisito Rosales, y Tadeo Requena en Muertes de perro, hubo de afrontar algunos ataques como los que tuvieron lugar a raíz de la publicación de El As de Bastos, niega radicalmente cualquier ingrediente pornográfico en su tratamiento de lo sexual: de mis narraciones está por completo ausente lo pornográfico, si por tal entendemos descripciones que poseen la virtud de despertar, como la cantárida, deseos sexuales. A ninguno de mis escritos de intención artística, por muy crudo que sea su asunto, puede aplicársele la calificación de pornográfico, pues lejos de excitar sexualmente me parece que su efecto ha de ser más bien depresivo –sin que esto, de otra parte, pueda considerarse un mérito o un demérito (Idem).

Esta distancia –por cierto enorme– con cualquier forma de pornografía se consigue, en la narrativa ayaliana, poniendo el sexo en conexión con otros factores o dimensiones de la existencia, o convirtiendo sus expresiones en síntomas reveladores de realidades más profundas. No deja de ser notable que el texto que cierra la edición de El escritor y el cine, situado en esa tercera parte o momento de reflexión que fecha en 1987 y titulado «Conversaciones escabrosas», aborde este problema, si bien es cierto que esta preocupación por toda trivialización de lo sexual en el hombre no es nueva y que, como dijimos, apareció con claridad mucho antes y volverá a repetirse en otros escritos. Parte Ayala, en el texto citado de 1987, de una constatación evidente: la “inevitable ración de sexo explícito” con que se obsequia a los espectadores de cualquier film, venga o no a cuento. Y nos indica el posible motivo de tal hecho: “es evidente que la forzada injerencia de tales escenas responde al propósito de dotar al espectáculo de un elemento de pornografía que –es de suponer– refuerza los demás atractivos de la película frente al público” (Ayala, 1988c, 175).

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La reflexión acerca del filme franco-canadiense Le déclin de l’empire américain proporciona a Ayala la ocasión espléndida de caracterizar lo pornográfico frente a otros modos de presencia de lo sexual y, en definitiva, esbozar su propia visión acerca del sexo en el ser humano. “A juicio mío –nos dice–, aquello que la pornografía propone, y lo que de modo neto se distingue del arte, es su intención de convidar al espectador para que participe, siquiera sea vicariamente, en la escena lúbrica que pone ante sus ojos, o ante los ojos de su imaginación”. La torpeza de la oferta pornográfica reside en su invitación al voyeurisme. Esta inmediatez con que se suscita la atracción o repulsión hacia el sexo puede ser demorada para que surja la posibilidad del arte: queda la posibilidad de dar al erotismo el tratamiento artístico capaz de alejar al espectador, colocándole a una distancia que le permita el puro goce estético, ya sea mediante factores emocionales de tonalidad lírica, ya sea al invocar en su ánimo el temple de la comicidad (Idem, 176).

Lirismo y humor son, pues, los dos instrumentos para reinstaurar (o, simplemente instaurar) esa distancia que permite –utilicemos la clave benjaminiana de análisis del arte– la aparición del aura y por tanto la posibilidad de una contemplación estética. ¿Por qué piensa Ayala que el sexo es esencialmente cómico en el ser humano? Veamos: en el animal humano, el sexo –como en general los demás impulsos biológicos– tiene el efecto de desmentir, desacreditar y burlar sus pretensiones espirituales, denunciando el fútil empeño de superar los condicionamientos humillantes de la naturaleza por medio de las instituciones cuyo conjunto integra el edificio de la cultura (Idem, 176).

Referencias bibliográficas AYALA, F. (1983): La cabeza del cordero. Madrid, Alianza. —. (1988a): Recuerdos y Olvidos. Madrid. Alianza. —. (1988b): Cazador en el alba (y El boxeador y un ángel). Madrid, Alianza. —. (1988c): Mi cuarto a espadas. Madrid. El País-Aguilar.

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HIRIART, R. (1982): Conversaciones con Francisco Ayala. Madrid, Espasa-Calpe. IRIZARRY, E. (1971): Teoría y creación literaria en Francisco Ayala. Madrid, Gredos. MERMALL, T. (1983): Las alegorías del poder en Francisco Ayala. Madrid. Fundamentos. NAVARRO DURÁN, R. (1985): «Una miniatura literaria: Susana saliendo del baño, de Francisco Ayala» en Castilla, núm. 9-10. RICHMOND, C. (1992): Estudio introductorio a Los Usurpadores. Madrid. Cátedra. SCHOPENHAUER, A. (1996): La lectura, los libros y otros ensayos. Madrid, Edaf. VÁZQUEZ MEDEL, M.A. (1997): El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla, Alfar. —. (1998a): Francisco Ayala: el escritor en su siglo. Sevilla. Alfar. —. (1998b): Francisco Ayala y las Vanguardias. Sevilla. Alfar.

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7. Tiempo vivido y tiempo fingido en la obra de Francisco Ayala La obra poética (creativa) de Francisco Ayala, tan rica y variada en temas, motivos y registros, se caracteriza –a pesar de ello– por una extraordinaria unidad de fondo (la raíz misma de su escritura y al tiempo ese fondo del vaso de raíz valleinclanesca que refleja, aunque deformada, la parte más sustantiva de la realidad). A forjar dicha unidad contribuye la recurrencia con que determinadas preocupaciones afloran en sus escritos, si bien se nos presentan con matices distintos en cada momento de su vida y de su producción literaria. Esta dinámica de la continuidad dentro de la variación es la que caracteriza no sólo la existencia del individuo y su escritura, sino también la especie a la que pertenecemos: Por más que la naturaleza humana sea, como lo es, plástica y flexible en sumo grado, hay en la condición del llamado homo sapiens un algo que garantiza la continuidad dentro de la variación, una unidad esencial por debajo de las diversidades caracteriológicas y sociológicas. Y ese algo es la angustia metafísica del ser que se pregunta acerca de sí mismo y acerca del mundo en cuyo seno se encuentra (Ayala, 1990, 14).

Una pregunta, por cierto, acallada durante buena parte del (ya) pasado siglo XX por respuestas dogmáticas e impositivas, y por la banalización y el rastrero nihilismo del consumo en la sociedad actual.

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En otra ocasión (Vázquez Medel, 1998) he indicado que es la búsqueda del sentido el impulso primero y el horizonte último de toda la escritura de Ayala, tanto narrativa como ensayística. Y, siendo así, es preciso añadir de inmediato que se trata de una quête encarnada en la historia, realizada en ella y desde ella, sometida al fluir del tiempo que nos constituye, del que es perfectamente consciente nuestro autor. Pero en Ayala, la recherche, impulsada por un imperativo a la vez ético y estético, nunca lo es de un temps perdu, sino en todo caso, del tiempo presente y del tiempo por venir (por más que podamos encontrar en el pretérito muchas de las claves del tiempo actual). El tiempo y la temporalidad, para un Ayala pensador y lector de filosofía –de Schopenhauer, pero también de Bergson, de Machado o de Heidegger– adquieren en su obra perfiles de una riqueza insospechada. Y ello tanto en su especulación como en el uso de técnicas y procedimientos creativos en su obra de ficción o en sus escritos biográficos y memorialísticos. Parece como si esas dos grandes palabras enlazadas en la obra mayor del pensamiento, que surgiera en sus años juveniles, Sein und Zeit (1927) hubieran guiado también su constante indagación del ser encarnado en su circunstancia histórica, pero nunca reducido a ella. Sabiendo el cuidado y la intencionalidad que Ayala pone en los títulos de sus obras, no parece ocioso hacer un rápido repaso para tomar conciencia de la importancia explícita del tiempo en ellas. No es casual que, tras su primera obra, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, que comienza con un despertar, como la Metamorfosis de Kafka, la segunda novela de Ayala lleve por título Historia de un amanecer, o que su cuarto libro, Cazador en el alba, insista en esta preocupación auroral por el tiempo, ya cargado de implicaciones simbólicas. La dimensión social de la historicidad que nos constituye y nos hace tributarios del tiempo al que pertenecemos es patente en Hoy ya es ayer, libro de título quevedesco que, prologado a principios de los setenta, recoge ensayos de las tres décadas precedentes, en los que uno de los temas centrales es la vertiginosa mutación histórica del momento que vuelve obsoletas las soluciones habituales ante los nuevos problemas. Historia de macacos, es el nombre de una recopilación de relatos de los años 50 y, como es sabido, nuestro autor da el título El tiempo y yo, o El mundo a la espalda a un conjunto de escritos que a pesar de no ser de ficción y estar basados en hechos reales tienen un innegable parentesco con la escritura culminante de El Jardín de las delicias y, por tan-

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to, con su sentido de la temporalidad. Que sus ensayos más vivos sobre teoría literaria, social y de la comunicación estén agrupados bajo la denominación de El escritor en su siglo –palabra por cierto que no sólo lleva consigo la acepción cronológica, sino la etimológica del saeculum en la latinidad cristiana– subraya esta aguda y perspicaz conciencia del tiempo. En el fondo, pues, búsqueda del sentido y conciencia de los múltiples reflejos de la temporalidad están profundamente conectados y son el motor de su escritura. Ayala ha declarado de mil modos distintos su rechazo a cualquier forma inútil de conservacionismo o coleccionismo, manifestación de apego a las cosas y al tiempo que se fue. Nada hay de elegíaco en la escritura ayaliana, aunque algunas de sus prosas últimas estén impregnadas de un intenso lirismo y una peculiar melancolía ante el pasado, por otra parte nada nostálgica. Frente a ello proclama su constante disponibilidad para afrontar el tiempo futuro sin el lastre o la pesada impedimenta del ayer: Yo por mí he sido de aquellos que borran –y bien sé que en mi propio daño– los contornos de su figura social, quizá para sentirme en perpetua disponibilidad de espíritu frente al futuro, para evitar en lo posible la fatal fosilización del ser. Algo hay en mí que se resiste a cualquier propósito de detener y capturar el momento huidizo, una especie de repugnancia hacia el intento, por lo demás tan vano, de coagular el curso del tiempo, solidificándolo (Ayala, 1988, 17).

En efecto, el ser humano es para Ayala un ser en despliegue, una criatura que realiza sus potencialidades en el flujo del tiempo y sus máscaras, y que mientras vive no ha concluido el sentido último de su biografía. Aunque el tiempo (y con él su más radical personificación, la muerte) ejerce una terrible función devastadora del mundo y sus cosas, incluso en ella podemos encontrar una dimensión regeneradora y selectiva: sin la implacable acción devastadora de la omímoda muerte –nos dirá en el importantísimo texto «El triunfo de la muerte» de El tiempo y yo, 33–, la tenaz creatividad humana, aplicada –para preservar las memorias y fijar el momento fugitivo– a erigir con ardor inagotable, siglo tras siglo, los monumentos más diversos sobre el limitado suelo de nuestro planeta, hace tiempo que ya nos hubiera aplastado a sus habitantes bajo la balumba maravillosa e insufrible de nuestra propia cultura –una cultura, por otra parte tan

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copiosa y ubicua que nadie se encontraría en condiciones de poder absorberla.

He ahí, también, una clave esencial del pensamiento ayaliano: las cosas importan –incluso los bienes de la cultura– en la directa medida en que podemos disfrutar de ellas, hacerlas de algún modo nuestras, incorporarlas a nuestra experiencia. Lo que más cuenta es su valor de uso, no la mera posesión o el mercantil valor de cambio. En el conocido y hermosísimo epílogo a El jardín de las delicias, obra culminante de toda su escritura, fechado en Chicago el 28 de abril de 1971, el tiempo ocupa un lugar central: “¿No es perverso intento el de querer oponerse a la fugacidad de la vida?” Y veinte años después, cuando incorpora la hermosa pieza «Lloraste en el Generalife», la belleza y el tiempo vuelven a ser los motivos centrales: “El tiempo huye, lo sabes”, te dije; “el tiempo no se deja capturar en una fotografía, como tampoco cabría encerrarlo en las estrofas de un soneto. ¿Para qué, entonces, tanto afanarse en vano?” Pero perverso o no, vano o con algún sentido, tal es el intento –si bien en otra esfera– de la escritura ayaliana, que en el mismo relato nos da el contrapunto del narrador anotando el suceso en su libreta de notas. Un intento coronado por el éxito, ya que sus palabras han ganado la batalla –desde su configuración estética– al tiempo que todo lo devora. Habrá que advertir que tal preservación del tiempo pasa por su estética transformación hacia una suerte de compleja intemporalidad, o más bien, de una disponibilidad para que cada época haga presente –re-presente– ese tiempo estéticamente elaborado según sus propias pautas. Al fin y al cabo, ya sabemos que para Ayala la única posibilidad de que los productos de la cultura alcancen una auténtica pervivencia efectiva se cifra en su capacidad para “ofrecer respuestas válidas a la radical pregunta por el ser”. Claro está que una pregunta que se formula desde la misma realidad a la que se interroga sólo admite respuestas precarias, que han de ser constantemente renovadas. Ayala, desde su temporalidad constitutiva, piensa en el tiempo vivido: ese tiempo que, como un crisol, funde y da plástica forma a cada vida, con sus avatares y sus circunstancias (aunque a veces el propio autor no se reconozca: no sólo en las máscaras que otros le atribuyen, sino en su propia percepción de su perfil). Desde él es testigo del mundo en torno suyo y procura dar razón del mundo. Y es consciente que esta dimensión de su escritura es fungible, perecedera, sometida al vaivén del tiempo que todo lo

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muda, que todo lo devora. Pero también hay una voluntad en Ayala de salvar su experiencia y su percepción de los hechos –los presentes, pero también los pretéritos, ya que nos constituimos en diálogo vivo y fecundo con el pasado– ficcionalizándolos. Porque la ficción, lejos de introducirnos en el territorio de la mentira, nos permite alcanzar una verdad mucho más profunda, al liberarse de los lazos de la representación de lo extradiscursivo, que obligan a los discursos informativos y factuales. Tiempo vivido y tiempo fingido, ficcionalizado, puesto al servicio de una verdad que transciende la anécdota, la coyuntura, la circunstancia… aunque siempre desde ella. Dos modos de entender la temporalidad que delimitan también las dos grandes vertientes de la obra ayaliana: “la del comentario encaminado a interpretar el curso de la historia donde me encuentro sumergido, y por otro, la plasmación artística de mis intuiciones acerca de lo que pueda ser la realidad esencial” (Ayala, 1990, 11-12). Y es que, en efecto, cuando volvemos nuestra mirada al mundo y queremos ofrecer un discurso sobre nuestras percepciones de él y sus manifestaciones, sean las más directas, sean las más elaboradas intelectualmente, estamos ligados por una ética de la representación, que nos obliga a fidelidades de las que nos exonera el ejercicio de la ficción que, por tanto tiene mayor capacidad de representación de lo esencial, aunque no por ello deja de tener sus exigencias. Entre ellas –Ayala ha insistido en ello en varias ocasiones– la necesidad de una verosimilitud adecuadamente interpretada, ya que la vida y los hechos del mundo real no necesitan ser verosímiles, pero toda escritura debe crear un marco en cuyo interior sean creíbles las representaciones, aun las más fantásticas.

La conciencia del tiempo vivido El tiempo vivido –y vivencia, Erlebnis, es una palabra muy de la época en que Ayala comienza su andadura intelectual y creativa– es siempre tiempo experimentado y representado en la conciencia del individuo. No hay otra manera de captar la temporalidad más que en una conciencia que la vive en un orden implicado, pero que se desvanece cuando intenta explicarlo, a través de las estructuras narrativas. Esto ya lo dijo hace muchos siglos –y mejor– Agustín de Hipona. Pero este tiempo en la conciencia (y simultáneamente de la conciencia) parece desdoblarse cuando se trata de

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contemplar nuestra propia temporalidad como sujetos agonistas de lo vivido o cuando, más allá de nuestras propias aventuras y vicisitudes, procuramos captar el ámbito temporal al que pertenecemos, configurado a través de toda una vasta red de mediaciones culturales (tal es la noción de campo cultural para el sociólogo Pierre Bourdieu). Ayala ha contemplado una u otra posibilidad alternativa del tiempo vivido (colectiva o individualmente, historia e intrahistoria personal): su Tratado de Sociología, su Introducción a las Ciencias Sociales y varios volúmenes que recogen ensayos muy diversos sobre el acontecer en el mundo procuran dirigirnos hacia el conocimiento científico de los problemas de la hora presente. Es este un sesgo notable sobre el que no se ha reclamado hasta ahora suficientemente nuestra atención: Ayala es consciente de que cada época (incluso cada colectivo, cada grupo, cada comunidad interpretante dentro de cada época) tiene una distinta percepción de los hechos acontecidos en el pasado y que esto no sólo es inevitable, sino que es además es legítimo (y necesario) realizar tal ejercicio de diálogo con el pasado desde el presente. Quien entiende que el conocimiento que nos deben proporcionar las ciencias sociales debe ser un saber para la vida y que es inevitable la presencia del observador en lo observado, anticipa muchas de las claves de la más rigurosa historiografía posmoderna, en la que el discurso histórico aparece esencialmente limitado por una dimensión interpretativa inherente a todo punto de vista, como podría desprenderse, años más tarde de los principales textos sociológicos de Ayala, de las propuestas de H.G. Gadamer en Verdad y método, de J. Habermas en Conocimiento e interés o de Paul Ricoeur en Tiempo y narración. Habría que añadir que Ayala no es relativista; que defiende que unas representaciones de lo acontecido están más cerca de la facticidad que otras, y que por ello se esfuerza en ser fiel a los hechos cuando acepta construir relatos factuales, por más que puedan tener una intención estética. Esta postura, sostenida también por Ayala hace décadas, es muy próxima a la que recientemente formulaba Umberto Eco en Los límites de la interpretación o en Interpretación y sobreinterpretación. También ha reelaborado Ayala los rostros del tiempo vivido en escritos que se refieren a su personal peripecia –casi siempre transcendida por el trasfondo de la época y las circunstancias que la modelan: los tres libros de memorias Recuerdos y Olvidos, ese “voyage autour de ma chambre”, pero también “voyage au bout de la nuit” transmutado por una excepcional es-

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critura meditativa y lírica que es De mis pasos en la tierra. Deberíamos añadir El tiempo y yo, o el mundo a la espalda, e incluso, en un territorio de frontera, aunque ya en el lado de la ficción, El jardín de las delicias, obra a la que pertenecen muchas de las piezas integradas en De mis pasos en la tierra y por ello situadas en otra dispositio y, sobre todo, en otra interacción pragmática con el lector. Incluso sin olvidar que varios volúmenes de artículos recogen numerosas peripecias de los acontecimientos vividos o de las experiencias intelectuales del autor. Realizaremos primero una aproximación a las representaciones que hace Ayala del tiempo vivido como circunstancia histórica, para esbozar más tarde algunas claves de ese tiempo vivido y representado de la experiencia personal propio de las diversas variantes de la escritura autobiográfica (aunque todo, en el fondo, en un escritor, sea autobiografía). Todo ser humano –nos dice Ayala en su Introducción a las Ciencias Sociales (1989, 19)– necesita poseer una comprensión de su ambiente histórico; pero esa general necesidad es aún más perentoria para el hombre de hoy. Nosotros tenemos que conocer nuestro mundo especialmente caótico para nos sentirnos en él ni desconcertados, ni perdidos, ni abrumados por la magnitud y la complejidad de sus dificultades, ni abandonados y flotando a la deriva como náufragos.

La adecuada comprensión de la dinámica temporal en que nos encontramos insertos no es, pues, tarea de especialistas –aunque a éstos corresponda formular las interpretaciones más adecuadas y más fundadas científicamente– sino de cualquier ser humano. Si la historicidad nos constituye y somos una pieza –aunque sea ínfima– del complejo engranaje que mueve los procesos sociales, tenemos el imperativo de captar tales fuerzas que nos modelan. Frente a la deshistorización del conocimiento de los más jóvenes, Ayala reclama esta conciencia histórica de un modo parecido a como lo formulaba Neil Postman hace unos años. Sin esa conciencia de la historicidad se pierde un rasgo esencial de lo humano: su nexo con el pasado que también nos constituye, nuestra pertenencia al marco cultural que con nuestra biología hace que seamos lo que somos. Cuando Ayala recapitula globalmente los rasgos del tiempo a que él pertenece, se le impone con fuerza la mutabilidad, la aceleración, los varios tránsitos de fase a que la experiencia histórica ha sometido a quienes, como él, han cruzado todo el siglo XX:

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La verdad es que, durante el tiempo de mi vida, el curso de la historia ha acelerado su velocidad de modo tal que, sobrepasando con mucho el ritmo de las generaciones sucesivas, empuja y atropella toda razonable previsión, defrauda las expectativas, hace fútiles los cálculos establecidos y enfrenta a la gente con problemas para los que no estaba preparada.

Por ello –añade– si no cede uno a la tentación de cerrar los ojos y se obstina en el empeño de comprender, de seguir comprendiendo, deberá pasar por la experiencia inhumana de un Cagliostro, o del judío errante, testigos de fases históricas demasiado diferentes entre sí para que en ellas pueda articularse con sentido y congruencia la existencia de un solo individuo (Ayala, 1972, 11).

Ayala es plenamente consciente de esta necesaria plasticidad de hombres y mujeres a partir del siglo XX: en cada vida se pasará por varias fases distintas, en las que los valores dominantes, las pautas de conducta, deben readaptarse a los nuevos contextos. En las últimas décadas estos temas han sido centrales al pensamiento de Paul Virilio o de Jean Baudrillard, quien llega a postular una disolución de la realidad (“el crimen perfecto”) en los espejos de sus simulacros. A pesar de algunas incursiones ejemplares en épocas más pretéritas, o en culturas más o menos alejadas, en su investigación histórico-social Francisco Ayala ha limitado sus percepciones sobre el discurrir del tiempo al marco occidental al que pertenece y conoce profundamente. Y, dentro de él, al proceso de la modernidad, que “se desencadena con rapidez creciente, hasta conducir a la situación altamente problemática, eminentemente crítica, de nuestra sociedad actual” (Ayala, 1989, 128). Una muestra extraordinaria de la perspicacia y riqueza del pensamiento ayaliano es el perfil nítido que ofrece de las cuatro grandes líneas que conducen el proceso de la modernidad: la expansión geográfica, el desarrollo técnico, el desarrollo económico y la evolución política. Cuatro líneas –hay que añadir de inmediato– íntimamente ligadas entre sí y que conducen (aunque no mecánicamente) a la situación actual (al menos, la de hace unas décadas): Los problemas de nuestro mundo actual todos ellos son problemas que surgen al cabo de este proceso; no podríamos entender ninguna de las cuestiones que debatimos a diario –en nuestras conversaciones, en la vida polí-

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tica, en los periódicos– si no conociéramos el proceso conjunto en el cual se originan (Idem, 130).

Bastaría enunciar los asuntos abordados en el capítulo final de la Introducción a las Ciencias Sociales para darnos cuenta de que, aun habiendo cambiado en sus manifestaciones y en su complejidad y, por supuesto, habiéndose incorporado elementos de crisis imprevisibles en el momento de la redacción del Curso, las observaciones de Ayala y, sobre todo, sus atisbos e intuiciones de futuro, siguen siendo esencialmente válidos en el mundo de hoy: Se advierte, desde luego –son sus últimas palabras en la Introducción a las Ciencias Sociales, 345-346–, que todas las categorías de problemas así ordenadas apuntan hacia el centro vivo de la cultura, y que una renovación de la actitud cultural que permita a los hombres seguir viviendo dentro de las más amplias y armónicas formas de integración, es decisiva para resolverlos. Pero para que esto pueda tener efecto en manera satisfactoria, hace falta un apropiado encauzamiento de los procesos técnico-sociales. Es necesario que la vida humana recupere su sabor y sentido, y esto sólo puede esperarse de una honda revolución espiritual; pero debe procurarse que tal revolución se cumpla con el mínimo deterioro, evitando las pérdidas y sufrimientos mayores que suelen ir aparejados a las grandes mutaciones históricas, en la medida en que ellos no resulten indispensables para el cambio de actitud cultural.

Los imperativos mayores del momento presente son, pues, el encauzamiento de los procesos técnicosociales, la respuesta a un imperativo de organización planetaria en libertad y justicia y el reajuste de los parámetros culturales (una verdadera revolución del espíritu) evitando, en la medida de lo posible, las implicaciones violentas. Ayala ha analizado el discurso vacío de quienes proclaman el fin de la historia y ha deplorado no sólo el repudio de algunos, sino el desentendimiento de muchos. Así lo manifestaba en el último de los artículos recogidos en Contra el poder y otros ensayos (Ayala, 1992a, 266), precisamente titulado «El repudio de la historia»: cada vez se desea menos conocer el pasado, cada vez se está más involucrado en el vertiginoso acontecer del día, y cada vez se está más despreocupado del imprevisible mañana (…) Y sin embargo –añade– los fabu-

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losos recursos que el progreso científico y tecnológico han puesto en nuestras manos bien pueden y debieran ser empleados con ilusión en la tarea de crear un orden estable en las relaciones interhumanas sobre bases de libertad y justicia. Tarea ingente, pues ingentes son los problemas a resolver, pero altamente prometedora; de su éxito depende el que los instrumentos eficacísimos que el progreso material produjo para servir al esfuerzo civilizatorio de dominación universal sean ahora puestos a contribución con el fin de proporcionarle a todos los vivientes habitación digna en este afligido planeta.

Pero Ayala –no lo olvidemos– no es sensu strictu un historiador, sino que contempla el fluir histórico desde sus grandes tendencias y en sus macroprocesos. No ha estado nunca entre sus proyectos la reconstrucción detallada de la historia de su época, si bien ha utilizado con extraordinaria perspicacia numerosos datos y pautas de comprensión cuando ha sido menester para ilustrar su propia experiencia o para captar las tendencias mayores a que antes hacíamos alusión. Por ello debemos pasar, gradualmente, a ese territorio fronterizo en el que el tiempo vivido en el marco de una época interactúa con el de la experiencia singular e irrepetible del sujeto. La misma idea antes expuesta de la progresión del tiempo y de la concordancia (o discordancia) de autor y obra se formula con insistencia tanto en sus escritos más especulativos como en aquellos que procuran introducir un cierto sentido en la lectura de su obra de creación poética sujeta también a los avatares de la temporalidad: Desde el año 1925, en que aparece la primera de las obras que componen este libro –nos dice en la «Introducción» a su Narrativa Completa (Ayala, 1993, 11)–, hasta el día de hoy, han transcurrido nada menos que 68 años [ya son más de 75] de un siglo muy agitado en bruscos cambios, cuyos repetidos avatares debieron sin duda modular la producción de quien se aplicaba a cultivar las letras compartiendo angustias y esperanzas del mundo en torno suyo. Por eso, más de una vez me sentí obligado a apostillar tal o cual aspecto de esa producción mía con alguna que otra precisión acerca de las condiciones en que mi carrera de escritor se iba desenvolviendo.

Esta preocupación por el control, por la rección interpretativa en sus escritos, al menos por posibilitar al lector sus claves básicas, sus guiños más singulares es otro rasgo constitutivo de la escritura ayaliana.

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Entendemos, pues, que la reflexión sobre el tiempo histórico vivido y analizado no puede ser ajena a su peripecia vital que se perfila sobre el trasfondo de su mundo. Por ello insiste en el reflejo de esta época de transformaciones profundas en su propia escritura: Nuestro siglo ha sido uno en que el cambio histórico se hacía vertiginoso. En épocas anteriores las mutaciones estuvieron acompasadas al ritmo de la sucesión de generaciones, de suerte tal que cada cual podía experimentar dicho cambio como un suave deslizamiento hacia un futuro donde el anciano se sentía cada vez más extraño, más desplazado en la añoranza de sus viejos tiempos. Pero ¿cuáles podrían ser “sus tiempos” para un hombre de mi generación? Creo que las personas de mi edad hemos habitado sucesivamente en varios tiempos históricos, y desde luego supongo que ello, al haber pasado el autor desde una época a otra, ha de verse reflejado en el cuerpo de producción literaria tan prolongada como la mía ha sido (Ayala, 1990, 16).

Ayala traza siempre, en la interpretación del tono global de su obra en cada una de sus fases o etapas, el contrapunto con su propio momento histórico. Así, cuando esboza los inicios literarios a partir de Tragicomedia de un hombre sin espíritu, es consciente de su falta de sintonía con el momento en que aparece la obra: “Por lo visto podía oírse en ella la voz de un escritor legítimo, por más que, sin duda, fuera la obra del joven provinciano solitario sometido a influencias diversas y un tanto ajeno todavía a las recientes bogas literarias de la época”. Pero, como sabemos, no tardaría en producirse una sintonía que desde entonces nunca se ha quebrado: “me incorporé a la vanguardia con entusiasmo, y entusiasmo era la tónica general de aquel período. La renovación literaria que ella representaba correspondía a los últimos tiempos de la fe progresista”. Sin embargo, poco tiempo durará esta atmósfera de optimismo, rota por la tormenta de la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, en la que de nuevo apreciamos la concordancia entre el espíritu del momento y la actitud literaria de nuestro autor: “Fue una hora de desconcierto, de estupefacción; y para mí de silencio en cuanto a la creación imaginaria”. Pero este silencio duraría poco, al iniciarse una nueva etapa de su obra narrativa en el clima del existencialismo, de “seria y aun siniestra gravedad”. Pero es un momento en que nuestro autor ha encontrado ya su voz propia:

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Esta nueva fase de mi obra narrativa presenta sin duda las señales del tiempo en que se produjo, pero no ya los rasgos estilísticos de escuela, tales como los que en efecto, y sin perjuicio de delatar a la vez la personalidad individual de su autor, se manifestaban en las prosas de vanguardia. A partir de este momento mi vinculación como escritor con la sociedad en que vivía y con el mundo entorno estuvo mantenida en los más amplios términos generales, pero ahora sin hallarme verdaderamente integrado dentro de una concreta “república de las letras” en cuanto que esto significa trabajar en íntima conexión con los demás escritores o cuando menos compartir explícitamente con ellos tales o cuales tendencias artísticas; es decir, que si la obra producida durante esta nueva fase revela en mí, como es inevitable, una difusa impregnación ambiental, las técnicas y demás recursos artísticos para elaborarla son de exclusiva inspiración del autor (Idem, 20).

Esta nota de independencia, propia de su carácter pudo sin duda verse acentuada como él mismo ha reconocido por la circunstancia de su exilio, sobre todo en la medida en que le privaba del público natural de sus invenciones imaginarias (como ocurriera con Los usurpadores y La cabeza del cordero, fundamentalmente dirigidos a la experiencia de sus compatriotas en un momento en que no podían leerle. Podemos profundizar en ello a partir de la lectura del ensayo «Para quién escribimos nosotros», fechado en 1948. Hay que indicar con claridad que esta independencia de Ayala en relación con la “república literaria” no sólo no le aleja de las grandes claves de los momentos sucesivos, sino que convierten su escritura polifónica en un espacio extraordinario para apreciar, muchas veces con claras anticipaciones, los signos de los tiempos. Así será cuando la siniestra gravedad se transforme en humor sarcástico, cada vez más dulcificado hasta llegar al melancólico lirismo de El jardín de las delicias, que delata, como bien reconoce su autor “un significativo proceso de interiorización”.

El juego de la memoria: Recuerdos y olvidos Es muy propio de nuestra época que los investigadores de unas parcelas de la realidad social o de las construcciones humanísticas nos mantengamos alejados de nuestros vecinos. En este caso me he preguntado qué dicen los especialistas en psicología, en neurología, en las actuales ciencias

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de la cognición sobre los mecanismos selectivos de la memoria y sus representaciones. Es bien sabido que aún la ciencia se reparte entre opiniones dispares que oscilan entre dos extremos: grabamos toda la experiencia vivida, que queda en nuestra mente esperando el momento en que pueda ser aflorada; o bien grabamos selectivamente nuestros recuerdos, que también se van borrando o transformando a partir de la existencia de nuevos engramas. Y entre varios ensayos –siempre sugerentes, pero a veces de orientaciones contrapuestas– he encontrado una pauta interpretativa que tal vez podría ser de gran utilidad a nuestro propósito de desvelar técnicas, recursos y procedimientos en la construcción (o más bien reconstrucción) de la historia vivida, a la vista de las técnicas que Ayala aplica a las diversas ficcionalizaciones de la historia. En su obra En busca de la memoria. El cerebro, la mente y el pasado, Daniel L. Schacter (1999, 131 y ss) nos habla de tres niveles establecidos por los padres de la investigación sobre la memoria autobiográfica, Martin Conway y David Rubin: El nivel más alto de la jerarquía contiene períodos de la vida; largos segmentos de vida que se miden en años o en décadas (...) El nivel medio de esta jerarquía incluye acontecimientos generales: episodios compuestos y extensos que se miden en días, semanas o meses (...) En el nivel inferior abunda el conocimiento sobre acontecimientos concretos: episodios individuales que se miden en segundos, minutos u horas (…) Cuando las personas cuentan la historia de su vida, estas tres clases de conocimiento suelen estar presentes y entremezcladas.

Y añade: Sostienen que no se conserva una única representación o engrama que tenga correspondencia exacta con la experiencia mental de recordar el propio pasado. Por el contrario, tales experiencias siempre se constituyen mediante la combinación de fragmentos de información procedentes de cada uno de los tres niveles de conocimiento autobiográfico. Igual que el recuerdo de un acontecimiento aislado, la historia de nuestra vida se asemeja a un rompecabezas constituido por muchas piezas (Idem, 133).

La imagen del rompecabezas es, precisamente, la que utiliza Ayala para referirse a las diversas piezas que alcanzan una superior significación ensambladas en la compleja estructura narrativa de El jardín de las delicias. Un rompecabezas –o un “espejo trizado”– en el que, sin embargo, lle-

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ga a reconocerse, a apreciar una identidad dinámica que, en gran medida, es consecuencia de su esfuerzo integrador. Esta dinámica coincide con la indicada por nuestro especialista en memoria autobiográfica: Lo que experimentamos como recuerdo autobiográfico se construye con conocimientos sobre los períodos de nuestras vidas, de acontecimientos generales y de episodios concretos (…) Los psicólogos han llegado a reconocer que las complejas mezclas de conocimiento personal que retenemos acerca del pasado están entretejidas para formar relatos de vidas y mitos personales. Éstas son las biografías del yo que proporcionan continuidad narrativa entre el pasado y el futuro, el conjunto de recuerdos que constituye el núcleo de la identidad personal (Idem, 135).

Pero hay aún un nivel más interesante de reflexión sobre la función de la memoria en la reconstrucción de nuestro pasado y nuestra identidad: tales operaciones no se realizan previamente y luego se encarnan en mediaciones narrativas, sino que son inherentes al propio hecho de contar (podríamos recordar al respecto el interesante libro de Enrique Lynch La lección de Scherezade). Se trata de una interpretación que avala la noción de narratividad ontológica o relatividad ontológica que yo mismo establecí hace más de una década. En tal sentido afirma Dan Mc Adams: El continuo drama de la vida se nos revela más por la narración que por los hechos reales narrados. Los relatos no son meras “crónicas”, como el acta que levanta la secretaria de una reunión, redactada para informar con exactitud sobre lo que ocurrió y en qué momento. Los relatos no se nutren tanto de hechos como de significados. Durante la narración subjetiva y embellecida del pasado se construye ese pasado y se hace historia.

Esta es la tarea que en su día se propuso Francisco Ayala: la de narrar su peripecia vital o, mejor, aquella parte de su peripecia vital que podía ser reveladora para la mejor comprensión de su tiempo y de aquellos acontecimientos o personajes con los que se entrelazó la complicada trama de su vida. Vemos que la autoconciencia de Ayala como escritor aparece ya desde las primeras líneas del Prólogo a Recuerdos y olvidos: el contenido –se nos dice– quiere ser de rigurosa verdad (por más que siempre resulte oportuna la pregunta del escéptico Pilatos), pero cuya for-

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ma procura elaborar esa verdad literariamente, es decir, confeccionarla de una manera creativa que algo añade, que algo modifica (Ayala, 1988, 13).

