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Colección El jardín de las delicias Libros de la Fundación Francisco Ayala II Cubierta: Cartel del Simposio Internacional Francisco Ayala y América
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
© Antonio Sánchez Trigueros y Manuel Ángel Vázquez Medel © Ediciones Alfar Polig. La Chaparrilla, 36. 41016 Sevilla www.edicionesalfar.es ISBN: 978-84-7898-252-3 Dep. Leg.: Imprime:
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ÍNDICE Prólogo ...................................................................................................9 I. AYALA Y AMÉRICA: VIDA Y OBRA .............................................11 América: morada y atalaya .................................................................13 Rosa Navarro Durán (Universidad de Barcelona) «Del Genil al Río de la Plata». Claves de la etapa argentina de Francisco Ayala ..................................................................................27 Manuel Ángel Vázquez Medel (Universidad de Sevilla) Hechizado por El Aleph: Ayala, lector de Borges; Borges, lector de Ayala .............................................................................................39 David Viñas Piquer (Universidad de Barcelona) El contexto histórico-cultural y literario de Brasil en torno a 1945 .....55 Sueli A. Firmino (Universidad de Sao Paulo, Brasil) Descaminos en Brasil: Francisco Ayala y Otto Maria Carpeaux en torno a la ficción, la realidad y la historia ...........................................73 Isabel Jasinsky (Universidad de Curitiba, Brasil) Ayala en Puerto Rico, Puerto Rico en Ayala .......................................89 María José Sánchez Montes (Universidad de Granada) Americanismos del norte en la narrativa de Francisco Ayala .............101 Nelson Orringer (Universidad de Conneticut, EE.UU.) Paseos americanos por El jardín de las delicias ..................................119 Carolyn Richmond (City University of New York, EE.UU.)
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II. AMÉRICA: CRISOL DE LA COSMOVISIÓN AYALIANA ......133 Las dos crisis de la modernidad del siglo XX y la sociología de Francisco Ayala ................................................................................135 Alberto J. Ribes Leiva (Universidad Complutense) Algunas claves para la teoría de la comunicación social en Francisco Ayala: cultura y poder, una contribución desde América ..................167 Juan Carlos Fernández Serrato (Universidad de Sevilla) Complejidad y ficción sobre trasfondo americano en El jardín de las delicias ........................................................................................183 Federico Ruiz Rubio (Universidad de Sevilla) Razón histórica y razón disciplinar en el estudio sociológico del arte de Francisco Ayala (aspectos introductorios) ....................................193 Antonio Chicharro Chamorro (Universidad de Granada) Los inicios de la crítica cinematográfica de Francisco Ayala ..............217 Mª Ángeles Martínez (Consejo Audiovisual de Andalucía) La palabra engendrada desde la muerte. El espacio en «Diálogo de los muertos» .....................................................................................231 Ana F. López Sousa (Canal Sur) Espacios de dictaduras: La sombra del caudillo y Muertes de perro. A un lado y otro de la frontera posmoderna .....................................245 Elena Barroso Villar (Universidad de Sevilla) Fragmentación y unidad: precedentes literarios del hipertexto informático en El jardín de las delicias ..............................................279 Antonio Gómez Aguilar (Fundación Audiovisual de Andalucía)
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PRÓLOGO Francisco Ayala y América ofrece –con la voluntad de contribuir al mejor conocimiento de los años americanos de nuestro granadino universal– las aportaciones al Simposio Internacional celebrado en la Universidad Internacional de Andalucía (Sevilla y La Rábida, Huelva), con la colaboración de las Universidades de Granada y Sevilla, en mayo de 2004, año coincidente con el décimo aniversario de la investidura de Ayala como Doctor Honoris Causa por las dos universidades históricas de Andalucía. Suponía el inicio de la cuenta atrás del Centenario de Francisco Ayala, proseguida al año siguiente en Granada con el encuentro sobre «Ayala y Cervantes» y felizmente culminada en este año 2006, con el autor vivo y lúcido. A través de destacadas colaboraciones, seguimos los pasos de Ayala por América, en una primera parte que evalúa la relación entre vida y obra en los años americanos: iniciamos el periplo desde el pórtico global ofrecido por Rosa Navarro (Universidad de Barcelona), para analizar a continuación la etapa argentina (Manuel Ángel Vázquez Medel, Universidad de Sevilla), en la que destaca su especial relación con Jorge Luis Borges (estudiada por David Viñas, Universidad de Barcelona); el contexto de su estancia en Brasil (Sueli Firmino, Universidad de Sao Paulo, Brasil), así como los principales logros de su intenso año en Río de Janeiro (Isabel Jansinski, Universidad de Curitiba, Brasil); los años de Puerto Rico (María José Sánchez Montes, Universidad de Granada) son el pórtico de entrada en los Estados Unidos, estancia de la que Nelson Orringer (Universidad de Conneticut, EE.UU.) analiza los “norteamericanismos”, que iniciara en sus juveniles años de vanguardia, para culminar en estos fecundos años, en los que gesta El jardín de las delicias cuyas claves americanas nos ofrece Carolyn Richmond (City University of New York, EE.UU.). En un segundo momento, son algunos aspectos claves de los años americanos los que se estudian con rigor en aproximaciones transversales o relativas a libros concretos: Alberto Ribes Leyva (Universidad Complutense) analiza la potente y avanzada teoría sociológica de Ayala, que Federico Ruiz Rubio (Universidad de Sevilla) refiere especialmente a su teoría comunicacional y Juan Carlos Fernández Serrato (Universidad de Sevilla) a las relaciones entre
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sociedad, cultura y comunicación; Antonio Chicharro (Universidad de Granada) se centra en su peculiar teoría del arte; Mª Ángeles Martínez (Consejo Audiovisual de Andalucía) en su crítica cinematográfica, que tiene América como principal referente y fue especialmente desarrollada en los años americanos, y el volumen se cierra con tres aproximaciones comparadas de hitos fundamentales de la escritura del exilio americano: el «Diálogo de los muertos» (Ana López Sousa, RTVA), Muertes de perro (Elena Barroso, Universidad de Sevilla) y El jardín de las delicias (Antonio Gómez Aguilar, Fundación Audiovisual de Andalucía). Es evidente que es mucho lo que queda por conocer y muy numerosos los aspectos que merecen un estudio más detallado. Sin embargo, tenemos la esperanza de que en estas páginas –gestadas en trabajo gustoso y vocativo por la obra de Ayala– el lector encontrará sugerencias y claves para entender mejor un período decisivo de la vida uno de los escritores e intelectuales fundamentales de la literatura universal del siglo XX. Sería muy difícil dejar constancia en estas páginas del agradecimiento a cuantas personas e instituciones hicieron posible un evento impulsado con más ilusiones que recursos. Agradecemos el apoyo económico de la Fundación Francisco Ayala y de Caja San Fernando, el logístico de la Universidad Internacional de Andalucía y el personal de Sueli Firmino y un excelente equipo de colaboradores durante la celebración del Simposio. Ha sido inestimable la ayuda de Mª Ángeles Martínez García, así como del equipo de Ediciones Alfar en la edición del volumen. Antonio Sánchez Trigueros Manuel Ángel Vázquez Medel
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I. AYALA Y AMÉRICA: VIDA Y OBRA
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AMÉRICA: MORADA Y ATALAYA Rosa Navarro Durán (Universidad de Barcelona) La elegancia de Francisco Ayala le ha llevado a no hacer una tragedia de su exilio, pero lo fue. Después de haber conseguido, a fuerza de inteligencia y trabajo, una posición desahogada y muy prometedora, el tajo brutal de la guerra puso fin a ese camino consolidado. No se trataba ya de seguir la singladura tan bien encaminada, sino sencillamente de sobrevivir, y además hacerlo en otro país, en otra sociedad, en la que no tenía ninguna de esas redes minúsculas que se van haciendo más y más tupidas a la par que se andan senderos existenciales. Él es siempre quien mejor analiza su circunstancia vital y su obra: Y ¿qué decir luego del consiguiente exilio? Yo me he esforzado por desdramatizar el mío; pero, después de todo, perder cuanto uno posee para verse despojado de su propia historia personal y lanzado hacia un futuro incierto, un viaje hacia lo desconocido, no deja de ser una experiencia donde la metáfora adquiere tremenda realidad. El voyage autour de ma chambre se convierte entonces para el escritor en un voyage au bout de la nuit (Ayala, 1998: 19).
1. América, la morada En cualquier comienzo existencial siempre hay unas cuantas personas. Con ellas empieza Francisco Ayala sus recuerdos –y olvidos– del exilio, y lo hace con una reflexión de un maestro de sociólogos como él es: “Cuando de generosidad o de otras virtudes morales se trata, entiendo yo que es más propio referirse a personas individuales, a seres concretos, que no a colectividades. De otro modo, se incurre en el riesgo de dar expresión al vacío”(Ayala, 1983: 11). El hombre tiende a inventarse conceptos grandilocuentes; debajo de esos grandes paraguas están las pequeñas cosas cotidianas, las miserias, pero también la nobleza, la generosidad a la medida humana, los hechos cotidianos de la amis-
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tad, por ejemplo. No son los países, sino las personas; y, en cambio, siempre hablamos de las instituciones, de los Estados, como si no fueran tan cambiantes como las personas que los rigen, como las leyes que los conforman. Con su lucidez habitual, dice Francisco Ayala: “En mi personal experiencia, tengo yo que agradecer a varios amigos su buena voluntad, su generosa disposición de ánimo” (Ayala, 1983: 11). Y a ello añade otra afirmación esencial: “Según me parece a mí, lo que en cada caso proporciona –o, al contrario, cicatea o aun niega– oportunidades de vida al recién llegado, sea como simple emigrante, sea como refugiado político, son las condiciones objetivas en que el país en cuestión se halle en el momento dado” (Ayala, 1983: 11-12). El marco, “las condiciones objetivas” del país, y la actuación de las personas en él: gracias a las dos conjunciones, Francisco Ayala pudo ofrecer su inteligencia y ponerla al servicio de las personas en otro espacio que no era aquel en el que había nacido y en el que estaba enraizado. Las memorias de ese periodo nos ofrecen dos cauces paralelos: retratos, espléndidos retratos de personas que encontró, con las que habló, de las que le hablaron; y al mismo tiempo, unos mínimos datos que permiten ver cómo se las arregló para ir construyendo su supervivencia y la de su familia sin más armas que su saber: artículos, traducciones, clases. Las personas, que le abren las puertas de revistas: “…a poco de llegar a Buenos Aires fui invitado por Eduardo Mallea, que dirigía el suplemento literario de La Nación, a escribir en sus páginas, cosa que me sorprendió gratamente por inesperada, y que estimé entonces, y seguiré estimando mientras viva, en el más alto grado”. En otra revista, Sur, volverá a publicar después de ese paréntesis brutal de silencio: Mi primer escrito de creación literaria tras de la guerra civil había sido una pieza de tono sombrío, el «Diálogo de los muertos», que publiqué en la revista Sur en 1939, y que habría de incorporarse como epílogo a Los usurpadores diez años más tarde. En La Nación misma, di en 1941 un escrito también elegíaco, «Día de duelo», que tardaría nada menos que veintiocho años en reaparecer dentro de mis Obras narrativas completas, para integrarse luego definitivamente en El jardín de las delicias (Ayala, 1983: 32).
Acudirá a la editorial Losada, en donde trabajará a destajo como traductor; vemos esos miles de folios mecanografiados de los que nos habla, su “autoexplotación” despiadada en colaboración con su Erika, la máquina de escribir alemana. Las circunstancias que hacen posible que Buenos Aires se vaya convirtiendo en su morada resultan de la combinación del marco económico del país y
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de la actuación de personas concretas: “Ya dije que Buenos Aires era lugar apetecible por diversas razones, pero sobre todo por razón de las perspectivas económicas que ofrecía, para quienes debíamos rehacer nuestras vidas fuera de España” (Ayala, 1983: 26). Le empiezan a llegar las ofertas de clases: “Recibí por mediación de una muchacha, Ángela Romera Vera, hija de españoles y graduada de abogado en Madrid, la propuesta de dictar un curso de sociología en la Universidad Nacional del Litoral, con sede en la ciudad de Santa Fe” (Ayala, 1983: 40). Su paréntesis brasileño del año 1945 tiene también esa razón: “Benedicto Silva […] me propuso a mí que fuese a enseñar sociología en una escuela especial llamada de perfeccionamiento” (Ayala, 1983: 80). Buenos Aires se ha ido lentamente convirtiendo en su casa: “Era en Buenos Aires donde me gustaba residir, donde tenía muchos y buenos amigos, y donde encontraba un ambiente intelectual y literario estimulante”(Ayala, 1983: 46). La conversación con amigos es la que da confortabilidad al espacio, la que amuebla la morada. El gran poeta renacentista Francisco de Aldana se imaginaba un más allá gozoso con sola esa compañía: “iríame por el cielo en compañía/ del alma de algún caro y dulce amigo/ con quien hice común acá mi suerte;/ ¡oh qué montón de cosas le diría,/ cuáles y cuántas, sin temer castigo/ de fortuna, de amor, de tiempo y muerte!” (Aldana, 1994: 39). Aunque se siga temiendo el castigo de fortuna y sufriendo trabajos y adversidades, la amistad, la conversación placentera le permite a Francisco Ayala ir poco a poco levantando los muros de su estancia. “Ahora España, otra vez lejana, se me había hecho ajena y prohibida quizá para siempre”(Ayala, 1983: 41), leemos en el comienzo de esa vivencia escrita desde el recuerdo. Asumiendo así la pérdida radical del espacio propio, empieza la conquista de la cotidianeidad en ese otro territorio en donde los amigos, la conversación, la cultura van pintando las paredes del color de la normalidad: “Así, nuestra existencia tomó bien pronto un curso de normalidad en el país de nuestra elegida residencia” (Ayala, 1983: 47). El escritor sabe de la capacidad del ser humano por adaptarse y que sólo así puede alcanzar la gratificante monotonía del día a día: “…procuré desde el comienzo mismo –o, mejor, no es que lo procurase, sino que ello se produjo espontáneamente– integrarme en el país donde mi vida iba a desenvolverse”(Ayala, 1983: 54). Un día en que fui a visitarle a su casa madrileña, le pregunté cuál era su asiento –porque todos tenemos una querencia por un sillón determinado, por una perspectiva precisa en nuestra casa–, y no olvidaré nunca su respuesta: “No tengo. No hay que dejarse tiranizar por la costumbre”. Pura sentencia erasmista: “No hay peor tirano que la costumbre”. A golpe de ella –versión doméstica de la sacrosanta tra-
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dición– , nos encorsetan los demás, y ejercemos el poder sobre los otros; pero ya hablaré de la usurpación en seguida. En esa adaptación a su nueva morada, desempeña un papel esencial su incorporación plena a la vida intelectual argentina; y su bagaje personal no es ajena a ella: La verdad es que tal incorporación no resultó nada difícil. En mi caso, como en tantos otros, se produjo con toda suavidad. Hasta cabría decir que no hubo nunca una separación tajante entre el grupo de los exiliados y la gente del ambiente local. Afectos casi todos los intelectuales argentinos al sistema de valores representado por la República española, recibieron con efusión afectuosa a sus colegas fugitivos del franquismo ofreciéndoles acogida en sus círculos dentro de un espíritu solidario, tanto más cuanto que sentían ellos mismos amenazado ya en su propia tierra aquel sistema de valores comunes (Ayala, 1983: 55).
Es la forma de pensar la que crea un ámbito de diálogo. El propio Ayala recuerda cómo se mantenía en el exilio el enfrentamiento de los españoles entre las dos maneras de estar en el mundo: “En Puerto Rico seguía estando todavía muy viva la hostilidad entre los españoles de uno y otro bando de la guerra civil y sus respectivos simpatizantes” (Ayala, 1983: 133). Una vez encontrada solución a una supervivencia sin angustias, condición esencial para andar por la vida, viene luego la necesidad de compartir pensamiento, que es lo único que borra la condición de ajeno de lo que rodea a la persona. Los años oscuros, el tiempo de silencio –“pues, era, en efecto, un tiempo de silencio”, como el propio novelista subraya (Ayala, 1983: 118)– rodeaban entonces aquella tierra que Ayala creyó territorio sólo para el recuerdo; desde su conciencia de pérdida radical, encontraba otra morada en donde sentía a salvo la forma de pensar. “Un sistema de valores comunes” es el ámbito que ofrece a la persona las condiciones ideales para la vida. En poco tiempo, Francisco Ayala sintió en Buenos Aires esa comunión de valores y pudo pisar de nuevo un suelo familiar. Unos versos de Miguel Hernández se amoldan perfectamente a ese momento:´“Quería un edificio capaz de lo más leve./ No le faltaba aliento. ¡Cuánto aquel ser quería!/ Piedras de plumas, muros de pájaros los mueve/ una imaginación al mediodía”(Hernández, 1979: 697). Si la estancia de un año en Brasil le dio “la holgura necesaria para redactar el Tratado de Sociología” (Ayala, 1983: 73), que publicaría en 1947 la Editorial Losada, en el año 1949 aparecen dos obras fundamentales : Los usurpadores y La cabeza del cordero, porque el escritor sale de su estado de latencia y lo hace desde un lugar totalmente distinto, con una hondura que ya no abandona-
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rá; lleva dentro intensas vivencias, y su escrutadora mirada se une a ese vestido de la lengua que sólo él sabe tejer, con cada puntada en su sitio, sin que se noten, con la elegancia que sólo los grandes maestros llevan dentro: “Terminada la atroz contienda, y ya en el exilio, hube de reanudar mi tarea, ahora de nuevo en solitario, con el solo impulso de mi inventiva personal, pero, eso sí, con mucha experiencia artística y vital acumulada. Fueron años de intensa, plural e innovativa creación” (Ayala, 1998: 37). El escritor subrayará la fuerza creativa de esos años, su intensa actividad: “Este periodo de mi regreso a la Argentina fue para mí de intensa actividad y de gran fecundidad intelectual. […] Lo repito: durante esa temporada continué desplegando una actividad literaria tan incesante como la había tenido desde el comienzo del exilio, y quizá más productiva”(Ayala, 1983: 100-101). Francisco Ayala pisa ya de nuevo tierra firme, y además ha aprendido la lección: ya no será habitante sino sólo morador en cualquier parte. Así, necesitado de respirar un poco del aire que empezaba a faltar en la Argentina peronista, emprende un nuevo viaje: Deseoso de respirar otros aires distintos de aquéllos, que ya no eran precisamente buenos, pues con el peronismo se habían hecho deletéreos, procuré organizarme una gira de conferencias por distintos países del continente americano, y para eso escribí a algunos amigos, con cuya ayuda y consejo, quedó establecido, en forma flexible y sin compromiso firme, un itinerario. Primera etapa había de ser Puerto Rico (Ayala, 1983: 126).
En un marco perverso, las voces se distorsionan y acaban enviciando el aire. La naturaleza, las ciudades –paisaje inocente– se ven envueltas por la negrura del pensamiento de algunos seres humanos cuando éstos acceden al poder y lo ejercen como usurpación. Esa “primera etapa” en Puerto Rico se prolongaría, porque iba a recalar en ese lugar: “El país me gustó, en efecto; me gustó su gente, y yo debí de caerle bien a ellos, pues el rector de la Universidad, Jaime Benítez, me propuso que me quedara con un contrato permanente para organizar un curso básico de ciencias sociales” (Ayala, 1983: 126). De nuevo es una persona, y otra vez es un ambiente estimulante culturamente los que construyen a Francisco Ayala una nueva morada. En modo alguno esperaba yo, cuando me incorporé a la Universidad de Puerto Rico, encontrar en ella […] un foco tan encendido, entusiasta y estimulante de actividades culturales como el que allí ardía. Por supuesto, parte sustancial de ellas era resultado de la presencia más o menos permanente de los
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notables “extranjeros” reclutados por Benítez para enseñar en sus aulas; pero su actuación no hubiera tenido el efecto que tuvo de no haber existido ya en la isla un ambiente propicio, un interés despierto y, en suma, una minoría culta muy distinguida (Ayala, 1983: 141).
“Fue una etapa transitoria de fascinante interés”, como él mismo dice (Ayala, 1983:149). Ayala no sólo organiza el curso de ciencias sociales en la Universidad, sino que funda la revista La Torre y se hace cargo de la Editorial Universitaria que publica un cantidad enorme de obras en colaboración con la Revista de Occidente. Él pasa a ser un motor esencial de esa minoría culta que creó una edad de oro en la historia de Puerto Rico. Dicen los antropólogos que para los que trasladan su vivienda a una gran ciudad, ésta es durante años un territorio ignoto con unos pocos espacios familiares a modo de grandes burbujas en el mapa. A escala de continente, el intelectual, el sociólogo, el creador logra situarse en esos espacios culturales confortables, primero porque los intuye, después porque desde ellos lo llaman. Así va viendo cambiar la belleza del paisaje; pero sólo la atmósfera cultural, las conversaciones de una minoría de amigos intelectuales amueblan los lugares, los hacen habitables. Francisco Ayala habla también –aunque muy fugazmente– de esas intensas sensaciones que el entorno le permite vivir; en su año brasileño “se encierran –dice– impresiones sensoriales muy intensas, colores, músicas, olores y sabores inolvidables” (Ayala, 1983: 94). Le quedaba aún una nueva etapa en su ir hacia el Norte: Estados Unidos. La educación de su hija en la Columbia University tiraba de él. La “celda”, como él le llama, de su trabajo como funcionario de las Naciones Unidas, fue un espacio insoportable para el escritor; el asentamiento llegaría, un poco después, con la invitación de la Universidad de Princeton, la primera de las universidades norteamericanas que tuvo el privilegio de tenerle como profesor. Antes había descubierto ya lo mucho que le gustaba observar: en cuanto tuvo un año sabático en Puerto Rico, en 1956, lo aprovecha “para conocer otras tierras y otras gentes” y emprende su viaje hacia Oriente (Ayala, 1983: 201). Y mientras sigue abarcando con la mirada las tierras y las gentes, atesora impresiones que se irán transformando en relatos: “…suele ocurrirme que las impresiones pasivamente recibidas se me quedan en el fondo de la conciencia y, como semillas traídas por el viento, terminan a veces por germinar mucho más tarde” (Ayala, 1983: 211). Cuatro años más tarde, en verano de 1960, iniciaría, “calladamente”, como él dice, su retorno a España, “reeditando así en mí la condición de El peregrino en su patria” (Ayala, 1998: 20). Es Lope quien le presta esta vez palabras
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a un tan cervantino viajero, que consigue lo que había creído imposible: empezar a recuperar ‘su’ espacio, que le había sido prohibido; también calladamente lo había vivido como irremediable pérdida. 2. América, la atalaya En el diálogo Caronte de Luciano de Samosata, el barquero del infierno quiere echar una ojeada a la tierra; para poder hacerlo, hace caso a lo que le dice el dios Hermes, su interlocutor: Ante todo, Caronte, nos conviene un lugar elevado para que desde él puedas ver todo; si fuera posible subir al cielo, no tendríamos problemas; desde una panorámica general podrías ver absolutamente todo al detalle. Pero, como no se permite a los fantasmas acceder a los dominios regios de Zeus, es hora ya que echemos un vistazo a ver si encontramos un monte alto (Luciano, 1988: 10).
Lo conseguirán siguiendo lo que cuenta Homero que hicieron dos gigantes, Oto y Efialtes, en su guerra contra los dioses: pondrán el monte Osa sobre el Olimpo y luego el Pelión sobre él; ellos añadirán aún el Etna y luego el Parnaso. Desde allí podrán ver la tierra y sus habitantes; el dios hablará al barquero del Hades de la multitud invisible que en torno a aquellos revolotea: Esperanzas, Caronte, temores, ignorancias, alegrías, codicias, cóleras, odios y demás circunstancias semejantes. De ellas, la ignorancia que acarrea errores, se confunde ahí abajo con ellos y los acompaña a la hora de gobernarse; y, por Zeus, también odio y cólera y envidia e ignorancia e indigencia y avaricia; el miedo y las esperanzas revolotean por aquí arriba (Luciano, 1988: 22).
América fue para Francisco Ayala esos montes con los que “el noble Homero, en un par de versos, nos hizo en un instante el cielo accesible”, como sigue diciendo Hermes (Luciano, 1988: 12). La altura desde la que poder verlo todo la da la distancia, y lo que ve no es el cielo, sino la misma tierra que contemplan Caronte y Hermes, o lo que él llamará, siguiendo las palabras del Bosco o de Espronceda, “el jardín de las delicias” y “el diablo mundo”, porque las dos cosas es: el paraíso y el infierno están en la tierra, no hay más. Francisco Ayala, una vez ha conseguido una morada confortable, hecha por ese contexto intelectual que le permite sentirse entre sus semejantes, reanuda su creación literaria y lo hace con estofa interior y con visión captada desde su atalaya. Va a escribir dos libros, que publica en 1949, cuyo asunto es la gue-
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rra civil, es decir, guerra entre hermanos en lucha por el poder en nombre de un concepto distinto del mundo; de nuevo la historia de Caín y Abel. Dice en el prólogo a La cabeza del cordero: Viene este libro después de Los usurpadores, cuyas piezas proyectan sobre diferentes planos del pasado angustias muy de nuestro tiempo. Las novelas que integran el presente volumen acercan las mismas angustias a la experiencia viva de donde dimanan. Todas ellas contemplan la guerra civil española; todas, sí, incluso la primera, «El mensaje», que no alude para nada al conflicto y que hasta se supone discurriendo en época anterior a 1936. Pues el tema de la guerra civil es presentado en estas historias bajo el aspecto permanente de las pasiones que la nutren; pudiera decirse: la guerra civil en los corazones de los hombres (Ayala, 1993: 462).
Esa guerra que se siente, pero no siempre se ve en los textos, es el tajo, la catástrofe que rompió la vida del escritor; aunque podría ser también cualquier guerra semejante causada por los tigres del tamaño del odio que moran en el alma humana. Francisco Ayala enlaza así las dos obras: Estos dos libros de aparición casi simultánea, pero muy diferentes en estilo y enfoque, tienen de común el expresar ambos mi reacción frente a la brutal experiencia de aquella guerra, en forma desviada y un poco críptica el primero, y más explícitamente el segundo. Había transcurrido un lapso de varios años sin que escribiera yo obra de imaginación: las circunstancias no eran propicias ni permitían el distanciamiento necesario para que se produzca esa sublimación estética que la creación literaria requiere. Ahora, cerrada la contienda, concluida la guerra y alejado del país, los hechos terribles por los que había pasado pesaban sobre mi conciencia con su enorme gravedad e hicieron generar en ella estos frutos imaginativos (Ayala, 1998: 52).
Como pórtico de Los usurpadores, Francisco Ayala pone el prólogo en boca de su alter ego F. de Paula A. G. Duarte, “oscuro periodista y archivero municipal de la ciudad de Coimbra”; este personaje nivolesco formula el tema central de la obra con una sentencia esencial que retrata perfectamente el talante del escritor: “el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”. Las historias que cuenta las toma de textos que recrean episodios históricos o legendarios; aunque alguna, como dice el propio Ayala, «San Juan de Dios», “fue en su totalidad forjada por mi fantasía con el solo apoyo de la figura del santo”, que es la de un cuadro que colgaba en una de las paredes de su casa; “Lo veo todavía –sigue diciendo–: allá en mi casa natal, en el testero
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de la sala grande. Aunque muy sombrío, era un cuadro hermoso con sus ocres, y sus negros, y sus cárdenos, y aquel ramalazo de luz agria, tan débil que apenas conseguía destacar en medio del lienzo la humillada imagen” (Ayala, 1998: 54). Como dice Carolyn Richmond de las seis narraciones de la primera edición, “el contenido histórico refleja, también, las experiencias y preocupaciones de su autor, llegando a constituir, desde ese punto de vista, una especie de guía autobiográfica interior suya”(Ayala, 1992: 48). Ayala toma, para moldearla con sus inquietudes, invención de escritores españoles, pero construida a su vez de retazos de historia. Incluso ese relato de su imaginación que le surge del cuadro tal vez ofrezca algún motivo literario de sus lecturas: la historia de Dorido y Clorinia de la Primera parte de Guzmán de Alfarache tiene como centro una mano cortada, la de la protagonista, segada por el malvado Horacio, su pretendiente desdeñado, que finge ser Dorido, su amado, para conseguir que ella, confiada, se la deje tener entre las suyas por el agujero de la pared que sirve de lugar de encuentro. El relato de Ayala tiene un final completamente distinto a la venganza de Dorido, que le corta las dos manos al traidor Horacio antes de matarle; «San Juan de Dios» culmina con la práctica del único remedio contra la usurpación: la caridad. Francisco Ayala, desde su atalaya americana, vierte su interior en la escritura; en él está impresa la imagen de la destrucción de su país por el odio que anida en el corazón de los hombres. Y le da distintos rostros, el de episodios pseudohistóricos que forman parte de la intrahistoria de España. Lo que surge de sus inmortales relatos es una lección moral universal e inmarcesible. Como él mismo dice: “Todo el volumen de Los usurpadores constituye una apesadumbrada reflexión sobre el fenómeno de la discordia civil y, en general, de las pugnas alrededor del poder” (Ayala, 1983: 102). Esa maravilla que es «El hechizado» –la admiración que expresó Borges indica su condición de espléndido catador de literatura– desemboca en una imagen que podemos ver en el museo: el retrato de Carlos II. Pero es mucho más; esa revelación de que la contemplación del que ejerce el poder tan ansiado y reverenciado es un idiota; de que no hay nada detrás de tantas puertas, al final de tantos pasillos, es una lección moral que sólo un extraordinario escritor puede revelarnos en imágenes. Desde la lejanía, Ayala ve a los españoles de otros tiempos y les toma prestada la forma para retratar pasiones humanas; sobre todo, para mostrar esa que lo devora siempre: el ejercicio del poder. Basta que alguien advierta el mínimo lugar sobre el que tiene jurisdicción en la vida cotidiana para que quiera demostrar ese poder ejerciéndolo, imponiendo sus normas para que se advierta su
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posesión, y siempre éstas son coercitivas, nunca liberadoras. ¡A mayor escala, puede ser totalmente destructora la usurpación! El escritor ha elegido un rumbo que ya no va a abandonar. El material será variado; se lo dará la vida, la literatura o su imaginación; el registro será muy amplio, desde el dramático al cómico, pero la lectura moral será constante. Él es muy consciente; así, por ejemplo, en agosto de 1961, escribe desde Nueva York una nueva y breve presentación a La cabeza del cordero y dice del relato que incorpora, «La vida por la opinión»: “Escrito con posterioridad, este relato de tono cómico, aunque sea trágico su fondo, tiende a iluminar –siempre desde un ángulo más moral que político– el proceso de putrefacción a que, inevitablemente, están sometidos los frutos de la vida bajo el régimen del odio” (Ayala, 1993: 455). En 1955 aparece su Histora de macacos. Los espacios, los personajes –sus nombres, su lenguaje– ya no son españoles, y, sin embargo, el escritor sigue estando donde siempre: en la atalaya del sociólogo, desde donde pinta seres humanos que muestran sus miserias y sus grandezas; con una aparentemente sencilla anécdota, el lector se encuentra con una honda lección moral. Está en el «Encuentro», el de Vatteone, el Boneca, y Nelly, alias Potranca, alias Chajá, la Nelly Bicicleta, “ahí donde la calle Rivadavia desemboca en Plaza de Mayo”. Su “¿sos vos, Nelly?, su “Vení”, su “che” , su “¿Te acordás, Nelly?” no dejan lugar a dudas, son argentinos. Pero el espléndido retrato –inolvidable– que hace de los dos es universal; son seres humanos reconocibles en muchos otros. Son brochazos impresionistas que pintan mucho más que los dos: a la mujer del Boneca, “la Beba, su señora, gruesa, blanca y pomposa” (Ayala, 1993: 634), a Muñoz, el gallego, “postrado en su eterno sillón de mimbre”, impasible. El cierre del texto, el fin del encuentro, es tan magnífico como todo el intenso y aparentemente sencillo relato: “Ella se separó, echó andar calle arriba; y él se quedó en la esquina viéndola alejarse. ¡Una ruina, caramba!/ Se arregló la corbata, satisfecho, ante el espejo de una vitrina” (Ayala, 1993: 637). Estamos en Buenos Aires. Y en seguida, en Nueva York, en «The Last Supper», esa maravillosa demostración de dominio de cambio de registro del escritor. Es otra breve historia de un encuentro, con un comienzo espectacular, en el Women, donde dos amigas de adolescencia se encuentran, Trude y Sara Gross; la ingeniosa historia del raticida toma de pronto un vuelco trágico con la evocación de las torturas vividas en un campo de concentración nazi; pero es el lector el que pone el adjetivo; apenas unas palabras alemanas, Lieber Gott, Konzentrationlager, un vago comentario “son tantas y tales las cosas ocurridas allá, en Europa, desde entonces” (Ayala, 1993: 639). Cuando llega a la cum-
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bre del recuerdo doloroso de Trude, tampoco se precisa la tortura: “Y la infamia peor fue obligar a mi niño…” (Ayala, 1993: 642). Viene luego el estallido, donde el texto se rompe en mil pedazos por el golpe de dolor. Y en seguida, con un quiebro a la tragedia, todo se recompone, y se vuelve a la conversación, que se deja interrumpida. ¡Para qué seguir! El personaje ya lo ha dicho todo; es sólo una víctima más de otra terrible usurpación. No importa dónde esté viviendo Francisco Ayala, tampoco importa demasiado la porción de realidad que enfoca, es su mirada la que lo transforma todo, y su escritura la que sabe convertirla en sucintos trozos de vida que dan al lector lecciones morales, si quiere verlas. Tal vez la obra que mejor responda a ese estilo sea El jardín de las delicias. Cuando, instalado ya en Puerto Rico, vuelve a Europa y visita Italia, habla de la felicidad de su encuentro con Italia: “Entrar en Italia fue para mí como hallarme en una España más suave, apacible, graciosa y sutil, tierna y nueva y sonriente, no adusta. Allí volví a sentirme en paz conmigo mismo” (Ayala, 1983: 183). Y precisamente subraya la vinculación de sus impresiones italianas con El jardín de las delicias: “…creo que mi obra literaria, y muy en especial El jardín de las delicias, contiene huellas abundantes, no siempre explícitas, de mi compenetración con aquella tierra y sus gentes” (Ayala, 1983: 183). El jardín de las delicias “constituye una bien trabada unidad”, como el propio Francisco Ayala dice (Ayala, 1990: 8), pero “tiene una estructura abierta”; sus elementos no cambian, pero sí la composición del edificio que forman porque el escritor le fue añadiendo textos. Y el conjunto es a la vez unitario y heterogéneo; lo que lo une es la mirada y la forma de entrega del texto al lector: si quiere, puede encontrar una “moralidad” en cada uno de esos relatos. Las dos citas, de Quevedo, de Gracián, que escoge como lema, tienen como vínculo las pinturas del Bosco, pero también el sujeto que mira y lo extraño de lo visto: “No pintó tan extrañas pinturas Bosco como yo ‘vi’” dice Quevedo; y “¡Oh, qué bien pintaba el Bosco! Ahora entiendo su capricho. Cosas ‘veréis’ increíbles”, dice Gracián. Hay en la obra un haz de registros, desde el hondamente emotivo al satírico, desde la pincelada en tono pastel a un trazo expresionista; hay tiempos muy distintos, porque las semillas no germinan a la vez; está el diablo mundo y está el jardín de las delicias; pero un único espectador, que ve, nota y cuenta. Ayala dice en su introducción: “Sería protagonista de tal viaje –o del Viaje– en El jardín de las delicias un cierto sujeto, testigo presente siempre de un modo u otro en sus páginas, y a la misma vez siempre elusivo, a quien pudiéramos de-
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signar como El Autor”(Ayala, 1990: 9). Son algunas de sus “vivencias”, de su selección del gran espectáculo de la vida. Un precioso ensayo suyo, «Del Genil al Río de la Plata», es una síntesis perfecta de su relación con América, es un espléndido apunte al carbón de su vida. La voz de Francisco Ayala –como dije al comienzo– siempre resulta más precisa que cualquier aproximación ajena a su obra: La recién concluida guerra civil había derrumbado el edificio –castillo de naipes al fin– laboriosamente erigido por mí con los materiales de mi personal existencia. La existencia mía había discurrido desde sus comienzos mismos hasta esa hora por cauces estrechos y previstos, en un avance sin duda penoso, pero siempre ante perspectivas, aunque abruptas, tan firmes como ciertas. Súbitamente, la guerra civil me arrancaba del marco en que se hallaba inserto mi proyecto vital, rompiendo el cuadro de todos mis esquemas, de todas mis expectativas, y arrojándome a la precariedad de lo imprevisto (Ayala, 1998: 169-170).
“El desasimiento” de su “desamparada situación” le llevará a hacer dos descubrimientos: que su estar en el mundo coincidía con esa ausencia de arraigo y que el mundo era “mera apariencia fluida, inconsistente, evanescente y en último extremo vana…”(Ayala, 1998: 171). Va de su Genil granadino al bonaerense Río de la Plata; y en sus viajes, en sus estancias, verá otros muchos ríos; pero es la inmovilidad del río argentino, ese “león dormido”, el que ha quedado fijo en la memoria del escritor, y lo hace “con tonalidades afectivas más intensas y vivaces” que ningún otro (Ayala, 1998: 172). Y sigue analizándose Ayala en el viaje al interior de sí mismo: Quizá sea la singularidad de las circunstancias que un día me arrojaron a sus orillas lo que tanto me hace asociarlo con mi personal destino. Cercano ya al mezzo del cammin di nostra vita, hube de transponer, fugitivo, un océano para hallar amparo junto a ese líquido León Inmóvil a cuyo lado discurriría luego un trecho muy decisivo de mi restante residencia en la tierra. El recuerdo de esas aguas terrosas que extienden la pampa hacia el mar en prolongación de su inmensidad, suscita, sí, en mi ánimo emociones no comparables con las nostalgias de ningún otro río, ni siquiera las del Genil de mis juegos infantiles. De continuo regresa a mi mente el lejano Río de la Plata (Ayala, 1998: 173).
Le llevaron a su ancho estuario, recién llegado a Buenos Aires, “unos amigos acogedores”; y la belleza del paraje de las isletas del Tigre le “inundó –dice– de una serenidad que desde hacía mucho no gozaba” (Ayala, 1998: 173).
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Unas pocas personas amigas, acogedoras, y un río dormido: no le hacía falta más a Francisco Ayala, eran los montes que sumaron Hermes y Carón para ver el mundo. Su obra es su mirada; y lo que ve, lo que ofrece al lector es una invitación a una honda reflexión; a que sea capaz de ver “esperanzas, temores, ignorancias, alegrías, codicias, cóleras, odios…”, esa multitud invisible que revolotea en torno a los seres humanos, como le decía el dios de las sandalias aladas a ese barquero de otro río dormido. Bibliografía citada ALDANA, F. de (1994): Poesía, edición de Rosa Navarro Durán, Barcelona, Planeta. AYALA, F. (1983): Recuerdos y olvidos. 2 El exilio, Madrid, Alianza Tres. —. (1990): El jardín de las delicias, Madrid, Mondadori. —. (1992): Los usurpadores, edición de Carolyn Richmond, Madrid, Cátedra. —. (1993): Narrativa completa, Madrid, Alianza Editorial. —. (1998): «El viaje como metáfora de la vida humana (A la manera de introducción)», «Una vida de escritor», «Regreso a Granada», «Del Genil al Río de la Plata», en De mis pasos en la tierra, Madrid, Alfaguara, 13-20; 33-37; 4767; 167-174. HERNÁNDEZ, M. (1979): Poesías completas, edición de A. Sánchez Vidal, Madrid, Aguilar. LUCIANO (1988): «Caronte o los contempladores», en Obras, II, traducción de José Luis Navarro González, Madrid, Gredos.
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«DEL GENIL AL RÍO DE LA PLATA»: CLAVES DE LA ETAPA ARGENTINA DE FRANCISCO AYALA Manuel Ángel Vázquez Medel (Universidad de Sevilla) Introducción: La vida como ríos que se van La vida –así nos lo muestra la obra poética y ensayística de Francisco Ayala– no está nunca del todo en nuestras manos. Hay una parte de nuestro acontecer que se nos escapa y va fijando ese ámbito en torno que también nos constituye. Ante esta incontestable realidad, sólo podemos ofrecer con dignidad nuestra ‘representación’ en el ‘mundo’ desde el ejercicio de la ‘voluntad’, que confiere a nuestros actos un sentido ético, y hace posible nuestra preciosa –aunque también relativa– libertad. Ayala, ensayista de un mundo en ‘crisis’, experimentó en su propia peripecia vital que todo es cambio, mutación, transformación… Que no vale la pena apegarnos a nada, porque todo –a la postre– acaba sumido en la muerte o el olvido. No podemos bajar a bañarnos dos veces al mismo río, porque su curso habrá cambiado, pero también habremos cambiado nosotros de un momento al otro. Para Ayala el viaje es metáfora de la vida humana. También los ríos que se van, a cuyas orillas nos asomamos en distintos momentos de nuestra existencia. Desde la discreción con que nuestro autor se refiere a los hechos más íntimos de su vida personal en su extraordinario libro de memorias Recuerdos y olvidos, podemos colegir que, a lo largo de su dilatada existencia, se han producido dos momentos de especial crisis personal: el primero, el que le arrebató todo su marco vital y la bien ganada seguridad que, a los treinta años, parecía prometerle su envidiable situación; el segundo, el que con ocasión de cumplir los cincuenta años le llevó a un largo viaje hacia el oriente para encontrarse consigo mismo, y más tarde sería el punto de partida de su decisiva incorporación a la vida norteamericana. Entre una y otra están los años fundamen-
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tales de Argentina, Brasil y Puerto Rico. A lo largo de ellos Ayala decidió, con firmeza, construir una vida y una obra que expresaran lo mejor de sí. Son los años de escritura de Los usurpadores, de La cabeza del cordero, de Historia de macacos, pero también de lo más importante de su obra sociológica, de la que el Tratado de sociología es el más alto exponente, entre muchos ensayos que reflexionan sobre la libertad, sobre nuestro papel en el mundo, sobre la educación, sobre la escritura, sobre la realidad de España, sobre la traducción… Son también los años más intensos de escritura periodística y de actividad traductora (desde cinco idiomas –inglés, francés, alemán, portugués e italiano), con autores tan importantes en la relación como Rilke, Moravia o Thomas Mann. A ellos nos asomaremos ahora, centrándonos en los años argentinos, que tan decisivos fueron para su vida y su obra. En las orillas del Río de la Plata Apocado o con desgano, cierto poeta añejo proclamó la felicidad de ‘aquel que no ha visto/ más río que el de su tierra’. Felicidad tal, si felicidad fuere, yo no la disfruté nunca, ni tampoco la he deseado, siendo muchas y diversas las corrientes de agua a las que, a lo largo del tiempo, han podido asomarse mis ojos.
Son las primeras palabras del texto «Del Genil al Río de la Plata», ahora integrado en De mis pasos en la tierra (Ayala, 1998: 169). En efecto, tras comenzar su largo periplo vital desde las orillas del Genil a las del madrileño Manzanares, será la terrible lección de la Guerra Civil la que enseñará a Ayala que la vida es efímera, frágil, cambiante… Que no vale la pena apegarse a nada, ya que un golpe del destino puede, de pronto, privarnos de cuanto constituye nuestro mundo: “Súbitamente, la guerra civil me arrancaba del marco en que se hallaba inserto mi proyecto vital, rompiendo el cuadro de todos mis esquemas, de todas mis expectativas, y arrojándome a la precariedad de lo imprevisto” (Ayala, 1998: 170). La Guerra Civil, precisamente, sorprendió a Francisco Ayala durante su primer viaje a América, donde había sido invitado por el Rector de la Universidad de Santiago de Chile. Junto a su esposa Etelvina y su pequeña hija Nina, había emprendido en mayo de 1936 un periplo por Uruguay, Chile, Argentina y Paraguay. Tal vez este viaje habría de ser decisivo para la búsqueda de un destino razonable al final de la contienda: “Yo, por mi parte, a la hora de decidir el sitio donde, dadas las circunstancias, mejor pudiera rehacer mi vida tras
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la catástrofe, procuré encaminarme hacia Buenos Aires, ciudad que conocía ya y en la que podía contar con algunos amigos” (Ayala, 1988: 260). En efecto, desde su primera llegada a Buenos Aires el 25 de mayo de 1936, día de la fiesta nacional argentina, Ayala tuvo la ocasión de estrechar lazos con el doctor Raúl Sánchez Díaz, con Enrique Diez-Canedo, entonces embajador del gobierno del Frente Popular en Argentina; de conocer a Borges, con cuya hermana Norah –esposa de Guillermo de Torre– tenía una buena amistad… “La Argentina que había visto en mi primera visita me dejó la impresión de una apertura soleada, de un pulso enérgico y de una fuerte expansión vital; en cambio, ahora en Chile sentí algo así como una intimidad melancólica, apagada, dulce” (Ayala, 1988: 202). Fue en Chile donde recibió el 18 de julio la noticia de la sublevación militar, y se dispuso a volver a España de inmediato, aunque a la espera de embarcarse para Lisboa aceptó una gira de conferencias por Paraguay. Es bien conocida la intensa actividad de Ayala durante los años de la Guerra, a favor de la causa de la República y de un final digno del conflicto, especialmente durante los meses de su estancia en Praga y como Secretario General del Comité Nacional de Ayuda a España. Cuando ya era un hecho la derrota de la República, Ayala sale de España el 6 de febrero de 1939: “Yo no me hacía ilusiones ningunas acerca del futuro. Sabía que había salido de España para muchísimo tiempo, quizá para siempre, y sin querer engañarme con falsas esperanzas, me dispuse a rehacer mi vida al otro lado del Océano” (Ayala, 1988: 247). Tras unas semanas en Cuba y un viaje a través del estrecho de Panamá hacia Chile, Ayala y su familia se instalarán en Buenos Aires: Aquéllos [el Darro y el Genil] fueron, aquéllos habían sido los menguados ríos de mi infancia, y éste [el cortesano Manzanares] el no menos escuálido de mi juventud. Pero antes de que esa juventud se hubiera pasado, debí trasladar de nuevo mi vida, esta vez a orillas del remoto Río de la Plata. Pasaje este de veras crítico: la recién concluida guerra civil había derribado el edificio –castillo de naipes al fin– laboriosamente erigido por mí con los materiales de mi personal existencia (Ayala: 1998: 169).
Regreso a la escritura de creación Durante las primeras semanas de su exilio, Ayala regresa a la escritura poética como una necesidad de contemplar, su destino personal y el de su país con desolada serenidad y con acendrada belleza. Nunca ponderaremos de manera suficiente la importancia del «Diálogo de los muertos» (que se incorporaría co-
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mo oportuno «Epílogo» a Los usurpadores, y que es el eslabón natural con La cabeza del cordero) en la trayectoria creativa ayaliana: Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra. Y ahora, el viento se llevaba a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes.
Es el comienzo de un texto magistral en el que la vida natural y la vida social, desgarrada por el conflicto, entran en profunda concordancia. Todos (vivos y muertos) han quedado igualados por la muerte. Sólo los signos de una nueva primavera regeneradora sobre la tierra calcinada y preñada de montones de huesos que igualan a vencedores y vencidos, se presenta como signo de esperanza y de reconciliación: “Ya todo acabó; ya todos somos uno. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino”. A orillas del Río de la Plata encontramos a un Ayala decidido a mirar siempre hacia adelante, a no lamentarse de todo cuanto la vida le había privado. Y a asumir la provisionalidad con que afrontará, desde ahora, su existencia: Desde la guerra civil, mis viviendas en distintos países y ciudades han tenido siempre –al menos en mi ánimo– cierto carácter de instalación provisional (…) Sin duda las circunstancias particulares contribuyen a afianzar o a debilitar la tendencia y disposición innata en cada cual, y mis circunstancias no han sido las más propicias a la estabilidad.
Ayala, que nunca se había preocupado especialmente de las exigencias materiales –en gran medida porque siempre las había resuelto con holgura– de su pequeña familia, incrementada con su hermano Enrique y su hermana Mari, debe hacerlo ahora. Afortunadamente, no le faltará el apoyo de buenos amigos y de una coyuntura económica favorable: “Las oportunidades económicas que la sociedad argentina ofrecían eran muy superiores, sin comparación posible, a las de la sociedad española previa a la guerra” (Ayala, 1988: 267). Son años en los que hará profesión de su actividad como escritor y traductor, aunque pronto comenzará también a simultanearla como profesor de sociología, disciplina en la que es considerado como un gran precursor de la moderna ciencia sociológica en el ámbito iberoamericano. Ayala, con todo, cuando se sumerge en su memoria y rescata páginas selectas de aquellos años insiste en su cambio de contexto vital, muy especialmente en sus nuevos amigos (de ahí la importancia
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de tantos nombres como son rescatados del olvido). A pesar de no ser gran frecuentador de las tertulias de los exiliados, recuerda con cariño las de los cafés de la Avenida de Mayo, en el Español o en el Tortoni. Y, en ellas, entre muchos otros nombres, recuerda a los tres gallegos exiliados Rafael Dieste, Lorenzo Varela y Luis Seoane, al redactor de El Heraldo de Madrid José Venegas, al joven Javier Farias, al militante comunista Mariano Perla, o al gafe Jacinto Grau, a través de cuyas peripecias se asoma al ambiente de un Buenos Aires de bohemia y en el que también asumirá pronto responsabilidades editoriales. Veremos también asomarse a las páginas de Recuerdos y olvidos los nombres de Borges, Guillermo de Torre, Bioy Casares, Attilio Rossi, Victoria Ocampo, Francisco Romero, Pedro Henríquez Ureña, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Murena, Antonio López Llausás, Federico de Onís, César M. Arconada y, como ilustres visitantes durante sus años argentinos, a León Felipe, Dámaso Alonso y Juan Ramón Jiménez. Con todo, los grandes nombres a los que se asocia la parte más significativa de la estancia de Ayala en Buenos Aires son pocos. Entre ellos es preciso destacar el de Mallea, director del suplemento literario del diario La Nación, a cuyas páginas fue invitado Ayala, a pesar de que el rotativo se había alineado con la insurrección fascista en España y que Ayala, dentro de la simplificación del momento era considerado, como republicano, un “rojo”. A poco de llegar a Buenos Aires fui invitado por Eduardo Mallea, que dirigía el suplemento literario de La Nación, a escribir en sus páginas, cosa que me sorprendió gratamente por inesperada, y que estimé entonces y seguiré estimando mientras viva, en el más alto grado (…) El pago de los artículos que durante bastantes años publicaría en La Nación constituyó entonces aportación imprescindible a mi presupuesto familiar, nutrido, al comienzo sobre todo, con los productos de mi pluma. Por primera vez en mi vida, y esto durante un cierto lapso, tuve que atenerme en Argentina a los ingresos proporcionados por mi actividad literaria, cosa que siempre había eludido y casi siempre logré evitar desde el principio y a lo largo de los años (Ayala, 1988: 277-278).