Sin embargo, a renglón seguido se pregunta nuestro autor por la distancia que existe entre la elaboración de la experiencia vivida cuando se quiere ser fidedigno o cuando se utiliza como materiales para la ficción poética, tema al que habremos de volver. Vemos cómo la distinción entre niveles de elaboración de la memoria autobiográfica se cumplen a la perfección en la obra de Ayala –que, por cierto, recibió el Premio Nacional de Narrativa, evidenciando que la esencia de lo literario va más allá de la oposición entre realidad y ficción, y tiene más que ver con el estilo y una nocion global de escritura. Los “períodos de vida” articulan la estructura misma de la obra, reflejada en primer lugar en su tripartición macroestructural: 1. «Del Paraíso al Destierro»; 2. «El exilio»; 3. «Retornos». Pero incluso dentro de cada gran fase (que podrían ser datadas con precisión: 1906-1939; 1939-1960; 1960-1985) es esta memoria de períodos de vida la que, por ejemplo, escinde el trayecto «Del Paraíso al Destierro» en la etapa granadina, la llegada y primeros años en Madrid, el viaje a Alemania, la fase republicana previa a la guerra civil... Períodos que ya se mezclan con el recuerdo de “acontecimientos generales”, experiencias repetidas que se exponen de modo sintético y que se entrelazan con “acontecimientos concretos” que son en última instancia los que aderezan de mayor interés el relato. Veamos un ejemplo: Recuerdos y olvidos se abre con un acontecimiento concreto: la primera visita a Granada hacia 1960, tras varias décadas sin volver a ver su ciudad natal que había abandonado a punto de finalizar su Bachillerato. La técnica narrativa es precisa, intensa en los detalles (aunque entendemos que necesariamente selectiva). Pero, de inmediato, la comparación de la Granada encontrada con la archivada en el recuerdo da lugar a meditaciones o a exposición de acontecimientos generales, articulados en la memoria por la fuerza de la repetición, que nivela y hace común denominador de muy diversos acontecimientos concretos que han quedado fundidos. Así, por ejemplo, la referencia a “nuestra participación en el comercio infame” de la prostitución en la Manigua, limitada a la contemplación de la “oscura medusa” de alguna prostituta que se levantaba la falda a cambio de cinco céntimos. Ayala, preciso en la utilización de los deícticos, marca esta huella general de acontecimientos con un “a veces”, a diferen-

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cia del recuerdo de otros acontecimientos concretos –como la primera visita al café cantante de La Montillana con su primo Jesús– aunque se haya olvidado con precisión el puro dato cronológico (el “cierto día” marca a la vez el carácter puntual del acontecimiento y la incapacidad de ubicarlo con exactitud en una fecha concreta). Ayala sabe dosificar perfectamente la medida en que debe mezclar la referencia a períodos de vida, a acontecimientos generales y a acontecimientos concretos, pues sabe que estos últimos tienen mucha más fuerza y deben aparecer sosteniendo el ritmo de la lectura, por más que la estructura general se sustente en los dos niveles superiores. Así vemos cómo el dato general relativo al colegio de monjas de Niñas Nobles, “a donde estuvimos yendo mi hermano José Luis y yo por un breve lapso cuando nuestra edad andaría entre los cinco y siete años” se hace preciso en la rememoración de “dos episodios, uno de tonalidad dramática y el otro más bien cómico” (Idem, 33): el fuego en la cabellera de una chica en una ceremonia religiosa y las bragas ensuciadas al descomponérsele el vientre a su hermano José Luis. De inmediato nos damos cuenta de que dos anécdotas en apariencia intranscendentes adquieren pleno sentido como crítica a un universo religioso lleno de hipocresías y falsedades, con el que nunca se identificó nuestro autor, e incluso como anticipo del fragmento «Carolyn Richmond» en el que se nos relata un parecido episodio con ocasión de la fiesta de recepción ofrecida por el director del departamento de Lenguas y Literaturas del Brooklyn College de Nueva York. En efecto, una de las características más notables de la escritura ayaliana reside en su capacidad para interrelacionar acontecimientos y hacer transcender la anécdota hacia el caso ejemplar o al menos ilustrativo de un momento, una atmósfera o un carácter. Nos hemos aproximado –aunque sea muy someramente– a las claves esenciales con las que Ayala construye el tiempo vivido tanto en el ámbito más estrictamente personal de su escritura autobiográfica, en el que períodos de vida, acontecimientos generales y acontecimientos concretos se entrelazan –a través de una enmarañada y rica selva de conectivos y deícticos– al servicio de un proyecto narrativo superior, como el tiempo de la época vivida, reconstruido gracias a las técnicas de las ciencias sociales, al servicio de la comprensión del presente. Ahora es legítimo que nos preguntemos: ¿hay sustanciales diferencias cuando se trata de construir narrativamente un tiempo fingido, sea porque se refiera íntegramente a acontecimientos o personajes urdidos en la imagi-

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nación o porque se utilice el excipiente del dato y el documento histórico –o incluso la peripecia personal– para construir relatos en los que no es pertinente su proyección extradiscursiva, la verificación de su correspondencia o no con los hechos? Antes de entrar en nuestra reflexión sobre el tiempo de la ficción haremos una estación intermedia para acercarnos a la opinión de Ayala sobre las relaciones entre realidad y ficción.

Realidad y ficción, a propósito de la temporalidad Cuando Ayala cierra en 1993 el volumen de su Narrativa Completa –ya felizmente incompleta, aunque sólo sea a causa de los pocos y breves, pero importantes relatos escritos con posterioridad– fija su propio canon de sus “escritos de invención imaginaria”, y explica en una “Advertencia” el origen y carácter de ellos. Recordemos que se nos ofrecen los siguientes libros: Tragicomedia de un hombre sin espíritu, Historia de un amanecer, El boxeador y un ángel, Cazador en el alba, Los usurpadores, La cabeza del cordero, Historia de Macacos, Muertes de perro y El fondo del vaso. A partir de ahí –se nos indica–, y hasta la fecha de hoy, habrían de ir surgiendo de mi inventiva una multitud de relatos con el más variado carácter y de extensión muy diferente que, aun cuando fueron barajados a efectos meramente editoriales para formar con ello diversas colecciones, son independientes entre sí unos de otros y como independientes se dan dentro de esta suma de mis obras narrativas completas (Ayala, 1993, 12).

De inmediato –es obvio– tendrá que advertirnos que “caso aparte, y muy singular, es El jardín de las delicias”. Dejando ahora a un lado el fascinante problema de la dispositio de los relatos de Ayala, sobre la que ya dije algo con ocasión de «Glorioso triunfo del Príncipe Arjuna» (Vázquez Medel, 1999), quiero subrayar un hecho: los Recuerdos y olvidos, así como los textos de El tiempo y yo han sido excluidos (excepción hecha de los que se indican a continuación) de esta suma de escritos de invención imaginaria. Parece natural, ya que nuestro autor insiste en muchas ocasiones en las innegables diferencias –no por cierto en el orden de la escritura, de estilo, de la riqueza expresiva– entre la representación de la realidad y la construcción de imaginaciones ficticias.

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Sin embargo, en sus dos primeras ediciones en Espasa, El tiempo y yo aparece conjuntamente con El jardín de las delicias, por sus innegables proximidades de tonos y estilos, o incluso, como se nos dirá en alguna ocasión, para mostrar el revés de un tapiz. Ficción y realidad profundamente conectadas, aunque aún netamente distinguidas. La edición de la obra –también difícilmente clasificable genéricamente– De mis pasos en la tierra nos lleva aún más lejos. En la contracubierta se señala acertadamente que “Ayala nos ofrece en este libro una perspectiva biográfica que profundiza y amplía la que nos regaló en el inolvidable Recuerdos y olvidos”. Pero tenemos derecho a preguntarnos: ¿por qué se incluyen ahora aquí textos innegablemente autobiográficos –algunos directamente provenientes de Recuerdos y olvidos, como «A Madrid» o «Mi Berlín»– con otros que antes habían formado parte de obras de imaginación como El jardín de las delicias o que como relatos independientes aparecieron en la Narrativa Completa, como «Una nochebuena en tierra de infieles»? ¿Ha ido Ayala más lejos en su cuestionamiento de las fronteras entre realidad y ficción y “ha barajado” aquí relatos de ficción con otros autobiográficos? ¿Está experimentando el posible doble funcionamiento de los textos como relatos factuales o relatos ficcionales, según su agrupación y la estructura de la serie en que aparecen insertos? Un anticipo de esta nueva actitud más radical que la que hasta entonces había sostenido estaba ya en la presencia de «Incidente» o «Dulces recuerdos» en la Narrativa completa, cuando, por ejemplo, el primer texto mencionado había sido publicado en El tiempo y yo con el título de «Un texto y su interpretación: Incidente», y en el ensayo «La invención literaria (A propósito de Incidente)» aclara: Todos los detalles recogidos en esta página son reales. Quiero decir que para componerla no tuve necesidad de utilizar otros materiales sino los ofrecidos por el acontecimiento mismo. Me bastaba con seleccionar aquellos que me parecían significativos y organizarlos dentro de una estructura coherente (Idem).

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El tiempo de la ficción En su fascinante «Teoría del sujeto» (incluida en Teoría de los sentimientos) Carlos Castilla del Pino nos habla de tres espacios de actuación del sujeto que se arquitecturan modularmente: 1) El de los contextos empiricopúblicos, hechos por y para la exhibición; 2) el de los contextos empíricoprivados, hechos por y para aquellos a los que se autoriza el paso a un contexto de posible (aunque no permitida) observación por parte de los demás; y 3) el de los contextos íntimos (...) que son a su vez de dos tipos: el de los yoes imaginados, proyectos del yo que se quedan en tal, pero que tienen, por decirlo así, su pie en la realidad, su contacto con ella, como no puede ser de otra manera, y el de los yoes fantaseados (Castilla del Pino, 2000, 297).

Habrá que reconocer que, desde este planteamiento, se aclara en parte el estatuto del yo autorial del escritor, un yo en gran medida imaginado, al tiempo que somos conscientes del peculiar juego por el que, en el caso de las creaciones artísticas algo surgido en el contexto de la intimidad puede pasar al contexto empiricopúblico. Tras recordarnos la distinción entre imaginación y fantasía realizada por Coleridge y sus posteriores desarrollos en la psiquiatría, Castilla del Pino afirma: Los yoes imaginados son completamente distintos a los yoes fantaseados. Imaginación y fantasía son dos actividades mentales muy distintas y con funcionalidad dispar. Imaginamos sobre la realidad; fantaseamos de espaldas a la realidad, sustituyéndola. Pues bien, construimos yoes –y a la perfección– en nuestras construcciones fantásticas cuando nos apartamos de la realidad empírica y abdicamos momentáneamente de proyecto alguno de actuación sobre ella, dedicados a soñar despiertos, a simular realidades, a la construcción de situaciones virtuales. Mientras en el mundo imaginado no se pierde el contacto con la realidad, porque se aspira a actuar en ella a continuación, con la fantasía no es así. En ésta se mueve “a gusto”, construye el yo literalmente “a su placer”, porque la fantasía es la realización fantástica y vicariante del deseo que, de otra forma, no se lograría (Idem, 298).

Ayala mantiene en sus escritos un planteamiento próximo a esta teoría modular de yoes que constituyen un sujeto como clase que los incluye y alberga. Por ello sostiene tanto el carácter diferenciado de su yo profesoral,

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crítico o poético con sus yoes personales, al tiempo que reclama una unidad de fondo que explica todas sus actuaciones como surgidas de un mismo sujeto si bien en constante y dinámica transformación y, al tiempo, sobre un trasfondo de identidad caracteriológica que lo constituye. El Ayala que actúa verbalmente para construir universos de ficción es distinto del que construye discursos que quieren dar cuenta (“razón”) del mundo en torno. Sabe que las reglas que rigen la interacción con sus receptores son diferentes; que lo que se espera de él en un caso y otro es distinto. Toda obra literaria es, pues, en alguna medida autobiografía, pero un cuento entra en la esfera de lo imaginario; es, como imitación de la naturaleza, pura ficción, mientras que unas memorias, por mucho que en ellas la relación de hechos haya recibido un cuidadoso tratamiento artístico, caen del lado de la realidad verídica (Ayala, 1992b, 145).

Y sin embargo, estamos ante un intelectual y a la vez creador que ha querido mantener la unidad esencial de su estilo (que entiende, a partir de Buffon, como l’homme même) y que, por tanto, es reconocible en la textura de su escritura tanto en su obra poética como en sus discursos factuales. Sobre ese fondo común de un estilo que, habiéndose ejercitado inicialmente en las claves de la retórica de su tiempo, luego se separa de las tendencias y corrientes en boga para construirse y afirmarse en sí mismo (de ahí la singularidad de la escritura ayaliana), Ayala cuestiona las fronteras entre realidad y ficción, analizando la función social de una y otra. Incluso se queja de la defectuosa identificación que muchos de sus lectores hacen del material biográfico: En mi larga vida de escritor puedo decir que, entre mis obras de ficción, han sido muchas veces aquéllas más distantes de mi experiencia cotidiana las que han llevado a sus lectores a la convicción de que los hechos ahí presentados –el material narrativo– pertenecían a mi biografía personal.

Y aun será capaz de distinguir sutilmente grados o niveles, que se trazan también sobre el eje que lleva desde el inalcanzable extremo de la objetividad hacia la siempre inevitable subjetividad: No existe en El jardín de las delicias, por lo pronto, el grado de objetivación que es propio de las ficciones “novelescas”, sino más bien –aun lo

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que él contiene de narrativo– la indeleble impregnación de una intensa subjetividad, raíz del lirismo acendrado que algunos críticos han detectado en sus páginas (Ayala, 1993, 13).

Si los discursos factuales no tienen por qué distinguirse de los de ficción por el cuidado del estilo, éstos, en su vertiente narrativa, no tienen por qué renunciar al uso de las raíces de lo lírico que parecen reservadas para otro tipo de textos. Referencias bibliográficas AYALA, F. (1972): Los ensayos. Teoría y crítica literaria. Madrid, Aguilar. —. (1988): Recuerdos y olvidos. Madrid, Alianza. —. (1989): Introducción a las Ciencias Sociales. Barcelona, Círculo de Lectores. —. (1990): El escritor en su siglo. Madrid, Alianza. —. (1992a): Contra el poder y otros ensayos. Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá de Henares. —. (1992b): El tiempo y yo, o el El mundo a la espalda. Madrid, Alianza. —. (1993): Narrativa completa. Madrid, Alianza. CASTILLA DEL PINO, C. (2000): Teoría de los sentimientos. Barcelona, Fábula Tusquets. SCHACTER, D.L. (1999): En busca de la memoria. El cerebro, la mente y el pasado. Barcelona, Ediciones B. VÁZQUEZ MEDEL M.A. (1998): Francisco Ayala: el escritor en su siglo. Sevilla, Alfar.

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8. Las vanguardias. Técnica y estilo en El boxeador y un ángel Plantearnos a fondo el estudio de la prosa vanguardista de Francisco Ayala no supone sólo –aunque sea lo más importante– abordar unos textos literarios de un extraordinario interés y una alta calidad estética; ni siquiera tener la posibilidad de indagar en los orígenes de una escritura excepcional en nuestro siglo, que debe no poco a estos libres ejercicios juveniles... Por su carácter sintomático, por su compromiso con su tiempo, la creación vanguardista de Francisco Ayala encierra muchas de las claves del desarrollo de la literatura contemporánea, en una encrucijada que la iba a marcar para siempre. Esta triple aproximación –intrínseca, evolutiva e histórica– constituye el objeto de este trabajo. Nuestro telón de fondo será el sistema retórico que implícitamente subyace a la creación ayaliana de fines de los veinte y comienzos de los treinta, y que procuraré explicitar en sus claves mayores. Creo de interés comenzar expresando mi convencimiento de que esa “deslumbrante independencia y originalidad de su contenido” dentro de la cual podemos percibir “una amplia e igualmente brillante gama expresiva” –en acertadas palabras de Carolyn Richmond– que caracteriza la producción toda de Francisco Ayala es ya claramente manifiesta en su obra de vanguardia. Producción en la que aproximaciones más de detalle nos revelarán significativas modulaciones expresivas y de contenido, así como

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estructurales, que dotan a cada una de las obras vanguardistas El boxeador y un ángel y Cazador en el alba de personalidad propia. En efecto, entiendo que las prosas recogidas en el tomito de Cuadernos Literarios del 29 están más cerca del impulso originario de experimentación vanguardista, en tanto que los dos relatos publicados en Ulises en 1930, «Cazador en el alba» (1929) y «Erika en el invierno» (1930), escritos ya a partir de la experiencia de Berlín, apuntan la peculiar salida de la práctica vanguardista de Ayala: la necesidad de reconstruir en el espacio de la palabra, aunque sea de modo fragmentario y aparentemente disperso la peripecia en la que la condición humana se nos va revelando en cada situación, en cada circunstancia. Indagación expresiva y vibración latente del desconcierto humano ante una coyuntura histórica única marcan la narrativa vanguardista de Ayala y la sitúan más en un proceso de “rehumanización” que de “deshumanización”.

Las claves: técnica y estilo Aunque se trate de un texto sobradamente conocido y abundantemente citado al abordar la escritura vanguardista de Francisco Ayala, he de partir, necesariamente, de las interesantes palabras recogidas bajo el epígrafe «Mi vanguardismo» en Recuerdos y olvidos: Tras haber escrito y publicado mi segunda novela, Historia de un amanecer (...) quedé en un estado de insatisfacción y desconcierto. No sabía qué camino seguir en mis escritos de imaginación. Sentía que la vanguardia, a cuyos movimientos extranjeros y no sólo españoles me asomé con ávida curiosidad, era la actitud idónea para dar expresión literaria a la época en que estábamos viviendo. Me apliqué desde luego a probar mi mano en las estilizaciones vanguardistas y ensayando sus técnicas produje una serie de ficciones breves que (...) marcan un período bien definido de mi evolución literaria. Si, como más de un crítico ha señalado, bajo lo que en tales escritos hay de voluntaria adscripción a una corriente de los tiempos –o bajo un ropaje de moda– se descubre un estilo personal profundo –o el cuerpo vivo– de quien las escribió, alguna perduración podrá acaso prestarles esa virtud (Ayala, 1988b, 104).

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En estas palabras de Ayala –como casi siempre ocurre cuando nuestro autor reflexiona sobre su escritura– se encierran las claves para el análisis de su producción vanguardista, vista sobre el fondo de esos “disparates de la vanguardia”, una estética postulada por la subversión literaria: 1. El punto de partida es doble: por un lado, insatisfacción y desconcierto ante unas pautas de escritura que presidieron sus dos primeras novelas. Novelas de ejercicio literario en las que, a pesar de todo, se aprecia un eco personal ajeno a las imitaciones inmediatas, fruto de una extraordinaria capacidad lectora que, nutriéndose en la gran tradición literaria española y universal (los clásicos y los románticos, Galdós, el 98 y sus epígonos), llegaba hasta el novecentismo, Pérez de Ayala y Gabriel Miró. Insatisfacción y desconcierto –no lo olvidemos– son ingredientes imprescindibles de la experiencia vanguardista. Y no como algo accidental o que se refiera a determinados logros o creaciones. Se trata de insatisfacción y desconcierto esenciales, vivenciados, por expresarlo con un término muy de la época. Insatisfacción y desconcierto que debe llevar a una renovación constante, en la que la fórmula nuevo = bueno, la “ruptura con la tradición” que llevará a la “tradición de ruptura” define una condición de las vanguardias que, no siendo suficiente, es sin embargo condición necesaria. La experiencia de un tiempo lineal, axiologizado, ascensional, en el que lo positivo está siempre delante, en el futuro, y hacia arriba, marca esos mecanismos de constante superación que llevarán las creaciones vanguardistas al límite mismo de lo significante. Hay que indicar, con todo, que la decepción e insatisfacción por las claves de expresión literarias al uso no se traduce en Ayala –como en otros autores– en entusiasmo ilimitado por las nuevas fórmulas. En Ayala no encontramos ni la violencia ni la fascinación por el futuro propias de una buena parte de las vanguardias históricas. Por otra parte, será de nuevo su experiencia lectora, su conocimiento de la vanguardia española y europea la que proporcionará la vía de progreso de su obra de ficción. Una obra de ficción ya tempranamente caracterizada por una densidad alusiva que vigoriza el espacio narrativo, convocando –a través de alusiones y guiños– elementos de nuestro universo cultural que exigen una alta competencia interpretativa en el lector. 2. Se considera la vanguardia, fundamentalmente, como actitud. Como actitud de época: el sistema de recursos más adecuado para expresar el momento que entonces estaba viviendo. También encontramos aquí una constante en la escritura ayaliana: su fidelidad a cada momento vivido

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para, desde las concretas coyunturas históricas, intentar una aportación literaria que sea capaz de transcender el tiempo y ser excipiente de experiencias en otros tiempos y lugares. Este planteamiento refleja, en el ámbito de la narrativa, la misma actitud de Machado en relación con la Poesía. La “palabra en el tiempo” sólo puede transcender su circunstancia y su época desde el compromiso con ella. El compromiso ayaliano es, fundamentalmente de tono y sensibilidad, y se traduce en una voluntad de estilo que se nos presenta más perfilada que su cosmovisión, que creemos totalmente definida en sus escritos de la década de los cuarenta. No obstante, la crítica señala cada vez con más intensidad que algunas de las tramas aparentemente banales de los relatos vanguardistas de Ayala encierran no pocas claves del desarraigo y la ruptura del hombre moderno. 3. La escritura de vanguardia delimita un período bien definido de su evolución literaria. Si, por un lado, la ruptura expresiva y temática con sus dos novelas iniciales es innegable, tras Cazador en el alba tendremos que esperar hasta 1944 para entrar en el período maduro de la producción creativa ayaliana, con el paréntesis de Diálogo de los muertos (elegía española), de 1939. No debemos, con todo, extremar esta solución de continuidad, y resulta evidente –así lo reconoce nuestro autor– que la obra posterior debe no poco a estos ejercicios de experimentación verbal, en los que la actitud y el empeño que los anima son tan importantes como los logros. y no podemos olvidar que el distanciamiento con la representación realista de esta época, lejos de suponer una ruptura con el mundo, pone de relieve las claves conflictivas con un nuevo mundo en constitución de hombres y mujeres de su tiempo. 4. Las prácticas vanguardistas son entendidas como estilizaciones y como ensayo de técnicas, voluntarias adscripciones a ese espíritu de época al que acabamos de referimos: “El balbuceo, la imagen fresca, o bien el jugueteo irresponsable, los ejercicios de agilidad, la eutrapelia, la ocurrencia libre, eran así los valores literarios de más alta cotización”. Valores literarios que revelan un sistema implícitamente reconocido por Ayala: Varias fantasías alimentaron entonces (...) relatos “deshumanizados”, cuya base de experiencia se reducía a cualquier insignificancia, o vista o soñada, desde la que se alzaba la pura ficción en formas de una retórica nueva y rebuscada, cargada de imágenes sensoriales.

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No nos resistimos a glosar de nuevo a nuestro autor: a) Estamos ante relatos “deshumanizados” (a ello volveremos). b) Alimentados por “varias fantasías”. Aunque no podemos desarrollar in extenso la noción de fantasía (muchas veces confundida con la de “imaginación”), es interesante recordar que fantasía remite a las diferentes formas que pueden asumir las “apariciones” o “representaciones”: “Las imágenes producidas por la fantasía no surgen de la nada; tienen su origen en representaciones, o bien son equivalentes a esas mismas representaciones” (J. Ferrater Mora). Esta fantasía a la que alude Ayala se refiere, sin embargo, a ese “poder de suscitar (‘conjurar’) imágenes aun cuando no se hallen inmediatamente presentes los objetos o fuentes de sensaciones”. La fantasía, así entendida, al modo de Aristóteles, no puede ser equiparada ni con la sensación ni con el pensamiento discursivo, aunque no haya fantasía sin sensación ni juicio sin fantasía. Esta fantasía, menos sustitutiva que anticipadora de nuevas realidades, será en los relatos de vanguardia de Ayala fantasía sensible, imágenes que reproducen sensaciones, apariencias que no corresponden a un objeto externo (o que lo transforman en la mirada), aproximándose a esa “pura imaginación” que no considero en ningún caso sustitutoria ni alternativa a la realidad, sino más bien, construcción en la que la realidad se nos da de un modo distinto. Espejo interpretativo del mundo. c) La base de experiencia era “cualquier insignificancia”. Es cierto que los acontecimientos que se encuentran en el trasfondo de sus relatos de vanguardia no son sucesos fundamentales. Ya Unamuno había hablado, frente a los grandes acontecimientos, de la intrahistoria, del acontecer cotidiano, en el que también se refleja el tiempo, la sociedad y sus conflictos. Por ello, si cualquier insignificancia era el punto de partida (e incluso esa opinión debería ser matizada) su construcción verbal las hacía significantes, les otorgaba un sentido, una nueva proyección significativa. d) Esa base de experiencia es, fundamentalmente, onírica o visual; el mundo de los sueños libera de la disciplina de la vigilia. Más allá de la vigilancia de una conciencia despierta se convocan, a través de imágenes, los fantasmas de la realidad presente. e) Desde esa base mínima de experiencia se construye la “pura ficción”. Toda posible proyección directa e inmediata hacia el mundo de lo extradiscursivo ha sido cortada. No estamos ante relatos “factuales”. Sin embargo, esa ficcionalidad nos proyecta hacia universos simbólicos en los

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que nuestro mundo se renueva y nuestra mirada interior se refuerza y se aquilata. f) El aparato conformante es una retórica nueva, una retórica radicalmente artificial, rebuscada. Una retórica –un arte de decir– llevado a su límite: convertido en pura téchne. No olvidemos que es el gran momento de fascinación por la técnica y la tecnología que constituye la modernidad. Y, de todos los artificios, será el nuevo arte cinematográfico el que mayor huella dejará en estas composiciones. g) Esas “imágenes sensoriales” son esenciales para la nueva retórica ayaliana. Se trata de una temprana reivindicación del cuerpo y la corporeidad en Ayala, en el convencimiento de que ninguna cosmovisión dualista o maniquea tiene sentido. El hombre no “tiene” cuerpo: es cuerpo. Y el cuerpo se ancla en el mundo, se manifiesta y capta los fenómenos de su entorno a través de los sentidos. Y sólo a través de los sentidos (y no negándolos) se puede alcanzar el sentido de la existencia. 5. Finalmente, el valor, la fuerza, la virtud, la perduración de sus páginas vanguardistas se deben no al ropaje de la moda, sino al cuerpo desnudo que late bajo él. Nosotros podríamos añadir: más a la actitud que subyace, a la voluntad creadora, que a los logros mismos; más a la enérgeia que al concreto producto (ergon), si se nos permite la referencia humboldtiana. En efecto, de eso se trataba: el nuevo arte se genera y se consume en su dinamismo, en su vida, en su productividad. Pero, ¿en qué consisten concretamente estas “estilizaciones” y cuáles son las técnicas que se ensayan? ¿hasta qué punto participan de una voluntad “disparatada” y “subversiva” que no evita provocar irritación? A esta pregunta intentan responder las reflexiones siguientes. Luis García Montero (1993, 10), quien subraya la estabilidad de la conciencia literaria de Ayala desde sus primeros escritos nos dice: Si se inició en literatura con dos novelas juveniles, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925) e Historia de un amanecer (1926), fruto de sus lecturas de Galdós y la generación del 98, muy pronto entró en contacto con la actualidad vanguardista de su tiempo, publicando El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930), posiblemente las narraciones más importantes de la prosa vanguardista española. Las razones de esta opción estilística se encuentran analizadas en Indagación del cinema (1929), un libro donde no sólo se estudia la significación artística y cultural del cine. Ayala reflexiona también sobre el sentido de la joven literatura espa-

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ñola, empeñada en distanciarse de la realidad, convirtiendo la escritura en una alquimia metafórica, en una elaboración transformadora, en la metamorfosis personal del mundo.

Lo “alquímico” aquí no es equivalente a artificioso. Muy al contrario, esta alquimia. por la vía de los símbolos, busca una realidad esencial. Una realidad no reductible a su representación. una realidad que excede todo discurso...

La retórica vanguardista de Francisco Ayala La Retórica es el ars (ars bene dicendi). la téchne que permite la adecuación expresiva y de contenido de un discurso a su propia finalidad. Como afirma Bice Mortara Garavelli, “descubrir y explicar las reglas del juego comunicativo es la función cognoscitiva y social de la retórica”. Cognoscitiva, porque la palabra es el instrumento y a la vez el contenido de las representaciones mentales que alcanzamos mediante la comunicación, porque el lenguaje verbal es nuestro sistema modelizador primario, el instrumento de construcción de los límites de nuestro mundo; social, porque la lengua natural nos envuelve y somos pensados por ella (desde cada circunstancia) en la misma medida en que se despliega nuestra actividad pensante. Es evidente que cuando hablamos de retórica de la vanguardia no lo hacemos en el mismo sentido que para referimos a la retórica clásica. Ésta, en tanto que instrumento organizativo del discurso, funcionaba a la vez como preceptiva, técnica de producción discursiva y de análisis e, incluso, como afirma Barthes, como modo de vida e instrumento lúdico. La retórica de la vanguardia aspira a ser una antirretórica. Pero, para serlo, llega a crear sus propios medios y procedimientos. Y llega a convertirse, también, en una téchne. Pero, tan pronto como ha conseguido sus logros, debe negarse para procurar permanecer siempre nueva. Comenzando por el propio marco retórico en el que la vanguardia se va a situar, de inmediato comprendemos que se trata (como en general para toda la retórica literaria de cualquier época) de actualizaciones y desarrollos del género expositivo, el más apropiado para la lectura, que va dirigido a un auditorio de espectadores (lectores), que se convierten en jueces de la

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elocuencia; su tiempo es el presente o lo permanente y su fin la hermosura. De este modo se opone por igual a los dos géneros agonísticos: al judicial, dirigido a un tribunal (juez de derecho), que se refiere al pasado y que tiene como fin la justicia; y al deliberativo, que se dirige a la asamblea (juez del interés público), que trata del porvenir y cuyo fin es la utilidad. Tres géneros que, por cierto, de diferente manera y con distinta intensidad cultivará Ayala en su obra futura, especialmente en su producción ensayística. Si esto siempre había sido así, justo será reconocer que nunca como en los diversos movimientos de vanguardia el arte se sintió tan libre para alcanzar su propia finalidad estética, al margen de otros ingredientes de justicia o utilidad. La fórmula “el arte por el arte” expresa ajustadamente esta actitud. El pretendido equilibrio de la poética horaciana (docere et delectare) queda ahora roto hacia la dimensión fruitiva, hacia el placer y el juego de la lectura, que requiere en la modernidad estética otra suerte de complicidad por parte del lector, otro pacto comunicativo. Parece el momento adecuado para abordar un problema con el que siempre vamos a encontramos al abordar las creaciones de vanguardia: la consideración de “arte deshumanizado”, que en nuestro país más que en otros hizo fortuna y se revistió de autoridad en su formulación orteguiana. En La deshumanización del arte, Ortega habla en abstracto pero piensa en concreto: el modelo de su especulación es más la pintura que la creación verbal, y lo es en un momento en el que había perdido toda su potencia figurativa, mimética, representativa. La falta de distancia histórica y de un marco teórico adecuado no podía permitir apreciar diferencias hoy bien establecidas entre lo plástico y lo figurativo. La desaparición del iconismo, de lo analógico y la semejanza, imprescindible para sostener las últimas reminiscencias del ideal aristotélico de mímesis se interpretó inmediatamente como la desaparición de lo humano del ámbito representativo del arte. En realidad se trataba de todo lo contrario: el hombre, por fin, podía representar no ya el objeto fuera de sí, no ya el reflejo de la imagen del objeto en su pupila, sino lo que es más fascinante, la imagen mental del objeto construida y ahormada por su conciencia. ¿Hay algo más humano que esto? Estaba en juego –es cierto– una determinada concepción de lo humano, que lejos de ser esencial era, también, construcción histórica, existencial. Construcción histórica del proyecto de modernidad, que había asentado en la noción de sujeto (“la modernidad es el sujeto”, nos dice Hegel)

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otras grandes claves configuradoras de su concepción del mundo: la historia, el progreso, la técnica, el ideal moderno de la ciencia... Por ello nada puede extrañamos que, como realizaciones extremas –este carácter de lo liminar le es inherente– de la modernidad y a la vez como cuestionamiento de ella, los movimientos de vanguardia pudieran parecernos deshumanizados: se rompe con los sistemas y reglas de representación del mundo, porque se sabe que el mundo es, esencialmente, construcción social. Y como se cuestiona la sociedad vigente, como se la somete a la constante aceleración de un tiempo histórico cuyo destino final será ser anulado (en tanto que tiempo simbólico), también se cuestionan sus modos de representación. Por ello la nueva retórica es transgresora. Por ello en su núcleo mismo está la infracción de todas las normas y reglas que gobiernan la producción discursiva. En el caso de la comunicación verbal, se trata de la infracción de las reglas que gobiernan la lengua natural para hacerle cumplir su finalidad comunicativa, sí, pero también de la transmisión sistemática y coherente de una ideología y una concepción del mundo. Es evidente que, tras las vanguardias, aunque la pintura haya llegado a rescatar no su dimensión realista sino incluso hiperrealista; aunque la palabra haya vuelto en la creación literaria a asumir toda su carga representativa, ya nada será igual. Se ha cuestionado lo humano, es cierto: pero lo humano en tanto que representación mediada por un sistema cultural. Y se ha cuestionado desde la otra ladera de la modernidad. No desde la razón impositiva; no desde la razón teleológica, sino desde el sentimiento, desde la intuición, desde lo pre-, trans-, supra- o sub- racional, más allá de todo realismo. Desde las aportaciones de Lyotard hemos visto más claro que el gran mecanismo de la tardomodernidad acelerada (que él llama posmodernidad) ha sido el cuestionamiento de los metarrelatos de legitimación, de los sistemas cerrados de representación del mundo. Pero no de tal o cual metarrelato. No de éste para ser sustituido por aquél. Se trata de negar que exista ningún fundamento fundado. Pero ahora sabemos también que resulta imposible vivir sin fundamento alguno, sin un fundamento fundante. Las vanguardias tuvieron la extraordinaria función histórica de hacernos percibir la realidad, sea individual o social como construcción. Sus procedimientos eran –es bien cierto– lúdicos. Pero gracias a estos ‘juegos de lenguaje’ llegamos a entender que todas nuestras representaciones dis-

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cursivas son juegos del lenguaje, que no podemos situarnos más allá de las reglas (o de sus transgresiones). Que estamos atrapados por la palabra. La prosa vanguardista de Francisco Ayala constituye una muestra excepcional de cuanto estamos diciendo: parte de un desconcierto, de una insatisfacción en el uso de los cauces expresivos que le vienen dados. Funciona como transgresión constante de restricciones imprescindibles para la función representativa, unívoca y transparente del lenguaje. Pero en la plurivocidad, en la potenciación de relaciones analógicas, en ese llevar más allá, metà forein, la potencialidad significativa del lenguaje, se descubre otro territorio, otra transparencia. Si las lenguas están surcadas –como dice Carlos Fuentes de la nuestra– por la memoria y el deseo, en esta nueva escritura se quiere hacer tabula rasa. Crear haces de significaciones no prejuzgados por la memoria; establecer un espacio nuevo para la pulsión y el deseo. Un nuevo escenario en el que eros y thanatos exhiban sus nuevas potencialidades. Como afirma Ayala en Indagación del cinema: La literatura joven –lo mismo que las otras artes tradicionales– se plantea y resuelve en aguda hostilidad con su propia tradición. El cinema, recién nacido, ha podido, en cambio, introducir su novedad bajo capa de formas nada violentas ni agresivas, aunque tan flamantes como él mismo.

Sin duda advertimos en estas palabras la peculiar forma de modernidad literaria de Ayala: encontrar un espacio de afirmación y de novedad sin necesidad de recusar todo el pasado, la tradición, la memoria viva de la humanidad a la que Ayala se siente vinculado y a la que no quiere renunciar en nombre de esa “tradición de ruptura” de la modernidad.

Las grandes operaciones retóricas en la escritura vanguardista de Ayala: inventio, dispositio, elocutio Rechazo de la tópica convencional (y creación de una nueva tópica): este es el reto de la vanguardia en el nivel de la inventio. Mas, ¿cómo crear un nuevo espacio temático? La nueva experiencia del escenario moderno es suficientemente fuerte como para modificar este territorio de los contenidos, de los temas y motivos... Sin embargo, las vanguardias históricas no habían contado con la dificultad de hacer aparecer nuevos referentes en la memoria temática de la humanidad, con el reto de crear nuevos lugares co-

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munes, una nueva tópica... Es cierto que nuevos objetos aparecen en el espacio artístico; que experiencias humanas antes consideradas tabúes en el arte (o cuando menos marginales o minoritarias) irrumpen poderosas. Hoy, con la distancia que nos proporciona nuestra perspectiva, vemos mejor que los grandes creadores de vanguardia están constantemente apelando, bajo formas nuevas, a los grandes mitos de la historia de la Humanidad, a sus grandes pulsiones arquetípicas. Esta tendencia está especialmente acusada en Ayala. La gran aportación de las vanguardias no será tanto temática como remática. Es decir: se trata de una revolución expresiva. Estrictamente hablando, pues, más en el plano de los significantes que en el plano de los contenidos, de los significados. Más en las operaciones de la dispositio (con las tendencias al collage y a las sintaxis aberrantes) y de la elocutio, o encarnación formal-expresiva del lenguaje. A pesar de ello, estoy plenamente de acuerdo con Rafael de Cózar cuando afirma que en modo alguno las obras vanguardistas de Ayala son disparates gratuitos o jugueteo irresponsable, sino el necesario tributo a la construcción de un mundo nuevo desde una nueva expresividad: ¿Cómo puede considerarse evasionista, ausente de compromiso con su tiempo, el canto a la imaginación, el tema del cine, el jazz, el mundo de la máquina, la industria, el deporte, la ciudad en definitiva, símbolo de ese mundo nuevo producido por la revolución industrial, o bien la ruptura de planos, la metáfora irracional, la enumeración caótica, cuando todo ello es precisamente el mejor testimonio de ese aceleramiento del proceso histórico, el mejor síntoma de una época de crisis y de cambios transcendentales? Y más aún, ¿en qué se fundamenta esa extendida idea de que la vanguardia implica deshumanización, desinterés por el hombre? (Cózar de, 1995, 44).

Ayala quiere escapar a ese macroesquema invariante de la narración, que desde la poética clásica se venía imponiendo: l. exordio; 2. narración; 3. argumentación; 4. epílogo. Sus nuevas piezas narrativas disponen de otros modos fascinantes los materiales narrativos, que el propio lector debe combinar, como ocurre en «Hora muerta», donde espacios y ámbitos, personajes de la variada geografía urbana son introducidos sucesivamente antes de desencadenar el núcleo mismo de la acción (el robo del perro disecado). Pero algo que nos llama poderosamente la atención es la ausencia de implicaciones conclusivas, la suspensión de juicios desde el texto. El arte,

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como la vida, sucede: con sus rupturas, con sus alegrías y amarguras, con su violencia, con sus sinsentidos. No cabe extraer más consecuencia que abrir los ojos y mirar al mundo. Una dimensión moral de la escritura ayaliana que la aleja de toda moralina y que se acentuará con el tiempo. Las conexiones se dan, pues, a través de hilos verticales trazados en el relato, rompiendo secuencialidades lógicas y cronológicas no sólo en el nivel discursivo y de la historia, sino incluso en el de la fábula. E instaurando técnicas de repeticiones poéticas, procedimientos acumulativos de una gran eficacia: “La ciudad, gran plataforma giratoria, Estación, Pista, Fábrica, Velódromo, Universidad, Circo, Gimnasio y Cine”. Las tradicionales virtudes de la narratio son infringidas: no se trata ya de conseguir breve (brevis), clara (dilucida/aperta/perspicua) ni, por supuesto, verosímil (verosimilis, probabilis), sobre todo con criterios convencionales de verosimilitud. Una nueva organización del texto hará que para Ayala sea familiar una poética constructiva mucho más libre. La influencia de técnicas de montaje cinematográfico, con sus discontinuidades, la construcción de diferentes ópticas, planos y angulaciones, se hace ostensible en los relatos de El boxeador y un ángel. En la retórica de la vanguardia las llamadas “metáboles”, las traslaciones del sentido propio y común de las palabras y de sus asociaciones (figuras y tropos), son llevadas al extremo. Veamos algunos ejemplos: - Efectos aliterativos y paronomásticos (los llamados “metaplasmos”) aparecen incluso desde los títulos (recordemos el epígrafe «Mari- Tere, taquimeca» de «Medusa artificial»). - Elipsis, zeugma, asíndeton y parataxis (“Verja. Lanzas verdes. Verde jardín. Jardín del colegio. Abierto”) dominan sobre otras formas de transformaciones sintácticas (“metataxis”), aunque, como ya dijimos no faltan enumeraciones acumulativas, incluso caóticas. - Es, sin embargo, en el nivel de la semántica (“metasemas”) en el que con más riqueza se desenvuelve Ayala: sinécdoques y antonomasias, comparaciones, metáforas, identificaciones (“Bata azul: calma, inocencia”; “carteles: sábanas desplegadas”), sinestesias, numerosas personificaciones de objetos inertes, metonimias, oxímoros, así como los “metalogismos” fundamentales, ironía (bastaría recordar la excusa de San Pedro en «El gallo de la pasión») y paradoja, jalonan la escritura vanguardista de Ayala.