Julia Rodríguez Cela ha dedicado su tesis doctoral a estudiar El exilio de Francisco Ayala en Buenos Aires (1939-1950), y ha localizado las 56 colaboraciones de Ayala con La Nación, iniciadas con el artículo «Histrionismo y representación», publicado el 7 de enero de 1940. Eduardo Mallea (1903-1982) fue un importante escritor y diplomático argentino, destacado por el carácter psicológico y existencialista de sus obras. Nacido en Bahía Blanca en el seno de una familia liberal y provinciana adop-
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tó una actitud crítica ante esta sociedad decadente y acomodaticia. Marchó joven a Buenos Aires y se adhirió al grupo martinferrista. Fue amigo del escritor argentino Ricardo Güiraldes y del mexicano Alfonso Reyes. Su primera colección de relatos breves, Cuentos para una inglesa desesperada (1926), tenían un tono más bien ligero, que cambió en otros cuentos más profundos, como los de Nocturno europeo (1934). Con todo, la etapa principal de producción literaria de Mallea coincide con estos años de amistad con Ayala, cuya conversación, ideas y escritura fueron siempre un estímulo para él. Durante la década de 1940 realiza su principal producción, que arranca de la novela Meditación en la costa, publicada el mismo año de la llegada de Ayala a Buenos Aires, 1939. Se centra en problemas nacionales y presenta a unos individuos que se sitúan entre “lo visible” –falsos valores, vida social– y “lo invisible” –la vida interior–. Algunas de las novelas de este período son La bahía del silencio (1940), Todo verdor perecerá (1941), Las Águilas (1943) o La torre (1951). Mallea se enfrenta en todas sus obras con el doble imperativo de incorporar a su temática la crisis espiritual de nuestros días y de modernizar, al mismo tiempo, la técnica narrativa para adecuarla al nuevo contenido. Imperativos que reconocemos con claridad en la obra ayaliana. A partir de la mitad de la década de 1950, en cambio, se centró en el ensayo y en el relato breve. Entre sus obras narrativas destacan, además, La barca de hiel (1967) y Gabriel Andoral (1971). Está considerado como el creador de la novela urbana que hasta él pocos autores latinoamericanos habían cultivado. Francisco Ayala, que ve en Mallea una “persona timorata en extremo, un hombre angustiado de aprensiones, precauciones y suspicacias” (por lo que agradece más aún los gestos de verdadera amistad que le ofreció), le dedica casi recién llegado a Buenos Aires, en el número 65 de Sur, la reseña «Mallea: Meditación en la costa», en la que destaca el fondo moderadamente nacionalista y sociológico de su novela: Con el empleo de ficciones se propone Mallea captar en sus novelas aspectos significativos de la realidad circundante, esa misma realidad patria que en otros de sus libros, más cargados de elementos ideológicos, es perseguida en demanda de una síntesis totalizadora… ¡Sutil, cautivador libro éste, el primero en aparecer tras el silencio de casi diez años en que se han ido sedimentando impaciencias, decantando ideas, afinando el oído para los ruidos telúricos, y creciendo esa gran agonía… esa gran agonía del hombre por su tierra.
Se refiere especialmente Ayala al ensayo Historia de una pasión argentina (1937), cuando habla de otros libros de Mallea “más cargados de elementos ideológicos”.
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Otro caso de intensa amistad y positivas influencias mutuas (a pesar de sus diferentes poéticas narrativas) lo constituye la relación entre Ayala y Borges, especialmente estudiada en este volumen por David Viñas, y de la que nos ha quedado el valioso testimonio de la reseña dedicada por Borges –en el número de diciembre de 1944 de Sur– al relato El hechizado de Ayala, del que dice que “Por su economía, por su invención, por la dignidad de su idioma, El hechizado es uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”. En justa reciprocidad, tenemos el finísimo análisis de Ayala, de 1963, «Comentarios textuales a El Aleph», actualmente recogido en Las plumas del Fénix, que revela la profundidad del análisis narrativo de nuestro autor, que ha captado en El Aleph dimensiones y resonancias solo posibles para quien une a su excelente conocimiento teórico-crítico su singular calidad como narrador. Deseamos destacar, por la amistad que les unió y el respeto que se tuvieron, la relación intelectual entre Ayala y Francisco Romero, al que dedica hermosas páginas en Recuerdos y olvidos: “Entre ellos [los amigos intelectuales del grupo Sur], se destaca ahora en mi recuerdo la figura de Francisco Romero, aquel pensador distinguido, aquel escritor de tan buena pluma, aquel hombre de apasionada y sanguínea generosidad, a quien quise con profundo afecto”. Francisco Romero (1891-1962), un sevillano emigrado con su familia –tal vez de raíces protestantes– desde su infancia a la Argentina, había sido –nos informa Ayala– militar, y se había retirado de las armas con el grado de mayor. A la sazón era profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde mantenía con intemperancia una lucha denodada contra las habituales corruptelas y trapicheos de la vida académica y, en general, contra el prevalecimiento de la mediocridad (Ayala, 1988: 307).
Edgar S. Brightman, de la Universidad de Boston, y Michele F. Sciacca, de la de Génova, calificaron en los años cincuenta a Romero como “el más eminente de los filósofos latinoamericanos vivos” y, en efecto, recibió en Argentina los más altos reconocimientos y distinciones, como el Premio de la Fundación Severo Vaccaro, el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y el Primer Premio Nacional a la producción intelectual. Francisco Romero concibió y dirigió en Editorial Losada, durante décadas, la primera colección de libros filosóficos que, en forma orgánica, se haya publicado en América Latina. Aquí aparece su fisonomía de precursor, dando una prueba cabal de su fe en el quehacer al que dedicó tantos desvelos y afanes; aquí, como en muchas otras actividades, fue un adelantado. Siguió las directrices de la
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filosofía de Korn, Dilthey, Ortega, Husserl y Hartmann, y entre sus obras destacan Filosofía Contemporánea (1914), Filosofía de la persona (1944), Filósofos y problemas (1947), Ideas y figuras (1949), Teoría del hombre (1952), Qué es la filosofía (1953), Relaciones de la filosofía. La filosofía y el filósofo. Las alianza de la filosofía (1959), Ubicación del hombre (1961). La relación intelectual y la colaboración entre Ayala y Romero fue especialmente intensa con ocasión de una de las iniciativas editoriales más destacadas de nuestro granadino universal. Nos referimos a la Realidad, Revista de Ideas, cuyo primer número apareció en enero-febrero de 1947. Dirigida por Francisco Romero (aunque en realidad su alma fue Francisco Ayala, que no quiso aparecer como Director) tenía un Consejo de Redacción integrado por Amado Alonso, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada, Julio Rey Pastor, Guillermo de Torre, Francisco Ayala y Lorenzo Luzuriaga. Ya en su primer número se ofrecen destacadas colaboraciones de –entre otros– Eduardo Mallea (verdadero impulsor editorial de la publicación), Bertrand Russell, Corpus Barga, Guillermo de Torre, Francisco Romero y Francisco Ayala, autor también de la importante nota editorial, en la que podemos captar el espíritu programático de esta publicación que reunió, a lo largo de sus dieciocho números a los mejores intelectuales y escritores del momento: El Occidente debe alcanzar conciencia de sí, de sus raíces y fundamentos, de lo que en él es accidente y de lo que es su esencia, de su médula viva, de sus limitaciones y posibilidades. Debe también abarcar su crisis, entenderla, juzgarla, arbitrar los medios para salir de ella. Esto, en cuanto a lo que pudiera llamarse el aspecto interno. En cuanto a lo externo, debe examinar la nueva situación, abrirse a una comprensión más generosa y cabal de otras culturas, para respetar en ellas su derecho, para incorporar aquéllos de sus valores que resulten admisibles sin desmedro de la peculiaridad propia, para corregir lo que, acá y allá, hubiera de angosto y unilateral. Una cultura no se impone a quienes no la tengan por propia; únicamente es legitimo proponerla. Y la aceptación dependerá de que la propuesta resulte aceptable en sus bases y como programa.
Es evidente que estas palabras están sacudidas por el aún reciente final de la Segunda Guerra Mundial, por la clara conciencia de un nuevo horizonte planetario para la humanidad en el que habrán de convivir los pueblos y las culturas sin colonialismos ni imposiciones, pero tampoco sin renunciar a algunos aspectos fundamentales del proyecto ilustrado de la modernidad occidental. Sin embargo, el proyecto de la publicación es repensar críticamente las bases mismas, los fundamentos de un proyecto que resulte humanamente aceptable.
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En el trasfondo del proyecto de Realidad resulta reconocible, por un lado, la antropología filosófica de Francisco Romero, de raíces orteguianas tanto en el rigor de las ideas como en la calidad de su estilo expositivo; por otro, y a la vez, la antropología sociológica de Francisco Ayala, gestada tras dos intensas décadas de lecturas y reflexión, y que conoció ese mismo año 1947 del primer número de Realidad su culminación en el Tratado de Sociología, redactado durante el año de estancia en Brasil (1945). Ayala se incorporó pronto, como hemos visto, a la vida intelectual de Argentina y a su actividad profesoral como sociólogo y jurista: en abril de 1940 fue admitido como miembro del Instituto Argentino de Filosofía Jurídica y Social; dictó un curso de Sociología en la Universidad Nacional del Litoral en Santa Fe, y en 1942 otro sobre «Formas del Estado Moderno» en el Ateneo Luis Bello de Rosario. Tal vez, con todo, lo más destacado son sus colaboraciones –además de La Nación o Realidad– con diversas publicaciones como Sur, La Ley o Cuadernos Americanos. También trabaja algún tiempo para la editorial Losada, en la que llega a dirigir una Biblioteca de Sociología, y para Sudamericana, como director del Diccionario Atlantic. No es fácil hacer un balance de la etapa argentina (1939-1950) de Ayala, dividida en dos partes por el año de estancia brasileña –que estudian en este volumen Sueli Firmino e Isabel Jasinski–. Se trata de poco más de una década, pero verdaderamente decisiva en su evolución vital, intelectual y creadora. Ayala consolida y sistematiza su visión del ser humano, de la sociedad, de una crisis sin precedentes en la historia de la humanidad. Desde su elevada atalaya escruta los signos del presente, analiza la coyuntura y busca una salida posible y digna a un mundo que ya no podrá volver a ser el mismo descubierta la tapa (atómica) del ánfora de Pandora. Ayala vuelve su mirada hacia el pasado y descubre las claves del presente: lo hará en su lectura sociológica –¡tan avanzada en su momento!– de las raíces y las encrucijadas de una modernidad herida, pero también en sus relatos de Los usurpadores, a través de los que desfila una galería de seres humanos que –desde y más allá de sus circunstancias concretas– nos permiten asomarnos al abismo de la condición humana; a través de los textos de La cabeza del cordero, aparentemente gestados desde la reciente contienda civil española, pero que nos ponen ante nuestros ojos caracteres y gestos de seres humanos que podían haberlo sido en cualquier otro lugar, en cualquier otro tiempo…
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A modo de epílogo: el Río de la Plata en la memoria El ciclo de Argentina se fue agotando ante la atmósfera irrespirable del peronismo. Ayala resumirá escuetamente: Deseoso de respirar otros aires distintos de aquéllos, que ya no eran precisamente buenos, pues con el peronismo se habían hecho deletéreos, procuré organizarme una gira de conferencias por distintos países del continente americano, y para eso escribí a algunos amigos, con cuya ayuda y consejo quedó establecido, en forma flexible y sin compromiso firme un itinerario. Primera etapa había de ser Puerto Rico (Ayala, 1988: 372).
Lacónica despedida para quien no se quiere sentir atado a nada ni a nadie. Ayala, ligero de equipaje comenzará en Puerto Rico un momento de transición (1950-1956) hasta incorporarse durante dos décadas importantísimas a la vida norteamericana. Pero no pensemos que el desapego es desafecto. He aquí la definitiva lección de Ayala: se puede amar sin dependencias. Y así lo reconoce, de manera muy hermosa, en las páginas que venimos citando del libro De mis pasos en la tierra, con las que concluimos: Cuando hoy acude a mi memoria aquel Río de la Plata, aparece con tonalidades afectivas más intensas y vivaces que ninguno otro de cuantos antes y después he conocido: incluso los mínimos ríos de mi infancia (…) Gratamente he paseado por las orillas del Sena, por las del Támesis; he cruzado el Moldava; he navegado a lo largo del Danubio; me he detenido en éxtasis sobre un puente del Tíber, he recorrido arriba y abajo el Nilo; he recreado la vista con las estampas románticas del Paraná; más de una vez me he demorado a meditar ante las venas de la antigua, fabulosa Mesopotamia; y he habitado, junto al laborioso Hudson, la isla de Manhattan; pero con eso y todo, el Río de la Plata es el que más profundas resonancias despierta en mi alma.
Referencias biliográficas AYALA, F. (1942): El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Buenos Aires, Losada. —. (1944): El hechizado. Buenos Aires, Emecé. —. (1944): Oppenheimer. México, FCE. —. (1944): Los políticos. Buenos Aires, Depalma.
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—. y TREVES, R. (1944): Una doble experiencia política: España e Italia. México, El Colegio de México. —. (1944): Razón del mundo. Un examen de conciencia intelectual. Buenos Aires, Losada. —. (1944): Histrionismo y representación. Buenos Aires, Sudamericana. —. (1945): Ensayo sobre la libertad. México, FCE. —. (1945): Jovellanos. Buenos Aires, Centro Asturiano. —. (1947): Tratado de Sociología. 3 vols. Buenos Aires, Losada. —. (1949): Los usurpadores. Buenos Aires, Sudamericana. —. (1949): La cabeza del cordero. Buenos Aires, Losada. —. (1988): Recuerdos y olvidos, Madrid, Alianza. —. (1989): «Comentarios textuales a El Aleph», en Las plumas del Fénix, Madrid, Alianza. —. (1998): De mis pasos en la tierra, Madrid, Alfaguara.
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HECHIZADO POR EL ALEPH: AYALA, LECTOR DE BORGES; BORGES, LECTOR DE AYALA David Viñas Piquer (Universidad de Barcelona) Cuenta la escritora Estela Canto en Borges a contraluz, libro dedicado a mostrar cuál fue su relación personal con el escritor argentino, que, tras dictar una conferencia, Borges la invitó a ir a un bar de la calle Florida para conocer al “hombre más buen mozo” –le aseguró– que iba a ver en su vida (Canto, 1989: 173-175). Ese hombre que los esperaba en el bar Richmond era Francisco Ayala, a quien en realidad Estela Canto ya conocía porque lo había visto pronunciar el discurso que Borges tenía que haber pronunciado cuando la Sociedad Argentina de Escritores le condeció el premio de honor. Ayala leyó ese discurso porque, al parecer, Borges, antes de convertirse en el brillante conferenciante que llegó a ser –en 1969, el propio Ayala lo invitó a dar una conferencia sobre Walt Whitman en la Universidad de Chicago (Ayala, 1991: 511-512)–, sentía pánico a la hora de hablar en público. Tras recoger a Ayala en el bar de la calle Florida, se fueron los tres en dirección al Parque Lezama, donde Borges se puso a cantar –a voz en cuello y desafinando considerablemente, recuerda Estela Canto–, tangos y milongas, sorprendiendo a quienes seguramente esperaban mantener aquella noche una conversación de cierto cuño intelectual. En lo que más insiste Estela Canto al contar esta anécdota es en la admiración que sentía Borges ante la belleza, ante el enorme atractivo físico de Francisco Ayala. Esta admiración se extendió también hasta la obra del escritor español, como lo prueba el hecho de que en diciembre de 1944 apareciera en la revista Sur una breve reseña de Borges celebrando la aparición de El hechizado, relato de Ayala que “por su economía, por su invención, por la dignidad de su idioma” merecía ser considerado, para Borges, “uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”(AA.VV., 1991: 98). Y esto lo dice un Borges que acaba de citar, para que se entienda que está hablando de uno de los grandes autores de la literatura universal, a Dante, a Kafka, a Melville,
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y que no tardará en citar –con el tiempo nos acostumbró a estos caprichos– a don Juan Manuel y a Leopoldo Lugones. Resulta interesante que Borges, que hará de la brevedad y de la precisión uno de sus principales rasgos estilísticos, destaque en el relato de Ayala precisamente su estilo lacónico, “su economía verbal”. Y desde luego es significativo que destaque también el aspecto temático, la invención. Sobre todo porque las innovaciones temáticas eran por aquella época una de las máximas preocupaciones de Borges, como lo demuestra claramente el hecho de que en 1939 publicara Pierre Menard, autor del Quijote, cuento con el que sin duda iniciaba ya de forma decidida una nueva y sorprendente manera de escribir que antes había sido sólo ligeramente anunciada con El acercamiento a Almotásim (1935). Y no sólo eso. Cuatro años antes de redactar su reseña sobre El hechizado de Ayala, Borges había escrito el prólogo a la obra de su amigo Bioy Casares La invención de Morel (1940), un prólogo en el que se atrevía –él, que no era nadie entonces– a desafiar al mismísimo Ortega y Gasset discutiendo alguna de las tesis expuestas por el filósofo madrileño en el ensayo Ideas sobre la novela –que apareció en 1925 como complemento de La deshumanización del arte, que es el libro al que explícitamente se refiere Borges–, un texto en el que se ofrecía un diagnóstico tan pesimista como prematuro acerca del género novelesco, pues se decía allí que la novela estaba ya herida de muerte a causa de un evidente agotamiento temático. Para Ortega, la novela había concluido “como mina explotable” de nuevos temas y esto provocaba que al lector todo le sonara ya a discurso repetido, con lo que el aburrimiento sobrevenía inevitablemente (Ortega, 1956: 187). Para mantener las constantes vitales del género, Ortega proponía compensar el agotamiento temático con un tratamiento más exquisito de los otros ingredientes de la novela (1956: 145). En concreto, su fórmula mágica consistía en seguir fielmente el camino transitado con notorio éxito por los novelistas rusos y, sobre todo, por Marcel Proust, es decir, profundizar en la psicología de los personajes y centrarse después en un refinamiento técnico, formal, porque en el nivel temático no había ya nada que hacer (Ortega, 1956: 192). En el prólogo a La invención de Morel, Borges discrepa abiertamente de estas ideas. A su juicio, todavía podían inventarse nuevos temas, tramas interesantes, y aducía como pruebas evidentes los nombres de Chesterton y Kafka (a los que compara, respectivamente, con Stevenson y De Quincey) y el creciente desarrollo de la literatura policiaca y de la literatura fantástica (Borges, 1982: 90-91). No estará de más recordar aquí que ese mismo año de 1940 Borges publicó, junto con Bioy Casares y Silvina Ocampo su célebre –y poco orto-
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doxa– Antología de la literatura fantástica, en la que se educaron literariamente tantas generaciones de escritores, entre los que cabe destacar a algunos de los que protagonizaron el mal llamado “boom” de la novela hispanoamericana, que poco tuvo en realidad de estallido repentino y mucho de proceso lógico en un contexto determinado. Precisamente estos autores de tanto renombre –García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, José Donoso, Juan Carlos Onetti, entre otros– supieron demostrar que todavía en la segunda mitad del siglo XX era posible sorprender con una nueva temática, como lo demostró el propio Borges incorporando, por ejemplo, temas filosóficos y teológicos a la literatura. Bien, todo esto ocurre a principios de los años 40. Ya se ha visto que la reseña de Borges sobre el relato de Ayala es de 1944. Pocos años después, en 1949, se publica uno de los cuentos más celebrados de Borges, El Aleph, y en 1963 Francisco Ayala corresponde al gesto que había tenido antes Borges escribiendo unos «Comentarios textuales a El Aleph», recogidos hoy en Las plumas del Fénix. Este cuento de Borges, como todo el mundo sabe, está dedicado a Estela Canto. Así que de nuevo tenemos a Jorge Luis Borges, Francisco Ayala y Estela Canto unidos; esta vez gracias a un magnífico ejercicio de crítica literaria que demuestra una vez más lo que tantas otras veces ha demostrado Ayala y han reconocido los estudiosos de su obra teórico-crítica: la admirable intuición de quien es capaz de emprender un recorrido lineal por el texto en busca de sus aspectos configurativos más destacables. Esta close reading –como dirían los new critics norteamericanos– o comentario textual –como prefiere decir Ayala– implica una lectura atenta, minuciosa, encerrada en el texto mismo para señalar sus principales maniobras y desvelar así sus claves. Se trata de un método analítico, de un procedimiento crítico que Ayala ha cultivado a menudo en sus artículos y ensayos (y con excelentes resultados, como es el caso de su riguroso análisis del Lazarillo y de algunos poemas de Cervantes y de Quevedo, por ejemplo), y que se convierte también en un eficaz recurso literario en alguna de sus obras, como ocurre con el tantas veces citado «Prólogo» a Los usurpadores, libro al que pertenece precisamente El hechizado (Sánchez Trigueros, 1992: 279). Aplicado al análisis de El Aleph, el método demuestra lo que el propio Borges comentó alguna vez: que, bien empleada, la crítica literaria puede enriquecer a la literatura. Y demuestra otra cosa, además. A saber: que las fronteras entre la crítica literaria y la teoría de la literatura son totalmente artificiales porque no puede hacerse un riguroso ejercicio crítico sin una teoría que lo sustente, aunque esa teoría no se formule explícitamente, aunque quede sólo sugerida porque el autor ha llegado a ella desde su propia intuición, que es exactamente lo que se advierte al leer los comentarios que hace Francisco Ayala
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a El Aleph. En efecto, no es difícil advertir que a través de las palabras de Ayala quedan invocadas implícitamente las principales cuestiones que han interesado a los teóricos de lo fantástico desde que en 1970 Todorov publicara su célebre Introducción a la literatura fantástica y otorgara así categoría de género literario a esta tradición que se remonta, por lo menos, hasta la segunda mitad del siglo XVIII, con el nacimiento de la novela gótica inglesa, y que perdura hoy con el desarrollo extraordinario de lo que el crítico argentino Jaime Alazraki denominó lo Neofantástico (2001: 265 y ss.), término cuyo prejijo (neo-) viene a indicar que la etiqueta de literatura fantástica tiene que estar sometida constantemente a redefinición, pues lo fantástico va adaptándose a la mentalidad de cada nueva época y ya no parece posible –por ejemplo– inquietar con monstruos peludos a lo Lovecraft, o con el componente terrorífico característico de la literatura fantástica del siglo XIX, con obras tan representativas como Drácula, Frankenstein o Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Pues bien, suele reconocerse que uno de los autores más destacados de lo Neofantástico es Jorge Luis Borges, y lo es precisamente por cuentos como El Aleph. Cuando Francisco Ayala –que si Estela Canto contó la verdad escuchó tangos y milongas cantados por el propio Borges en medio del Parque Lezama– se dispone a comentar este relato, empieza sus comentarios citando precisamente tangos y milongas para demostrar que lo que Borges denominaba “las mitologías del arrabal” nunca desaparecieron por completo de la obra borgiana, pese a lo que el propio Borges afirmó en 1960, en la prosa poética titulada «Borges y yo», incluida en El Hacedor , donde el escritor quiso señalar un punto de inflexión decisivo en la evolución de su obra con estas palabras: “pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito”. Ayala no está de acuerdo con esto. En su opinión, esas mitologías del arrabal no desaparecieron nunca de la escritura borgiana; lo que verdaderamente ocurrió es que pasaron a mezclarse con otro de los principales intereses del escritor argentino: los juegos metafísicos. Y El Aleph es para Ayala precisamente un ejemplo claro de la “fusión integradora” de esos dos componentes (Ayala, 1989: 609). Ciertamente, los libros con los que se abren las Obras Completas de Borges, los libros que configuran la denominada “Trilogía porteña” –Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929)–, cuadran perfectamente con la expresión “mitologías del arrabal”, pues en ellos Borges entona un canto a Buenos Aires centrándose en las zonas periféricas, en el suburbio, en el arrabal. Se aparta del ajetreo del centro comercial y presenta una ciudad solitaria, silenciosa, tranquila, y lo hace además con un marcado tono nostálgico, casi elegíaco, de lamento por ciertas cosas que están a punto
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de desaparecer por los cambios inherentes al progreso. Es, en definitiva, la nostalgia del joven Borges que regresa a su ciudad natal después de haber pasado varios años en Europa y ve que muchas cosas han cambiado ya, que no encuentra, en definitiva, la ciudad que dejó. Este tono nostálgico que inunda por esos años la obra de Borges hará que todo se tiña de un marcado color local –ejemplos obvios son el libro El idioma de los argentinos y el cuento Hombre de la esquina rosada (1933)– y en gran medida explica la abundancia de temas característicamente criollos, con las figuras esenciales del gaucho y del compadrito, de las que se sirve sobre todo para ilustrar –recuérdense las peleas y los duelos a cuchillo– el culto al coraje y otras cuestiones que en gran medida aprende leyendo a un poeta menor, Evaristo Carriego, a cuya poesía dedicará en 1936 todo un estudio sin el que probablemente pocos sabrían hoy quién fue este poeta. Carriego fue un “reportero en verso del arrabal” y en eso quiso Borges convertirse también al principio, haciendo gala no sólo de una temática esencialmente criolla, sino también de un criollismo ostentoso estilísticamente, con un uso continuo de argentinismos. Con el tiempo, se arrepintió de todo esto y, recordando esta etapa de su obra, escribió en sus Obras Completas, en el prólogo a Luna de enfrente: “Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino. Incurrí en la adquisición de uno o dos diccionarios de argentinismos, que me suministraron palabras que hoy puedo apenas descifrar” (Borges, 1989, vol. I: 55). Es este Borges arrepentido el que dice que pasó de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito. Y es de este Borges de quien Ayala discrepa: no hay tal sustitución, sino suma integradora de componentes heterogéneos, una mezcla curiosa que hace que el localismo quede completamente superado. La incorporación de un problema de dimensiones metafísicas en medio del material criollo hace que el resultado quede en las antípodas del regionalismo, y esta es la clave que explica que Borges sea –así lo aseguró Ayala en la presentación que hizo de Borges en la Universidad de Chicago en 1969– un escritor latinoamericano a quien puede leerse sin tener en cuenta el hecho de que es un escritor latinoamericano (Ayala, 1989a: 618), que es una forma de destacar, en definitiva, el evidente cosmopolitismo de la obra de este escritor. En El Aleph ve Ayala un claro ejemplo de todo esto. Llama primero la atención sobre el hecho de que encontremos, en primer lugar, dos epígrafes presidiendo el relato: unos versos de Hamlet en los que se alude al infinito (infinite space) y un párrafo extraído del Leviathan de Hobbes en el que se menciona la eternidad del presente. Dos temas metafísicos, pues, anunciados desde
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el principio y que contrastan, dice Ayala (1989: 610), con el “párrafo de sobria compostura” que da comienzo al relato, un párrafo que nos introduce de lleno en un ambiente marcadamente realista: La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de Cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Como se ve, el párrafo de sobria compostura introduce a un enamorado indignado por el hecho de que el mundo siga funcionando con toda normalidad, indiferente a la mayor de las desgracias concebibles para una persona enamorada: la muerte de su amada. A Ayala esto le recuerda los primeros compases de un tango de Le Pera y Gardel –“Sus ojos se cerraron/ y el mundo sigue andando”–, pero sobre todo advierte el referente literario más evidente de este lugar común: el de la Beatrice de Dante. También la dama en El Aleph se llama Beatrice, Beatriz Viterbo, y el descenso a los infiernos en su búsqueda será también esencial en este cuento, como lo es en la Divina Comedia. El recuerdo de su amada, la rebelión frente a la indiferencia del mundo –“cambiará el universo, pero yo no”–, llevan al narrador enamorado a visitar a la familia de Beatriz el 30 de abril, que era el día de su cumpleaños. Ya antes de la visita piensa en la casa a la que va a ir, en su “abarrotada salita”, en los muchos retratos de Beatriz esparcidos por todas partes –Beatriz celebrando el carnaval, Beatriz el día de su comunión, Beatriz el día de su boda, Beatriz almorzando en el club hípico…–, y todo esto es descrito al detalle porque es obvio –y no se le escapa a Ayala– que Borges está preparando el fondo realista sobre el que tiene que destacar el hecho fantástico. Y es que conviene tener bien presente que el rasgo de género esencial que se encuentra en la base de la literatura fantástica es el conflicto que tiene que producirse entre lo real y lo sobrenatural (Roas, 2001: 7-8). En cuanto un hecho fantástico aparece en medio de la realidad cotidiana, ese hecho se convierte en una amenaza irracional, pues su presencia transgrede las leyes rigurosas e inmutables que gobiernan –o así lo creemos– eso a lo que llamamos “la realidad” y entonces sobreviene inevitablemente la inquietud, nos sentimos desorientados y empiezan a tambalearse todas nuestras certezas (Bellemin-Noël, 2001: 109-110). Este es el efecto resultante del conflicto entre lo real y lo sobrenatural, y para que ese conflicto se produzca es obvio que el autor tiene primero que presentar un am-
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biente realista y dejar luego que ahí en medio, por una grieta imperceptible, se acabe filtrando el elemento sobrenatural. Que se haga saltar “el mecanismo de la sorpresa” (Ceserani, 1999: 104). Lógicamente, si lo sobrenatural no tuviera lugar en medio de la realidad cotidiana, no estallaría ningún conflicto. Si se presentara en un mundo distinto al nuestro, en una realidad ajena, no habría amenaza y, de hecho, no habría literatura fantástica, sino otra cosa, literatura maravillosa, por ejemplo, o ciencia-ficción, tal vez (Roas, 2001: 8). Partiendo de estos presupuestos en los que tanto insisten los teóricos de lo fantástico, se comprende que los escritores que se mueven en esta línea se preocupen especialmente por los problemas de verosimilitud, que sientan la necesidad de trabajar a fondo la dimensión verosímil del hecho sobrenatural. Para ello, la creación de un ambiente familiar deviene absolutamente necesaria, y ahí es donde las técnicas realistas quedan invocadas de inmediato. Y en ese mismo sentido se comprende que la situación óptima es la que presenta al narrador como testigo presencial del hecho fantástico, pues, si quien cuenta la historia es el mismo que la ha vivido, todo resulta en principio bastante más creíble. Borges es un auténtico maestro en estas estrategias narrativas al servicio de la motivación realista y Ayala lo sabe muy bien, por eso, tras llamar la atención sobre el hecho de que en El Aleph “el autor hace de sí mismo un personaje ficticio”, comenta: “El relato está llevado en primera persona; y el sujeto protagonista de la narración es un escritor llamado Borges; es precisamente Borges, que, desde el primer párrafo, se nos presenta en una situación concreta, y no por cierto vinculada a su actividad de escritor” (Ayala, 1989: 610). Aquí los lectores habituales de la obra ensayística de Ayala habrán identificado inmediatamente, sin duda, su concepto de “autor ficcionalizado”, magníficamente desarrollado en el ensayo Reflexiones sobre la estructura narrativa (1970) y también en el artículo «Presencia y ausencia del autor en su obra» (1978). Con este concepto –notoriamente cercano al de “autor implícito”, que acuñó Wayne Booth en 1961, en su Retórica de la ficción–, Ayala se refiere a una maniobra muy frecuente en autores como Cervantes, Borges o el propio Ayala, una maniobra que consiste, básicamente, en la incorporación del autor en la obra que está escribiendo, con lo que se produce una transformación ontológica y el escritor pasa a ser un personaje literario, con mucha frecuencia el propio narrador. Ayala destaca en seguida esta ficcionalización del autor en El Aleph y llama la atención sobre el hecho de que el narrador Borges se presente en una situación concreta muy normal, saliendo de su casa (no puede haber espacio más familiar), moviéndose en medio de la “trivialidad cotidiana”, y más exactamente “en el plano de una vulgaridad que se encara con desbordamientos de satírico regocijo”, decide ir a
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visitar al padre y al primo hermano de Beatriz y llega a una casa que es “el escasamente prestigioso hogar de una familia porteña de inmigrantes italianos”, y contempla allí los retratos que muestran “las etapas vulgarísimas de la vida de una vulgarísima mujer” (Ayala, 1989: 611). En medio de ese ambiente tan familiar, cotidiano, incluso vulgar, el personaje Borges va a convertirse en el testigo del hecho fantástico, y en el encargado de narrar el inevitable conflicto entre lo real y lo sobrenatural. Y es que, en definitiva, lo que Ayala capta perfectamente es el esfuerzo de preparación de ese conflicto por parte de Borges. El escritor granadino llega incluso a realizar interesantísimos comentarios estilísticos que no son en absoluto ajenos a lo que aquí se está ahora considerando. Baste recordar, por ejemplo, lo que escribe Ayala cuando, en El Aleph, el narrador le ofrece a Carlos Argentino Daneri, el primo hermano de Beatriz, una copa de coñac, éste lo prueba y lo juzga “interesante”. Dice Ayala: El adjetivo –según el verbo lo confirma– procede de la jerga de escritores: es el que suele emplearse como dictamen evasivo cuando la cortesía o la simple cautela desaconsejan otro más concluyente. Y corresponde muy bien al ambiente del cuento, donde hay tanto de sátira literaria. Estamos en el Buenos Aires de su fecha: el Borges personaje de ficción proyecta creativamente al Borges real, al escritor Jorge Luis Borges (Ayala, 1989: 613).
Está claro que la ambientación realista se proyecta incluso en un nivel estilístico, buscando que los personajes hablen como verdaderamente se habla “en el Buenos aires de su fecha”. Es así como Borges va preparando el camino para la aparición de lo sobrenatural, aparición que está muy cerca ya cuando el ridículo poeta que es Carlos Argentino Daneri –a quien sin duda Borges utiliza para burlarse del estilo ampuloso, excesivamente retórico de ciertos poetas de cuño modernista, un “pecado” que él mismo cometió en su juventud, como llegó a reconocer en varias ocasiones1– lee algunos pasajes, y los comenta con una pedantería totalmente irrisoria, de su ambicioso poema titulado «La tierra», en el que se propone, nada más ni nada menos, que “la descripción del planeta”. Este momento está preludiando, como advierte Ayala, lo que será el hecho sobrenatural del cuento: el descubrimiento de El Aleph, un microcosmos, un punto en el espacio en el que se concentra todo el universo. Está claro 1 Sirvan como ejemplo estas palabras pronunciadas por Borges en 1964, en una de las muchas entrevistas que se le hicieron: “Yo antes escribía de una manera barroca, muy artificiosa. Me pasaba lo que le pasa a muchos escritores jóvenes, creo. Por timidez, creía que si hablaba sencillamente la gente creería que no sabía escribir. Sentía la necesidad de demostrar que sabía muchas palabras raras y que sabía combinarlas de un modo sorprendente”.
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que quien se propone “versificar toda la redondez del planeta” quiere que su poema se asemeje a El Aleph, que sea omniabarcador, y los pedantescos comentarios de Carlos Argentino Daneri a su poema así lo prueban. Carlos Argentino Daneri: el apellido Daneri está cómicamente formado con la primera y la última sílaba del nombre de Dante Alighieri, hábil manera de presentar a quien se cree el Dante argentino. De la mano de esta sátira literaria, como observa Ayala, nos conduce Borges hasta “el tema estremecedoramente metafísico de El Aleph” (Ayala, 1989: 613). Es lo que advertía Ayala desde el principio: de la realidad cotidiana a lo metafísico, fusión integradora de estos dos elementos, perfecta combinación de “tonos que hubieran parecido en principio inconciliables” (Ayala, 1989: 614). Primero Carlos Argentino cita a Borges en una confitería para pedirle que interceda por él en una delicada cuestión: quiere que convenza al prestigioso escritor Álvaro Melián Lafinur para que escriba el prólogo a su gran poema, como medida eficaz para promocionarlo. Como señala Ayala, Álvaro Melián Lafinur fue un escritor real, y su presencia en el relato está al servicio de la sátira literaria que se está dibujando en él. En efecto, este escritor formaba parte de la Comisión asesora que otorgaba el Premio Nacional de Literatura en 1941, convocatoria a la que Borges se presentó con El jardín de senderos que se bifurcan y no consiguió quedar ni siquiera entre los tres primeros pese a ser ya entonces un poeta bastante influyente entre los jóvenes. Como se sabe, la revista Sur decidió tomar partido en esta cuestión y organizó un “Desagravio a Borges” que sirvió para abrir un interesante debate en torno a la figura del escritor argentino y para que empezara a vislumbrarse ya qué veían en él sus admiradores y qué no podían perdonarle sus detractores. Teniendo en cuenta todo esto, se entiende bien la parodia final de El Aleph, cuando el narrador cuenta en la Posdata del primero de marzo de 1943 que Carlos Argentino Daneri –y a esas alturas ya sabemos de qué tipo de poeta se nos está hablando– ha ganado el segundo Premio de Literatura y que a él no lo han tenido en consideración. Como se sabe, Borges, el personaje del cuento, decide no hablar con Álvaro Melián Lafinur y tiempo después vuelve a recibir una llamada de Carlos Argentino Daneri, esta vez para anunciarle una gran desgracia: van a derribar su casa para ampliar la confitería en la que ellos se habían citado la otra vez. Se trata de una auténtica tragedia porque en el sótano de esa casa hay algo que él necesita para terminar su poema. Allí está el Aleph. No puede pasar desapercibido el hecho de que el fenómeno sobrenatural se encuentre en un lugar tan absolutamente cotidiano como un sótano. Es importante recordar, por otra parte, que esa casa es también la de Beatriz, y que para contemplar el
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Aleph –y en él “todas las imágenes de Beatriz”, como asegura Carlos Argentino– hay que descender al sótano. Por eso Ayala comenta que estamos ante un “descenso a los infiernos” (1989: 614), tema literario que cuenta con una importante tradición de la que Ayala destaca algunos ejemplos: Homero, Virgilio, Dante, Cervantes (por el episodio de la cueva de Montesinos). Es obvio que, en el caso que nos ocupa, el referente inmediato es el de la Divina Comedia: el enamorado Dante-Borges baja acompañado de quien se cree Virgilio para ver en el Aleph a su amada y añorada Beatrice. Antes de ver el Aleph, el objeto mágico, Borges se consuela pensando que Carlos Argentino está loco. Esta reacción defensiva es muy común en literatura fantástica: uno duda de sí mismo –no lo he visto bien, estoy borracho, etc.– antes de aceptar la existencia de lo sobrenatural cuando es él directamente el testigo, pero, si es otro quien lo ve, en seguida se piensa en adjudicarlo todo a su locura. Porque no puede ser que existan esos fenómenos sobrenaturales en medio de nuestra realidad cotidiana, alterándola. En efecto: “no puede ser, pero ‘es’”, como leemos en otro cuento de Borges. Finalmente, el narrador se decide a bajar al sótano, aunque lo hace desde el más absoluto descreimiento. Es importante que se comporte así porque entonces el lector se identifica de inmediato con ese personaje: nadie puede creer en la existencia de un objeto que es “un lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Sólo un loco, como Carlos Argentino, puede pensar en cosas así. Está claro que, al identificarnos con el personaje por considerar que su comportamiento es el más razonable, quedamos sometidos automáticamente a sus mismas reacciones; a partir de ahora, lo que pase nos afectará tanto como a él, en un mismo sentido. Ayala subraya este escepticismo esencial del narrador indicando un detalle importante: en ese instante, el texto deriva hacia lo policial (Ayala, 1989: 615). En efecto, de repente el narrador se da cuenta de su grave error: ha accedido a bajar al sótano por indicación de un loco que además le ha hecho beber primero una copa de coñac. Es posible que quiera matarlo, que lo haya envenenado. Es más: “tiene que matarlo” para defenderse de su locura, para evitar que se le diga que el Aleph no existe, que es fruto de su enajenación mental. Pero entonces, repentinamente, sucede lo que Borges ha estado preparando con total maestría: la visión del Aleph por parte del narrador. Y entonces nos encontramos con algo que es absolutamente frecuente en la literatura fantástica. Cuando aparece lo sobrenatural, el narrador suele expresarse de manera más torpe, oscura, indirecta que hasta entonces, y esto ocurre porque tiene que referirse a algo que resulta inexplicable desde nuestros parámetros racionales. Es algo que so-
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brepasa los límites del lenguaje –y recuérdese la célebre frase de Ludwig Wittgenstein en su Tractatus: “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”–, algo completamente desconcertante, no hay referentes en nuestra realidad que lo hagan comprensible. Y, sin embargo, es indispensable hablar de ello, presentarlo de algún modo, y hacerlo a través de la única herramienta de que se dispone: el lenguaje. Así que hay que tratar de ir más allá del lenguaje, pero con el lenguaje. Una retórica particular empieza entonces a funcionar: todo es más vago, más impreciso, se recurre a metáforas, a comparaciones, incluso a neologismos (Bellemin-Noël, 2001: 111). Es una manera de explotar al máximo las posibilidades del lenguaje para que diga lo que no puede decir. Precisamente por eso Ayala celebra la manera que encuentra Borges para resolver este problema en El Aleph. Escribe el escritor granadino: Es soberbia la destreza con que el narrador describe lo indescriptible. Para lograrlo, apela a los recursos más eficaces, comenzando por la ponderación de la imposible tarea […]. La enumeración caótica es el procedimiento adecuado. Con los objetos más heterogéneos y ajenos, se mezcla lo íntimo de la subjetividad […] (Ayala, 1989: 615-616).
Conviene recordar ahora ese momento culminante del relato que supone, en gran medida, una prueba de cómo en lo neofantástico, a diferencia de lo que ocurría en la literatura fantástica clásica del siglo XIX, lo fantástico aparece “en forma puramente lingüística, no mimética” (Blüher, 1995: 119; Erdal, 1998). Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph). Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin
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transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
A continuación viene esa enumeración caótica que celebra Ayala, una enumeración en la que se observa una clara sobrevaloración del sentido de la vista –rasgo común en los testigos de lo fantástico– y que termina así: […] vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
¿Cómo inventariar el cosmos? Es la gran pregunta que debió de hacerse Borges, teniendo en cuenta que todo está en el Aleph. Como primera letra del alfabeto hebreo, de algún modo contiene a todas las demás. El Aleph implica lo infinito y lo simultáneo a la vez, la eternidad del presente –no eran gratuitos, no, los epígrafes que encabezaban el relato–, y ahí reside el problema fundamental para quien quiere contar en qué consiste ese objeto mágico. Consciente de esto, Ayala aplaude la solución encontrada: mediante una enumeración caótica que, desde luego, no agota el universo, pero da la idea de infinitud y simultaneidad. Como en otros cuentos de Borges –como en El libro de arena, como en El otro, como en El disco, por ejemplo–, después de entrar en contacto con lo sobrenatural el protagonista se obsesiona, no puede dormir y al final necesita librarse como sea del hecho fantástico. Tras la visión del Aleph, es decir, tras la visión simultánea de todo lo que existe en el universo, desde todos los ángulos, el narrador se da cuenta de que ya no hay nada –ni una sola cara, por ejemplo– que no le resulte familiar y no puede soportarlo. Finalmente encuentra en el olvido una defensa eficaz: “Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”. El relato se cierra con una postdata que es, para Ayala, una muestra de “ese modo de erudición imaginativa del que Borges ha hecho fuente de muy inesperado y casi increíble placer estético” (Ayala, 1989: 617). Una vez más Ayala da en el clavo al hablar de “erudición imaginativa” (es decir: no real) y al señalar que esa erudición está al servicio de causar únicamente “placer es-
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tético”. En definitiva, lo que Ayala destaca es la originalidad de este recurso literario que no siempre ha sido bien entendido, pues ha motivado a veces un debate acerca del verdadero grado de erudición de Borges, cuando, en realidad, él no quiso dárselas jamás de erudito, sino de escritor que utilizaba ciertos procedimientos característicos de la erudición –habituales en la crítica literaria académica tanto como en el estilo de las enciclopedias, por ejemplo– como original recurso literario. Sus constantes citas literarias no son una pretensión, sino un curioso procedimiento y como tal lo aprecia Ayala, de ahí que viera en Borges la viva “imagen del artista cabal” y dijera de él: “Su técnica es soberbia; su inagotable don de inventar recursos retóricos ha marcado para siempre a la prosa española” (1989a: 621). Así que aunque Ayala crea que Borges es sobre todo un intelectual –“la apelación de intelectual describe mejor que ninguna otra, sin duda, la personalidad de Borges”, escribe (Ayala, 1989a: 620)–, no confunde las cosas: es un intelectual por su profesión de escritor, por sus vastos conocimientos de literatura y por la posición político-social tomada desde esa intelectualidad, dispuesto a defender con argumentos razonables (algunos de los cuales Ayala confiesa no compartir en absoluto) su verdad, y a defenderla “a todo riesgo”, incluso con el valor de “desafiar la impopularidad” (Ayala, 1989a: 620), pero esto no tiene nada que ver con su escritura, donde las referencias eruditas ni son ni quieren ser más que un curioso recurso retórico. A la luz de todo esto queda bastante clara la visión tan certera que tiene Ayala de la poética de Borges, como había quedado clara también la visión certera que tuvo Borges de la poética de Ayala. La admiración mutua que se profesaron ambos escritores –de cuya sincera e “infalible” amistad el propio Ayala ha dejado testimonio en varias ocasiones (1991: 201; 512-513)– condujo a una comprensión mutua de sus respectivas maneras de hacer literatura. En el caso concreto de Ayala, su minucioso análisis de El Aleph permite no sólo comprender bien la escritura de Borges, sino también, en gran medida, la esencia de la literatura fantástica, lo que, desde luego, dice mucho a favor de la capacidad de Francisco Ayala como crítico literario. Este análisis termina, por cierto, recordando que el cuento está dedicado a Estela Canto y precisando “que es también un personaje de la realidad, por mucho que su nombre suene a invención literaria” (Ayala, 1989: 617). En efecto, ya sabemos que se trata de un personaje de la realidad con el que el propio Ayala pudo viajar en taxi hasta el Parque Lezama para escuchar a Borges cantar tangos y milongas con total entusiasmo. Esto ocurría en 1944. Ese año, en diciembre, se habían conocido Borges y Estela. Él tenía cuarenta y cinco años; ella, veintiocho. Al parecer, mantuvieron una relación de amor no enteramente correspondido porque lo
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que en Borges pudo ser auténtico enamoramiento en ella no pasó de ser lógica admiración, deslumbramiento ante una personalidad tan fascinante como la de Borges. Durante aquella época, para Borges ella fue su Beatrice, y sin duda bajo el influjo de esta sensación escribió El Aleph. En marzo de 1945, Borges le habló por primera vez a Estela de este cuento que estaba escribiendo y pensaba dedicarle. Incluso le mostró un calidoscopio y le dijo que ese objeto era un Aleph porque contenía en su interior todos los objetos del mundo. Está claro, en fin, que la relación entre el narrador del cuento y Beatriz Viterbo viene a reflejar la relación entre Jorge Luis Borges y Estela Canto, y en ambos casos lo más destacable parece ser la idealización de la amada. Pero, como dice un personaje de Oscar Wilde, “idealizar es desrealizar”, es decir: apartarse de la realidad y quedarse con una mentira. El propio Ayala se refiere a Beatriz Viterbo en su comentario como una mujer en realidad bastante vulgar, y no hay que olvidar que, cuando el protagonista ve el Aleph, entre las muchas cosas que ve cita unas “cartas obscenas” que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino Daneri; y ya antes sabíamos por el propio Carlos Argentino que Beatriz había tonteado una época con Álvaro Melián Lafinur (“siempre se había distraído con Álvaro”, le explica cruelmente al narrador). Dos datos que, por supuesto, Ayala no olvida destacar, y los presenta como puñales que se clavan en el pecho del enamorado (1989: 614). Será entonces oportuno recordar lo que escribe Borges en uno de sus Nueve ensayos dantescos (1982), precisamente en el titulado «El encuentro en un sueño», en alusión al encuentro que tiene lugar en la Divina Comedia entre Dante y Beatrice, presentado como si ese encuentro sólo hubiese existido en un sueño, que es posiblemente lo que habría que decir también en el caso de El Aleph. Dice allí Borges: “Infinitamente existió Beatriz para Dante. Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz” (1989, vol. III: 371). Y para resumir esta relación de amor no correspondido, desliza antes Borges una frase antológica: “Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible” (1989, vol. III: 371). Beatriz Viterbo le falla, en efecto, al narrador enamorado, como de hecho le falló Estela Canto al Borges real, y no porque ella jugara a ser su novia oficial y, al final, cuando hubo expresa petición de matrimonio, dijo que no quería casarse –algo absolutamente respetable y que, por supuesto, no puede juzgarse desde fuera–, sino porque en mayo de 1985 Estela vendió a una casa de subastas de Nueva York el manuscrito de El Aleph para ganar mucho dinero con lo que no dejaba de ser el regalo de un enamorado. Cierto: ella misma ya anunció al propio Borges que eso iba a ocurrir. Le dijo una vez: “cuando estés muerto, pienso vender el manuscrito de El Aleph”, a lo que él contestó: “Caramba, si
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yo fuera un perfecto caballero, iría ahora mismo al cuarto de baño y, al cabo de unos segundos, se oiría un disparo” (Canto, 1989: 248). Aparte de la broma, hay un detalle interesante: “cuando estés muerto”, había dicho Estela. En 1985, cuando se vendió el manuscrito, Borges no había muerto aún. La impaciencia, en fin. La impaciencia y otra cosa: “enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible”. Bibliografía citada AA.VV. (1991): Francisco Ayala. Premio de Literatura en lengua castellana Miguel de Cervantes, Madrid, Ministerio de Cultura. ALAZRAKI, J. (2001): «¿Qué es lo neofantástico?», en Teorías de lo fantástico, David Roas (ed.), Madrid, Arco/Libros. AYALA, F. (1989): «Comentarios textuales a El Aleph», en Las plumas del Fénix, Madrid, Alianza. —. (1989a): «Una presentación de Borges», en Las plumas del Fénix, Madrid, Alianza. —. (1991): Memorias y olvidos, Madrid, Alianza. BELLEMIN-NOËL, J. (2001): «Notas sobre lo fantástico», en Teorías de lo fantástico, David Roas (ed.), Madrid, Arco/Libros. BESSIÈRE, I. (2001): «El relato fantástico: forma mixta de caso y adivinanza», en Teorías de lo fantástico, David Roas (ed.), Madrid, Arco/Libros. BLÜHER, K.A. (1995): «Postmodernidad e intertextualidad en la obra de Jorge Luis Borges», en Karl Alfred Blüher y Alfonso de Toro (eds.), J.L.Borges. Variaciones interpretativas sobre sus procedimientos literarios y bases epistemológicas, Madrid, Iberoamericana. BORGES, J.L. (1982): «Prólogo» a La invención de Morel, de Bioy Casares, Madrid, Cátedra. —. (1985): El Aleph, Madrid, Alianza. —. (1989): Obras completas, 3 vols., Madrid, Alianza. CANTO, E. (1989): Borges a contraluz, Madrid, Espasa-Calpe. CESERANI, R. (1999): Lo fantástico, Madrid, Visor. ERDAL JORDAN, M. (1998): La narrativa fantástica. Evolución del género y su relación con las concepciones del lenguaje, Fankfurt/Madrid, Vervuert/ Iberoamericana. ORTEGA Y GASSET, J. (1956): Meditaciones del Quijote e Ideas sobre la novela, Madrid, Revista de Occidente.
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ROAS, D. (ed.) (2001): Teorías de lo fantástico, Madrid, Arco/Libros. SÁNCHEZ TRIGUEROS, A. (1992): «¿Comentario, crítica, relato? El Hechizado de Ayala», en Anthropos, 139, 53-54.
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EL CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL Y LITERARIO EN BRASIL EN TORNO A 1945 Sueli A. Firmino (Universidad de São Paulo, Brasil) El año de 1945, que pasé entero en Brasil, y al que he llamado un paréntesis, tuvo, sin embargo, significación profunda y rica en el curso de mi existencia. Para empezar, dentro de ese paréntesis se encierran impresiones sensoriales muy intensas, colores, músicas, olores y sabores inolvidables, (...) que trabajé mucho y muy a gusto, que completé el Tratado de Sociología (...) Me levantaba temprano, y después de haber visto el amanecer desde mi balcón sobre el mar, con el aire fresco de la mañana me ponía a la tarea (...) (Ayala, 2001).
En esta presentación les invitamos a viajar un poquito por Rio de Janeiro1 y a conocer algunos aspectos históricos, culturales y literarios que marcaban el Brasil que Francisco Ayala vivió en 1945. Nos gustaría aquí presentar de algún modo toda la historia del Brasil que conoció Ayala y así enseñar un panorama completo, pero resulta muy difícil hacerlo en poco espacio, además por ahora ese no es nuestro objetivo. Por eso, simplemente ofrecemos unos datos muy básicos que consideramos importantes: Brasil es el mayor país de América del Sur, con una extensión territorial de 8.514.204,6 km2 y más de 170 millones de habitantes.2 Está dividido en 26 estados y un Distrito Federal. La división político-administrativa actual es de 1988. En 1945 estaba dividido en 7 regiones, y actualmente existen 5: Norte, Nordeste, Sul, Sudeste, y Centro-Oeste.
1 Mantendremos en todo el trabajo la grafía de los nombres de las ciudades brasileñas en portugués: Rio de Janeiro, São Paulo, etc. 2 Datos del año 2000.
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Foto montaje de Cristina Hidalgo. Francisco Ayala sobre la Playa de Copacabana: Rio de Janeiro.
Francisco Ayala en Brasil El año 1945 lo pasé, completo, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, en Rio de Janeiro (...) ¡Belleza única la de Rio de Janeiro! (Ayala, 2001).
Rio de Janeiro Invitado por Benedicto Silva3, Ayala viajó a Rio de Janeiro donde vivió y trabajó durante todo un año, enseñó sociología y también impartió clases en el Itamaraty. Como no podía ser de otro modo, Don Francisco quedó encantado con la “ciudad maravillosa” y “día tras día” pasó “en ella, y cada día brindaba a” sus “ojos el espectáculo de una luz distinta, de un aspecto distinto y nuevo...” (Ayala, 2001: 309). 3 Benedicto Silva fue un funcionario de significativa contribución para la consolidación de las Relaciones Públicas en Brasil. Su trayectoria profesional estuvo relacionada con los proyectos de Reforma Administrativas y Modernización del Estado. Fue director de la Divisão de Aperfeiçoamento do DASP, cuya función era promocionar cursos de perfeccionamiento. También trabajó para el Departamento de Asistencia de la ONU y ayudó en 1952 en la creación de la Escuela Brasileña de Administración Pública.
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Rio de Janeiro es el estado más pequeño de la región Sudeste de Brasil, con la tercera mayor población del país (primero está São Paulo, seguido de Minas Gerais). Su capital es el principal punto turístico de todo el país, con sus paisajes característicos como el Cristo Redentor o el Pão de Açúcar, sus playas y su famoso Carnaval. En el siglo XVI la ciudad atrajo inicialmente a portugueses y franceses, que comercializaban la madera pau-brasil con grandes beneficios. Durante el periodo colonial fue la sede del Gobierno portugués y ya como nación independiente será capital de Brasil desde 1822 hasta 1960. Por su estratégica posición en el litoral sur de la Colonia, la población creció rápidamente en número y en desarrollo en el campo comercial y portuario. En el siglo XVIII, con el crecimiento de la mineração, el puerto de Rio de Janeiro era la puerta de acceso a las villas de Minas Gerais. Durante ese periodo entraban principalmente por allí productos manufacturados y esclavos africanos, saliendo sobre todo oro y diamante. Hoy, por causa de la desigualdad social, la violencia y el tráfico de drogas dominan las regiones pobres, sobre todo las favelas (chabolas) que se sitúan en el morro (cerro). Las huellas de esa estancia en Rio y su importancia Encontré que la vida de relación dentro del mundo carioca era fácil y que, al parecer, no había en ella grandes fricciones, dando a los extranjeros amable acceso (Ayala, 2001: 340).
El Brasil que vivió Ayala, es decir, Rio de Janeiro durante el año 1945, fue el de una ciudad y un país en plena transformación, debido a los cambios tan decisivos que se dieron ese año tanto en el mundo (final de la Segunda Guerra Mundial) como en el conjunto del país, marcado éste por el deterioro progresivo del régimen llamado Estado Novo4, cuyo creador y presidente Getúlio Vargas5 fue forzado finalmente a su dimisión el 29 de octubre de ese mismo año. Si detallamos un poco más, podemos decir que el Brasil que conoció Ayala vivía ya intensamente los efectos de las transformaciones que el Estado Novo habían impuesto al país en los ámbitos: geográfico, político, socio-económico, internacional y cultural, pues allí escribió gran parte de su Tratado de Sociología. 4 5
Estado Novo. Régimen Dictatorial establecido por Getúlio Vargas. Getulio Vargas, de aquí adelante GV.
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Y, como criterio motor de toda su teoría sociológica, una peculiar visión de la sucesión de las crisis y de las generaciones históricas. En efecto, pertenecemos a una época que ha vivido y está viviendo la crisis –como derrumbe de la estructura social– con más intensidad que ninguna otra. Francisco Ayala nos advierte de tal proceso en el periodo inmediato de la segunda posguerra mundial. Sus palabras sobre el problema de los nacionalismos, analizados en detalle, adquieren dimensiones casi proféticas (Vazquez Medel (ed.), 1995: 72-73).
Ámbito geográfico Rio de Janeiro, entonces la mayor ciudad del país junto a São Paulo y capital administrativa del mismo, era ya una metrópolis industrial con una población muy creciente desde los años 30, consecuencia de los flujos migratorios internos desde las zonas rurales del Nordeste del país (flujos que habían ya sustituido en gran parte a las corrientes migratorias extranjeras desde Holanda, Alemania, Portugal, España, Italia y Francia). Era una ciudad donde iba creándose una pujante clase media que mezclaba obreros cualificados con funcionarios de la administración pública y que se destacaba tanto de las elites oligárquicas como de las bolsas de pobreza instaladas en las ya incipientes favelas. Era por tanto Río un reflejo de la reorganización geográfica que la planificación económica del Estado Novo había pretendido, con el fin de tener en sus grandes ciudades un centro de articulación de la presencia del Estado. Ámbito político El 45 fue el año de la caída del Estado Novo, como se denominó al régimen dictatorial establecido por GV el 10 de noviembre de 1937 con la Constitución que los historiadores ha denominado “La Polaca”, por influencia de las leyes constitucionales de mismo corte, aprobadas en la misma época en Centro Europa. Dicha caída a efectos concretos habría comenzado con la publicación en febrero de la Ley Constitucional número 9, que preveía la realización de elecciones, marcando por tanto ésta el comienzo de la re-democratización del país. Este proceso se continuó con la creación de nuevos partidos políticos (que debían ser de ámbito nacional por decreto del presidente), de los que cabe destacar los dos partidos que creó GV, PSD (Partido Social Democrático), que aglutinó a los interventores e industriales fortalecidos durante el régimen de GV, el
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PTB (Partido Trabalhista Brasileiro), que hizo lo mismo con los líderes sindicales, y la UDN (União Democrática Nacional), que como único partido sin vínculo estatal, reunió tanto a socialistas democráticos como liberales opositores o militares descontentos. Debemos destacar, como detalle de la profunda implantación del Estado Novo, que tanto Dutra como la Constitución de 1946 mantuvieron la estructura estatal y la filosofía económica centralizadora del mismo. Como anécdota se podría destacar también que el mismo GV obtuvo en esas elecciones escaño de Senador. En las de 1950 conseguirá incluso de nuevo el cargo (ya electo) de Presidente, que abandonará en 1954 de forma traumática con un polémico suicidio. Ámbito socioeconómico El Estado Novo estuvo desde su inicio sustentado en una dictadura que ha sido descrita por algunos historiadores como “estrictamente no militar”, con el poder mayoritariamente en manos civiles y con la policía (y no el ejército) como principal agente de las actividades represivas del Estado. Como Jorge Caldeira cita en su História do Brasil, en él se daba una mezcla de poder paternal de Vargas y de poder burocrático, ejercido por técnicos influenciados por el positivismo y resumido en un famoso lema de Vargas: “Para los amigos todo, para los enemigos la Ley”. Pues bien, en tal contexto este régimen en el ámbito económico, priorizó la centralización del poder planificador por medio de: 1) Control absoluto de las importaciones, a través del control del tipo de cambio y de las autorizaciones para importar. 2) Control de los recursos financieros por el Banco de Brasil. Habiendo disminuido por la política anterior las inversiones extranjeras, y estando el mercado de capitales controlado por el Banco Central estatal, los proyectos industriales comenzaron a depender financieramente en exclusiva del Estado. 3) Concentración industrial por medio de organismos estatales controladores de ámbito federal (cabe citar en este sentido la creación del Consejo Federal de Comercio Exterior, Consejo Técnico de Economía y Finanzas, Consejo Nacional del Petróleo, o Consejo Nacional de Aguas y Energía Eléctrica) y de grandes empresas estatales (Compañía Siderúrgica Nacional, Compañía Vale do Rio Doce), de explotación de hierro, Compañía Nacional de Álcalis, Fábrica Nacional de Motores y Compañía Hidroeléctrica de São Francisco), todas ellas creadas a la vez de centros de formación como el Servicio Nacional de
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Aprendizaje Industrial (SENAI) o el Servicio Nacional de Aprendizaje Comercial (SENAC). Todo ello favoreció la industrialización rápida del país (Vargas como primer empresario): entre 1940 y 1960 el número de industrias pasará de 41.000 a 109.000, y el número de obreros de 670.000 a 1.500.000. La principal consecuencia a nivel social de esta política económica fue la creación de un entramado de empresarios y trabajadores industriales dependientes en exclusiva del Estado, con todo lo que eso significaba de clientelismo político. En lo que respecta a los agricultores, su dependencia del Estado para comercializar sus principales productos (café, azúcar y cacao) era igualmente plena, y afianzada aún más a partir del final de la Segunda Guerra Mundial con la negociación de los aranceles a nivel internacional. Ámbito internacional En este ámbito es muy destacable cómo Ayala debió ser testigo durante su estancia en Rio de las consecuencias a nivel internacional de la apuesta del gobierno de GV por uno de los bandos de la Segunda Guerra Mundial. Y es que la política brasileña durante la parte final del conflicto estuvo muy marcada por los beneficios que el alineamiento por uno u otro bando podría tener para Brasil. Y aquí surgió la paradoja que sería bien utilizada por los opositores del Estado Novo: siendo el Régimen establecido por GV de corte similar a la Italia Fascista o a la Alemania Nacional Socialista, que siempre vieron el Estado Novo con buenos ojos, y estando tradicionalmente Alemania bien conectada con Brasil, el apoyo Norteamericano para el establecimiento de la Compañía Siderúrgica Nacional marcó el apoyo brasileño por el bando aliado. Dicho apoyo se plasmó incluso en una Fuerza Expedicionaria Brasileña (FEB), que GV se empeñó en diseñar (en contra de las reticencias británicas y estadounidenses por la falta de formación del Ejército Brasileño) pues consideraba tal participación directa en la Guerra una forma de hacerse valer en la esfera diplomática internacional. La FEB, finalmente preparada con el asesoramiento norteamericano, embarcó el 30 de junio de 1944 rumbo a Italia, donde participó el 21 de febrero de 1945 junto a las tropas americanas en la toma de Monte Castelo. Una vez finalizado el conflicto, el premio buscado por GV será la participación de Brasil en la Conferencia de Paz de 1946, así como la obtención de un asiento (no permanente) en el Consejo de Seguridad de la recién creada ONU (Organización de las Naciones Unidas). En contrapartida y como adelantábamos, se-
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rá en la defensa del bando aliado donde se encuentre el caldo de cultivo de una oposición interna al régimen, que lógicamente aprovechó dicha paradoja para luchar en Brasil por la democracia que Brasil defendía en el exterior. Ámbito cultural A nivel cultural, el convulso año 1945 que vivió en Brasil Ayala comienza en enero con el Primer Congreso Brasileño de Escritores, organizado en São Paulo y donde intelectuales de renombre (como Aníbal Machado y Sergio Milliet) defendieron la inmediata re-democratización del país. Luego, en febrero aparecerán por primera vez de forma importante en la prensa entrevistas con opositores, desafiando con ello el control que sobre los medios de comunicación ejercía el aparato del régimen a través del DIP (Departamento de Imprensa e Propaganda). Se dice que esta reacción de la prensa libre fue lo que hizo al régimen comenzar a caer. Hasta entonces, a pesar de que siempre hubo cierta prensa clandestina (podemos citar Liberdade, Folha Dobrada o Resistencia), la labor del DIP (creado en diciembre de 1939) había tenido una efectiva y amplia presencia en la vida cotidiana de los brasileños, a través de la radio (el programa Hora do Brasil), de los Cinejornais Brasileiros (cortometrajes de propaganda de los logros del régimen, proyectados en los cines antes de cada película) o de las publicaciones en prensa (destacan en ella el diario A Manhã y el semanario Cultura Política). Siendo este último de carácter más intelectual, su función de formación de la opinión pública a favor del régimen fue posible a través de una lista muy importante de colaboradores. Se destacan Almir de Andrade, Francisco Campos, Azevedo Amaral, Lourival Fontes, Cassiano Ricardo, Graciliano Ramos, Gilberto Freyre y Nelson Werneck Sodré. Como prueba de las transformaciones que se exigían desde la calle en los medios podemos citar que tanto A manhã como Hora do Brasil (los instrumentos más populares, que contemplaban por ejemplo cursos de 10 minutos para los trabajadores, emitidos todos los jueves en la radio e impresos el viernes en el periódico) sufrieron durante 1945 relevos por primera vez en sus directores. Es conveniente resaltar que esa corriente intelectual del Régimen por crear a través de los medios una identidad nacional colisionaba lógicamente con la corriente modernista. Paradójicamente, uno de los fundadores del modernismo en Brasil, Mário de Andrade, murió el 25 de febrero de dicho año 1945. De la misma forma, cabe destacar que la primera exposición de arte moderno en Brasil había tenido lugar en 1913 en São Paulo (siendo comisario de
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la misma Lasar Segall) y que también en São Paulo había sido organizada en 1922 la Semana de Arte Moderna. Es a partir de 1922 que muchos artistas empiezan a exponer sus obras fuera de Brasil. Un ejemplo de los mismos fue Cândido Portinari, nacido en São Paulo en 1903 y que a los 16 años se traslada a Rio de Janeiro para estudiar arte. Allí sería premiado por una de sus obras, lo que le permitió ir a estudiar a Europa, sueño de tantos otros artistas que buscaban la suerte y el reconocimiento internacional. En 1947 será creado el MASP, Museu de Arte de São Paulo, por Assis Chateaubriand y solo en 1951 tendrá lugar la Primera Bienal de Arte de São Paulo. En Rio de Janeiro el Museu de Arte Moderna nacerá en 1958. La música brasileña merecería un capítulo aparte por su riqueza, pero aquí resaltamos la importancia que tuvo la música clásica en la época en que estuvo Ayala en Brasil: se trata de Villa-Lobos, nacido en Rio de Janeiro en 1887, presente activamente en la Semana de Arte Moderna de 1922, y que vivió en Europa de 1923 a 1930. Compuso obras de influencia impresionista, entre ellas las Bachianas brasileiras y choros (un tipo de mezcla de música de Bach y el chorinho)6. La serie de Bachianas la comenzó en 1930 y terminó en 1945, año en que presentó en Río la 6ª Bachiana Brasileira. En 1942 Villa-Lobos había creado, también en Rio de Janeiro, el Conservatorio Musical. Murió en 1959 y su muerte fue motivo de luto nacional. La llamada Música Popular Brasileira7 nació en el siglo XVIII y era la expresión cultural de las principales ciudades coloniales: Salvador en Bahia y Rio de Janeiro. Entre los años 30 y 50 existían concursos de reyes y reinas de la radio y, con ello, la música iba ocupando su espacio en el medio cultural brasileño hasta la llegada de la televisión en 1950, que diez años más tarde realizaría los famosos festivales de música. En la época de Vargas, la música brasileña crece en calidad con grandes nombres como Noel Rosa, Ary Barroso o Ataulfo Alves. Como no podía dejar de ser, el carnaval también tiene su historia, sus colores, sus sabores, pero como dice Ayala (2001: 308), “El carnaval de Río era, en efecto, interminable. No intentaré describir aquí algo que todo el mundo conoce demasiado bien, pues tan famoso es”. 6 Choro o Chorinho: creado en Rio de Janeiro en 1880. Estilo de música instrumental de base nostálgica. 7 Aunque el término “Música Popular Brasileña” surgió en la década de 1960 utilizado por Ary Barroso en la contraportada del disco de Carlos Lyra intitulado: Bossa Nova. Con los años, el término MPB amplia su significado y hoy abarca casi toda la variedad de música brasileña.
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El cine brasileño empezará a crecer a partir de los años 50 y 60. Hasta entonces había una Compañía Cinematográfica –Vera Cruz– en São Paulo, que en 1949 estrenaría su primera producción: el largometraje Caiçara. A partir de 1950 crecerá el interés por el cine y será cuando los intelectuales de la época fundan cine-clubes y grupos de debates. Para concluir, una pequeña curiosidad sobre el fútbol brasileño en esa década: un hecho que seguramente muchos que vivieron esa época recordarán. La selección brasileña, que ocupa ya el liderazgo mundial gana en 1945 la Copa Rocca8 frente a Argentina, pero unos años más tarde, en el ‘trágico’ mundial de 1950 organizado precisamente en Brasil (y tras resultados como 7 a 1 frente a Suecia o 6 a 1 frente a España), perderá la final ante Uruguay (2 a 1) ¡en pleno Maracanã en Rio de Janeiro! Contexto literario Presentamos brevemente el contexto que encontró Francisco Ayala en Brasil, teniendo en cuenta que Rio de Janeiro en la década de 1940 era considerada la esencia y la capital de la cultura y del mundo literario. Él mismo afirma que además estuvo también en contacto con muchas personas no solo del mundo literario: “Encontré que la vida de relación dentro del mundo carioca era fácil y que, al parecer, no había en ella grandes fricciones, dando a los extranjeros amable acceso” (Ayala, 2001: 311-312). La literatura brasileña entre 1922 a 1945 En ese periodo se desarrolla la época modernista que está dividida en tres fases: - La primera fase va de 1922 a 1930, presenta carácter anárquico por querer romper con todas las estructuras del pasado. Los principales autores son: Mário de Andrade, Oswald de Andrade, Manuel Bandeira, Cassiano Ricardo, Guilherme de Almeida, etc. - La segunda fase de 1930 a 1945. Periodo en que se refleja el momento histórico: colapso en el sistema financiero mundial, bolsa de Nueva York, 8 Campeonato de fútbol instituido en 1913 y disputado entre Brasil y Argentina, y la copa era ofrecida por el presidente argentino General Julio Roca.
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graves cuestiones sociales, guerras... Los principales autores son: José Lins do Rego, Graciliano Ramos, Rachel de Queiroz, Jorge Amado, Érico Veríssimo, Murilo Mendes, Jorge de Lima, Cecília Meireles, Vinícius de Moraes, etc. - Y la última fase que se caracteriza como Geração de 1945 cuyo grupo era formado por autores con la idea de acentuar la métrica rigurosa en la poesía y además no acatar las conquistas del modernismo. Entre ellos defienden un género intimista con exigencias técnicas y formales. Es importante resaltar que antes de la llamada “Generación del 1945”, había autores que siguieron su producción literaria independientemente del grupo. Entre ellos figuraban por ejemplo, Vinícius de Moraes, Cecília Meireles y Jorge de Lima. A partir de 1945, la literatura brasileña pasa por grandes alteraciones y se destacan, entre los que ya mencionamos, otros autores como Guimarães Rosa, Clarice Lispector, João Cabral de Melo Neto, etc. Los autores que conoció Francisco Ayala Mientras estuvo trabajando, escribiendo y también disfrutando de Rio de Janeiro, Francisco Ayala aprovechó su tiempo para conocer y ponerse en contacto con escritores muy reconocidos y de gran importancia para la literatura brasileña. Así lo manifiesta: Por supuesto, no me limité yo durante el tiempo que allí viví a cumplir los deberes docentes de mi contrato sino que procuré ponerme en contacto con la intensa vida literaria de aquel país, aprovechando la oportunidad para conocer de cerca, y no sólo por lectura, a varios de sus escritores. [...] Interminable sería la reseña de los escritores que conocí y traté con mayor o menor asiduidad durante esa temporada (Ayala, 2001: 309-310).
El propio Francisco Ayala enumera una lista de autores que conoció en el periodo que estuvo en Rio de Janeiro –aunque afirma haber conocido muchos más– por eso, aprovechamos que hace referencias a cada uno y los presentamos aquí, añadiendo alguna curiosidad o datos importantes tanto biográficos cuanto bibliográficos de esos autores.
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Marques Rebelo (1907-1973) Uno con quien me reunía bastante era Marques Rebelo, inquieto y nervioso cual rabo de lagartija, ingenioso, curioso, rabiosillo, inseguro e inagotable en su charla (Ayala, 2001: 310).
Su nombre de pila era Edi Dias da Cruz. Fue periodista, cuentista, articulista, novelista. Fue elegido en 1964 para la Academia Brasileña de Letras. En su infancia pasó entre el fútbol y los libros. Con tan solo once años había leído autores como: Flaubert, Balzac, Bufón y clásicos portugueses. A los quince conoció la obra de Manuel Antonio de Almeida9 y de Machado de Assis lo que le llevó a escribir desde entonces. Llegó a cursar medicina, pero lo dejó por el comercio y por la literatura. En su obra se encuentran trazos del estilo de Machado de Assis, Lima Barreto y Manuel Antônio de Almeida (de quien escribió una biografía). Escribió por ejemplo: Oscarina (1931), Três caminhos (1933), A estrela sobe (1938), Stela me abriu a porta (1942), etc. José Lins do Rego (1901-1957) Otro, José Lins do Rego, a quien la novela Menino de Engenho había procurado una extensa fama y prestigio, era, en cambio, hombre lento, oscuro, taciturno y tierno. Pasábamos buenos ratos tomando café entre largas pausas de silencio, hasta que por fin se despedía con un fuerte, elocuente y mudo apretón de manos […] (Ayala, 2001: 310).
Fue periodista, novelista, articulista y memorialista. Desde su infancia se reveló su tendencia a las letras. Su familia estaba directamente ligada al mundo de las fincas e ingenios de azúcar, este será un tema constante en su literatura... Conoció la obra de Gilberto Freyre cuyas ideas sobre la formación social brasileña iban también a influir en su obra. Tenía un lenguaje fuerte y poético y sus temas estaban relacionados a los recuerdos de infancia, adolescencia. En su obra se destacan: Menino de Engenho (1932), Doidinho (1939), Fogo Morto (1943), Meus verdes anos (1956), etc. Fue secretario general de la Confederación Brasileña de Deportes de 1942 a 1954.
Autor de Memórias de um sargento de Milicias traducido al español por Francisco Ayala en 1946. 9
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Aníbal Machado (1894-1964) A Aníbal Machado, novelista también, lo conocí, pero lo traté menos [...] (Ayala, 2001: 310).
Era un hombre muy querido por todos y dominaba el buen humor. Le gustaba más charlar con las personas que conocía que escribir, también prefería oír que leer. Apostaba por una fuerza real de creación, aunque dijo haber leído muy poco en su infancia y escrito poco en su vida. Escribió cuentos, novelas (por ejemplo, Tati, a Garota, A arte de viver y João Ternura) y también muchos textos dispersos. Érico Veríssimo (1905-1975) Con Érico Veríssimo me encontré más de una vez, y todavía habíamos de encontrarnos años después en Washington, donde él trabajaba como funcionario de la Unión Panamericana (Ayala, 2001: 310).
Escritor de estilo sencillo considerado excelente “contador de historias.” Solía presentar las historias cinematográficamente. En 1934 conquistó, con Música ao longe, el Premio Machado de Assis, de la Cía. Editora Nacional y, en el año siguiente, su Caminhos Cruzados era premiado por la Fundação Graça Aranha. Fue, sin embargo, con Olhai os lírios do Campo, en 1938, que su nombre se convirtió realmente popular, alcanzando éxito extraordinario. Desde 1943, cuando viajó por primera vez a los Estados Unidos, se empeñó en divulgar la literatura y la cultura brasileña en el exterior, en conferencias y cursos que se realizaron en los más diversos países como: México, Ecuador, Perú, Uruguay, Francia, España, Portugal, Alemania, etc. Su prestigio internacional creció hasta tal punto que, en 1953, por indicación del Ministerio de las Relaciones Exteriores, asumió la dirección del Departamento de Asuntos Culturales de la OEA (Organización de los Estados Americanos). Le gustaba mucho viajar y estuvo en Grecia, Oriente Medio e Israel, retornando varias veces a Europa y a los Estados Unidos. Sus libros fueron traducidos y publicados en casi todo el mundo. En Brasil, recibió muchos premios. Uno de sus trabajos más notables es O Tempo e o Vento, romance divido en tres partes «O Continente», «O Retrato» y «O Arquipélago», que comenzó a escribir en 1949 y terminó en 1962. Erico Veríssimo murió cuando escribía el segundo volumen de su libro de memorias, Solo de Clarineta.
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Carlos Drummond de Andrade (1902-1987) Con Carlos Drummond de Andrade, tan gran poeta como amenísimo conversador, solía dar largos paseos en tranvía por los barrios de la dilatada ciudad (Ayala, 2001: 310).
Drummond se lanzó al encuentro de la historia contemporánea y de la experiencia colectiva, participando, solidarizándose social y políticamente. La sorprendente sucesión de obras-primas en sus libros, indica la madurez del poeta, mantenida siempre. Gran parte de su obra fue traducida al español, inglés, francés, italiano, alemán, sueco, checo y otras lenguas. Carlos Drummond fue, durante décadas, el poeta más influyente de la literatura brasileña en su tiempo, publicando también diversos libros en prosa. Tradujo autores extranjeros como Balzac, Marcel Proust, García Lorca, Molière, entre otros. Carlos Drummond de Andrade murió en Rio de Janeiro, el día 17 de agosto de 1987, pocos días después de la muerte de su hija única, la cronista Maria Julieta Drummond de Andrade. Gilberto Freyre (1900-1987) Gilberto Freyre, a quien me ligaba nuestra común dedicación a las artes de la sociología y cuyos libros había leído y comentado con deleite, residía no en Río, sino en el Nordeste, pero entablamos contacto en un viaje que hizo a la capital (Ayala, 2001: 310).
Escritor que dedicó su vida a la antropología, sociología, ciencias políticas, escribió en varios periódicos y conoció varios países lo que le permitió la publicación también fuera de Brasil. Estudió en los Estados Unidos, visitó países como Francia, Alemania, Bélgica, Inglaterra, España, Portugal, algunos países de África, etc. En Lisboa empieza unos estudios de investigación en los cuales se basaría para escribir Casa-Grande y Senzala (1933) su obra de mayor reconocimiento. En vida, recibió muchos títulos y condecoraciones y también el grado de Dr. Honoris Causa por la Universidad Católica de Pernambuco. Cecília Meireles (1901-1964) A quien sí tuve la suerte de poder frecuentar mucho entonces, y nunca más vi después, es a Cecília Meireles, figura trágica, poeta de rara intensidad y
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mujer de rara belleza, con unos maravillosos ojos color violeta, cuyos poemarios conservo con reverencia. (Ayala, 2001: 311)
Cecilia Meireles tuvo una vida muy difícil y complicada desde el comienzo. Nació tres meses después de la muerte del padre y a los tres años perdió a la madre. Fue criada por la abuela. Decía que en su infancia de niña sola tenía dos cosas que para ella fueron positivas: el silencio y la soledad. Su primera poesía la escribió a los nueve años de edad y a los dieciséis, su primer libro de poemas. Recibió algunos premios literarios en el transcurso de su carrera y también el título de Dra. Honoris Causa en Delhi, en la India. Se jubiló como directora de escuela, pero siguió trabajando como productora y redactora de programas culturales. Su obra fue traducida a varios idiomas y también tradujo poesías, obras teatrales, además de dejar escritos inéditos. Escribió: Viagem, Vaga Música, Poetas Novos de Portugal, Mar Absoluto, Romanceiro da Inconfidência, Canções, A Rosa, Ou Isto ou Aquilo, etc. Tradujo libros de poesía y prosa, teatro, dejó muchos textos inéditos. Su poesía ha sido letra de músicas por muchos cantantes, además de haber sido traducida al francés, español, inglés, alemán, italiano, etc. Manuel Bandeira (1886-1968) Pero es quizá Manuel Bandeira el escritor que más efusiva simpatía despertó en mí. Fuimos muy buenos amigos. Ya tenía él por aquella época sus buenos añitos, pues me llevaba veinte y yo iba para los cuarenta, pero nos entendíamos muy bien (Ayala, 2001: 311).
Uno de los poetas más estudiados en Brasil, Bandeira escribió sus primeros versos libres en 1912 bajo influencia de autores como Apollinaire, Charles Cros, etc. En junio de 1913 pasó a vivir en Suiza para intentar curarse de tuberculosis. Volvió a Brasil en los principios de la Primera Guerra Mundial. Sus cincuenta años fueron marcados por grandes conmemoraciones, entre ellos la publicación de un libro escrito por los principales escritores brasileños con estudios críticos, poesías, etc. Trabajó como profesor de Literatura Hispanoamericana y tuvo su destacada importancia en la literatura brasileña, ya que recibió muchos homenajes, dejó una extensa obra variada con: poesía, prosa, antologías, traducciones... Se pueden destacar entre sus publicaciones: A cinza das Horas, Estrela da Manhã, Estrela da Tarde, Noções de História das Literaturas, Itinerário da Passárgada, etc.
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Otto Maria Carpeaux (1900-1978) Otto Maria Carpeaux era un vienés de origen judío (...) hicimos muy buena amistad a lo largo de la cual tendríamos conversaciones de alto grado estimulantes, pues era hombre de gran saber y agudo ingenio, además de persona amabilísima (Ayala, 2001: 312).
Fue indirectamente presentado por Gabriela Mistral10 que insistía: “No dejes de buscar a Carpeaux, Ayala […] Es persona muy interesante, le gustará.” (Ayala 2001: 312). Carpeaux fue ensayista y crítico11. Nació en Austria y se refugió en Brasil, pasando a escribir en portugués. Es interesante destacar que cuando llegó a Brasil no había tenido todavía ningún contacto con la literatura brasileña, tampoco sabía hablar el portugués. Su obra transciende los límites de la crítica literaria. Entre las publicaciones más significativas destacan: Historia da Literatura ocidental (8 volúmenes), Pequena Bibliografia Crítica da Literatura Brasileira, Uma nova História da música, etc. El interés de Ayala por la novela de Manuel Antonio de Almeida: Memórias de um sargento de Milícias Por sugestión de Baudizzone, traduje las Memorias de un sargento de Milicias, esa singular novela del malogrado brasileño Almeida, extraña, divertida y probablemente inconclusa (Ayala, 2001: 329).
En Confrontaciones (Ayala, 1972) Ayala realiza un estudio sobre la obra de Almeida, considerándolo un escritor precoz y de madura genialidad. Intitula su estudio «Un novelista impar» y así describe el autor y su obra: Un libro sin par: eso puede afirmarse, cualquiera sea el punto de vista desde el que se las considere, de la «Memorias de un Sargento de Milicias». (…) Se ha hecho notar cómo las «Memorias de un Sargento de Milicias» es el primer 10 En 1945 Gabriela Mistral era cónsul de Chile, cuyo consulado estaba en Petrópolis, en Rio de Janeiro. Ayala la había conocido en Madrid en alguna ocasión y también en otro encuentro en Lisboa. En Rio se veían con frecuencia y charlaban durante varias horas, según describe el propio Ayala en sus Recuerdos y Olvidos. Este año para Gabriela Mistral estuvo marcado por la muerte de un sobrino que vivía con ella y también de un matrimonio amigo. También en este 1945 le dieron a ella el Premio Nobel. 11 Durante el encuentro en el Simposio «Francisco Ayala y América» tuvimos la oportunidad de oír del propio Ayala algunas anécdotas sobre Carpeaux.
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monumento que recoge con intención literaria el lenguaje hablado del Brasil. (…) lo importante, lo significativo, lo que obliga a reconocer un talento creador de primera magnitud en aquel joven periodista despreocupado de cánones estéticos y acuciado en su labor por urgencias económicas, es la penetración con que se sirve de ese lenguaje oral y popular para henchirlo de fuerza literaria, para dotarlo de calidad poética en la acepción más plena de la palabra (Ayala, 1972: 310-312).
Así como muchos de los críticos literarios brasileños, Ayala considera también las Memórias de um Sargento de Milícias como una novela inclasificable dentro de la línea de producción de la literatura brasileña. Lo que nos planteamos ahora es ¿cuál sería el interés de Ayala en las Memórias de um Sargento de Milícias? Primeramente debemos considerar que Ayala conoció al autor de la biografía de Almeida: “Uno con quien me reunía bastante era Marques Rebelo, inquieto y nervioso cual rabo de lagartija, ingenioso, curioso, rabiosillo, inseguro e inagotable en su charla” (Ayala, 2001: 310). Marques Rebelo publicó en 1943 la Biografía e Obra de Manuel Antonio de Almeida. En un encuentro con Ayala nos dijo que tradujo la novela porque la veía muy interesante, muy singular y además: Lo menos que se propone Almeida, en efecto, es “hacer estilo”. Quiere contar cosas, entregar contenidos a sus lectores, la forma no es para él preocupación primordial, quizá preocupación ninguna: surge de esos contenidos, está a su servicio, y por eso, allí donde no determinan ellos una tensión estilística, la prosa, si no desmaya y queda mustia –pues eso jamás acontece en todo el libro–, incurre en leve chapucería. Y a esa actitud del autor frente a su obra y sus lectores se remite probablemente otro de los aspectos que tan singular la hacen (Ayala, 1972: 313).
No nos olvidemos que Ayala fue lector de: El Buscón, El Lazarillo, obras que según algunos críticos brasileños “inspiraron” indirectamente a Almeida en sus Memórias. Bibliografía citada Almanaque Abril «A enciclopedia da atualidade» (2003): Brasil, Editora Abril. ALMEIDA, M. A. de (2003): Memórias de um Sargento de Milícias, São Paulo, Ateliê Editorial.
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AYALA, F. (1972): Confrontaciones, Barcelona, Seix Barral. —. (2001): Recuerdos y Olvidos, Madrid, Alianza Editorial. BOSI, A. (1995): História Concisa da Literatura Brasileira, São Paulo, Cultrix. CÂNDIDO, A. (1970): «Dialética da Malandragem (caracterização das Memórias de um Sargento de Milìcias)», en Revista do Instituto de Estudos Brasileiros nº 8, São Paulo, USP. —. y CASTELLO, J. A. (1979): Presença da Literatura Brasileira, São Paulo/Rio de Janeiro, Difel. HIRIART, R. (1972): Las alusiones literarias en la obra narrativa de Francisco Ayala, New York, Eliseo Torres. VÁZQUEZ MEDEL, M.A. (ed.) (1995): El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla, Alfar.
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DESCAMINOS EN BRASIL: FRANCISCO AYALA Y OTTO MARIA CARPEAUX EN TORNO A LA FICCIÓN, LA REALIDAD Y LA HISTORIA Isabel Jasinski1 (Universidad de Curitiba, Brasil) Descaminar una trayectoria es deshacer los caminos abiertos, deconstruyéndolos a través del universo de las palabras dichas y escritas, de los pensamientos y diálogos. Los textos publicados por Ayala representaron las huellas de sus pasos en el viejo nuevo continente. La vida y la historia lo trajeron/llevaron por esos/aquellos pagos, campos, montañas y playas. Busqué seguir sus huellas y descaminar sus caminos para investigar sobre las relaciones que Ayala mantuvo con un ilustre crítico austriaco que adoptó Brasil como su nuevo hogar. I Francisco Ayala ha sido, desde tempranas horas, un intelectual activo en el mundo hispánico. Una ubicación favorable en el centro de eventos históricos del siglo XX (no sólo la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial, como el evento de los medios masivos de comunicación, en especial el periodismo y el cine) y su capacidad para analizar críticamente los elementos y los eventos sociales y artísticos, le permitieron estar presente en las reflexiones sobre las nuevas disposiciones estéticas, capaces de nombrar y conducir la interpretación de la realidad (o las realidades) española e hispanoamericana. Buena parte de su intensa actividad intelectual en América Latina está concretada en publicaciones vehiculadas por periódicos y revistas, como La nación, Sur, Síntesis y Rea1 Profesora de Literaturas de Lengua Española en la Universidad Federal de Paraná, Curitiba, y doctoranda en Teoría Literaria en la Universidad Federal de Santa Catarina, Florianópolis, Brasil.
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lidad (editada por él y otros compañeros en Buenos Aires), y en sus contactos con críticos, artistas, profesores y poetas de Argentina y Brasil, en los límites de este trabajo, conforme comprobamos en Recuerdos y Olvidos (Ayala, 1983). Publicaciones y contactos le dieron espacio para la divulgación y el intercambio de ideas afines con el esfuerzo por comprender el momento histórico que vivía, del que no podía abastraerse por la condición activa que había elegido. Tanto unas como otros reúnen amplio material para estudio, lo que caracteriza el cuerpo de mi análisis, que, desde luego, no pretende agotar la producción intelectual de Francisco Ayala, ni siquiera delimitar su campo de actuación en América. Lo que propongo es confrontar algunas de sus ideas con las de Otto Maria Carpeaux, crítico austriaco exiliado en Brasil a partir de los años 40 hasta su muerte. Para tanto parto de su condición común de europeos exiliados en América, lo que eventualmente les posibilitó el contacto en Río de Janeiro en 1945, los aspectos culturales hispánicos compartidos por ambos (defendidos por Carpeaux como partícipes de la formación cultural de Austria) y la participación de sus respectivas ideas en los diferentes universos de su pensamiento mediante la publicación de artículos y ensayos.2 Dicho contexto favorable alumbrará el análisis de las ideas acerca del realismo y el barroco, en relación a la comprensión del rol histórico en la concepción literaria de Ayala y en la recepción crítica de Los usurpadores, comentado por Otto Maria (Carpeaux, 1949), tras su publicación en Argentina en 1949. II El interés por el debate de ideas se concretó con la publicación de Realidad, revista de ideas, reflejando una movida cultural intensa en el Buenos Aires de aquellos años 40, a la que colaboraban las muchas tertulias entre escritores y artistas de diferentes nacionalidades, la presencia de editoriales fuertes, como Sudamericana y Losada, y las publicaciones de revistas como Sur, entre otras. El pensamiento vigente puede ser observado en estas palabras de Ayala: 2 “Desde ese momento hicimos una muy buena amistad, a lo largo de la cual tendríamos conversaciones en alto grado estimulantes, pues era hombre de gran saber y agudo ingenio, además de persona amabilísima. En una de esas conversaciones le llamé ocasionalmente la atención sobre la calidad excelsa de Quevedo como poeta lírico. Leímos juntos varios de sus sonetos, y Carpeaux aprendió a estimar esa calidad en un escritor al que antes sólo había apreciado en cuanto moralista y satírico. Entre mis libros tengo una História da Literatura Ocidental en cuatro voluminosos tomos, publicada por él en 1962, en alguna de cuyas páginas creo escuchar como un eco de aquellas conversaciones nuestras” (Ayala, 1983: 84).
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Pensábamos que el lanzamiento de otra revista, en lugar de perjudicar a Sur ni amenazar su hegemonía literaria, enriquecería el panorama intelectual del país; y por esta razón tuve yo decidido empeño en darle a Realidad, como ‘revista de ideas’, un sesgo marcadamente ensayístico y crítico, excluyendo de sus páginas los textos de pura invención poética, verso o prosa, que predominaban en las páginas de Sur... (Ayala, 1983: 116)
Primeramente la preocupación de los editores fue evitar el choque con la intelectualidad porteña, tanto que Ayala se negó a dirigir directamente la revista, que quedó en manos de Francisco Romero. Luego, la apertura a la publicación de ensayos en distintas áreas del saber, se erigió en base del conocimiento humanista y liberal de Francisco Ayala, ensayista, crítico literario, traductor, sociólogo y escritor preocupado con el debate intelectual sin mitificaciones nacionalistas. Así lo demuestra, por ejemplo, el artículo publicado por Borges, en número dedicado al centenario de Cervantes, en el que critica la comprensión mitificada y simplificadora de Don Quijote y Sancho Panza (Borges, 2001: 251-253); o el debate entre Ayala y Sánchez Albornoz acerca de sus diferentes modos de tratar la historia (Ayala, 1947b: 424-425); o aun el relato de los conflictos de Ayala, en Recuerdos y Olvidos, con el nacionalismo de Carmen Gándara, quien financiaba en parte la publicación de la revista. Entre los escritores que colaboraron con Realidad, además de Jorge Luis Borges, estaban Julio Cortázar, Rosa Chacel, Sartre, Bobbio, Sábato, Alfonso Reyes, Otto Maria Carpeaux y muchos otros. El artículo encomendado a Cortázar por Ayala demuestra la apertura a formas ideológicas variadas, puesto que refería a la publicación de Adán Buenosayres, cuyo autor tendía entonces a las ideas fascistas. La principal preocupación del editor Ayala era la importancia artística de la obra en el panorama literario argentino, antes que los ideales políticos de Leopoldo Marechal. De hecho, el análisis del joven Cortázar se mantuvo en el campo estético, observando la riqueza del lenguaje y la debilidad de la obra en su pretensión partidista unificadora (Cortázar, 1994: 169-176). Realidad fue una revista que propuso discutir su realidad histórico cultural (de la que participaban las concepciones artísticas y filosóficas no como factualidades deterministas sino como móviles de las acciones y las mentalidades) y las ideas que circulaban entonces, entre las que cabe destacar las concepciones de realismo y barroco, y su relación con la historia. Otto Maria Carpeaux participó de este debate con los ensayos «Hoffmansthal e o seu Gran Teatro del Mundo» (Carpeaux, 1999: 140-146), en el segundo número de Realidad, y «La tragedia del realismo» (Carpeaux, 1948: 173-186), relacionado a la publicación de Mimesis, de Erich Auerbach. Su formación de humanista y su sensibi-
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lidad crítica le capacitaron para una visión amplia de las obras de distintos autores europeos que contribuyeron a la constitución del pensamiento occidental. La cuestión que me propongo pensar está relacionada a las ideas compartidas por Ayala y Carpeaux cuanto a la interacción entre historia y lenguaje, que permitieron la colaboración entre sus discursos. III El análisis que realiza Carpeaux acerca de Auerbach propone, en mi punto de vista, una problemática que relaciona ambas cosas en principio inconciliables: el comprometimiento realista y, por consecuencia, materialista e historicista de las concepciones artísticas, y las cuestiones individualistas e idealistas del Barroco, respecto a la contrafaz yo/mundo, expresadas a través del lenguaje. Aunque piense únicamente sobre la mimesis, me parece pertinente tomar las palabras de Carpeaux como punto de reflexión: El estilo, medio de expresión de la mimesis, es él mismo una ‘realidad social’. Y las realidades sociales no existen como material informe que el arte organiza ‘imitando’; se presentan ya ‘estilizadas’. La frontera entre los dos conceptos y entre los objetos correspondientes es variable; y esta frontera es lo que constituye el objeto del realismo (Carpeaux, 1948: 184).
Para él, éste es el modo como Auerbach interpreta el realismo subyacente al lenguaje literario elaborado, como una relación fronteriza mutante entre realidad social y formas estéticas. La estilización corresponde a la perspectiva y a la acción del sujeto del lenguaje produciendo la historia, no se puede asir la realidad en su completud, sino fragmentaria, particular y momentánea materialidad. O sea, Carpeaux aborda la realidad por medio del lenguaje, sin avanzar por el campo hermenéutico de las ideas, fragmenta la realidad por medio de las posibilidades de expresarla (una especie de realidad literaria); no a la inversa, como sean los aspectos realistas del lenguaje (o una literatura realista). Diferentemente de lo que dice George Steiner, celebrando el cincuenta aniversario de la edición inglesa de Mimesis, quien apunta el axioma según el cual “si los lenguajes construyen nuestro mundo, también se relacionan con él en términos que son, en última instancia, ‘realistas’, términos que desafían el maligno demonio cartesiano que falsificaría el significado y la evidencia” (Steiner, 2003: 43). Se puede leer la realidad a través del lenguaje literario, proceso en el que no se separarían cartesianamente lo evidente y el significado, porque ambos se confun-
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den, las representaciones realistas son la evidencia de la realidad humana, no un proceso de individuación del lenguaje. Tratando de reflexionar sobre el parámetro de la mimesis en el análisis literario de Ulysses, Otto Maria Carpeaux comprende su funcionalidad según lo admita el propio texto: La comparación entre realidad social y realidad de la obra literaria puede tener sentido en los casos en que el autor pretendió retratar la realidad, como sucede en la novela naturalista; pero aun así será necesario observar la profunda modificación de los hechos reales por la transposición para el plan de una realidad compuesta sólo de palabras. Es inevitable, hasta cierto punto, la deformación. Muchas veces la deformación es deliberadamente hecha, sea en el caso del realismo moderado para suavizar los aspectos de la realidad, sea en el caso del humorismo caricatural de intenciones satíricas. Este último caso sería el de Ulysses si Joyce hubiera tenido la intención de estar en contacto con la realidad. Pero exactamente de esto se puede dudar (Carpeaux, 1947: 14).
El realismo no es una calidad inherente de la expresión artística, al contrario, la percepción de la realidad cambia de acuerdo con la sensibilidad expresiva. ¿El carácter ontológico del realismo es la realidad misma o reside en el lenguaje como modo de constituirla históricamente, como creación de la memoria? La respuesta a esa pregunta ciertamente aclararía los fundamentos del pensamiento de Carpeaux sobre el tema. En otro artículo de su autoría, el crítico menciona el sentido escolástico del realismo, comprendido como “existencia real de las abstracciones” (Carpeaux, 1942a: 16), lo que de cierto modo justifica una comprensión del realismo no como imitación sino como lectura, interacción, formas elaboradas del pensamiento alcanzando niveles sutiles de comprensión. Dicha percepción contrasta con la visión historicista y social del realismo moderno, y más aún con la figuración épica de un pasado absoluto, conforme analiza Carpeaux en «La tragedia del realismo». El realismo moderno inaugurado por la fuerza social del cristianismo hizo abrir la perspectiva histórica, ya que contraponía presente y pasado, propugnando la creencia en la historicidad de los acontecimientos ficcionales. De cierto modo eso representó la inclusión de las minorías, de los que no dominaban la escrita y la alta cultura aristocrática, como componentes de esa perspectiva histórica. Para Otto Maria, “esa fe en la realidad del asunto literario es la raíz del realismo literario que se liga por tanto al democratismo judeo-cristiano y a la sintaxis paratáctica” (Carpeaux, 1948: 182). Según su visión, conservar la dimensión histórica sin el trasfondo religioso es la raíz del realismo moderno que la supera posteriormente median-
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te la ascención de las teorías nacionalistas, suplantándola por la dimensión espacial y social. Lo que hacen los movimientos de vanguardia, en el intento de superar el realismo social, es proponer un nuevo realismo figurativo, no descriptivo, que recupere la dimensión temporal del ser, en la que se puede ver “las cosas importantes a través de las cosas sin importancia”. Como se ve, realismo y expresión literaria se relacionan en el campo del movimiento espacio temporal de la historia y responden a motivadores humanos antes que institucionales. Un poco más adelante, aclarando su comprensión de realismo, Carpeaux observa que “la obra de arte revela tendencia hacia fuera de la moldura, y esa tendencia constituye criterio más seguro del estilo realista que la mimesis que es en definitiva la ley general de todo arte” (Carpeaux, 1948: 183). Diferentemente de su pensamiento en 1942 acerca de la poesia mallarmeana, se percibe un crescimiento de la valoración de la dimensión histórica de la creación, sin abandonar el estudio estilístico del lenguaje, campo de abstracciones. El salto a una perspectiva histórica del arte, interacción entre sujeto y obra, se da con el Barroco porque incluye a los espectadores en la perspectiva, confundiendo los espacios entre baja y alta cultura. En ese sentido, el carácter realista no es reflejo sino interacción, como en la interpretación del Barroco propuesta por Carpeaux en relación con el realismo (Carpeaux, 1948: 184). En otros ensayos sobre el tema, el crítico apunta la profunda relación de la estética barroca con el movimiento artístico español, especialmente Calderón de la Barca, de La vida es sueño, reescrita por Hofmannsthal para representar la superación del estado aristocrático a través de la revolución (Carpeaux, 1999), y Góngora, en su forma de elusión del mundo real y alusión al mismo, recuperando las palabras de Dámaso Alonso (Carpeaux, 1943: 18). En «A Torre» realiza un profundo análisis del tema de La vida es sueño, acentuando el conflicto entre la libertad individual y la coercitividad del estado absolutista, el cual pregonaba que el fuera de la “torre” correspondía a pura ilusión de la vanidad, creando un apoliticismo determinista que es vencido con la revolución popular liberadora del individuo (Carpeaux, 1999: 528). Dicha tensión dialéctica, término usado por el crítico, produce un efecto de movimiento, equivalente a la sintaxis paratáctica no subordinativa de los significados y a la concepción de un presente contínuo no absoluto.