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Escritura vanguardista y juego transdiscursivo Entre los diversos recursos que contribuyen a la extraordinaria singularidad de Ayala, los juegos transdiscursivos ocupan un lugar central. Cumplen una función de anclaje de su escritura en la tradición literaria, arrastran y traen ante nosotros vastos espacios de significación que quedan a veces convocados por un solo guiño, a través de una tenue pincelada (por ejemplo, la innegable vinculación de su alusión a la luna como un anuncio, con el texto de Juan Ramón Jiménez en el Diario de un poeta recién casado, en el que aparece dicho motivo). Tal vez podría pensarse que en su obra vanguardista, por su voluntad de ruptura, las alusiones no tuvieran importancia o hubieran desaparecido. Lo cierto es que Rosario Hiriart no nos ilustra demasiado al respecto, ya que apenas se refiere a alguna alusión a Hamlet en «Hora muerta». Pero, analizados en detalle, los textos abren, a través de las alusiones, otros campos de complicidad y de densificación significativa. No sólo en los casos más explícitos («Susana saliendo del baño» o «El gallo de la pasión») sino otras referencias, como la que se hace a la cueva de Montesinos también en «Hora muerta».

A modo de conclusión Desde la perspectiva que nos ofrece la distancia de más de medio siglo estamos en condiciones de replantearnos ciertos clisés y estereotipos sobre las vanguardias que, pese a encerrar una buena parte de verdad encubren aspectos esenciales de la experimentación vanguardista. Especialmente, la noción de “deshumanización” y la dimensión de lo lúdico. Porque si bien es cierto que, especialmente en las artes plásticas, la desaparición de la figuratividad y de la referencialidad de la expresión artística hacían pasar a segundo plano los modos de consideración de lo humano de las estéticas hasta entonces vigentes, no es menos cierto que, en su propia transgresión y en sus mismos planteamientos de exploración en el límite, se percibe, poderosa, una nueva manera de interpretar la experiencia humana y de permitir su surgimiento en el arte. Si admitimos, con Bajtin, que nuestra conciencia (como hecho ideológico y social), nuestros pensamientos y nuestra expresión están transidos

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de otras voces (polifonía); que a través de nuestras palabras cruza toda la dinámica de la confrontación social (dialogismo), y que la inversión carnavalesca establece un territorio en el que se revela con toda su fuerza este valor ahormante e impositivo de los lenguajes, podemos comenzar a abordar de otro modo muchas de las mejores expresiones de las vanguardias, en tanto que juegos del lenguaje (en el más profundo sentido wittgensteiniano) o inversiones carnavalescas. Por lo que se refiere a la dimensión lúdica, la consideración del juego como frivolidad, y su estimación negativa, ignoran que, bajo tales experiencias late una indagación de los propios lenguajes, una experiencia de los cauces y vehículos comunicativos, así como de su capacidad constructiva. Las vanguardias deshumanizan, sí, desde un cierto concepto de hombre y de representación artística. Pero al hacerla han rehumanizado el arte más que cualquier otro movimiento histórico, porque han puesto a prueba los instrumentos mismos de representación del mundo. Y, al hacerla, nos han mostrado la inevitabilidad de nuestro destino: ser prisioneros en la cárcel del lenguaje. Sólo que algunos grandes creadores –como Francisco Ayala– nos han descubierto que, también en esa carcel, resulta inalienable nuestra libertad.

Referencias bibliográficas AYALA, F. (1929): El boxeador y un ángel. Madrid, Cuadernos literarios. —. (1971): Cazador en el alba y otras imaginaciones. Barcelona, Seix Barral. —. (1988a): Cazador en el alba. Madrid, Alianza. —. (1988b): Recuerdos y olvidos. Madrid, Alianza. CÓZAR, R. de (1995): «Francisco Ayala: desde la vanguardia a la permanente actualidad», en VÁZQUEZ MEDEL, M.Á. (ed.): El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla, Alfar. GARCÍA MONTERO, L. (1993): «Francisco Ayala, el narrador implicado», en AYALA, F.: El rapto. Madrid, Alfaguara, 9-20. HIRIART, R. (1972): Los recursos técnicos en la novelística de Francisco Ayala. Madrid, Ínsula.

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—. (1982): Conversaciones con Francisco Ayala. Madrid, Espasa Calpe. MAINER, J.C. (1971): «Prólogo» a AYALA, F. (1971): Cazador en el alba y otras imaginaciones. Barcelona, Seix Barral. NAVARRO DURÁN, R. (1988): «Introducción» a AYALA, F.: Cazador en el alba. Madrid, Alianza, 9-58. VÁZQUEZ MEDEL, M.Á. (ed.) (1995): El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla, Alfar.

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9. Glorioso triunfo del Príncipe Arjuna: Síntesis de la cosmovisión ayaliana Anímate, oh hijo de Kunti; prepárate para combatir con firme resolución. Estimando igualmente el placer que el dolor, la ganancia que la pérdida, la victoria que la derrota, ármate para el combate. Bhagavad-Gita. Cap. H Life is tedious as a twice told tale. Shakespeare. King John, HUV.

Una teoría de la escritura como reescritura En 1993, tras haber seguido una interesante historia de agrupaciones previas, casi todos los relatos de Francisco Ayala que no habían sido integrados en obras más unitarias fueron publicados bajo el título de El rapto. En una breve nota de contracubierta Francisco Ayala declara: El cuento es género de tradición literaria inmemorial. En cierto modo, todo cuento es a twice told tale, y varios de los que componen este volumen –empezando por El rapto que le da título–, son cuentos contados ya de antes: ése en particular, nada menos que por Cervantes. Pero ello nada dice contra su novedad, pues aquí sería impropio lo de “Tal como me lo conta-

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ron te lo cuento”, ya que en literatura el quid no está en el qué sino en el cómo. El cuento de nunca acabar que es la vida repite las mismas situaciones siempre de nuevo, es cierto; pero cada cual las vive a su manera. Y así esta colección de relatos míos refleja mi propia imagen del mundo, que podrá ser amarga a veces, pero que en definitiva suele ser bastante divertida.

Podríamos añadir, suscribiendo cada una de sus palabras, que pocas imágenes del mundo, que escasas indagaciones sobre el sentido de la vida humana encierran la riqueza y la lucidez de la cosmovisión ayaliana: amarga a veces por la sinceridad, el rigor y el realismo de su mirada; divertida siempre, porque Ayala es uno de los grandes maestros del humor y la ironía (en una amplia gama de registros y matices), puestos al servicio de la comprensión de la esencial realidad del hombre. Resulta, por ello, relativamente extraño encontrar un relato de Ayala en el que los recursos humorísticos, que introducen distancia y perspectiva, estén casi del todo ausentes. Y tendremos que imaginamos de inmediato que su razón habrá para que sea así. Es lo que sucede con el relato que vamos a analizar, Glorioso triunfo del príncipe Arjuna, libre reescritura del núcleo mismo de la Bhagavad-Gita, el Canto del Bienaventurado interpolado en el Mahabharata, obra mayor de la sabiduría hindú. Dos razones complementarias se nos ocurren para explicar el especial carácter de esta narración: una se refiere al hecho de presentársenos como verdadero compendio de la cosmovisión ayaliana; la otra, al lugar que ocupa en su producción literaria de posguerra. Ésta ha sido caracterizada certeramente por nuestro autor en la introducción a El escritor en su siglo: A partir de ahí ha podido observarse en mi evolución literaria un tránsito desde el tono de la más seria y aun siniestra gravedad –Los usurpadores, La cabeza del cordero– hacia un humor sarcástico que se iba dulcificando cada vez más, en diversas narraciones, entre ellas las dos novelas consecutivas Muertes de perro y El fondo del vaso, hasta dejar oír finalmente algunas notas de melancólico lirismo en El jardín de las delicias, delatando un significativo proceso de interiorización.

Glorioso triunfo del príncipe Arjuna participa del lirismo de El jardín de las delicias y señala el momento más intenso de interiorización de la escritura ayaliana. Por ello destila, desde cada palabra, más allá de la con-

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vención literaria, verdadera autenticidad: cuando se trata de apuntar al núcleo mismo del vivir el escritor transciende el ámbito de la ficción literaria.

Génesis y función estructural de Glorioso triunfo del príncipe Arjuna en la obra de Ayala Según nos ha referido Ayala, aunque Glorioso triunfo es un relato madurado durante toda su vida, su origen es un tanto fortuito. Esperando el avión en el aeropuerto J. F. Kennedy de New York, en 1980, se le acercó una chica ataviada con túnica hindú y vendiendo una hermosa edición de la Bhagavad Ghita con ilustraciones, que aún Ayala conserva. Fue a partir de la lectura directa del Canto del Bienaventurado como surge relato. Escrito, pues, en 1980, Glorioso triunfo del príncipe Arjuna vio la luz en 1982 encabezando la selección que publicara Seix Barral con el título De triunfos y penas, tras haber sido publicado en la revista Nueva Estafeta (número 23, de octubre de 1980, 4-10, con el título «Triunfo glorioso del príncipe Arjuna»). Una acertada nota editorial informaba al lector, en contracubierta, de la naturaleza de este hermosísimo volumen: Desde su título, De triunfos y penas establece la concisa y rica ambigüedad que será el territorio propio de este nuevo libro en el que Francisco Ayala prosigue y ensancha el camino abierto en El jardín de las delicias. En efecto, en los presentes relatos o retazos o viñetas, de una impoluta y a veces chispeante precisión verbal, oscilantes en la zona movediza entre la narración, el ensayo, la libre digresión o la autobiografía, ni son tan triunfales los triunfos ni suelen ser grandes catástrofes las penas: la estatura del hombre debe invitamos a rebajar énfasis, y a cargar en el haber de la sabiduría irónica y escéptica del autor desde la perspectiva de su recapitulación vital, esta invitación a hacer nuestra la ciencia humilde y ardua de lo relativo, que sitúa en el más justo enmarcamiento el frenesí profundo de los actos humanos.

De triunfos y penas es una agrupación de relatos que –con carácter provisional, sin que ello suponga menoscabo de su sentido íntimo y de su estructura propia– nos ofrece un trayecto de lectura formado por unidades que, finalmente, encontrarán su acomodo en otras colecciones más definitivas que tienen su carácter propio. En este caso, los textos se integrarán, por

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un lado, en El jardín de las delicias (significativamente, en la sección «Días felices»); por otro, en El rapto, colección de relatos editados desde hace varias décadas, pero en su edición última, con posterioridad a la edición de su Narrativa Completa (donde aparece Glorioso triunfo como unidad independiente). Luis García Montero explica el contenido de El rapto en el estudio preliminar: En este libro nos presenta (Ayala) alguna de sus mejores narraciones. Aunque el autor no ha incluido en esta selección las obras pertenecientes a la época vanguardista, ni aquellas narraciones que encuentran su sentido completo en la unidad global de libros como Los ursurpadores, La cabeza del cordero o El jardín de las delicias, se reúnen aquí novelas y cuentos de mucho interés, que funcionan como narraciones independientes. A los textos ya publicados en El rapto, Historia de macacos, De triunfos y penas y El jardín de las malicias se añaden dos nuevos cuentos: «Un caballero granadino» y «No me quieras tanto» (García Montero, 1993).

El relato que aquí ofrecemos –redactado, como quedó dicho, en una etapa de extraordinaria fecundidad en la escritura de Ayala (1980)– ha funcionado, pues, en tres contextos distintos. En cada uno de ellos puede ser leído con matices diferentes: a) Como primer relato del volumen De triunfos y penas adquiere tal importancia, que orienta y condiciona ese “paratexto” que es la cubierta del libro, en la que encontramos un hermoso motivo hindú. Marca el inicio de esa oposición tensiva que ya se nos ofreció en El jardín de las delicias, mucho más que trasunto literario del tríptico de El Bosco, en cuya tabla central (ahora recientemente restaurada y recuperado su fascinante cromatismo), entre paraíso e infierno, se desarrolla el humano existir. Para Ayala, infierno y paraíso (ahora invertidos, en esperanzadora visión) coexisten en la vida del hombre, que se reparte en «Diablo mundo» y «Días felices». Esa inevitable mixtura de gozo y dolor (no es posible arrancar la cizaña sin dañar el trigo), de triunfos y penas, se encuentra plenamente presente en el interior de Glorioso triunfo del príncipe Arjuna. A la vez, se enfrenta este relato, como momento de triunfo, a otros en los que están presentes las penas que acompañan la vida, para concluir con los textos cuyo destino final será, como dijimos, «Días felices». b) Verdadera Summa de la ficción ayaliana, la Narrativa Completa de 1993 –ya afortunadamente incompleta– es su más íntegro juego de espejos

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rotos (pero recompuestos en el narrar mismo) en el que contemplamos, como al trasluz –o más bien en un juego de reverberaciones– el rostro de Francisco Ayala, el rostro del hombre de nuestro tiempo, y el desnudo, fascinante (y a veces terrible) rostro de lo esencial humano. Ayala nos explica, en la Advertencia a la edición, el carácter de sus escritos posteriores a Muertes de perro y El fondo del vaso, con excepción de El jardín de las delicias: A partir de ahí, y hasta la fecha de hoy, habrían de ir surgiendo de mi inventiva una multitud de relatos con el más variado carácter y de extensión muy diferente que, aun cuando fueron barajados a efectos meramente editoriales para formar con ellos diversas colecciones, son independientes entre sí unos de otros, y como independientes se dan dentro de esta suma de mis obras narrativas completas.

Pero ya indicamos, subrayada esta independencia, Glorioso triunfo del príncipe Arjuna adquiere una especial importancia, casi recapituladora, en relación con El jardín de las delicias. Es, precisamente, a continuación de las prosas de El Jardín donde se ofrece el Glorioso Triunfo. Se convierte así en la quintaesencia del pensamiento ayaliano, de su matizada y rica antropología, de su visión ética... Incluso de su propia biografía contemplada más allá de la anécdota. c) El rapto, como ha quedado dicho, es una recopilación de todos los relatos de posguerra que no quedaron integrados en otras colecciones. Se rompe estructural, pero no temáticamente, la oposición de contrarios que se integran. Glorioso triunfo puede ser aquí leído como un eje central (y unificador) en relación con el cual los otros relatos –con su ironía y su sarcasmo, en su evidencia de la bondad posible y de la barbarie casi inevitable de lo humano– adquieren otro sentido. Ayala, narrador de gran inventiva y de una extraordinaria calidad elocutiva, ha demostrado como pocos escritores en nuestro siglo la importancia de la dispositio, no sólo en la arquitectura interna de cada pieza, sino también en su combinatoria. Es la conjunción de estas tres dimensiones la que hace de El jardín de las delicias una obra única en la literatura del siglo XX, verdadero retablo de estructura abierta, articulación de textos que cuestionan los límites genéricos y que se integran en una unidad superior de sentido, en la que se hace imprescindible la cooperación interpretativa

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del lector. Y es esa conjunción la que podemos apreciar, en su propia (que no menor) escala en Glorioso triunfo del príncipe Arjuna. No es casual que en la edición de la Narrativa completa aparezcan, en páginas enfrentadas, el colofón de El jardín de las delicias y la portadilla de Glorioso triunfo del príncipe Arjuna. Recordemos algunas de las palabras conocidísimas con las que Ayala cerraba la primera versión de El jardín, fechadas en Chicago, 28 de abril de 1971: Ya el libro está compuesto. He reunido piezas diversas, de ayer mismo y de hace quién sabe cuántos años; las he combinado como los trozos de un espejo roto, y ahora debo contemplarlas en conjunto. Sí; cuando me asomo a ellas, pese a su diversidad me echan en cara una imagen única, donde no puedo dejar de reconocerme: es la mía.

Pues bien: el Ayala que se contempla –y se reconoce– en los fragmentos de El jardín. pero también en ese otro espejo trizado mayor que es su obra toda –como ha indicado magistralmente Carolyn Richmond– nos deja en Glorioso triunfo del príncipe Arjuna un compendio fascinante de los temas mayores de su obra de ficción (y también de su producción ensayística). Es este un espejo íntegro y recompuesto en el que, a través de la reescritura, también reconocemos el rostro de Ayala.

Estructura y sentido Glorioso triunfo del príncipe Arjuna es una libre reescritura que parte de la Bhagavad-Clhy pero que –independientemente de la fidelidad (que es grande) con que refleja los dogmas mayores del hinduismo– sirve de ocasión a Ayala para presentamos, desde otro sesgo, algunas de sus intuiciones sobre la realidad humana. Recordemos, brevemente, y ahora en palabras de Borges (quien seleccionó el Poema entre los libros predilectos de su «Biblioteca personal») el argumento de la Bhagavad-Gita: Se enfrentan dos ejércitos; Arjuna, el héroe, vacila antes de entrar en la batalla porque teme matar a sus parientes, a sus amigos y a sus maestros, que militan en el opuesto bando. El auriga de su carro lo insta a cumplir con el deber que su casta le impone. Declara que el universo es ilusorio y

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que la guerra también lo es. El alma es inmortal; transmigra a otros seres muerta la carne. La derrota o la victoria no importan; lo esencial es cumplir con su deber y lograr el Nirvana. Se revela después como Krishna, que es uno de los mil nombres de Vishnu. Un pasaje de este poema que afirma la identidad de los contrarios ha sido imitado por Emerson y por Charles Baudelaire. Es curioso que una apología de la guerra nos llegue de la India. En la Baghavad-Gita confluyen las seis escuelas de la filosofía hindú.

Al lector familiarizado con la obra de Ayala no extrañará en absoluto que el punto de partida, el excipiente de un relato ayaliano, sea otra obra literaria (o incluso materiales proporcionados por las diversas artes). Nuestro autor ha señalado, a propósito del arte narrativo de Cervantes, que no se basaba “en eliminar y hacer tabla rasa, sino, al contrario, en utilizar, absorber y transformar todos los elementos de la tradición literaria de que disponía, para obtener así un producto de superior riqueza”. Y este constituye un procedimiento de fondo, esencialmente caracterizador de su obra de creación, como pusiera de relieve Rosario H. Hiriart en su monografía Las alusiones literarias en la obra narrativa de Francisco Ayala. Ciertamente, la intensidad y variedad con que Ayala se nutre de la tradición literaria y artística que él recibe –para devolvérnosla acrecentada y enriquecida– supera el marco de las “alusiones”. En un próximo trabajo espero ilustrar en detalle cómo en Ayala se encuentran todas las posibilidades de lo que G. Genette denomina genéricamente “transtextualidad” (y que, ya que parece casi inevitable acuñar un término que exprese concisamente lo que en el idioma común exigiría largas explicaciones, yo prefiero denominar “transdiscursividad”). En este caso, precisamente, Ayala aprovecha las posibilidades de la “hipertextualidad”: Glorioso triunfo del príncipe Arjuna se escribe, al modo del palimpsesto, sobre los trazos de la Bhagavad-Gita. Además, se replantean los mensajes del poema sagrado que tienen valor permanente, desde la perspectiva del hombre de nuestro tiempo. Y se reconoce el peculiar perfil de la ética y la sabiduría de Ayala. Glorioso triunfo del príncipe Arjuna es un relato dividido en cuatro partes, de las cuales la última hace de corolario: «El sueño de Arjuna», «Arjuna juega al ajedrez bajo una pérgola», «Vacilación del príncipe ante la batalla» y «La victoria de Arjuna». Sueño, juego (especialmente amoroso), vacilación y –para quien sabe sobreponerse a ella– victoria: ¿cabe una mejor caracterización de la vida humana?

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La Baghavad-Gita nos presenta al héroe vencedor de los Kaurava en el sagrado campo de Kuru, gracias al dios Krishna que se le aparece como auriga en su carro de guerra y le ofrece una síntesis de los principios del hinduismo. En Glorioso triunfo encontramos un protagonista esencialmente humano guiado por otro ser radicalmente humano, su preceptor, el sabio Sendar, quien –revestido también con las características de la literatura sapiencial medieval– le muestra la senda de una vida humana digna abierta a la muerte, que el propio Sendar afrontará en la misma batalla a la que anima a su discípulo. Nada, pues, de mágico, de sobrenatural, de prodigioso, en el relato de Ayala. O mejor: la misma vida del hombre como mágica, sobrenatural y prodigiosa. Ninguna fuente de sabiduría ajena al hombre mismo, ni ningún otro elemento que podamos poner en juego más que la propia condición humana. Ningún ilusorio consuelo. La sabiduría del desapego de gozo y dolor, que el relato hindú atribuye a la inmortalidad de un espíritu eterno y único, subyacente en el espejismo de la multiplicidad, es aquí sustituida por una aceptación de que somos seres-para-la-muerte, con matices que nos recuerdan al Heidegger de Ser y Tiempo. Cada fragmento contribuye al tejido de un tapiz, cuyos temas y motivos se enriquecen con la contemplación del conjunto. En un juego magistral de capacidad descriptiva y narrativa, a la vez que de lapidaria, directa y sencilla exposición de grandes principios, se nos revela un Ayala que domina los más secretos resortes del estilo. Baste recordar aquí el cambio del pretérito imperfecto al presente en el relato que de su sueño nos hace Arjuna. «El sueño de Arjuna» utiliza la fuerza de lo onírico, susceptible de interpretaciones diversas y todas ellas ciertas (presencia del perspectivismo y de la relatividad de Ayala, pero también trasunto e inversión del motivo central de las Mil y una noches: la verdad no está en un sueño, sino en muchos sueños), para advertimos de la débil frontera que existe entre la felicidad y el dolor; para cuestionar las lindes que separan sueño y vigilia; para advertimos de la inconsistencia de todo y de los engaños del mundo... Y para indicamos el único camino de la sabiduría: aceptar que todo cuanto ha nacido debe morir. “Arjuna: si sabes que has de morir, estás ya muerto; pero si ya estás muerto, eres inmortal”, hace Ayala decir a Sendar. Pero aquí se aparta una vez más del pensamiento hindú, que utiliza con flexibilidad para exponer su propia visión del mundo: la futilidad de la existencia no se debe a una contingencia que se renueva en el samsara (la rueda de la

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vida y de la muerte, de la transmigración y de las reencamaciones), sino al final absoluto que nos espera. “Tal como las nubes desaparecen en el cielo sin dejar huella de su paso, también tu cuerpo volverá a la inexistencia para no padecer ni gozar más”. La presencia de la muerte (thanatos) en nuestras vidas, y su aceptación como único camino de sabiduría, nos hace presentir la proximidad de eros, del amor como pasión y compasión, como pulsión sexual y, a la vez, como ternura. Tal es el núcleo del segundo momento del relato, «Arjuna juega al ajedrez bajo una pérgola». Ya el motivo del ajedrez –que de inmediato remite a la sabiduría oriental y nos recuerda las reinterpretaciones de la vida como confrontación y como batalla que ofreciera Borges– anticipa el núcleo mismo del relato: la naturaleza dual de este mundo de apariencias y su dimensión conflictiva; un juego que “como el otro”, es infinito. Aquí se libra también la batalla de los sexos, la confrontación amorosa que, como la partida jugada en el jardín por Arjuna con una de las jovencitas de la corte, queda en tablas. Arjuna ha vencido, con su buen corazón, el instinto natural: “contrariando los deseos de tu sangre joven, te has negado a ti mismo el placer que tenías tan a mano; y, conmovido ante los temores de tu virginal amiga, supiste echarte atrás y privarte tú por no lastimarla a ella”. Pero no todo ha quedado resuelto. Arjuna ha de saber ahora que en este mundo estamos “condenados, no sólo a padecer dolor, sino a infligirIo también”. Y ante esta realidad no cabe escapatoria: ni siquiera huir del mundo y refugiarse en la pasividad, pues allí –dentro de nosotros– sigue el conflicto. Ayala ofrece aquí una fórmula válida para todo ser humano, según su propia circunstancia, alejada de las pautas de comportamiento según castas o grupos que, inevitablemente, está presente en la Baghavad-Gita: Más vale, príncipe, aceptar lo que la propia condición y estado impone, siempre que sea, no para satisfacción de la mera voluptuosidad, sino con la mira puesta más allá y más arriba del acto mismo. Así habrás elevado y dignificado lo que son exigencias del mundo, y todo cuanto hagas estará bien hecho, pues estará hecho con desprendimiento e indiferente distancia. Quien alcanza a colocarse por encima de las circunstancias prácticas, y consigue no regocijarse con lo placentero ni afligirse con lo penoso, ése y sólo ése posee la beatitud interna, la eterna serenidad (Anónimo, 1986).

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Porque, en efecto, la beatitud sólo puede ser interior y no es digna de recibir el nombre de serenidad aquella actitud que –aun dentro de lo efímero de nuestra vida– no sea eterna. Creemos encontrar, en el trasfondo de esta filosofía, ciertos latidos schopenhauerianos: si el deseo, la avidez que no se sacia, es la causa última de la infelicidad humana, sólo cabe desactivar los mecanismos imperativos del deseo, vivir el mundo como voluntad y representación, animados por el sentido ético que nos es dado alcanzar, sin demasiado entusiasmo, pero con dignidad y eficacia. Y –es preciso añadir– también en sentido estético: sub specie aeternitatis, ya que la experiencia estética no tiene por objeto las cosas singulares sino las formas inmutables o Ideas. Amor y muerte, fatalidad del goce y del dolor, han hecho su aparición y han preparado el gran escenario de la confrontación: el fragmento tercero, núcleo del relato, el más estrechamente emparentado con la Baghavad-Gita: «Vacilación del príncipe ante la batalla». Arjuna ha asimilado bien las enseñanzas de su preceptor y se ve, junto a él, en el campo de batalla, frente a aquellos a los que ama, a pesar de la obligada confrontación. Arjuna invoca su desprecio por los bienes de la tierra; la naturaleza ilusoria de lo mundanal; la inutilidad de la consecución del poder y la riqueza, a cambio de convertirse en instrumento de destrucción y muerte... Se niega a luchar. Sendar le ha de ofrecer una lección aún más radical: ni siquiera vale su deseo de proteger a los demás, como no valdría el de protegemos a nosotros mismos... Hace su aparición uno de los grandes temas ayalianos, el tiempo: “El tiempo es destructor del mundo, y al reñir esta batalla tú no serías sino un instrumento suyo. ¡Lucha, Arjuna!” La única vida humana que se dignifica es aquella que acepta su esencial temporalidad: el hombre es una criatura gestada en el seno del tiempo. No tiene sentido ningún nihilismo pasivo: es preciso librar la batalla de la existencia. El preceptor de Arjuna le hace ser consciente de que incluso no luchar es sucumbir a los afectos, dar demasiada importancia a las apariencias y a los sufrimientos... Sólo cabe luchar, aceptar el lugar que la vida nos ha deparado y librar nuestra batalla en defensa de la justicia, con ánimo impasible, para mantener un orden justo... Sabemos que Arjuna se nos ha convertido aquí en el prototipo de todo ser humano, y que cada cual ha de librar sus propias batallas en sus particulares llanuras de Kurukshetra... Y la voz de Sendar es ahora, también, la voz de Ayala. De Ayala que, incansable-

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mente, a lo largo de su dilatada existencia se ha esforzado por dar razón del mundo; por buscar un sentido a la existencia individual y colectiva; por cifrar caminos para que podamos transitados y ofrecemos fragmentos de espejos para que contemplemos nuestros rostros verdaderos... Aunque debamos conocer tras ellos el vacío y la futilidad de la existencia: “Todos somos sombras, figuras de un tapiz, imágenes fingidas en el velo de Maya.”. Sólo que –intuimos este mundo de la pluralidad y la apariencia– no es únicamente un velo que encubre la realidad última de la unidad absoluta. 0 en todo caso es un velo tras el cual no hay nada. Arjuna lucha y vence, aunque debe pagar el precio de la victoria: la muerte de adversarios y seguidores, entre ellos el sabio Sendar. Después de esa gran batalla Arjuna será otro y sabrá arrojar las cenizas de su maestro al Ganges sin consternación. Aceptará sin apego su destino, gobernando en paz y con justicia. Cuando le fue posible abandonó el trono y se retiró al desierto. Pero –hemos de suponer– ya no llevaba consigo, en su mente, el apego al mundo, ni fue su retirada una huida. Tal es verdaderamente (y no la victoria de Kurukshetra) el Glorioso triunfo del príncipe Arjuna: aceptar su destino; actuar con ecuanimidad y desapego; buscar un orden pacífico y justo... superar los engaños de los sentidos, el apego al gozo, el miedo al dolor... aceptar la muerte para vivir con dignidad y reconocer que sólo es invulnerable quien ya está muerto... Pero que, tal vez, en esa total extinción, en esa nada, se alcance la felicidad prometida del nirvana... Francisco Ayala reescribe aquí algunos de los capítulos más hermosos e interesantes de la Baghavad-Gita. Pero ni el tema subyacente (el sentido mismo de la vida humana) ni los ricos motivos a través de los cuales se desarrolla son nuevos. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, algunos de los relatos de Los usurpadores y, muy especialmente «La campana de Huesca» en el que Ramiro el monje debe afrontar su destino y afrontar el designio que le impuso su circunstancia? Si hemos de ser sísifos (recordemos a Camus), aceptemos nuestro destino y démosle cumplimiento; vivámoslo con plenitud, aunque sin temores ni entusiasmos. En el límite, como dijera Nietzsche, si no cabe otra posibilidad, “¡No buscar el sentido en las cosas: sino introducírselo!”. Ayala, con todo, y a pesar de su defensa de la individualidad y del destino de cada hombre, que no puede sacrificarse a un hipotético destino colectivo (siempre la preeminencia de lo concreto y real, frente a lo abstracto e ideal), no renuncia a alcanzar una comprensión y una co-

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rrespondencia con el mundo que vaya más allá de un insolidario individualismo. Así, a diferencia del Nietzsche (1998: 71-72) que proclama que «es un barómetro de la fuerza de voluntad: hasta qué punto podemos prescindir del sentido en las cosas, hasta qué punto se soporta vivir en un mundo sin sentido, porque uno mismo se organiza una pequeña parte de él», Ayala nos invita a una búsqueda incesante del sentido, más allá de los imperativos y los encorsetamientos ideológicos, más allá de la avidez de placer y del horror al dolor, porque placeres y dolores forman la urdimbre y la trama de lo humano, porque quizá a lo que podamos aspirar es a gozar de unos cuantos días felices en este diablo mundo. No encuentro mejor caracterización de Ayala como escritor que la siguiente de Schopenhauer (1996: 96), en la que cabría identificarle con una “estrella fija”: A los escritores se les puede dividir en estrellas fugaces, planetas y estrellas fijas. Los primeros producen el estruendo momentáneo; se ven, se exclama “¡mira!” y desaparecen para siempre. Los segundos, es decir, las estrellas errantes y planetas, tienen mucha más consistencia. Brillan, aunque sólo a causa de su proximidad, a veces con más claridad que las estrellas fijas, y los inexpertos las confunden con éstas. Sin embargo, pronto abandonan su lugar; tienen además solamente luz prestada, y una esfera de acción limitada a colegas de órbita (contemporáneos). Andan y cambian; una vuelta de algunos años de duración, y acaban. Sólo las terceras son inmóviles, fijas en el firmamento; tienen luz propia, ejercen su acción en una época como en otra, no cambiando de aspecto porque nosotros cambiamos de posición, pues no tienen eje de paralelismo. No pertenecen, como aquéllas, a un solo sistema (nación), sino al mundo. Pero precisamente por su altura necesitan su luz generalmente muchos años antes de hacerse visible a los habitantes de la tierra.

También esto parece haber ocurrido en el caso de Ayala, pero su luz nos llega ahora con rara intensidad. Ayala es, por encima de toda consideración, un escritor ejemplar: un clásico, un modelo digno de imitación. Pero Ayala, aquí, en este relato, no es sólo el sabio Sendar. Es también –y sobre todo– Arjuna: la aceptación de sus circunstancias vitales, la sabia distancia que adopta ante una felicidad que sabe efímera y un dolor que proclama inevitable; la capacidad de indicar el camino desde nuestra situación histórica hacia la radical pregunta por el Ser (y hacerla de manera tan hermosa)... su conformidad ante la

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fatalidad de la muerte, le han hecho ya, de alguna manera, inmortal... En ello consiste el glorioso triunfo de Francisco Ayala.

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10. El ensayo en Francisco Ayala Hace ya tiempo que –cuando se me ofrece la posibilidad de hablar de cualquier aspecto de la escritura ayaliana– pongo, al frente de mis reflexiones, las del propio autor sobre el asunto que debo abordar. Pocos escritores poseen el grado de autoconciencia con que Francisco Ayala ilumina su actividad creadora. De él podríamos decir las mismas palabras que aplica a Cervantes en su análisis del soneto «El túmulo»: “Cuando él dice, lo dice por algo; y aquí, como en todo momento, sabe muy bien lo que dice”. En este caso, se trata de un párrafo del prólogo al volumen El escritor en su siglo, en el que nuestro autor expresa las dos grandes vertientes que podemos encontrar en su obra dilatada y plural; pero también la íntima trabazón entre una y otra línea y, en última instancia, la capacidad que todos sus escritos tienen para dirigirnos hacia la personalidad de su autor: [...] Ha sido la mía una larga vida de escritor público, comenzada antes de cumplir los 17 años de mi edad y prolongada sin muchas pausas hasta la fecha de hoy. Durante ella he dirigido una atención constante hacia el desenvolvimiento de los acontecimientos en torno mío a la vez que procuraba expresar mi visión del mundo en obras de imaginación literaria. Así, mi labor escrita presenta dos grandes vertientes: por un lado, la del comentario encaminado a interpretar el curso de la historia donde me encuentro sumergido, y por el otro, las plasmación artística de mis intuiciones acerca de lo que pueda ser la realidad esencial. Esta última vertiente, específica-

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mente literaria, contiene también un sector de tipo teórico-crítico que responde a mi actividad docente, pues la mayor parte de mi carrera profesional ha estado dedicada, como enseñante, a los estudios literarios. Con todo, no he de ocultar –y más de una vez lo he declarado– que es en la creación imaginaria donde creo hallarme en terreno más propio, y donde espero que mis esfuerzos creativos puedan alcanzar alguna perduración. Pero, en definitiva, el conjunto de lo producido y publicado por mí en direcciones diversas presenta una íntima trabazón y remite en último extremo a la individual personalidad del autor (Ayala, 1990).

Ayala suscribiría sin duda la afirmación de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, en su discurso a l’Académie Française del 25 de agosto de 1753: “le style est l’homme même”. Texto que, por cierto, nos ofrece las claves para calibrar la transcendencia de la escritura ensayística de Ayala: Les ouvrages bien écrits seront les seuls qui passeront à la postérité: la quantité des connaissances, la singularité des faits, la nouveauté même des découvertes, ne sont pas de sûrs garants de l’immortalité: si les ouvrages qui les contiennent ne roulent que sur de petits objets, s’ils sont écrits sans goût, sans noblesse et sans génie, ils périront, parce que les connaissances, les faits et les découvertes s’enlèvent aisément, se transportent, et gagnent même à être mises en oeuvre par des mains plus habiles. Ces choses sont hors de l’homme, le style est l’homme même.

En efecto, las obras bien escritas serán las únicas que pasen a la posteridad. Y a la posteridad, junto con su obra de ficción poética, pasarán los ensayos de Francisco Ayala como un monumento a la dignidad del pensar, a la libertad de contemplación del mundo no sujeta a los principios imperativos de una ideología cerrada; a la perspicacia del análisis complejo que considera toda la variedad de factores que se concitan en cada acontecimiento… Pero, sobre todo, como un monumento a la hermosura de la palabra. Según la fórmula de Buffon, la escritura ayaliana versa siempre, por nimios que en algunas ocasiones parezcan a primera vista, sobre grandes asuntos (en cualquier caso, asuntos que conciernen a la condición humana); y siempre tiene los ingredientes del buen gusto, la nobleza y el genio que –para mal de nuestros días– parecen virtudes del pasado, pero lo son del presente y del futuro.

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Ensayo –nos dice el DRAE– es, además de la “acción y efecto de ensayar”, “escrito en el cual un autor desarrolla sus ideas sin necesidad de mostrar el aparato erudito”. Escueta, pero precisa definición, que viene a confirmar la conocida cita de Ortega: “el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita”. Ciencia: esto es, conocimiento acrisolado. Pero, además, conocimiento con una clara dimensión práctica marcada en su etimología, ya que la palabra latina exagium, de la que procede “ensayo”, se refiere al “acto de pesar algo”: pesar, sopesar, ponderar, pensar… En tal acepción y con este sentido, la escritura ensayística en Ayala ha ido discurriendo siempre en paralelo a sus obras de ficción poética (esto es: creadora). Posee la misma calidad estética del autor que ha llevado la lengua española a una de sus más altas cumbres del siglo XX, en su obra más específicamente literaria. Más específicamente, decimos, ya que estamos convencidos de que la escritura ensayística de Ayala es literatura: buena literatura a la que tan sólo el carácter más coyuntural de sus contenidos podría prestar una menor perduración que la que, sin duda, alcanzarán sus escritos poéticos sobre la condición humana. En tal sentido estamos plenamente de acuerdo con Carolyn Richmond, cuando afirma en la «Presentación» a la Antología publicada por editorial Anthropos: cuanto ha salido de la pluma de Ayala –desde sus novelas y relatos hasta sus estudios sociopolíticos; desde sus libros de crítica varia hasta sus celebradas traducciones al castellano; desde sus memorias hasta sus comentarios en la prensa diaria– está marcado por un estilo –o sea, por la huella de un hombre– íntegro desde el punto de vista ético, estético e intelectual.