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IV El conflicto entre discursos que atestiguan la separación entre individuos y Estado, en el contexto presente, pudo tener su raíz en el Barroco, lo que en cierto modo está compuesto artísticamente por el anhelo de algo que trascienda lo institucional histórico mediante su incorporación. En la crítica publicada en 1949, tratando de Los usurpadores, Carpeaux observa que Francisco Ayala no piensa representar la historia como objeto ficcional, sino que quiere lograr descubrir lo que puebla el espíritu de sus personajes, no determinista pero marcadamente históricos. Usa los elementos sociales y temporales como componentes para la elaboración ficcional de modo que ofrece una nueva formulación del concepto de poder, no justificadora del poder soberano del Estado pero problematizadora de su legitimidad. Carpeaux lee en Ayala la búsqueda por descifrar “lo que está siempre presente en el espíritu”, los elementos que revelan una crisis, tal cual la propia sociología, por ocasión de la publicación de Tratado de sociología, en su opinión “la obra sociológica más importante que existe hasta hoy en lengua española” (Carpeaux, 1949). Las distintas historias de Los usurpadores conforman variadas versiones del abuso del poder. De acuerdo con Otto Maria, “el poder quizá sea siempre ilegítimo” y los hechos que lo sostienen son secundarios, conforme lo demuestra el análisis de las novelas que componen la obra de Francisco Ayala: en la sociología de Francisco Ayala el Espíritu realmente es un hecho fundamental, axiomático, domesticando el proceso histórico social de la lucha de los ‘poderes’ por sus brazos Cultura y Civilización, que fundan el Orden; así como el bienaventurado mendigo Juan de Dios, en la novela que le debe el nombre reconcilió en sus brazos los hermanos enemigos (...). Pero eso ya no es ciencia de sociólogo ni arte de poeta sino el fruto de arte y ciencia: la sabiduría (Carpeaux, 1949).
Un pensamiento estoicista respalda dicha sabiduría, que busca superar las pasiones ideológicas y el deseo por el poder. A la historia el artista asocia la capacidad poética del lenguaje de modo a confluir elementos de honda humanidad a través de las imágenes literárias, “porque sus personajes usurpan no el nombre sino el alma y la acción de seres de la historia, y al novelista no le importa la verdad comprobable –a veces tan dudosa– de los textos autorizados” (Schultz de Mantovani, 1949: 364). Como Carpeaux, Fryda Schultz de Mantovani también comprende el alcance humanista que basa el universo creativo
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de Francisco Ayala, cuyo trabajo poético ofrece un camino eficaz para la expresión de una diversidad elaboradamente realista y trascendente. Por otra parte, proponiendo una superación de la lectura del prologuista de Los usurpadores, de que “el poder de un hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”, la crítica publicada en Sur comentaba el aspecto material e individual, relativo a las acciones concretas y consecuentes sensaciones de “los usurpadores”, no considerada la elaboración de la memoria como una narrativa. Más bien apuntaba para la elaboración psicológica de los personajes: pero séanos permitido desmentir al probo funcionario lusitano; Francisco Ayala se escapa de este límite y se aventura en la zona del misterio esencial entrañado en el hecho de que un ser humano pueda asumir, frente a los demás hombres, no ya sólo la mera dominación política en su aspecto mecánico, sino un carisma mágico, pues es muy cierto que todo poder –y no sólo el del Estado– esconde un elemento divino o diabólico en el que reside la más específica fruición de su ejercicio (A. F. S., 1949: 78).
La sacralización del poder o de las acciones personales no parece ser el deseo del escritor, si creemos que su universo de ideas tiene proyección en otras palabras y reflexiones de su campo de actividad intelectual. Tales esencialidades personalistas no responden a las búsquedas de Ayala que quiere suplantarlas en el nivel narrativo mediante el desdoblamiento sobre si mismas, para ver las posibles historias de las diferentes identidades y realidades. Lo que le permite avanzar por los campos de la reflexión política, por la sociología, por la historia, por la ficción, la filosofía, las artes, las humanidades. En un artículo de 1947, comentando la publicación de una nueva Historia de Alemania, Francisco Ayala observa que: hasta ahora [...] el conocimiento histórico debía constituirse desde dentro de ‘un’ marco nacional, cuyo presente inexorable daba la perspectiva –por necesidad deformadora– sobre el juego del mundo histórico en su totalidad compleja. Superar la limitación de esa perspectiva era una exigencia sentida a partir de este hecho: que, aún dividido en diferenciadas y contrapuestas naciones, el Occidente fue y seguía siendo una unidad cultural, una comunidad de vida y destino. Pero sólo en forma deficiente cabía intentar esa superación, captando mediante un esfuerzo intelectual que equivale en lo físico a una postura forzada el simultáneo despliegue de los diversos factores nacionales en sus cambiantes constelaciones: hazaña que apenas podían cumplir con cierta facilidad historiadores pertenecientes a territorios subtraídos a una vigorosa determinación política, a pequeñas potencias sin porvenir, a Estados neutralizados, a zonas limina-
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res, etc., y ello a expensas de presentar la Historia universal como una sucesión de hegemonías en el movimiento de la pluralidad política. (Ayala, 1947a: 122)
Dicha postura forzada equivale a la dislocación del lugar de reflexión de los pensadores, promovido por el movimiento de la historia, ofreciendo una superación, aunque deficiente, de las limitaciones nacionalistas. Una perspectiva desplegada de las esencialidades, pero reconvertida en movimiento de la pluralidad política, no una concepción absolutista, totalizadora o hegemónica. Esta visión del movimiento histórico y de la pluralidad social parece basar, por otro lado, los estudios de Ayala sobre sociología, que resultaron en la publicación del Tratado de sociología. Así lo demuestran las notas de Aníbal Sánchez Reulet sobre el Tratado, para quien “la sociología es una ciencia histórica cuya estructura conceptual se reajusta y adapta de continuo a los cambios que padece la propia historia y la sociedad” (Reulet, 1947: 429). Ayala forzosamente ocupó un espacio de reflexión dislocado como intelectual exiliado activo, así como proporcionó nuevas fuentes para el pensamiento latinoamericano igualmente pudo asimilar nuevas perspectivas de las realidades que le ofrecían sus experiencias en el viejo nuevo continente. Excluido en la comunidad social española de entonces pero incluido políticamente a través de su actividad intelectual, dislocado y recolocado en la comunidad hispanoamericana productora de pensamiento, se constituye como una especie de homo sacer, como comprende Giorgio Agamben, una categorización jurídica del individuo moderno opuesto pero subyugado al poder soberano (Agamben, 2002: 91, 92). A las relaciones entre historia y sociedad se suma, en el pensamiento de Ayala por aquellos años, el lenguaje vinculado al rol del escritor y a la preocupación por las palabras, cuyas obras “no podían dejar de estar marcadas con el sello de su época, insertas en una tradición, históricamente conformadas, en fin, y por lo tanto, constituir mensajes dirigidos (...) a otros seres humanos de quienes se aguarda una respuesta afectiva congruente. Se escribe para alguien, siempre” (Ayala, 1951: 177), aunque ese alguien no fueran sus propios hermanos españoles, puesto que sus escritos no entraban en España y no estaban reconocidos como parte de la “Literatura Española” del período. Desde otro punto de vista, Otto Maria Carpeaux también recuerda la imbricación entre historia y sociedad en el texto artístico, cuando analiza la historia de la crítica occidental, apuntando los aportes y los equívocos de los diversos abordajes, respecto al método hermenéutico de David Daiches: “el poeta (y el novelista) recibe de su situación temporal y social sus asuntos, sus métodos de selección estilística, y su público; y responde a todo eso con una actitud, por la cual su
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obra está determinada” (Carpeaux, 1942b: 18). Curiosa coincidencia la de los títulos de los ensayos de Otto Maria sobre la crítica “como arte e ciência inglesas” y sobre Los Usurpadores, «Arte e ciência de Ayala» (Carpeaux, 1949). Para Carpeaux, la sabiduría sería el fruto del arte y de la ciencia, lo que señala la importancia de la reflexión asociada a la elaboración del lenguaje. Requiere para la obra de Ayala una conformación histórica sin la preocupación por la Verdad, apoyándose en la ficción: “novelas históricas, sí, pero no historicistas”, dice Otto Maria. El historicismo lo encuentra en Mimesis como “filosofía de la historia que hizo todo por acentuar el carácter individual de los objetos históricos, por ‘concretizarlos’” (Carpeaux, 1948: 185). La ficción, aunque marcadamente histórica, más que el carácter material del hecho literario, recupera una dimensión trascendental del ser humano que define lo revolucionario del arte. Este es el comprometimiento de la crítica y las metodologías de análisis literario, un elemento que los estudios estructuralistas no satisfacen, en opinión de Carpeaux, lo que subraya su campo ideológico de acción a final de los años sesenta (Carpeaux, 1967: 248). Por su parte, Ayala solicita un espacio propio para la reflexión sobre la historia, establecida nada más que por la libertad de pensamiento del individuo en la búsqueda de sentido, sin pretensiones científicas. Tales dogmatismos deben ser ajenos a la crítica, es la respuesta del ensayista a las aseveraciones de Sánchez Albornoz: “prescindamos del equívoco repetido entre nación y estado, de la comparación –de viejo cuño organicista, y hoy escandalosa– entre individuos y naciones; no reparemos en ese trasnochado intento de definir lo hispánico substancial ‘desde hace milenios’ (...)” (Ayala, 1947b: 425). El carácter político del nacionalismo lo distancia de la literatura, de este modo ya no se puede hablar de literaturas nacionales, ni la crítica ni la historia se pueden pautar por los valores nacionalistas. Este universalismo, de cuño erasmista, en la opinión de Otto Maria Carpeaux3, propone una visión opuesta al tradicionalismo aristocrático, la del liberalismo español. Él corresponde a la concepción de la historia moderna en que el hombre supera el apoliticismo de la “Torre”, metáfora de las determinaciones del Poder soberano, comprendiendo el movimiento histórico que condiciona los valores sociales. Estos son parámetros de tratamiento de los temas históricos por parte de la ficción de Francisco Ayala, en este caso, Los Usurpadores y La Cabeza del 3 En ese ensayo, Otto Maria se refiere al análisis realizado por Francisco Ayala acerca del sociólogo Jovellanos, en publicación conmemorativa del bicentenario de su nacimiento. En esa ocasión, Ayala considera Jovellanos como uno de los fundadores del historicismo moderno (Carpeaux, 1946).
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Cordero. Lo confirma el hecho de que otros críticos, contemporáneos de Ayala, lo hayan observado refiriéndose a esas novelas. Según Keith Ellis, mencionando por su vez las palabras del escritor, “no es soprendente que cuando Ayala se puso a escribir con la guerra civil como fondo histórico produjera narraciones que tratan la guerra en su plenitud, ‘un acontecimiento no sólo peninsular sino universal por su alcance y consecuencias morales’” (Ellis, 1962). No es sorprendente, en mi opinión, porque lo identifica la creencia en los aspectos humanos más allá de las fronteras nacionales o las estratificaciones históricas y sociales, cree también en elementos motivadores que articulan las actitudes y expresión humanas. Para Francisco Ayala, el artista es capaz de captar los valores del espíritu y las formas de expresión, sin embargo, “debe reconocer y no perder nunca de vista que el valor no radica en el acto de comunicación, sino en la esfera transcendente donde su obra se inspira, y cuyo acceso es siempre escarpado, arriesgado, inseguro” (Ayala, 1951: 180). El arte de crear ficción no se reduce a la realidad, como no se reduce a la historia, pero las incorpora “mediante la aplicación de ciertas categorías formales y ciertas conceptuaciones ideológicas que él, consciente o no de ello, recoge de las vigencias espirituales contemporáneas, y que nunca pueden ser extraídas del material mismo” (Ayala, 1951: 187). De este modo, puedo comprender que el lenguaje ficcional responde a un modo de pensar y producir significados, construido mediante el esfuerzo del trabajo por volver arte del espíritu la materia de la realidad. Carpeaux ya había mencionado el carácter axiomático del Espíritu en la sociología de Ayala bajo las formas de la cultura y la civilización. ¿Esta referencia transcendente tendría relación con un posible humanismo cristiano, fundamentando la concepción universalista de la actividad artística y filosófica de Francisco Ayala? ¿Tal es la relación mimética posible del lenguaje literario? V Los movimientos humanos hacia los límites de su realidad son acontecimientos naturales, lo cual, desde donde nos permite la memoria escrita, o de la oralidad, pero más aún la del imaginario o la del espíritu, percute en las formas de elaboración de esa memoria mediante la ficción y la reescritura. La expansión de fronteras forzosamente producida por el movimiento de la historia produce la apertura para la percepcipón crítica de esa misma historia, como consecuencia de una dislocación del punto de vista sobre el lugar de origen. De este modo, reconquista el lugar de donde habla a partir de evaluarlo desde el lu-
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gar de habla del otro. Esta es la perspectiva de observación de Francisco Ayala y Otto Maria Carpeaux sobre las realidades latinoamericanas y su propia situación histórica. En su pensamiento, articulado a través de los ensayos críticos publicados en los medios de comunicación, como los periódicos y las revistas, principalmente, pero también en los libros, actúan a favor del rompimiento de los límites regionales de las fronteras, aunque separadas por un océano, y las esencialidades nacionalistas características de algunos movimientos sociales de la primera mitad del siglo XX. En esa posición, el crítico no puede ignorar la historia como factor decisivo para la creación de lenguaje y pensamiento. Sin embargo, ella es uno de los elementos que componen la ficción, no el único. Así como no debe ser el único parámetro de abordaje crítico, aunque el crítico no deba olvidar su importancia. Conforme propone Carpeaux, “hoy día, la crítica literaria exige una inmensa curiosidad intelectual, aun fuera de las regiones de la propia literatura, exige conocimientos técnicos de toda especie” (Carpeaux, 1942b: 20-21). Los horizontes del crítico deben ser amplios, bien lo sabe Francisco Ayala, que nunca tuvo horizontes para el pensamiento. La palabra, como la música u otras formas de arte, no corresponde a los límites geográficos de las naciones, es un campo abierto para la reflexión. La imposición de literaturas nacionales cierra el horizonte de la creación, en opinión de Francisco Ayala, para quien “el poetizar es un ejercicio abierto al mundo y desentendido de cuestiones municipales; y el nacionalismo, al apretar las clavijas, si no es capaz de crear a voluntad literaturas nacionales, lo es, en cambio, de extenuar disposiciones fecundas” (Ayala, 1951: 184).4 Queda evidente, en este ensayo, que Ayala defiende la autonomía del arte frente a las disposiciones políticas de la historia que establecen parámetros de evaluación crítica, una posición que comparte con Otto Maria Carpeaux. Para éste, analizando la obra de Hofmannsthal, todos los elementos de carácter histórico influyen en el proceso de la creación de la obra de arte; pero cuando está lista –y si es realmente obra de arte– se 4 Es interesante observar, desde otra perspectiva histórica, como Ayala critica la concepción de historia de la literatura española de aquel momento: “Sendos diccionarios literarios han publicado ahora –para citar um ejemplo– editoriales españolas de vieja autoridad: la de Revista de Occidente y la de M. Aguilar. No quiero juzgarlos: la intención y el esfuerzo disculpan el resultado. Pero es de notar que ambos ignoran, no sólo el sentido de la proporción, sino los hechos literarios mismos. Considerables escritores americanos son omitidos; y aun los peninsulares ausentes de España, aparecemos –cuando aparecemos– tal cual si en ‘aquel entonces’ hubiéramos muerto: de toda nuestra obra posterior, que en casos resulta ser la decisiva, no se registra noticia; siendo lo peor de todo que no hay en ello un propósito deliberado, sino el efecto de una situación inaceptable, aceptada” (Ayala, 1951: 185).
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mantiene por sí misma, autónoma como un cristal, irreductible como un axioma matemático. No es moderna ni necesita de eso para sobrevivir. Su lógica interna es perfecta (Carpeaux, 1999: 529).
El valor de la obra no se subordina a aspectos históricos, sociales o políticos, tampoco se limita a discursos cerrados, pero se presta a atribuciones y apropiaciones que recuperan, en otra medida, la ambigüedad de lo que es sacer, como matabilidad e insacrificabilidad de la categoría política separada del ámbito religioso de lo sacro. Eso es lo que permite el tránsito del artista y del crítico, su libertad y su soberanía. Tanto mejor para su formación, ya que de eso depende la posibilidad creadora e interpretativa de sus obras, como también el logro de su capacidad reflexiva. La superación de las fronteras como elemento que constituye el universo literario es una visión que se refuerza con la situación común de Ayala y Carpeaux, exiliados en América Latina a partir de los años de la Segunda Guerra Mundial, mencionado al principio de este ensayo. Estas experiencias, convertidas en temas de reflexión, promovieron un sentimiento pesimista para quienes tuvieron sus vidas desplazadas: así, pues, hoy ya todos somos uno en el desamparo, todos estamos a la intemperie; también han decaido las vigencias y se han esfumado los valores que, durante toda la Modernidad, el mundo exterior ha venido proponiendo a nuestro acatamiento, y en los que a contrapelo, pero forzados por su evidencia, hubimos de moldear nuestras actitudes e inspirar nuetras obras. Hoy, todos compartimos igual pobreza de espíritu, la misma tiniebla (Ayala, 1951: 188).
Mientras Carpeaux se apoya en los fundamentos del materialismo dialéctico, Ayala está incluido mediante su exclusión, eso lo demuestra la abdicación de la centralidad (el director de la revista es Romero), intuyendo, de algún modo, un pensamiento de la diferencia, del “entrelugar”. Ayala se vuelve mestizo, presente-ausente. El modo de comprender esta realidad es trascenderla buscando los móviles que conectan los seres humanos bajo las mismas imprevisibilidades de la existencia. Anticipan, puedo arriesgar, las concepciones del pensamiento post-utópico característico de la segunda mitad del siglo XX. De las fuentes erasmistas del siglo XVI puede habernos llegado una concepción de la historia y la cultura que convergen en la descreencia en postulados dogmáticos, que querían establecerse como referencias universales. Éstos se caracterizaron por concepciones totalizadoras, excluyentes, mientras que el pensamiento post-
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utópico se pautó por la diseminación de valores cuyas referencias son marcadas por la crisis. Referencias bibliográficas A. F. S. (1949): «Relatos» en Sur, Buenos Aires, 1949. AGAMBEN, G. (2002): Homo Sacer/O poder soberano e a vida nua I, Belo Horizonte, Editora da UFMG. AYALA, F. (1983): Recuerdos y Olvidos, Madrid, Alianza. —. (1947a): «Notas de libros» en Realidad/Revista de ideas, 4, Buenos Aires, julio-agosto de 1947. —. (1947b): «Respuesta a El destino histórico controvertido» en Realidad/ Revista de Ideas, 6, Buenos Aires, diciembre de 1947. —. (1951): «El escritor» en Sur, 203, Buenos Aires, septiembre de 1951. BORGES, J.L. (2001): «Nota sobre el Quijote» en Textos recobrados (1931-1955), Buenos Aires, Emecé. CARPEAUX, O.M. (1942a): «Situação de Mallarmé» en Revista do Brasil, 50, Río de Janeiro, agosto de 1942. —. (1942b): «A crítica como arte e ciência inglesas» en Revista do Brasil, 52, Río de Janeiro, diciembre de 1942. —. (1943): «Góngora e o neo-gongorismo» en Revista do Brasil, 58, Río de Janeiro, junio de 1943. —. (1946): «Um grande de Espanha» en Suplemento Letras e Artes, A manhã, Río de Janeiro, 9 de junio de 1946. —. (1947): «Ulysses» en Revista Literatura, Río de Janeiro, julio-septiembre de 1947. —. (1948): «La Tragedia del realismo» en Realidad/Revista de Ideas, 11, Buenos Aires, septiembre-octubre de 1948. —. (1949): «Arte e ciência de Ayala» en Suplemento Letras e Artes, A manhã, Río de Janeiro, 15 de mayo de 1949. —. (1967): «O estruturalismo é o ópio dos literatos» en Revista Civilização Brasileira, 14, Río de Janeiro, julio de 1967. —. (1999): «Hoffmansthal e o seu Gran Teatro del Mundo» en Ensaios reunidos (1942-1978), Río de Janeiro, UniverCidade & Topbooks. CORTÁZAR, J. (1994): «Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres (1949)» en Obra crítica/2, Madrid, Alfaguara.
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AYALA EN PUERTO RICO, PUERTO RICO EN AYALA María José Sánchez Montes (Universidad de Granada) Ayala estableció sus primeros contactos con Puerto Rico, donde finalmente permanecería durante varios años, con motivo de su deseo de abandonar temporalmente Argentina, donde se había establecido con su familia tras abandonar España al término de la guerra1, y cuya atmósfera, envenenada a consecuencia del peronismo, se hacía cada vez más irrespirable. Organizó, entonces, para sí una gira de conferencias por diversos países del continente americano de entre los cuales Puerto Rico fue el elegido como primer destino. El contacto en la Universidad de Puerto Rico habría de ser su amigo Pepe Medina Echavarría, compañero años atrás en la Secretaría de las Cortes, al cual no veía sin embargo desde la Guerra Civil, cuando en Valencia habían coincidido por última vez con ocasión de su boda en la que Ayala había actuado como testigo2. Encargados Medina Echavarría y Segundo Serrano Poncela de las gestiones pertinentes concluyeron entre todos que económicamente era más rentable y por tanto aconsejable que acudiera como profesor visitante durante un semestre. A pesar de no ser esa su primera intención, Francisco Ayala aceptó cambiar sus planes iniciales porque esta oportunidad le reportaría además poder viajar a Europa antes de regresar a Argentina. No imaginaba él que aquella primera estancia breve habría de conducir a su establecimiento en la isla durante un periodo más prolongado de lo que había planeado y que él mismo en sus memorias calificaría como “muy agradaEl primer destino no obstante fue La Habana, Cuba, posteriormente Chile y finalmente Argentina donde permanecerían hasta el año 50 (Ayala, 1988: 247-250). 2 Por orden del Gobierno republicano español, Varsovia sería el posterior destino diplomático de Medina Echavarría y desde donde partió hacia el exilio que, en su caso, tendría como primer destino México. Allí, junto a un encomiable equipo, tuvo entre sus cometidos levantar y transformar el Fondo de Cultura Económica hasta llegar a convertirlo en la editorial de prestigio y altura que llegó a ser. Finalmente se trasladó a Puerto Rico, a su Universidad, en concreto a la Facultad de Ciencias donde Francisco Ayala se reencontraría con él. 1
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ble y fecundo” en su vida (Ayala, 1988: 372). Así, tras aquel primer semestre, Francisco Ayala recibió el ofrecimiento de un contrato permanente como profesor que tendría como cometido reorganizar el Curso básico de Ciencias Sociales. No sólo sintió Francisco Ayala agrado por el país y por sus gentes sino que, muy interesado por el momento político y social que el pueblo de Puerto Rico estaba atravesando, hizo a la isla protagonista de unas impresiones que se publicaron en La Nación de Buenos Aires bajo el título «Postales puertorriqueñas», y objeto de un par de ensayos extensos cuyas ideas fueron bastante discutidas en su momento. «Puerto Rico: un destino ejemplar», publicado en Cuadernos Americanos de México, y «La transformación de la herencia española en Puerto Rico», ambos escritos el mismo año (1952), aparecerían una década más tarde recogidos en el volumen editado por Edhasa titulado De este mundo y el otro (Ayala, 1963). En el momento en que Francisco Ayala se incorporó a la vida cultural y social de la isla, Puerto Rico estaba atravesando políticamente uno de los momentos más interesantes de su historia. El Congreso de EEUU había aprobado dos años antes el inicio de un proceso que habría de conducir a la redacción de una Constitución política propia que contribuiría al establecimiento del estatuto “de plena autonomía dentro del marco de los Estados Unidos de América” (Ayala, 1963: 96). Se lamentaba entonces Ayala tanto de la ignorancia por parte del resto del mundo sobre la gran parte de las cuestiones relacionadas con el pequeño país, como de la falta de proyección en la política mundial de persona de tan alta talla, “destreza suprema” y “recursos geniales” como don Luis Muñoz Marín, gobernador de la isla durante los años que Francisco Ayala pasó en Puerto Rico. Irónico le resultaba a nuestro escritor que persona de su altura careciese de la proyección mundial equivalente a su capacidad, ya que por destino del azar –como sentenciaba Ayala– le había tocado regir los destinos de tan pequeño país en lugar de alguna gran potencia, con el efecto que sobre la humanidad hubiera podido tener, si así hubiera sido. En todo caso, por haberse enfrentado Puerto Rico a una integración política, técnica y económica extensa en la que había conseguido conservar, sin embargo, su personalidad cultural, a Ayala le parecía necesario atender al proceso del que estaba siendo objeto la isla por lo que de modelo podía tener para el resto de países pertenecientes a la cultura hispánica. No en vano se refería Ayala al modo en que Muñoz Marín invadido por su realismo idealista se había resistido tanto al nacionalismo, por carecer Puerto Rico de viabilidad como nación, como a la socialización de la pobreza
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que, como en otros países hispanoamericanos, hubiera conducido –en palabras de Francisco Ayala– a sumisiones aún más duras que la explotación capitalista. En ese sentido a propósito de las discusiones en torno a la “dominación” política y, por extensión, cultural, que EEUU había ejercido, así como la postura que finalmente había acabado prevaleciendo, Ayala manifestaba su satisfacción con el modo en que, a cargo de Muñoz Marín, habían quedado expresados los términos de la relación entre EEUU y la isla. Según Ayala, era importante en todo el proceso que la población puertorriqueña racionalizase “la situación propia en el mundo, produciendo el adecuado ajuste psicológico” (Ayala, 1963: 117). A su juicio, se había optado por la mejor de las opciones ya que, dejando a un lado las dos posibilidades más extremas y aceptando la propia idiosincrasia que servía como apoyo, se había transformado el signo negativo de la isla en positivo. Puerto Rico se convertía en estado asociado a la República de los EEUU por cuanto –en palabras de Marín– era y es una comunidad de ciudadanos de EEUU cuyo origen racial es similar al de las repúblicas americanas que bordean el mar Caribe y cuyo origen cultural es el de todos los países de origen hispánico en América. Esta posición (…) merece ser bien entendida tanto por nuestro amigos fraternales de la América del Sur como por nuestros conciudadanos de la América del Norte… asociado por la confraternidad política a la América del Norte, por la confraternidad tradicional a la América del Sur, y por la cultura a ambas… (Ayala, 1963: 111).
No obstante, a pesar de que se diese una cierta convivencia de las culturas estadounidense e hispana en el reducido espacio de la isla, la idea de Puerto Rico como punto de encuentro, confluencia y fusión de dos culturas –de los mundos norteamericano e hispano– le resultaba a nuestro escritor lo suficientemente inexacta como para llegar vaticinar que pudiera convertirse en una amenaza que conllevase nuevas desorientaciones. Los cincuenta años de dominación estadounidense habían dejado a su modo de ver, escasa huella sobre la isla, aunque tampoco se podía afirmar tajantemente que el medio siglo hubiera pasado en balde. El fondo cultural del país –idioma, costumbres, actitudes fundamentales frente a la vida– no había quedado comprometido por los vínculos que lo unían a EEUU, probablemente debido a la relativa templanza de las relaciones entre sí, así como a la falta de presión por parte de EEUU que en todo caso no hubieran hecho más que aumentar la resistencia.
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El español sin ir más lejos continuaba siendo la lengua materna si bien era cierto que un alto número de ciudadanos habían aprendido inglés en una u otra medida. En ese sentido mostraba en ambos ensayos Francisco Ayala un interés por la incidencia, negativa, de la dominación política estadounidense en la cultura puertorriqueña. Ante la preocupación de entonces, respecto a la llamada “americanización” de las costumbres, entendía Ayala que oponer ambas culturas carecía de sentido por cuanto las relaciones entre EEUU y Puerto Rico habían quedado establecidas cuando éste ya constituía un territorio perfectamente incorporado a la cultura occidental, aunque dentro de la rama española. Cabía entonces preguntarse, a juicio de Ayala, si los cambios que se atribuían a la dominación política de EEUU no habrían de haber sido experimentados bajo cualquier circunstancia y como parte de los cambios que implicaba la incorporación a la cultura occidental. A este respecto concluía el escritor, por un lado, que la cultura tradicional heredada por Puerto Rico había evolucionado de modo paralelo al resto de países hispánicos, y por otro que la relación con EEUU tan sólo había servido de estímulo y aceleración. Ambas culturas por tanto no eran susceptibles de ser opuestas, muy al contrario, las adaptaciones de la cultura puertorriqueña a la norteamericana habían contribuido a que Puerto Rico se beneficiase de la asociación con EEUU, sus ciudadanos se sintieran “cómodos dentro de la ciudadanía norteamericana y participasen de sus valores comunes” (Ayala, 1963: 132). Celebraba en todo caso Ayala, la situación privilegiada en la que se encontraba Puerto Rico para afrontar y subsanar sus deficiencias así como para asumir un papel, que calificaba nuestro escritor de “excepcional en nuestro mundo”, al quedar situada la isla como mediadora entre la potencia política a la que estaba libremente asociada y el resto del continente americano. Para llegar a ese estado Ayala vaticinaba la necesidad en primer lugar de elevar el nivel cultural de la isla, y no sólo el nivel cultural de la población en general, sino más concretamente se refería a la formación de una élite que pudiera “funcionar como grupo dirigente y a la que se hubieran procurado las condiciones de formación universalista indispensables para imponerse y estar a la altura de aquel destino” (Ayala, 1963: 119). El instrumento elegido para llevar a cabo ese cometido era la Universidad. Desarrollada de manera desmesurada en un plazo breve –su fundación data de 1903– y aunque pujante, vigorosa y activa, la Universidad de Puerto Rico no andaba escasa en defectos que, en parte, Francisco Ayala atribuía no a la propia institución, sino a la desorganización de los grados previos debido al empeño de impartir la enseñanza en inglés, ya que de ese modo lo único que se
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conseguía era que los alumnos llegasen desprovistos de la mínima formación. No obstante, como recuerda Ayala en sus memorias (Ayala, 1988: 385-386), la Universidad estaba ejerciendo un papel fundamental en la formación de una nueva clase media, activa, libre de complejos, que haría posible la transformación de la estructura económica y social de la isla. Además de en sus Recuerdos y olvidos, Ayala vierte algunas de sus más interesantes opiniones sobre la Universidad de Puerto Rico y su rector en un artículo titulado «La intelectualidad hispanoamericana en 1963», también recogido en el volumen recopilatorio de ensayos titulado De este mundo y el otro (Ayala, 1963). Jaime Benítez llevaba un década como rector de la Universidad de Puerto Rico cuando Francisco Ayala recibió el ofrecimiento de un contrato como profesor permanente. A lo largo de aquellos diez años, previos a la incoprporación de Francisco Ayala a su nómina de profesores, y de la siguiente década Benítez transformaría esa Universidad hasta lograr que se situase durante los años 60 entre universidades de primera fila. No cabe duda de que, entre otras cosas, la presencia de profesores venidos de otras tierras, como era el caso del propio Francisco Ayala, contribuyó a que la institución llegara a ser –en sus palabras– foco “encendido, entusiasta y estimulante de actividades culturales” (1988: 387). No obstante, la propia labor del rector Benítez así como la existencia de una minoría culta en la isla propiciaron también el desarrollo de una actividad cultural que tan gratamente sorprendió a Francisco Ayala a su llegada. Jaime Benítez, compañero de Muñoz Marín en el proceso que habría de modificar las estructuras sociales de la isla, estuvo al cargo de la Universidad desde muy joven, probablemente sacrificando por ello su propia carrera intelectual. Ayala recordaba que el éxito de la empresa de Benítez había sido mantenerse fiel al objetivo de que la Universidad no fuera otra cosa que eso, Universidad. Sin dejar a un lado su responsabilidad social, entendía Benítez que el mejor servicio que podía hacer la institución académica era cumplir de modo exigente y estimulante con su responsabilidad docente y proporcionar a los jóvenes que a ella se acercaban, las herramientas que les ayudaran a asumir sus responsabilidades como ciudadanos. Su afán por elevar el prestigio y los niveles de la institución académica que presidía le condujo, entre otras cosas, a reunir en sus aulas a un elevado número de brillantes profesores marcados fundamentalmente por el exilio español. Entre las personalidades que Benítez había conseguido reunir en el seno de la Universidad que dirigía, podemos citar no sólo a los dos profesores ya mencionados y que sirvieron de enlace entre Ayala y la Universidad: Medina Echava-
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rría y Serrano Poncela3, sino a personalidades como Margot Arce, puertorriqueña, formada en el Centro de Estudios Históricos de Madrid y convertida en una indiscutible autoridad académica en Garcilaso, de cuyo primer estudio, muy celebrado, consiguió Ayala que redactase una continuación que publicaría en la revista La Torre. Además y entre otros, Ayala destaca a Luis de Zulueta –invitado como conferenciante–, Ludwig Schjowich, Cipriano Rivas Cherif, Risieri Frondizi –profesor de filosofía–, Jorge Millas, el novelista peruano Ciro Alegría, Eugenio F. Granell, encargado del departamento de arte y destacado en el movimiento surrealista por sus facetas como músico, pintor y escritor. Una de las figuras por las que sentía Jaime Benítez especial admiración, compartida ésta con Francisco Ayala, era Ortega y Gasset. Lo había leído con avidez, lo conoció en EEUU donde había sido invitado a instancia suya en 1949, y en un deseo de que si no su persona su pensamiento estuviera presente en la institución académica que dirigía, invitó a que se incorporasen al magisterio en sus aulas a profesores como Julián Marías4 o Antonio Rodríguez Huéscar entre otros. Gracias en parte a Juan Ramón Jiménez, Ricardo Gullón llegó también a Puerto Rico para dar clase en la facultad de Derecho. Al simpático y excelente profesor (1988: 417) al que conoció personalmente en Puerto Rico y que había dedicado comentarios laudatorios tanto sobre Los usurpadores como sobre La cabeza del cordero, dedica Ayala palabras de afecto. Federico de Onís, que ya había enseñado en la Universidad de Puerto Rico con anterioridad, volvió a la misma tras jubilarse de su puesto como catedrático en la Universidad de Columbia en Nueva York5. Allí se había convertido en “representación viva de la España eterna”, a medida que paradójicamente la brecha de su desconexión y desconocimiento con la realidad de la cultura hispánica se había hecho cada vez más profunda. No obstante, recuerda Ayala 3 Recuerda Francisco Ayala a propósito de la presencia de Serrano Poncela en la isla el desagradable episodio en torno a la noticia publicada en el periódico local El Imparcial mediante la que se hacía eco de una información facilitada por el gobierno franquista que hacía a Serrano Poncela responsable del fusilamiento de Pedro Muñoz Seca, por únicamente haber firmado tan sólo su traslado de prisión, traslado que posteriormente derivaría en la matanza de Paracuellos del Jarama (1988: 378-379). 4 El propio Julián Marías recordaba ese hecho en su laudatorio y emocionado artículo dedicado a la persona de Benítez que publicase en ABC con motivo del fallecimiento de éste (Marías, 2001). 5 Como dato anecdótico podemos destacar que curiosamente Federico de Onís cedió su apartamento en Nueva York a la familia Ayala, con motivo del traslado de Nina Ayala a aquella ciudad para comenzar sus estudios de arquitectura en la Universidad que precisamente Onís abandonaba.
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cómo en Puerto Rico tuvo que adaptarse a la convivencia con un amplio grupo de profesores y escritores en un plano de igualdad. Finalmente otra de las figuras que Benítez trajo a su Universidad fue Juan Ramón Jiménez, éste en calidad de “poeta en residencia” como a él le gustaba hacerse llamar, en lugar de profesor. Juan Ramón, gran amigo de Benítez hasta el punto de ser encargado por el poeta de recoger el Premio Nóbel en su nombre, había llegado enfermo a la isla aunque pronto experimentó una notable recuperación probablemente debido al ambiente favorable que encontró y al desarrollo de actividades que mantuvieron su mente alejada de pensamientos negativos. Además entre otras personas vinculadas a la estancia de Ayala en Puerto Rico que merecen su recuerdo y sus palabras, el novelista menciona a Brunhilda Molinary, su secretaria en la Editorial Universitaria dotada de una “extraordinaria inteligencia” y “capacidad ejecutiva”, sin embargo no suficientemente aprovechadas a entender del que fue su inmediato superior y a pesar de los repetidos estímulos de aquel (1988: 399). Otros de sus colaboradores que merecen mención son Miguel Enguídanos, al que Francisco Ayala ayudó a materializar su deseo de abandonar la España franquista (1988: 400), y Adolfo P. Carpio, profesor posteriormente de filosofía en la Universidad Argentina, cuya vinculación con la universidad puertorriqueña le procuró la posibilidad de realizar una estancia en Heidelberg donde se doctoró, así como la colaboración en la preparación de las ediciones de volúmenes filosóficos del catálogo de la Editorial Universitaria (1988: 400-401). A Pedro Salinas, que le precedió en la Universidad donde se guardaba muy buen recuerdo de él, lo encontró en su viaje a Nueva York, el primero, durante sus también primeras vacaciones navideñas en la institución universitaria y asistió a su entierro en la isla de Puerto Rico. Además del gobernador de la isla y el rector de la Universidad merecen su recuerdo y palabras gentes como Margot Arce, Pablo Casals –con el que sin embargo rehusó establecer trato personal con motivo de la constante adulación de la que disfrutaba proporcionada por melómanos y amantes de la fama– Assis de Chateubriand –magnate brasileño con el que hizo las veces de intérprete y del que nunca se llegó saber cuál había sido el cometido de su estancia en la isla. Luis de Zulueta –invitado a dar conferencias–, Ludwig Schjowich que estuvo al frente del teatro universitario y puso en escena, según recuerda Ayala, Así que pasen cinco años de Lorca, Cipriano Rivas Cherif –otro gran hombre de la escena teatral–, Nilita Vientós –responsable de la revista literaria
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Asonante, luego llamada Sin Nombre, y cuya residencia se convirtió en asiduo lugar de reunión y tertulia. Tras su primer año en la Universidad, es decir en el año 1953, el encargo del rector Jaime Benítez a Francisco Ayala se ampliaría al encomendarle la dirección de la Editorial Universitaria en la que habría de desarrollar un amplio programa de publicaciones que se materializó en colaboración con la Revista de Occidente. El encargo del Rector incluía la fundación y puesta en marcha de una revista que adoptaría el nombre de La Torre. A pesar de que la dirigió durante sus años en aquella Universidad, Ayala rechazó aparecer como tal de manera oficial y así, aunque figuraba incluido en el consejo de redacción –junto a Margot Arce, Adolfo P. Carpio, Leticia del Rosario, Héctor Estades, Eugenio Fernández Méndez, Pedro Muñoz Amato, Jorge L. Porras Cruz, Charles Rosario, Efraín Sánchez Hidalgo y José A. Torres– Jaime Benítez aparecía como el director de la publicación. Así, las palabras de introducción en su primer número (enero-marzo de 1953) corrieron a cargo de Benítez que comenzaba pidiendo disculpas por haberse demorado tanto en impulsar el proyecto. El propósito era trasladar a sus páginas y en consecuencia a un público mayor, el debate cultural y el estímulo que había venido teniendo lugar en las aulas de aquella universidad. Su objetivo además era convertir la publicación en órgano de expresión intelectual de los problemas del momento y por esa razón, sin abandonar su carácter académico, procuraría, al menos en sus primeros tiempos, ser una parte activa e integrada en la vida cultural de la isla. Se esperaba de los colaboradores además un tono de moderación y un nivel de exigencia adecuados a su carácter universitario e intelectual, que pusieran las bases para que la revista actuase como lugar de encuentro de corrientes de pensamiento propias o procedentes de otros lugares del extenso espacio de la lengua española y la cultura hispánica. En sus primeras páginas Benítez ponía sobre la mesa su talante abierto que deseaba trasladar a la filosofía de la revista, así La Torre debía responder al sentimiento de libertad del pueblo puertorriqueño. El horizonte de Puerto Rico, despojado de las que calificaba en aquellas páginas como manifestaciones ridículas de la megalomanía nacionalista y del localismo de corte más ridículo, debía abrirse hasta conducir a aquel país a actuar siendo quienes eran pero en un mundo abierto. Esa tarea quedaba en definitiva encomendada a la revista. La publicación se abría con las palabras de la canción de Linceo –el vigía– del Fausto de Goethe, cuya idea así como la traducción partieron de Juan Ramón Jiménez. Requirió para ello Juan Ramón no sólo una versión literal de los
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versos en alemán proporcionada por Francisco Ayala, sino otra que solicitase a Miguel de Ferdinandy –historiador húngaro también profesor en aquella Universidad– para finalmente acometer la suya propia en español, y que aparece en la primera página de la revista: “Nací para ver,/ mi sino es mirar;/ jurado a mi torre,/ el mundo me gusta./ Lo lejano miro,/ miro lo cercano,/ la luna y la estrella,/ la selva y el corzo”. Aunque la traducción no pareció a Ayala del todo afortunada, así quedó. No obstante los versos estuvieron a punto de desaparecer de la revista con motivo de un enfado del poeta motivado por su frustración al fracasar en su intento de imponer su control sobre la revista y sobre el propio Ayala. Juan Ramón deseaba inspirarla y manejarla y siempre encontró la resistencia de Francisco Ayala aunque a ese respecto recuerda el escritor granadino que su relación con él “nunca llegó a agriarse en exceso” (Ayala, 1988: 416). Durante los años que estuvo al cuidado de Francisco Ayala La Torre fue la mejor revista de su género en lengua española. Se tenía sin embargo que imprimir fuera de la isla ya que las imprentas allí ubicadas no tenían capacidad para editar con “la dignidad gráfica debida” (1988: 401). No obstante la solución a tal problema la fue a encontrar Ayala en México –en lugar de en Estados Unidos por sus costes excesivos– donde además la empresa le permitió descubrir la total integración que los exiliados españoles habían experimentado en aquel país. En otro orden de cosas y a pesar de ciertas resistencias, Francisco Ayala consiguió dos de sus objetivos: por un lado remunerar a los autores de las contribuciones y por otro distribuir la revista por un precio que aunque simbólico evitaría la depreciación a la que quedaría sujeta si fuese gratis. Comenzó, como he señalado anteriormente, a publicarse La Torre en 1953 con una periodicidad de cuatro números al año, uno cada trimestre. Aquel primer número se abría además de con las introductorias palabras de Benítez, a las que hemos hecho referencia, con la publicación del dircuso que él mismo pronunciase en marzo de 1953 al inaugurar las ceremonias del Cincuentenario de la Universidad, «La Universidad de Puerto Rico: 1903-1953». Le seguía el texto de una conferencia pronunciada por Juan Ramón en la Universidad, «Poesía cerrada y poesía abierta», y posteriormente diversas contribuciones que desde el principio marcaban el carácter generalista que se le pretendía dar a la revista. Además de alrededor de una decena de artículos en cada número, la revista tenía otras secciones: «Archivo Epistolar», «Crónica del Cincuentenario» –que desapareció tras los tres primeros números– «Libros», «Panorama y Bibliografía
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Puertorriqueña». En números posteriores, en concreto el número seis, la sección «Panorama» desaparece y sin embargo la «Bibliografía Puertorriqueña» se dejó acompañar por otras secciones dedicadas a la bibliografía de otros países: argentina, mexicana... Entre sus primeros colaboradores y coincidiendo con los años que Francisco Ayala estuvo al frente de ella en la isla, podemos citar a Ortega y Gasset, Laín Entralgo, Victoria Ocampo, Ricardo Gullón, Margot Arce, Julián Marías, José Luis Aranguren, Antonio Espina, Pedro Salinas, Julio Cortázar, Francisco García Lorca, Max Aub y un largo etcétera entre los que se encontraba no sólo el propio rector sino el mismo Francisco Ayala que publicaría «El escritor en la sociedad de masas», en el número 2, y «Experiencia viva y creación literaria», en el número 6. Además, hubo ocasiones en que se dedicaron números monográficos a figuras destacadas del pensamiento y las letras, entre los que podemos destacar los de Rubén Darío, Machado, Ortega, Juan Ramón, Unamuno, Menéndez Pidal. Tras abandonar la Universidad de Puerto Rico Francisco Ayala mantuvo un tiempo su relación con la revista a través de su vinculación al consejo de dirección de la misma. La última vez que su nombre aparece es en el número 47 publicado en el año 1964. Por su parte Jaime Benítez siguió apareciendo como director de la misma en solitario hasta el número de enero-marzo de 1971. A partir del siguiente número y hasta el correspondiente a julio-septiembre de 1971, el nombre de Benítez se deja acompañar de un director adjunto hasta que ambos son sustituidos por Amador Cobas, como director, y Manuel Millares Vázquez, como editor. Actualmente continúa publicándose pero al perder el carácter generalista que adquirió en su fundación y ocuparse de cuestiones ligadas exclusivamente a las humanidades, se inicia una segunda época a partir del primer trimestre de 1987 dedicada en exclusiva a los estudios literarios y lingüísticos. Entre sus colaboradores cuenta con Iris Zavala, y Lía Schwartz entre otros, y en su consejo de redacción se incluyen Claudio Guillén, Ricardo Gullón, Manuel Alvar –hasta su fallecimiento–, Francisco Rico o Gonzalo Sobejano, entre otros. Los artículos mencionados no fueron los únicos que nuestro escritor publicó en la revista durante los años vinculado a ella. Francisco Ayala contribuyó a la sección «Libros» con tres reseñas en las que se ocupaba de cuatro libros. Las dos primeras aparecerían en el número 4 publicado en octubre-diciembre de 1953 y la tercera en el número 9, enero-marzo de 1955. Dos de lo libros reseñados, Qué es la filosofía de Francisco Romero e Introducción al existencialismo de Vicente Fatone aparecían en la misma reseña, la primera de las publica-
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das por él en la revista. La segunda, en el mismo número, dedicaba unos párrafos al libro Nationalism and Social Communication de Karl W. Deutch. El interés de Ayala respecto a los textos de Francisco Romero y Vicente Fatone venía unido a su deseo de destacar también el nacimiento de una nueva editorial en Buenos Aires, Editorial Columba, que a su vez iniciaba en su seno una modesta serie, «Colección Esquemas», cuyo objetivo era ofrecer panoramas de los principales sectores de la cultura haciendo así accesibles temas de alta cultura (Ayala, 1953: 193). El objetivo de informar sin mucha profundidad, pero sin deformar o degradar, se cumplía, según destacaba Ayala, en ambos volúmenes. Por lo que respecta a Francisco Romero, éste era calificado de intelectual maduro y capaz de aunar un pensamiento “crítico-sistemático original”, y la capacidad demostrada, bajo el punto de vista de Ayala, de dibujar un “cuadro descriptivo (…) discretamente crítico (…) muy orientador –de la filosofía–” (Ayala, 1953: 193). Por su parte la Introducción al existencialismo de Fatone, era calificada como “exposición seria, ponderada y fidedigna” (Ayala, 1953: 194) sobre el problema del existencialismo, arrancando desde el problema metodológico inicial de tal corriente filosófica, vinculándolo luego al pensamiento universal y confrontándolo, sin ausencia de una crítica acertada y certera a los ojos de Ayala, con otras tendencias filosóficas (1953: 194). El mismo número cuenta más adelante con otra reseña firmada por nuestro autor, en esta ocasión dedicada al texto de Karl W. Deutchs titulado Nationalism and Social Comunication publicado en por el prestigioso M.I.T. estadounidense. Entre las virtudes que Ayala destaca en su breve reseña, señala el modo en que de manera resuelta y positiva, el texto abre el camino en el momento justo, para el estudio de la nacionalidad, ya que se preocupa por estudiar tanto los aspectos objetivos como los subjetivos de la nacionalidad para dar respuesta a cuestiones que se le plantean a aquellos que lo consideran un producto histórico-social. Igualmente destacaba Ayala cómo el volumen se encargaba con éxito de recapitular intentos anteriores de definición del concepto de nación y los ponía a la luz crítica. El cuarto volumen reseñado por Ayala aparece publicado en el número 9 de la revista, es decir aproximadamente un año más tarde que las anteriores. El título del volumen era Schools in Transition y sus autores, Robin M. Williams y Margaret W. Ryan. Destacaba Ayala lo oportuno del contenido tratado en aquel libro precisamente en un entorno donde la reflexión intelectual resultaba ser “más escasa, anodina y despistada cuanto mayores son los temas y más apremiantes las situaciones que requieren interpretación” (Ayala, 1955:
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203). La reflexión que tan oportuna le resultaba a Ayala se centraba en los intentos de ruptura de las barreras que tradicionalmente habían venido separando a los descendientes de esclavos negros y al resto de la población en Estados Unidos, así como el marcado incremento del interés por las relaciones de raza en aquel país. En concreto el libro, calificado por Ayala de “caso excepcional” (Ayala, 1955: 204) y que vivamente recomendaba, se centraba en recoger los datos obtenidos del informe The Negro and the Schools, y justamente destacaba Ayala cómo bajo “la coraza del aparato científico” (1955: 204) se convertía en ejemplo y síntoma de una situación en la que nadie se atrevía a asumir responsabilidades. Referencias bibliográficas AYALA, F. (1953): «Francisco Romero, Qué es la filosofía; Vicente Fatone, Introducción al existencialismo. Buenos Aires. Editorial Columbia, Colección Esquemas, 1 y 4, 1953» en La Torre, año I, nº 4, octubre-diciembre, 193194. —. (1953): «Karl W. Deutsch, Nationalism and Social Communication, The Technology Press of the Massachusetts Institute of Technology and John Wiley & Sons, Inc., New York, 1953» en La Torre, año I, nº 4, octubre-diciembre, 194-195. —. (1955): «Robin W. Williams Jr. and Margaret W. Ryan, Ed., Schools in Transition, Chapel Hill, The University of North Caroline Press, 1954», en La Torre, año III, nº 9, enero-marzo de 1955, 203-204. —. (1963): «Puerto Rico: un destino ejemplar (1952)» en De este mundo y el otro, Barcelona, Edhasa, 91-120. —. (1963): «La transformación de la herencia española en Puerto Rico (1952)» en De este mundo y el otro, Barcelona: Edhasa, 121-132. —. (1988): Recuerdos y olvidos, Madrid, Alianza Editorial. BENÍTEZ, J. (1964): Etica y estilo de la Universidad, Madrid, Aguilar. MARÍAS, J. (2001): «Un grande hispánico: Jaime Benítez» en ABC, 8 junio de 2001, 3.