Es, sin duda, esta integridad, esta entereza, la nota más caracterizadora del universo moral, de la creación de la belleza y de la perspicacia intelectual del mundo ayaliano. Un mundo del que procura “dar razón”, a través de estudios muy diversos. Una primera clasificación de esta ingente producción distingue, por un lado, ensayos de teoría y crítica literaria [representados, además del volumen de Ensayos de Aguilar, por los dos hermosos libros Las plumas del fénix (1989) y El escritor en su siglo (1990), y analizados ejemplarmente en Francisco Ayala, teórico y crítico literario, editado por Antonio Sánchez Trigueros y Antonio Chicharro]; por otro, estudios y ensayos sociológicos, que alcanzan su culmen en el Tratado de Sociología (1947) y la Introduc-

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ción a las ciencias sociales (1952), pero también en obras fundamentales como Razón del mundo (1944) o el volumen que lo incluye Hoy ya es ayer (1972). Quedaría, además, una de las muestras mayores del periodismo de opinión del siglo XX, recogida en volúmenes como Mi cuarto a espadas (1988), Contra el poder y otros ensayos (1992) o En qué mundo vivimos (1996). Como dijimos, la escritura ensayística y la escritura poética van casi siempre en paralelo en la obra total de Francisco Ayala, con un leve predominio de una u otra, según la circunstancia vital del escritor. Son –a mi juicio– las dos alas con las que se eleva, de la gravidez insoportable de su siglo, un Ayala-Atalaya que nos permite otear la única posible tierra prometida de la dignidad: “la de una existencia provista de sentido y orientada hacia el cumplimiento de valores razonables en una sociedad cuyos rasgos particulares son todavía difíciles de anticipar, pero que sin duda se parecerá muy poco a aquella en que hemos vivido hasta el presente”. Según nos declara en Recuerdos y olvidos, “el primer escrito mío en alcanzar los honores de la letra impresa había sido algo acerca de la pintura de Romero de Torres, cuyas cualidades “literarias” despertaban por aquellos tiempos mis entusiasmos de frustrado aprendiz de pintor e incipiente hombre de letras”. Se trata de una colaboración con fecha 29 de marzo de 1924 (trece días después de cumplir los 18 años) en el diario La Época. Ayala ha agradecido el papel que tuvo su paisano Melchor Fernández Almagro en sus inicios literarios: “a él le debo apoyo eficaz en mis primeros pasos como escritor público”. Y gracias a él “me di el gusto de ver impresos unos cuantos artículos de empaque ensayístico”. De inmediato Ayala complementará esta dimensión pública de su escritura con su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, publicada, según declara su autor, a expensas de Guillermo Fernández Shaw. Desde entonces hasta ahora han transcurrido más de setenta años de actividad literaria ininterrumpida, siempre actual y renovada, caso verdaderamente excepcional en las letras universales. Queda aún por hacer esa necesaria lectura en paralelo de la obra ensayística y la obra poética de Ayala. Mientras cumplimos esta exigencia imperativa para iluminar uno de los grandes procesos literarios del siglo XX, no estará de más indicar algunos hitos fundamentales: 1. Tras sus dos novelas Tragicomedia de un hombre sin espíritu e Historia de un amanecer, Ayala cambia de rumbo y se imbuye en el momento

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culminante (y, en cierto sentido, también final) de las vanguardias históricas. La lectura de Indagación del cinema (1929) resulta imprescindible para entender el alcance ético y estético de sus dos recopilaciones de relatos vanguardistas El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930). Y basta la mención de las palabras introductorias del volumen para tomar conciencia de la extraordinaria calidad verbal de la obra ensayística de Ayala: Yo he pensado el cine, mi coetáneo, con amor, con encanto, y hasta con cierto desenfreno. El cine –no el circo– es el espectáculo que primero me sobrecogió de maravilla, al ofrecerme el único paisaje posible en el que los frutos son globos infantiles y en cuyos lagos pueden florecer los gramófonos. (Por aquellos años, el Siglo, reciente, era ese perrillo que se asoma, absorto, a escuchar los delgados estambres de voz que vibran en las corolas azules, verdes, rojas.).

Calidad verbal, creatividad y –al mismo tiempo– riqueza de conceptos, rigor y precisión, serán marcas características de la escritura ensayística de Ayala. Y algo más, que ya nos indica en su Indagación: Pero no he compuesto –al contrario: he hecho trizas– un libro de cine. Un libro que hubiera podido ser sistemático, enterizo, de una pieza. Pero que ha quedado reducido a un manojo de tirabuzones de celuloide; convertido en algo que –como la cabeza de una medusa– no tiene por dónde agarrarse; que puede escurrirse, deshilachado, por la actualidad (Ayala, 1929).

Al lector avisado de Ayala este “hacer trizas” le recordará también ese “espejo trizado” al que alude en el prólogo a El jardín de las delicias. Ayala es contrario a una voluntad de sistema encorsetadora, falseadora de la multiforme realidad, impositiva desde los imperativos ideológicos… Por eso prefiere –y esto, se dice ahora, es muy posmoderno– los fragmentos desde los que la conciencia crítica del lector, verdadero cómplice del proceso de la comunicación literaria, reconstruye intuitivamente la totalidad a la que, precariamente, puede acceder. 2. Con el paréntesis que marcan los años de la consecución de su Cátedra y de Letrado de las Cortes de la República (que tienen su reflejo en el volumen El derecho social en la constitución de la República española, de 1932), Ayala retoma el rumbo de su escritura creativa con el «Diálogo de los muertos», publicado en Sur en diciembre de 1939, que indica un talante

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preocupado por la búsqueda del sentido, por la libertad, por el respeto a cada individuo, por la dignificación de la política y por la importancia de la reconciliación. Todo ello se refleja en sus ensayos El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo (1941), El problema del liberalismo (1941), Oppenheimer (1942), Historia de la libertad (1943), Razón del mundo (1944) e Histrionismo y representación (1944), el mismo año en el que aparece el relato El hechizado (1944). Posteriormente se incorporaría al volumen Los usurpadores (1949), que hemos de leer en paralelo a La cabeza del cordero (1949), al Ensayo sobre la libertad (1945), Jovellanos (1945) y al Tratado de Sociología que, en edición en 3 vols., vería la luz por primera vez en 1947. Desgraciadamente no tenemos ahora ni el espacio ni el tiempo para indicar, siquiera someramente, la importancia del ensayismo sociológico y político de Ayala. Algunos excelentes trabajos de Santos Juliá (1997), Abellán (1998), Castillo (2001), Ribes (2002) e Iglesias de Ussel (2002) pueden ser un buen punto de partida para el lector interesado. Señalaremos, con todo, que Ayala va a nutrirse de lo mejor de las dos tradiciones sociológicas de su época, representadas por Adolfo Posada (de quien le llega la preocupación ética del krausismo) y por Ortega y Gasset (con quien coincide en algunos grandes temas –la sociedad y el hombre de masas, la crisis, las vanguardias– así como en un enfoque sociológico más abierto y menos cientificista, que encontramos hasta el día de hoy en los interesantes artículos de Ayala en la prensa diaria). Pronto enriquecería su formación en Berlín, años 1930-1931, de la mano de Herman Heller. Sus lecturas y reseñas de Max y Alfred Weber, Simmel, Oppenheimer, Mannheim y Freyer, van jalonando un camino en el que cada vez se alza una voz más personal, que traza una peculiar teoría sociológica etiquetada por Alberto J. Ribes Leiva como Ley de Unificación del Mundo, que se anticipa en varias décadas a los recientes análisis de la globalización o mundialización. El Tratado de Sociología supone el intento más sistemático de Ayala, dentro –como él diría– de las “tradiciones escolares de la ciencia sociológica”. Sin embargo, su enfoque multidimensional y heterodoxo de los complejos procesos de su tiempo, ha mantenido su vigencia hasta nuestros días. Véase si no sigue siendo aplicable a la encrucijada en que nos encontramos estas proféticas palabras: “la crisis actual consiste en la alternativa entre organización integral del mundo o convulsiones aniquiladoras”.

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3. Según afirma Ribes Leiva A partir de 1952 la sociología de Ayala va a comenzar a aparecer absolutamente hecha trizas; se abandonan prácticamente las reflexiones endosociológicas; sus acercamientos a diversos temas serán cada vez más fraccionados e irán en busca de los problemas desde diversos puntos de vista que nos darán una imagen unitaria una vez observados en su conjunto.

Los títulos más importantes de estos años son Derechos de la persona individual para una sociedad de masas (1953), El escritor en la sociedad de masas (1958), La crisis actual de la enseñanza (1958), La integración social en América (1958), Tecnología y libertad (1959) y De este mundo y el otro (1963). Podríamos, por un lado, relacionar esta etapa de “sociología difusa” y el giro hacia la “fragmentación” con el cambio de circunstancias vitales, con su traslado primero a Puerto Rico y más tarde a los Estados Unidos. Por otra parte, en el ámbito de su escritura poética, son los años de Historia de macacos (1953), las dos grandes novelas Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962), así como los relatos de El as de bastos (1963) y El rapto (1965), agrupados de modo diversos en posteriores recopilaciones. No será difícil encontrar en tales volúmenes la preocupación por la significación plural de los hechos, por el perspectivismo y por las circunstancias que denigran o dignifican a los seres humanos. Son años que coinciden también con una intensa actividad en el ensayismo literario: Breve teoría de la traducción (1956), publicada años antes en La Nación, Experiencia e invención (1960), Realidad y ensueño (1963) o Reflexiones sobre la estructura narrativa (1970) son algunos de sus títulos fundamentales. Ayala, en sus estudios sobre teoría y crítica literaria, anticipa muchas orientaciones actuales, sin tener que recurrir a un lenguaje críptico y abstruso. La consideración total de la escritura, la transmisión y la recepción de los textos (concediendo un papel de primer orden al lector) sitúa las reflexiones de Ayala como importantes antecedentes de la pragmática de la comunicación literaria, la teoría de los polisistemas, la nueva historiografía o la neohermenéutica crítica. 4. La publicación de El jardín de las delicias (1971) marca el arranque de la última estación creativa de Ayala y, con ella, de una nueva etapa de su escritura ensayística, en la que culmina el llamado “enfoque sociológico fragmentado”, que se extiende y se realiza plenamente en su obra literaria. Una obra que rompe todos los encorsetamientos genéricos, temáticos, de

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tono y estilo, incluso de fronteras entre experiencia vivida y experiencia fingida, como acredita la edición conjunta de El jardín de las delicias y El tiempo y yo. Ayala es consciente, por otra parte, de una segunda crisis de la modernidad en el siglo XX, y a sus preocupaciones anteriores, que mantiene plenamente vigentes (los problemas que plantea la crisis de valores, la libertad, el falseamiento de la realidad por parte de los sistemas ideológicos, propagandísticos y publicitarios, el problema de España, el proceso de unificación –y a la vez de fragmentación– planetaria), añade otras propias de los años setenta, ochenta y noventa –como, por ejemplo, la moda, el papel de la televisión y los medios de comunicación, las nuevas tecnologías, la caída de los bloques en conflicto, etc. Los volúmenes que recopilan sus artículos en diversos periódicos –especialmente, El País– recogen estas joyas ensayísticas de un Ayala transmoderno. Para Ayala, todo lo que pueden hacer [los intelectuales] es aferrarse al rigor de su vocación, abandonando cualquier perspectiva práctica; esforzarse sin descanso por hallar, en medio de la crisis y a favor de su coyuntura, el sentido de la realidad histórica en que se encuentran implicados, y desde el centro de esa realidad, pensar los temas eternos con sinceridad implacable; mantener viva, en incesante clamor, la demanda por el destino esencial del hombre.

No encuentro palabras más acertadas para definir la tarea del Francisco Ayala intelectual y ensayista. Hace muy poco –noviembre de 2004– Ayala afirmaba que “por el lenguaje se define mi presencia en el mundo: me siento, y me he sentido desde siempre, un escritor (…) una persona cuya existencia se encuentra fundamentalmente consagrada al idioma”. Hemos tenido ocasión de acercarnos a un perfil de nuestro autor –uno de los ensayistas más importantes del siglo XX– que no es un mero apéndice en relación con su obra creativa, que se ilumina aún más –siendo autosuficiente– desde las claves de su pensamiento ensayístico. Si, como nuestro autor afirma, “ponerle nombre a las cosas es transformar su condición, darles una consistencia nueva, o sea, en definitiva, inventarlas, crearlas”, podemos concluir que Ayala ha contribuido ha transformar y mejorar nuestra condición, a darle una consistencia nueva: la que proporciona la búsqueda incansable del sentido de la existen-

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cia individual y colectiva. Y por ello hemos de expresarle el testimonio de nuestra más sincera gratitud.

Referencias bibliográficas AYALA, F. (1929): Indagación del cinema. Madrid, Mundo Latino. —. (1944): Razón del mundo. Buenos Aires, Losada. —. (1947): Tratado de Sociología. Buenos Aires, Losada. —. (1952): Introducción a las Ciencias Sociales. Madrid, Aguilar. —. (1972): Hoy ya es ayer. Madrid, Moneda y Crédito. —. (1988): Mi cuarto a espadas. Madrid, El País-Aguilar. —. (1990): El escritor en su siglo. Madrid, Alianza. —. (1992): Contra el poder y otros ensayos. Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá de Henares. —. (1996): En qué mundo vivimos. Madrid, El País-Aguilar.

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11. Narración y ensayo en Francisco Ayala

Quiero comenzar haciéndoles partícipes de un convencimiento, que dejará muy clara mi posición ante nuestro autor y nuestro tema desde las líneas iniciales: considero a Francisco como uno de los grandes pilares del espléndido edificio de nuestra literatura del siglo XX. Hasta tal punto que, si la axiología literaria y los procesos de “canonización” de la escritura lo exigieran (y, sin duda lo exigen), no dudaría ni un momento en alinearlo con nuestras figuras mayores: estoy hablando, para que se me entienda con claridad y para que no haya ninguna duda, de autores como Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle Inclán, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez... por sólo citar a algunos ya indiscutibles que, generacionalmente, le precedieron... Escritor de estirpe cervantina, se da en una circunstancia que constituye un gran mérito, imputable en parte a su biología y a la sucesión de los contextos históricos que le ha cabido en suerte vivir, pero sobre todo a su ingenio, a su calidad creativa y ética: Ayala es uno de los más destacados testigos y analistas de este siglo tremendo y fascinante que concluye. Lo es tanto en sus obras ensayísticas como en sus relatos de ficción. Y si unas y otros admiten –como así ha sido en gran medida una lectura independiente que basta, en cada parcela, para considerarle como un gran sociólogo y ensayista, y como un gran narrador, conjuntamente y dinamizándose ofrecen un perfil único de imponderable altura.

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Se trata, por supuesto, de un convencimiento personal. Lo cual no quiere decir, en absoluto, que se trate de un convencimiento no fundado; y, en cualquier caso, será tan cuestionable como otros juicios de parecida índole que circulan sin ser cuestionados y con menos solidez en nuestra feria de las vanidades literarias. Así se conforman los sistemas de valoración literaria. Pero como el rigor obliga y el autor y su obra lo merecen y lo permiten con holgura, intentaré esbozar en algunas pinceladas –desde nuestra perspectiva de la relación entre ensayo y narración– este rostro gigante que se refleja en un espejo trizado (alusión al carácter fragmentario y perspectivo de su producción), como él ha indicado en acertada expresión en el prólogo a El jardín de las delicias y como ha desarrollado Carolyn Richmond con justeza y perspicacia crítica recientemente. Desde que la escritura ensayística alcanzara en el siglo XVIII esa madurez que no ha hecho sino incrementarse hasta nuestros días, ha sido frecuente, en nuestra literatura y en todas las de nuestro marco cultural, encontrar magníficos narradores que, de manera circunstancial o más asidua han acudido al ensayo como natural complemento de una voluntad de expresión y comunicación que no se agota en la creación ficticia. Tampoco es del todo insólito encontrar el perfil inverso: grandes pensadores y ensayistas que, en algún momento, acudieron al universo de la ficción para ofrecer sus grandes cuestiones en otro marco y con otras posibilidades vedadas por el discurso factual (que también quiere serlo, aunque en otro orden de “hechos” el discurso filosófico). Escritores hay –bastaría pensar en Unamuno– cuyos perfiles quedarían fatalmente mutilados si prescindiéramos de una u otra de estas vertientes. Estamos ante un tipo de escritor, que ha existido a lo largo de toda la historia literaria occidental, que como las grandes montañas exigen ser contemplados desde diversas laderas, sin romper su esencial unidad. A esta gran estirpe de creadores pertenece Francisco Ayala, quien da continuación en su obra –con propio y personalísimo sesgo– a la gran pregunta (abierta y múltiple) sobre la condición humana y su encarnación en el momento histórico presente. En Ayala, pues, creación ficticia y escritura reflexiva brotan de un mismo origen y responden a una misma inquietud, que se matiza cuando se trata de la pregunta por la condición o por nuestra situación en el cosmos. Ese origen y esa raíz no son otros que la pregunta por el sentido.

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Volveremos, de inmediato, a retomar nuestra reflexión en este punto, pero me parece conveniente traer ante nosotros, a modo de recordatorio, el “mapa” de las obras fundamentales de nuestro autor y la mención de sus contextos e implicaciones. Para ello me serviré, con cierta libertad, matizando y sobre todo ampliando algunos extremos, del texto de la propuesta de Francisco Ayala como candidato al Premio Nobel de Literatura, cuyo fundamento mismo es “la excepcional calidad de la plasmación artística de sus intuiciones acerca de la realidad esencial del hombre, en una narrativa de alcance universal, así como por su interpretación del curso de la historia del siglo XX de la que es testigo, en la más alta prosa ensayística”. Francisco Ayala, como todo gran creador, se inició en el ejercicio de la emulación de los mejores, para llegar a formar parte de ellos por la impregnación de lo más cumplido de la tradición literaria universal, resuelto en una cosmovisión y en un estilo indudablemente irrepetibles. Rara vez podemos encontrar en la Literatura contemporánea una tensión tan equilibrada entre la búsqueda de lo permanente, y la fidelidad al momento histórico desde el que tal indagación adquiere sentido. Por ello, ya atisbamos anticipos de los rasgos esenciales del mejor Ayala en sus dos primeros ejercicios literarios, dos novelas de corte tradicional, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925) e Historia de un amacener (1926). Pero su voz es ya claramente perceptible en los relatos de El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930), escritos en ese momento único de la experiencia de la modernidad que protagonizan las vanguardias históricas. Suponen una singular aportación, un ensayo de libertad creativa, al tiempo que la sensibilidad simpatética de Ayala logra prefigurar una dimensión trágica de la existencia en algún relato de la época como «Erika ante el invierno», que barrunta otros inviernos más terribles por los que pronto pasaría España, Europa y el mundo. Es –no lo olvidemos– el momento en el que Ayala junto a sus relatos vanguardistas va publicando y posteriormente recoge en un precioso librito, la primera de las cuatro versiones de lo que llegará a ser El escritor y el cine (1996): Indagación del cinematógrafo (1929). Nunca se insistirá lo suficiente en el enriquecimiento que supone la lectura de los relatos de vanguardia y de esta crítica cinematográfica personalísima. vehemente, llena de brío, de ideas, de estilo y de imágenes. Ejemplo prematuro pero ya significativo de la importancia de una lectura en paralelo de la obra ensayística y narrativa de Ayala.

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El impulso creador de Ayala encontrará su natural continuidad en narraciones como «El Hechizado», a decir de J. L. Borges “uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”. En Los usurpadores (1949), conjunto de relatos en que se integra, el principio “el poder ejercido por un hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación” toma cuerpo en diferentes ilustraciones de inspiración histórica ahora ficcionalizadas y proyectadas, por tanto, hacia la esencial realidad que revelan. La narrativa de Ayala tiene la virtud de aproximamos a situaciones cuya construcción hace perfectamente verosímiles, pero cuya dimensión imaginaria apunta a una realidad más profunda. Así ocurre con La cabeza del cordero (1949), narraciones que tienen como referente la guerra civil española, pero, que en el fondo, vuelven a referirse a la condición del hombre degradado o sometido a circunstancias extremas, por causa de la confrontación intransigente y la violencia. Por ello se trata de una obra cuya lectura se enriquece cuando se hace paralelamente a Los usurpadores y, ambas, junto a los importantes ensayos de sociología y crítica social de estos años, centrados en el problema de la libertad, el liberalismo y los derechos del individuo en la sociedad de masas. De 1947 es la primera edición del Tratado de sociología. No olvidemos por otra parte que, como si acompañara como un menor los grandes momentos de inflexión de la obra de Ayala (sin quebrar su continuidad), de 1949 es la segunda ampliación sobre cine, El cine, arte y espectáculo. Los tres lustros que van desde 1950 a 1976, años de dedicación docente en distintas universidades norteamericanas no le alejaron en absoluto de la construcción de su universo ficcional, cada vez más trabado, complejo y completo. De estos años son la colección de relatos breves Historia de macacos (1955), las novelas complementarias Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962), que revelan las luces y sombras, tanto de la dictadura como de la democracia formal, y las recopilaciones El as de bastos (1963) y De raptos, violaciones y otras inconveniencias (1966). Un análisis ejemplar que contempla la relación entre ensayo y narración aplicada a esta época la constituye el estudio introductorio de Carolyn Richmond a Historia de macacos: Dada esa correlación entre la obra del escritor Francisco Ayala entre su producción ensayística y sus invenciones literarias, he optado por analizar según el orden en que fueron publicados por primera vez cada uno de

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los relatos que integran el volumen, haciendo referencia a aquellos escritos discursivos del autor que pudieran iluminar cada uno de sus textos narrativos (Ayala, 1995a, 9-10).

Pero, cuando todos pensábamos ya en una carrera literaria hecha y que admitía pocas modificaciones. Ayala nos sorprende con un nuevo modo de relacionar el fragmento y la totalidad, El jardín de las delicias (1971, 1978, 1990), obra en la que las fronteras entre realidad y ficción se desvanecen casi, dado el peso real de la fabulación narrativa, a la vez que las delimitaciones genéricas (los marcos del ensayo, la narración, los materiales autobiográficos o la digresión libre y espontánea) han caído en favor de una nueva escritura. Simétricamente, con su aportación mayor al género literario de las memorias en el siglo XX, Recuerdos y olvidos (1982, 1983, 1988), de nuevo cuestiona los límites entre ficción y realidad, dado el alto valor literario de su escritura y la extrema capacidad de transcender la anécdota y dar entrada a reflexiones fulgurantes. Don Francisco Ayala ha sabido transitar, a lo largo de su dilatada existencia territorios terribles y territorios gozosos. Ciudadano de una única Humanidad ha percibido las luces y sombras de la vida en los años infantiles en su Granada natal; en el Madrid republicano; en el Berlín en ebullición de los incipientes años treinta; en Argentina o Puerto Rico en el exilio; en Estados Unidos o de nuevo en España... Es esa la dialéctica de El jardín de las delicias. en el que se opone el «Diablo mundo» a los «Días felices». Y ha sabido hacerlo, escritor en su siglo, con el rigor de los mejores intelectuales y la sensibilidad de nuestros mejores creadores. Ni necesitó en sus días más difíciles de elogios que no le llegaron, ni ha cambiado la rectitud de su curso por los reconocimientos que justísimamente, le han ido llegando. Entre ellos, su elección como miembro de la Real Academia Española (1983), el Premio Nacional de Literatura (1983), la medalla de Oro de su ciudad de Granada (1987), el doctorado honoris causa por la Northwestem University (1977), Complutense (1988), la Universidad de Sevilla y la de Granada (1994), la de ToulouseLe Mirail (1996), la UNED (1997), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1988) y el de las Letras Andaluzas (1989). Como culminación de todos, el Premio Cervantes de Literatura, en 1991, que destaca en su obra creativa un autor de estirpe cervantina y, como Cervantes, de alcance uni-

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versal. Las numerosas traducciones de su obra a los principales idiomas así lo acreditan. Ayala, además de estos excepcionales méritos –añadíamos en su propuesta como Premio Nobel a la enumeración de los estrictamente literarios– ha sido uno de los mayores teóricos y críticos literarios contemporáneos; traductor del alemán, el inglés o el francés y teórico de la traducción... Y un ensayista que une a su espléndida formación sociológica –acreditadas en el Tratado de Sociología o su Introducción a las Ciencias Sociales– un permanente interés por las innovaciones tecnológicas y la evolución de las sociedades (Hoy ya es ayer; Contra el poder y otros ensayos; El escritor en su siglo, etc) así como la transparencia y calidad de su palabra justa y equilibrada con una visión profética acerca de la crisis de la modernidad y las claves para un futuro humano y realista cimentado en la libertad y en el cultivo del espíritu de los hombres y los pueblos. Desde el momento mismo de sus inicios, como hemos visto, la escritura de Francisco Ayala (la de creación, pero igualmente la ensayística) se ha caracterizado por ser una incesante búsqueda del sentido: del sentido íntimo de cada acontecimiento cotidiano; del sentido que el destino personal y colectivo ofrece a cada ser concreto; del sentido de las reglas que caracterizan la interacción social... del sentido del vivir mismo, en última instancia. Dar Razón del mundo, sería concisa fórmula para expresar lo que más amplia y minuciosamente nos declara en su obra de dicho título, al precisar el cometido de los intelectuales en tiempos de crisis: Todo lo que pueden hacer es aferrarse al rigor de su vocación, abandonando cualquier perspectiva práctica; esforzarse sin descanso por hallar, en medio de la crisis y a favor de su coyuntura, el sentido de la realidad histórica en que se encuentran implicados y, desde el centro de esa realidad, pensar los temas eternos con sinceridad implacable; mantener viva, en incansable clamor, la demanda por el destino esencial del hombre (Ayala, 1962, 126).

Sólo así, nos dice Ayala, es posible “prepararse mediante un disciplinado ascetismo mental a recibir el mensaje de los valores absolutos capaces de salvar la cultura, en el instante preciso en que el giro de la Historia les permita entreverlos”.

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Ayala se ha referido muy tempranamente, y lo ha reiterado a lo largo de toda su actividad intelectual, a una búsqueda de la realidad esencial, por encima de las diversas contingencias que constituyen el existir mismo: Lo propio del hombre de letras es escrutar con toda libertad el mundo, preguntarse por los últimos misterios, tratar de descubrir el sentido de la vida humana, el sentido de todo lo existente y ofrecer sus intuiciones plasmadas en obra a la consideración de sus semejantes con objeto de despertar en ellos intuiciones o percepciones análogas (Ayala, 1958, 61).

Es esa búsqueda –en la medida en que se traduce en hallazgos o atisbos– la que dota de permanencia la actividad creativa, y sin resultar incompatible (todo lo contrario) con la atención a los acontecimientos que se desarrollan en tomo, traza dos vertientes en su producción escrita: por un lado, la del comentario encaminado a interpretar el curso de la historia donde me encuentro sumergido, y por otro, la plasmación artística de mis intuiciones acerca de lo que pueda ser la realidad esencial. Esta última vertiente, específicamente literaria, contiene también un sector de tipo teórico–crítico que responde a mi actividad docente, pues la mayor parte de mi carrera profesional ha estado dedicada, como enseñante, a los estudios literarios. Con todo, no he de ocultar –y más de una vez lo he declarado– que es en la creación imaginaria donde creo hallarme en terreno más propio, y donde espero que mis esfuerzos creativos puedan alcanzar alguna perduración. Pero, en definitiva, el conjunto de lo producido y publicado por mí en direcciones diversas presenta una íntima trabazón y remite en último extremo a la individual personalidad del autor (Ayala, 1990, 11-12).

Algo parecido ocurre con el suceder individual, en el que la suma de acontecimientos no puede explicar un sentido último que les subyace y les transciende: “el problema de toda biografía radica precisamente en esto: en la conexión entre los hechos externos, objetivamente comprobables, y el sentido íntimo de la vida individual, que aún para el propio sujeto que la vive está muy lejos de ser transparente”. La memoria selecciona, “configura siempre ese pasado en modo selectivo”, aunque puede valer el esfuerzo realizado desde instancias subconscientes “por conferir a las experiencias pretéritas una estructura acorde con el sentido profundo de la vida personal” (Ayala, 1988a, 22).

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Vemos, pues, que la relación entre obra narrativa y ensayística en Ayala no es accidental, sino esencial; no es algo circunstancial, sino constante e inherente a su escritura. Por ello no nos extraña en absoluto que, casi todos los críticos, coincidan en señalarlo y, cada vez más, se considere esta interacción como fundamental para la mejor intelección de las propuestas y atisbos ayalianos. Estelle Irizarry (1971, 7) –por sólo citar algunos ejemplos significativos– comienza su monografía Teoría y creación literaria en Francisco Ayala con un capítulo titulado «Del estrecho entronque entre la actitud crítica y la imaginativa», cuyas primeras palabras, en las que se engarza el testimonio de nuestro autor, nos parece de interés citar: La confluencia de la obra discursiva de Francisco Ayala con la ficticia es un hecho sostenido por él mismo con bastante insistencia. En sus críticas ha señalado el fenómeno en otros escritores: Unamuno, Galdós, Machado, Santayana y Mallea. Sus palabras acerca de la unicidad de este último escritor son reveladoras: “En puridad todo escritor auténtico tiene un tema, y sólo uno, como tiene una personalidad y un acento, un tema que lleva dentro, clavado en la entraña y que se va desplegando de mil maneras a lo largo de su obra y de su vida. Este despliegue sin término da lugar a producciones distintas”. No carece de significado que cite Ayala la afirmación de Unamuno: que “un libro discursivo, como El sentimiento trágico de la vida, es también novela”.

Y, en efecto, al igual que ocurre con nuestro don Miguel, la obra discursiva de Ayala tiene mucho de narrativo y, si prescindimos del carácter ficcional de la obra más creativa, nos encontramos ante una pareja calidad de lenguaje y ante un movimiento de ideas y de argumentos que se representan con la misma viveza que los personajes en su acción. Recíprocamente, la obra de ficción de Ayala tiene un soporte sociológico –como él mismo ha señalado– y una capacidad de penetración psicológica y existencial verdaderamente inusuales incluso en las mejores muestras de la narrativa contemporánea. Irizarry encuentra la unidad básica de la obra de Ayala, cuya ambigüedad e imposibilidad de encasillamento lleva nuestro autor con orgullo (ciertamente pagando el precio exigido por ello en una sociedad que se encuentra cómoda ante los estereotipos), en la motivación de su obra, en su “tema único” que

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viene de la sensación de desamparo en un mundo caótico de estrago moral y crisis a partir de la primera guerra mundial, que ha traído un desmoronamiento del equipo de valores por los cuales el mundo occidental se había guiado anteriormente. Esta crisis ha creado un serio desajuste entre la conducta y las ideas, y una angustiosa seguridad acerca de las normas (Idem, 9).

Quizás sería el momento adecuado para deshacer una idea falsa acerca de la obra de Ayala: la de que destila pesimismo o incluso violencia o truculencia. Como afirmó en una ocasión Luis Goytisolo sobre el universo ayaliano, no es ser pesimista afirmar que llueve cuando está lloviendo... Y en ocasiones parece que en este mundo en que vivimos no va a escampar... Por ello, precisamente, la antropología ayaliana está lúcidamente abierta a la esperanza. Pero a una esperanza concreta, realista, no a hueras utopías que exijan al hombre renunciar a su presente en aras de un futuro que tal vez no llegue nunca a existir. Esa esperanza se cifra en el proceso de humanización de la cultura y la educación. Por ello Ayala es uno de nuestros últimos grandes humanistas que nos recuerda (una y mil veces en su obra ensayística y de ficción) que el ser humano se animaliza (recordemos títulos como Muertes de perro o Historia de macacos) cuando se abandona a sus instintos, cuando es incapaz de construir una sociabilidad con las reglas imprescindibles para que se de un juego en el que el ser humano sea lo más libre posible en cada circunstancia concreta, respetando a su prójimo. La cosmovisión ayaliana –como vemos– es de una riqueza y complejidad verdaderamente desconocidas en nuestro siglo, como también lo son los diversos registros de su estilo: su voz es capaz de modularse desde la ternura y los más delicados afectos hasta el expresionismo de la truculencia, la escatología y de la degradación contemplados con sarcasmo: son modos diversos que coexisten en el mundo en que vivimos, un retablo que no cabe contemplar parcialmente; un diablo mundo en el que también podemos (y debemos) encontrar días felices. Pero si todo lo dicho hasta aquí es suficientemente importante como para hacernos cargo de la magnitud de Ayala, no queremos despedir esta invitación a su lectura que es, en el fondo, lo único que desea ser, sin añadir algo acerca de su visión sobre nuestro presente y nuestro futuro. Un fu-

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turo que vislumbraba, ya en 1990, como Moisés la tierra que no iba a pisar, aun sin la ilusión vicaria con que el patriarca bíblico vislumbraba un futuro que ya no sería el suyo, pues ciertamente la experiencia vivida en el presente siglo y lo que la historia enseña acerca de los pasados no me permite hacerme demasiadas ilusiones sobre la aptitud del ser humano para reconstruir sobre el terreno de la realidad el Paraíso perdido de sus ensueños (Ayala, 1990: 11).

Pero ese futuro basado en un nuevo orden no podría ser la utópica felicidad soñada por progresistas de toda laya, pero sí la (promesa) de una existencia humana provista de sentido y orientada hacia el cumplimiento de valores razonables en una sociedad cuyos rasgos particulares son todavía difíciles de anticipar, pero que sin duda se parecerá muy poco a aquella en que hemos vivido hasta el presente (Idem, 22).

Su capacidad prospectiva, su amplitud de miras, le permiten atisbar más allá del radio que nos ofrece la mayor parte de nuestros analistas contemporáneos. Y, sobre todo, ofrecemos fórmulas concisas para el futuro: humanizar a través de la cultura y la educación; proseguir el empeño reivindicador de los derechos de la mujer; acelerar la construcción de las nuevas instituciones que se hagan cargo de la sociabilidad en una civilización planetaria, afrontar las innovaciones tecnológicas con optimismo pero con sensatez... y seguir trabajando por un mundo más justo y más libre... Dice Fernando Savater –afirma el Editor de De mis pasos en la tierra– que él, que aún no tiene cincuenta años, querría ser ahora mismo como Francisco Ayala a los noventa: lúcido, irónico, memorioso, dúctil, dotado del sentido del humor de los sabios, viajero, cosmopolita, buen conversador, buen patriota de la patria de la humanidad, un español que transpira inteligencia e inspiración, y que ha aplicado su perspicacia a la literatura y a la vida.

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12. Ayala y la comunicación social Francisco Ayala, cuya personal misión ha cifrado en dar “razón del mundo”, a través del perdurable ejercicio de la ficción y del más efímero y comprometido análisis de la sociedad, se reconoce a sí mismo como “testigo alerta de su tiempo”, como “escritor en su siglo”. Por ello, sociólogo como es por formación y por vocación, a lo largo de su dilatada y rica existencia ha valorado en numerosas ocasiones la transcendencia de la comunicación social en la configuración del hombre de nuestros días. Su penetrante observación del entramado de acontecimientos cotidianos es parte constitutiva de su íntegra producción, tanto de los relatos de ficción, como de su reflexión más periodística y ensayística: «A nadie podrá extrañarle que quien, hace ya no menos de medio siglo, fue oficial letrado de las Cortes y catedrático de derecho político, –que curiosa, aunque desde una perspectiva relativamente distante– atienda a los acontecimientos de la vida pública que tienen lugar en este país, tan diferente hoy de lo que entonces era», nos dice en un interesante artículo de 1989 sobre «Parlamento y televisión» (Ayala, 1992a, 133). Pero su mirada no se ha detenido –ni se detiene– en la realidad de nuestro país, sino que abarca el complejo escenario mundial en el que hoy se libran las batallas del presente y del futuro. Más aún, ha proclamado que “bajo las particulares condiciones políticas de cada país actúan otros condicionamientos histórico-sociales más amplios, que homologan a los coetá-

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neos nacidos dentro de un cierto ámbito cultural” (Ayala, 1988, 13). En efecto: esta “aldea global” en la que las repercusiones de conflictos localizados en el resto del orbe son incuestionables, hace pesar, en una catarata jerarquizada, los usos y costumbres de los enclaves simbólica y realmente –esto es: política, económica y militarmente– más relevantes sobre los más débiles. Es su visión –su teoría– de la realidad social una de las que ha sobrevivido con mayor vitalidad y equilibrio –dada su rara perspicacia– a las diversas zozobras de las teorías sociales del siglo XX. Ni fue en exceso ideológica en una época emergente en la que el eidos primaba en el análisis y aun en la voluntad de transformación del mundo, ni está groseramente apegada a la realidad en unos momentos en que muchos apuestan por la borgeana metáfora del plano 1:1, en el que ya no hay representación comprensiva, porque todo es un simulacro, pretendidamente equivalente a la realidad a la que el plano se refiere (o más bien se superpone). Una de las razones de la vigencia del análisis de la realidad social por parte de Francisco Ayala radica en su equilibrio en la valoración de situación y condición humanas. Porque si la primera remite a las concretas circunstancias espacio–temporales en las que el ser humano desarrolla su designio histórico, la segunda apela a aquello que el hombre es, o aquello en que consiste “lo humano” del hombre. Tal vez Ayala estaría de acuerdo con nosotros si asignamos, sin tajantes exclusiones, el territorio de la condición humana a la expresión estética, fantástica, creativa y humanística, en suma, mientras que las ciencias sociales tienen por misión desvelar las inflexiones de la situación. Si bien para lo uno y lo otro resulta imprescindible el análisis inteligente de causas y raíces de manifestación histórica. En la teoría social de Ayala ha estado siempre implícito un principio en el que veíamos recientemente una de las claves en la evolución de las relaciones entre sociología y comunicación: el tránsito de las teorías sociales de la comunicación a las teorías comunicacionales de la sociedad. Y, como criterio motor de toda su teoría sociológica, una peculiar visión de la sucesión de las crisis y de las generaciones históricas. En efecto, pertenecemos a una época que ha vivido y está viviendo la crisis –como derrumbe de la estructura social– con más intensidad que ninguna otra. Francisco Ayala nos advierte de tal proceso en el período inmediato de la segunda posguerra mundial. Sus palabras sobre el problema de los nacionalismos, analizadas en detalle, adquieren dimensiones casi proféticas.

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En nuestro ensayo «Francisco Ayala: Teoría Literaria vs. Teoría de la Comunicación» recogemos varios fragmentos de un artículo publicado en ABC en el que, además de todo lo dicho, se aprecia la profundidad de su mirada cuando se trata de evaluar el alcance de los cambios actuales. Por su interés, los reproducimos de nuevo añadiendo algún otro fragmento y glosándolos convenientemente: La última fase de la revolución industrial ha transformado a la sociedad contemporánea de manera tan radical y profunda que, haciendo obsoletos tanto las instituciones como los valores que las inspiraban, plantea toda una panoplia de problemas nuevos cuya solución deberá buscar y encontrar la Humanidad, si ha de subsistir con una vida digna sobre este maltrecho planeta.

Ayala, sin llegar a una formulación cerrada en términos de un tercer cambio cualitativo en la evolución del hombre sobre el planeta, como por ejemplo indican autores tan dispares como Ervin Lazslo o Alvin Toffler, señala la necesidad de remover esquemas y prejuicios que impedirían ver cuanto ocurre a nuestro alrededor, “las condiciones de la realidad actual, tan distinta de lo que fueron las formas de existencia humana antes de ahora”. Y a pesar de que la mutabilidad es intrínseca al fluir de la existencia histórica del hombre, en nuestros días asistimos a condiciones especiales de su evolución, que exigen también respuestas más interrelacionadas y complejas: Por supuesto, el cambio social ha sido siempre constante en las sociedades históricas, y las sucesivas generaciones han solido asumirlo con normalidad, adaptando sus pautas de conducta y las racionalizaciones de ésta a las necesidades de nuestra situación. Pero en nuestro siglo y dentro de nuestra civilización las mutaciones han sido tan rápidas, diríase que vertiginosas, que hacen difícil, problemática y muchas veces penosa la adaptación práctica, y que –lo cual es muy grave– privan de funcionalidad a las ideas recibidas del pasado, sin haber dado tiempo entretanto para pensar el presente y encajar así su inestable realidad dentro de esquemas mentales adecuados.

Para Ayala el motor de dichas transformaciones no han sido tanto las ideas como la propia revolución tecnológica electrónica, que afecta no sólo

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a los entresijos de la economía, sino incluso “hasta el mínimo detalle de la comida doméstica ante la pantalla de televisión” (Ayala, 1991, 3).

Humanidades y ciencias sociales En las páginas primeras de su Introducción a las Ciencias Sociales, Ayala precisa con transparente claridad una clave epistemológica que define un territorio único que, en sus dos vertientes, ha sido transitado por él con especial inteligencia. Los estudios relativos al hombre y a su mundo, un mundo de creaciones culturales, son acometidos por las ciencias sociales y las humanidades desde diferentes ángulos o puntos de vista: A las humanidades les interesan ante todo los contenidos de la cultura, y cargan el acento, por consiguiente, sobre el tesoro de logros, de adquisiciones, de obras, a través de las cuales el individuo humano ha cumplido a lo largo de la historia el proceso de autoformación que lo convierte en un ser espiritual, en un ser de cultura, realizando así, de diversos modos y según variados ideales, alguna concreta personalidad, su personalidad de ente histórico (Ayala, 1989, 17).

Este cumplimiento histórico culmina a la vez una especie de secreta concordancia con su propia esencia, que Ayala cifra en el precepto de validez inmarcesible “Llega a ser quien eres”, que cada generación debe cubrir en un constante trayecto desde la naturaleza hacia la cultura. Las ciencias sociales, en cambio, “hacen objeto de su estudio a la organización de la vida colectiva, atienden a las estructuras sociológicas dentro de las cuales y mediante las cuales se cumple aquel proceso de creación cultural y de autoformación”. Y aunque tal organización y tales estructuras son también culturales, “las ciencias sociales se ocupan sobre todo de la organización de la convivencia humana y no tanto de los valores de cultura que están implícitos en esa organización” (Idem, 18). Cierto que –añadimos nosotros, aunque está implícito en la teoría y en la práctica de Ayala– ni es posible una intelección de valores culturales al margen de las estructuras sociales que los hacen posibles, ni pueden ser adecuadamente comprendidas y descritas las estructuras sociales sin atender al conjunto de valores que articulan, potencian o eliminan.

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Para Francisco Ayala las Ciencias Sociales, a pesar de su dimensión fundamentalmente estructural, funcional y evolutiva –pues al cabo se ocupan de la conformación, funcionamiento y transformación de la sociedad– son un saber para la vida. Sólo un cabal conocimiento del mundo en que vivimos nos puede dar una perspectiva adecuada para saber interpretar los acontecimientos de un mundo –el actual– en especial ebullición: Todo ser humano necesita poseer una comprensión de su ambiente histórico; pero esa general necesidad es aún más perentoria para el hombre de hoy. Nosotros tenemos que conocer nuestro mundo especialmente caótico para no sentirnos en él ni desconcertados, ni perdidos, ni abrumados por la magnitud y la complejidad de sus dificultades, ni abandonados y flotando a la deriva como náufragos (Idem, 19).

La comprensibilidad de los acontecimientos que nos rodean implica, para Ayala, una innegable dimensión histórica. Muchos de los problemas del presente hunden sus raíces en un pasado más cercano o más remoto: el estudio de los problemas actuales requiere incondicionalmente un previo y adecuado examen de sus antecedentes históricos, como el encuadre histórico resulta indispensable para cualquier interpretación del presente que aspire a superar la superficialidad periodística (Idem, 21).

Superficialidad periodística: aquella que se produce cuando los acontecimientos quedan conformados –informados– independientemente de todo el conjunto de relaciones que les dan un sentido a la vez profundo y pleno. Un sentido que va más allá del mero afán de novedades y del sensacionalismo. Por ello –y es algo que muchos se niegan a comprender– es tanto más necesario en nuestro ámbito propio de reflexión, que tanto tiene que ver con una experiencia que a todos es accesible, superar el dilentantismo y la superficialidad irresponsable que destruye lo humano: La exigencia de rigor científico, inexcusable siempre en este plano del saber, lo es tanto más cuando, como ocurre en las ciencias sociales, en todas las ciencias de la cultura, el material con que se trabaja y cuya elaboración se impone pertenece a la experiencia diaria y común de todos los hombres; porque en este caso suele insinuarse de modo casi fatal la propensión a desconocer la diferencia que hay entre la consideración profana y una

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consideración objetiva, científica, del mismo material de experiencia (Idem, 21).

Ayala y el periodismo La relación de Francisco Ayala con el periodismo ha sido puesta de relieve por él mismo en numerosas ocasiones, particularmente en sus memorias, Recuerdos y olvidos y en su discurso de ingreso a la Real Academia, La retórica del periodismo. Muy brevemente, podemos recordar su corta experiencia como periodista profesional, “amarrado al duro banco de una mesa de redacción” en El Debate; su labor editorialista en El Sol y en el diario Luz que fundara Ortega y Gasset, así como los numerosos artículos publicados en La Nación, en ABC y en El País, por sólo citar alguno de los diarios en los que su colaboración ha sido más asidua. Su presencia constante en el ámbito periodístico responde –como ha reconocido en numerosas ocasiones– a la voluntad de compartir su visión de los hechos de actualidad con los lectores, influyendo en su opinión –en el mejor de los sentidos– por la vía de la reflexión compartida y no impuesta; la necesidad de recibir por este trabajo una compensación económica y, finalmente –pero para él en primer lugar– la voluntad de ofrecer, a partir de aquí, textos de calidad estética que constituyeran una peculiar iluminación de la condición humana, más allá de las circunstancias que les dan origen. Así ha precisado en feliz fórmula las complejas relaciones de la creación literaria con la temporalidad, y muy especialmente de aquellos textos que surgen al hilo de acontecimientos inextrincablemente ligados a la temporalidad: si toda expresión artística y, en concreto, literaria lleva la marca de las circunstancias histórico–sociales dentro de las que se ha producido, y hasta la creación poética más arraigada en el terreno de una esencial humanidad ha de revelar indefectiblemente en su estilo los rasgos comunes de su tiempo, aquellos textos redactados con la intención de operar en alguna medida sobre el entorno contemporáneo, según es lo normal que ocurra con los artículos de periódico, tendrán que ser tan perecederos como la hoja del día en que aparecen publicados, a menos que su autor, por rara y feliz excepción, haya tenido la suerte o la maña de poner con ellos en contacto la realidad cotidiana con preocupaciones, sentimientos o pasiones del alma capa-

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ces de dotar a su escrito de la calidad que lo haga hasta cierto punto inmarcesible (Ayala, 1988, 220).

Ayala considera el periodismo –verdadero cuarto poder, junto con el legislativo, el ejecutivo y el judicial– “pieza esencial de la sociedad burguesa, con las instituciones políticas de la democracia liberal” (Ayala, 1985, 43). Así pues, la prensa, en una Modernidad que se caracteriza por el régimen de la opinión pública y el papel fundamentador de la Razón, es no sólo un valioso arsenal documental para el historiador, sino un agente de su propia dinámica interna y poderoso instrumento del ethos de racionalismo individualista: Tomada en su conjunto, la prensa constituye, sin duda alguna, el mayor depósito de materiales para el conocimiento de la Edad Moderna (...). Pero, además de su valor como vehículo del conocimiento, la prensa, considerada como fenómeno histórico–cultural, se encuentra tan enlazada a la Modernidad que sin ella no podría explicarse el proceso y los contenidos sociales y espirituales que la llenan; y con ella, en cambio, quedan comprendidos en lo esencial (Ayala, 1972, 122).

El periodismo surge ligado al cambio profundo de mentalidad que supuso el proyecto de modernidad, auténtica revolución intelectual iniciada en el Renacimiento y cuyo instrumento principal es el libro. Y no sólo el libro genérico, sino dos libros muy concretos, la Biblia y el Discurso del método, que darán paso, respectivamente, al surgimiento de la heterodoxia como consecuencia del libre examen, y al cuestionamiento de los criterios de autoridad a través de la duda metódica, y la lectura autónoma de la naturaleza con la fuerza de la inteligencia. Tales son los presupuestos mentales en que el periodismo se asienta, “como instrumento de un sistema político–social gobernado por la opinión pública”. El periodismo nace en sentido específico en el marco de la Ilustración y afronta una de las dimensiones más concretas de esta iluminación: la que se realiza a través del conocimiento y, por tanto, de la información. En cuanto a sus orígenes (e incluso sus fundamentos actuales) Francisco Ayala no idealiza: la prensa periódica nace como “un negocio más al servicio de los negocios”. Su dependencia de la publicidad revela su conexión con la economía de mercado, “decisiva en la formación de la mentalidad burguesa que caracteriza a la sociedad moderna”.

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Sin embargo, la prensa es un negocio sui generis que vende ideas, contribuye a la formación de la opinión pública y se convierte de inmediato en instrumento para la acción política: “Parlamento y prensa son, pues, elementos indispensables, complementarios y coordinados en una democracia liberal” (Ayala, 1985, 49). Debate oratorio y polémica son, respectivamente, los instrumentos con que una y otra institución cuentan. Y ello regido por una retórica, es decir, una técnica de configuración discursiva, orientada hacia la dimensión pragmática de la persuasión o el convencimiento, a través de mecanismos más o menos de razón. Tal sería la “buena” retórica del periodismo, orientada a inclinar al lector a la acción, dentro de un conjunto plural de mecanismos y leyes internas, como la tendencia a la concisión, la novedad, la jerarquización y tipificación de la notoriedad de lo informado e, inevitablemente, los mecanismos de influencia ideológica. A través de ellos, el periodismo exhibe su inevitable tendenciosidad y el manejo de instrumentos parecidos a los de la misma publicidad: “A través de ésta (la información) procura el periódico persuadir, arrimando el ascua a su sardina ideológica; y en tal sentido cabría afirmar que la información periodística es siempre tendenciosa, y tanto más cuanto mejor lo disimule” (Idem, 56). Hay, con todo, otra retórica peor en el periodismo, puesto que la tendencia es inevitable. La mala retórica: esos comodines, esas frases hechas, muchas veces de carácter eufemístico, otras hinchadas en ridículas hipérboles, que tanto se prestan al remedo y a la burla. Ello, sin hablar de la ‘no-retórica’, ni mala ni buena, del descuido, flojedad y torpeza expresiva, de la impávida ignorancia gramatical, que es hoy en día la plaga creciente en los medios de comunicación pública (Idem, 63).

Y, por desgracia, no sólo en los medios de comunicación, sino incluso en otras instancias sociales e incluso instituciones formativas cuya misión debería ser la de alejar a los futuros periodistas del vacío, la malevolencia y la irresponsabilidad ética. Ayala no se detiene en la epidermis de este espectáculo del abandono, sino que lo interpreta como señal de que tal vez

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ha concluido por fin el régimen de la opinión pública con su apelación al discurso racional para dar lugar a un régimen de manipulación propagandística, cuyos recursos se encontraban ya, larvados, según lo hemos podido advertir, en la retórica del periodismo tanto como en la retórica parlamentaria (Idem, 63-64).

Ahora no es, pues, la palabra, instrumento de reflexión, sino estímulo de apelación a factores puramente emotivos: “las informaciones transmitidas por las ondas a la distancia, escuetas y desaliñadas, procuran actuar sobre las mentes a la manera de martillazos, que clavan un contenido sin dar espacio al análisis reflexivo” (Idem, 64). Y por ello son prácticas degradadoras de la dimensión racional, cultural o espiritual de lo humano. La prensa periódica, que en sus inicios fue básicamente informativa y sólo en segundo término doctrinal y polémica ha cambiado su curso, y en ese cambio de rumbo se aprecia también una transformación de valores y estructuras sociales: La misión de la prensa ha sido la de informar, suministrando al juicio los datos de la realidad objetiva, y a lo sumo elaborándolos y comentándolos al margen. En el honesto y fiel cumplimiento de tal misión se ha cifrado su moral específica. Y el reciente empleo de los medios de seducción y propaganda son el signo –en la medida en que se ha convertido en una práctica consciente, sistemática y desembozada– de la ruina definitiva del ethos racionalista de la Modernidad (Ayala, 1972, 124-125).

Ese efecto distorsivo de la prensa escrita ha sido amplificado en el nuevo escenario de la comunicación audiovisual: En la sociedad actual, esa gran caja de resonancias que, a través de la Prensa, fue el Parlamento, parecería haber cedido su puesto a los medios electrónicos de comunicación, la televisión sobre todo, capaces de establecer el contacto, no ya con la minoría lectora de entonces, sino con las grandes masas de hoy (Ayala, 1992a, 134).

Ayala reflexiona, especialmente en 1988, sobre las relaciones entre el medio televisivo y la vida política, a propósito de las elecciones norteamericanas. En ellas –se nos viene a decir– se vende un presidente como podría publicitarse un detergente. Y, sin embargo, siendo ya imposible la de-

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mocracia directa, como en algunos lugares en el pasado, o un sistema representativo en el que el elector sienta la proximidad de sus líderes, es obvio que la televisión puede y debe aportar un factor de primordial importancia al proceso democrático: el de la indispensable comunicación directa entre los representantes y los representados, es decir, el elemento humano que, de manera intuitiva y emocionalmente, establece esa confianza (o, al contrario, crea desconfianza) y en definitiva presta credibilidad a las promesas de actuación; pues claro está que la política nunca se desenvuelve en el terreno abstracto de las ideas ni de los programas de gobierno, sino que ideas y programas aparecen encarnados en los hombres concretos que los postulan, proponiéndoselos directamente al público. Incluso el aspecto ceremonial o de espectáculo que siempre se da en política y que sin duda le es inherente, aquello que, por ejemplo, fue durante el siglo XIX y todavía a principios del actual el drama representado dentro del hemiciclo parlamentario, encuentra ahora como foro o escenario la pantalla de televisión (Idem, 120-121).

El medio televisivo La televisión no es una innovación tecnológica perversa, aunque su propia compulsión imponga ciertas direcciones y sentidos al trayecto humano. Como toda innovación humana es susceptible de ser aplicada a la construcción o a la destrucción del hombre. La televisión –nos dice– podría ser un instrumento formidable tanto de educación como de esparcimiento, finalidades ambas que sus administradores pretenden con frecuencia combinar horariamente; pero también con la mayor frecuencia fracasan por una y otra banda en su laudable empeño (Idem, 13).

El problema estará –en gran medida– en someterse al esfuerzo que hay que invertir para ascender por la escala de lo humano o, por el contrario, despeñarse complacientemente por la vía de la degradación. Algo, con todo, resulta innegable: “En la sociedad actual quien manda hoy es la televisión” (Ayala, 1988, 54). “En esta sociedad de masas, los llamados mass media dominan a la sociedad, y no en vano los regímenes totalitarios se obstinan en mantenerlos como monopolio del Estado. En los

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regímenes democráticos están abiertos a la disposición de todos” (Idem, 55). Cierto que Ayala matizaría en la actualidad esa apertura a la disposición general de unos medios cada vez más controlados por concretos intereses. A diferencia de otras innovaciones tecnológicas que exhiben su amenaza in posse, Los medios electrónicos de comunicación social sólo existen y pueden existir en función de su ejercicio efectivo, es decir, en la comunicación misma, y la índole de esta comunicación en masa hace de ellos instrumentos de una voracidad insaciable. No hay fiera que reclame más alimento que la televisión, y sus guardianes apenas dan abasto para proporcionárselo (Idem, 57).

La televisión que todo lo devora, tiende a convertir a todo en producto de consumo y, por tanto, de caducidad. Si nos atenemos al parámetro de la actualidad, el suceso que tiene más fuerza informativa es el que aún no se ha producido. Una muestra de esta malsana expectativa la tuvimos con la Guerra del Golfo y, poco después tuvimos con el ultimátum a las fuerzas serbias de Yugoeslavia. Si nos referimos, en cambio, a la magnitud del impacto, las más bajas pasiones terminarán por convertirse en asunto del devorador y espectacular directo de los reality shows. Sin embargo, la capacidad devoradora del medio televisivo no parece respetar siquiera a quienes aparentementre lo controlan y dominan: Por su condición intrínseca, los medios electrónicos de comunicación a la masa, la televisión en concreto, dominan a la sociedad entera, empezando por imponerse a los propios individuos que los manejan; y la dominan en el sentido de difundir e imponer así al conjunto de todos los ciudadanos los valores, criterios y sensibilidades de grado ínfimo (Idem, 58).

Dos espléndidos ensayos de 1979, recogidos en El escritor en su siglo, abundan perspicazmente en el análisis del medio televisivo: «El intelectual y los medios audiovisuales» y «La problemática televisión». Ayala considera que, en la actual sociedad de masas, la comunicación con el público se realiza a través de los medios audiovisuales, que han venido a desplazar el lugar de la cultura impresa que había creado la “Galaxia Gutenberg”. Sus términos son parecidos a los del análisis de MacLuhan. En este con-

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texto, se produce también un desplazamiento de los intelectuales: “aquellos individuos que, por vocación y aptitudes personales, están capacitados para elaborar una interpretación congruente de la realidad y, por consecuencia, brindar a sus contemporáneos los criterios de conducta adecuados al mundo en que viven” (Ayala, 1990, 433). En efecto, también los intelectuales son sensibles a las peculiares circunstancias del momento histórico que les ha tocado vivir. La crisis de la cultura occidental, acrecentada por el humanismo renacentista, la reforma protestante y la revolución tecnológica ha tocado fondo con el proceso de suplantación del libro y la cultura impresa por parte de los medios audiovisuales. Esta nueva subcultura audiovisual se contrapone a los valores de la cultura burguesa, pero en una apreciable dimensión degradadora. Por ello no nos puede dejar satisfechos ni el elitismo que al intelectual correspondía en la cultura burguesa, ni su ignorancia por parte de la incultura de masas: Si los individuos dotados de aptitudes para percibir las eternas cuestiones de la naturaleza humana y reformularlas dentro del contexto social contemporáneo han de cumplir su vocación intelectual con eficacia en la situación presente, deberán hacerlo por fuerza a través de tales medios de educación, pues éstos son los que hoy educan y condicionan a las nuevas generaciones (Idem, 442).

Sin embargo, una duda fundamental se abre aquí: si es más fácil bajar que subir una escalera, ¿cómo competir con aquellos destructores de lo humano que someten a nuestros contemporáneos al vértigo del movimiento, sí, pero de una caída siempre degradadora? Ayala destaca “la preocupación que hoy día se advierte en todas partes por el manejo irresponsable de los medios audiovisuales, sobre todo la televisión, que moldean las mentes de la multitud y que, al establecer con ello pautas de conducta social, lo hacen de manera perniciosa” (El escritor en su siglo, 445). Pero tal manejo irresponsable alcanza ya a toda la sociedad y ha llegado incluso a la institución universitaria encargada de la formación de quienes han de tener alguna responsabilidad en los medios de comunicación de masas. Frente a este desolador panorama, y tras preguntarse por un posible correctivo, Ayala se responde: “sólo el acceso directo de los individuos capaces de originalidad creadora a la organización de los medios audiovisuales podría acaso corregir esta situación lamentable” (Idem, 445). En la nueva situación el intelectual no puede ya confiar sus orientaciones a quienes

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controlen el aparato tecnológico. Ha de esforzarse él mismo por vencer las dificultades y resistencias inherentes al medio para “formular interpretaciones válidas de la realidad presente en función de la esencial condición del hombre, capaces de dar a su conducta una orientación positiva” (Idem, 447). Ello no es fácil puesto que, sometida la comunicación de masas al imperio del consumo y de la audiencia, sería preciso “producir obras complejas de sencillez aparente, con múltiples niveles de comprensión” (Idem, 449). Esta polivalencia significativa y jerarquización interpretativa será, sin duda, una de las claves futuras de la comunicación. El medio televisivo, en efecto, “se encarga de fijar los valores sociales, los criterios del juicio y las pautas de conducta que la multitud asume” (Idem, 451-452). Y ello sobre un sistema de libre competencia, en el que entran en conflicto la resposabilidad de todos –del Estado– en la regulación de un bien público por su propia naturaleza, y la libertad inherente al ejercicio de cualquier actividad en nuestra actual sociedad de libre mercado. Así, “no parece, pues, por principio razonable el que, en una democracia liberal, monopolice el poder público los medios electrónicos de comunicación”, pero tampoco parece adecuado “el monopolio, siquiera sea disimulado, de las grandes empresas, que imponen sobre la población una cierta imagen de la realidad y difunden modos de comportamiento correspondientes a esa imagen” (Idem, 456-457). El más grave problema es la ley que le subyace: “por lo común, la ampliación del número de espectadores se logra mediante un rebajamiento creciente del nivel de los programas para ajustarlos a las mentalidades más pobres y a las más indigentes cabezas” (Idem, 457). Las enormes potencialidades del medio televisivo –nos dice Ayala una y otra vez– están siendo aprovechadas de modo ridículo. Así, si por una parte la cultura del libro habrá de seguir teniendo su lugar propio –el que corresponde a la construcción de la propia intimidad–, la necesidad de adaptación al medio audiodiovisual de las grandes obras de creación, con sus grandes pautas de comportamiento, resulta imprescindible. “El avance tecnológico, sin conexión con las especulaciones filosófico-morales y con las intuiciones artísticas profundas, conduciría a la autodestrucción de toda la maquinaria” (Idem, 469-470). Frente a ello, la única alternativa posible será que “el verdadero creador ha de estar en posesión de la técnica conducente a expresar sus concepciones” (Idem, 472). Aunque ello, claro está, encuentra la oposición de al-

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gunos tecnócratas, que, so pretexto de no atenerse a las leyes del mercado y a las expectativas ínfimas de los usuarios, dificultan el acceso a los medios a quienes tendrían mucho que decir en la construcción de nuevas pautas de comunicación. Se trata de la defensa de la degradante compulsión mediática convertida ya en fin autónomo y no en medio. Frente a ello es necesario proclamar que el lugar de lo verdaderamente humano está en otra parte. Y que no es un problema de los medios, sino del uso que de ellos se hace y del contenido que a través de ellos discurre, desvinculado de cualquier contexto y de cualquier proyecto. El problema está en que todo lo humano alcanza su justa medida y dimensión en el contexto en el que nace y en función de la dimensión teleológica que lo anima. Hace casi medio siglo –1948– lo proclamaba ya Ayala al preguntarse «Para quién escribimos nosotros»: Si el escritor que, como ensayista, como crítico de costumbres, como periodista, maneja discursivamente los elementos que encuentra dados en la realidad histórica presente, se ve trabado por las brutales alternativas en que esa realidad se descoyunta y, en particular, por el hecho de haber sido desconectado del plexo social originario, también, aunque sutil, la invención literaria se cumple y ha de cumplirse bajo el supuesto de un cierto ambiente y sometida a las condiciones que éste le impone (Ayala, 1972, 155).

Se trata, pues, de intentar ser contemporáneos de nosotros mismos; de no perder ni el íntimo sentido histórico de nuestra presencia en el mundo, ni la densidad de los hechos, acontecimientos o mensajes que canalizamos a través de los medios. Se trata, en suma, de intentar reconstituir una y otra vez el proyecto de una verdadera acción comunicativa, encaminada al entendimiento entre los hombres y a la culminación de lo humano, más que despeñarnos en el vértigo de una acción estratégica que, so pretexto de alcanzar el éxito funcional e instrumental aquí y ahora, termina deshaciendo la red de valores del hombre y coartando su dimensión teleológica.

Referencias bibliográficas AYALA, F. (1972): Los ensayos. Teoría y crítica literaria. Madrid, Aguilar.

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—. (1985): La retórica del periodismo y otras retóricas. Madrid, Espasa-Calpe. —. (1988): Mi cuarto a espadas. Madrid, El País-Aguilar. —. (1989): Introducción a las ciencias sociales. Barcelona, Círculo de Lectores. —. (1990): El escritor en su siglo. Madrid, Alianza. —. (1991): «Lecturas veraniegas» en ABC, 3 de agosto. —. (1992a): Contra el poder y otros ensayos. Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá de Henares. —. «Imagen pública e intimidad» (63-68). —. «El masaje obsceno» (119-124). —. «Parlamento y televisión» (133-136). —. (1992b). El tiempo y yo, o el mundo a la espalda. Madrid, Alianza.

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13. Teoría literaria vs. teoría de la comunicación Al plantearnos nuestra reflexión sobre la teoría y la crítica literarias de Francisco Ayala no hemos podido evitar el eco etimológico que resuena en los sustantivos “teoría” y “crítica”, En efecto, “teoría” es visión. Crítica, “cernido” o dis-cernimiento. Visión abstracta o visión mental, si queremos, pero visión sometida a parecidas restricciones a las de la propia percepción física visual. Esto es, visión amplia o restringida; nítida o miope; correcta o equívoca... No cabe duda que la visión de Francisco Ayala, además de comprometida y crítica (esto es: discernidora, subrayadora de lo más importante frente a los elementos insignificantes, que quedan fuera de su tamiz) es amplia, nítida y sincera (el atributo de la asunción personal e íntima de lo contemplado como correcto). Sin embargo, cuando en un juego especular casi –dado el número de reflejos presentes en la visión de Ayala– intentamos reconstruirla, sistematizarla, hemos de tener en cuenta, al menos dos problemas. El primero, el de reducir una visión en relieve –y relevante– acerca de la realidad social y la construcción literaria, a una percepción plana que elimina uno u otro polo. Por ello hemos intentado implicar en nuestra reflexión –y nunca mejor, ya que sólo aspiramos a “reflejar”, aunque somos conscientes de que con inevitables alteraciones– la visión comunicacional y la visión sobre los fenómenos literarios. Una y otra se han elaborado en íntima relación, y ambas con raíces comunes: ese convencimiento, más intuido que

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expresado (dada la distancia de Ayala en relación con formulaciones directamente filosóficas), acerca de nuestra relatividad ontológica. Relatividad ontológica, en la medida en que nuestro ser –en cuanto ser histórico– está inserto en unas vastas redes, referido, relacionado y relatado con el otro, lo otro y los otros... Relatividad ontológica que tan pronto como queda construida desde un foco se transforma en narratividad: contamos y nos contamos en un fluir que nos construye y nos constituye. En el caso de Ayala todo ello es aún más evidente: al recibir cada realidad, pensamiento, sentimiento o percepción su significado y su sentido dependiendo del lugar que ocupe en el marco de una estructura interpretativa de la que recibe su valor, resultará imposible intuir el valor de la teoría literaria de Ayala si no la llevamos, si no la referimos a los restantes elementos de su cosmovisión y, muy en especial, a su teoría social y comunicacional. Estamos, pues, no ante discursos (literarios, sociales o creativos) autónomos (esto es, no regidos por una ley o norma propia), sino ante fragmentos discursivos, predicados de un único discurrir (que se instaura como ley), por más que puedan parecer autosuficientes. Tal vez resulte inevitable que en nuestro propio juego discursivo tendamos a sistematizar –con nuestros propios criterios– textos que no casualmente no fueron en su día sometidos a una explícita sistematización. Además de las razones ya aludidas, a nuestro juicio ni la teoría literaria ni la teoría comunicacional de Ayala llegan a sistematizarse porque su fragmentariedad no es accidental, sino esencial. En primer lugar, porque –y en ello Ayala es un modelo a seguir– lejos de elucubraciones gratuitas, Ayala construye su reflexión literaria en íntimo contacto con su propia práctica creativa y con una actividad de lectura crítica que parte del análisis de obras concretas. Del mismo modo, construye su visión social partiendo de su propia experiencia y de su práctica social y de la reflexión sobre procesos sociales concretos. Y ya que ni la experiencia o la crítica, sean de índole literaria o social, pueden ser abarcables o reductibles, tampoco existe la posibilidad de una inducción absoluta que construya una teoría sistemática. En segundo lugar, porque, más allá de frivolidades o planteamientos superficiales, toda la gran experiencia del siglo XX apunta hacia una crisis del fundamento, un cuestionamiento del centro como lugar de la integración, y de la totalidad como ámbito comprensivo absoluto (nosotros mis-

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mos acabamos de señalar su valor relativo en el marco de la obra de Ayala). Esta crisis ha llevado a una revalorización del fragmento, y de su gran importancia incluso en las teorías de las ciencias físicas. En gran medida toda la obra de Ayala presenta, en su dimensión más positiva este carácter fragmentario, del mismo modo que su capacidad de convencimiento y de matiz le lleva a una práctica no sólo de la visión, sino de la revisión de lo pensado y de lo escrito para actualizar sus percepciones acerca de hechos cambiantes contemplados desde una conciencia también cambiante. Finalmente, no creemos ajeno al pensamiento de Ayala el hecho de que la propia existencia que sostiene el pensamiento es, ella misma, construida y tematizada. Pensamos, pues, que como huella de esa tematización los Recuerdos y olvidos expresan mejor que ningún otro texto un eje desde el que hemos de leer toda la producción de Ayala. Si reparamos por un momento, no deja de tener sentido que el único tratado sistemático de Ayala sea su Tratado de Sociología, precisamente orientado hacia la reflexión sobre un proceso concluso: la aventura de la modernidad, último espejismo de totalidades y centros de interpretación. Por último, en esta ya larga introducción, no podemos dejar nuestra admiración por lo que creemos el auténtico motor de la obra toda de Ayala: la búsqueda de un sentido a la existencia humana dentro de la realidad social presente. Búsqueda que define el auténtico papel de un intelectual, en ese sentido exacto con que nuestro autor caracteriza a estos seres que “por vocación y aptitudes personales, están capacitados para elaborar una interpretación congruente de la realidad y, por consecuencia, brindar a sus contemporáneos los criterios de conducta adecuados al mundo en que viven” (Ayala, 1990, 433).

El escritor en su siglo Pertenece Francisco Ayala a esa rara especie de hombres a los que el designio histórico ha permitido resolver en sí mismo –en toda la amplia acepción del verbo– buena parte de los enigmas que han acuciado a sus contemporáneos. Es evidente que, en lo que tal circunstancia tiene de planteamiento genérico –al fin y al cabo, Ayala lo repite hasta la saciedad, todo hombre es fruto de su tiempo–, más que mérito le cabe a nuestro autor granadino y universal la suerte (la buena, pero también mala), la chance, de

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haber apurado la dimensión histórica de un modo de ser “humano” en transformación y atisbar ya –con más serenidad y pasión, como él mismo reconoce– un futuro cualitativamente distinto de lo que es su presente y de lo que fue su pasado. En todo su diagnóstico, Ayala separa con certeza los propios ingredientes personales de adhesión al proyecto histórico de construcción social de lo humano de las constataciones que, más objetivamente –aunque no sin implicación personal– es posible esbozar desde la reflexión y la investigación: Durante el tiempo de mi remota adolescencia incurrí en la ingenuidad, quizá plausible a esa edad, de creer factible un orden social donde la felicidad humana estuviera cumplida y garantizada. Esa pasajera ilusión de mis pocos años tuvo sin duda pábulo en el pensamiento utópico y en los restos de fe progresista que por entonces eran todavía operantes. Las ulteriores experiencias de mi vida disiparían pronto esa agradable quimera dando lugar en mí a meditaciones menos superficiales –y también menos confortadoras– acerca de la condición del hombre sumido en la historia.

nos dice en su ensayo «Homo hominis lupus» (Idem, 418). Condición que ha ido expresando y revisando, cada vez de forma más perfilada en los últimos años, y que hace bien poco exponía de modo tan sintético como preciso: La última fase de la revolución industrial ha transformado a la sociedad contemporánea de manera tan radical y profunda que, haciendo obsoletos tanto las instituciones como los valores que las inspiraban, plantea toda una panoplia de problemas nuevos cuya solución deberá buscar y encontrar la Humanidad si ha de subsistir con una vida digna sobre este maltrecho planeta.

Ayala, sin llegar a una formulación cerrada en términos de un tercer cambio cualitativo en la evolución del hombre sobre el planeta, como por ejemplo indican autores tan dispares como Ervin Lazslo o Alvin Toffler, señala la necesidad de remover esquemas y prejuicios que impedirían ver cuanto ocurre a nuestro alrededor, “las condiciones de la realidad actual, tan distinta de lo que fueron las formas de existencia humana antes de ahora”. Y a pesar de que la mutabilidad es intrínseca al fluir de la existencia

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histórica del hombre, en nuestros días asistimos a condiciones especiales de su evolución: Por supuesto, el cambio social ha sido siempre constante en las sociedades históricas, y las sucesivas generaciones han solido asumirlo con normalidad, adaptando sus pautas de conducta y las racionalizaciones de ésta a las necesidades de nuestra situación. Pero en nuestro siglo y dentro de nuestra civilización las mutaciones han sido tan rápidas, diríase que vertiginosas, que hacen difícil, problemática y muchas veces penosa la adaptación práctica, y que –lo cual es muy grave– privan de funcionalidad a las ideas recibidas del pasado, sin haber dado tiempo entretanto para pensar el presente y encajar así su inestable realidad dentro de esquemas mentales adecuados (Ayala, 1991, 3).

Investigación social, creación literaria y testimonio Que la “suerte histórica” a que nos referíamos pueda disolverse en una tenue huella que el paso del tiempo se encarga de borrar, o que marque de forma indeleble la conciencia de quienes accedan a su construcción cultural es lo que constituye, al menos todavía para los hombres del presente, algo sin duda meritorio. Y tal es el mérito de Francisco Ayala, quien desde una pasión radical por la palabra creadora no ha caído, sin embargo, en el error de pensar –como los fariseos del relato evangélico– que ha sido el hombre hecho para la literatura y no la literatura para el hombre. Muy al contrario, “hijo mayor del siglo”, Ayala nos ha transmitido más allá de todo dogmatismo, pero con inequívoca sinceridad un testimonio que tiene que ver “con la situación de todos nosotros, con nuestros temores, nuestras esperanzas y nuestras expectativas”, como estas palabras de Gadamer, con quien encontramos curiosos paralelismos y alguna que otra profunda coincidencia, que estamos seguros Francisco Ayala suscribiría sin problemas: todos deberíamos ser conscientes de que un teórico, un hombre que dedica su vida al conocimiento puro, también depende de la situación social y de la práctica política. Es la sociedad la que hace posible la distancia que se nos impone como deber profesional. Sería una ilusión creer que la vida dedicada a la teoría está libre de la vida política y social y disociada de sus imperativos. El mito de la torre de marfil donde viven los teóricos es

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una fantasía irreal. Todos nos hallamos en medio del tráfago social (Gadamer, 1989, 19).

Quizás –y esto no es un tópico, pues no es nada frecuente– nadie haya acertado a expresar mejor que Ayala esa su integración en el tráfago de la vida cotidiana y, con ello, el alcance de su obra toda. Sin petulancias y sin falsas modestias; con la naturalidad de quien, acostumbrado a observar el comportamiento y la reflexión humanos, mira los suyos propios con una distancia y una objetividad de quien contempla algo que ya le excede. Tal ocurre con las palabras preliminares al volumen El escritor en su siglo, contenidas en «El escritor se asoma al final de siglo» que habremos de ver citadas o glosadas hasta la saciedad por quienes nos ocupamos por la obra de Ayala: Durante ella (mi vida) he dirigido una atención constante hacia el desenvolvimiento de los acontecimientos en torno mío a la vez que procuraba expresar mi visión del mundo en obras de imaginación literaria. Así, mi labor escrita presenta dos grandes vertientes: por un lado, la del comentario encaminado a interpretar el curso de la historia donde me encuentro sumergido, y por el otro, la plasmación artística de mis intuiciones acerca de lo que pueda ser la realidad esencial. Esta última vertiente, específicamente literaria, contiene también un sector de tipo teórico-crítico que responde a mi actividad docente... (Ayala, 1990, 11-12).