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AMERICANISMOS DEL NORTE EN LA NARRATIVA DE FRANCISCO AYALA Nelson Orringer (University of Connecticut, EE.UU.)
“La patria del escritor es su idioma”. Así dijo Ayala al aceptar el Premio Cervantes de 1991. Renunció a la patria material, territorial, y asumió una patria más amplia, que abarcaba toda la comunidad de naciones de habla castellana (Navarro y García, 1996: 49). Con el mismo ánimo, Unamuno en torno al 98 había acuñado una frase lapidaria que debe mucho a Oliver Wendell Holmes, humorista norteamericano: “La sangre del espíritu es su lengua”1. Esgrimió estas palabras contra el imperialismo estadounidense al afirmar la unidad de la comunidad hispana. Pero Ayala, que como Unamuno domina varios idiomas, se distingue de don Miguel por haber vivido como viajero y habitante en múltiples países. Su castellano escrito y hablado contiene inflexiones extranjeras. Su buen amigo Borges bromeaba con él sobre “su mezcla de acento granadino con tonalidades porteñas, o viceversa” (Navarro y García, 1996: 58). Por eso, para hacer justicia a Ayala, hay que dar la plenitud de sentido al dicho, “La patria del escritor es su idioma”: en el caso suyo, la patria incluye el por1 Según Unamuno, “Una de mis metáforas favoritas, una de las que más prodigo, es la de que la lengua es la sangre del espíritu” en «Pequeñeces lingüísticas», Obras completas, IV. La raza y la lengua (Madrid, Escelicer, 1968: 381); el famoso «Discurso en los Juegos Florales celebrados en Bilbao el día 26 de agosto de 1901», ibíd.: 241: “Sobre las razas fisiológicas, basadas en la animalidad, se hacen en labor secular las razas históricas, cuya sangre es el idioma”. En Rosario de sonetos líricos, y en el soneto «La sangre del espíritu», escribe Unamuno, “La sangre de mi espíritu es mi lengua/ y mi patria es allí donde resuene/ soberano su verbo, que no amengua/ su voz por mucho que ambos mundos llene” en Miguel de Unamuno, Obras completas, VI. Poesías completas (Madrid, Escelicer, 1969: 375). Estas líneas tal vez inspiraron la frase ayaliana, “La patria de un escritor es su idioma”. En The Professor at the Breakfast Table, el mismo Holmes escribió, “¡El lenguaje!, ¡La sangre del alma, señor!, en el cual los pensamientos fluyen y del cual brotan!” [“Language!, the blood of the soul, Sir!, into which our thoughts run and out of which they grow!”]. Unamuno poseía la edición de este libro publicado por Dent en Londres y en 1906: Mario J. Valdés y María Elena de Valdés, An Unamuno source book (Toronto, University of Toronto Press, 1983: 118).
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tugués del brasileño Almeida, traducido por él2; el alemán de Thomas Mann, también vertido por él al castellano3, y, según veremos a continuación, el inglés de la cultura popular de los Estados Unidos, el cual esmalta su narrativa. El internacionalismo ha constituido su modo de vivir. Andaluz por nacimiento, participó desde Madrid, según él mismo reconoce, en el vanguardismo de los años 20, practicado “en estrecha correspondencia con los simultáneos de Barcelona, Buenos Aires, México y La Habana” (Navarro y García, 1996: 4950). Funcionario de la República durante la Guerra Civil, se vio obligado a interrumpir y a reanudar su uso de la pluma en “varios países de América” (Navarro y García, 1996: 50). En estas naciones, la marcha de los sucesos internacionales le impuso la lenta aproximación a Angloamérica. Después de su estancia en Argentina a partir de 1939, interrumpida por un año en Brasil (1945), ocupa una cátedra en la isla de Puerto Rico (1950), y en 1956 inicia su larga permanencia en múltiples universidades de los Estados Unidos (Navarro y García, 1996: 71-72), Princeton University, Rutgers University, Bryn Mawr College, New York University, Universidad de Chicago, Brooklyn College4. No regresa a España hasta 1960, y sólo de visita (Navarro y García, 1996: 27), hasta instalarse en la casa madrileña de la calle Marqués de Cubas en los años 70. En este viraje de la biografía de Ayala desde Madrid a Buenos Aires y desde Buenos Aires siempre hacia el nordeste, raras veces falta el impacto de los Estados Unidos en su lenguaje literario. Podemos documentarlo desde la época vanguardista hasta la fecha. Aquí, dada la profundidad y riqueza de esta influencia, nos limitamos al periodo comprendido entre 1929 y la década de los 1960, es decir, entre el vanguardismo y las novelas del Caribe. El internacionalismo constituye uno de los principios fundamentales de la vanguardia mundial. De ahí la presencia de aspectos típicos de la cultura norteamericana en el vanguardismo de Ayala. En 1929, fecha de la quiebra de la bolsa de Nueva York, Ayala publica El boxeador y un ángel e Indagación del cinema, que muestran su apertura a dos aspectos principales de la vida estadounidense, el cultivo del cine y el culto al deportismo profesional, distracciones sobremanera populares durante la Gran Depresión. Pero con el tiempo las aportaciones de los Estados Unidos al estilo de Ayala aumentan en cantidad y 2 Ver, de Ayala, la traducción de Almeida titulada, Memorias de un sargento de milicias (Buenos Aires, Argos, 1946). 3 Ver, de Ayala, las traducciones de Mann tituladas, Carlota en Weimar (Buenos Aires, Losada, 1941) y Las cabezas trocadas (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1941; Barcelon, Edhasa, 1971). 4 «Premio Cervantes. Francisco Ayala», Ocio y cultura (Alcalá de Henares, miércoles, 26 de mayo de 2004), <http://www.portal-local.com/occu_cer_ayal_vid.asp>
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hondura, hasta culminar en el norteamericanismo polifacético de las dos grandes novelas caribeñas. En general, la hegemonía de una nación se refleja en la receptividad de otras naciones a sus formas culturales. Estados Unidos empezó a exportar múltiples usos culturales a partir de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cuando le tocó a esta nación estrenar su hegemonía, el mundo se encontraba implicado en una de las máximas crisis de la historia. El sociólogo Ayala ha descrito la crisis con precisión. Los eventos se suceden con una precipitación tan vertiginosa, que su ritmo excede con mucho al ritmo vital del individuo. Por lo tanto, personas y naciones pierden dominio sobre sí mismos para sus propios proyectos (Ayala, 1947: 182-183). Este hecho, podemos inferir, presta a la hegemonía norteamericana un matiz peculiar, obligando a la nación más poderosa a renunciar cada día a gran parte de su protagonismo. Los usos y vigencias que provienen de Estados Unidos renacen en tierras ajenas con la intensidad de una imagen televisada. Con igual brillo desaparecen de la noche a la mañana. Además, reflejan en su fugacidad el poco control de los sujetos afectados por ellos sobre los sucesos que los generaron. La disminución de cada sujeto por los eventos mundiales le deja alelado, en un estado prolongado de estupefacción. Para el sociólogo Ortega y Gasset, siguiendo al filósofo alemán Georg Stieler, el sujeto de los usos sociales es “el individuo vaciado de su única e inconfundible individualidad, el cualquiera, el individuo desindividualizado”5. Pero el sociólogo Ayala difiere de su maestro Ortega en concebir la sociología como la ciencia de la crisis. Luego en Ayala pertenece a la esencia del individuo actual, en cuanto producto de la historia, la condición de estupefacto. Trasladado al mundo de la ficción, podría decirse que el sujeto de los usos sociales hoy vigentes cabe en el subgénero literario del “chiste de polacos”. Se trata de lo que en los ámbitos más humildes y populares de Estados Unidos –el bar, la taberna, la mesa de juegos– se ha llamado el Polish joke, cuya figura central es el polak, el inmigrante bobo, inocentón, de poca inteligencia y mucha ingenuidad, que cae en todas las trampas. En Norteamérica virtualmente todos somos inmigrantes o hijos de inmigrantes. Por ello, todos compartimos en cierta medida las deficiencias del “polaco”. La situación hegemónica de los Estados Unidos puede compararse con la situación existencial de la figura central, llamada sencillamente el “polaco”, del José Ortega y Gasset, El Hombre y la Gente, en Obras completas, VII (Madrid, Alianza, 1983: 222). Georg Stieler, Person und Masse: Untersuchungen zur Gründlegung einer Massenpsychologie (Leipzig, F. Meiner Verlag, 1929: 211). 5
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cuento «Un pez», incluido por Ayala en su antología El as de bastos (1963)6. Al comienzo, a la mitad y al final de la obra, surge la pregunta sarcástica, “Polaco, ¿no quieres un pez?”. Pues bien, aunque objeto de todas las burlas, incluso en el periódico más prestigioso del país, The New York Times (Ayala, 1993: 1.216), este polaco insiste ‘en’ que lo que le pasó a él habría podido suceder a cualquier, porque sí (Ayala, 1993: 1.211). Es el hombre cualquiera de Ortega, es todo el mundo y no es nadie. Vive en un domingo perpetuo, libre de responsabilidades. Descansa a solas delante del televisor para escuchar noticias de esta especie: “Los rusos han convertido a Cuba en una Polonia del Nuevo Mundo, a un paso de nuestras costas, y este [presidente] Kennedy sale todavía a decirnos que eso no es nada” (Ayala, 1993: 1.213). Luego, la Polonia de que ha huido el emigrante polaco, tierra de penuria y privaciones, parece a punto de darle alcance otra vez, de salirle al paso. Y un poderoso como Kennedy, inútil como el polaco, se muestra incapaz de prevenirlo. En su propia impotencia, nuestro polaco sólo sabe soltar un taco. Con igual dejadez displicente, se refocila de vez en cuando con doña Rufa, dueña del beauty parlor o salón de belleza entre cuyos clientes se encuentra su mujer7. Acoge con la misma indiferencia, sin mirarlo siquiera de antemano, el regalo de un pez que le ofrecen cinco gamberros en un Lincoln viejo. Pero esta vez su estado habitual de poca alerta le cuesta caro: con gran disgusto suyo, los adolescentes tiran a sus pies, antes de desaparecer en su coche, un tiburón muerto de un metro y medio. Al venir a inspeccionar obsequio tan inaudito, la policía comenta, “Vd. creería que iban a regalarle un besugo, o un salmonete” (Ayala, 1993: 1.216). Y así la tragicomedia de la nación actualmente hegemónica, cuando la crisis de la cultura le roba su soberanía sobre los hechos, dejando a sus pies con excesiva frecuencia peces malolientes, situaciones que dan vergüenza. Acabamos de ver que la prosa madura de Ayala muy deliberadamente, y no con la pasividad del polaco del cuento, acoge gustosa usos típicos de los más populares y vulgares de Norteamérica –como, por ejemplo, el chiste de polacos– y los dignifica potenciándolos para expresar mensajes universales. Aun si don Francisco nunca hubiera pisado las aceras de Chicago y de Nueva York, su lenguaje literario habría reflejado el influjo estadounidense. Como sociólogo, Ayala conoce a la sociedad y la sociología norteamericana8. Como humanista, Buenos Aires, Sur, 1963. En Estados Unidos, los dueños y los empleados de los beauty parlors, según las malas lenguas, no brillan por su pureza sexual. Asombra la conciencia de Ayala de los lugares comunes norteamericanos. 8 Ver, de Ayala, el Tratado de sociología, vol. I, cap. IV. 6 7
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justiprecia los usos culturales de Norteamérica en términos de su sentido universal o falta del mismo. Como exiliado que ha pasado tres décadas en ese país, cuyas universidades le han ofrecido sus cátedras, se ha servido de él como de una atalaya desde la cual contemplar el resto del mundo y buscar su significación. Como narrador de sucesos verdaderos o de eventos ficticios, absorbe los usos sociales de Estados Unidos para expresar sus impresiones con ironía y precisión. En el trabajo presente, queremos examinar las funciones de estos usos en la narrativa de Ayala. Por americanismos del norte, entendemos costumbres o vigencias surgidas en la vida diaria de los Estados Unidos y basadas en vivencias peculiares a ese país, aunque susceptibles de exportación con resultados a veces chocantes. En la prosa de Ayala, estos usos suelen recibir sus nombres ingleses indicados en cursivas. Ahora bien, hasta los norteamericanismos triviales de la época vanguardista cobran universalidad en las ficciones de Ayala. En «El boxeador y un ángel», el primer giro incorporado del inglés proviene de la esfera comercial –stock, escrito en negrita, y referido a una cantidad de mercancías almacenadas para la venta–. La palabra se aplica a la metafísica de la vida ,las mercancías son las posibles suertes, prósperas o adversas, del atleta. “Dobladas, ordenadas –verdes, rojas, amarillas– todas las suertes, en dosis farmaceúticas. Un gran stock” (Ayala, 1996: 274) . Aquí se entrega Ayala al juego típico de la vanguardia del 27, visible en Gerardo Diego, en García Lorca, hasta en Pedro Salinas, que andan jocosos la cuerda floja entre lo trascendente y lo intrascendente. Como el arte de la época es juego, todo está sujeto, en gran medida, al azar, según ha sugerido Mallarmé 9. Las profecías de la buena fortuna pueden mentir. Por eso, aunque el boxeador recibe la buena suerte de la palabra “Vencerás” (Ayala, 1993: 274), queda el resquicio de la duda, que produce el suspense. En el segundo y último capitulillo de este relato, norteamericanismos deportivos indican que la fuerza de la gravedad causa la derrota. Mientras el ángel alífero le da al púgil avisos al oído durante la lucha, su manager o entrenador ocupa su otro lado, prosaico y terrestre (Ayala, 1993: 275). Al principio, víctima de su opoNo aceptamos del todo el juicio de Ortega, en La deshumanización del arte, de que el arte de vanguardia busca la intrascendencia, tanto por su tema como por su estimación de sí mismo en cuanto arte: Obras completas, vol. III, 383. Al contrario, en obras como Vísperas del gozo, Romancero gitano o Manual de espumas los autores oscilan entre la intrascendencia y la seriedad temática. En esta oscilación, esta diversidad de temples, consiste uno de los encantos de su arte. Negar tal variedad es empobrecer esas producciones. Así, Stéphane Mallarmé, supuesto iniciador de esta forma de escribir, ha sostenido, “Un coup de dés/ jamais/ n’abolira/ le hasard” [“Una tirada de dados nunca abolirá el azar”]; es decir, por mucho que el poeta controle su materia, nunca elimina el riesgo del juego, y puede fallar al blanco. Œuvres complètes. Ed. Henri Mondor y G. Jean-Aubry (París, Bibliothèque de la Pléiade, Éditions Gallimard, 1965: 457-473). 9
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nente negro, el protagonista cae contra las cuerdas del ring, que le deshumanizan. “Marcaron regiones paralelas en su espalda”, como si él fuera un mapa para golpes ajenos. Pero en el último round, el negro sufre deshumanización: su sonrisa “se le suicidó”; su cuerpo cayó “como un globo sin gas”. Su pérdida definitiva se señala por un norteamericanismo final, que con su brusquedad monosilábica da la palma al protagonista: “Vencedor por k. o.”, vale decir, por knockout. El cielo ha vencido: el ángel pone su pie sobre el pecho del vencido. El árbitro levanta al cielo el brazo del vencedor (Ayala, 1993: 276), siguiendo la costumbre corriente en Norteamérica. El boxeador negro anda “desangelado”, olvidado por el cielo como el Ayax homérico y clavado en tierra. El sentido de los norteamericanismos en los escritos vanguardistas de Ayala viene explicado en el «Proemio» a La cabeza del cordero. Nos informa Ayala que durante la dictadura de Primo de Rivera su generación vive “en una atmósfera de espera”, entre la caída del pretérito cultural y el avance de lo nuevo. Las “distorsiones formales más arriesgadas” y “las mayores extravagancias temáticas”–léase, por ejemplo, el deportismo– coexisten con “la apelación al folklore”. De ahí la lógica con que García Lorca pudo producir el a menudo folklórico Romancero gitano y el temáticamente corriente Poeta en Nueva York. Y de ahí, inferimos, que en la misma antología de Ayala aparezcan «El boxeador y un ángel» y la viñeta «El gallo de la Pasión», que moderniza con metáforas un drama de Semana Santa10. Pero con los experimentos de la postguerra civil y la rehumanización del arte, los norteamericanismos cobran otro signo: señalan la irresponsabilidad frente a los problemas sociales que llevan a la Guerra Civil. Ningún giro angloamericano sale a flor de página en el relato «El mensaje». Con todo, las reacciones de los personajes al inglés comercial aclaran el conflicto que se genera entre los miembros de una familia, versión en miniatura de la gran familia que integra a la nación entera. El narrador, el comerciante Roque, espera deslumbrar a su provincial primo Severiano aparentando un conocimiento de idiomas que no tiene. Al recibir catálogos de máquinas y notar cómo suelen venir escritos en dos idiomas, uno de ellos el inglés, Roque evita la “necedad” de descifrar “lo que viene en gringo, cuando puedo leerlo en cris10 Jesús pronostica a San Pedro, “Antes que cante el gallo me negarás tres veces”: Mateo 26: 75. Y en «El gallo de la Pasión», uno de los fieles hace el papel de Pedro en un drama de Semana Santa. Un gallo cacarea delante de él. De repente siente una imperiosa necesidad fisiológica, y para aliviarse tiene que abandonar su papel. Su “traición” o pecado consiste en esta momentánea negación de su rol de apóstol. Tal es la metáfora humorística en que se basa esta viñeta, compuesta toda de metáforas atrevidas, que vinculan lo sagrado y lo profano. Ver «El gallo de la Pasión», El boxeador y un ángel, en Narrativa completa, 295-296.
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tiano” (Ayala, 1993: 468). A su juicio, disminuye el valor del idioma extranjero la existencia de miles de cognados que existen en castellano: Muchas palabras son iguales o muy parecidas a las nuestras; alguna vez que me entretuve en repasar esa jerigonza pude comprobarlo. Tanto que... he llegado a convencerme de que no hay idioma tan rico como el español; y por eso, todos los demás tienen que echar mano de nuestros vocablos: los disfrazan un poquito, a veces hasta los dejan tal cual, y listo. Yo no sé si este saqueo debiera permitirse: ¡que hablen español, si quieren! (Ayala, 1993: 469)
Aquí leemos entre líneas la crítica, por parte de Ayala, de la actitud de reclamar lo ajeno por la convicción de la superioridad de lo propio. El casticismo del provincial, la miopía cultural, conduce a la guerra del 36. No sólo no se fía nadie de otras culturas, sino que esta desconfianza acaba por invertirse, tomando como blanco lo más familiar y conocido. Tal es el “mensaje” que se desprende del relato «El mensaje», y que se transparenta en la referencia indirecta a los anglicismos de oferta y demanda. En el relato «La cabeza del cordero», Ayala varía el tema del negociante mal preparado para los negocios por su estrechez de criterio. Difieren entre sí Roque de «El mensaje» y José Torres de «La cabeza del cordero» sólo por su situación histórica. Roque, ya queda apuntado, vive en la preguerra; Torres, en la posguerra, cuando el conflicto pervive como un mal recuerdo, acompañado de un sentimiento de culpa. Torres finge una dedicación que no tiene al comercio con Norteamérica para distraerse de la intuición de no haber ayudado a sus parientes a sobrevivir, mucho menos a vivir, durante la guerra. Sirve como agente de una ficticia compañía de Filadelfia, Radio M. L. Rowner and Sons, Incorporated, llegada a Fez para introducir sus productos en Marruecos. El casticismo de José Torres es comparable al de Roque en «El mensaje». La continuidad de la misma actitud psicolingüística antes como después de la Guerra Civil sugiere que las condiciones que la fomentaron permanecen en pie, sobreviviendo a los combatientes. Así, pues, José Torres critica el estilo de hablar de su alter ego marroquí, el joven Yusuf Torres, con su sintaxis arcaizante y su vocabulario extranjerizante, con palabras inglesas pronunciadas a la francesa y con galicismos interpolados sin parar (Ayala, 1993: 549). Con desaprobación, el casticista José Torres nota en el joven Yusuf una curiosidad por el presente que le distrae de su obligación a bucear en el pasado de la familia Torres, único vínculo entre él y su interlocutor español. Quiere saber más sobre los Estados Unidos que sobre España. Más vida conservan para los Torres de Fez los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial que los de la Guerra Ci-
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vil Española que no habían presenciado como su supuesto pariente José. Así, pues, recuerdan “el gran alboroto que había causado entre ellos la conferencia de Casablanca con el tullido Roosevelt acudiendo en vuelo desde Washington hasta el norte de África para entrevistarse con Churchill y los franceses” (Ayala, 1993: 562). Y, cuando los recuerdos de los parientes muertos en la Guerra Civil obsesionan a José Torres, produciéndole náuseas por su culpabilidad –habría podido salvarlos–, siente la necesidad de evadirse de sus parientes marroquíes que le recuerdan las amarguras del pasado. Se escapa para siempre de los Torres de Fez, si no de sus propios malos recuerdos, arbitrariamente trasladando los intereses de la Radio M. L. Rowner a otra ciudad, Marrakech (Ayala, 1993: 579). La admirable figura del presidente Franklin Roosevelt “como ejemplo y espejo de paralíticos activos” vuelve en la novela Muertes de perro (1958). Tal modelo anima al narrador Luis Pinedo, clavado a un sillón de ruedas desde la adolescencia, a participar en la política de su país (Ayala, 1993: 668). Éste es una miserable dictadura centroamericana que ejemplifica cómo el poder político ejercido en una época de crisis priva de sentido la vida de toda la sociedad mundial. El país del dictador Antón Bocanegra sigue modelos remotos en la Antigüedad clásica y otros más próximos en la historia de los Estados Unidos. No obstante, en la actualidad que vive, carece de grandeza debido a la crisis que lo desvirtúa todo. Así, pues, a la hora que coge la pluma Luis Pinedo, domina su nación una caricatura de Roosevelt, el viejo Olóriz, lisiado como Pinedo y “medio imbécil de senilidad” (Ayala, 1993). Olóriz gobierna a través de un triunvirato que poco tiene que ver con los triunviratos comunes durante la República Romana. En cambio, el de Olóriz consiste en “tres orangutanes amaestrados”, en el concepto de Pinedo: uno de ellos es un antiguo luchador libre, experto en ‘catch-as-catch-can’, –’agarra como agarrarse pueda’– de la mejor tradición norteamericana televisada por los años 50; otro es Falo Alberto, de dudosa preferencia sexual, por ser un ágil miembro de la Policía Montada, y el tercero es un burócrata sospechosamente frugal, cuyos ahorros pasan al control de Olóriz (Ayala, 1993: 748). Esta grotesca Junta revolucionaria sucede al régimen del tirano Bocanegra, que también ha emulado con resultados caricaturescos ilustres modelos modernos, si no antiguos. En el ensayo de El tiempo y yo, titulado «Sobre el trono», Ayala nos informa que algunos lectores suyos –norteamericanos, sin duda– han encontrado la primera aparición del dictador “demasiado shocking” [chocante] (Ayala, 1992: 247). En esta escena, el dictador Bocanegra “recibe a sus dignatarios sentado sobre el inodoro”. Dejando aparte a los príncipes del antiguo
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régimen francés que antecedían a Bocanegra en semejante “trono”, Ayala responde a sus críticos puritánicos citando ejemplos de presidentes norteamericanos tan obscenos como el ficticio Bocanegra en ostentar su poder, y en fechas posteriores a la publicación de Muertes de perro. El presidente Richard Nixon, que gobernaba entre 1969 y 1974, se apodaba Big Dick, que significa “Gran Falo”. El predecesor de Nixon, Lyndon Johnson (1963-1968), para recalcar su “rudeza de tejano”, exigía que sus colaboradores conversaran con él en el cuarto de baño mientras “satisfacía las más personales necesidades físicas” (Ayala, 1992: 248). Si tales ostentaciones impúdicas sólo alcanzan un número selecto de observadores, Bocanegra aprovecha una imitación de Norteamérica para llamar la atención a todo el país. Los Estados Unidos ganaron su independencia de Inglaterra el 4 de julio de 1776, antes que las colonias de Hispanoamérica se independizaran de España. Por eso en el hemisferio Occidental la primera fiesta organizada de la independencia se celebró en Filadelfia el 4 de julio de 1777, con cañonazos, campanadas, una gran cena, música patriótica, fuegos artificiales y el uso de los colores de la nación para adornar naves armadas11. Ahora bien, la puntualidad pertenece a la esencia de la fiesta, que se designa el cumpleaños de la nación, como si ésta fuera una persona veneranda. Pero en el insignificante país de Bocanegra, el tiempo pierde su precisión. “El desfile”, informa el narrador Tadeo Requena, “había comenzado con retraso”. En rigor, el único elemento puntual era la fecha, y ésta antes de tiempo, pues la fiesta nacional cayó el 29 de febrero, pero para evitar esperar hasta el año bisiesto, se celebró en la novela el día 28 (Ayala, 1993: 699). Para afirmar su poder ante todo el país, Bocanegra prolonga desmesuradamente las ceremonias del día, echando a perder el sentido de la ocasión para agrandarse a sí mismo. “Encantado del espectáculo... se complacía incluso... en someter a prueba la debilidad de sus colaboradores” (Ayala, 1993: 700). Tres veces repite Tadeo el verbo “se dilataba” refiriéndose a la fiesta (Ayala, 1993). Contrasta el escaso número de escuadrillas de aviones –sólo dos– con las innumerables veces que evolucionan en el aire. Contrasta la alta disciplina de la brigada de la Policía Montada con el “desigual continente y también desparejo equipo del ejército regular”, donde la cantidad cobra mayor importancia que la calidad. Hasta la ejecución del himno nacional se alarga mucho más de lo normal mientras todos esperan en vano la señal de Bocanegra para que la banda termine la pieza. La señal viene 11 James R. Heintze, «Fourth of July Celebrations Database», con cita de la Virginia Gazette (18 de julio de 1777); <http://www.american.edu/heintze/fourth.htm#Beginning>. Esta página fue puesta al día el 18 de abril de 2004.
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por fin después que la naturaleza reclama sus fueros y un perro empieza a ladrar, compitiendo con la música (Ayala, 1993). La parodia de la fiesta norteamericana es magistral, subrayando un abuso antinatural y ostentoso del poder público que, en vista de la escala diminutiva en que se despliega por contraste con la del coloso del norte, resulta ridículo. Con todo, hasta el coloso se postra ante el pigmeo en una época de crisis. El poder de Bocanegra tiene dos caras, la una masculina y la otra femenina. En un periodo de apoyo de los regímenes de derechas, los Estados Unidos de los años 50, ferozmente anticomunistas, favorecían a muchos dictadores hispanoamericanos12. En la imaginación de Ayala, la nación septentrional adula también a las ‘esposas’ de los dictadores. Doña Concha, la señora de Bocanegra, recibe en los periódicos de su país el epíteto altisonante de “Primera Dama de la República”, a imitación del giro First Lady, aplicada en la prensa norteamericana a las esposas de los presidentes estadounidenses. Con todo, Concha practica el arte de la seducción como Eva Perón en vez del recato de la tímida Mamie Eisenhower, Primera Dama de los Estados Unidos cuando salió la novela. El episodio de la perra Fanny ejemplifica la adulación norteamericana del régimen de Bocanegra. En opinión de Luis Pinedo, muestra cómo en su apogeo doña Concha “se permitía satisfacciones no consentidas a una princesa real” (Ayala, 1993: 733). Entre éstas, adora en público a una perra japonesa de pura raza con un afecto que parece imitar el de muchas familias de los presidentes norteamericanos hacia sus perros. La gran mayoría de los 43 presidentes ha amado a los animales, que pertenecen a especies tan exóticas como la de los elefantes siameses de James Buchanan o la de los gusanos de seda de John Quincey Adams. Pero de todas las especies que han habitado la Casa Blanca, ha predominado la canina. Dwight David Eisenhower, que presidía cuando Ayala escribía Muertes de perro, poseía una perra de pura raza, de una especie alemana, procedente de Weimar (Weimaraner), y que se llamaba Heidi13. Esta criatura bien habría podido inspirar la creación literaria de Fanny, a quien el narrador Luis Pinedo designa el pet de la Primera Dama doña Concha (Ayala, 1993: 733). La palaEntre los dictadores hispanoamericanos favorecidos por los Estados Unidos figuran Rafael Trujillo Molino, que gobierna la República Dominicana de 1930 a 1961; Anastasio Somoza, que reina en Nicaragua entre 1937 y 1956; Maximiliano Hernández Martínez, que rige El Salvador entre 1893 y 1944; Alfredo Stroessner, que domina Paraguay de 1954 a 1988; y toda una serie de dictadores nicaragüenses entre 1954 y 82. La lista podría prolongarse. 13 Hank Pellisier, «Presidential Pet Museum. All the Presidents’ Pets», (16 de febrero de 2004). <http://www.presidentialpetmuseum.com/All_The_Presidents_Pets.htm> y <http://www. presidentialpetmuseum.com/Pets/Heidi-ik.htm> 12
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bra inglesa no aparece en el Diccionario de la Real Academia, aunque sí en cursiva en el texto de la novela. En el inglés de Inglaterra y de Norteamérica, pet significa el animal doméstico cuyo dueño le prodiga mimos y caricias. Conoce bien el uso social Ayala, con su viñeta «Exequias por Fifí», recogida en El jardín de las delicias (Ayala, 1993: 1.087-1.090), y que lleva los mimos a un extremo entre cómico y grotesco. En el caso del pet Fanny, cuya muerte casi sume la patria de Bocanegra en un estado de duelo nacional, de ella quedan “rastros en los archivos del State Department norteamericano [vale decir, el Ministerio de Asuntos Exteriores] y aun en los del War Office [o sea, el Ministerio de Guerra, hoy denominado el de Defensa]” (Ayala, 1993: 733). Pues Ayala ha inventado a un embajador de los Estados Unidos dotado de un corazón exageradamente tierno hacia los animales y, sobre todo, hacia sus dueños ilustres. Este diplomático se apellida Grogg, el cual, escrito con una sola ‘g’ final, significaría en inglés una mezcla de licor alcohólico y agua. El benévolo embajador alcohólico, para mostrar su deferencia a la “Presidenta” doña Concha (Ayala, 1993), prepara un generoso tributo en señal de la “amistad que une a ambas repúblicas del continente americano” (Ayala, 1993: 734). El envidioso Ministro de España, que sospecha motivos imperialistas en la actuación de Norteamérica, discierne en la conducta de Mr. Grogg el afán de hacerse destacar, de “poner una pica en Flandes regalando a la señora una perrita de la misma raza, traida, por si fuera poco, en un transporte militar aéreo” (Ayala, 1993). El gesto del ingenuo Mr. Grogg despierta múltiples reacciones distintas. El narrador Pinedo se pasma, percibiendo los Estados Unidos como una caja de Pandora: “Por lo visto, no es fácil hacer un bicho de tal raza; y sólo en los Estados Unidos, donde nada falta, podía obtenerse uno así” (Ayala, 1993: 733). El secretario dictatorial Tadeo Requena pondera el medio de trasporte, símbolo del poder incontrastable –y, por tanto, de ilimitada corrupción para el novelista14–: “Y lo han traído en una superfortaleza del Army [o Ejército]” (Ayala, 1993: 735). La Superfortress, hoy exhibida en el Museo de la Fuerza Aérea norteamericana, era un bombardero pesado, cuatrimotor de alcance largo. El modelo B-29 de este avión se utilizó para bombardear a Japón en 1944 y 45, y también a principios de los años 50 para atacar a Corea del Norte15. El 14 En el «Prólogo redactado por un periodista y archivero a petición del autor, su amigo», explica el prologuista F. de Paula A. G. Duarte, alter ego y portavoz de Ayala, que para éste “el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”: Los usurpadores, en Narrativa completa, 342. Por tanto, el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe en una medida absoluta. 15 «Boeing B-29 ‘Superfortress’», USAF Museum, Wright-Patterson AFB, Dayton, Ohio (20 de abril de 2002), <http://www.wpafb.af.mil/museum/search.htm>
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dictador Bocanegra, detractor de su mujer, no queda impresionado. Piensa que “un perro no puede costar mucho, ¿verdad?”. Sólo doña Concha aplaude sin reservas la forzada generosidad norteamericana, dando al embajador Grogg el premio que merece: el título de amigo suyo y el húmedo besuqueo del nuevo perro cada vez que lo ve (Ayala, 1993: 753). En Muertes de perro los usos de los Estados Unidos contribuyen al carácter perruno del país de Bocanegra. En el Fondo del vaso el influjo norteamericano, más sutil, ayuda, primero, a pervertir al protagonista y, después, a elevarle hacia la redención existencial de su persona. Durante la caótica transición de la dictadura de Bocanegra al triunvirato de Olóriz, la figura principal José Lino Ruiz, lerdo como el polaco del cuento «El pez», finge su propia muerte para escaparse con su secretaria a la capital de México. “México city”, la llama Ruiz (Ayala, 1993: 846), para indicar con su nombre inglés su apertura al gran mundo (Ayala, 1993: 850). La transformación que el viaje produce tanto en la secretaria como en él afecta a toda la novela. Ruiz se complace como Pigmalión en la metamorfosis estética que deshumaniza a la joven Candelaria Gómez. El cambio va señalado por norteamericanismos. Se americaniza el nombre de su nueva querida: “Se la contempla ahora hecha una princesa, tan cambiada que hasta su nombre payo de Candelaria se ha transformado en el dulcísimo apelativo de Candy” (Ayala, 1993: 846). En inglés, Candy significa dulces. Pero la asociación de ese apodo al carácter de princesa apunta a la lúbrica doña Concha de Muertes de perro, novela leída por Ruiz; es decir, indica el descenso moral de la apodada. Puesto que Ruiz siente la necesidad de “adecentar” a Candy como si ella fuera un mueble o una habitación, decide cosificar a la muchacha desvelándole “las maravillas del beauty parlor ” (Ayala, 1993: 848), o sea, salón de belleza, giro inglés que se aplicará un año después (1963) a la lasciva doña Rufa de «El pez». Con todo, no por ello recibe Candy el respeto de Ruiz, pues según éste, “bajo sus pretensiones de beauty parlor y sus refinamientos módicos, sigue siendo en el fondo la misma campesina taimada” (Ayala, 1993: 853). Este juicio negativo proviene de los celos que le infunde a Ruiz el Junior Rodríguez, su rival en amores. El Junior, con su apodo mucho más común en Norteamérica que en Hispanoamérica, parece ser el animus, el desdoblamiento masculino, de Candy. Si ella, en su transformación pigmaliónica, se ha metamorforseado para Ruiz en bella mariposa (Ayala, 1993: 846), el Junior le parece un “corpulento, lento y vacilante mariposón” (Ayala, 1993: 853). El joven pertenece a una pandilla de adolescentes modelada tras las pandillas estadounidenses de los años 40, 50 y 60. Ayala ha captado la imitación en la descripción
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de su indumentaria rigurosamente conformista: “todos ellos vestidos con camisa vaquera, pantalón ceñido y ancho cinturón de gruesa cadena” (Ayala, 1993: 898). En la segunda parte de la novela, escrita en forma de recortes periodísticos que informan sobre el asesinato del Junior Rodríguez, varios artículos describen, a veces con un rigor sociológico, el estilo de vida de las pandillas. Recordemos que en los Estados Unidos se había hecho un clásico de sociología el libro de William Foote Whyte, Street Corner Society [La sociedad de la esquina urbana, 1.ª ed., 1943, 2.ª ed., 1955]16, con sus descripciones de las pandillas rigurosamente organizadas de la gran ciudad. Según el periódico El Comercio de la novela ayaliana, los adolescentes que pertenecen a tales sociedades secretas viven desde bien tierna edad bajo una dependencia que impone sumisiones ciegas dentro de una atmósfera espartana, para contraste... con la lenidad en que se están disolviendo hoy los vínculos religiosos, domésticos y hasta cívicos, constitutivos fundamentales de nuestra más noble tradición nacional (Ayala, 1993: 916).
Acabamos de examinar los americanismos del norte que orientan –o, mejor, desorientan– la conducta de Candy y del Junior, prototipos de la juventud femenina y de la masculina de la tierra del difunto Bocanegra. La disolución normativa de toda la sociedad salta a la vista en el capítulo titulado «Las bellezas», que como el capítulo de Muertes de perro sobre la Fiesta Nacional del 28 de febrero, reúne en sí a todas las clases sociales y a todas las edades. Aquí Ayala caricaturiza la institución norteamericana, popular en los años 60, hoy en decadencia, del concurso de bellezas. El primer concurso para miss América se celebró en 192117. Al comienzo sólo acentuó la hermosura, pero en 1935 se añadió una competición de talento. A partir de 1954 el concurso nacional fue televisado y llegó a ser uno de los eventos más duraderos de la historia de la televisión18. Tal institución, difundida por todo el globo y, sobre todo, por el mundo hispanoamericano, sin embargo conserva bastantes expresiones angloamericanas que reaparecen en El fondo del vaso: la candidata elegida “reina de la belleza”–en inglés, beauty queen– gana el título de miss, seguido por la entidad que patrocina el concurso. La entidad suele ser una unidad política –una ciudad, un condado, un Estado– pero puede ser un grupo laboral –ha habido Ambas ediciones salieron en Chicago, publicadas por la Chicago University Press. «Meet Miss America», The Miss American Organization <http://www.missamerica.org/ meet/history/1920/review.asp> 18 Ibídem., <http://www.missamerica.org/meet/history/1950/1954.asp> 16 17
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miss metros, Miss Subways en Nueva York– o puede ser un interés comercial –Miss Coca Cola. En El fondo del vaso, se trata de una entidad comercial, IN-CO-LO, o el anagrama de la Asociación de la Industria y el Comercio Locales. Aquí como en Estados Unidos, la belleza deviene cotizable, quitando toda seriedad que la ocasión puede ofrecer. No falta la nota patriótica en los concursos de belleza norteamericanos, sobre todo, si las candidatas representan alguna región o Estado. En El fondo del vaso, se reduce el patriotismo a la presencia, en la sala, de cuadros de los padres de la patria. Pero el narrador Ruiz informa que tales retratos parecen como “una nota demasiado adusta para el desenvuelto espíritu contemporáneo” (Ayala, 1993: 865). No ha de esperarse nada serio en esta ocasión. La indisciplina cómica del concurso lo comprueba. No sin ironía, uno de los jueces, el periodista Luis Rodríguez, compara esta ceremonia con el concurso de belleza de la mitología griega, en el cual Paris tuvo que decidir entre las diosas Afrodita, Hera y Atenea (Ayala, 1993: 868). Pero la verdad es que, como en Muertes de perro, todo cuanto ocurre en este país invierte los modelos clásicos. Pues Paris premió con manzana de oro a la diosa Afrodita, fundándose en la hermosura objetiva de la premiada. Mas en el concurso narrado por José Lino Ruiz, el triunfo depende de factores ajenos a la belleza. Cada miembro del jurado arguye acaloradamente a favor de su propia candidata. Entretanto, la deshumanización o cosificación que caracteriza a todo concurso tradicional de belleza –y, singularmente, los televisados de Norteamérica– se exagera en las descripciones de esta novela. Mientras el jurado delibera, Ruiz comenta de las concursantes que “sus bellezas desnudas aguardaban ahora, apelotonadas a un lado y sudando bajo tanta luz” (Ayala, 1993: 866). Aquí el narrador reduce a las candidatas a su desnudez carnal, y sus carnes a una bola. Igual deshumanización se percibe en la siguiente descripción del “montón de cansadas bellezas que, empinadas sobre los altos tacones, apenas conseguían mantener erguidas las espaldas y fija la sonrisa en la tensión de la espera” (Ayala, 1993: 867). La rigidez de sus actitudes nos recuerda la prolongación grotescamente artificial de la Fiesta Nacional por Bocanegra en Muertes de perro. De hecho, las condiciones morales, humanas, no han mejorado de una a otra novela. ¿Cómo, pues, puede redimirse José Lino Ruiz de la corrupción ambiental? La posibilidad de la redención le viene sugerida, a veces de un modo consciente, otras veces subliminalmente, por norteamericanismos. En sueños, Ruiz oye decir a don Cipriano Medrano, empresario de la industria de bebidas alcohólicas, que “la triste realidad... es que ni usted, Ruiz, ni nadie... quiere aceptar los
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hechos, ¿sabe? the facts of life. Y un hecho es que apenas lo elevan a uno al solio imperial el hombre más sensato se vuelve loco” (Ayala, 1993: 878). Ahora bien, las circunstancias han elevado a Ruiz a la jefatura de una gran empresa, a un solio imperial. Por eso ha jugado el papel de Dios Padre para su secretaria Candelaria, y se ha situado “en la cumbre de mi Sinaí” para inducirla a México y seducirla (Ayala, 1993: 848). Una vez que Candy, vuelta a casa, se enamora del Junior Rodríguez e intenta independizarse de Ruiz, éste se percibe tan imperial, que se compara con la “aborrecida metrópoli” con “recursos más que suficientes para frustrar cualesquiera veleidades libertadoras de su colonia querida [=Candy], y si alguna vez accede por fin a emanciparla... será mediante un acto magnánimo de su soberana voluntad” (Ayala, 1993: 852). Sin embargo, Ruiz se ha vuelto loco, en el sentido indicado en sueños por Cipriano Medrano, perdiendo de vista los hechos de la vida, the facts of life. La tercera parte de la novela consiste en la confesión de Ruiz en la Cárcel del Miserere de haber caído por inatención a los hechos, a la realidad circundante. Tal confesión potencia a Ruiz para la redención existencial. Privado de sus últimas ilusiones, este buen burgués, ducho en la ciencia de la contabilidad, con su balance de cuentas, aplica sus anglicismos comerciales a su situación existencial19: “A la hora del balance, todo tengo que verlo rojo, no solo las cifras del déficit, sino la sangre del crimen que me imputan y el pase de verónica con que mi mujer ha venido a saludarme” (Ayala, 1993: 928). Así que el color rojo pasa de señalar la deuda de un negocio en bancarrota a indicar un alma en bancarrota por la acusación de un crimen que Ruiz no había cometido y por la deshonra que le hace sufrir un dolor comparable al de Cristo. Por eso dice, en un momento de compasión de sí mismo, que “era obligado declararme en quiebra y tirar por la ventana... una vida entera de trabajo honrado”. Pero la imagen comercial acaba por no convencerle, pues considera que ya no le queda honra alguna (Ayala, 1993: 929). Se ve reducido a un comerciante tan inexperto que “tome por legítima... la moneda de sus halagos sin buscarle la otra cara”, incapaz de apreciar los elogios por las burlas que eran (Ayala, 1993: 930). En fin, el Cipriano Medrano soñado, crítico de su locura, de su ceguera ante los facts of life, resulta profético. Rastrea sus torpezas en la máxima tontería, su “obstinación en conservar ese caramelo agridulce que era A principios del siglo XX, el contable norteamericano H. A. Finney presidía el movimiento para el uso de un balance que enfocara la liquidez rastreando las fuentes de cambios en el capital operante: John R. Alexander, «History of Accounting», Association of Chartered Accountants in the United Status (2002): <http://www.acaus.com/acc_his.html#11>. Aquí rastrea Ruiz el balance de su vida en su nula liquidez, debido a la falta de capital, el déficit aludido, indicado con tinta roja en el libro de cuentas. 19
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Candy” –recuérdese el sentido inglés del apodo y el hecho de haber sido mulata su apetitosa portadora– que empezó a hastiarle, como todo exceso (Ayala, 1993: 931-32). En consecuencia, no vio la infidelidad de su mujer, revancha por la suya cometida con su secretaria. Con la expresión de asentimiento perentorio, All right, Está bien (Ayala, 1993: 939), indica Ruiz su propio bochorno imperiosamente sentido ahora por no haber reconocido la ironía de su mujer al contemplarle coronado de cuernos gracias a ella misma. Otra fuente de humillación ha sido la burla de los contertulios del Casino, de la cual el pobre burlado Ruiz ni siquiera se había percatado. Fingieron debatir en su presencia el pundonor, defendiendo unos el honor calderoniano, otros el divorcio, éste el ejemplo de los franceses, aquél el de los americanos. Como el secreto de su deshonra lo fue sólo para el mismo Ruiz, todos le habían supuesto un “marido consentidor, sufrido y mansurrón” (Ayala, 1993: 50). Comparándose con un boxeador tan humillado como el negro desangelado del Ayala vanguardista, Ruiz, sin embargo, se prepara poco a poco para la redención. Hace caso omiso, pone entre paréntesis, el “golpe bajo” que le había propinado su mujer, pecando con su mejor amigo Rodríguez padre. “Puesto que... yo daba señas de haberlo absorbido, como de los boxeadores se dice, ella... creería... que yo aceptaba sin rechistar la... vieja ley, un ojo por ojo, un adulterio por otro”. A juicio de Ruiz, tal percepción, expresada con metáforas deportivas al estilo norteamericano, ha movido a su esposa Corina al arrepentimiento (Ayala, 1993). Por eso, Corina viene a la cárcel del Miserere, donde languidece su marido, a pedirle perdón. Pero como Ruiz, estupefacto ante la confesión de culpa, tarda en responder, esta moderna Magdalena tiene que repetir una y otra vez su triste petición. La confesión pronunciada una vez y otra lleva a Ruiz a comparar a su mujer con un “fonógrafo averiado” o con un “viejo disco de gramófono” (Ayala, 1993: 951-952) –dos inventos norteamericanos de fines del siglo XIX para reproducir el sonido. Por mucho que estos símiles mecánicos parezcan deshumanizar a Corina, en realidad la confesión, repetida en la memoria de Ruiz, le sitúa en el camino de la redención: la presión de la repetición en su mente le ablanda. Reconoce, por fin, que a la raíz de todos sus problemas yace el desfase entre la prisa que es la vida y la lentitud de todas sus reacciones (Ayala, 1993: 951). ¿Pero no es el problema de Ruiz idéntico al problema del polaco que protagoniza el cuento «El pez»? Así como el polaco tarda en darse cuenta de las consecuencias de aceptar la oferta del regalo marino tendido por los gamberros, Ruiz lamenta su demora en aplicarse a sí mismo el consejo soñado de Cipriano Medrano de hacer frente a los hechos, los facts of life. Es más: se arrepiente de su demora en medir su nulidad
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existencial con un rigor de contable norteamericano; de su lentitud en soltar a su empalagosa Candy; de su tardanza en cesar su rivalidad con el asesinado Junior; de su incapacidad para reconocer en seguida el golpe bajo, o low blow, del adulterio de su mujer y su mejor amigo; y, lo que más lamenta, de su silencio ante la contrita Corina, el querido gramófono humano, que había pecado a causa de él. Pero si en estos retrasos Ruiz se asemeja al polaco del cuento, y si el polaco puede simbolizar a todo individuo contemporáneo, sujeto de los usos sociales que le deshumanizan y víctima de la crisis universal de la cultura, ¿son responsables por entero estos pobres lerdos de sus respectivos fracasos? ¿O no protagoniza a sus vidas, en gran medida, la crisis que tiraniza a toda la humanidad actual? Luego, todos llevamos dentro algo del polaco, de José Lino Ruiz, y en la medida que reconocemos nuestra tontería innata, posibilitamos nuestra redención como seres humanos. En el estudio presente, hemos seguido la evolución del americanismo del norte en el arte de Ayala entre 1929 y 1962. Vimos que al comienzo, las referencias a los usos sociales de Norteamérica le permitieron unirse a sus coetáneos en cabalgar la línea entre lo trascendente y lo lúdico. A partir de la posguerra civil, Ayala se distingue de su promoción de escritores en ambos lados del Atlántico, utilizando expresiones norteamericanas para “rehumanizar” el arte. La rehumanización se logra en múltiples formas. En la colección de relatos La cabeza del cordero se alude a los norteamericanismos de una manera indirecta para patentizar la alienación y desconfianza en el prójimo la cual produce y sigue la Guerra Civil. Con posterioridad, entre 1956 y 1970, la inmersión en la cultura norteamericana y, sobre todo, en sus elementos más populares y cotidianos, da lugar a una gran innovación en el arte de Ayala: la elevación del uso social estadounidense a un indicio de la desmoralización o de la redención personal del individuo dentro de la crisis contemporánea. En «El pez», trozo de la vida norteamericana, sabiamente caricaturizada, Ayala ataca, a nuestro juicio, el entontecimiento, el embrutecimiento, producido por la crisis mundial. Muertes de perro examina esta privación de sentido a la vida en el contexto de la comunidad social y política. Las fórmulas norteamericanas derivadas del pasado ofrecen modelos imposibles de alcanzar en la dictadura de Bocanegra. Hasta los representantes de la Norteamérica actual ponen de manifiesto en sus modos ritualizados de comportarse su postración a la crisis avasalladora. En El fondo del vaso, el diestro manejo de giros norteamericanos sirve dos grandes funciones: la de señalar la desorientación vital y moral de los personajes y la de insinuar la posibilidad de la redención en el protagonista Ruiz y su mujer. Aquí distamos mucho de agotar el estudio de los ame-
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ricanismos del norte en Francisco Ayala. Porque si nuestro autor se acerca poco a poco a la sociedad española a partir de 1960, hasta reinstalarse por los años 70 en su cultura natal, los norteamericanismos que siguen adornando su narrativa cobran una riqueza fronteriza entre dos culturas imposible de estudiar en el trabajo presente. Una monografía entera podría escribirse sobre el tema del americanismo del norte en la narrativa de Ayala, la cual incluyera las múltiples funciones de tales usos en El jardín de las delicias y en El tiempo y yo. Esperamos haber mostrado que las expresiones de la cultura de Estados Unidos forman una parte esencial de la narrativa de Ayala, ayudando a singularizarla entre las de los pocos escritores hispánicos cuya patria es el idioma. Referencias bibliográficas (1996) «Discurso en la entrega del Premio Cervantes 1991», en Rosa Navarro Durán y Ángel García Galiano, Retrato de Francisco Ayala, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. GARCÍA GALIANO, Á., «Encuentro con Francisco Ayala», en Retrato de Francisco Ayala. —. (1996): «Cuadro cronológico», en R. Navarro Durán y Á. García Galiano, Retrato de Francisco Ayala, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. AYALA, F. (1947): Tratado de sociología, Buenos Aires: Losada, vol. II. —. (1993): «El pez» en Narrativa completa, Madrid, Alianza. —. (1992): Sobre el trono» en El tiempo y yo, o El mundo a la espalda, Madrid, Alianza. —. (1993): «El boxeador y el ángel» en Narrativa completa, Madrid, Alianza. —. (1993): «El mensaje» en Narrativa completa, Madrid, Alianza. —. (1993): «La cabeza del cordero» en Narrativa completa, Madrid, Alianza. —. (1993): Muertes de perros en Narrativa completa, Madrid, Alianza. —. (1993): El fondo del vaso en Narrativa completa, Madrid, Alianza.