Y a pesar de que Ayala muestra una innegable preferencia por su producción estético literaria, no oculta que “el conjunto de lo producido y publicado por mí en direcciones diversas presenta una íntima trabazón y remite en último extremo a la individual personalidad del autor” (Idem, 12). Individual personalidad del autor, pero también, prototípicamente, la personalidad del hombre occidental en la sociedad de desarrollo y superación de la revolución industrial, a la vez prendido en el vértigo de la revolución de la historia y en la llamada de una nueva fundamentación, de la búsqueda de esa realidad esencial a que Ayala se refería, ya irremisiblemente desde un horizonte de ruptura del fundamento. Coordenadas, precisamente, de un proceso de resubjetivización, que más que tal o cual detalle o circunstancia, define el destino del hombre contemporáneo. Y esa íntima trabazón aludida –que perfila una producción en la que el significado y el sentido de cada una de las partes proviene de un todo

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que constituye algo más que un producto meramente aditivo– es el fundamento mismo de nuestra reflexión: la esencial correspondencia entre una teoría social y comunicativa obsesionada por esa tarea noble de hacer al hombre actual contemporáneo de sí mismo, y una teoría de la literatura que, sin caer en sociologismos, nos sitúa ante la creación literaria como discurso social; que sin caer en equívocas delimitaciones establece el territorio propio de la creación verbal estética. Correspondencia para la que las actividades prácticas y teóricas en el ámbito de la teoría narratológica tienen mucho que ver con una concepción narratológica de la realidad social, con una relatividad –también de relato– esencial, que se desprende de todo un ingente corpus de análisis social. Aisladas, en ocasiones hasta el absurdo, una investigación teórico-crítica que ahora comienza a despertarse de un inmanentismo a la vez constituyente y castrante, y una teoría social de la comunicación que en las décadas centrales del sociologismo más virulento reclamaba postulados y métodos igualmente autónomos, parecía difícil encontrar puentes que establecieran un nexo imprescindible. Incluso –pues estarán en la mente de todos los intentos de hibridación– las diversas teorías sociológicas de la literatura y los diversos modos de sociocrítica revelan, más que otras aproximaciones, (por paradójico que pueda parecer) tal divorcio. En la ya afortunadamente abundante bibliografía que tiene a nuestro escritor como objeto encontramos reflexiones sobre Ayala narrador, sobre Ayala teórico y crítico literario... algo menos, aunque también, sobre Ayala teórico y crítico de la sociedad y de la cultura, y no nos faltan reflexiones que pongan en contacto una teoría avanzada de la comunicación con una teoría avanzada de la literatura, como se perfila, por ejemplo, en la monografía de Estelle Irizarry (1971), por la que han transcurrido veinte años y todo un desplazamiento incluso en la forma de ver el mundo por parte de Francisco Ayala. Falta, a nuestro juicio, por tanto, una llamada de atención acerca de la esencialidad de todos los ingredientes de su reflexión, ya que inevitablemente se termina polarizando algunas de las varias dimensiones del pensamiento de Ayala desde alguna de las otras. Es cierto que dicha tarea resulta casi imposible o, mejor aún, brota de forma natural de una lectura de Ayala desde la propia motivación interna de sus escritos. Y en ello está, precisamente, todo el calado de su reflexión teórica. Al menos de eso estamos convencidos y acerca de ello versará nuestra propia reflexión.

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Por una parte, superando sin soslayar las aplicaciones concretas sobre textos –más sobre clásicos del pasado que sobre clásicos contemporáneos, que con todo no olvida–, Ayala nos hace ver que no es posible comprender la creación literaria de nuestros días si la desvinculamos de un proceso comunicativo total. Un proceso en relación transtextual a la vez con un pasado y con un presente en el que, muy especialmente el cine y la televisión (la comunicación de masas) –sin olvidar otras formas y expresiones artísticas– han conferido un sentido distinto. Por otra, libre Ayala, gracias a su experiencia histórica y a su proyección estética, del inmanentismo sociológico (una gran contradicción en términos) creemos ver en su reflexión, como nosotros hemos señalado por nuestra parte, que si hasta la década de los setenta la sociología dominaba el nuevo ámbito de investigación comunicacional en su visión teórica, a partir de los sucesos que se sitúan en torno al 68, los términos se invierten parcialmente: de las teorías sociológicas de la comunicación –que tanta importancia tuvieron en su momento y aún tienen– pasamos gradualmente a nuevas teorías comunicacionales de la sociedad. En este proceso se rompe el monopolio de una sociología entendida disciplinarmente de modo autónomo y que vive una crisis correlativa a la de las restantes ciencias sociales en esta nueva fase de construcción de dominios pluridisciplinares, interdisciplinares y ya incipientemente transdisciplinares (Vázquez Medel, 1991, 43-44).

Reflexión literaria y reflexión comunicacional, en los orígenes y el desarrollo de la obra de Ayala A la vista de una producción total de la magnitud, la calidad y la pluralidad de intereses de la de Francisco Ayala nada nos puede extrañar que el primero de sus escritos publicados fuera “algo acerca de la pintura de Romero de Torres, cuyas cualidades ‘literarias’ despertaban por aquellos tiempos mis entusiasmos de frustrado aprendiz de pintor e incipiente hombre de letras” (Ayala, 1988b, 88). En aquel artículo del 28 de febrero de 1923 –a los dieciséis años de edad– está ya contenida esa pasión por las manifestaciones culturales y artísticas en cualesquiera de sus soportes, y la capacidad de establecer conexiones entre el presente y el pasado –de ahí las menciones al Greco y Velázquez, Rubens y Goya–, entre pintura y lite-

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ratura, entre la manifestación estética y un principio inspirador de naturaleza social –ese andalucismo o “españolismo” estilizado de poetas menores y más grandes– que más allá de la ingenuidad tematiza a la vez la naturaleza de lo observado y la implicación del propio observador. Ayala ha manifestado, tras recomponer con extraordinaria calidad literaria los episodios fundamentales de su juventud (y del resto de su vida hasta casi la actualidad), su sorpresa de que, entre los diecisiete y los veintiún años se “acumularan sobre mí experiencias tan diversas, actividades tan heterogéneas, impulsos e intereses tan inconciliables, sin hundirme en el abismo de confusión que a otros jóvenes aflige y hasta destruye” (Idem, 133). Y más adelante añade: A la vez que probaba mi mano en las prosas de vanguardia, escribía también varias viñetas y algún ensayo acerca de cine, que luego iban a reunirse en un volumen. Para mí como para toda mi generación el cine constituyó una experiencia fundamental; había nacido –puede decirse– con nosotros, y formaba parte de nuestra vida.

En efecto, ya sabemos que aquella Indagación del cinematógrafo del año 1929 fue creciendo y cristalizó en un segundo momento –1949– en el volumen El cine. Arte y espectáculo y aun en un tercero –1987– en esa deliciosa recopilación El escritor y el cine. A propósito de aquellos primeros escritos y en general de la obra toda de Ayala estamos convencidos de que las grandes cualidades proféticas no consisten tanto en hablar antes del tiempo de la pura facticidad del acontecer enunciado en el discurso, cuanto en hablar delante de los hombres... A pesar de que el don profético ha sido frecuentemente confundido con el don adivinatorio. Pero difícilmente los profetas son adivinos ni los adivinos –por la propia naturaleza de sus discursos– son profetas. Ayala, al situarse en su justo tiempo y lugar y dejar pasar la pulsión del momento a través de su experiencia y de su palabra, está dotado de una notable cualidad profética, por más que sus interlocutores, al volver a veces el rostro, no llegan a darse cuenta del cumplimiento de su palabra más que pasado cierto tiempo. Tiempo que no es ni el del futuro del decir de entonces, ni el pasado de nuestra constatación de ahora, sino que era, simplemente, el del presente radical del decir y lo dicho. Así sucede con las primeras palabras de sus «Interpretaciones» de 1929:

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El arte. como proceso espiritual, como actuación, consiste en desprender de la realidad una apariencia orientada por la brújula del sentido estético, no de otro modo que la máquina del fotógrafo desprende una apariencia exactísima, y, sin embargo, independiente, de los objetos colocados en su campo. El toque del arte consiste en herir a la Naturaleza en su talón de Aquiles, en ese punto vulnerable, sensible, cuyo contacto –así también en la mujer; así en la caja de caudales basta a lograr la apertura de su entraña estética (Ayala, 1988a, 16).

Reparemos por un momento en cuanto aquí, sintéticamente se nos ofrece: a) En primer lugar, una visión integrada del arte, a la vez como proceso espiritual, como emergencia de la materialidad de lo humano, y como actuación. Visión dinámica propia, por cierto, de un momento en el que aún están vivos y vigentes los impulsos de un arte de vanguardia que es, se mire por donde se mire y al margen de compartimentaciones cerradas, la actitud que siempre ha mantenido Ayala, con o sin experimentalismos, que es ya cuestión distinta. b) La realidad es el punto de partida de la experiencia artística (tanto productora como receptora, añadimos nosotros), que se construye como un análogon en relación con ella, “apariencia exactísima –recordemos en palabras de Ayala– y, sin embargo, independiente de los objetos colocados en su campo”. No está mal la comparación, de naturaleza fotográfica, en un momento en el que no hacía mucho había concluido (o más bien había sido puesta entre paréntesis), más por cansancio o imposición que por acuerdo, la polémica entre formalistas rusos y marxistas, acerca del carácter autónomo o no de la producción artística y su vinculación con la realidad social. Ahora, como en toda la posterior obra teórica y crítica de Ayala se ofrece una fórmula que nos parece de lo más acertada: la creación artística, así cualificada incluso por su propia dimensión social, obtiene, sin embargo, de ella, principios de desarrollo autónomo. La literatura, muy especialmente, por la dimensión social de la palabra (1988b: 33 y ss.), queda inexplicada tanto desde el reduccionismo social como desde un inmanentismo neoidealista. c) Metafóricamente, una vez más, se nos cualifica el “toque del arte” como un “herir a la Naturaleza” en un punto vulnerable que abre la entraña estética. Tal vez no encontremos una mejor definición para lo que ha sido toda la crítica de Ayala: una búsqueda de ese punto exacto, tal vez mágico

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(¿por qué no?), pero cuestionable aunque difícilmente reductible, hacia el que se puede apuntar, pero nunca objetivar en la relación crítica. El arte, pues, como análogon en relación con una naturaleza de la cual ha quedado irremediablemente separado. Hemos de seguir adelante para calibrar cuál es el diagnóstico de Ayala acerca de la esencia y las posibilidades de la ficción artística: “esa pura apariencia que es la obra de arte –ajena, por desprendida, a la cosa que imita– puede fingir todo un bloque de la realidad, o componerse de elementos representativos, elegidos en ella como en un desordenado almacén”. Esto es: o es representación con ficcionalización de una parte íntegra de la realidad, o ficcionalización fragmentaria. Y añade, para posible sorpresa de los neoconversos al diagnóstico de lo fragmentario como rasgo esencial caracterizador de la realidad contemporánea: Cualquier producción artística –desde una novela de Zola hasta el más abstracto* (*abstruso, se decía en la edición original) cuadro de Picasso– responde esencialmente a una de ambas técnicas. La última –más valiosa y prometedora, pero también más arriesgada– es la que el arte nuevo ha solido preferir, aceptando de manera resuelta su difícil misión.

Misión que, a la vez que libera confiere la entera responsabilidad al artista sobre su obra, que de él recibe, más que del mundo exterior, los elementos organizativos, “confusos, caóticos”, abandonados a la elección de su artífice: “las obras logradas mediante esta técnica se relacionan con la naturaleza de un modo fragmentario, desigual, indirecto” (Idem, 16-17). ¿Es posible una mejor definición de lo genérico –por encima de tendencias y corrientes– del arte auténticamente moderno? Es cierto, que tal vez entonces no tuvieran estas palabras el volumen significativo que hoy podemos atribuirles; y en ello está, precisamente, su dimensión profética. Al hablar a los hombres de su tiempo y desde su tiempo consigue Ayala, como pretendía la poética machadiana, “eternizar, sacándolo fuera del tiempo” el diálogo de un hombre con su tiempo. Parece difícil encontrar, en su propio momento histórico –y no lo olvidemos, con apenas veintitrés años– una más fina intuición de los ingredientes y de las constantes del proceso evolutivo del arte del siglo XX. Así, por ejemplo, la incipiente oposición entre la creación artística en general (y literaria en particular) como expresión de una burguesía cultural, frente al carácter de “arte popular” del cine, que “suele desprender de la Naturaleza,

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no ya breves y accidentales puntos de apoyo, sino imágenes enterizas, bloques duros y transparentes, que transpone, íntegros, dotados de una inefable sustancia artística” (Idem, 18)... Así, la distinta relación de la literatura con una tradición ante la cual se revuelve, frente al cinema, que “recién nacido, ha podido, en cambio, introducir su novedad bajo capa de formas nada violentas ni agresivas, aunque tan flamantes como él mismo” (Idem, 19); las distintas dimensiones sociales de literatura y cine... Los ensayos de cine para minorías –nos dice– dan la impresión de cosa superflua, falsa, pedantesca. No llegan a satisfacer. Hacen preferible el cine de producción industrial. La ley vital del cinema –obra colectiva como un periódico o un edificio– requiere la confluencia de intenciones sociales en su génesis, y luego la proyección sobre una multitud sin playas (Idem, 21).

¿Qué mejor aproximación embrionaria a la comunicación de masas que esa cualificación de una génesis de intenciones sociales y una proyección sobre una multitud virtualmente ilimitada? Mucho más podríamos decir de una lectura actual de las primeras aportaciones ensayísticas de Ayala, que no versan por casualidad sobre el cinematógrafo. Pero bástenos por ahora sólo señalar, a fin de destacarla, germinalmente, esa sedimentación de creación literaria, crítica y teoría literarias, teoría y crítica sociales, no en capas aislables, sino en un precipitado cuya lectura conjunta les da un sentido nuevo. No es el momento de hacer un repertorio de la vasta producción de Ayala y destacar que no hay solución de continuidad entre cada una de las dimensiones de su quehacer literario o crítico, sea de la literatura, sea de la sociedad. Recordemos tan sólo la proximidad de ciertos diagnósticos en la Indagación del cinematógrafo y ciertos rasgos constructivos en Cazador en el alba; que el giro de los primeros escritos de ficción posteriores a las narraciones vanguardistas –Los usurpadores y La cabeza del cordero– viene acompañado de la laboriosa redacción del Tratado de sociología... Que Muertes de perro no es ajena ni a ciertas funciones representativas esbozadas por Ayala dos años antes de su publicación, en 1956, en El escritor en la sociedad de masas, ni a ciertas constataciones en su ensayo La integración social en América, del mismo año que la novela... Que, en fin y por no hacer más prolijas las referencias a esta interacción entre creación literaria, teoría y crítica literarias y teoría social, el discurso de ingreso en la

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Real Academia Española se titulaba La retórica del periodismo, que en él se reconocía “la significación del periodismo en cuanto pieza esencial de la sociedad en que surge y a la que pertenece; es decir, como pieza esencial de la sociedad burguesa, con las instituciones políticas de la democracia liberal” (Ayala, 1985, 43) y se recordaba la presencia de las técnicas periodísticas en El fondo del vaso y El jardín de las delicias.

Literatura como comunicación y como discurso social En su introducción a la monografía Teoría y creación literaria en Francisco Ayala, Estelle Irizarry indicaba muy acertadamente la profunda unidad de motivación que presta una coherencia íntima a la obra de nuestro autor, e intenta esbozar el “tema único”: viene –nos dice– de la sensación de desamparo en un mundo caótico de estrago moral y crisis a partir de la primera guerra mundial, que ha traído un desmoronamiento del equipo de valores por los cuales el mundo occidental se había guiado anteriormente. Esta crisis ha creado un serio desajuste entre la conducta y las ideas, y una angustiosa seguridad acerca de las normas. Ayala se ha propuesto una misión artística que cumplir dentro de esas circunstancias (Irizarry, 1971, 9).

Y, más adelante, relaciona esta misión con su conciencia del carácter de superposición (o de integración) de todas las disciplinas. Permítasenos indicar que, en nuestra opinión, en el texto antes citado, se indica una sensación y un punto de partida; un contexto de actuación; una misión, incluso; un diagnóstico acerca de las relaciones, acerca de los conocimientos del universo humano, pero no un tema. Dejando a un lado el hecho de que, posiblemente, en el universo de lo humano, tal vez sólo haya un Tema (con mayúsculas) –la muerte o, por ser más precisos, la dialéctica esbozada por Freud eros/thanatos– y que toda la construcción de sentidos surja de una angustia radical sobre la identidad y la diferencia, la unidad y la pluralidad, más que un tema, la obra toda y la reflexión de Francisco Ayala se explica desde la crisis del fundamento que de tantos modos ha intentado explicar en vano el pensamiento contemporáneo y que con tantos perfiles ha conseguido apuntar la creación estética, desde los estertores mismos de un cierto concepto de arte y de cultura.

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Pero no se trata, ni mucho menos de una simple crisis de la situación del hombre en el mundo. Es una crisis de la comprensión sobre la condición misma de lo humano. Sólo asignando dicha dimensión podríamos suscribir las, por otra parte, acertadas palabras de Estelle Irizarry: la unicidad esencial de la obra de Ayala en su motivación fundamental nace de una sensación de desamparo en un mundo que está en crisis, con el desmoronamiento de valores morales y éticos. Esta situación está reflejada en sus ficciones en la soledad, vacío, hedonismo, incomprensión, desdoblamiento, náusea y vértigo que experimentan los personajes. Ayala se propone una misión como intelectual y como artista, encontrando en la configuración cervantina de la novela ejemplar un instrumento idóneo para el libre escrutinio de la vida humana (Idem, 256).

Como antes indicábamos, desde que estas líneas fueron escritas hasta la actualidad han transcurrido dos décadas decisivas en la evolución de la interrelación social, política y económica a escala planetaria, pero también en la conciencia de tales hechos. El planeta que habitamos –nos dice Ayala– se ha convertido en una unidad técnica –la que se denomina “aldea global”– dentro de una red de recursos instrumentales, que hace interdependientes a todos los pueblos de la tierra y que, bajo la amenaza de aniquilación total, elimina la posibilidad de conflictos bélicos de general alcance, (situación que obliga a) una revisión a fondo de los supuestos intelectuales y morales sobre los que hasta ahora se ha venido operando el curso más reciente de la humanidad... (Ayala, 1990, 520).

En esta revisión queda replanteado radicalmente el papel del intelectual y aun del escritor en la sociedad, que no pueden seguir realizando con eficacia su importante misión social sin atender a la existencia de los nuevos medios ya que “el contexto histórico–social correspondiente determinará a su vez, en cada época, la posición típica del intelectual dentro de la estructura social desde la cual está interpretando la realidad de su mundo” (Idem, 433). Para quienes pueden reconstruir fragmentaria y tendenciosamente la teoría o la crítica literarias de Francisco Ayala como si tras sus espléndidas consideraciones sobre el tejido narrativo o las funciones teatrales no hubiera toda una teoría de la función del escritor en cada momento histórico, ha-

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bría que recordar su convencimiento de que el hombre de letras en la sociedad burguesa no es un productor más que vende el producto de su trabajo, sino un vate investido de fuerza sagrada que oficia en el templo de la Verdad. La pregunta radical por la esencia de la interacción literaria queda establecida inequívocamente desde una dimensión comunicacional: ¿por qué mecanismos –se pregunta– se lleva a cabo ese proceso de interpretación orientadora? ¿cómo se efectúa la comunicación, que hemos calificado de activa y dinámica, entre el escritor y su público? O, dicho de otro modo, ¿cuáles son las vías técnicas que la sociedad burguesa presta a esa comunicación? (Idem, 438).

En síntesis, Ayala recuerda que la relación entre escritor y lector, que describe como individual, recíproca y potencialmente profunda, refinada y compleja desde el punto de vista intelectual “promueve una integración socio–cultural dinámica dentro de la línea de la democracia liberal que constituye el trasfondo ideológico de la clase burguesa” (Idem, 439). Por el contrario, las nuevas relaciones comunicativas que se establecen en el marco de los medios de comunicación de masas y, por tanto, de la cultura de masas, promueven subproductos culturales no insertos plenamente, o insertos por degradación en la serie de valores culturales burgueses. Ante esta situación Ayala nos plantea que La dificultad radica en lograr que aquellos individuos especialmente cualificados por su personal vocación y aptitudes para buscarle un sentido a la existencia humana dentro de la realidad social presente (el subrayado es nuestro y creemos que ahí está el motor unificador de toda la obra de Ayala), es decir, los hombres capaces de producir obras de arte o de pensamiento significativas, hallen acceso directo a la organización de los medios audiovisuales y –lo que es más– sientan el estímulo para cooperar en ella (Idem, 444).

Si tenemos en cuenta que, precisamente, los ensayos a que nos estamos refiriendo constituyen buena parte de la última reflexión teórica de Ayala comprendemos hasta qué punto está en su centro de mira una serie de problemas que suelen soslayarse en construcciones alquímicas de análisis y evaluación de la interacción literaria:

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1. Estamos en un momento de cambio profundo, un nuevo escalón u horizonte, ya más allá del contenido y las explicaciones esbozadas en su Tratado de Sociología. 2. En esta situación, los medios audiovisuales adquieren una plena centralidad en la modelación de las mentes en el discurso social, y con ello transforma también el lugar de la literatura en la sociedad y el papel del escritor y el intelectual en ella. 3. El verdadero creador no sólo se caracteriza por disponer de una concepción del mundo y de la realidad, sino que debe dominar la técnica que conduce a una correcta expresión y a una correcta comunicación. 4. De entre todos los medios de comunicación social es la televisión el que ocupa un lugar central como espectáculo de esta sociedad de la crisis de la modernidad: en medida muy considerable (y no sería temerario, incluso decir que en medida principalísima) a la televisión se deben los tremendos cambios sociales experimentados en nuestra época (...) es la televisión quien en este mundo cambiante se encarga de fijar los valores sociales, los criterios del juicio y las pautas de conducta que la multitud asume (Idem, 451-452).

5. El propio sistema que promueve productos ínfimos orientados a un mecanicismo económico desolador en la sociedad de consumo, tal vez podría promover su propia superación: “no parece imposible contemplar una reestructuración del sistema sobre el que la tecnología de la comunicación de masas se encuentra montada, para el efecto de eliminar otros males que sean subsanables”, el peor de los cuales es “la tendencia a rebajar la calidad del producto ofrecido en espectáculo hasta los niveles ínfimos de la comprensión y el gusto, donde se alcance el más amplio auditorio” (Idem, 448). 6. En esta situación, el creador no puede, con todo, sustituir el proceso creativo en soledad. Las obras literarias y el libro como cauce conservarán su campo propio. Incluso “lo más original, lo más profundo, lo más renovador, lo más auténticamente revolucionario, tendrá que continuar elaborándose (aunque ello parezca paradójico) por los procedimientos tradicionales” (Idem, 467).

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7. Sin embargo, si es que esa creación cultural ha de producir el efecto apetecido alcanzando las repercusiones sociales correspondientes, si ha de incorporarse al cuadro de las vigencias culturales de la comunidad, que en la sociedad de consumo dependen de la aceptación por la masa, no podrá quedar encerrada en las páginas del libro: deberá pasar de algún modo a los medios de comunicación audiovisual (Idem, 467).

Francisco Ayala –concluimos– que se inicia en la actividad literaria e intelectual en un momento histórico en el que, en el marco eufórico de los ideales de modernidad, era posible apostar por un ideal radical de felicidad utópica, nos lleva en su reflexión, en el ya comenzado segundo milenio, no a persistir en planteamientos ya imposibles; no a ocultar con instrumentos tecnocráticos –entre ellos los de las tecnocracias literarias– una realidad que se parecerá poco a la realidad presente; no a renunciar a la construcción de un universo que merezca llamarse humano, sino que nos impulsa a imaginar (único modo de llegar a conseguir) “una existencia humana provista de sentido y orientada hacia el cumplimiento de valores razonables” (Idem, 22). En esa encrucijada, la creación literaria, como discurso social, sin renunciar a valores durante mucho tiempo asentados deberá encontrar el cauce de una interacción imprescindible. Cuál sea el sentido de esa existencia humana a que aspiramos y qué valores puedan ser razonables en el futuro deben ser, precisamente, el punto de arranque de una nueva reflexión futura. Referencias bibliográficas AA.VV. (1977): Cuadernos Hispanoamericanos, 329-330, noviembrediciembre. (Monográfico sobre Francisco Ayala). AYALA, F. (1929): Indagación del cinema. Madrid, Mundo Latino. —. (1947): Tratado de Sociología. Buenos Aires, Losada. (Eds. posteriores. La más reciente es la de Espasa-Universidad). —. (1949): El cine. Arte y espectáculo. Buenos Aires, Biblioteca Argos. —. (1952): Introducción a las ciencias sociales. Madrid, Aguilar. (También en edición más reciente de Cátedra, Madrid, 1988).

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—. (1972): Los ensayos. Teoría y crítica literaria. Pról. de H. Carpintero. Madrid, Aguilar. —. (1975): El escritor y su imagen. Madrid, Guadarrama. —. (1985): La retórica del periodismo y otras retóricas. Madrid, Espasa Calpe. —. (1988a): El escritor y el cine. Madrid, Aguilar. —. (1988b): Recuerdos y olvidos. Madrid, Alianza. —. (1989): Las plumas del fénix. Estudios de literatura española. Madrid, Alianza. (Por él citaremos, preferentemente, la obra crítica). —. (1990): El escritor en su siglo. Madrid, Alianza. (Por él citaremos, preferentemente, la obra comunicacional y teórico-literaria). —. (1991): «Lecturas veraniegas» en ABC, 3 de agosto. GADAMER, H. G. (1989): La herencia de Europa. Barcelona, Península. GIL, L.M. (1982): Francisco Ayala. Madrid, Ministerio de Cultura. HIRIART, R. (1982): Conversaciones ron Francisco Ayala. Madrid, Espasa-Calpe. IRIZARRY, E. (1971): Teoría y creación literaria en Francisco Ayala. Madrid, Gredos. VÁZQUEZ MEDEL, M.A.(1991): «Hacia una nueva Teoría de la Comunicación (1)», en TTC Revista de Información Bibliografía en Teoría y Tecnología de la Comunicación 0, Sevilla. —. (1992): El dinamismo textual. introducción a la Semótica Transdiscursiva. Sevilla, Cuadernos de Comunicación.

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15. Ayala y el cine Francisco Ayala es ya el último superviviente de quienes casi vieron nacer el cine o, mejor aún, de quienes, por primera vez, nacieron a la vida, a la fantasía infantil y a la imaginación juvenil con el cine. Las palabras iniciales de esa obra espléndida para la historia de la crítica cinematográfica en España que es Indagación del cinema (1929a) son suficientemente expresivas: “Yo he pensado el cine, mi coetáneo, con amor, con encanto, y hasta con cierto desenfreno”1. El mismo amor, el mismo encanto, ya atemperados por la sabiduría de la senectud, con que Ayala, ha seguido asistiendo, casi hasta el momento de su centenario, al cine del Círculo de Bellas Artes, de la Filmoteca Nacional o a algunas salas comerciales: “Mi afición al cine se hizo insaciable, y ha persistido a lo largo del tiempo hasta ahora” (Ayala, 1988a, 134). Es el suyo un caso verdaderamente excepcional en la crítica cinematográfica. Su talla como escritor, su dimensión intelectual, pero también la 1

Ayala, Francisco: Indagación del cinema, Madrid, Mundo Latino, 1929. Hay una preciosa ed. facsímil editada por la II Semana de Cine Experimental en 1992 con Pról. de José Luis Borau. Como es sabido la obrita primera de Ayala fue creciendo en sucesivas ediciones: El cine, arte y espectáculo (Buenos Aires, Argos, 1949), El escritor y el cine (Madrid, Aguilar, 1988) y El escritor y el cine (Madrid, Cátedra, 1996), la ed. más completa por la que citamos, si no se indica lo contrario, indicando el número de páginas junto al texto.

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mirada crítica del especialista en ciencias jurídicas y sociales hacen que su reflexión sobre el cine –más o menos circunstancial, siempre voluntaria y gustosa– vaya mucho más allá de las constataciones de sus contemporáneos. “Yo no soy –dirá en el prólogo a la ed. de 1996–, ni he pretendido ser, un especialista en este campo, y sí tan sólo un aficionado como otro cualquiera, un diletante, pues como ante un objeto de deleite, no de estudio, me he colocado siempre frente a la pantalla cinematográfica”. Su valoración del hecho cinematográfico considera la dimensión estética, el carácter espectacular, la complejidad como industria cultural, y también la influencia que ejerce sobre la colectividad: Ese que se llamó séptimo arte, nacido y desarrollado durante el tiempo de mi vida, impregna por completo y en una medida siempre creciente el mundo en que ella ha discurrido, el mundo contemporáneo, y constituye factor de primer orden y de actualización cada vez más intensa en la realidad social de nuestro siglo, resultando por consiguiente ineludible.

Ayala ha referido en sus memorias Recuerdos y Olvidos sus primeros contactos con el cine –esa primera película, La bestia humana, contemplada aún siendo niño en su Granada natal con su madre–, sus preferencias y su primera crítica cinematográfica: “compartía con mis compañeros de letras la admiración por el cine ruso, por el cine experimental, por las películas de Charlot, por Buster Keaton, y escribí varias notículas y un ensayo que publicó la Revista de Occidente sobre algo de sociología del arte cinematográfico”2. En efecto, sus primeras notas críticas sobre cine, publicadas en La Gaceta literaria y en Revista de Occidente3 serían la base de Indagación del cinema. No se trata –como el autor advierte– de un libro sistemático (no estaban los años finales de la década de los veinte para voluntades de sistema), sino más bien “un manojo de tirabuzones de celuloide”. Ayala es 2

El interés de Ayala por el cine participa de un amplio registro: “Me gusta toda clase de películas, siempre que estén bien hechas. Y por supuesto no desdeño las que, sin ser obras de arte, quizá sin pretenderlo (o mejor cuando no lo pretenden) proporcionan mero entretenimiento” (Hiriart, 1982, 20). 3 “Desde las páginas de la Revista de Occidente, Fernando Vela, Antonio Espina y Francisco Ayala supieron dar una explicación intelectual al fenómeno cinematográfico en sus numerosas implicaciones estéticas”, afirma Luis García Montero: «El cine y la mirada moderna» (Vázquez Medel, 1995, 55).

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consciente del alcance del nuevo arte, de la influencia que ha ejercido en su propia escritura literaria (“he recibido de él abundantes sugestiones, cierto gusto por las imágenes visuales y gran deseo de movilidad y aire libre (…) el cine, como aire yodado, ha penetrado mi piel con su influencia difusa”), y no evita utilizar la extraordinaria calidad de su palabra –en ocasiones muy cerca de lo poético– para este quehacer de la crítica, que él no juzga menor, aunque esté sometido a lo perecedero del fluir del tiempo: “Hay que intentar el heroísmo transitorio: acaso haya en las palabras que se lleva el viento una voz que perdure, dormida en las ramas”. ¿Cómo es esta primera crítica cinematográfica ayaliana? Nos podemos hacer una idea por el contenido de ese «Programa» que pone al frente de Indagación a modo de índice: Introducción/ Interpretaciones: Tipo de arte del cinema.– Dimensión social del cine.– Mitología del cinema.– Efecto cómico del ralentí.– Los noticiarios/ Figuras: Charlot (Charlot; La Quimera del Oro; El circo; Charlot en el baile; Charlot en el extrarradio).– La estrella de Buster Keaton (Buster Keaton; El héroe del río).– Perfil de Janet Gaynor.– Menjou, o El actor.– Greta Garbo.– Félix Cat.– Josefina Baker/ Notas de un carnet: Dos films documentales.– Moana.– Rosas chinescas.– Poema. Resulta evidente que, aun en una etapa temprana de desarrollo del arte cinematográfico, a Ayala no se le escapa prácticamente ninguna de sus implicaciones. Y va, más allá de la crítica cinematográfica, hacia la teoría que desarrollará en la edición ampliada de 1949. Así, por ejemplo, nos hace conscientes del modo de proceder del arte popular cinematográfico (“desprender de la Naturaleza bloques íntegros dotados de calidad estética, sin apenas consentir en ellos inmixtión de elementos ajenos a tal calidad”); de su carácter menos hostil que la literatura del momento, que tiene que luchar con su tradición, a diferencia de este nuevo arte (“el cinema, recién nacido, ha podido, en cambio, introducir su novedad bajo capa de formas nada violentas ni agresivas, aunque tan flamantes como él mismo”); de sus profundas implicaciones sociales ya que, como la nueva arquitectura, y a diferencia de otras expresiones artísticas, es capaz de atraer hacia sí importantes colectivos (“la misma existencia de héroes en el cine revela su honda realidad social y su radical popularidad”); de la nueva mitología que el cinema produce (“El poema épico, la epopeya, parece haber volcado su contenido en el écran, inagotable fuente heroica de nuestros días”).

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Pero Ayala no sólo se detiene en estas grandes consideraciones: es capaz de apreciar las implicaciones y efectos de técnicas cinematográficas como el ralentí, porque “farero mágico, El cameraman organiza en su soledad visiones y maravillas, semejante a un demiurgo que manejase y modificase un mundo poblado por la fantasía”, y apunta que “el efecto cómico del ralentí nace de una deformación analítica”. Y atiende a las diversas manifestaciones discursivas en la pantalla: El hombre nuevo, en sus apetencias cotidianas, no sólo pide al cine la inmersión en un baño poético de agua del olvido, sino también, y por el contrario, algo que ya no bastan a darle el periódico gráfico ni el diario: una presencia exacta de los sucesos de los acontecimientos que sacuden al mundo con su actualidad.

Nos sorprende, finalmente, con su comentario sobre la importancia que tendría el cine parlante, “si fuese viable”, para dar mayor fuerza y exactitud a los informativos. Francisco Ayala demuestra una muy especial perspicacia en el análisis de los grandes actores–personajes. Así, caracterizará a Chaplin como artista “muy de su tiempo” (“si algún nombre de valor universal ha de grabarse –dios protector– en el dintel de nuestra época, es el suyo”), alma tímida y cortés, inmerso en su ámbito urbano, capaz de sacar todas las posibles notas de la lira, “desde lo épico a lo exquisitamente cómico”. Pero también señala, más allá de la anécdota, que La quimera del oro es la epopeya de América (“Poema heroico, canta como la Ilíada –fabulosamente– los orígenes de un pueblo”); que El circo nos revela al hombre sin ningún camino; que Chaplin se nos ha convertido en el producto de la ciudad moderna y del moderno afán: Es el hombre de los muelles, de los mercados, de las calles, de los rincones urbanos y suburbanos. El hombre sobrante. Desocupado y famélico, emigra, merodea, huye de la cárcel, se emplea, porque sí, en una profesión extravagante, que nada le interesa; se arriesga, con la fiebre del oro en las nieves de Alaska. Tiene carne de nardo y, al mismo tiempo, carne de buscador de oro.

Al igual que a Chaplin, Ayala caracteriza con una rara intensidad y con certera fortuna a Buster Keaton como “el hijo de la Providencia” (“Por

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encima de todos los males, por encima de la tormenta, el ojo alucinante de la Providencia vela por él”); a Janet Gaynor como la representación del sentido idílico del cinema; a Adolfo Menjou como actor hueco, de bulto, de teatro ligero, sentimental y vacío; a Greta Garbo, “alma ardiente como la nieve”, demonio de la carne, como la encarnación de la mujer fatal; a Félix el gato como un tótem; a Josefina Baker como la sirena de los trópicos. Crítica cinematográfica, pues, incisiva, de una inteligencia y capacidad de penetración raras en su tiempo; con una mirada compleja capaz de relacionar todos los factores que están en juego en el nuevo arte; con una calidad verbal que alcanza sin duda el rango de lo literario y que posee calidades muy próximas a las de sus relatos de vanguardia recogidos en El boxeador y un ángel y Cazador en el alba, en los que lo cinematográfico – explícita o implícitamente– tiene tanta importancia4. Ayala enriquecerá sus aportaciones sobre el cine en tres momentos sucesivos (1949, 1987, 1995) en los que irá ampliando su obra juvenil con otras miradas complementarias, y haciendo coincidir esta línea ininterrumpida de su pasión cinematográfica con su propia trayectoria creativa. Sus vigentes aportaciones sobre las “condiciones del arte cinematográfico”, sobre lo histriónico y lo cómico en el cine, sobre las múltiples y complejas relaciones entre cine y literatura (especialmente la novela, aunque también el teatro) han ido simultaneándose con espléndidas críticas de La vaquilla, de Berlanga o Amadeus de Milos Forman; con perspicaces análisis de Atracción fatal y la Guerra de los Rose, de Splendor, de Ettore Scola o Las amistades peligrosas, de Carmen de Saura o El satiricón de Fellini, con el que tan identificado se siente… Crítica gustosa, diletante (que viene de deleite, como nos recordaba), no sujeta a la tiranía del cine del momento, pero atenta a las novedades del mundo cinematográfico. Y todo ello estaba ya en embrión en la crítica juvenil. Ayala, que ha aportado –en sus magníficos relatos y sus lúcidos ensayos– a la creación literaria e intelectual del siglo XX un modo peculiar de encontrar sentido a la existencia más allá de catastrofismos y de ilusas utopías, también nos ha enseñado a mirar mejor el cine: con amor, con encanto… y hasta con cierto desenfreno. 4

Se aborda esta relación en diversos trabajos recogidos en el volumen: Vázquez Medel, Manuel Ángel (ed.): Francisco Ayala y las Vanguardias, Sevilla, Alfar, 1998.

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Referencias bibliográficas AYALA, F. (1929a): Indagación del cinema. Madrid, Mundo Latino. —. (1929b): El boxeador y su ángel. Madrid, Cuadernos Literarios. —. (1930): Cazador en el alba. Madrid, Ulises. —. (1949): El cine, arte y espectáculo. Buenos Aires, Argos. —. (1988a): Recuerdos y olvidos. Madrid, Alianza. —. (1988b): Cazador en el alba. Madrid, Alianza. —. (1988c): El escritor y el cine. Madrid, Aguilar. —. (1996): El escritor y el cine. Madrid, Cátedra. HIRIART, R. (1982): Conversaciones con Francisco Ayala, Madrid, Austral. NAVARRO DURÁN, R. (1988): «Prólogo» a El cazador en el alba de Francisco Ayala. Madrid, Alianza, 1988. VÁZQUEZ MEDEL, M.A. (1995): El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla, Alfar. —. (1998): Francisco Ayala y las vaguardias. Sevilla, Alfar.

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15. Cervantes según Francisco Ayala Miguel de Cervantes es, para Francisco Ayala, el más alto exponente de la creatividad literaria y, al mismo tiempo, de la autoconciencia e intencionalidad creadoras. Forjador de la novela moderna y su punto más elevado, el Cervantes que interesa a Ayala no es sólo el autor de El Quijote o de las Novelas ejemplares, sino también el dramaturgo, el poeta –acerca de cuyo menester conservamos, como una joya, el análisis ayaliano del soneto al túmulo de Felipe II–, e incluso el hombre. A diferencia de Unamuno, que afirmaba en el Prólogo a Vida de Don Quijote y Sancho “me siento más quijotista que cervantista y pretendo libertar al Quijote del mismo Cervantes”, Ayala se siente cervantista y hasta cervantino, y titula uno de sus textos recogidos en Palabras y Letras –y no, por cierto, en el volumen La invención del Quijote– «Cervantes no sólo escribió el Quijote». En él podemos leer: Cervantes puso su genio único en todo cuanto escribió, y no escribió sólo el Quijote (…) Bueno será que, de una vez por todas, se termine con el juicio inveterado acerca de una supuesta mediocridad de Cervantes en cuanto no sea su Quijote. Es un prejuicio ridículo, y ya es hora de acabar con él (Ayala, 1983, 234 y 236).

Más adelante veremos este esfuerzo aplicado a la obra teatral y poética de Cervantes. Lo que para Ayala queda fuera de toda duda es que “aun

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cuando nunca hubiera escrito el Quijote, Cervantes figuraría de todas maneras entre los escritores más importantes del mundo, aquellos pocos a quienes corresponde la primera línea en la historia de la literatura universal” (Ayala, 2005, 221). Además, estos grandes logros son consecuencia de una autoconciencia y una intencionalidad excepcionales: “nos hallamos ante una de las conciencias literarias más despiertas, más inquietas, más sobre aviso, de todas las épocas” (Idem, 84). Ayala ha esbozado –aquí y allá, de manera aparentemente dispersa y al hilo de análisis, notas o reseñas– una visión global de Cervantes que estimamos como una de las más acertadas que jamás se hayan ofrecido. Su sabiduría y su perspicacia crítica saben señalarnos aspectos y dimensiones que nunca habían sido puestas de relieve con la intensidad con que él lo hace. Especialmente ricas son sus consideraciones sobre la cosmovisión cervantina, que ha caracterizado con precisión frente a la visión quevedesca del mundo. En el carácter fragmentario de estos escritos, como un espejo trizado, también reconocemos el rostro de Cervantes (con Ayala al fondo).

Cervantes, hombre viviente. Su mundo interior A propósito de la publicación del artículo de Américo Castro «La ejemplaridad de las novelas cervantinas», Ayala se siente empujado “hacia la cuestión del escritor como hombre viviente, y ahora a propósito de uno cuya personalidad tan desdibujada ha sido por la más insufrible beatería, dentro de una especie de halo mítico” (Idem, 113). En efecto, no sólo su personaje mayor, Don Quijote, ha sido transformado en mito, sino el propio escritor y sus problemas, “llevados –según Ayala– por la devoción a un paroxismo de estupidez”. Claro está que estas palabras, de 1948, al filo del IV centenario del nacimiento de Cervantes, celebrado el año anterior, son pronunciadas por quien no había conocido aún las más curiosas y descabelladas hipótesis sobre la personalidad cervantina, incluida la de su homosexualidad, formulada por Rosa Rossi, aceptada por Jean Cannavaggio y avalada por Fernando Arrabal. Y no porque sea del todo imposible que Cervantes fuera homosexual, sino porque este hecho poco añadiría o restaría a su escritura y a sus posibles interpretaciones. Aunque –todo hay que decirlo– pocos disparates interpretativos han sido tan grandes como los de-

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rivados de las ínfulas nacionalistas de la llamada “Generación del 98”, con Unamuno a la cabeza, como acertadamente Ayala ha denunciado. Nuestro autor afirma, muy razonablemente: Las discusiones, por ejemplo, en torno a su carácter, con tesis extremas y simplistas, me asombran, porque leer a un escritor es conocerlo más que se conoce al común de los conocidos, es ser íntimo suyo; y quien carece de penetración para las almas, vano será que discuta; pero quien la tiene, tampoco necesita discutir, pues sabe con evidencia.

Es importante tomar estas palabras en su sentido justo, tan lejos como están del biografismo y del psicologismo pero, a un tiempo, a salvo de la adjudicación transparente de rasgos de la escritura al escritor, como si se tratara de un mero y directo síntoma de su carácter y personalidad. No es el momento de esbozar aquí la compleja teoría de la creación literaria de Ayala, que sabe bien que un poeta es un fingidor, pero que, incluso fingiendo, deja en la palabra su impronta, la huella de su carácter –de su estilo–, que no es sólo expresión, sino muy especialmente contenido, visión del mundo, cosmovisión, weltanschauung. Tampoco podemos ofrecer la abierta y rica teoría ayaliana de la lectura, que hace del lector competente cómplice de un acto creativo que revivifica por simpatía, en íntima comunicación. Para estos aspectos podrá consultarse con provecho el volumen editado por Sánchez Trigueros y Chicharro Chamorro Francisco Ayala, teórico y crítico literario (1992) y el libro de Viñas Hermenéutica de la novela en la teoría literaria de Francisco Ayala (2003). Ayala no desea ofrecernos, como fan incondicional de Cervantes ninguna hagiografía (de hecho, no comparte algunas de sus opiniones; por ejemplo, la consideración de la novela como una épica en prosa). Muy al contrario, le contempla lleno de luces y de sombras o, como indicó en el título de la notita de 1948, “abyecto y ejemplar”: No veo yo incongruencia alguna entre la ternura del alma, honestidad, decoro y nobleza que trasunta cada palabra de Cervantes y las irregularidades y aun la abyección que algunos le reprocharon y de que otros todavía hoy se hacen escandalizado eco, y a cuyo borde es seguro que estuvo, aunque es también seguro que no se despeñó en su sima: el tono de su voz nos lo declara. La templada blandura de su corazón, una astucia incansable en la lucha contra la miseria, contra el mal, lo preservaban de lo tenebroso.

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Para Ayala, pues, Cervantes es prototipo de hombre bueno. No porque no se sintiera inclinado a acciones siniestras; ni siquiera porque no incurriera en comportamientos reprochables. Su bonhomía deriva de su capacidad para mantenerse, a pesar de todos los pesares, en el lado luminoso de la existencia, bien que amenazado de incontables desdichas y sombras. Y por seguir confiando en los seres humanos. Tal vez se trate, una vez más, de las antípodas de la interpretación unamuniana: allí donde don Miguel se siente atraído por El Quijote como una buena nueva (“evangelio”) en la que lee la figura de su protagonista al trasluz de Ignacio de Loyola, Ayala se siente fascinado por El Quijote y por su creador, Cervantes, dada la capacidad de libro y autor de situar en coordenadas inmanentes el sentido de la existencia. Tal es la ejemplaridad que Ayala atribuye a las novelas cervantinas: “Mostrar con propiedad un desatino” –afirma tomando un verso de Viaje del Parnaso– es evidenciar los efectos lamentables de todo comportamiento humano que se aparta de lo exigido por la naturaleza racional; es obtener y destacar el contenido de la ley moral a través de una contemplación compasiva del error, en lugar de condenar éste a partir de normas externas, proclamadas autoritariamente. Por eso el castigo de la culpa es inmanente a ella en las novelas cervantinas (Idem, 116).

Se trata de otro aspecto común al propio universo narrativo ayaliano, cuyos personajes, insertos en su circunstancia, pero –en última instancia– sujetos de libre determinación conforme a imperativos racionales, actúan impulsados por motivos muy diversos, atrayendo sobre sí las consecuencias que derivan de sus propios actos. Estos se nos ofrecen de manera que no pueden ser juzgados al margen de su propia complejidad ni desde sistemas éticos externos, transcendentales, preestablecidos. Podríamos hablar, en un caso y en otro, de una ética inmanente (y compasiva) de equilibrio entre actitudes y comportamientos, tal vez no muy lejana de esa ética discursiva que en la actualidad propugna Karl Otto Appel. En la «Carta literaria a H. Rodríguez Alcalá» (1964), que se reproduce al frente del volumen Mis páginas mejores (posteriormente recogida en El escritor en su siglo), Francisco Ayala responde a este crítico, a propósito del análisis de su última obra en ese momento, El As de Bastos, que reflejaría, según aquél, un estilo “escatológico”, frente al estilo “noble” de Los usurpadores, y pondría de relieve, supuestamente, una actitud de odio y

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desprecio hacia la humanidad. Rodríguez Alcalá, a pesar de reconocer que Ayala valora la actitud cervantina ante el mundo, le adscribe a un modo de ver la existencia quevedesco. “En contra de su opinión –dirá Ayala–, y quizás de la primera apariencia, creo yo, sin embargo, que el resultado de mis esfuerzos literarios, por modesto que se estime, revela una inclinación natural más cervantina que no quevedesca”. Los párrafos que siguen son verdaderamente antológicos y ponen de relieve el riguroso conocimiento por parte de Ayala de toda nuestra tradición literaria, hasta su momento presente, pero también la clara conciencia de su actividad creadora. Quevedo –dirá (Ayala, 1965, 11)–, sí, “desmonta” en verdad al hombre. Su estilización de la realidad según la línea de lo grotesco termina por aniquilarla, haciendo, en virtud de técnicas muy refinadas, que la humanidad se contorsione, se quiebre, se haga polvo y quede volatilizada por fin en pura mueca (…) Ello, por supuesto, es atroz.

Ayala adscribe a esta línea de Quevedo a escritores como Valle– Inclán, Miguel Ángel Asturias o Camilo José Cela: “Ninguno de los cuatro, en cuanto creadores poéticos, parece interesado en el hombre real y concreto: sus respectivas visiones del mundo se dirigen a otras metas y lo pasan por alto”. Para nuestro autor es fundamental que se entienda bien cuál es la posición de Cervantes –que él asume como propia– incluso cuando dibuja situaciones crueles, violentas o sucias, y para ello invita a comparar las escenas escatológicas del Quijote con las del Buscón o el Guzmán de Alfarache, concluyendo: Mateo Alemán simboliza en la suciedad la condición pecaminosa del hombre en este mundo, por contraste con su aspiración a la otra vida; Quevedo la acumula infatigablemente como un recurso entre otros en su afán de derogar la realidad –sin perjuicio de que, desde el plano ideológico, esa destitución de la realidad mundanal quiera ponerse al servicio de la salvación eterna. Por su parte, Cervantes se propone salvar al hombre en su actualidad y en su integridad, al hombre en el mundo (Idem, 12-13).

Fórmula verdaderamente extraordinaria la de esta soteriología laica que sitúa en su centro a los seres humanos, no en un más allá, sino en su circunstancia presente; no ajenos al mundo, sino insertos en él, como co-

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rresponde a la propia raíz de nuestra humanidad; no una parte del ser humano, sino la totalidad material y espiritual que nos constituye.

Cervantes en su tiempo En su conversación con Víctor García de la Concha, «Todo ya en el Quijote», Ayala ha ofrecido una espléndida síntesis sobre la figura de Cervantes, su encaje en su tiempo y su proyección hacia el futuro. En primer lugar, destaca su formación, hombre de cultura media y de grandes lecturas, en la que el hecho de estar algo “rezagada” en su momento le ofrece, paradójicamente, una proyección futura y una universalidad muy por encima de sus contemporáneos. Ayala contesta la tesis del “ingenio lego” y subraya la dimensión erasmista de Cervantes: “El erasmismo estaba ya condenado en España y había desaparecido de la superficie en la cultura oficial; pero Cervantes lo había absorbido, lo llevaba dentro y lo mantiene secreto. No lo muestra, pero es algo que ha conformado su espíritu y que condiciona su manera de ver el mundo” (Ayala, 2005, 29). El erasmismo conecta con su libertad de espíritu, con su libertad interior, con su espíritu crítico que, con todo, tiene que modular con cuidado: “Cervantes era un espíritu crítico, pero debía operar con reticencia, diciendo sin decir… En cualquier caso, sería falso equiparar su posición con la de un adversario político dentro de un régimen dictatorial moderno: él aceptaba el sistema, pertenecía al sistema” (Idem, 31), por más que se trasluzca en su obra su mal disimulada antipatía hacia Felipe II. Y –añadimos nosotros– nos muestra su gigantesca estatura moral, en contraste con el sistema al que pertenece. Cervantes tiene el mérito de ofrecer una nueva percepción de la realidad, y de una nueva actitud frente a ella (…) Las novelas de Cervantes son nuevas a causa de su condición problemática. La problematicidad es, a mi juicio, el término clave que mejor caracteriza y resume la novedad del enfoque cervantino. Por eso en lo literario se le puede comparar, como he sugerido muchas veces, con lo filosófico en Descartes. Él hace en el campo de la imaginación poética lo que Descartes hará más tarde en el terreno del pensamiento, de la especulación filosófica (Idem, 28-29).

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En efecto, muy recientemente Pedro Cerezo (2004, 16) reconocía: El Quijote anticipa la filosofía moderna. Hay una anticipación muy genial de la filosofía de la subjetividad cartesiana y del arco filosófico que va desde Descartes hasta Fichte. Toda esa etapa que se conoce como el idealismo de la libertad está como sugerida y anticipada en la posición existencial de Don Quijote.

Ayala ha defendido esta racionalidad cervantina abierta a la vida, que nunca le abandonará, frente a la fase de delirio que vendrá, en el Barroco, de la pluma de Quevedo. Sin duda, el talante manierista de Cervantes –compartido en tantas cosas con Shakespeare–, gozne entre el espíritu renacentista (que ya se hacía insostenible en los momentos de la Contrarreforma y la decadencia de España), y los excesos del Barroco, explican el lugar especial que ocupa en la historia artística de la humanidad. Cervantes abre, en el espacio novelesco, el camino a la exposición del complejo vivir humano, utilizando para ello las más variadas técnicas del perspectivismo y del contraste. Y esto, que es estéticamente fundamental, resulta éticamente decisivo: Cervantes presenta los conflictos humanos, los errores de la conducta, para que sea el lector quien juzgue. Él no juzga explícitamente (…) Se encuentra siempre en el escritor una duplicidad o aun multiplicidad de puntos de vista, que echa sobre el lector la responsabilidad de juzgar, haciendo problemática la realidad (Ayala, 2005, 30-31).

La novela será, a partir de él, un “instrumento para la interpretación del mundo (…) el camino para entender libremente la realidad” (Idem, 33). Y, como tal, será un reflejo de la nueva racionalidad burguesa. Frente a planteamientos monológicos e impositivos, Cervantes lleva a su más alta cima esa polifonía de que habla Bajtin, esa conversación que constituye la vida, y por ello, una poética profundamente dialógica. Lo prodigioso de Cervantes no radica en que se sitúe fuera de las coordenadas histórico-sociales e ideológicas que condicionan su vivir (nadie puede situarse del todo al margen del mundo), sino que, desde ellas, intuye con penetrante perspicacia y expresa con maestría verbal el complejo momento que le ha tocado vivir. Además, al hacerlo, traza un trasfondo de conexión con lo esencial humano, que garantiza la persistencia y la vigencia

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de sus escritos. Ayala lo ha expresado magistralmente, a propósito del Quijote: es indudable que él tenía plena consciencia del sentido de su obra; consciencia profunda y entrañada, ya que ese sentido, siendo el de la situación cultural de conjunto, el de la conexión histórica, era también el de su propia vida individual. Pues si a sus dotes creadoras y a su gracia literaria le fue concedido apresar el momento del viraje decisivo que había de permitirle forjar un héroe de tan colosales proyecciones, ello se debió a la justa coincidencia del punto crítico en el curso de su trayectoria vital, con el cambio de signo en la orientación del destino colectivo. La fecha de su nacimiento le habilitaba como representante de la generación que sería gozne del significativo cambio; los azares de su suerte personal le prestaron las condiciones para percibirlo con dolorosa acuidad, y su talento de poeta le proporcionó la capacidad necesaria para plasmar el contenido de esa percepción en una obra artística de envergadura adecuada (Idem, 99).

Sin duda, la riqueza del texto justifica lo extenso de la cita. En otros momentos ha hecho Ayala inventario de los acontecimientos que acompañaron la peripecia vital de Cervantes, y el giro profundo que se produce en un momento de su existencia: “el acontecimiento magno que hubo de sellar su espíritu indeleble fue la batalla de Lepanto” (Idem, 100). Pero a su regreso del cautiverio, “la mutación se ha operado en un abrir y cerrar de ojos”. Son extraordinarias las páginas en que Ayala reflexiona acerca de la función de la novelita intercalada del cautivo, cuando opone el idealismo de su joven y cuerdo protagonista a la insalvable fisura abierta entre los periclitados ideales góticos de don Quijote y el mundo con el que tiene que enfrentarse: En términos forzados podría decirse que el cautivo es don Quijote joven y cuerdo, actuando todavía en un mundo adecuado a las dimensiones de su ánimo. Sólo que ese mundo no es ya el mismo en 1589, año en que regresa el cautivo a España; no es ya el mundo de Lepanto, sino el de la Armada invencible; y el cautivo irrumpe en él como un aparecido: viene del pasado, y trae el pasado consigo; reintroduce la juventud de Cervantes en el ámbito de la vejez (Idem, 108).

Dirá más adelante muy acertadamente: “Dentro de la economía del libro, la historia del cautivo cumple, pues, una función de hito, ofreciendo

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un punto de referencia en el tiempo histórico para la ordenación de su problema capital” (Idem, 110). Y ese problema capital no es otro que el del desajuste entre los valores que asume don Quijote y un mundo que resulta ya ajeno a ellos, aunque la locura del protagonista nos muestre en no pocas ocasiones su superioridad. Carolyn Richmond (1998: 19) ha señalado, muy acertadamente, la conexión entre locura en Cervantes y hechizo en Ayala, a propósito de un texto que nos sitúa, precisamente, en la contemplación del centro vacío del poder, en torno al cual gira un mundo que presentimos absurdo: “Tal como el protagonista de El Quijote, el narrador de El Hechizado –así como el lector del cuento de Ayala– se expone, si no a la locura, por lo menos a una especie contagiosa –y alucinante– de hechizo intelectual”. Sin duda, Cervantes aprendió en sus últimos años esta lección: “ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Asumir con valentía este principio supone también estar capacitado para afrontar el trance decisivo de la muerte. El prólogo al Persiles es también una muestra de esta autoconciencia cervantina en el momento capital de su existencia.

Cervantes, poeta En el análisis de «El túmulo» (1963) Francisco Ayala se queja de que un buen número de lectores se tome al pie de la letra la autoironía cervantina en Viaje del Parnaso (“Yo, que siempre trabajo y me desvelo/ por parecer que tengo de poeta/ la gracia que no quiso darme el cielo”), “pues para muchos, hoy como entonces, resulta intolerable que el novelista máximo pueda ser también un gran poeta” (Idem, 166). Sin lugar a dudas lo es, y bastaría acudir al capítulo IV del propio Viaje del Parnaso para reflexionar sobre ello: Yo el soneto compuse que así empieza, Por honra principal de mis escritos: “Voto a Dios que me espanta esta grandeza”

Versos sobre los que reflexiona Ayala: “Por honra principal de mis escritos”: guardémonos de tomar nunca a la ligera las palabras de Cervantes. Cuanto él dice, lo dice por algo; y aquí,

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como en todo momento, sabe muy bien lo que dice. Este soneto, «Al túmulo de Felipe II en Sevilla», es en efecto una obra maestra, pieza única de poesía en cualquier repertorio del Barroco. Por sí solo, reclama para su autor el título de gran poeta (Idem, 167).

Gran poeta es, pues, Cervantes para un Ayala entusiasmado que se dedica a desentrañar los íntimos resortes que hacen del soneto cervantino una verdadera joya; así, la profunda y solemne melancolía que de los versos se desprende, pero a la vez llena de sarcasmo: El desengaño está ahí presente, sí; pero está también el sentimiento de amargura que ese desengaño produce, mezclado con desesperación y tácita protesta. Y, como conviene a la obra artística de calidad superior y al espíritu del poeta, expresado todo ello no directamente, sino a través de la forma misma del poema, cuya perfección es extrema (Idem, 168-169).

El dominio de los recursos expresivos se encuentra en Cervantes al servicio de una voluntad comunicativa que hace abrirse, en el interior de la palabra, un mundo que no es sólo reflejo de la realidad exterior, sino potencialidad de significados y sentidos inagotables: Tal es la magia de la invención artística. Como en una cripta, Cervantes encerró en la estructura de su soneto un mundo de significaciones cuya riqueza percibimos, pero que se resisten a los esfuerzos de una mente empeñada en reducirlas a formulación racional. Es, una vez más, la desesperante ambigüedad del gran arte; y el arte cervantino excede a todos en constituir unidades poéticas de sentido inagotable (Idem, 179).

Un perfecto dominio del sistema retórico y métrico de su época; una capacidad extraordinaria para incorporar en sus poemas el latido del tiempo que le ha tocado vivir y, a la vez, transcenderlo con apelaciones a la única humanidad compartida; un mundo interior lleno de matices y delicadezas hacen de Miguel de Cervantes un excelente poeta. Y claro está –reconoce Ayala– que en su verso no hay ni la acendrada y transparente fuerza de fray Luis, ni la felicísima facilidad de Lope, ni la suntuosa imaginería de Góngora, con cuyas marcas de excelencia lírica tenía que medirse. Pero sería ignorarlo todo acerca del espíritu cervantino entender al pie de la letra la caricatura que de sí mismo hace cuando, en esas

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primeras estrofas del Viaje, se nos presenta afanado por simular virtudes poéticas que no le asisten (Idem, 166).

Tal vez –añadimos nosotros– pueda encontrarse la justa medida de la poesía cervantina cuando la comparamos con los poemas de Shakespeare.

Cervantes, autor teatral Al menos en dos escritos se ha referido Ayala en exclusiva al teatro de Cervantes (independientemente de algunas alusiones esporádicas en otros textos): en 1980, con ocasión de la adaptación de Los baños de Argel, por la que se concedería a Francisco Nieva el Premio Nacional de Teatro, y en 1992, a raíz de la iniciativa de la Compañía de Teatro Clásico de llevar a las tablas La gran sultana. En el primer caso, ya citado, «Cervantes no sólo escribió el Quijote», se felicita Ayala de la iniciativa de llevar a la escena “el espectáculo fascinador de Los baños de Argel cervantinos”, aunque –muy sintomáticamente– no ofrece su opinión sobre la adaptación de Nieva (“De cómo lo ha presentado, no voy a hablar ahora: ello merecería capítulo aparte”). Se centra en las razones que justifican la elección del autor y la pieza, y nos invita a romper clisés y deshacer las ideas hechas, en un claro ejemplo de que no podemos sin más aceptar la inercia de la tradición y de que es preciso replantear constantemente el canon literario: En literatura –dirá (Ayala, 1983, 234)–, todo el mundo se descubre, reverente, ante el Quijote, aunque no todo el mundo haya leído lo que tanto dice admirar y respetar; y todo el mundo acepta como artículo de fe la certidumbre de que Lope de Vega fue el creador indiscutible y maestro supremo del teatro español, para el que el pobre Cervantes tuvo poca mano. Son lugares comunes que se arrastran rutinariamente desde el siglo XVII. De entonces acá pasa por moneda corriente la de que el inventor de Don Quijote fue un desdichado autor teatral. Y desdichado, lo fue sin duda en cuanto se le negó el acceso a las tablas; pero no en cuanto a la virtud de su dramaturgia, que es soberbia. Pues Cervantes puso su genio único en todo cuanto escribió, y no escribió sólo el Quijote.

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Ayala se pregunta por las causas de la desestima del teatro cervantino ya desde su tiempo, y se centra en dos: la más profunda, que tiene su raíz en la historia de la cultura, tiene que ver con el perfil mismo de Cervantes, cristiano esclarecido, erasmista, que pudiéramos calificar de católico liberal y moderno, no le iba el espíritu del Barroco, ideológicamente reaccionario, y que esa discordancia fue lo que permitió que se le excluyera de un ambiente teatral dominado por la cerrazón del que hoy llamaríamos triunfalismo nacionalista (Idem, 235).

La otra, más sociológica, apunta a ese boicot que funcionaba mediante el caciquismo teatral ejercido con implacable imperio por quien se había alzado con la monarquía cómica: el gran poeta Lope de Vega; un caciquismo que, por efecto de la inercia mental, todavía continúa operando e imponiéndose sobre nosotros a través de los siglos (Idem).

La realidad de los valores literarios sin embargo es muy distinta: el teatro de Cervantes –prosigue Ayala– es todo él variado, inventivo y cargado de fuerza dramática o de fuerza cómica según los géneros a que cada pieza pertenece. Es, además, un teatro problemático, en contraste con la superficialidad desenfadada que caracteriza a una gran parte del teatro español del Siglo de Oro.

Y aquí radica, precisamente, la vigencia del teatro cervantino, frente al espíritu arqueológico o de historia de la cultura con que hemos de abordar las propuestas de la mayor parte de la dramaturgia áurea, que –cimentada en valores coyunturales que han sido superados– poco tiene que decir al espectador de hoy. Abunda Ayala en sus razones algo más de una década después, a propósito de La gran sultana, una pieza sin mayores pretensiones, que más que conmover se propone simplemente divertir. Insiste ahora en la mala fortuna del teatro cervantino en su época; circunstancia que, paradójicamente, ha permitido que su obra se conservara hasta nuestros días, al tener que darla a la imprenta para su difusión. Analiza con más detalle el control de Lope sobre el mundo de la escena. Y ahora insiste, por boca del propio

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Cervantes, en la autoconciencia de nuestro autor, que se hace presente en las palabras del prólogo a sus Comedias y entremeses (1615): me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron en su carrera sin silbos, gritas y barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias y entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica. Avasalló y puso bajo su jurisdicción a todos los farsantes…

Ayala aprovecha la ocasión para reclamar una comparación más rigurosa del teatro de Lope con el de algunos de sus contemporáneos, pero sobre todo, estudiar en serio el teatro cervantino, ciertamente no caudaloso, pero sí, en cambio, pensado, compuesto y logrado con la riqueza de una variedad de registros y una inefable pericia técnica. Hasta ahora ha sido reconocida la excelencia de sus entremeses, pero no se han analizado a fondo, con la atención y preparación debidas, sus no menos excelentes comedias (Ayala, 2005, 261).

Con unas pocas pinceladas resalta nuestro excepcional crítico los valores de La gran sultana, obra que bajo sus aires de desenfadada ligereza deja descubrir no sólo preocupaciones trascendentales como las que el tratamiento implícito de problemas religiosos revela, sino también un interés informado y activo por la política de su tiempo y, desde luego, esa aguda penetración cervantina en la condición humana tal cual se muestra en una fascinante diversidad de caracteres, situaciones, actitudes y casos (Idem, 261-162).

Por todo ello –la superior comprensión distante del mundo musulmán, el interés por los avatares del momento en que vive, su capacidad de convertir en experiencias universales los casos concretos, y además hacerlo con “muy alegre levedad”– Ayala considera esta obra “un paso adelante, en

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el tono de óperas como El rapto del serrallo, de Mozart, o La italiana en Argel, de Rossini”. «El nuevo arte de hacer novelas estudiado en un tema cervantino» (1958) nos permite cotejar el distinto tratamiento del argumento del viejo celoso y burlado en el entremés El viejo celoso y la novela ejemplar El celoso extremeño. Aunque el propósito de este artículo es “averiguar el concepto que del nuevo arte de hacer novelas tenía quien, a la vez que lo inventaba, lo estaba elevando a la cima de su perfección” (Idem, 152), las consideraciones que realiza sobre el teatro cervantino, a propósito del entremés, son muy interesantes. En primer lugar, el reconocimiento, en este caso, del marco tradicional en que se inscribe la obrita: “La pieza teatral, aunque penetrada hasta el fondo –¿y cómo no?– de la personalidad de Cervantes, es una farsa concebida, desenvuelta y escrita dentro de las más arraigadas tradiciones y convenciones de la escena cómica” (Idem, 153). Sin embargo, de inmediato, se subraya su desenfado o más bien procacidad (“una procacidad que tal vez sólo en Quevedo halla tal vez parangón”). Ayala analiza con detalle los resortes de una comicidad “elemental y alegre”: lo picante del asunto, la exposición de la sexualidad cruda y sus necesidades, incrementada y contrastada en este caso con la impotencia del protagonista… Sin embargo, tratándose de un divertimento aparentemente sin transcendencia, se nos pone de relieve una vez más la genialidad cervantina: el entremés no es sólo una farsa destinada a burlar la estupidez humana y el error de la conducta, al estilo florentino de La Mandrágora, sino que, yendo más allá, cuestiona la institución misma del matrimonio, a la que en cuanto tal institución, no le reconoce el valor incondicionado que le prestaría luego el drama calderoniano; pues mediante la sátira de una situación donde el matrimonio, desprovisto de una efectividad carnal, aparece como un huero cascarón social y jurídico, nos está diciendo que la estructura superpuesta sólo es legítima en tanto en cuanto confirma una relación física y moral (Idem, 155).

Ayala considera el entremés “una pequeña obra maestra en el género cómico. La lección que pueda haber quedado implícita, se desprenderá como un fruto tardío de la risa”. Y a pesar de que más adelante pondrá de relieve la superioridad del tratamiento del tema en El celoso extremeño, sin duda podríamos atribuir al teatro de Cervantes un interés similar al de su

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narrativa pues, en cualquier caso se nos sitúa ante “la vida humana, en sus estructuras fundamentales”, y le sería de aplicación lo que acertadamente se nos dice de su novela: Lo que hace de la novelística cervantina una verdadera creación, y la distingue de cualquier otro novelar de su tiempo, asignándola al futuro, es que constituye un escrutinio de la vida humana en busca de su sentido inmanente, en lugar de referirla a un patrón dado ya desde fuera (Idem, 163).

Comprobamos, una vez más, que este aspecto del universo cervantino es el que más interesa a Ayala (y hasta cierto punto lo convierte en elemento central de su propia escritura): tratar acerca de seres humanos concretos en situaciones concretas, escrutar las diversas manifestaciones de la naturaleza humana, y emplazar al lector a juzgar éticamente los comportamientos desde unas coordenadas inmanentes, y no desde imperativos dogmáticos de naturaleza religiosa o ideológica.

La creación de la novela moderna. El Quijote y las novelas ejemplares La complejísima y rica valoración que ha ofrecido Ayala del Quijote y de las novelas ejemplares merece sin duda no uno, sino muchos estudios monográficos. Si nos hemos detenido en su valoración del Cervantes total (que incluye también al poeta, al dramaturgo y al hombre) no es porque nuestro autor no considere primordialmente el mérito del Cervantes novelista, sino para reivindicar la integridad de su obra. Por ello no queremos finalizar este esbozo de Cervantes, contemplado desde la mirada ayaliana, sin ofrecer algunas pinceladas de los asuntos ya tratados, desde la cima misma de su creación. Ya desde su primera reflexión sobre el Quijote, «Un destino y un héroe» (1940), Ayala insiste en la importancia de entender el Quijote desde una adecuada comprensión de su autor y del lugar que ocupa en su proceso histórico, así comos su talante crítico: Para una comprensión plena del sentido del Quijote es importante, sin duda alguna, el hecho de que Cervantes estuviera penetrado por completo del espíritu renacentista, moderno; que fuera un intelectual –un ingenio,

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como entonces se decía– al tanto de los problemas de su tiempo, y llevara a su obra de modo consciente un sistema de ideas y unas concepciones estéticas que eran las de la étite europea de su siglo, lejos de la habitual idea de un Cervantes ingenio lego, instrumento inerte de una genialidad concebida a lo romántico; pero sobre todo es esencial para aclararse el sentido integrador, la fuerza espiritual y social portada por la creación del Quijote, advertir que su autor se hallaba con esos contenidos de su pensamiento en un cierto ángulo de disidencia respecto de la posición oficial de su país (Idem, 49).

Ayala insiste en la importancia de la situación vital de Cervantes y su conciencia plena, en un tiempo de apogeo y posterior decadencia, para entender las grandes aportaciones del Quijote: el sutil tratamiento de la locura y la creación, desde ella, de un sistema, de una organización, de una “objetividad quimérica”; la relevancia que el recurso tiene para confrontar los ideales periclitados con la realidad del momento con la que chocaban; el alcance del humorismo trascendente para subrayar la disociación permanente entre los ideales del héroe y la realidad indócil; la amplia gama de tonalidades de la obra, desde lo patético a lo grotesco; los tres grandes planos o esferas de la realidad que se hacen presentes (el vivir práctico, que traza el trasfondo realista, los intereses espirituales, que ofrecen la dimensión idealista, y el mito quijotesco o plano trans-cendental); la importancia de lo erótico en el Quijote y en toda la obra cervantina; el extraordinario encaje de las narraciones intercaladas y la función que cumplen en el plan total de la obra; el carácter originalísimo de Don Quijote y Sancho como creaciones genuinamente cervantinas a diferencia de otros grandes héroes que cuentan con importantes precedentes… Incluso comentarios, aparentemente menores, como el dedicado a “la aventura del rebuzno” (1991) tienen la virtud de llevarnos al corazón mismo del espíritu cervantino, al preguntarse por un significado de mayor trascendencia que la pura eutrapelia: “En último término me inclinaría a ver en ese intrigante pasaje una denuncia burlesca de la necedad con que los hombres se enfrentan entre sí hasta llegar a matarse por cuestiones nimias, o que tal parecen cuando son vistas desde fuera del círculo de sus apasionamientos” (Idem, 253). Para Ayala, pues, Cervantes, creador de la novela moderna en sus novelas ejemplares y, sobre todo, en El Quijote, alcanza también sus más altas cimas y ensaya todas sus posibilidades. Nos ofrece, en una época de profundas transformaciones, un panorama humano de riqueza permanente,

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capaz de trascender su propia coyuntura, inagotable fuente de sentido, pero de un sentido abierto que el lector debe contribuir a forjar. Además, contribuye como nadie a desdibujar las fronteras entre el arte y la vida, entre la creación literaria y su excipiente cotidiano, entre ficción y realidad… Nada nos puede extrañar que, en otra coyuntura histórica de parecido calado, Ayala haya contribuido decisivamente a la disolución de la novela, desprovista ya de la vigencia que le daba el hecho de ser instrumento de indagación y de comprensión de la realidad en el marco de una modernidad sobrepasada. Como en otra ocasión he afirmado, El Quijote es el origen y El jardín de las delicias de Ayala el punto de inflexión de la novela y la apertura a otras formas y procedimientos narrativos. Entre Cervantes y Ayala, como límites insuperables –con sus precedentes y epígonos– discurre toda la historia universal de la novela (Vázquez Medel, 2005, 5).

A modo de conclusión: la vida como problema Víctor García de la Concha, en su preámbulo a La invención del Quijote, «Un caballero cervantino» muy acertadamente afirma: No era sólo la figura de Alonso Quijano, ni el profundo significado de su aventura y de la actitud de los españoles ante ella lo que seducía a Ayala, sino también el modo cervantino de transmutar en arte la realidad; de convertir en elementos vivos integradores de la figura del Quijote materiales muy heterogéneos, provenientes de la realidad cotidiana, del folclore, de la literatura; o, en fin, y sobre todo, de marcarse como objetivo de la nueva novela que con el Quijote nacía, “el propósito de alcanzar una expresión totalizadora del sentido de la experiencia humana” (García de la Concha, 2005, 14).

Ayala –ya lo hemos visto– es poco amigo de las soluciones fáciles –y casi siempre falsas– a las grandes cuestiones de la existencia. Por ello prefiere aquellos escritores que son capaces de plantear problemas a los lectores que quienes supuestamente los resuelven. En tal sentido, Cervantes se le presenta como el modelo a seguir: “Se encuentra siempre en el escritor una duplicidad o aun multiplicidad de puntos de vista, que echa sobre el lector la responsabilidad de juzgar, haciendo problemática la realidad”

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(Ayala, 2005, 31). Tal es, también, el núcleo de la poética ayaliana, ejemplar, porque plantea al lector situaciones ante las cuales debe emplazarse, sin sustituir jamás su capacidad de juicio y permitiendo, gracias a una rica técnica de perspectivas y contrastes, un amplio margen interpretativo. Tal virtud es, para Ayala, la que mantiene la extraordinaria vigencia de Cervantes y de su obra fundamental, El Quijote: “Ahora se abre un espacio histórico nuevo. No sabemos bien hacia dónde vamos, pero en este momento de encrucijada, el Quijote puede alumbrar todavía nuevas sendas, y sobre todo enseñarnos a reconsiderar la realidad problemá-ticamente” (Idem, 40). Sin lugar a dudas, la obra de Cervantes ha de seguir iluminándonos en las nuevas encrucijadas que nos toca vivir. Con ella, la del más cervantino de entre todos nuestros contemporáneos: Francisco Ayala. Referencias bibliográficas AYALA, F. (1965): Mis páginas mejores. Gredos, Madrid, —. (1972): Los ensayos. Teoría y Crítica literaria. Madrid, Aguilar. —. (1983): Palabras y letras. Barcelona, Edhasa. —. (1989): Las plumas del Fénix. Estudios de Literatura Española. Madrid, Alianza. —. (1990): El escritor en su siglo. Madrid, Alianza. —. (2005): La invención del Quijote. Indagaciones e invenciones cervantinas. Madrid, Punto de Lectura. CEREZO GALÁN, P. (2004): «El Quijote anticipa la filosofía moderna», en Babelia, 16. ESCUDERO MARTÍNEZ, C. (1989): Cervantes en la narrativa de Francisco Ayala. Murcia, Universidad de Murcia. GARCÍA DE LA CONCHA, V. (2005): «Un caballero cervantino», preámbulo a La invención del Quijote de Francisco Ayala (2005), Madrid, Punto de Lectura. NAVARRO DURÁN, R. (1997): «Francisco Ayala y Miguel de Cervantes», Cuadernos Cervantes nº 14, 78-81, Madrid. RICHMOND, C. (1998): «¿Para qué, entonces, afanarse en vano?: el acto de escribir en la obra de Francisco Ayala», en VÁZQUEZ MEDEL, M.Á. (ed.) Francisco Ayala: el escritor en su siglo. Sevilla, Alfar.