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PASEOS AMERICANOS POR EL JARDÍN DE LAS DELICIAS Carolyn Richmond (City University of New York, EE.UU.) Para Francisco Ayala, autor –recuérdese– de una importante compilación de textos diversos titulada De mis pasos en la tierra, resulta fundamental la metáfora de la vida como viaje: un viaje, de ida y vuelta en su caso particular, llevado a cabo dentro del transcurso de un tiempo inevitablemente lineal. A esta metáfora aluden, de modo implícito, los tres apartados principales de sus autobiográficos Recuerdos y olvidos, titulados «Del paraíso al destierro», «El exilio» y «Retornos», donde se narra la trayectoria vital de un hombre que, tras hallarse ‘expulsado’ del paraíso natal, es ‘condenado’ en su destierro, tanto simbólico como real, a una serie de ‘trabajos’ que años después le permitirán ‘reconquistar’, paulatinamente primero, luego –septuagenario ya– de modo integral, aquel paraíso perdido de su remotísima infancia y aun lejana juventud. A este tipo de viaje, punto de partida y tema de un ensayo titulado «El viaje como metáfora de la vida humana», habría que añadir otro, muchísimo más distendido, que hace el ser humano, bien sea en su imaginación –como aquel «voyage autour de ma chambre» contemplativo que hace sin salir de la suya el autor de dicho ensayo–, bien sea en un entorno físico alejado de algún modo de los apremios del tiempo: me refiero, claro está, a aquellos paseos que cada cual, sin prisa y con ganas de disfrutar, lleva a cabo en momentos de ocio, actividad analizada por nuestro turista-escritor, en su «Divagación pompeyana». En este último texto puede aplicarse la palabra divagación tanto al pasear turístico como al proceso mismo mental seguido por su autor en el momento de redactarlo. En efecto, utilizaría Ayala con cierta frecuencia ese término –divagación– en los títulos de algunos estudios literarios, detalle que les presta una cierta inflexión filosófica. En cuanto a la importancia de la figura del turista, baste recordar aquel conmovedor poema en prosa titulado «El turista dormido» con que pone fin, en el año 1993, a su volumen de Narrativa comple-
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ta. Aparece en él la misteriosa figura de una marquesa –otra imagen suya de la Muerte–, quien le llama, y le dice: “¡Ven! Así es mejor”: Yo –concluye ahí–, aunque no entiendo qué es lo que ha querido decirme con eso, aunque no adivino qué será lo que es mejor así, me siento muy feliz, y sin vacilar acudo a donde me llama. ¿Qué habría querido decirme? ¿Acaso quiso decirme que mejor es estar dormido?, ¿qué era mejor proseguir este viaje en sueños?
Que sirvan, pues, estas palabras finales de la última divagación ayaliana en dicho volumen como introducción a la que a continuación me propongo desarrollar sobre un aspecto ‘turístico’ de indudable interés: ‘paseos’ suyos realizados durante su dilatada estancia en las Américas y transformados por él en poesía en El jardín de las delicias. Del viaje al Nuevo Mundo y otras inconveniencias Tras el final de la Guerra Civil española, en 1939, emprenderá nuestro autor un segundo viaje por mar a Sudamérica, donde pronto se establecerá en la dinámica capital de la República Argentina. El ambiente bonaerense le cautiva; se incorpora de lleno ahí al mundo de las letras, colaborando en la prensa y publicando estudios sociológicos, traducciones al castellano, y sobre todo dos volúmenes de ficción: Los usurpadores y La cabeza del cordero. Sólo una invitación para pasar un año como profesor de sociología en Río de Janeiro conseguirá apartarle en 1945 de ese “Buenos Aires querido”, ciudad que sin embargo luego, cinco años más tarde, se vería obligado a abandonar definitivamente, alejándose así de la creciente sombra del peronismo para instalarse bajo el resplandeciente sol del Caribe. La segunda etapa americana de nuestro autor corresponde, pues, al primer lustro de la década siguiente, cuando, por invitación esta vez del rector de la Universidad de Puerto Rico, se traslada a esa isla en calidad de Catedrático de Sociología. De tal época, tranquila y feliz por lo visto, data su tercer libro de relatos compuestos en el exilio –y el primero suyo que tras de la guerra va a ser editado en España–, Historia de macacos (1955). La tercera y más dilatada estancia americana –la que corresponde a actividades docentes desarrolladas por Ayala en varias universidades norteamericanas– es también la más larga, pues sólo al jubilarse en 1976 como Catedrático de Literatura española en la City University of New York volverá a fijar su domicilio permanente en el madrileño piso adquirido ya por él después de su primer
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regreso en 1960 a la “ingrata patria”. A estas dos décadas norteamericanas corresponden, entre otras muchas obras, sus novelas Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962), así como la primera edición de El jardín de las delicias (1971), publicada también en España. Todos estos ‘pasos’ de Francisco Ayala ‘en la tierra’ están narrados, con amplios detalles, en sus memorias; los he resumido aquí para dejar establecido un esquema cronológico que nos sirva al mismo tiempo de puerta al ‘viaje’ de indagación literaria que ahora, juntos, vamos a emprender nosotros. Las ‘inconveniencias’ ocasionadas por el exilio para muchos españoles resultaron ser para Ayala una auténtica mina de experiencias vitales, de las que su literatura se nutriría de ahí en adelante, pues cualesquiera contrariedades de la situación se vieron compensadas por las múltiples ventajas que ofrecía la oportunidad de vivir lo nuevo: de rehacer hasta cierto punto su vida en tierras americanas, haciendo ahora suyas experiencias que de otro modo se hubieran reducido a la categoría superficial de lo ‘turístico’. El resultado, en su obra literaria, es un curioso doble enfoque: por un lado quedan incorporadas, hasta asimiladas, estas nuevas realidades americanas, mientras que, por el otro, las sigue observando a la vez desde fuera y con una multitud de perspectivas. Según en su día lo hicieran generaciones de precursores suyos procedentes del Viejo Mundo, al establecerse nuestro ‘errante’ profesor y autor en el Nuevo se apropiará a su modo de lo que era diferente, hasta exótico, una materia prima elaborada por él mediante la lengua común: la que se habla en los países de sus dos primeras moradas y que en el de su tercera, Estados Unidos, podía oírse con frecuencia cada vez mayor. Constituye, pues, la lengua española el vinculo artístico entre la ‘experiencia’ y la ‘invención’ de Francisco Ayala en aquellos treinta y cinco años centrales de su propia existencia. Esta doble perspectiva –la de lo antes desconocido junto con lo conocido ya– le abrirían al ‘emigrante’ escritor horizontes estéticos igualmente insólitos que le permitirían re-vivir, mediante la creación literaria, el simbólico ‘renacimiento’ de su propia vida nueva. Desde este punto de vista puede afirmarse que cada uno de sus textos, así como el conjunto de su producción narrativa de aquel periodo, constituye un reflejo de ese ‘viaje’, tanto interior como exterior, de su autor. El cual, por ejemplo, en las sobrias historias de Los usurpadores y las problemáticas novelas cortas de La cabeza del cordero se reconciliará a su manera con la Guerra Civil y con España; en relatos como los reunidos en Historia de macacos re-creará con ironía, y hasta con sarcasmo, situaciones particulares vinculadas a la vida moderna; y en las dos novelas del Caribe pasará a ‘disecar’ una sociedad gobernada por regímenes políticos teóricamente opuestos: la dictadura primero, luego la democracia. Valiéndose de una gama estilís-
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tica perfectamente ajustada al contenido de cada una de estas ficciones americanas, va sondeando en todas ellas las profundidades de la condición humana, siendo este último aspecto el que otorga su gran universalidad a textos aparentemente tan diferentes entre sí. Lo dicho hasta aquí se resume luego, intensificado, depurado, en la obra más personal e íntima de Francisco Ayala, El jardín de las delicias, especie de crónica imaginaria del viaje –el suyo; el de todos los hombres– desde el abismo de las miserias humanas hasta las cumbres de la felicidad. De este viaje literario, tan lleno de ecos y reflejos americanos, voy a ocuparme de aquí en adelante. Creador y creación; recreaciones del lector Con su estructura bipartita –«Diablo mundo», integrado a su vez por «Recortes del diario Las Noticias, de ayer» y «Diálogos de amor»; y, a continuación, «Días felices»– El jardín de las delicias invita al lector a que acompañe al autor, quien, sirviéndose de un narrador en tercera persona en el apartado inicial de la primera parte, eliminando de los diálogos del segundo cualquier comentario externo, e identificándose totalmente luego, mediante el empleo de la primera persona, con el ficticio memorialista viajero en la segunda parte del libro, le brindará unos paseos, tanto diabólicos como celestiales, cuyo disfrute último, más allá aun de cualquier experiencia vital, resulta ser ante todo estético. Ante todo, debido a la gama estilística de las tres agrupaciones de textos, que reflejan, cada uno a su modo, la antes referida variedad de tonalidades manejadas por el autor a lo largo de su trayectoria literaria en las Américas: primero, el ensayo, ejemplificado tanto por su propio prólogo a los «Recortes» como por su epílogo al libro; segundo, el periodismo, sobre todo en su vertiente satírica, tan brillantemente esgrimido antes en su par de novelas caribeñas; tercero, la autoexpresión directa, en voz alta y sin apostilla, antes empleada por nuestro autor en ficciones de matices diversos y depurada aquí en unos «Diálogos» que apelan además al oído de modo parecido a ciertos programas de radio; y cuarto, la ficticia ‘recordación’ en primera persona –perspectiva anticipada en el referido prólogo– que llega a constituir el núcleo de la obra en sí, en cuya intensa fusión de realidad e invención poética anticipa Ayala una combinación análoga que unos dos años después utilizaría en el primer volumen de Recuerdos y olvidos. Otro motivo del ‘dispute’ que ha de sentir el lector al ‘acompañar’ al narrador por estas deliciosas ‘sendas’ literarias se debe a lo que de eterno y univer-
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sal trasluce cada una esas piezas específicas: dentro de unos confines ‘espaciales’ firmemente marcados, el ‘jardín’ de Francisco Ayala depara un muestrario representativo, a la vez que espejo fiel, de la experiencia humana en toda su complejidad. Un jardín es, por definición, un espacio artificial, creado –y cultivado– para el deleite propio y ajeno por un ‘artista’ cuya materia prima es la naturaleza vegetal. Al someterla a su propia voluntad en la medida en que ello lo permita o lo propicie, realiza sobre ese espacio una creación irrepetible. El de ‘las’ delicias, espacio literario sembrado, cultivado y encerrado por su jardinero-creador en un libro a su vez adornado, tanto por dentro como en su cubierta, con hermosísimas ilustraciones, es una re-creación del primero de todos los jardines: el Edén, que encierra en sí el Bien y el Mal, obra del Creador Supremo, quien proporcionaría así al primer Hombre y a la primera Mujer un entorno adecuado de donde, habiendo sucumbido a la tentación de probar del árbol de la ciencia, terminarían expulsados y condenados para siempre a labrar y a repoblar los futuros parajes de la humanidad, con todo lo que puedan tener ellos de paradisíaco o bien de infernal. Así lo representa El Bosco, pintor del famoso tríptico titulado El jardín de las delicias, cuyos paneles laterales se encuentran reproducidos, a la inversa, en la cubierta del libro de Ayala. Tanto el pintor antiguo como el contemporáneo escritor descienden –igual que todos los mortales– de aquellos nuestros Primeros Padres, y como el mismo Creador del mundo son ellos a su vez creadores de sendos jardines y de todos los personajes –mortales, aunque inmortalizados por el arte– que lo habitan. Todo se repite, pues; todo, a partir del libro del Génesis, es un continuo nacer y renacer, efectuado por el hombre mediante el acto creador. “En efecto”, escribe Ayala en su comentario sobre Los paisajes del Museo del Prado: la naturaleza es muda; la naturaleza no significa nada, carece de sentido, y somos los hombres quienes nos servimos de ella como materia prima para organizar nuestra realidad; en definitiva, para crear la realidad. Y todavía una observación final. Hablamos de paisaje natural, pero ¿qué deberá entenderse por naturaleza? Diría yo que la naturaleza está constituida por el conjunto de aquello que, a través de los sentidos, llega a nuestra conciencia, y mediante ella adquiere una significación. Es nuestra conciencia la que, con el material de sensaciones tales, constituye y organiza el mundo, prestándole un significado. Incluso el sujeto perceptor se objetiva a sí propio como entidad significante dentro del ámbito de su conciencia.
Por muy ‘naturales’ que puedan parecernos ciertos ‘parajes’ del delicioso ‘jardín’ ayaliano, debemos tener en cuenta, siempre, que la materia prima en
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que él se inspira y que a primera vista ‘reproduce’ va filtrada –elaborada, ‘traducida’– ‘por’ el arte del escritor. Nada de esto existiría, claro está, sin la colaboración activa de dicho “sujeto perceptor”: el que se pasea, intentando a su modo interpretarlo, por el metafórico jardín, actividad no sólo complementaria sino también, según hace quinientos años señaló Cervantes en otra conexión, imprescindible para la supervivencia de la obra de arte. “Toda significación –escribe Ayala al final de su artículo sobre Los paisajes– requiere un receptor que la comprenda, implica un mensaje dirigido a otras conciencias capaces de captar su significado, tiene por principio un destinatario.” Este receptor –el que escucha una pieza musical, el que contempla un paisaje real o bien una obra de arte, el que lee un libro– ha de re-crear para sí en su imaginación, de acuerdo con su propia sensibilidad estética, el objeto en cuestión. Un excelente ejemplo de este complejo proceso se encuentra en el cuarto texto de «Días felices», titulado «Nuestro jardín», donde el narrador, contemplador de cierta re-creación pictórica de un recinto tapiado que él mismo jamás había conocido en la realidad, re-crea a su vez poéticamente no sólo sentimientos íntimos suyos asociados con dicho cuadro –una obra, por cierto real y concreta, que queda reproducida fotográficamente en el libro– sino también su significación en cuanto a la fugacidad del tiempo frente a la perennidad del arte (ars longa, vita breve). Creador y receptor –re-creadores a su vez– se unen en esta personalísima evocación del paraíso perdido, de “Nuestro jardín”: el suyo y el de todos nosotros, descendientes de Adán y Eva. Y cada vez que vuelve dicho receptor a leer ese texto, a pasearse por él en su imaginación, no sólo lo recreará para sí, sino que también volverá a gozar –a recrearse– gracias al placer proporcionado por tal experiencia. A este tipo de lectura –la que solemos hacer tan sólo para nuestro placer– induce ante todo el libro El jardín de las delicias. Puentes temporales; enlaces espaciales Pone fin el narrador a aquella reminiscencia lírica con la evocación de una escena, no ya de su lejana infancia, sino de un momento muchísimo más inmediato: “hace poco”, escribe: cuando, quizá ya por última vez, miraba yo de nuevo, fijo en el cuadro, nuestro jardín inmortal, mi sobrino, que me observaba en silencio, me preguntó al fin:
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- Esa niña que recoge el aro, ¿no era una prima de papá y tuya? Y aquélla, allí, ¿no es la abuela? Papá nunca vio el jardín del bisabuelo; y tú, ¿lo viste alguna vez, tío?
Con esta pregunta, eco de las que inocente, de niño, le había hecho tantas veces el narrador a su madre –esa misma “abuela” de la pintura–, se subraya en el texto el tema del eterno retorno. Esta conversación entre parientes de dos generaciones, plática ficticia integrada sin embargo por elementos (auto) biográficos que bien pudieran responda a una realidad vivida, tiene lugar precisamente en América: “Ahora –ha aclarado el narrador–, el cuadro está en casa de uno de mis hermanos, al otro lado del océano.” (El cuadro existe: pintado en efecto por la madre del autor y tal como lo describe éste en el texto. Una de las pocas pertenencias familiares rescatadas tras la Guerra Civil, estuvo colgado el lienzo durante bastantes años en la casa bonaerense de un hermano suyo.) Pero tiene lugar, también –y sobre todo– en el magín del escritor, la conversación reproducida en el texto. Lo que de todos modos cabría recalcar aquí son los puentes temporales y los enlaces espaciales que se dan tanto en esta pieza tan representativa como en el conjunto de El jardín de las delicias. Lo cierto es que todos estos imaginarios jardines ahora nuestros –el de la composición pictórica de María Luz García Duarte, fotográficamente reproducida en el libro e inspiración para un escrito de Francisco Ayala; dicho texto como entidad; o bien el volumen mismo en que éste se encuentre recogido– resultan ser, según sugiere el autor en aquel escrito suyo sobre el paisaje, más reales aún –y por ello más eternos– que la realidad originaria. De ahí quisiera sugerir, de paso, una posible interpretación de la relación que pueda darse entre el cuarto jardín en cuestión –el de El Bosco– y este último de Ayala. El hecho de que en la cubierta del libro estén reproducidos sólo los dos paneles laterales del famoso tríptico, y de que ahí aparezcan colocados al revés –el Infierno a la izquierda, y a la derecha el Paraíso–, no sólo anticipa las dos partes en que está dividido el libro, «Diablo mundo» y «Días felices», sino que ya de antemano debe influir sobre la imaginación del lector. En efecto, tanto las depravaciones y castigos plasmados por el Bosco en la representación de aquél como la pureza e inocencia que emanan en la de éste las criaturas y figuras en su edénico entorno, anticipan visualmente el contraste de tono entre una y otra partes del volumen cuyo título global –recuérdese– recoge justamente el título que se suele asociar con el gran panel central de la obra del pintor flamenco: pintura esta que prefirió sin embargo nuestro autor no reproducir en ningún lugar de su propio ‘jardín de las delicias’ ... Se dará cuenta de
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ello cualquier lector atento, como se daría cuenta también de la inversión en la cubierta de los paneles laterales. Y se preguntará, quizá, por qué... Como posible respuesta me gustaría adelantar aquí una hipótesis que tiene en cuenta no sólo los antes referidos elementos visuales sino también el manejo que de ellos ha hecho Ayala para la presentación gráfica de su libro. Se trata de un terreno arriesgado, me doy cuenta, pero al que invita precisamente la manipulación llevada a cabo por el autor en su elección y colocación de los dos paneles laterales de la obra del Bosco, cuyo título –asociado con el cuadro central– se apropiaría para su propia obra. Aventurémonos, pues, detrás de las bambalinas del acto creador: a lo que pudo haberle inspirado a Ayala la elección tardía y global del título El jardín de las delicias cuando reunió por vez primera en un volumen aparte textos que ya había agrupado en sus Obras narrativas completas de 1969 bajo los títulos de «Diablo mundo» (con sus dos apartados) y «Días felices». Devolvamos por un momento ahora los dos paneles a su debido lugar, flanqueando la conocidísima tabla central: a nuestra izquierda, el Paraíso; a nuestra derecha, el Infierno. La escena ilustrada en el primero –sugiero–, la del momento de la Creación de Adán y de Eva, correspondería a su vez al acto mismo de la creación artística, donde desempeña el autor un papel semejante al de Dios. De él nacen sus dos figuras principales: la del adánico narrador y la de quien será compañera y destinataria suya en muchas de sus invenciones de «Días felices» y a quien se dirigirá al contemplar, en el epílogo, el conjunto de su creación. Son ambos, pues, criaturas ficticias formadas en la mente del escritor. Nacen, inocentes, en la soledad. ¿Qué realidad les espera? Ese mundo diabólico, infernal, plasmado tantísimas veces por la literatura, que, tras la expulsión les tocará vivir. Pero, ¿y la tabla central? Las delicias de todos los sentidos, recuerdos de días pasados cuya felicidad, sin embargo, no hubiera podido jamás durar debido a que el tiempo inevitablemente fluye hacia la muerte: delicias recreadas, e inmortalizadas por el artista en su jardín para nuestro deleite y para el suyo propio. Es más: la ausencia misma de cualquier reproducción fotográfica de dicha composición –especie de fantástica danza, o bien paseo ceremonial, a la vez libidinosa e inocente, de placeres sensoriales y emocionales– dicha ausencia, digo, hace que el receptor se vea obligado a re-crearla a su vez en su propia imaginación, proceso hasta cierto punto paralelo a lo que tiene de recreación última mediante la lectura –en este caso, de lo elaborado poéticamente por Francisco Ayala–. Complementa, pues, esos «Días felices» suyos, apelando no sólo al sentido de la vista sino también, por extensión, a los demás sentidos –los del oído, del olfato, del tacto y del gusto– de quien se atreva, según re-
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ta el narrador al final del epílogo a su prudente destinataria, a destapar –a volver a leer– aquella “arca de palabras”, un acto cuyo paralelo podría hallarse en el que en su día constituyera el de desplegar, para maravilla, el cerrado tríptico del Bosco. Días infernales; paseos por el paraíso “Lo he mirado sin prisa”, rememora, refiriéndose al cuadro de su madre el narrador de «Nuestro Jardín» “(ya nunca tengo prisa yo –añade–; yo estoy ya del otro lado)”. La repetición de las palabras “otro lado” sugiere, lingüísticamente, una cierta identificación entre los viajes, tanto en el tiempo como en el espacio, del lienzo y de su cronista-contemplador, los cuales, marcados ahora por el tiempo, concurren de nuevo en el espacio: todavía otra manifestación, dicho sea de paso, del Viejo Mundo en el Nuevo ... Tales paralelos –sobre todo el temporal– sugieren además una identificación en la obra de Ayala entre su larga estancia en las Américas y su propia madurez, lo cual, reflejado en su obra literaria de esos años, se recapitula en El jardín de las delicias mediante el énfasis que se da en esta obra al tema de lo eterno frente a lo perecedero. Francisco Ayala no es un turista en las Américas; tampoco, según ha aclarado, tiene ya prisa ... ni en cuanto receptor –su contemplación del cuadro– ni tampoco, se entiende, en cuanto creador, en efecto, el ritmo narrativo-pausado, sosegado de «Nuestro jardín» constituye en sí un reflejo fidedigno del fluir intelectual y emocional del escritor previo a su re-creación poética mediante el acto de escribir. La suma de estas experiencias vitales y mímicas del Ayala maduro ‘se encierra’, pues, en aquella “arca de palabras” que a continuación procederemos a ‘destapar’. Al mismo tiempo que constituye, explícita o implícitamente, un reflejo de experiencias y sentimientos personales de su autor a lo largo de sus siete lustros de residencia “al otro lado del océano”, El jardín de las delicias resulta ser, también, según se ha sugerido ya, un compendio, estilístico y temático, de su producción literaria a lo largo de esos años. La propia estructura del libro total, junto con la organización de cada una de sus divisiones internas, reflejan además una especie de ‘viaje’ literario interior: el proceso de maduración del Ayala creador. En este sentido se lo puede entender como una ‘autobiografía simbólica’. Son éstas consideraciones que convendría tener en cuenta al rastrear ahora, durante nuestro ‘paseo’ de lectores por el ‘jardín’, algunas de sus huellas americanas. El ‘paso’ espacial y temporal del Viejo Mundo al Nuevo, lo da simbó-
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licamente el narrador del libro en su prólogo a los «recortes del diario Las Noticias, de ayer», texto redactado, se supone (no aparece en las Obras narrativa completas de 1969), para la primera edición de El jardín de las delicias. Su inspiración y temática francesas sugieren varias ‘pistas’ de interés, todas ellas de marcado ambiente internacional a la vez que, a su modo, sempiterno. La inspiración inmediata en un sombrío suceso criminal registrado en un diario parisino del año 1921 y rememorado en unas memorias tituladas Souvenirs sans fin (Recuerdos sin fin) introduce ya desde el comienzo no sólo la relación que puede haber entre literatura y prensa periódica, sino también la que puede darse entre lo transitorio y lo eterno: aquel inevitable retorno ‘sin fin’ de la experiencia humana captado y transmitido para generaciones futuras por la pluma del escritor. El hecho de que el lamentable sujeto en cuestión, hijo ilegítimo de un judío polaco afincado en Francia (todavía otro elemento de cosmopolitismo), fuera ejecutado en la guillotina, trae por fuerza a la mente el papel desempeñado por aquella máquina siniestra de nueva invención entonces durante la Revolución Francesa, lo cual nos llevaría también, por un proceso asociativo un tanto atrevido (¡perdón!), a Rousseau, con su utópica idea del salvaje inocente, y con ella al Nuevo Mundo... En fin, todo un paseo intelectual –sin salir de ma chambre– por el tiempo y por el espacio... Lo cual nos predispone a encarar lo que tiene de universal este primer apartado del libro ayaliano, especie de periódico en miniatura. La prensa, espejo de la civilización contemporánea, recoge y reelabora las eternas consecuencias del pecado original. Y el hipotético paraíso del Nuevo Mundo está tan perdido como cualquier otro territorio poblado por los descendientes de Adán y Eva: ahí se encuentran, pues, la violencia, el crimen, los abundantes vicios y perversiones de la condición humana. Narrados con una ironía muy cáustica, no exenta en ciertos momentos de indulgente comprensión, estos recortes ayalianos proceden de un ficticio periódico diario de la “Capital” de un supuesto país de habla española, cuyos parques y otros recintos urbanos padecen de inconveniencias asociadas con los excesos de la deshumanizada vida moderna –las multitudes, los estimulantes artificiales, la prisa, etc.–, males cuyas causas remiten, sin embargo, a la condición humana. Este elemento eterno y universal se encuentra subrayado en los textos por medio de los nombres de los protagonistas en cuestión, muchos de ellos de un simbolismo satírico. Se amplía este inventado entorno municipal con un par de recortes de procedencia internacional: el delicioso reportaje «Escasez de la vivienda en el Japón» y otro, norteamericano, titulado «Un quid pro quo, o who is who», elaboración de una curiosa –y al parecer verídica– confusión de
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cadáveres que había tenido lugar en la ciudad de Seattle, cuyo texto concluye con una broma lingüística a base de dos palabras en inglés: mortician y beautician. También el “nuevo producto” japonés descrito en «Ciencia e industria», aquel “Akiko Plura” sexual, descendiente a su vez de la “Frau Ersatz” alemana y el “Rubber Dance Partner o Mr. Mongo” norteamericano, amplía geográficamente el contenido de esta hoja noticiosa, subrayando asimismo lo que tiene de eterno el deseo sexual del hombre y lo que tienen de moderno estos nuevos medios de satisfacción de tal necesidad. Pese al énfasis que en estos recortes se pone sobre lo eterno y ejemplar, ciertos detalles sugieren una posible ubicación temporal más concreta: el final de la década de 1950 y comienzos de la siguiente (en efecto, está fechado el prólogo en el año 1964), época de prosperidad para la sociedad norteamericana que correspondía también al gran crecimiento económico del Japón y al desarrollo de los medios de comunicación y del transporte aéreo globales; la época de las masas: del gamberrismo sin sentido, de los adolescentes hinchas de las estrellas de música popular, y del vertiginoso ritmo de vida en todos las áreas. Esta aceleración y masificación social –lo que hoy se llama globalización– conduce a otro tipo de universalidad: una uniformidad y homogeneidad que perjudican, y hasta llegan a aniquilar, la individualidad de cada cual. Por este infierno terrenal contemporáneo se pasean, diariamente, los sujetos representativos de «Las Noticias, de ayer». Los días –y sobre todo las noches– infernales evocados en los «Diálogos de amor», todos ellos fechados (menos «Un ballo en maschera», de 1960) en el año 1967, cuando ya residía Francisco Ayala en Estados Unidos, apenas se caracterizan por detalles expresamente americanos, aunque sus repetidas alusiones a ciertos vicios –me refiero ante todo al tabaco y a los excesos del alcohol– traen a la mente, en efecto, ciertas peculiaridades de la sociedad moderna. Otros, de carácter sexual, recuerdan las perversidades y libertinaje de Sodoma y Gomorra. En efecto, tanto las alusiones clásicas de algunos títulos –incluso el del apartado mismo– como el anonimato de sus dialogantes refuerzan lo eterno e universal de estas por otra parte escandalosas joyas literarias. Sólo muy de vez en cuando –por ejemplo, en el título en inglés «The party’s over» («Se acabó la fiesta»)– se sugiere un ambiente claramente norteamericano. Lo demás, como ocurre en los textos mismos, queda a la imaginación del lector, cuyo papel de receptor, según ya se ha sugerido, invita a un paralelo con el de otro importante medio de comunicación del siglo veinte: el del oyente de la radio. Los demás detalles, pues, han de ser de su propia creación.
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Tampoco son tan límpidos y claros los ‘paseos por el paraíso’ a que el narrador nos invita a acompañarle, pues detrás de la aparente luminosidad de muchas de las piezas de «Días felices» yace la sombra del sufrimiento, de la renuncia, de la desgracia... La luz de esta segunda parte de El jardín de las delicias no está jamás exenta de sombras. Re-crea el narrador a lo largo de sus páginas, específicamente a veces, a veces no, ‘paradas’ en ese largo ‘viaje’ personal suyo que, arrancando de España e incluyendo estancias en Europa, refleja ante todo las experiencias personales de Ayala en Estados Unidos. Los puntos geográficos serán tres: el Caribe, Chicago y Nueva York. Me refiero aquí, claro está, a los identificables; otras piezas incorporadas a El jardín de las delicias aluden, sin pormenorizar, a un ambiente norteamericano. «¡Aleluya, hermano!», el único eco caribeño de «Días felices», contrasta de manera notable con el tono y contenido de las dos novelas de Ayala situadas en dicha zona. Es una pieza lírica, melancólica, cuya ambientación exótica (compáresela para estos efectos con la de Historia de macacos) induce, como lo haría en su momento el viejo anfitrión negro del desanimado narrador, a una resolución ‘espiritual’ que traspasa cualquier frontera nacional o barrera social. Llegan a comunicarse entre sí uno y otro personajes –el ‘peregrino’ perdido y su ‘guía’ eventual– por medio de la música, vehículo expresivo que apela, como la poesía, a lo más profundo del espíritu y de los sentimientos del ser humano. Sabemos por sus memorias que tras abandonar la isla de Puerto Rico se estableció Francisco Ayala en la ciudad de Nueva York, desde donde viajaría –con estancias a veces prolongadas– a otras regiones del país. Entre ellas figura, según atestigua el comienzo del apartado de Recuerdos y olvidos titulado «En Chicago», esta ciudad: “No pocos ecos de mi tiempo en Chicago –escribe ahí– pueden percibirse en mi Jardín de las delicias. ‘Las’ páginas de ese libro –continúa–, evocan, transfigurados por la intención artística, lugares, personas, situaciones que constituyeron la materia de mi existir en el mundo.” Tres textos –«Me Michigan», «El Mesías» y «Sin literatura»– reflejan explícitamente dicho ambiente del midwest norteamericano, del que ‘se escapa’ siempre, por un proceso de asociación, la imaginación del narrador para ampliar, e inmortalizar, los confines narrativos de cada uno de ellos. Llegamos, por fin, al paraíso neoyorquino, cuyas huellas pueden hallarse, sin duda, de modo no específico en bastantes textos de «Días felices». Nos ocupan aquí dos: «Entre el gran guignol y el vaudeville», texto este salpicado de palabras y alusiones literarias en inglés, donde se subraya una vez más lo eterno y universal; y «Música para bien morir», pieza a la que alude el autor en un capítulo de Recuerdos y olvidos titulado «Fúnebre Nueva York» y que nos devuel-
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ve a su vez, vía la radio y con alusiones múltiples a la publicidad contemporánea, al simbólico final de su ficticio paseo por el paraíso americano. Con un humor irónico, preludia el narrador con esta pieza el cierre de sus «Días felices» a la vez que del mismo jardín. Madrid, tras su jubilación como catedrático a la edad de setenta años, será en adelante esta ciudad la base de futuros paseos suyos. Aunque nosotros estamos echando aquí el cierre a nuestro jardín, no lo hará sin embargo nuestro autor con la primera edición del propio: las siguientes irán incorporando nuevas piezas que, como las que formaron parte del primer conjunto, complementan otros textos ayalianos de aquellos mismos años: escritos ensayísticos, pequeñas meditaciones muchos de ellos, recopilados luego en libros como El tiempo y yo o el antes referido De mis pasos en la tierra, o bien recordaciones suyas recogidas en Recuerdos y olvidos. Parte a su vez de ese extenso conjunto literario –un vasto parque formado por múltiples jardines–, el de las delicias seguirá invitando a generaciones de futuros lectores a pasearse placenteramente por el laberinto poético de sus páginas.
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II. AMÉRICA: CRISOL DE LA COSMOVISIÓN AYALIANA
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LAS DOS CRISIS DE LA MODERNIDAD DEL SIGLO XX Y LA SOCIOLOGÍA DE FRANCISCO AYALA Alberto J. Ribes Leiva (Universidad Complutense) Palabras preliminares: Ayala y la sociología española La sociología de Francisco Ayala (Granada, 1906-), al contrario que su obra literaria o su labor como crítico y teórico de la literatura, no ha recibido la atención que merece1. No se trata, como es sabido, de un caso único dentro de la tradición sociológica española, sino de una característica propia de la sociología española: los sociólogos en España han prestado, en general, escasa atención a sus propios “clásicos”: Sales y Ferré, Gumersindo de Azcárate, Adolfo Posada, Ortega y Gasset, Recaséns Siches, Medina Echavarría, Gómez Arboleya, etc., han corrido la misma suerte. Una vez que acudimos a los textos de estos autores clásicos vemos que el valor de sus obras sobrepasa el interés meramente historiográfico. En algunos clásicos de la sociología española encontramos numerosos análisis, ideas y teorías muy sugerentes que todavía hoy pueden guiar a nuevas generaciones de intelectuales en sus trabajos. Sin lugar a dudas, la obra sociológica de Francisco Ayala es, en conjunto, una de las más variadas, extensas e interesantes. Al ser discípulo “predilecto”2 de Adolfo Posada y también de Ortega y Gasset, y al prestar una especial atención a la sociología alemana (gracias a la mediación de Hermann Heller), su obra parte del último institucionismo, de la nueva sociología histórica orteguiana y de la sociología historicista alemana y desemboEntre la escasa literatura dedicada a estudiar la sociología de Ayala podríamos mencionar los siguientes artículos: Juliá (1997), Abellán (1998), Castillo (2001), Ribes (2002) e Iglesias de Ussel (2002). También son interesantes algunas reflexiones en torno a su obra que se incluyen en las diversas presentaciones panorámicas de la sociología española como, por ejemplo, Arboleya (1982), Rodríguez Ibáñez (1998) y Lamo de Espinosa (1990). 2 Tal fue la expresión empleada por el propio Francisco Ayala, según me contó en una entrevista que mantuvimos en su residencia madrileña (24 de octubre de 2002). 1
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ca en su particular “enfoque sociológico”, un enfoque teórico desde el que interpretará el convulso siglo veinte que ha vivido como un testigo excepcional –inmerso además en distintas realidades, tales como la II República española, la República de Weimar, la realidad latinoamericana, la sociedad norteamericana y la España democrática– y que ha sabido analizar e interpretar con agudeza. Normalmente en los estudios sobre sociología española se suele ubicar a Francisco Ayala dentro del grupo de los sociólogos exiliados como consecuencia de la derrota de la II República en la Guerra Civil española (1936-1939), los llamados “sociólogos sin sociedad” (expresión acuñada por Arboleya en 19583), junto con José Medina Echavarría (1903-1977)4 y Luis Recaséns Siches (1903-1977), aunque es preciso situarle en una más amplia generación que incluya también a otros sociólogos que permanecieron en el interior de la península, y que nacieron entre 1903 y 19185; se trata de la “Generación de la Guerra”. Aunque no vayamos a ocuparnos de todas ellas aquí, y una vez situado, a grandes trazos, Francisco Ayala en la sociología española, merece la pena enumerar algunas de sus más interesantes aportaciones: la tendencia hacia la unificación del mundo6, la contextualización de la teoría de la sociedad de masas, su intervención en la conceptualización de la teoría de las generaciones y el debate al respecto con Ortega, Marías y Laín Entralgo, la progresiva desestructuración social, la crisis de los Estados-nación y su participación en el debate sobre el “problema de España” con Américo Castro y Sánchez Albornoz, o su propuesta de la necesidad de practicar un “enfoque plenario” en sociología. Otra de sus más brillantes aportaciones es su reflexión sobre la crisis, que tiene varias dimensiones de las que nos vamos a ocupar en este texto. Pero vayamos por partes. Veamos, primero, a qué llamamos primera crisis de la modernidad del siglo XX.
Arboleya (1982). Una introducción a la sociología de Medina Echavarría puede verse en Ribes (2003). 5 En la que deberían figurar, entre otros, Arboleya, Tierno Galván, José Ros Jimeno, Carmelo Viñas Mey, Antonio Perpiñá, Aranguren, Salvador Lissarrague, J. A. Maravall, Carlos Ollero, Julio Caro Baroja, Luis Sánchez Agesta, Francisco Murillo y Julián Marías. 6 Una breve introducción de la Ley de Unificación del Mundo (LUM) se puede encontrar en Ribes (2002). 3 4
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La primera crisis de la modernidad del siglo XX Desde principios del siglo veinte venía fraguándose una crisis en el mundo intelectual que alcanzará un auge preeminente tras la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, a finales de la década de los años 30. Según ha señalado Rodríguez Ibáñez, la crisis había puesto en tela de juicio algunos de los cimientos que se creían más sólidos: 1) que la sociedad se identifica con cada una de las naciones en que se sustenta; 2) que tal mosaico de sociedades nacionales está en condiciones de garantizar la competencia pacífica, el progreso económico y el avance científico y cultural; 3) que el Estado liberal, en sus diversas acepciones, es el instrumento político más adecuado para lograr los anteriores propósitos (Rodríguez Ibáñez, 2003: 585).
Lo cierto es que desde la Gran Guerra (1914-1919), se sucederán una serie de acontecimientos históricos que incrementarán la sensación de crisis. Así, la Revolución Rusa (1917) y el triunfo del comunismo en aquel país, la crisis económica y bursátil de 1929, el auge de los fascismos y el acceso al poder de Mussolini y Hitler, y, finalmente, como corolario o gran estallido final, como fin de fiesta, la cruenta y prolongada Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la llamada Guerra Civil Internacional (en palabras de Medina, 1943: 189). A todos estos acontecimientos hay que sumar la Guerra Civil española (19361939), que, como es sabido, sobrepasa la condición de acontecimiento local mediante la participación o no participación de diversas potencias extranjeras en el apoyo a uno u otro bando. El mundo intelectual se ve profundamente agitado por esta idea de crisis, y numerosos autores reflexionan sobre ella desde muy distintos puntos de vista. Por ejemplo, Max Planck describía la crisis en 1933 en los siguientes términos: Estamos viviendo un momento muy singular de la historia. Es un momento de crisis en el sentido literal de la palabra. En cada rama de nuestra civilización espiritual y material parecemos haber llegado a un momento crítico. Este espíritu se manifiesta no sólo en el estado real de los asuntos públicos, sino también en la actitud general hacia los valores fundamentales de la vida social y personal7.
7
Citado en Hobsbawn (1998: 536).
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La bibliografía de la sociología alemana del primer tercio de siglo abunda en el tema de la crisis. Veamos, rápidamente, las aportaciones de Alfred Weber, Mannheim y Heller. En 1935, Alfred Weber publicaba su Historia de la cultura; texto que tenía como objetivo tratar de comprender el “viraje” que la civilización occidental estaba dando. Según él mismo nos cuenta, la idea y la tesis principal del libro ya habían sido concebidas por el autor antes de la Primera Guerra Mundial. Weber, en un ejercicio erudito de sociología historicista, trata de comprender el origen y el desarrollo de la “crisis de desmembración de las viejas culturas que entonces tan sólo apuntaba de modo velado e inicial” (Weber, 1985: 7). La idea es comprender cómo ha llegado el mundo occidental a esta crisis, al mismo tiempo que caracterizar esta nueva situación. Para este autor lo que estaba en crisis era toda la cultura occidental, que se había quedado “sin creencias, sin fe” (Weber, 1985: 11). La crisis en este mundo sin creencias tiene varios puntos fundamentales, a juicio de Alfred Weber: 1) el mundo globalizado que Weber encontraba ya plenamente desarrollado en el primer tercio de siglo, contenía una contradicción básica de fondo que era el auge de pequeños nacionalismos que multiplicaban los riesgos de confrontación entre naciones; 2) la masificación y el predominio de la nivelación por el nivel más bajo en la sociedad; 3) la reducción de los derechos de libertad del pueblo; 4) la incapacidad de insertar el aparato técnico que el propio hombre ha construido en la estructura social, y los efectos negativos que esto puede tener (desempleo, superproducción), cuyo efecto es que “el hombre occidental no es sólo parásito, sino también la víctima de los productos técnicos creados por su impulso de conquista económica del mundo” (Weber, 1987: 327); 5) la esencial contradicción entre los impulsos dinámicos y conquistadores del hombre occidental, y la situación de un mundo cerrado en el que no se puede seguir avanzando si no es hacia la destrucción; y, 6) la transformación en la concepción espiritual del mundo, con la crisis de la racionalidad situada en primer lugar8. De una manera más limitada y concreta, el mismo Alfred Weber se había referido ya antes de Historia de la cultura al tema de la crisis. En La crisis de la idea moderna del Estado en Europa (1924), Weber hacía un análisis de la situación presente de los estados europeos, a la luz de la gran crisis mundial que había acelerado la Primera Guerra Mundial, y claramente preocupado por la coyuntura socio-histórica inmediata (y en concreto por los excesos que, a su juicio, estaba cometiendo Francia respecto a Alemania tras la Gran Guerra). 8 Según Alfred Weber: “parece como si fuese extendiéndose sobre toda la tierra una disolución ideológica, que todo lo pone en cuestión” (1987: 334).
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Para Alfred Weber la crisis del Estado moderno es la crisis de la modernidad: la mera existencia de Lenin o Mussolini, la parálisis de la autoridad de muchos estados, la pérdida de grandes partes de la soberanía del estado y la existencia de un consorcio de lo que él denomina “estados suprasoberanos”: “todo esto contradice al pensamiento moderno del Estado, tal como hasta ahora había subsistido en Europa” (Weber, 1932: 11). La Europa moderna, según Alfred Weber, que había tenido vigencia entre 1500 y 1880, y que había fundamentado su desarrollo en una competencia entre estados dentro de la unidad de una “supereuropa”, se había desmoronado ya antes de la Gran Guerra. Pero, apunta Weber, se hubieran podido superar los problemas que este cambio histórico podría traer consigo, si no se hubiera visto acompañado con una crisis espiritual solamente comparable con la que ocurrió, precisamente, en el nacimiento de la modernidad en los siglos XVI y XVII (Weber, 1932: 111-112). Una de las bases fundamentales de esta crisis es la biologización del pensamiento nacional y la mezcla del mismo con la idea de raza, con el resultado de la aparición de “un querer puramente egocéntrico del estado, como puro poder sobre el que no había instancia alguna superior, sobre todo en Europa, ninguna instancia europea” (Weber, 1932: 113). Por tanto, esta nueva mutación histórica lleva a la quiebra de la existencia de una Europa superestatal, para centrarse en un nacionalismo exclusivista que se aparta del desarrollo sociohistórico que había ocurrido a lo largo de toda la modernidad. Pero también se dio, en este periodo comprendido entre 1880 y la Primera Guerra Mundial, una “rebarbarización” que descompuso el antiguo sistema de valores europeo. Toda esta situación acaba estallando en la guerra, que pone el punto final a este periodo, y solamente deja tras ella un mundo, y muy especialmente una Europa, en crisis, en ruina: “la guerra nos ha dejado un montón de ruinas”; dice Weber (1932: 117). La crisis de la idea del estado moderno en Europa es la crisis de la modernidad, como vemos. Es un mundo sometido a cambios tanto en el terreno de la política europea y su competencia dentro de una estructura más general, como en el vacío espiritual que ha dejado tras de sí la crisis moral. Lo que queda, afirma Weber, es una incertidumbre radical: “puede decirse tranquilamente que hoy lo problemático representa lo único completamente seguro en Europa” (Weber, 1932: 118). Mannheim, por su parte, publicó El hombre y la sociedad en la época de crisis (1935)9, donde señalaba que la crisis del presente (“la cuestión central de 9 La preocupación de Ayala por la crisis será puesta de manifiesto a lo largo de toda la obra de este autor, aunque también en pequeños detalles como, por ejemplo, y según Rodríguez Ibá-
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nuestro tiempo”10, en sus propias palabras) había quebrantado la fe en la permanencia en el carácter nacional, así como la fe en el progreso de la razón en la historia (Mannheim, 1936: 33). La nueva y emergente sociedad de masas había entrado en escena, había desplazado a un lugar secundario al intelectual (que había sufrido una proletarización) y ponía en peligro la supervivencia de algunos valores vigentes hasta entonces en las sociedades occidentales amenazados por los nuevos regímenes totalitarios de masa. Para Mannheim, el problema fundamental estaba en el desajuste histórico-social: la técnica y la moral se desarrollaban a velocidades diferentes, lo cual conduciría irremediablemente al hundimiento de la civilización occidental, si no se intentaba alcanzar el mismo grado de racionalidad y moralidad en el campo de la dominación de la sociedad que se había logrado en el territorio de la técnica. La propuesta que aparece ya esbozada en este texto, y que será más ampliamente desarrollada en textos posteriores (por ejemplo, Manheimm, 1982), es la de caminar hacia una sociedad planificada, que abandone la ilusión decimonónica del laissez-faire. La importancia de la crisis en Mannheim es tal que incluso consideraba que a la época liberal le había seguido la época crítica, precisamente en el presente de los años treinta. El esquema histórico-social que ofrece Mannheim está compuesto por tres etapas. La primera es la Edad Media, que se caracteriza por la confusión de las esferas políticas, sociales y culturales. Después viene la época liberal, en la que se da una diferenciación de estas esferas, separándolas en rígidos compartimentos. En el tercer momento, es la época crítica, en la que se vuelve a dar una confusión total en las esferas políticas, sociales y culturales (Mannheim, 1936: 142-155). Es evidente que Mannheim estaba hablando de un nuevo momento histórico, precisamente caracterizado por la crisis de la modernidad. Pero, como él mismo advierte, cauteloso, los grandes cambios sociales no son totales, sino que se caracterizan por la convivencia y las tensiones entre procesos antiguos y procesos nuevos: “las mutaciones sociales no tienen nunca el carácter de una construcción radicalmente nueva, ni siquiera en los llamados periodos revolucionarios, sino que reúnen lo viejo y lo nuevo en el proceso de transformación” (Mannheim, 1936: 19). Pero, apunta Mannheim, lo que encontramos en el presente es una nueva situación, un nuevo momenñez (2003: 586-587), la traducción de El hombre y la sociedad en la época de crisis, de Mannheim, cuyo título original en su edición alemana era El hombre y la sociedad en la era de la reconstrucción. Título, por cierto, que sí se respetó en la versión inglesa. O bien Ayala o los editores, decidieron sustituir “era de reconstrucción” por “época de crisis”, con las implicaciones evidentes que este cambio comporta. 10 Mannheim (1936: 30)
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to histórico que se caracteriza por ser crítico y que tiene un rango igual al de la Edad Media y la época liberal o, lo que es lo mismo, la Edad Moderna. La (con)fusión de las esferas en la época crítica tiene también su correlato en las disciplinas, lógicamente, pues, si se pretende investigar la sociedad y la economía ha rebasado las fronteras e interfiere en el mundo extraeconómico, será necesario que sociología y economía se confundan. Hay, por tanto, una desdiferenciación de disciplinas acorde con la realidad desdiferenciada, motivada por ella; un intento de dar cuenta de la realidad tendrá que adaptarse a la realidad. Estos cambios fundamentales que señala Mannheim tienen, desde luego, consecuencias para los individuos que se ven abrumados ante el nuevo mundo de esta época crítica, y, por tanto, se sienten inseguros: “su conmoción consiste en que se encuentra obligado a transformar los ‘principios’ de su horizonte de expectativas en un tiempo muy rápido. Si no lo logra, se desesperará y sólo podrá decir, con frase de Hebbel: ‘ya no entiendo el mundo’” (Mannheim, 1936: 186). Y también Hermann Heller introducía en el centro mismo de su Teoría del Estado (1934) cuestiones relativas a la crisis de la modernidad, básicamente presupuestos teóricos de fondo asociados con la crisis. Así, exponía ciertas reservas en cuanto a la razón científico-matemática, en la que, a diferencia con el pasado siglo XIX (con la interpretación que del siglo XIX hacen Heller y muchos de quienes escriben sobre la crisis de la modernidad), ya no se podía esperar que fuera a solucionar todos los problemas e iluminar todas las realidades: “ya no tenemos esta confianza lógica en la ciencia” (Heller, 1974: 46). Fundamentalmente, Heller se refería a las ciencias sociales, a la ciencia del Estado, que tenía que adaptar dicha razón por su carácter social, por la incapacidad que atribuía a la razón científico-naturalista para aprehender la realidad social y por el rechazo que en su obra había manifestado hacia cualquier tipo de esencialismo. En pocas palabras, a Heller le parecía inadecuada la búsqueda de leyes intemporales en el terreno de lo social, que incluía cualquier institución, como el Estado, objeto prioritario de sus análisis, así como el intento de investigar la realidad social desde la reductivista razón científico-natural, en la que ‘ya’ no era posible confiar ciegamente y en todos los terrenos. En España, la crisis del mundo contemporáneo alcanza una relevancia intelectual internacional inusitada con La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, y sitúa estas preocupaciones en el primer plano de la discusión intelectual.