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16. Francisco Ayala y la literatura hispánica del siglo XX En el número 122 de la prestigiosa revista Sur de Buenos Aires, correspondiente a diciembre de 1944, Jorge Luis Borges publicaba la reseña «Francisco Ayala: El hechizado» en la que, entre otras apreciaciones interesantes, calificaba este relato como “uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”. En tan breves palabras no sólo reconocía el valor de uno de los textos centrales de la colección Los usurpadores, sino que lo situaba en su ámbito más propio: las literaturas hispánicas. Con justicia podríamos decir, tout court, “de la literatura universal del siglo XX”. Pero es cierto que la patria (o más bien, como quería Juan Ramón, la matria) de un escritor es su idioma. Y, como acertadamente ha dicho Carlos Fuentes del español, la nuestra es una lengua “surcada por la memoria y el deseo”. Ayala ha acompañado siempre el ejercicio de su escritura con un grado de autoconciencia nada frecuente. Ensayos como «Para quién escribimos nosotros» (1948), «El escritor de lengua española» (1952), «El arte de novelar y el oficio de novelista» (1955), «El escritor en la sociedad de masas» (1956), «El fondo sociológico de mis novelas» (1968) o «Presencia y ausencia del autor en su obra» (1978), por sólo citar algunos, son ejemplos de reflexión teórica y crítica de la mayor calidad. El volumen Francisco Ayala, teórico y crítico literario, editado por Antonio Sánchez Trigueros y Antonio Chicharro y la monografía de David Viñas Hermenéutica de la

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novela en la teoría literaria de Francisco Ayala son buenos puntos de partida para quien desee profundizar en este aspecto de nuestro autor. En varias ocasiones he afirmado que las mejores orientaciones críticas sobre la obra de Ayala nos la proporciona su propio autor. Lo que, por otra parte, no nos exime de aplicarnos con el mayor rigor al estudio de un corpus narrativo y ensayístico verdaderamente singular. Tal vez esta singularidad –unida a otros factores– ha dificultado la transmisión y los procesos de lectura de la obra del granadino universal, que comienza a ser –valga la paradoja– incluso más reconocida que conocida. Uno de los aspectos que quedan pendientes de investigación es el relativo a la influencia de la obra de Ayala en la narrativa posterior. Y no cabe duda de que, en algunas de las obras más importantes de la narrativa hispánica del siglo XX, existen trazos, rastros, huellas del más cervantino de nuestros escritores contemporáneos. Sea por directas interinfluencias o por profundas coincidencias espirituales, apreciamos rasgos comunes con la producción ayaliana en algunos de los grandes narradores que lo han leído y admirado: desde Borges, Cortázar y Bioy Casares hasta Vargas Llosa o Muñoz Molina. Ayala ha entendido su vocación de escritor más que como un oficio, como un “sacerdocio”: Sacerdocio significa comunicación y mediación con una esfera trascendente, con el orden de lo espiritual; y el escritor tiene por misión, en efecto, captar los valores del espíritu en fórmulas que los hagan aptos para la comunión popular. Le importa, por lo tanto, y debe importarle, que el acto de comunicación se cumpla a través de su obra, sin lo cual esta carecería de sentido, quedando frustrada; pero, al mismo tiempo, debe reconocer y no perder nunca de vista que el valor no radica en el acto de comunicación, sino en la esfera trascendente donde su obra se inspira y cuyo acceso es siempre escarpado, arriesgado, inseguro.

No deja de ser curiosa la cuidadosa selección de las palabras por parte de un escritor no creyente pero que, sin lugar a dudas, afirma la existencia de “valores del espíritu” que son, precisamente, los que cree que debe captar y ofrecer a sus posibles lectores en fórmulas comunicativas adecuadas. La obra de Francisco Ayala presenta una calidad excepcional tanto en el plano de la expresión como en el del contenido. En el primero, nos encontramos a un autor con una riqueza idiomática y unos matices expresivos difícilmente parangonables. Ayala se forjó muy pronto en la libertad

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creativa del arte de las vanguardias y algo de esa indagación, del impulso de la innovación creativa ha quedado en su obra toda hasta sus últimos escritos. Por otra parte, cada texto de Ayala, por breve que sea, participa de una cosmovisión, de una imagen del mundo y de la realidad de una riqueza extraordinaria. La conjunción entre lo uno y lo otro –algo importante que decir, que nos pone en contacto con la esfera de los valores espirituales, y la maestría verbal necesaria para ofrecer los tonos, matices y registros adecuados para cada situación– singulariza la aportación de nuestro autor en el contexto plural de las literaturas hispánicas. Algo que me impresiona de Ayala es su capacidad de seguir su propio curso, de hacer su obra sin prisas y sin pausas, de asumir, en aras de la verdadera vocación literaria de calidad, un destino no siempre fácil. Tal vez ese “destino ingrato de los profetas” al que hacía alusión en un ensayo de mediados de siglo: “pedradas, rechiflas, o también pétrea sordera ante nuestros clamores y prédicas en desierto”. Nunca ha importado a Ayala la fama o el éxito literario, aunque siempre ha aceptado agradecido los reconocimientos que le llegaban. Pero siempre ha estado dispuesto a asumir la parte más dura de la verdadera condición del buen escritor: “Es un destino que debemos aceptar, asumir y servir con una humildad hecha de orgullo, y con la esperanza de que nuestro desvelo tenga como premio algún rayo de luz para este mundo conturbado y oscuro, cuya responsabilidad compartimos con toda nuestra generación”. Y luz para un mundo conturbado son las obras mayores de Ayala: Los usurpadores, La cabeza del cordero, Muertes de perro, El fondo del vaso… El jardín de las delicias. Sin ellas faltaría algo muy importante a las literaturas hispánicas del siglo XX: una conciencia lúcida, un fulgor del idioma, un puente entre una y otra orilla del Atlántico, una voz levantada en el desierto que pone ante nosotros la degradación de que somos capaces los seres humanos, pero también la belleza de la vida vivida en plenitud.

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17. Francisco Ayala: la educación es la vía principal de enriquecimiento del ser humano Entrevista publicada en la revista Andalucía Educativa en el número I con fecha 3 de abril de 1997, realizada por Manuel Ángel Vázquez Medel a Francisco Ayala. – Durante mucho tiempo la sociedad española ha tenido una imagen parcial de usted: bien la de ensayista social y político, bien la de escritor de ficción. Usted ha afirmado que ha procurado sustraerse al encasillamiento y ha desdibujado adrede una y otra vez su perfil público. ¿Ha perjudicado esto su reconocimiento? – El reconocimiento público ha sido más que suficiente, casi siempre el reconocimiento público rebasa el mérito. A veces basta que una persona aparezca en televisión y diga una patochada para que se haga famosa. Yo he sido siempre reticente a esto porque lo que me ha importado verdaderamente ha sido la creación literaria. Mi satisfacción es haber concluido una obra, haberla publicado y que haya personas que la han percibido plenamente. Luego he tenido la fortuna de participar en la tarea de intentar entender el mundo en que vivimos. Ahí sí me importa la repercusión de lo que yo diga y estoy satisfecho porque han tenido repercusión considerable incluso opiniones que van pasando con el tiempo.

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– A mi parecer, hay tres factores que hacen peculiar su intervención en la comprensión de la realidad: su estilo, su análisis de la realidad desde un concepto esencial de lo humano y el valor de su testimonio como una opinión privilegiada del tiempo que le ha tocado vivir: – En cuanto al estilo, el escritor debe escribir bien. Yo digo de broma que tal vez el hecho de que mi Tratado de Sociología esté bien escrito sea un defecto para algunos profesores de Sociología… Escribo como un escritor, no a lo que salga. Sobre lo segundo, siempre me he definido como liberal, entendiendo esta palabra como que lo básico es el hombre. Sin embargo, en el trato humano nos servimos del prójimo: lo utilizamos como objeto. Hay que tratar de tener conciencia de que cuando eso sucede es por estricta necesidad y hay que hacerlo con el respeto máximo al prójimo… Es una fatalidad de la condición humana que nos tengamos que utilizar unos a otros como utilizamos, por ejemplo, a los animales. A partir de este concepto básico el ideal de la organización política es el que consiga un sistema institucional en el que la limitación de la libertad sea la mínima que las circunstancias consientan. Nunca debe perderse de vista el marco histórico. Desde la perspectiva actual nos asombramos de que Aristóteles aprobara la esclavitud, que para nosotros es inadmisible, olvidando que en un momento dado de la evolución humana pudo haber sido hasta un progreso. – En su visión de la sociedad tiene especial importancia la educación. Incluso dedicó en 1958 un libro a la crisis de la enseñanza. Casi cuarenta años después, ¿cómo ve la enseñanza actual? – Tan ligada ha estado mi actividad y vocación docente a mi creación que muchas de mis aportaciones de crítica literaria e incluso una parte de mi creación han salido de las clases, del contacto con los estudiantes. La actividad docente tiene siempre, cuando es auténtica, una dimensión doble: el estudiante aprende de su maestro, pero el maestro también aprende de los estudiantes. – Su obra da importancia a las nuevas tecnologías. ¿Qué reflexión deberíamos hacer sobre la relación entre educación y comunicación? – Creo que se están desaprovechando unos recursos tecnológicos fabulosos, ya que lo que éstos dan al hombre está empezando a ser utilizado. Se puede vislumbrar un panorama apasionante… Claro, que la obra del maestro –el elemento humano– es imprescindible. Pero debe tener siempre a su disposición, a su servicio, los recursos tecnológicos. Pienso, por

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ejemplo, todo lo que puede hacer una escuela mínima en el último rincón del mundo con esos materiales… Un maestro que sepa sacar provecho conseguirá que esos estudiantes queden insertos en la marcha del mundo. Pero desaprovecha. Hasta ahora estamos en el medio educativo muy por detrás del progreso tecnológico. – Pasemos a otro asunto. Usted ha sido siempre crítico con los planteamientos nacionalistas de la modernidad y ahora lo es con lo que ha llamado “nacionalismos crepusculares”. – Crepusculares porque no tienen porvenir. Algunos son absurdos, en otros puede sospecharse un puntito de racionalidad. Tal ocurre con el catalán, que parece querer acotar una zona de poder propio con vistas a la integración a la comunidad europea y mundial. Por contra, la idea radical del nacionalismo vasco es regresiva: quiere algo así como una nación vasca independiente y soberana. Y ello en un momento en que, prácticamente, el nacionalismo español ya ha desaparecido. Hay que tender, sin perder las raíces de cada pueblo, a integrarse en una nueva dimensión planetaria. – Entre sus recuerdos de infancia los colegios tienen un lugar especial. Fueron centros religiosos, primero de monjas, luego los Escolapios. De los primeros dice que algunas anécdotas aún escuecen en su recuerdo: “esas quemaduras se destacan sobre un fondo gris de aburrimiento, de fastidio, de impaciencias reprimidas”. ¿En qué medida ha cambiado el panorama hasta llegar a la actualidad? – Supongo que todo ha cambiado. La enseñanza primaria en mi época de niño era terrible. O, por lo menos, dependía mucho del maestro que te tocaba. Ahora, afortunadamente, es distinto. Pude eludir el castigo físico, pero he presenciado verdaderas palizas a otros niños, o torturas (estar con los brazos abiertos y de rodillas…). No sé si por suerte o por astucia me escapé de eso y no me han pegado. Sin embargo, me hizo mucho daño –y así lo refiero en Recuerdos y olvidos– que uno de mis maestros comentara a mis padres que yo era tonto, que no tenía cabeza para nada… Ellos estaban afligidísimos y no sabían que hacer. Aquel comentario sólo estaba basado en mis dificultades con las matemáticas. – ¿Qué opina del debate enseñanza pública-privada? – Que debe haber libertad. La enseñanza pública puede ser también dogmática: algunos de sus docentes se limitan a transmitir los “dogmas” vigentes en nuestra sociedad que, a veces, son ridículos y grotescos por su

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contradicción con la realidad. Por ejemplo, los dogmas llamados “liberales” en una sociedad en la que se matan unos a otros, en la que hay delitos que quedan impunes, en la que muchos se toman la justicia por su mano… Muchos de los que invocan el Estado de Derecho no tienen ni idea de en qué consiste. Si el Estado no impone el Derecho, déjese de hablar de Estado de Derechos y háblese de selva que es, a veces, en lo que estamos. – ¿Cómo organiza usted su vida de escritor? – Primero, yo no quisiera escribir ni publicar nada que está por debajo de los niveles que he podido ofrecer siempre. Luego, quiero huir de los partidismos, no caer en ideas preconcebidas, y esto muchos no me lo perdonan. Esto no implica desentenderse de la realidad, negarse al compromiso. Por ejemplo, al comenzar la Guerra Civil yo estaba fuera de España y vine de inmediato convencido de que no podía ganar la República. Sin embargo, la apoyé porque creía que era la causa moral que había que defender. ¿Cómo podía estar al lado de lo otro? ¡De ninguna manera! No tenía más alternativa que estar al lado de la República, a pesar de que pensara que iba a sucumbir, dado el panorama mundial. – Como escritor y miembro de la Academia Española, ¿cómo ve la salud de nuestro idioma, especialmente en el ámbito educativo? – Es terrible lo que está pasando… Comenzando por algunas autoridades oficiales que deberían ser responsables de un decoro lingüístico y están destruyendo el idioma, y siguiendo por algunos comunicadores y periodistas. ¡Y encima están muy poseídos, pensando que sus disparates son válidos! Es imprescindible insistir en el uso adecuado de nuestra lengua en la escuela. Los educadores tienen una gran responsabilidad en este sentido. – ¿Qué asunto importante nos queda por abordar, don Francisco? – El asunto del Ser… Pero a esa pregunta no podemos (o no debemos) dar una respuesta… Cada cual ha de planteársela desde su radical singularidad.

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18. Conversación con Francisco Ayala. Francisco Ayala contempla el siglo que viene Ha sido reconocido con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1998. Ello le convierte en el primer escritor que consigue este importante galardón, además del Cervantes (1991) y del Nacional de las Letras Españolas (1988) Ese año fue un firme candidato al Premio Juan Rulfo deLiteratura Latinoamericana, y su candidatura al Premio Nobel de Literatura y recibió el apoyo de las más importantes instituciones culturales y educativas de todo el mundo. Aunque Ayala es poco amigo de premios y reconocimientos –que jamás busca y que, sin embargo, recibe con extraordinaria gratitud–sabe que, para muchos posibles lectores de su obra, aquella fue una excelente oportunidad para acercarse a la producción de quien la opinión unánime de la crítica reconoce como uno de los mayores narradores e intelectuales del siglo XX en nuestra lengua (con innegable proyección universal). Aún está reciente en su memoria y en su corazón el cariñoso homenaje que le tributaron, a finales de marzo de ese mismo año, las Universidades de Granada y de Sevilla en el Paraninfo de ésta última, en la que tiempo atrás fuera investido como Doctor Honoris Causa. La relación de Ayala con Sevilla es, en la actualidad, muy intensa. En esa obra espléndida que es De mis pasos en la tierra, un recorrido simbólico de alta calidad literaria por los lugares significativos de su vida, co-

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mienza su andadura en Granada, pero termina en Sevilla. En efecto, «Sevilla en mi vida» se titula el hermoso texto que cierra el volumen, como si Sevilla se hubiera ido convirtiendo en una luminosa estación de destino simbólico de su existencia (sin ser por ello ni mixtificada ni mitificada). Sevilla es, en la actualidad, junto con Granada, uno de los centros en los que más interés se muestra por la obra de este andaluz universal. Mi encuentro con Sevilla fue bastante tardío y siempre luego esporádico, hasta estos últimos años en que la vengo visitando con cierta frecuencia, aunque no tanto como quisiera, nos dice en dicho texto, en el que confiesa que en Sevilla no sufrí el frecuente desencanto que suele experimentar uno al enfrentarse con aquello en que había puesto muy ilusionadas expectativas. Antes de haber pisado físicamente su suelo ni respirado su atmósfera, ya habia situado yo en Sevilla algunas de mis narraciones novelescas. En efecto –nos recuerda Ayala– tanto «El Hechizado» (que nos presenta al indio Gómez Lobo desembarcando en la ciudad y perdido en ella por varios años antes de dirigirse a la Corte) como «Los hermanos» (que retorna la muerte dada al maestre Don Tello por orden de Pedro El Cruel en el Alcázar), relatos ambos de Los usurpadores, tienen como trasfondo Sevilla. Este hermosímo texto de El jardín de las delicias recoge la quintaesencia de su visión, tras de haber aprendido a conocer bien y amar mejor la ciudad de Sevilla: Por la mañana habíamos ido a visitar el Hospital de la Caridad. Admiramos allí debidamente el cuadro famoso de las Postrimerías; y yo, que me había abstenido de comentarlo o explicarlo, no resistí al deseo de citar entre dientes unos versos del doctor Mira de Améscua: Tumba de huesos cubierta/ con un paño de brocado. Después, pasando de Valdés, el tétrico, al dulce Murillo, nos pusimos a contemplar la Santa Isabel de Hungría que, con sus manos de reina, cura a los leprosos. Luego, saliendo, el patio del hospital: una delicia. (¿Verdad que es delicioso? ¡Es delicioso!). Y enfrente, al otro lado de la calle un vivero de plantas y pájaros... Otro día más; un día largo, lento, caluroso, feliz. Tras de la siesta, a la caída de la tarde, empezó a refrescar algo. Andábamos paseando por el parque y nos sentíamos cansados, bastante cansados. Las vacaciones, con tanta felicidad como aquellos días únicos nos deparaban, fatigan demasiado. Estábamos colmados; y todo alrededor nuestro, los jardines del Alcázar, los naranjos, aquel cielo tan azul, la ciudad entera, todo nos hacía rebosar el

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corazón de un cariño excesivo. El día de esta conversación –21 de mayo de 1998– están aún recientes (incluso en sus huellas físicas) los excesos cometidos, en la zona de Madrid donde don Francisco vive, por seguidores incontrolados y violentos del Real Madrid en la celebración del triunfo de su equipo en la Copa de Europa. Casi de manera natural, tras su cariñoso recibimiento, nuestras primeras reflexiones se orientan hacia las desmesuras que se están cometiendo alrededor del fútbol, ahora convertido en el último sucedáneo de religión e ideología para muchos. Un fenómeno que preocupa profundamente a Ayala, tan alejado de todo posible fanatismo. Es necesario que el exceso de vitalidad y de violencia que vemos en torno al fútbol se canalice de un modo más creativo o, al menos, inofensivo. Sobre la mesita, en torno a la que Don Francisco se sienta a leer con la espléndida luz natural que entra por el balcón, hay un ejemplar de El País (siempre su interés por la actualidad), la reciente edición de la Poesía Completa de Fray Luis de León, de Cristóbal Cuevas (siempre su interés por nuestra literatura de los Siglos de Oro) y un disco compacto de la serie Los clásicos argentinos, con una selección de Mariano Mores titulada «El Tango por el mundo». Me explica que tiene una buena colección de tangos y hablamos de la reciente grabación de Baremboin, en la que según Ayala se pierde, entre la solemnidad de las orquestaciones del excelente director de orquesta algo del carácter popular y callejero del tango. Una vez más podemos comprobar cómo en la vida y en la obra de Ayala están presentes las más diversas manifestaciones artísticas, especialmente la pintura y la música. Su memoria, fuente fecunda de sus ficciones, se articula en torno a lo visual y a lo auditivo, el espacio y el tiempo. Surge en nuestra conversación el tema de la excesiva especialización de la ciencia moderna, la pérdida de una mirada global y humanista del mundo... En la evocación de D. Francisco se mezclan recuerdos de un familiar asesinado al inicio de la Guerra Civil, con una anécdota que revela esa visión restrictiva del conocimiento: Tenía en Granada un primo que estaba estudiando la carrera de Medicina, y que fue posteriormente catedrático en su Universidad... Le mataron en los primeros días de la sublevación fascista. Él era un hombre muy bueno. Fundó la institución «La Gota de Leche», preocupada por proporcionar aliento a los niños más indigentes. Cuando comenzó la guerra le dijeron que se escondiera, a lo que siempre replicaba: “yo, ¿por qué?” Él había sido diputado socialista en las Cortes Constituyentes. Lo cierto es que no se quiso esconder, lo sacaron de su casa y lo

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liquidaron inmediatamente. Ni siquiera pudieron hacer nada por él las monjas que atendian la institución, a las que había acudido su mujer, y que cuando llegaron ya lo encontraron muerto... El clima de impunidad, la falta de temor en una guerra civil lleva a cometer estos excesos. En muchos se despertó el ánimo de revancha y algunos llegaron a matar por pequeñas rencillas o nimiedades. Lo cierto –y a ello iba– es que cuando él era aún un chico que estudiaba en la Universidad (yo estaba aún en Bachillerato) le pregunté: “¿no tendrías por ahí una novela?”. A lo que contestó muy orgulloso y contundentemente: “Un hombre de ciencia no lee novelas”. Hubo una especie de dogma por el que cada uno debía mantenerse en su especialidad estricta, y si no, no valia... otra cosa era ya desmerecer del ideal “cientifico”. Comentamos los aspectos positivos y negativos de la ciencia moderna, con sus sistemas de especialización. El último humanista fue Goethe, que incluso hizo una tería de los colores y se ocupó de la anatomía humana, descubriendo un nuevo hueso hasta, entonces desconocido. Hasta un determinado momento, un hombre culto sabía todo lo que había que saber. Estaba al tanto de todo. El saber de la época, lo poseía el hombre culto. Pero llegó el momento en que ya eso no fue posible. No podía saberse todo. Cuando miramos hacia atrás descubrimos que los grandes creadores, los grandes investigadores que verdaderamente nos interesan son aquellos que han tenido una gran amplitud de pensamiento. En el caso de Ayala –se ha dicho muchas veces– su interés por lo social y por lo humanístico es constitutivo de su visión del mundo y de la literatura. El hombre es una totalidad. El hombre está en el mundo, es un elemento del todo. Hay que tratar de hacerse una idea del conjunto, de la totalidad. Creo que en este momento no existe un pensamiento filosófico auténtico, que es el que va a buscar la esencia... No veo que lo haya. Todo este siglo se ha caracterizado por escapar a esas preguntas, por su carácter antimétafísico y tal vez excesivamente historicista... Pero es precisamente desde ahí (desde la historia y la realidad concreta) desde donde hay que preguntarse por la esencia del ser.

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Aludimos a la presencia, en el pensamiento último de Machado (uno de sus poetas preferidos), de una fuerte huella del Heidegger de Ser y Tiempo, al que posiblemente no leyera directamente, pero del que le fascina esa invitación a buscar al hombre en su concreta circunstancia: en el “ahí” (Da-Sein), en su realidad concreta. La pregunta última –¿qué es lo que es?– no se hace mucho hoy día. Es la pregunta por el sentido... La indagación del sentido: estamos haciendo cosas, nos sorprenden determinados acontecimientos, y cabe preguntarse por su sentido. Los avances tecnológicos están produciendo y tienen que proucir trasformaciones prodigiosas en la realidad humana. Por ejemplo, en nuestra forma concreta de ver, el mundo de la visión se está transformando a una velocidad vertiginosa. El solo hecho de que se pueda ver el planeta en que vivimos desde fuera es ya una revolución fabulosa. Aparece en nuestra conversación la reflexión reciente de algunos investigadores sobre el lugar que ocupa el ser humano en el proceso evolutivo de la materia, así como de la posibilidad de aparición de formas inteligentes no humanas o –como algunos las han denominado– “posbiológicas”. Hay que comenzar a pensar en lo que es obvio: que va a desaparecer nuestro planeta. Más temprano o más tarde sabemos que va a desaparecer. Y no podemos olvidar que nosotros mismos podemos destruirlo. En estos días se está hablando de las armas atómicas de Pakistan y sabemos con certeza que Israel dispone igualmente de un importante arsenal, por no referirnos a otros países. Y el control sobre las armas atómicas nunca será suficiente. Cualquier loco que tenga acceso a las armas nos está poniendo en peligro. Ya sabemos la tendencia de algunos a destruir a los demás antes de suicidarse... Tal vez si Hitler hubiera podido hacerlo antes de morir lo hubiera hecho... ¿por qué no? ¡Y hay tantos locos! Si pudieran tener los instrumentos para destruir el planeta o una parte de él, sin duda lo harían. Nunca el control es suficiente. Y no es una, posibilidad tan remota como algunos piensan. Puede ocurrir mañana. En un libro riguroso, escrito por un matemático, leyó hace poco una hipótesis que no le parece descabellada: existe la posibilidad de que cuando se termine la especie humana, todo el saber, todo el conocimiento puede transferirse al espacio exterior y conservarse a través de los ordenadores... No es tan absurda la idea, ni mucho menos. En realidad lo que lla-

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mamos el espíritu o la inteligencia parece poder reducirse, en gran medida, a claves matemáticas. Le comento los informes que recibimos del M.I.T. (Instituto de Tecnología de Massachussets) en relación con las nuevas investigaciones informáticas y la posibilidad de conseguir, en un par de décadas, dispositivos cibernéticos que igualen o superen no ya la capacidad de almacenamiento (en lo que verdaderamente los actuales ordenadores ya nos superan), sino la capacidad de relación (inteligencia), de interacción con el mundo, de reacción y adopción de decisiones sintéticas (emotividad). El mundo en el que estamos no tiene ya nada que ver con el mundo anterior de hace tan sólo unas décadas... A cada día nos plantean interrogantes nuevos. Estos cambios se han producido a una velocidad creciente, y en este siglo hemos podido vivir varias importantes rupturas. Releía hace poco el prólogo a El escritor en su siglo, escrito hace tan sólo una década (y que tenía intuiciones proféticas, como casi siempre ocurre con su obra ensayística), pero incluso desde entonces hasta ahora han cambiado profundamente las cosas... En un articulo recogido en mi reciente libro En qué mundo vivimos planteo la cuestión de las capacidades de percepción aumentadas por los instrumentos técnicos, y lo que eso puede significar·... Nosotros vemos la realidad de una manera pero sabemos que los animales la ven de otra manera, según las especies. Esto hace que nos preguntemos: ¿qué es la realidad? ¿qué es –por ejemplo– el color? ¿Qué es? Es la pregunta que creo que la gente no se está haciendo. Es una pregunta que no corresponde a la ciencia, pero que hay que formularse. La ciencia lo que ha hecho es desbaratar todas las construcciones, desde las religiosas, hasta las mismas construcciones de la propia ciencia. Incluso ha acabado con el mito de la superiordad de la mente humana, (recordemos las recientes derrotas de los mejores ajedrecistas del mundo ante un ordenador). La pregunta para el Ser sigue ahí... Luego están las respuestas que la gente se da que, cuando menos, son provisionales. Hoy la cabeza de la gente se alimenta con residuos, con prejuicios... con tonterías. Estamos en un mundo en el que muchas cosas han sido cuestionadas, sin que llegue a construirse un orden nuevo, un nuevo sistema, otra manera de vivir –y de sentir. No tenemos aún un nuevo proyecto de vida colectiva. La tendencia hacia lo planetario es evidente, pero aún la gente no se

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siente cómoda, esa “casa” a la vez simbólica y real que debemos construir y habitar aún no existe. Y no nos sentimos cómodos. Los dos últimos proyectos de vida colectiva –que han fracasado– fueron el marxismo (que se apoyaba, al fin y al cabo, en una concepción del mundo filosófica) y el nazismo (sin ninguna consistencia ideológica). Hay que contribuir a crear un nuevo proyecto desde la perspectiva de la universalidad, sin cerrarnos en nacionalismos excluyentes. En este sentido, Andalucía debe profundizar en esa dirección, porque la gran tradición de Andalucía es la universalidad. Sin embargo, la mayor parte de las ideas políticas del momento son vanas, llenas de prejuicios... se siguen creyendo cosas falsas, que no tienen contacto alguno con la realidad de los hechos sociales... para no hablar de ningún más allá, sino de lo inmediato. Hablamos de ciertos elementos comunes entre el fanatismo del fútbol y el fanatismo nacionalista, que responden a una falsa búsqueda de identidad. Una identidad construida por contraste, por oposición. Identidades excluyentes. Odios en el vacío... Lo que están odiando son unos colores, unas ideas en abstracto. Hay un texto latino que transcribí en uno de mis libros a propósito de las carrerras de carros en Roma. Existía la rivalidad entre los azules y los verdes. Se decía que, si a mitad de carrera cambiaran los colores, se cambiarían las fidelidades. Piense, por ejemplo, en el partido de ayer... Quien metió el gol era un judador de la ex-Yugoeslavia, un montenegrino. Y sin embargo... ¡qué entusiasmo patriótico por parte de algunos! Es la mera identificación vana con un pabellón, con una bandera, con unos colores. La fidelidad no es a las personas sino a los símbolos, a los colores. Los resultados son, a veces, sangrientos. Yo no veo la necesidad de esas identidades. Recuerdo el caso de un chico, alumno mío en Nueva York, que era muy inteligente, hijo de un puertorriqueño y una sueca. Tenia rasgos negroides pero la piel muy blanca, pelo rubio, aunque rizado, y ojos azules. Un día vino muy preocupado a decirme que él no sabía lo que él era: ¿puertorriqueño, sueco, americano? Yo le dije: ¿pero no te basta con ser quien eres? Creo que le alivió un poco. Las necesidades de identificación corresponden a miedos, a búsquedas de seguridad... a, un deseo de unirse al rebaño. Y eso es terrible. Es recaer en la animalidad.

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Cuando la gente no sabe qué decir, se acoge a eso. Cuando yo era muchacho había en Madrid, en la calle del Príncipe, casi en la plaza, una cervecería de un alemán, al que le gustaba mucho discutir. Cuando se quedaba sin nada que decir siempre afirmaba: pero yo soy alemán, alemán, alemán. No importa de qué estuviéran discutiendo. Si se quedaba sin argumentos, salía el “yo soy alemán, alemán, alemán”. Hablamos de su participación en un importante proyecto institucional del Presidente de la Junta para analizar, diagnosticar y hacer propuestas sobre la realidad de Andalucía ante el próximo siglo. Le comento el acierto que –a mi juicio– supone su elección como presidente de la comisión que ha de analizar Andalucía como realidad multicultural. Su sola elección supone optar por una vía bien distinta a la de los localismos, los exclusivismos, los chauvinismos. Es bueno que sea así porque existe en todas partes una tendencia a caer en eso... Hay nacionalismos, tan chicos, tan mezquinos... A falta de ideas más abarcadoras están resucitando las más pequeñas pasiones. Nuestra conversación se centra ahora en los fuertes contrastes del mundo en que vivimos. Surge el tema de la televisión, sobre el que Ayala ha escrito tan importantes páginas, ahora recogidas en ese espléndido volumen El escritor en su siglo. Hay que ver la televisión. Por mala que sea. Viéndola sabemos, efectivamente, cómo va el mundo. Y vemos cosas increíbles. Conversar con don Francisco Ayala es una experiencia fascinante. En la nota de presentación de la edición especial para Aguilar de su obra De mis pasos en la tierra, el editor afirma: “Dice Fernando Savater que él, que aún no tiene cincuenta años, querría ser ahora mismo como Francisco Ayala a los noventa: lúcido, irónico, memorioso, dúctil, dotado del sentido del humor de los sabios, viajero, cosmopolita, buen conversador, buen patriota de la patria de la humanidad, un español que transpira inteligencia e inspiración, y que ha aplicado su perspicacia a la literatura y a la vida”. Ayala ha cumplido ya 92 años. Para nosotros es no sólo memoria de un pasado que debemos conocer (y procurar que no se repita) y testimonio de un presente a la vez terrible y fascinante. Ayala sigue contemplando el futuro con realismo y razonable esperanza: Se trata –afirma al final de la presentación de El escritor en su siglo– de la firme promesa de un futuro mejor, ya no para uno mismo, claro está, sino para las generaciones que todavía son jóvenes y para las venideras, promesa que ya no podría ser la de la utópi-

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ca felicidad universal soñada por progresistas de toda laya, pero sí la de una resistencia humana provista de sentido y orientada hacia el cumplimiento de valores razonables en una sociedad cuyos rasgos particulares son todavía difíciles de anticipar, pero que sin duda se parecerá muy poco a aquella en que hemos vivido hasta el presente.

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19. Francisco Ayala en el Siglo XXI 2006 ha sido el “Año de Francisco Ayala”, y no sólo en la Comunidad de Andalucía que le vio nacer. Su extraordinaria talla ética y estética, así como su dimensión universal fueron la ocasión para celebrar simposios, conferencias, ciclos y exposiciones en muy diversos lugares del planeta, que han propiciado el encuentro de muchos lectores con una de las obras mayores de la creación literaria y el pensamiento del siglo XX. Ayala, actor y testigo de algunos de los principales acontecimientos de la pasada centuria (nos ha dejado ese testimonio en Recuerdos y olvidos), nos entrega a los lectores del siglo XXI –muy especialmente a los más jóvenes– un “arca de palabras” que encierra, con la máxima calidad estética, no sólo el latido de su tiempo, sino una muy especial percepción de la condición humana. Esta ha sido la tarea que, de manera implacable e insobornable, se propuso a sí mismo Francisco Ayala: dar razón del mundo, buscar –a través de la palabra creadora de ficción y de la palabra iluminadora de la escritura ensayística– un sentido a la existencia. En pocas ocasiones se ha dado, en la literatura contemporánea, tan perfecta conjunción de una rica cosmovisión, una visión matizada y fecunda de la realidad, con un universo expresivo que ha llevado la lengua española en el siglo XX a una de sus más altas cimas. En lo uno y lo otro está su estilo, su impronta. Pero se trata de una personalidad literaria en constante evolución, en indagación permanente de los cauces y temas más adecuados en cada momento. Todos

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somos hijos de nuestro tiempo y nos forjamos en el crisol de la historia. Ayala es muy consciente de ello y ha procurado responder, sin detenerse ni anquilosarse nunca, a este reto del flujo de la vida y del cambio en un siglo tan dinámico como el que acabamos de concluir. En el arranque de la propuesta de Francisco Ayala como candidato al Premio Nobel de Literatura sintetizábamos sus grandes aportaciones, al tiempo que subrayábamos su vigencia en el momento presente. Los tres principales motivos que avalan su candidatura son: 1. su defensa en la totalidad de su amplia obra literaria, a lo largo de una tan dilatada vida, de los valores humanistas de la libertad, de la convivencia democrática y de una paz basada sobre la justicia; 2. la excepcional calidad artística de una prosa innovadora, elegante y absolutamente personal, mediante la cual ha prestado forma, bajo invenciones narrativas de diversos géneros, a su visión de la condición humana tal como se manifiesta en las circunstancias más diversas; y 3. su interpretación, mediante magnífico y agudo estilo ensayístico, del conflictivo curso que ha tenido la historia universal durante el siglo XX, a cuyo desenvolvimiento ha asistido él, no sólo en calidad de testigo, sino también como miembro activo de la sociedad. Tanto la extensa obra escrita como la constante actuación práctica de su autor han sido reconocidas como estética y moralmente ejemplares. En la copiosa suma de sus escritos se encuentran claves esenciales para comprender, interpretar y construir intelectualmente, desde una perspectiva profundamente humana, el actual y siempre más acelerado proceso de integración planetaria. En estos años iniciales del incierto siglo XXI, dicha ejemplaridad estética y ética constituye un referente de primer orden para la construcción de un nuevo orden mundial más justo, más libre y más solidario.

Desde las novelas iniciales, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925) e Historia de un amanecer (1926), frutos de la primera juventud, hasta su obra culminante, El jardín de las delicias, Ayala ha sabido encontrar en cada momento las claves más eficaces para hacer la mejor literatura. Los relatos vanguardistas de El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930), le ofrecieron la ocasión de experimentar los retos creativos de la juventud europea de los años veinte; las novelas ejemplares recogidas en Los usurpadores y La cabeza del cordero (1949) le permitieron, tras la experiencia terrible de la guerra civil y la segunda guerra mundial, afrontar el lado tenebroso de la existencia e indagar sobre la realidad implacable del poder que, cuando es ejercido por un ser humano sobre su se-

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mejante, es siempre una usurpación. Frutos de su madurez creativa son sus grandes obras de las décadas de los cincuenta y sesenta. A este período pertenecen la colección de relatos breves, de ambiente africano o sudamericano, Historia de macacos (1955), en donde la ironía está al servicio de una lúcida captación de la realidad, y la muy conocida pareja de novelas complementarias Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962) –consideradas ambas como clásicos del siglo XX–, cuya acción transcurre en un imaginario país centroamericano, y que reflejan las luces y sombras que en semejante ambiente presentan las instituciones políticas, tanto dictatoriales como democráticas. También pertenecen a esta época las recopilaciones El as de bastos (1963) y De raptos, violaciones y otras inconveniencias (1966), cuyo tono va desde la ironía al sarcasmo, clara muestra de la visión desilusionada del mundo que en aquellos momentos afligía a su autor. Y así llegamos –a través de un camino también enriquecido por una obra ensayística excepcional– a su obra culminante, El jardín de las delicias, una obra abierta y en marcha que se ha ido enriqueciendo en sus sucesivas ediciones: 1971, 1978, 1990, 1999. ¿Qué puede encontrar, por ejemplo, una lectora o un lector de nuestros días en su obra mayor, El jardín de las delicias? En primer lugar –es lo que pedimos a la gran literatura– belleza. Mucha belleza expresada a través de tonos, registros y cauces genéricos muy diferentes, que nos revelan a un agudo observador del mundo de la vida, capaz de registrar hasta sus más delicados matices. Pero se trata de una belleza que brota no sólo de las luces de la existencia, de los momentos en que la vida se nos ofrece en plenitud, sino también de sus sombras y oscuridades. Porque cuando contemplamos con inteligencia el mal, el dolor, la estupidez o el fracaso, tan presentes en la sociedad en que vivimos, somos capaces de hacer surgir la belleza de esa conciencia que nos ofrece la percepción del mundo como voluntad y representación, en términos de un Schopenhauer cuya huella es perceptible en Ayala. Por ello, esta obra abierta a través de la intertextualidad a otras obras literarias y plásticas (la pintura y la música son esenciales en ella) se abre con las tablas laterales del tríptico de El Bosco que da nombre al libro, en orden invertido: no se retrata la existencia humana como el punto intermedio (la tabla central omitida) entre el Paraíso perdido y el Infierno, sino que se subraya que ese «Diablo Mundo» y esos «Días felices» se ofrecen entretejidos en la vida de cualquier ser humano, aunque

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al final nos quede la esperanza de una felicidad posible, aunque siempre precaria. Superación de casi todas las convenciones genéricas de la literatura e incluso cuestionamiento de la frontera entre realidad y ficción, El jardín de las delicias exige un lector o lectora inteligente (de hecho, su “lector modelo” es una mujer, a la que dirige el epílogo), que participe activamente en la lectura, que introduzca los nexos y las interpretaciones que los fragmentos requieren y que reconstruya, ya en el mundo de la conciencia, una totalidad con los fragmentos de un espejo trizado en el que hemos de reconocernos. Casi todas las buenas obras literarias nos ofrecen la ocasión de disfrutar y aprender algo acerca de la vida (al fin y al cabo, eso indicaba el ideal del dulce et utile horaciano). Sólo algunas, tocadas por la gracia de la palabra, pueden también contribuir a una transformación del lector. Pocos son los escritores de los que esto puede afirmarse. Francisco Ayala es uno de ellos. Y, porque es así, sabemos que la celebración de su centenario no ha sido punto de llegada de nada (en todo caso, de una existencia, que deseamos se prolongue más allá de esa fecha tan emblemática), sino el punto de arranque de una nueva etapa para su obra: aquella en que, por fin, ha de encontrar los lectores que merece. El siglo XXI será también el de la narrativa y el ensayo de Ayala, porque en ellos se encuentran muchas claves para afrontar con dignidad estos momentos convulsos, y nos permiten ir, más allá de nuestra limitada situación presente, hacia las raíces mismas de la condición humana, que sólo podemos encontrar encarnada históricamente en el fluir del tiempo.

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