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En el libro En torno a Galileo11, Ortega entra de lleno en el tema de la primera crisis de la modernidad del siglo XX. Según él, la crisis es tal precisamente porque se trata de un periodo nebuloso que separa la Edad Moderna de un nuevo periodo aun por conocer: “la tierra de la Edad Moderna que comienza bajo los pies de Galileo termina bajo nuestros pies” (Ortega, 1959: 3). Utilizando su particular concepto de generación, Ortega lleva a cabo un análisis de la historia poniendo el acento en los periodos críticos de transición entre grandes épocas12. Así, el comienzo de la época moderna, que Ortega sitúa al rededor de 1600 y que se caracteriza por la primacía de la razón físico-matemática y la razón de Estado, se ve precedido por una crisis que dura dos siglos. Por tanto, se pregunta Ortega: “¿No es obvio sospechar que la crisis actual procede de que la nueva ‘postura’ adoptada en 1600 –la postura ‘moderna’– ha agotado todas sus posibilidades, ha llegado a sus postreros confines y, por lo mismo, ha descubierto su propia limitación, sus contradicciones, su insuficiencia?” (Ortega, 1959: 71). Señala, por tanto, Ortega como una característica de los años treinta “la sensación de hallarse en la divisoria de dos formas de vida, de dos mundos, de dos épocas” (Ortega, 1959: 131). Como es sabido, una de las cuestiones que recalca Ortega de esta crisis es precisamente el previsible desarrollo de la razón vital y el consiguiente alejamiento de la razón científico-natural (que había sustituido a la fe revelada). La crisis, que se manifiesta en la inautenticidad de la cultura, la desesperación del hombre y la posibilidad del extremismo, tiene como consecuencias la barbarización de las sociedades (tal y como pasó tras la caída del Imperio Romano), y en este sentido apunta Ortega la barbarización de su contemporáneo hombre-masa, así como la desorientación. En este clima social e intelectual era muy difícil pasar por alto el tema de la crisis. Los tres autores que hemos destacado aquí (Alfred Weber, Mannheim y Ortega) son fundamentales a la hora de configurar la idea de la crisis en Ayala. Evidentemente el lugar privilegiado que ocupa el concepto de la crisis en los trabajos de Ayala no es únicamente consecuencia de la lectura y el estudio de la abundante bibliografía disponible en los años veinte y treinta sobre ella, sino que está especialmente relacionado con sus propias experiencias biográficas y las consecuencias sobre su más inmediato presente que la crisis tuvo para él y En torno a Galileo son doce lecciones que Ortega y Gasset dictó en la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central en 1933. Las lecciones cinco a ocho se publicaron primeramente en un libro titulado Esquema de la crisis. La edición que yo he manejado (incluye las doce lecciones) es la segunda edición de la Revista de Occidente, de 1959 (Ortega, 1959: 11). 12 “Porque, en definitiva, –dice Ortega– eso que se llama ‘crisis’ no es sino el tránsito que el hombre hace de vivir prendido a unas cosas y apoyado en ellas a vivir prendido y apoyado en otras” (Ortega, 1959: 74). 11
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su generación. Así, el mundo altamente polarizado y racista que Ayala encontró en la Alemania de Weimar, del que da cuenta en una de sus últimas narraciones vanguardistas (Erika ante el invierno; Ayala, 2002: 50-67), le enfrenta por primera vez con la ausencia de la civilización que iba a buscar como joven investigador. Después sobreviene la Guerra Civil española, y aquel deslumbramiento ante el descubrimiento de la modernidad, desaparece junto con la joven democracia española, la II República, fatalmente interrumpida a partir del verano de 193613. A partir de entonces, la crisis de la razón, lo que hemos denominado primera crisis de la modernidad del siglo veinte, va a estar de manera permanente en el fondo de las ideas de Ayala, que serán expresadas tanto mediante trabajos sociológicos como mediante narraciones de ficción. Como ha señalado Gouldner: “deriven de definiciones colectivas o de experiencias personales reiteradas, todo hombre cree en la realidad de algunas cosas; y estas realidades imputadas son de especial importancia para los tipos de teoría que un determinado individuo formule, aunque se trate de un sociólogo” (Gouldner, 1973: 49). Es indudable que para Ayala, la crisis de los años treinta era no sólo real, sino esencial para comprender el mundo, y, a nuestro juicio, tiene un doble origen en la tradición sociológica y otros textos, así como en sus experiencias personales y la reinterpretación de experiencias pasadas a partir de los últimos años de la República y la Guerra Civil. Inmediatamente posterior a la Guerra Civil española, será la Segunda Guerra Mundial, que Ayala vive desde su exilio argentino. El final de la II Guerra Mundial no supondrá la caída del régimen de Franco, acontecimiento que era deseado por los exiliados españoles. Unos años después Argentina vivirá la experiencia del peronismo que llegó a crear un clima asfixiante para Ayala, y que supondrá el comienzo de su segundo exilio. A partir de entonces, se desplaza a Puerto Rico y, posteriormente, a Estados Unidos, donde dictará clases de literatura.
13 En los primeros trabajos académicos de Ayala, así como en la mayoría de sus narraciones vanguardistas se aprecia un deslumbramiento ante la observación de la democracia y la modernidad, ante la ciudad y los deportes, ante el cinematógrafo y la técnica. Una vez que los sublevados logren derrocar la II República, tras una guerra civil de tres años de duración, e imponer una dictadura durante casi cuarenta años, desaparecerá en sus obras esa sensación de estar cómodo con respecto al presente. Las narraciones de ficción vanguardistas pueden verse en Ayala (2002). Su importante estudio sobre el cinematógrafo en Ayala (1929). Los primeros trabajos académicos en Ayala (1931 y 1932).
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La crisis en la sociología de Ayala (1) La idea de la crisis estaba, pues, bien presente, tanto teórica como vitalmente, en numerosos intelectuales en los primeros treinta años del siglo veinte. Pero, ¿qué hizo Ayala con esta idea compleja y que contaba con multitud de aristas? Su gran hallazgo fue situar la crisis en el epicentro de su teoría sociológica. Ya en sus primeros escritos sobre la libertad y el liberalismo, englobados en el volumen antológico Hoy ya es ayer (Ayala, 1972), Ayala se muestra muy atento a la situación de crisis del mundo contemporáneo. Esta serie de textos, escritos entre 1935 y 1963, entre los que se encuentran El problema del liberalismo (1941), Historia de la libertad (1943) y Ensayo sobre la libertad (1945), tiene como discusión de fondo que late bajo cada párrafo el problema de la libertad en los tiempos de la crisis. Según escribe el propio autor en el prólogo a El problema del liberalismo, los trabajos que componen dicho texto giran todos alrededor de este momento de crisis, y –ante la imposibilidad de formulaciones dogmáticas que apunten al futuro– pretenden analizar los procesos que han conducido hasta la situación presente para, cuando menos, aclararla y hacerla explicable, como resultado de una desintegración cultural que, iniciada con el Renacimiento, progresa con ritmo acelerado hasta la catástrofe de nuestros días (Ayala, 1972: 92).
El mundo crítico es, pues, punto de partida de estos textos, aunque el objetivo fundamental de los mismos será analizar qué se puede hacer con la libertad en ese presente tan problemático. En ellos hay una muy interesante discusión con el Mannheim de Libertad, poder y planificación democrática (Mannheim, 1982), en la que Ayala se muestra inflexible a la hora de ceder parcelas de libertad ante la amenaza de los totalitarismos. Reformar el liberalismo, para adaptarlo a un nuevo momento histórico no solamente es deseable sino que es necesario, pero de ahí a la “democracia militante” de Mannheim (Mannheim, 1976) o a la utilización de la propaganda y la planificación como estaban haciendo los regímenes totalitarios hay mucha distancia, viene a decirnos Ayala. El segundo motivo de discrepancia de Ayala con Mannheim se basa en una diferente interpretación de cuál sea el rasgo fundamental del presente. Para Mannheim, la planificación invadirá la vida en casi todos los órdenes, mientras que Ayala enfatiza la tendencia hacia la unificación del mundo14. 14 Ayala discute con Oppenheimer la idea del mundo unificado en Ayala (1942). También puede verse esta idea en el resto de sus trabajos sociológicos, especialmente, en el Tratado de Sociología (Ayala, 1984).
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La solución que propone Ayala ante esta situación crítica y convulsa de un mundo sumido en la crisis se cifra en “una renovación moral del hombre” (Ayala, 1972: 89). Una salida a la crisis que recuerda a la solución ética proveniente del krausismo que Adolfo Posada había venido reivindicando, pero que también enlaza con el propio diagnóstico de la crisis, en su vertiente de crisis moral o espiritual, que habían puesto de manifiesto, además de Ayala, Ortega y Gasset (1997: 198) (baste recordar la famosa fórmula de Ortega: “Europa se ha quedado sin moral”), Mannheim y su idea de la “crisis estimativa” o Alfred Weber, como hemos visto más arriba. En 1944 Ayala continúa reflexionando sobre la crisis en los dos libros que publica ese año: Los Políticos y Razón del Mundo. En el primero, Ayala elabora un argumento que trata de dar cuenta de la situación crítica del mundo, y que la pone en relación con la quiebra de la modernidad. El argumento es el siguiente: el mundo vive, en la actualidad, una experiencia crítica, en la que el propio “orbe intelectual moderno en que nos hemos formado no es evidente por sí mismo, como puede y suele creerse en la plenitud de una época” (Ayala, 1944: 14-15). Ante esta situación, los políticos y los intelectuales que se dedican al campo de la ciencia política, deben intentar acercar sus razonamientos a la realidad, a la práctica, tal y como habían propuesto, entre otros, Ortega o Heller. Esta indagación se presenta más fácilmente realizable para la generación de la que forma parte Ayala, ya que en virtud a su teoría de las generaciones (de la que hay una primera formulación en este texto), que sitúa a las generaciones como “eje sobre el que se articula el movimiento histórico” (Ayala, 1944: 36-37), es precisamente su generación la que estaría situada en el epicentro de un amplio giro de la historia. Este giro violento que estaba dando la historia, permite, a su vez, una mayor comprensión de los acontecimientos, precisamente porque muestra más evidentemente la constelación de valores e instituciones que se están abandonando o se están poniendo en entredicho. En Razón del Mundo, uno de los libros más interesantes y polémicos de Francisco Ayala, el argumento presentado en Los Políticos se completa y queda armado y formulado de un modo más sistemático. En un sentido muy general es perceptible en esta obra cierto optimismo, dentro del escepticismo crítico que envuelve todas las obras de Ayala. La coyuntura histórica era ciertamente prometedora: el próximo fin de la Segunda Guerra Mundial podía suponer que los regímenes totalitarios fueran derrotados, y tal vez se lograse acabar también con (en palabras de Ayala) “la sucursal que el eje Berlín-Roma había establecido en Madrid”, es decir, con el franquismo. Por tanto, el mundo occidental podría empezar de nuevo, hacer crítica sobre sí mismo y ver ha-
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cia dónde deseaba ir. El caso de Ayala no es una excepción, sino que, tal y como ha señalado Alexander (1992: 11), en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las teorías sociológicas y las interpretaciones del mundo estuvieron teñidas de ciertas esperanzas utópicas de reconstrucción social. Esperanzas que se frustrarían, en general, en la década de los sesenta. No será éste el camino que recorrerá Ayala, pues, como veremos, su optimismo no irá más allá de este libro de 1944. Veamos, pues, el argumento. Según nuestro autor, la conjunción del ethos protestante (tal y como había propuesto Max Weber en 1969) y la política de la razón de Estado (desde Maquiavelo) son los dos principales factores responsables del origen de la modernidad. El mundo hispánico, gracias a la ética de la Contrarreforma, se queda fuera de la modernidad, instalado en los márgenes de la misma. La cultura hispánica, por tanto, se quedó desde el siglo XVII marginada, en la periferia, debido a que las ideas de Maquiavelo combinadas con el protestantismo eran más efectivas para la supervivencia y expansión de los nuevos estados. Sin embargo, la modernidad había traído consigo, junto a muchos avances tecnológicos y una mejora del nivel de vida de las sociedades occidentales, unas consecuencias imprevistas que Ayala resume en dos símbolos del fracaso de la modernidad: Hiroshima y las dos guerras mundiales. Ayala, en 1944, propone una solución al mundo en crisis, a la crisis de la modernidad, que había acabado por desembocar en la Segunda Guerra Mundial. Para intentar evitar que vuelva a suceder algo parecido, la propuesta de Ayala es reemplazar la suma ética protestante y maquiavelismo por la cultura hispana, cuyos valores, ideas y motores fundamentales la hicieron ineficaz para unificar y controlar el mundo, pero que podría tener una vital utilidad una vez que el mundo ya está controlado y unificado por entero. Veamos las propias palabras de Ayala: “el pensamiento que sirviera a la expansión europea y conquista técnica del planeta por la civilización Occidental deberá dejar su puesto a otro pensamiento que sea capaz de promover un desarrollo en el sentido de la elevación espiritual dentro de un orbe cerrado” (Ayala, 1972: 361). La cultura hispánica representa, a juicio de Ayala, la universalidad frente a los particularismos y el individualismo, frente al nacionalismo: la crisis ha arruinado y sumido en desprestigio el sistema de las convicciones vigentes, abriendo con ello nueva perspectiva a la regeneración espiritual del mundo según los principios universalistas que, inoperantes desde el Renacimiento, se han conservado en el carácter básico de la cultura hispana (Ayala, 1972: 360-361).
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Una vez, por tanto, que la modernidad ha eclosionado, que ha estallado definitivamente en la Segunda Guerra Mundial, una vez que la crisis de la modernidad ha desembocado en su más dramática expresión, tal vez sea el momento de abandonar la modernidad y rescatar de la marginalidad a la cultura hispánica, que abrigaba algunos valores que podrían muy bien adaptarse a un mundo concluso, viene a proponer Ayala. Lo concreto y atrevido de esta propuesta será abandonado por Ayala en los próximos escritos. Solamente tres años después, en el Tratado de Sociología (1947), si bien conserva el argumento principal, desaparece la propuesta de sustitución de la modernidad por la cultura hispánica. En el Tratado, su obra sociológica más acabada, la crisis sobrepasa los límites de un diagnóstico del mundo contemporáneo, tal y como se había presentado hasta ahora. De hecho, la crisis, que había empezado siendo un elemento descriptivo del mundo contemporáneo en las obras anteriores de Ayala, como hemos visto, se sitúa en el centro mismo de su concepción de la sociología. La sociología, dirá en el Tratado, es la ciencia de la crisis; nace en una crisis y vuelve a estar en un momento álgido en el primer tercio del siglo veinte y en la segunda posguerra mundial porque también es una época crítica, es la primera crisis de la modernidad del siglo veinte, que se extiende hasta la posguerra, es la crisis de un mundo cerrado, completo, moralmente vacío y desestructurado en lo micro. La sociología es también, en la definición de Ayala, conciencia de la crisis: “conciencia de la perspectiva histórica del ser humano, conocimiento de las concretas circunstancias de su vida y hasta, a partir de ellas, descubrimiento de la esencial estructura de la vida humana. Porque la vida humana tiene carácter histórico, y la historia es, en esencia, ‘crisis’, cambio decisivo” (Ayala, 1984: 231). La sociología es, pues, ciencia y conciencia de la crisis; (con)ciencia de la crisis. Pero vayamos más allá. Otra dimensión de la crisis aparece también en una decisiva contribución de Ayala a la teoría sociológica. Se trata de su teoría del ritmo del cambio social. Según propone nuestro autor, en el transcurso de la historia, en el cambio social, es posible distinguir entre “épocas críticas” y “épocas normales”. Las épocas de crisis son aquellas en las que el cambio social se da de un modo más acelerado. Si en las épocas normales una generación será testigo y protagonista del cambio histórico, en las épocas de crisis el cambio histórico sorprende a una misma generación que deberá adaptarse a una situación en la que tienen lugar cambios constantes. En las épocas críticas las previsiones normales que constituyen el plan de vida orteguiano son imposibles.
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Los hombres no pueden establecer un plan de vida rígido, puesto que las circunstancias sociales cambian demasiado deprisa y es costoso adaptarse a ellas, para lo cual no es posible mantener un plan. Ayala encuentra que la propuesta de Ortega sirve solamente para las épocas normales, no así para las épocas de crisis. El hombre que vive una época crítica debe estar preparado para adaptarse al cambio. En Ayala, es el hombre quien actuando crea lo social. Este “individualismo metodológico”, por decirlo con palabras actuales, reserva siempre para el individuo la capacidad de hacer la historia, es decir, de ser él mismo el protagonista de la historia. Por tanto, inmerso el mundo en la primera crisis de la modernidad, el hombre puede ser capaz de hacerla frente y, o bien sustituir el pensamiento moderno por el hispánico, como había propuesto en Razón del Mundo, o bien hacer frente al desajuste fundamental que Ayala encuentra entre la Ley de Unificación del Mundo y la organización política en estados-nación. Ahora, Ayala encuentra que es éste el problema clave del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, el mundo, completo y homogeneizado avanza en la creación de unidades mayores, se unifica, mientras que, por el otro, en el terreno de la política, los estados-nación ofrecen resistencias a estos cambios que van aconteciendo en todos los órdenes de la vida social. Veamos las palabras de Ayala: “el mundo completo, homogeneizado y, por así decirlo, redondeado, clama por una organización que ya no puede ser organización de poder orientada hacia la expansión, como es la organización estatal” (Ayala, 1984: 48). Se da un desfase entre las posibilidades técnicas y la organización política del mundo, por lo que, tal y como él mismo expresa, “la crisis actual consiste en la alternativa entre organización integral del mundo o convulsiones aniquiladoras” (Ayala, 1984: 48)15. La ley o tendencia hacia la unificación del mundo aparece en el Tratado como un proceso que se está cumpliendo y que es preciso impulsar para evitar que vuelvan a suceder nuevas catástrofes como las dos guerras mundiales. El hombre puede ser protagonista de su propia historia, y elegir entre una de estas dos alternativas. En 1952 publica Ayala la Introducción a las Ciencias Sociales, y vuelve a abordar algunos de estos problemas. Vemos, que, aún en la década de los cincuenta, sigue Ayala pensando el mundo desde la idea de la crisis; el presente inmediato continúa siendo una época crítica, que, como sabemos, había arrancado en el primer tercio de siglo. Una vez más recurre a la “solución ética” para 15 En los términos de este desajuste vemos otra vez una polémica con Mannheim, ya que éste, como hemos visto más arriba, había cifrado un desajuste entre la técnica y la moral en el mundo contemporáneo.
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tratar de solucionar los problemas del mundo contemporáneo. Así, afirma que “es necesario que la vida humana recupere su sabor y sentido, y esto sólo puede esperarse de una honda revolución espiritual” (Ayala, 1988: 277). En Introducción a las Ciencias Sociales, Ayala va a incidir en la situación en la que queda el hombre en el mundo contemporáneo. El uso que se venía haciendo de la técnica desde la Primera Guerra Mundial, el uso bélico, el poder ilimitado de los regímenes totalitarios en el pasado inmediato, así como la conjunción de la técnica, la propaganda y el capitalismo, en el presente de los años cincuenta, han ido produciendo en el individuo un profundo vacío vital que junto con la amoralidad propia de la sociedad de masas y la quiebra espiritual (de todas las ideas e ideologías) han dado lugar a una “evacuación de la existencia humana por obra del progreso” (Ayala, 1988: 131). Es el proceso que acompaña en lo micro al proceso macro de la unificación del mundo; es la progresiva desestructuración social característica de la segunda mitad del siglo XX. A partir de la publicación de Introducción a las Ciencias Sociales va suceder un cambio en la sociología de Ayala. Se trata de un cambio fundamentalmente formal. Desde 1952 hasta 1971 se abre un nuevo periodo que he querido describir con la etiqueta de “sociología difusa”16. Si el periodo de tiempo que va desde 1940 hasta 1952 se puede caracterizar como la etapa de “sociología sistemática”, a partir de 1952 sucede este giro formal que abre paso a la “sociología difusa”. El caso es que el mismo año en el que había aparecido Introducción a las Ciencias Sociales, 1952, Ayala publica también Ensayos de sociología política: en qué mundo vivimos, el primero de sus trabajos de “sociología difusa”. Unos años después aparece el importante libro El escritor en la sociedad de masas (1956). Y, en 1959, publica Tecnología y Libertad, en el que sí vamos a detenernos. Ayala, en sus trabajos de “sociología difusa”, vuelve a insistir en la dimensión descriptiva del concepto de la crisis de la modernidad. El mundo contemporáneo ha ido cambiando, desde las primeras reflexiones de los años treinta y cuarenta, y al finalizar la década de los cincuenta, Ayala sigue insistiendo en presentar una visión del mundo crítico. Progresivamente la atención de Ayala se va centrando en lo micro, en la visión de un mundo desestructurado, probablemente muy influido por su traslado a Estados Unidos. Según expresa con notable claridad: “los rasgos que la realidad actual presenta son los de un mundo en descomposición” (Ayala, 1959: 9). Señala nuestro autor que la realidad social se ha disuelto en un todo amorfo (una vez que la sociedad de clases, vigente hasta los años treinta del siglo veinte, ha sido sustituida 16 Una primera formulación y descripción de este concepto, así como su aplicación a cierta producción intelectual de Francisco Ayala, puede verse en Ribes (2002: 104-105).
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por la sociedad de masas), unas sociedades, además, aferradas a los nacionalismos cuando la única salvación es acentuar la tendencia que se observa hacia la unificación del mundo. A todo lo anterior hay que añadir una nueva situación mundial cuya clave es el enfrentamiento entre los dos bloques surgidos tras la Segunda Guerra Mundial, que viene a ser para Ayala una confirmación de su señalada tendencia hacia la unificación del mundo. Una situación, sin embargo, en la que abundan las resistencias nacionalistas y la existencia de estados intervencionistas en todos los ámbitos (políticos, sociales, económicos), ante todo lo cual la única alternativa posible es –una vez más– la solución moral. Por tanto, ante el desafío del mundo en crisis, cuyas características principales son, por un lado, la tendencia hacia la unificación del mundo en lo macro, y la desestructuración social en lo micro, la única solución, insiste Ayala, es una revolución moral, un cambio en el sistema de ideas que había hecho que la modernidad triunfara y con ella el mundo occidental que había terminado por redondear el mundo. El problema está en que la tendencia hacia la unificación del mundo se ve frenada por numerosos obstáculos, como los Estados intervencionistas y el nacionalismo, que el propio Ayala había podido observar desde el exilio en el régimen franquista o en primera persona en su experiencia en la Argentina peronista. Es, tal vez, interesante destacar que en numerosas obras de ficción narrativa de esta época, Ayala aborda la cuestión de la creciente desestructuración social. Así sucede en Historia de macacos (1955), Muertes de Perro (1958) o El fondo del vaso (1962), por citar tres obras importantes, aunque no vayamos a detenernos en ellas. Pero volviendo a la crisis, y a Tecnología y Libertad, vemos cómo la crisis ha ido expandiéndose hasta el mundo intelectual, que se ha quedado sin ideas, sin la capacidad de cumplir su papel, que no es otro en la concepción ayaliana que ejercer de guías de la sociedad. Por tanto, ante la crisis de la modernidad, ante la primera crisis de la modernidad del siglo veinte, hay un vacío intelectual que anticipe el futuro; “falta una construcción ideal que anticipe la imagen del futuro” (Ayala, 1959: 115). Lo que es evidente es que en su concepción, la primera crisis de la modernidad del siglo veinte se prolonga en el tiempo. Y lo que vendrá después queda abierto como un interrogante, pero es seguro que no será la modernidad tal y como la habíamos conocido hasta el principios de siglo. La modernidad se ha quebrado durante el primer tercio de siglo y al borde de los años sesenta todavía percibe nuestro autor una situación de crisis: “no me parece dudoso que nuestro tiempo deba ser tenido por una ‘época crítica’” (Ayala, 1959: 112).
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Occidente, por tanto, continúa en crisis y, digámoslo así, gracias a la unificación del mundo, ha contagiado al resto del mundo. La crisis consiste, como venía repitiendo Ayala desde los años cuarenta, en la línea de Ortega, Mannheim o Alfred Weber, en la pérdida de vigencia histórica de los valores de esa civilización. Es el mundo sin moral, sin creencias, sin fe, sin capacidad de anticipar imágenes del futuro. Es la sociedad de masas, desestructurada. Es la quiebra de la razón y su puesta en entredicho. La segunda crisis de la modernidad del siglo XX A partir de finales de los años sesenta y principios de los setenta va a dar comienzo una nueva época que puede caracterizarse como una nueva crisis o quiebra de la modernidad. Y, curiosamente, también en este caso con entre quince y veinte años de lapso se iba a producir el auge editorial de esta nueva crisis. Así pues, entre los años setenta y noventa iban a producirse un buen número de obras destinadas a tratar de delimitar el perfil de esta nueva crisis, de este “nuevo malestar en la cultura”, por emplear la expresión de Rodríguez Ibáñez (1999)17. Esta nueva crisis de la modernidad puede resumirse en varios puntos fundamentales. En primer lugar, la idea del fin de la modernidad alcanza un auge intelectual sin precedentes. Tal y como ha señalado Picó, el debate teórico más importante desde los años ochenta ha sido el que surge entorno a al fin de la modernidad, el debate modernidad/posmodernidad (Picó, 2002: 13). Así como la primera crisis de la modernidad del siglo veinte había puesto de manifiesto que la modernidad se había quebrado y que había dado lugar a una época crítica que sería una especie de transición hacia una nueva época histórica más allá de la modernidad, que, sin embargo, no llega a ser nombrada (Alfred Weber, Ortega, Mannheim, Ayala), ahora venía a suceder algo parecido, tras dos o tres décadas de optimismo y confianza en la razón, la ciencia y la modernidad. El debate, como ha señalado Rodríguez Ibáñez (1999: 85-122), puede resumirse en tres posturas: quienes consideran que la ruptura con la modernidad es definitiva, y que el mundo está, pues, en un momento posmoderno;
Como es notorio, la expresión “nuevo malestar en la cultura” de Rodríguez Ibáñez hace referencia a uno de los textos clásicos de la primera crisis de la modernidad del siglo veinte, El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, publicado en 1930 (Freud, 2003). 17
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quienes consideran que hay en efecto un giro cultural posmoderno18; y, quienes, por último, consideran que los que se ha dado es una acentuación de la modernidad, una radicalización reflexiva de la modernidad, lo que da lugar a la hipermodernidad, modernidad reflexiva o tardomodernidad. Lyotard (1999) o Jameson (1996) venían a anunciar un nuevo momento histórico, la posmodernidad, mientras que Beck, Giddens y Lash (1997) preferían caracterizar al presente como una radicalización de la modernidad, una complejización de la modernidad, un periodo de “modernidad reflexiva”. En todos los casos, la sensación de estar viviendo el final de un periodo y/o el principio de otro queda patente19. Detengámonos brevemente en la contribución de Lyotard. En 1979 Lyotard publica La condición posmoderna, obra en la que la idea de crisis planea a lo largo de todas sus páginas. Lyotard venía a decir que había llegado un momento en la historia contemporánea en el que ya nadie creía en los metarrelatos (“el gran relato ha perdido credibilidad, sea cual sea el modo de unificación que se le haya asignado: relato especulativo, relato de emancipación”, 1999: 73), en las grandes ideas o explicaciones del mundo; era el momento posmoderno. Los dos grandes relatos de la modernidad, las dos grandes narrativas de la modernidad, se habían quebrado. Tanto la derivada de la Revolución francesa que “contaba el cuento de la humanidad como agente heroico de su propia liberación mediante el avance del conocimiento”, como la “que descendía del idealismo alemán, un cuento del espíritu como despliegue de la verdad” (Anderson, 2000: 39). Lyotard se hacía eco de algunas corrientes y teorías y venía a concluir que: “el saber científico es una clase de discurso” (Lyotard, 1999:14); las relaciones entre saber y poder determinan quién conoce y para qué conoce; las relaciones sociales así como el saber científico se basan en juegos de lenguaje; propone el abandono del paradigma escindido (funcionalismo y marxismo) de las ciencias sociales; el triunfo de la “performatividad” sobre la búsqueda y logro de la verdad; la imposibilidad del consenso habermasiano, y, Estas dos primeras posiciones han sido, también, etiquetadas mediante un juego de palabras con el concepto de posmoderno: ‘posmodernidad’, que se refiere a la época histórica; y ‘posmodernismo’, que se refiere al giro cultural (Selgas y Monleón, 1999: 13). 19 Wellmer lo expresaba claramente en 1985: “el término postmodernidad pertenece a una red de conceptos y pensamiento ‘post’ –sociedad postindustrial, postestructuralismo, postempirismo, postradicionalismo–, en los que, según parece, trata de articularse a sí misma la conciencia de un cambio de época, conciencia cuyos contornos son aún imprecisos, confusos y ambivalentes, pero cuya experiencia central, la de la muerte de la razón, parece anunciar el fin de un proyecto histórico: el proyecto de la modernidad, el proyecto de la Ilustración europea, o finalmente también el proyecto de la civilización griega y occidental” (Wellmer, 2002: 103). 18
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en su lugar, el reconocimiento del “heteromorfismo en los juegos de lenguaje” (Lyotard, 1999: 118). Lyotard se apoya también en una observación de algunos cambios sociales que se han producido en todos los ámbitos de las sociedades contemporáneas. En concreto, se refiere a “la evolución de las interacciones sociales, donde el contrato temporal suplanta de hecho la institución permanente en cuestiones profesionales, afectivas, sexuales, culturales, familiares, internacionales, lo mismo que en los asuntos políticos” (Lyotard, 1999: 118). La contribución de Friedrich Jameson vino a destacar nuevas posibilidades para el concepto de la posmodernidad. Jameson, extendía los rasgos de la posmodernidad a toda la esfera cultural20. A su modo de ver, y sin renunciar al modelo explicativo marxiano, se trataba de la cultura que correspondía a la etapa de capitalismo tardío en la que nos hallamos. Según Jameson, “los últimos años se han caracterizado por un milenarismo invertido en el que las premoniciones del futuro, catastróficas o redentorias, se han sustituido por la sensación del final de esto o de aquello (...) quizá todo esto constituya lo que, cada vez con más frecuencia, se llama postmodernidad” (Jameson, 1996: 23). Pero la segunda crisis de la modernidad no se limita al surgimiento y descripción de la posmodernidad, del posmodernismo o de la modernización reflexiva. Si el primer punto de nuestro recorrido a lo largo de la segunda crisis de la modernidad se ha centrado en el debate entorno al fin de la modernidad, el segundo es la caracterización del presente como un momento histórico en el que el rasgo característico de la realidad es el riesgo. Ulrich Beck publicaba, en 1986, La sociedad del riesgo. Beck pintaba un mundo contemporáneo cuya característica fundamental es el riesgo21. La diferencia de los riesgos actuales con respecto a los riesgos de la Edad Moderna se pueden resumir en dos: la globalidad de sus amenazas y las causas modernas22. La sociedad de clases, decía Beck, 20 Según Anderson (2000: 81): “tras haber trazado el campo de fuerzas de la posmodernidad en los cambios estructurales del capitalismo tardío y el deshilachamiento generalizado de las identidades que provocan, Jameson pudo hacer su tercer movimiento en el terreno de la propia cultura. Aquí su innovación fue temática. Hasta entonces todos los sondeos de lo posmoderno habían sido sectoriales. Levin y Fiedler lo habían detectado en literatura; Hassan lo extendió a la pintura y la música, aunque fuera más por alusión que por exploración; Lyotard se detuvo en la ciencia; Habermas tocaba la filosofía. La obra de Jameson fue de otro alcance: una expansión majestuosa de lo posmoderno a través de casi todo el espectro de las artes y gran parte del discurso que las flanquea”. 21 Según Beck: “somos testigos (sujeto y objeto) de una fractura dentro de la modernidad, la cual se desprende de los contornos de la sociedad industrial clásica y acuña una nueva figura, a la que aquí llamamos ‘sociedad (industrial) del riesgo’” (Beck, 1998). 22 Así explica Beck el significado de las causas modernas del riesgo: “si antes existían peligros generados externamente (dioses, naturaleza), el nuevo carácter –desde el punto de vista históri-
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ha ido perdiendo importancia a lo largo del siglo veinte, tanto es así que en los años ochenta, la sociedad de clases ha dejado su lugar a la sociedad del riesgo (Beck, 1998). Este argumento nos resulta familiar. Según algunos teóricos del primer tercio de siglo la sociedad de masas había irrumpido en escena, caracterizando con su mera existencia el mundo contemporáneo. Según vimos, Ayala trazaba un mapa histórico-social que llevaba de la sociedad de clases hasta la sociedad de masas. Ahora Beck, obviando la sociedad de masas, recogía el hilo de la sociedad de clases que venía a ser sustituida por la sociedad del riesgo. Sin embargo, su diagnóstico de la sociedad del riesgo incide en numerosos aspectos que hemos visto en otros autores de la primera crisis de la modernidad. Así, el “teorema de la individualización” o la atomización de la sociedad (que viene a ser una nueva versión de la sociedad de masas desestructurada), la pérdida de seguridades tradicionales (dimensión del desencanto) y la disolución de las precedentes formaciones históricas. En tercer lugar, la segunda crisis de la modernidad se caracteriza por la utilización de la razón contra sí misma. La modernidad, el proyecto ilustrado, la razón y la ciencia son vistas como elementos que generan riesgos y efectos secundarios (Beck, 1998), o incluso llevan en su propia esencia la necesidad de producir horrores como las dos guerras mundiales o el holocausto (Bauman, 1997). La ciencia, según Beck, se ha humanizado, o lo que es lo mismo ha pasado de ocupar el primer plano en el desencantamiento del mundo a ser desencantada ella misma. De modo que “preguntarle a un científico por la verdad se ha convertido en una cuestión casi tan embarazosa como preguntarle por Dios a un religioso” (Beck, 1998). No se pueden soslayar por más tiempo, según Beck, además de los problemas epistemológicos que presenta el concepto de verdad, los efectos secundarios y las consecuencias no previstas de la ciencia. La crisis de la razón en este nuevo malestar en la cultura también es perceptible mediante lo que Lash ha llamado la “problematización de lo real”. En el posmodernismo, lo que percibimos son fundamentalmente imágenes. Nuestra percepción se dirige casi con tanta frecuencia a las representaciones como a la “realidad”. Estamos, por tanto, acostumbrados a asistir como público de formas culturales que experimentan con la naturaleza problemática de la realidad y la relación de la realidad con la representación (Lash, 1997). La nueva sociedad del espectáculo es la sociedad de los simulacros, de los medios de comunico– de los actuales riesgos radica en su simultánea construcción científica y social, y además en un triple sentido: la ciencia se ha convertido en (con)causa, instrumento de definición y fuente de solución de riesgos de modo que así se abren nuevos mercados para la cientificación” (Beck, 1998).
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cación de masas, de la hiperrealidad en la que los mapas han sustituido a lo representado, es el crimen perfecto de la realidad, la desaparición de lo real (Baudrillard, 1997). En cuarto y último lugar, se da un proceso de “desdiferenciación” en todos los niveles (Lash, 1997). Hasta donde nos interesa, la desdiferenciación posmoderna se puede resumir en la reagrupación de las disciplinas y géneros modernos. Al existir problemas con la razón científico-técnica, al problematizarse la realidad, se buscan nuevas formas de conocimiento que sobrepasan los estrechos límites de la diferenciación disciplinar moderna. De igual modo, la categorización y la taxonomización de la realidad se vuelve una quimera; la Gran Teoría es algo imposible. La nueva estrategia para conocer se basa en los fragmentos, la ambivalencia, lo complejo, las paradojas23. Hay un nuevo giro literario y un desbordamiento de las vallas modernas impuestas al conocimiento. Y hay también una obligación de autoanálisis por parte del investigador, del científico-social, de intelectual; es el llamado “conocimiento situado” (Haraway, 1995). La crisis en la sociología de Ayala (2) De nuevo la idea de crisis había irrumpido con fuerza en la escena intelectual. La razón en crisis, la ciencia en crisis, el mundo contemporáneo en crisis ante las transformaciones sociales que traían como resultado más atomización social, más desestructuración, el fin de las certezas, un planeta globalizado y con graves riesgos, una cierta confusión entre realidad y ficción o una problematización de lo real. Al tiempo, las producciones intelectuales se des-diferencian, disolviendo disciplinas y géneros tradicionales. La razón moderna es puesta en entredicho por su afán totalizador, por sus excesos universalistas, y mueren los metarrelatos, dejando al mundo sin la posibilidad de encontrar un relato que haga inteligible el presente, indague en el pasado (más allá de la pa23 Según relata Pinillos, Hassan proponía la palabra unmaking (deconstrucción, desmontaje) como la palabra que diferenciaba la posmodernidad de la modernidad. A esta palabra “asociaba un conjunto de términos como descentramiento, différence, juego, fragmento, inmanencia, indeterminación, anarquía, rizomas, significante, huella o azar, que, a su entender, guardaban una relación de oposición con otros rasgos del modernismo tales como significado, centramiento, propósito, trascendencia, jerarquía, raíces, significado, origen, causa o diseño. Lo cual, a su juicio, significaba que el postmodernismo era un momento antinómico de la mentalidad occidental clásica, respresentada por el modernismo” (Pinillos, 1997: 197).
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rodia y el pastiche), o anticipe una imagen ideal del futuro. El nuevo modo de pensar es paradójico, más complejo, repleto de incertidumbres, fragmentario. No es fácil precisar hasta qué punto influye directamente en Ayala, y a través de qué autores, lo que aquí estamos etiquetando como la segunda crisis de la modernidad del siglo XX. No deja constancia en sus textos de los principales autores de referencia de esta nueva época crítica. Lo más probable parece que, como hemos venido sugiriendo, Ayala siguiera fiel a la imagen de mundo en crisis fraguada a lo largo de los años treinta y cuarenta, y que el advenimiento de esta segunda crisis y su notable auge editorial le sorprendiera escribiendo desde el recuerdo de la primera crisis del siglo XX y la observación de la permanencia de la crisis. En el periodo de tiempo que se extiende a partir de la Segunda Guerra Mundial y los años cincuenta y sesenta, Ayala continúa viendo al mundo occidental inmerso en una crisis, en la crisis que había arrancado tras la Primera Guerra Mundial. En Tecnología y Libertad (1959) decía que ya nadie dudaría de que en ese momento se vivía en una época crítica. Y en sus obras de ficción narrativa de esta época son destacados los elementos propios de la descripción ayaliana del mundo crítico: la desestructuración de las sociedades, la amoralidad, el vacío espiritual, el auge de la propaganada y la manipulación, etc. Por tanto, no hay aparentemente en el paisaje que dibuja de esos años un hiato, un cambio hacia una situación de “época normal”, por decirlo con su propio esquema del tiempo histórico-social y del cambio social. Es evidente que no todos los autores lo percibieron así. Muy al contrario, numerosos intelectuales de esta época comprendida entre 1945 y 1975, quisieron ver el mundo social desde otros puntos de vista, desde la contemplación más sosegada y optimista de una “época normal”. Por tanto, la sociología de Ayala no encontró un hueco en esta coyuntura en la que la visión de la crisis ayaliana parecía estar muy alejada de la realidad. Además, otras razones, como el auge de la sociología estructural-funcionalista junto con el “empirismo abstracto”, por un lado, y las sociologías marxianas, por el otro, impedían que se apreciaran obras de autores que podrían representar a las “terceras vías”, como Ortega y Gasset, Simmel, Max Weber o el propio Ayala. Sin embargo, con el advenimiento de la segunda crisis de la modernidad del siglo XX todos estos autores pasan a ocupar un primer plano de atención. De hecho, algunos de ellos son llamados preposmodernos (como Ortega y Simmel, en Pinillos, 1997: 136), o incluso incurriendo en una falta grave ahistórica, Simmel, por ejemplo, ha sido calificado como “el primer sociólogo de la posmodernidad”24. 24
Así opinan Stauth y Turner, según Bericat (2003: 20).
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A partir de la publicación de El jardín de las delicias (1971) se da un nuevo giro en la producción intelectual de Francisco Ayala, que más que un giro es una profundización en la tendencia hacia la fragmentación del “enfoque sociológico”. Lo que había sucedido en la sociología de Ayala a partir de 1952 y había dado paso a su “sociología difusa”, se extenderá también a sus ficciones a partir de 1971, y supondrá la aparición de producciones intelectuales “hechas trizas”. Ahora se agudiza la interrelación de los textos (de texto a texto, de libro a libro), se acorta la extensión de las piezas, se disuelven los géneros, se confunden, y las reflexiones se hacen a mitad de camino entre la “sociología difusa”, la literatura, las memorias, la crítica literaria, el artículo periodístico y, en este sentido, se intensifica el juego de confusiones entre realidad y ficción25. Resulta especialmente significativo que en una nueva edición de El jardín de las delicias (Ayala, 1978) se añada, como una segunda parte, el conjunto de textos titulado El tiempo y yo, “borrando los límites entre ficción y discurso no ficticio y rompiendo así las formas tradicionales –incluso formas establecidas por el propio autor en su obra previa” (Richmond, 1978: 33). La fragmentación del “enfoque sociológico” a partir de 1971 en la obra de Ayala, supone un cambio en la forma, pero no en los argumentos fundamentales de nuestro autor. De hecho, la reedición constante de textos viejos junto con textos nuevos sólo es posible si hay cierta correspondencia entre ambos grupos. En general, por tanto, desde 1971 Ayala continúa explorando algunos de sus temas fundamentales (el mundo sin valores, los peligros y engaños de la propaganda, el nacionalismo español, la tendencia hacia la unificación del mundo, etc.). No obstante, sí habrá algunos cambios, algunas reformulaciones sobre ciertas cuestiones que, como la moda (que había estudiado en el Tratado), son vueltas a pensar desde la actualidad de los años setenta, ochenta y noventa, tiempo en el que la moda, entendida como un sistema de normas sujetas en su dinámica a regulaciones muy estrictas, ha desaparecido como consecuencia de “una desintegración social elevada al último extremo” (Ayala, 1978: 296). En El jardín de las delicias. El tiempo y yo, hay algunas piezas escritas a la manera de notas sueltas, y entre ellas existen también las que aparentan ser noticias de prensa o artículos periodísticos verosímiles. El objetivo declarado de 25 Tal y como ha señalado Vázquez Medel, en El jardín de las delicias “las fronteras entre realidad y ficción se desvanecen casi, dado el peso real de fabulación narrativa, a la vez que las delimitaciones genéricas (los territorios del ensayo, la narración, los materiales autobiográficos o la digresión libre y espontánea) ha caído a favor de una nueva escritura” (Vázquez Medel, 1995: 71).
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Ayala es “usar la prensa diaria como espejo del mundo en que vivimos, y portuario de una vida cuya futilidad grotesca queda apuntada en la taquigrafía de ese destino tan desastrado” (Ayala, 1978: 44). Pero la confusión realidad/ficción se da también porque el autor introduce parcialmente sus experiencias en los textos y juega con su memoria que impregna numerosas piezas. Ayala vuelve, en esta obra, a dibujar el paisaje de un mundo que ha ido caminando hacia la disolución moral, en el que los sucesos más crueles (asesinatos, infanticidios) suceden sin razón ninguna, como el caso del adolescente que asesina a un niño y que al ser “interrogado acerca de los motivos que había tenido para tirar a Paquito al estanque, el joven G.V., que se confesó autor de la fechoría, se remangó como respuesta un pernil del pantalón y mostró, indignado, en su pantorrilla las marcas de un mordisco” (Ayala, 1978: 48). Otro personaje hace una reflexión muy esclarecedora con respecto al vacío moral y la incapacidad para juzgar las acciones que los propios hombres hacen. No importa tanto lo que se ha hecho, como las consecuencias egoístas que los actos pueden comportar; no hay lugar para el remordimiento en esta sociedad en crisis: “no, no nos abruma el peso de haberte asesinado; nos abruma la necesidad de hacer desaparecer tus huellas” (Ayala, 1978: 123). En último término, el propósito de El jardín de las delicias. El tiempo y yo es describir las “condiciones de la sociedad en que vivimos, de ciudades inmensas pobladas por una masa humana sin cohesión, sin controles internos, sin una articulación orgánica” (Ayala, 1978: 335). Es, por tanto, un intento de llevar a cabo un análisis más radical, en cuanto a la forma y algunos de los argumentos, de una realidad que se ha radicalizado en su forma crítica. La segunda crisis de la modernidad viene a confirmar y a agravar la situación que la primera crisis de la modernidad del siglo veinte había puesto de manifiesto. De hecho, en la reedición de 1984 del Tratado de Sociología, Ayala considera los análisis actuales, en el sentido de válido casi cuarenta años después de haber sido escritos. Es cierto, en 1984, en plena segunda crisis de la modernidad, los argumentos escritos desde la primera crisis de la modernidad vuelven a tener un valor y una actualidad indiscutibles. En el prólogo a esta edición de 1984, dirá en un tono sombrío nuestro autor que “estamos ya al borde del abismo”. En 1989 Ayala publica un artículo particularmente interesante en la prensa diaria. Se trata de «Un viaje de cinco siglos». En él adopta dos fechas de referencia para abrir y cerrar el periodo de la modernidad: “la fecha de 1492 representaría la apertura de un proceso que habría de cerrarse –si es que también se desea cifrarlo en una fecha– el día del año 1969 en que los seres humanos desembarcaron en la Luna” (Ayala, 1992: 173). Ayala, como sabemos, piensa que
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el protestantismo junto a la razón de estado maquiavélica habían originado un nuevo periodo en la historia, la modernidad. Uno de los aspectos centrales de la modernidad era la expansión y el afán de dominio del mundo. Una vez alcanzado el dominio absoluto del mundo, y una vez que el planeta ha quedado redondeado, cerrado, concluso, el hombre desplaza su atención, guiado todavía por esos mismos valores modernos, hacia la conquista de la Luna. Lo importante es que este proceso se ha terminado, la expansión por el planeta es ya imposible, y por eso se pretende ir más allá: “la conclusión de este proceso ha venido a inaugurar una fase totalmente nueva para la humanidad, convirtiendo a ésta, que era antes mero concepto, en una realidad efectiva, y haciendo al mismo tiempo impracticable y ya fútil cualquier intento bélico de dominación” (Ayala, 1992: 173). Sin embargo, esta completud planetaria provoca que, o bien el hombre se adapta a este mundo ya unificado tecnológicamente, y adapta sus instituciones, fundamentalmente el estado-nación, o los riesgos de supervivencia de esta nueva humanidad serán cada vez más inciertos: “de aquí, en adelante, las energías del homo sapiens, si no han de ser autodestructivas tendrán que canalizarse por vías distintas de aquellas que dieron materia heroica a las páginas de la historia universal, su ingenio y su ímpetu tendrán que emplearse en actividades más inofensivas” (Ayala, 1992: 174). En este artículo, Ayala, señala que se ha inaugurado una fase nueva, distinta de la modernidad. La cronología es nueva, y sitúa el fin de la modernidad entorno a 1969. Habría, tal vez, que añadir en esta cronología la “época crítica” que se sitúa entre ambos periodos históricos y que podría situarse entre la Primera Guerra Mundial y 1969. Veamos un último texto de Ayala escrito en 1990. Se trata del ensayo que sirve de epílogo al libro El escritor en su siglo (1990), titulado «Postrimerías de la historia». En él, Ayala insiste en la historicidad de los artefactos socio-culturales. En esta ocasión, se centra más ampliamente en las mentalidades. Si los objetos sociales son históricos, es evidente que cuando la situación cambia, estos objetos o bien deben cambiar, o bien, pese a ser los mismos, tendrán un significado diferente. Si se da un desajuste, es preciso, en opinión de Ayala, intentar adaptar las instituciones, los objetos histórico-sociales a la realidad presente, y, también, las mentalidades. Esta misma inquietud está ya presente en los trabajos sobre la libertad y el liberalismo. Es muy significativo que uno de sus últimos grandes ensayos deje escrito a manera de epílogo esta conclusión: es preciso adaptar las mentalidades e instituciones a la realidad actual, lo que antes había no sirve porque la situación es otra, y, por tanto, las mismas instituciones o mentalidades que antes tenían unos efectos y ahora tienen otros muy
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distintos. No obstante, una planificación de las modernas (o una teorización), una gran utopía como la marxista ya no es posible. Porque el mundo ha entrado de lleno en la segunda crisis de la modernidad del siglo veinte. El mundo que Ayala había venido describiendo desde hacía décadas se había caracterizado por la crisis, por la primera crisis de la modernidad del siglo XX. Después vino un periodo en el que Ayala, ya a contracorriente, seguía sosteniendo que el mundo estaba en crisis. Y ahora, al final del siglo, viene a insistir sobre la crisis, ya en el contexto de lo que aquí hemos dado en llamar segunda crisis de la modernidad del siglo XX. La pregunta es: ¿la segunda crisis de la modernidad supone el fin definitivo de la modernidad o de la historia? Así se lo pregunta él mismo en este texto: “¿será cierto, como alguien sostiene y otros venimos sugiriendo con menos rotundidad, que la Historia –con mayúscula– ha llegado a su fase final en nuestros días?” (Ayala, 1990: 519). Hasta cierto punto sí, responde Ayala. La utopía de Marx de la sociedad sin clases se ha cumplido, señala. Algo que ya había dicho en el Tratado de Sociología en los años cuarenta, en la primera crisis. Marx acertó, “por más que, a la postre, los hechos hayan sobrevenido de manera distinta a la que él había previsto y preconizado” (Ayala, 1990: 519). Fue precisamente con la sociedad masa donde se produce la constatación de ese acierto predictivo marxiano, ya que en ella las clases se disuelven y lo único que queda es lo social atomizado. Con su propio desarrollo la sociedad masa se va complejizando aún más en cada década del siglo XX, y los procesos de destrucción social se agudizan hasta el punto de que la moda (aún vigente en los años cuarenta y cincuenta) ya no puede existir. Por otro lado, la LUM, el proceso de unificación del mundo que Ayala reconocía concluido ya en los años cuarenta, sigue teniendo que luchar con contratendencias nacionales y con una organización del mundo inadecuada para la estabilidad mundial y la propia realidad socio-histórica presente. Pero además, la imposibilidad de que vuelva a suceder una guerra total (al estilo de las del siglo XX), porque nos llevaría a la simple extinción de la especie, junto con la imposibilidad de la expansión geográfica (como sabemos, una factor esencial de la modernidad a juicio de Ayala), hacen necesario que se encuentren “cauces convenientes para un desahogo útil, o cuando menos inofensivo, de esas energías vitales que ya no pueden ser empleadas en acciones bélicas” (Ayala, 1990: 522) ni en la expansión geográfica. A pesar de todos estos problemas que señala Ayala, la nueva crisis de la modernidad, la segunda, desde la que escribe ahora, parece reafirmar parte de sus argumentos, e incluso se diría que siente un cierto alivio al constatar al-
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gunas de las nuevas realidades y cambios que trae consigo esta segunda crisis. Ayala acepta implícitamente la tesis de Lyotard acerca del fin de los metarrelatos. Y además lo celebra, porque desde la perspectiva de Ayala todo poder ejercido sobre otro hombre es una usurpación, y no hay grandes diseños sociales, no hay planificaciones (ni siquiera del estilo de las de Mannheim, planificaciones para la democracia) que no entrañen coerción e imposición. Por tanto, la salida a esta situación crítica tendrá que venir de la espontaneidad de los individuos, ya sin estar sometidos a los grandes relatos modernos: progresivos reajustes institucionales, y los correspondientes cambios de mentalidad, tendrán que producirse en respuesta a las situaciones agudas que acá o allá los vayan reclamando, pues en estas postrimerías de la Historia una planificación según las líneas programáticas de cualquier utopía parece, por fortuna, cosa excluida: falta para ello el pensamiento teórico que lo fundamentase y, sobre todo, faltaría un poder suficiente para intentar llevarla al terreno de los hechos. Y por grandes tropiezos que la pura espontaneidad social ocasione, nunca serán tan nocivos –y la experiencia de la historia universal lo acredita– como han sido siempre las buenas intenciones de quienes se proponen salvar por la fuerza al género humano (Ayala, 1990: 523).
Vemos, por tanto, una actitud que podríamos calificar como de optimismo escéptico que se fundamentaría en el final de las grandes ideologías, de los grandes proyectos, en la quiebra de la modernidad (que desencadenó Hiroshima y el holocausto), en la segunda quiebra de la modernidad, y en la vuelta a un individuo que tiene que adaptarse a un mundo nuevo; en la vuelta a la subjetividad, que es, por otra parte, el punto de partida de su producción intelectual (tanto de su literatura como de su sociología)26. Ayala y las dos crisis de la modernidad del siglo XX La obra de Ayala representa a la perfección el paso de la primera a la segunda crisis de la modernidad del siglo XX, y se ha convertido en un testimonio imprescindible para entender la dimensión crítica del siglo XX y las dos quiebras de la modernidad que tienen lugar. Desde el primer tercio de siglo 26 En cuanto a la subjetividad y la sociología de Ayala, baste recordar unas palabras del Tratado: “La necesidad de abandonar las vías tradicionales del método científico, para buscar otras más adecuadas a la naturaleza del objeto de la sociología, nos hace retroceder hasta la conciencia del sujeto, en cuya operación viene a la luz toda realidad (Ayala, 1984: 22).
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hasta 1971 la sociología de Ayala (“sociología sistemática” y “sociología difusa”) se centra en interpretar el mundo contemporáneo como una “época crítica”. La tendencia hacia la unificación del mundo, en lo macro, y la desestructuración social, en lo micro, son las dos principales características del mundo contemporáneo según Ayala. La crisis del primer tercio de siglo, en la que algunos autores (Alfred Weber, Mannheim, Heller, Ortega) habían situado el fin de la modernidad, se extiende en la obra de Ayala a lo largo de todo el siglo veinte. La modernidad se está quebrando, y con ella la razón científico-técnica, los Estados-nación y los grandes relatos o explicaciones del mundo. Por todas estas razones no es posible ya intentar construir una Gran Teoría o una Novela Total. Hay que ajustar el pensamiento y el estilo al momento histórico presente y ello implica construir los ensayos de un modo abierto y cada vez más fragmentario. Ayala será coherente con esta idea y abrirá paso a su “sociología difusa”. Pero no se va a detener ahí, la desdiferenciación de los géneros literarios y la problematización de lo real, le llevará a intensificar ese proceso y a partir de 1971, ya en el contexto de la segunda crisis de la modernidad del siglo XX, la fragmentación será total: los géneros se disuelven y aparecen textos difícilmente clasificables en los géneros literarios tradicionales. Al tiempo continúa describiendo e interpretando al mundo inmerso en una gran crisis que es la crisis de la modernidad. A partir de los años setenta, y sobre todo en los ochenta, numerosos autores (Lyotard, Jameson, Beck, Bauman) se van a ocupar de esta nueva crisis de la modernidad, y coinciden en algunos aspectos con los diagnósticos de los teóricos de la primera crisis de la modernidad del siglo XX. Ahora, la globalización, la crisis de la ciencia y su responsabilidad a la hora de producir riesgos, o un nuevo giro literario, salen a escena. Igual que Mannheim había proclamado la necesidad de (con)fundir los géneros y las disciplinas para entender la realidad, en la segunda crisis de la modernización sucede algo parecido, si bien de una manera mucho más radical. La comparación de dos textos de Ayala de una y otra época (del primer tercio de siglo y del último) nos pueden servir para observar la distinta profundidad que alcanza el mismo concepto. En plena segunda crisis de la modernidad del siglo XX, que para nuestro autor sigue siendo la única crisis de la modernidad, Ayala vuelve a la actualidad, al presente, y escribe en la edición de 1984 del Tratado de Sociología que sus argumentos siguen vigentes. Lo que ha sucedido, dice Ayala, es que los rasgos fundamentales que eran perceptibles en los años cuarenta se han radicalizado, se ha dado una profundización en los mismos, pero no un cambio de rumbo. Se trataría de un único proceso, del desarrollo de la “época crítica” que ha
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sido la transición de la modernidad hacia un nuevo periodo histórico que Ayala nunca llega a nombrar. No le interesa anticipar el futuro, sino que siempre se centra en el análisis del presente, de la realidad inmediata, como habían propuesto, entre otros, sus maestros Heller y Ortega. Como hemos expuesto, Ayala, con sus escritos sociológicos y literarios, forma parte de los autores que se centran en analizar la primera crisis de la modernidad del siglo XX. En los años cuarenta, cincuenta y sesenta, sigue insistiendo y continúa desarrollando estos análisis. A partir de los setenta profundiza en los cambios necesarios para adecuar su pensamiento y la forma en que éste se expresa a los nuevos momentos, a la nueva y segunda crisis de la modernidad del siglo veinte. Vuelve, por tanto, a ser protagonista en esta nueva crisis de la modernidad. Es un teórico de la primera crisis de la modernidad, de su pervivencia a lo largo de las décadas y de su renacimiento radicalizado en el último tercio del siglo veinte. La sociología de Ayala es (con)ciencia de la crisis de la modernidad que en dos momentos diferenciados ha atravesado al siglo XX. Referencia bibliograficas ABELLÁN, J. L. (1998): El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939, Madrid, Fondo de Cultura Económica. ALEXANDER, J. C. (1992): Las teorías sociológicas desde la Segunda Guerra Mundial. Análisis multidimensional, Barcelona, Gedisa. ANDERSON, P. (2000): Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama. ARBOLEYA GÓMEZ, E. (1982[1958]): «Sociología en España» en Estudios de Teoría de la sociedad y del Estado, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. AYALA, F. (1929): Indagación del cinema, Madrid, Compañía ibero-americana de publicaciones, Mundo Latino. —. (1931): Problemas jurídico-sociales del jornal mínimo con referencia especial a la labor de los comités paritarios de Albañilería y Edificación (comité paritario de la construcción) de Madrid, Madrid, Minuesa de los Ríos. —. (1932): El derecho social en la constitución de la República española, Madrid, Minuesa de los Ríos. —. (1942): Oppenheimer, México, Fondo de Cultura Económica. —. (1944): Los políticos, Buenos Aires, Depalma.
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ALGUNAS CLAVES PARA LA TEORÍA DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL EN FRANCISCO AYALA: CULTURA Y PODER, UNA CONTRIBUCIÓN DESDE AMÉRICA Juan Carlos Fernández Serrato (Universidad de Sevilla) Como recordaba Manuel Ángel Vázquez Medel en un artículo de 1995, pionero en el análisis del pensamiento comunicativo de Francisco Ayala, si algo define la escritura plural del maestro granadino es su decidida apuesta por levantar la palabra como un eco “testigo alerta de su tiempo” (Vázquez Medel, 1995: 71). En este sentido, no cabe duda de que el trabajo intelectual diverso de Ayala –desde la creación estética a la memoria histórica, desde el periodismo de opinión que intenta incidir en las conciencias de su tiempo hasta la teoría sociológica y la filosofía política que busca certezas y leyes, hechos y sistemas– crece animada por esa noble aspiración que en su Introducción a las Ciencias Sociales, planeada en 1952, consideraba el deber del hombre: “(...) esforzarse por alcanzar un nivel cada vez más alto de humanidad, deber cuya exigencia se plantea siempre de nuevo para cada generación, porque cada generación brota siempre de nuevo hacia la cultura desde el plano de la naturaleza” (Ayala, 1988: 9). Así pues, es la suya una escritura comprometida, aunque no con el utilitarismo político ni con las ideologías de redención de un hombre presa de su fragilidad natural, sino con una idea, más nebulosa quizá, de la obligación de todo ser humano de ‘llegar a ser realmente humano’; o en otras palabras, con un humanismo entendido, según su propia definición, en cuanto: (...) Tesoro de logros, de adquisiciones, de obras, a través de las cuales el individuo humano ha cumplido a lo largo de la historia el proceso de autoformación que lo convierten en un ser espiritual, en un ser de cultura, realizando así, de diversos modos y según varios ideales, alguna concreta personalidad, su personalidad de ente histórico (Ayala, 1988: 9).
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El compromiso ayaliano toma la forma de una implicación decidida en ese proceso de “llegar a ser de hecho el que en principio y en potencia eres” (1988: 9) a través de una escritura abierta a la comprensión de las contingencias que confluyen en el devenir de un ‘hacerse humano’ tan complejo que lleva desde la luminosa bondad de Juan de Dios al mundo absurdo de «El Hechizado», donde caben junto a las buenas intenciones aquella brutal abyección fanática del Inquisidor, y donde el paisaje yermo del «Diálogo de los muertos» nos avisa del peligroso impulso autodestructivo del hombre. En estas últimas referencias, hemos convocado la memoria de algunos personajes y relatos de Los usurpadores por dos razones fundamentales: primero, por nuestro interés en los aspectos de la reflexión ideológica a la que nos puede conducir la lectura de ciertos aspectos de las “novelas” (así, en sentido cervantino, las nombra el archivero heterónimo de Ayala en el prólogo) que conforman la colección, y, segundo por la coincidencia en el tiempo –la década de 1940– con los primeros textos de sociología que, escritos en el exilio americano, constituirán una aportación decisiva de Francisco Ayala al pensamiento socio-político contemporáneo. De uno de sus asuntos capitales, la relación entre cultura, poder y sus proyecciones mediáticas, nos vamos a ocupar aquí, pues nos parece una de las claves determinantes para comprender en su dimensión ‘implicada’ (García Montero, 1993) las ideas sobre la comunicación social que el maestro granadino expondrá de manera más directa a partir de la década siguiente, aunque nunca lo hiciera en la forma de tratado sistemático. Y si el pensamiento ayaliano sobre los media es escaso en los primeros años de su exilio, a nosotros nos interesan especialmente los textos que escribió entonces, por el hecho fundamental de que la coincidencia en las fechas de redacción hace que un mismo conjunto de problemas se plasmen de diversa manera en la obra estética y en la teórica, a través de ciertos caminos maestros que creemos decisivos para la madurez del pensamiento de Ayala y que intentaremos relacionar con sus ideas posteriores acerca de la prensa, la televisión y otras dimensiones de la comunicación de masas. Como sabemos, con aquellos relatos y los incluidos en La cabeza del cordero se reiniciaba en Buenos Aires, en 1949, la publicación de sus escritos literarios, interrumpida durante los años trágicos de la Guerra Civil y la II Guerra Mundial. Y desde luego, las narraciones en ellos recogidas son un claro ejemplo de la preocupación ética que impulsa la obra ayaliana, tanto ese estudio poietico de la tragedia de la guerra en el corazón de los hombres que es La cabeza del cordero, como la indagación en los misterios de la voluntad dominadora que toma cuerpo simbólico en los personajes de Los usurpadores, bajo la idea
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rectora de “que el poder ejercido sobre su prójimo es siempre una usurpación” (Ayala, 1990: 342). Los diez años de silencio artístico que había pasado Ayala en Argentina los había ocupado en el ejercicio del periodismo, con sus artículos para La Nación, en diversas actividades editoras (como miembro de la plantilla de Editorial Sudamericana y como corresponsable de la revista de pensamiento y literatura Realidad), ejerciendo de traductor, en algunas actividades docentes y en la escritura teórica, esfuerzos, estos últimos que el autor explica en los siguientes términos: Requerido –creía– por otras urgencias e intereses, pero sin duda bajo la presión de una causa más profunda, puse tregua a mi gusto de escribir ficciones, y acudí con mi pluma al empeño de dilucidar los temas penosísimos, oscuros y desgraciados que tocaban a nuestro destino, al destino de un mundo repentinamente destituido de sus ilusiones (Ayala, 1990: 458).
Esas preocupaciones le llevaron a interesarse por las causas profundas del desastre europeo y el análisis de las refracciones de la ideología en la dinámica social, proponiendo una interesantísima lectura de las transformaciones que sufrió la modernidad durante los años treinta y cuarenta. Fruto de ello, entre otros textos teóricos y críticos, fueron los estudios de sociología política ya aludidos, de los cuales cabe destacar El problema del liberalismo (1941), Historia de la libertad (1943) y especialmente el Tratado de Sociología (1947), cuya redacción definitiva acaba en Brasil en 1945 durante una estancia como profesor en Río de Janeiro1. Por su carácter de depurada síntesis de problemas y teorías, su declarada “cautelosa moderación” en el juicio y su “espíritu de sincera aproximación a la realidad” (Ayala, 1984: 15), el Tratado nos servirá como guía fundamental de nuestras pesquisas a lo largo de las páginas que siguen. En estos y otros textos que Ayala escribe por estos duros años de la postguerra española, el exilio y la guerra mundial, se trasluce un confesado estupor ante el desastre de la civilización occidental que se venía mostrando en el esce1 Vid. F. Ayala, Recuerdos y olvidos, 1988: 340-341 y 345-347. Hay que advertir además que el Tratado de Sociología, que originariamente constaba de tres volúmenes en la primera edición argentina, fue luego corregido por el autor para la segunda edición de 1959 y refundido en un solo volumen, reorganizando la materia histórica que constituía el primer volumen de aquella primera en la forma que ha seguido siendo reeditado desde entonces, sin alteraciones significativas ni en la edición de 1968 ni en la por ahora última de 1984. Así pues, como reconoce el propio Ayala en los sucesivos prólogos que acompañaron a su Tratado, éste ha seguido manteniendo en lo esencial el mismo perfil que en la primera edición de 1947, con la misma estructuración del conocimiento y defendiendo los mismos planteamientos que entonces, pues el autor aún hoy sigue convencido de que “su texto conserva plena actualidad” ( 1984: 10).
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nario europeo desde finales de los años veinte, con la emergencia de los totalitarismos, y que estallará en tragedia de 1936 a 1945, a la que tampoco es ajena la metamorfosis del imperialismo que se observará también por entonces en el Medio Oriente y en el eje del Pacífico. Y así, a través de la figuración estética o en la paciente labor científica –que para Ayala nunca fueron más que formas distintas de una sola escritura que encara los mismos asuntos2– reconoce el estado de agotamiento al que han llegado algunos de los valores que habían fundado la modernidad burguesa y la necesidad de replantear las estructuras sociales en esta nueva época de las masas; como lo explica, entre otros lugares, en el prólogo de la edición de 1984 de su Tratado de Sociología: Hace nada menos que cuarenta y siete años, en el de 1935, y con ocasión de mis oposiciones a cátedra de Derecho político, presenté un análisis del desajuste ya entonces evidente entre las instituciones del Estado liberal burgués y la sociedad de masas en que estábamos entrando, para afirmar que los principios fundamentales en que dicha forma de Estado se basa requerían, si habían de seguir funcionando en la práctica, una reforma del sistema diseñado a finales del siglo XVIII, sistema que se había hecho inadecuado al nuevo cuadro social. La guerra civil española que vino en seguida, y la conflagración mundial de la que esa guerra apenas confinada había sido prólogo y ensayo, fueron el resultado clamoroso –y doloroso– de tal inadecuación ( 1984: 8).
Esta temprana lucidez del maestro que, enraizada en el pensamiento de Ortega, supo formular en términos de “crisis” las transformaciones sociales del siglo XX antes de llegar al punto significativo del medio siglo y reconocer el vuelco hacia la cultura de masas que estaba experimentado la episteme occidental, le permitió avanzar ideas que años más tarde serían lugares comunes del pensamiento sobre nuestra hoy sociedad ‘de la información’, del ‘espectáculo’ o de la ‘sensibilidad postmoderna’, cuestión que ha sido oportunamente resaltada por Vázquez Medel, quien afirma, respecto de la frescura y validez todavía para nosotros de las propuestas ayalianas, que “una de las razones de la vigencia del análisis de la realidad social por parte de Francisco Ayala radica en su 2 Vid. por ejemplo esta declaración explícita en el prólogo de 1967 a la segunda edición de su Tratado de Sociología, en respuesta a quienes le acusaban de haber abandonado el trabajo sociológico por aquellos años: “ (...) En verdad, existen conexiones íntimas entre mis diversas dedicaciones literarias, y que mis escritos de pura invención están ligados, y no por cierto en manera oculta y subterránea, con mis estudios de tipo escolástico, de modo que, lejos de haber abandonado la sociología, ella se encuentra presente en la base de todos mis escritos, aunque pudorosamente disimule, y renuncie, en todo caso, a los revestimientos externos, para no decir al atuendo pedantesco con que suelen proteger su ‘especialidad’ las diferentes ciencias” (Ayala, 1984: 11).
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equilibrio en la valoración de situación y condición humanas” (Vázquez Medel, 1995). Aclarando seguidamente que quizá fuera adecuado –“sin exclusiones tajantes”, dice– atribuir el estudio de las circunstancias espacio-temporales que determinan el comportamiento humano a la investigación de las ciencias humanas, mientras que el análisis de la condición de ‘lo humano’ pudiera estar más cerca de la razón poética. El trabajo de Francisco Ayala en ambos territorios permite en su caso la vivificante conexión entre las diversas sensibilidades del científico y del artista –sin que la obra de éste sea el mero reflejo de la teoría–, así como privilegia una visión de las realidades sociales desde una perspectiva “encarnada” en los seres humanos concretos que las viven. Según Vázquez Medel, ésta sería una de las causas que podrían justificar la extraordinaria perspicacia en los análisis de nuestro tiempo que nos ofrece la obra de Ayala. Las otras vendrían dadas, siempre según el juicio de Vázquez Medel, que resumimos, por: a) El fuerte anclaje de su pensamiento social en la ‘dimensión histórica’, que le impide caer presa de un saber esencialista no contingente y le lleva a ahondar en lo que Foucault llamaría las “genealogías” de las estructuras funcionales de la sociedad. b) La inclusión de la reflexión ayaliana en esa línea de evolución de las ciencias sociales que marca “el tránsito de las teorías sociales de la comunicación a las teorías comunicacionales de la sociedad” (Vázquez Medel, 1995: 72). c) La percepción de un aceleramiento tal de los cambios sociales a lo largo del siglo XX que permiten hablar de “crisis” como término definidor del devenir de los últimos cien años de la historia de occidente. d) El reconocimiento de la importancia decisiva en tales cambios de la revolución tecnológica3. e) Una concepción de los medios de comunicación como elemento fundamental de la vertebración social y mecanismo privilegiado (en los casos concretos del periodismo y, muy especialmente, de los discursos televisivos) para la incidencia directa sobre los valores, opiniones y comportamientos del hombre contemporáneo. Todos estos aspectos se relacionan entre sí bajo la formulación de una idea de ‘cultura’ como auténtico espacio constituyente del rasgo de “humanidad”, en tanto aquélla resulta ser reflejo eidético y recipiente simbólico de las relacio3 Por ejemplo en la siguiente referencia de Ayala a “(...) “The Guttemberg Galaxia o Understanding Media, de Marshall McLuhan, quien, presentando de forma publicitaria hechos que ya habían sido apuntados e incluso analizados por otros, ha llamado la atención general sobre el alcance profundo de las mutaciones psicosociales ligadas a la moderna tecnología.” (Ayala, 1984: 15).
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nes que se dan entre los hombres en el seno de la comunidad, comunidad que sólo es posible una vez que el sujeto sale del sí propio hacia el ‘nosotros ‘por medio del acto fundante de la comunicación. Esa peculiaridad de la cultura como “experiencia social” y proyecto más definitorio de “ser humano” queda implícita en estas consideraciones de Ayala: (...) El objeto de la experiencia social del hombre resulta ser de una índole incomparable con la propia de los objetos pertenecientes a la naturaleza exterior. Es un objeto que la conciencia humana no puede aprehender desde fuera: el espectáculo de una sociedad por completo extraña se le aparece como provisto de algún sentido arcano, cuando no como un puro sinsentido, como un absurdo (Ayala, 1984: 168).
Como ocurre, trasponiendo la idea al ámbito artístico, en el relato con que el Indio González Lobo rememora su viaje a la Corte de Carlos II en pos de no se sabe bien qué favor frustrado y que constituye la narración central de «El hechizado». El texto, primer cuento o “novela condensada” (así lo llama Ayala en sus Recuerdos y olvidos, 1988: 348) escrito en Buenos Aires y publicado en 1944 en tomito exento por la editorial Sudamericana, luego incluido en Los usurpadores (1949), refleja algunas de las ideas que, por las mismas fechas, se tratarán más sistemáticamente en el Tratado de Sociología. Constituye «El hechizado» un extraordinario relato laberíntico, de motivo incomprensible tanto para el narrador-editor que intercala sus comentarios, como para nosotros, sus testigos en la lectura. Se trata de una compleja y abigarrada analogía del discurrir burocrático y de sus tácticas de dilación, del vértigo de sus idas y venidas hacia la nada, sin olvidar detalle por nimio que sea pero sin ocuparse, en realidad, de lo que de verdad importa. Lo que podemos llegar a intuir del efecto de ese caos discursivo de las memorias de González Lobo es que asistimos a un desajuste entre la visión del mundo, del detalle relevante, del dato necesario, de la experiencia vital, en suma, tal como la presenta el autor del relato memorialístico y aquella otra del narrador-editor que no comprende la finalidad del primero porque no comparte los mismos avatares de su destino. Aquí radica uno de los puntos significativos de «El hechizado», como muy bien a explicado la investigadora brasileña Romilda Mochiuti: O leitor, se alcanza o final do laberinto, descobre que a narrativa ao ser “falha”, se é que assim se pode classificála, cumpre sua finalidade. Ambos narradores intelectuais, “presos” e paralisados por seus mundos em crise, esforçamse e convidam a que o leitor os decifre. Se a esperanza de chegar ao final resido no que é implícito na narrativa ou no não dito, para o lector –que é levado a
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acompahar o narrador e a se igualar a ele num “nós” e não ser mais um suposto intruso/outro–, no ato da leitura, a narrativa passa a ser também sua realidade, estabelecendo, mais uma vez o paradoxo de que a articulação da linguagem/ poder na sociedade e, por extensão, na narrativa hierarquizadas gera um estado absolutista (Mochiuti, 1999: 116).
Lo que nos recuerda la lección de «El hechizado» es precisamente uno de los núcleos del pensamiento social ayaliano, que tan inteligentemente sintetiza Mochiuti: la idea de la capital importancia de la articulación ‘lenguaje/poder’ para la construcción de las narrativas sociales que, glosando el concepto de “metarrelatos legitimadores” de Lyotard, desempeñan un papel fundamental en la constitución de las sociedades en tanto relaciones institucionalizadas que tienen una traducción simbólica en el plano discursivo de la cultura. Ya lo decía Ayala en su Tratado cuando afirmaba: No existe en sí y por sí una cosa a la que puede llamársele Amistad, o Familia o Estado, o darle, en vez de éste, cualquier otro nombre arbitrario, sin que nuestra actitud hacia ella modifique su realidad, porque la esencia de tales objetos consiste en significaciones intencionales que nosotros realizamos en nuestra humana existencia y a cuya realidad pertenece el nombre al que va prendida la significación correspondiente (Ayala, 1984: 172).
Es decir, para Franciso Ayala está más que clara la dimensión ideológica del lenguaje y, como dirían Bajtin y Voloshinov (1929), que la palabra (o cualquier otro signo intencional, extenderíamos nosotros) está constituida como refracción de la experiencia social, de manera que las distintas narrativas expresan diferentes posibilidades de organización no sólo de ideas sino también de lo que podríamos llamar cristalizaciones de las relaciones de comunidad y del estatuto de las relaciones de poder que se desarrollan en su seno. Por eso en su ensayo sobre «La retórica del periodismo», escrito en 1984 como discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, calificaba el lenguaje periodístico y sus técnicas de construcción narrativa de la información como “pieza esencial en la sociedad burguesa, con las instituciones políticas de la democracia liberal” (Ayala, 1985: 43), cuya relación en el plano retórico con la oratoria como expresión de la institución parlamentaria se basa en la necesidad de que los lenguajes oratorio y periodístico subsuman cualesquiera otras intencionalidades comunicativas a la obtención de “resultados prácticos inmediatos” (1985: 52). Y por la misma razón ha dicho en otro lugar que la televisión constituye “(...) el instrumento de eficacia máxima para la configuración de actitudes sociales,
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positivas y negativas, y de que sus enormes potencialidades están en el mejor de los casos insuficientemente explotadas (...)” (1990: 451). Pero, la ideología que se construye mediante la producción social de los signos, el discurso simbólico que pondrá en pie la Weltanschauung o el “imaginario” de una sociedad dada y que es refracción (no “reflejo”) de las condiciones materiales de producción, ¿se queda encerrado en su espacio discursivo ideal, inmaterial? O, por el contrario, ¿se proyecta sobre esas mismas condiciones materiales de producción y reproducción económica que la condicionan, sobre esas mismas instituciones y redes de relaciones sociales de las que emana? La respuesta de Ayala en múltiples lugares es contundente, el discurso ideológico se vuelve siempre sobre la realidad material de la que es expresión simbólica en un proceso de retroalimentación constante. Así lo sugiere, por ejemplo, en un artículo de 1983, recordando un trágico ejemplo de imposición de la idea sobre las contingencias de la realidad histórica, cuando afirma respecto de los delirios franquistas que (...) la tendencia totalitaria del poder público alzado contra la República implicaba la pretensión de configurar y orientar la cultura española entera, restituyéndola –pues el nuevo régimen era, antes que fascista, integrista reaccionario– a un pretérito glorioso, visto, interpretado y entendido ahora de la manera más ramplona (...) (Ayala, 1983: 94)
Por eso es tan importante para Ayala el compromiso del intelectual con su tiempo, algo reiterado por el maestro en tantas ocasiones: puesto que la incidencia social del mundo de las ideas es un hecho tan incuestionable como el de su dependencia de la infraestructura material. Todo el mundo eidético es para Ayala algo más que mera actividad decorativa frente a los dictados de la economía. Los mandarines del pensamiento único hoy reinante, que no reconocen más verdad que la del mercado, probablemente no entenderían que Francisco Ayala hable de la ‘cultura’, en términos orteguianos, como sinónimo de ‘humanidad’ y apele a la diversidad de culturas como testimonio de la complejidad inherente a la experiencia humana del mundo. Así lo consigna, por ejemplo, en el apartado del capítulo IV de su Tratado de Sociología: Está descubierto ya el hecho estupendo de que el hombre puede realizarse y se realiza en su humanidad esencial de maneras radicalmente diversas y que, por tanto, presentan en principio los mismos derechos y títulos de legiti-
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midad; los círculos culturales son independientes entre sí, y realizan con plenitud, cada cual a su manera, la vida humana (Ayala, 1984: 30).
En este sentido, Ayala cita las teorías clásicas de W.G. Sumner acerca del origen de la cultura en los folkways que nacen de las reacciones de los individuos, en forma de hábitos y costumbres, ante las necesidades de la vida diaria, y cuyo carácter regulador de las relaciones colectivas irá transformándose con el tiempo y los cambios de esas mismas necesidades. Cuando las folkways se institucionalizan, se recubren de una conceptualización ideal, cobrando una dimensión ética, entonces se habrán transformado en lo que Sumner llama mores. Pero, lejano siempre de un naturalismo en exceso optimista o de un funcionalismo frío, advierte Ayala que “la elaboración intelectual es, también, el resultado de una necesidad: el dolor fuerza a los hombres a pensar; los males de la vida le imponen reflexión” (1984: 361), contradiciendo la visión simplista de las causas originarias de la cultura al recordar el hecho de que muchas realizaciones culturales de la humanidad nada tienen que ver con el sentido práctico de la vida e incluso lo obstaculizan. Con ello pretende corregir el planteamiento de Sumner y los postulados mecanicistas del naturalismo, incluyendo como elementos fundamentales la ‘consciencia’ y la ‘voluntad’ del ser humano de separarse del ámbito de lo corriente, yendo hacia el espacio de la creación de valores trascendentes: “El acotamiento de un ámbito de actuación, cerrado mediante convenciones, en el que la existencia adquiere un sentido trascendente, es por cierto, aquello que la Cultura realiza.” (1985: 364). Lo que de manera explícita sostiene Ayala es, pues, que lo que denominamos “Cultura” –con la mayúscula que el propio autor le confiere– no es sinónimo de la ‘herencia social’ del hombre, sino un fenómeno particular que partiendo de ella cumple una función social específica, la de la producción de ‘formas’, sólo dentro de las cuales adquiere “expresión, sentido y, por lo tanto, relevancia espiritual la actividad del ser humano” (Ayala, 1984: 364). La idea de “forma social” cultural como materia reconocible a la que corresponde un sentido capaz de expresar el nexo entre la conciencia psicológica y la realidad extrasubjetiva en una “red de referencias comprensible”, la toma Ayala de Cassirer y como él la considera de naturaleza simbólica. La variedad de las formas simbólicas, por otra parte, no impide que se perciba la unidad de intención que las agrupa y que se convierte en razón última de la actividad cultural: La conciencia humana se revela a sí misma en la operación de conocer, mediante la cual el sujeto se afirma frente al mundo con la pregunta acerca de
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‘qué’ sea ese mundo y ‘qué’ el propio sujeto de la pregunta, el yo. Sabemos que el hombre se ha dado siempre respuestas provisionales (...). A esas diversas respuestas, que prestan su contenido al mito, a la religión, a la filosofía, a la ciencia y también a la moral, al arte, etcétera, las llamamos ‘cultura’, considerándolas como una creación ineludible, pero diversa en sus contenidos, por la que el ser humano trata de reconocerse a sí mismo ( 1984: 366).
Dentro de este espacio de interrogación sobre el sentido del mundo y de nuestro lugar en él, se incluyen tanto una ‘dirección teorética’ de la cultura (por cuyo intermedio aspiramos a conocer las esencia de las cosas), como una ‘dirección práctica’ (o conocimiento instrumental). De ellas, es la primera, la actividad teórica, la que Ayala considera como forma superior del desarrollo, por encima de la dimensión instrumental, en lo que sigue la tradición iniciada por Durkheim. De igual manera, discrimina el folklore o cultura popular, que define como aquella emanada del “plexo cultural originario” y ligada a formas elementales de aprehender la realidad, de un “segundo estrato” que constituye la “cultura superior” y refracta las formas de la vida comunitaria “fundadas en la percepción de un determinado valor” (Ayala, 1984: 390-391). Dentro de este último estrato, y sigue Ayala en la tradición sociológica derivada del idealismo alemán, se incluye el arte (al que pone como ejemplo de estudio a lo largo de todo el capítulo V del Tratado), al que considera como la forma más perfecta que nos ha dado la civilización para la objetivación del espíritu. Concluido el Tratado, no abandona tampoco la reflexión sociológica política Ayala que simultanea con la escritura de relatos, artículos periodísticos y ensayos sobre literatura y cine. En 1952, tres años después de la publicación del Tratado de Sociología, marcha a Puerto Rico, en cuya universidad obtendrá un contrato para impartir un curso básico de Ciencias Sociales, fruto del cual serán los apuntes que treinta y cinco años más tarde constituirán la base apenas reelaborada de su Introducción a las Ciencias Sociales, libro con un carácter propedéutico, pero que no obstaculiza el rigor científico, antes bien, ayuda a distinguir con claridad algunos de los asuntos de los que estamos tratando. Allí, por ejemplo, sigue discriminando la tecnología como ‘cultura material’ respecto de esa “Cultura” espiritual de la que hablaba en su libro de 1947. Es precisamente en su Introducción donde encontramos la respuesta más sintética y productiva de cuantas ensayó Francisco Ayala para definir ‘la cultura’ en términos generales, pero superadores de la idea de hábitos heredados: La cultura (...) está constituida por todo lo que el hombre tiene que aprender, por aquello que ha sido creado por el hombre mismo y se transmite de ge-
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neración en generación. Ahora bien, lo que el hombre tiene que aprender, aparece agrupado a los propios efectos de su transmisión por aprendizaje, en comunidades cerradas a base de un cierto patrimonio heredado en común, comunidades análogas a la comunidad del lenguaje, fuera de cuyo círculo no hay posibilidad de comprensión y de entendimiento racional entre los hombres. (1988: 39)
De inmediato salta a la vista la importancia del concepto de “comunidad cerrada” –que vuelve a redactar en los mismos términos en que lo había hecho en su Tratado de Sociología– por cuanto abre la cuestión del poder en relación con la administración de la cultura y, siendo esta fundamento de la educación social de los hombres y sistema de claves para las relaciones humanas, no es nada despreciable el hecho de hasta qué punto seamos capaces de compartir valores o sentirlos como ajenos por incomprensibles. En este sentido se preguntaba Ayala en el artículo de 1956, titulado «El escritor en la sociedad de masas» qué había ocurrido con la cultura en la sociedad de masas capitalista, visto que en el espacio de influencia soviética el intelectual y la cultura toda quedaba asumida por las directrices del partido, siempre tan “burguesas”, como aguda e irónicamente apostilla en tan temprana fecha al comentar unas reflexiones de Czeslaw Milosz. Si el progreso material y económico de las sociedades occidentales empezaba ya a borrar las diferencias de clase, en cambio “(...) nos encontramos con que falta, en esta sociedad amorfa, una actitud cultural idónea, positiva, una alta cultura de masas (...) para evitar el desconcierto espiritual que, a falta suya, se ha producido en efecto, y en el que actualmente vivimos” (Ayala, 1990: 344). Seguidamente, continúa su análisis con un diagnóstico, de nuevo acertadísimo, del triunfo de lo que la Escuela de Frankfurt había denominado “industrias culturales”, incluyendo en ellas a las grandes editoriales contemporáneas y toda la red de otras empresas más pequeñas y de flujos de mercado que esta actividad económica propicia y cuyas reglas de producción y mediación se dictan de acuerdo a intereses primeramente mercantiles. Finalmente, y poniendo al escritor como ejemplo de intelectual libre (esto es, que había desempeñado su labor como profesional liberal en las sociedades burguesas clásicas, puesto que, salvo restricciones políticas impuestas por regímenes antidemocráticos o la intromisión de leyes represoras casi siempre de carácter moralista, había sido él mismo quien “producía” su propio público lector), se pregunta Ayala qué libertad le queda ahora que es poco más que un asalariado de la industria del libro, no de la Literatura. Naturalmente el escritor queda preso no sólo de la dinámica económica propia de su actividad profesional, sino también del general dominio tecnoló-
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gico y discursivo en nuestras sociedades de hoy de los medios de comunicación masivos, en cuyo seno mucho tendría que hacer por una deseable socialización de la cultura, pero donde de facto poco o nada le es permitido. En respuesta a esa anulación de la libertad del intelectual que trabaja dentro de los medios de comunicación de masas, en la que el intelectual es sólo una “pieza intercambiable” en esa poderosa y complejísima maquinaria, cuyos efectos sobre la sociedad se producen de “la manera más imperiosa, coercitiva, inapelable y directa que imaginarse pueda” ( 1990: 346) cabría responder con la negación, con la autoexclusión. Pero Ayala nos advierte ante esta postura de escapismo ciego y estirpe neorromántica, pues olvidar la importancia de los medios de comunicación de masas, pretendiendo eludir su omnipresencia como mediadores entre las gentes y las formas culturales, sería un error tan grave que podríamos considerarlo como equivalente a “renunciar a la tarea cultural activa” (1990: 346). En este sentido, ya precisaba Ayala en su curso introductorio a las Ciencias Sociales, al tomar como referente las Notas para la definición de la cultura de T.S. Eliot, que hay que recordar en estos tiempos de anulación social de los frutos del trabajo intelectual no especializado que “persona culta” es sólo aquella que se ha sometido a un proceso de cultivo, es decir, de transformación. Naturalmente esa transformación del hombre en la cultura puede llevarse a cabo de múltiples maneras. Francisco Ayala mantiene, glosando a Arnold Toynbee, una distinción básica entre conjuntos culturales “primitivos” y entornos de “alta cultura” (Ayala, 1988 capítulos III y IV), concebidos, lógicamente, como devenires en perpetua metamorfosis, y concluye que la civilización occidental se ha construido sobre el despegue de la cultura más allá de su nivel instrumental y de su relación de dependencia inmediata respecto a de la naturaleza que caracteriza a las culturas primitivas, esto es, sobre las bases de una ‘alta cultura’. Pues bien, el intelectual occidental como hombre de “cultura superior”, fruto de la transformación intencionada de su espíritu hacia una comprensión más profunda de la relación del ser humano con su entorno social, propuesto en el pensamiento ayaliano como modelo para la autoconciencia del hombre en tanto ser en el mundo, se halla cada día más a merced de la ‘cultura material técnica’. Esto es, la resituación social de un aspecto instrumental de la civilización, cuya “supervaloración” (Ayala, 1988: 131), añadida a otras transformaciones de la sociedad capitalista contemporánea, ha llevado a la sustitución de la primacía social de los valores intelectuales de la alta cultural por lo que Ayala denomina: “(...) ‘vacío vital’ o evacuación de la existencia humana por obra del progreso” (1988: 131). Es decir, leyendo de nuevo a Or-
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tega, el declive de la noción de alta cultura como espacio humano autónomo de la naturaleza (que es lo que se esconde tras la posición ayaliana que enfrenta primitivismo y superioridad culturales, hoy quizá políticamente incorrecta en la formulación verbal, pero más que evidente en los términos conceptuales), supone una, digamos, “reprimitivización” forzada de la civilización occidental tecnificada, pero que no es una vuelta a la idea del “buen salvaje”, dado que falta aporte de la relación de necesidad respecto de la naturaleza que comporta la cultura primitiva, sino un colapso de la civilización moderna. No acaba aquí el entramado causal de la crisis de valores de la sociedad de masas. Ayala suma un nuevo elemento de preocupación: el hecho de que la tecnología alcanza hoy lo que él denomina un “límite crítico”: El hombre dispone de la naturaleza al máximo; no es posible concebir un mayor dominio técnico del que ya ha logrado. ¿En qué consiste el problema?, se dirá. El problema consiste en que, alcanzado ese límite, no por ello el hombre occidental ha renunciado a la actitud psicológica de conquista y dominación, al activismo que le imprime su fisonomía cultural. Existe, por tanto, el peligro de que toda esa capacidad aumentada de actuación sobre el mundo exterior, sea dirigida hacia la pura destrucción al no poderse encontrar objeto constructivo al que aplicarla (Ayala, 1988: 131).
Ante este peligro de hipertrofia de los aspectos tecnológicos de la civilización, el estatuto de la intelectualidad contemporánea, se pliega refugiándose en lo que Ayala denomina con frase de Ortega “barbarie del especialismo”, asunto sobre el que volverá en algunos artículos de los años ochenta, como, por ejemplo, los titulados «Una vez más a vueltas con la maltratada cultura, tan traída y llevada» (1985) o «La creación cultural y el Estado» (1983). En ellos sostiene que el desprecio de la función social del intelectual completo como conciencia crítica dentro de las estructuras sociales hoy dominantes lleva aparejada su sustitución por el “técnico” en ramas específicas de la cultura, que desconoce todas aquellas otras que no tocan directamente a su especialidad y que, además, es incapaz de formarse una imagen orgánica del todo social. En este orden de cosas, la ‘sociedad de masas’, que como decíamos al comienzo de nuestro trabajo, constituye un nuevo estadio de la evolución de la civilización occidental, propicia un particular “ambiente sociológico” (1988: 227) que hace que el hombre de hoy presente una fisonomía psicosocial distinta de las de otras épocas, esto es, la de un ‘hombre-masa’ moldeado por las condiciones actuales de trabajo y adoctrinado por la propaganda, a la que Ayala define como “una comunicación de destinatario impreciso, enderezada a in-
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fundir una convicción, independientemente de la verdad o falsedad del correspondiente contenido” (1988: 239). Así pues, el trabajo intelectual como guía para ese cumplimiento de la potencia auténticamente humana del hombre, va siendo sustituido en nuestras sociedades de hoy por un sistema de órdenes, consejos y hábitos impuestos por ese nuevo discurso dominante de la propaganda, cuya forma de orden escueta, acrítica, culturalmente autocrática, no permite ya la riqueza de la reflexión individual a que nos empuja el esfuerzo intelectual y, por ende, el ejercicio de la ‘libertad de ser’. Si todo poder es una usurpación, aforismo encarnado en las narraciones de Los usurpadores por medio del relato de casos que atañían a hombres decisivos, núcleos del drama del poder en otros momentos de la historia, la reflexiones ayalianas sobre el mismo asunto en los ensayos sociológicos se derivan hacia la denuncia de que llegado el ocaso de ese mundo heroico y cruel, el nuevo mundo destinado a sustituirlo es hoy una época menos ligada al individuo, que se mueve por impulsos de la masa, pero donde la usurpación del poder no ha cesado: ahora no está en individuos decisivos en cuyas decisiones se agolpa toda la trascendencia del hacer historia, sino en los discursos que modelan las conciencias de ese hombre-masa. Para el maestro granadino, si los medios y las tecnologías no se ponen al servicio de esa Cultura con mayúscula, cuya primera pretensión siempre debió ser la elevación de las potencias del hombre hasta la realización en sus circunstancias vitales de la “idea espiritual de hombre”, el hombre-masa será cada vez menos hombre y más masa que “se mueve sin dirección y sólo por el impulso adquirido”. Por eso la alerta del intelectual es necesaria en los tiempos del dominio de la comunicación tecnológicamente mediada y de los géneros de la cultura de masas, debe ‘intervenir los medios’. No obstante, sólo un reproche al maestro, y es que quizá no supo ver (pues así lo comenta en varias ocasiones a lo largo de su obra ensayística) que acaso el intelectual comprometido no debería despreciar tan a la ligera esos géneros surgidos de la subcultura masiva, como la narrativa policiaca o la ciencia ficción (tanto en la literatura, como en el cine), el cómic o el espectáculo televisivo, etc. ni entender que la acción contracultural4 es reacción contra esa 4 Cuando Ayala interpreta la “contracultura”, parece incorporar en ella todas las manifestaciones culturales denominadas “de masas”, sin recabar más que muy circunstancialmente en las tendencias del activismo cultural underground norteamericano. Parece que la nueva reordenación de los valores y los discursos culturales que en los años sesenta comenzaron a marcar el inicio de la sensibilidad postmoderna, resultaba ya demasiado ajena al realismo crítico ayaliano, que reclama las construcciones intelectuales del modernismo ilustrado como su referente inmediato para interpretar la realidad. Para completar estos apuntes, convendrá leer el artículo que Nelson Orringer dedica en este mismo volumen a la estancia norteamericana de Francisco Ayala.
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“Cultura” con mayúscula que propugna su ideal de intervención sobre las masas para procurar espacio de vida espiritual no miserables, pues es precisamente ahí donde con creciente intensidad se empieza a dar esa alerta intelectual contra la aniquilación del ideal de “llegar a ser humano” hoy y donde empieza a construirse esa “Alta cultura de la masa” que pedía en sus ensayos de los años cuarenta y cincuenta. Referencias bibliográficas AYALA, F. (1983): Palabras y letras, Barcelona, EDHASA. —. (1984): Tratado de Sociología. Madrid, Espasa-Calpe. —. (1985): La retórica del periodismo y otras retóricas, Madrid, Espasa-Calpe. —. (1988): Introducción a las Ciencias Sociales. Madrid, Cátedra. —. (1990): El escritor en su siglo, Madrid, Alianza, 1990. BAJTIN, M. y VOLOSHINOV, N. (1992[1929]): El marxismo y la filosofía del lenguaje. Madrid, Alianza. VÁZQUEZ MEDEL, M.A. (1995): «Francisco Ayala y la Comuniación Social», en, M.A. Vázquez Medel (ed.): El universo plural de Francisco Ayala, Sevilla, Alfar, 69-84.
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COMPLEJIDAD Y FICCIÓN SOBRE TRASFONDO AMERICANO EN EL JARDÍN DE LAS DELICIAS Federico Ruiz Rubio (Universidad de Sevilla) En cuanto forma de conocimiento, la literatura ha expresado de manera taxativa y precisa la complejidad humana. Descartes, en sus Cogitationes privatae, según la tradición aristotélica del concepto de mímesis (Aguiar e Silva, 1972: 105), escribía que “cabría asombrarse de que los pensamientos profundos se encuentren en los escritos de los poetas y no en los de los filósofos. La razón consiste en que los poetas se sirven del entusiasmo y explotan la fuerza de la imagen” (Morin, 2002: 121). De hecho, las obras consideradas maestras de la literatura han sido a su vez, como señala Edgar Morin, y quizás esa sea la causa de que se les aplique tal calificativo, obras maestras de la complejidad. El sistema de implicaciones verbales operativas en el discurso literario tiene su fundamento en la polisemia y en la representación. Por esta razón, y a diferencia de otros modos de discurso, en el literario, y de ahí su polivalencia y su permanente capacidad de generar significaciones en cuanto discurso abierto, el espacio donde se crea el significado nunca es estable, sino que responde a una correferencialidad compartida a partir del triple eje formado por la actividad creadora del autor, la sustancialidad del texto y la implicación interpretativa del lector. En lo que respecta a la actividad del escritor, sin necesidad de justificar posiciones ajenas al intencionalismo, aunque admitiendo la presencia del autor bajo la figura convencional del denominado autor implícito o implicado, comúnmente aceptada, ha de reconocerse una explícita interconexión entre la biografía de Francisco Ayala y su obra de creación, aún más al implicarse ambas hasta un punto en que difícilmente podría explicarse la segunda sin la primera. Es el caso de un escritor polifacético en cuya producción la ficción no viene a ocupar más que un lugar, aunque especialmente significativo, en un amplio y variado conjunto. Se trata de una obra compleja en la que no debe
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desdeñarse ningún elemento a favor de otro, si bien, como el mismo escritor confesó a Andrés Amorós al opinar sobre qué aspecto le interesaba más de su tarea intelectual, no dudó en responder que la creación literaria: Si cambiásemos algo el enunciado de la pregunta y ésta fuera sobre qué manifestación me parece más valiosa, me procura mayor placer (y también me exige mayor esfuerzo) y, en fin, me promete cierta perennidad, yo diría que la creación literaria imaginativa, pues sus estructuras son capaces de preservar un sentido esencial y, en alguna manera, desligado de las circunstancias concretas. Puestas así las cosas, no vacilo en confesarte que me siento, ante todo y sobre todo, creador literario, y en ello me he mantenido siempre fiel a mi primera vocación (Ayala, 1990: 9-10).
Este “sentido esencial” que la estructura poética es capaz de preservar responde en última instancia al hecho de que, como afirma Ayala en sus Recuerdos y olvidos, “la biografía de un escritor consiste en sus escritos” (Ayala, 2001: 7) y en ellos la experiencia cotidiana, transmutada en materia artística, se constituye en un fundamento de base para la creación. A este respecto, como Richmond subraya, “la invención literaria de Ayala consiente ser vista en conjunto como una amplia empresa vanguardista cuyos fragmentos [...] llegan a formar un sola obra, reflejo variado pero único de su autor” (Richmond, 1998: 16). Si la afirmación de Francisco Ayala se hace patente en el análisis de un texto como Los usurpadores (con el trasfondo de la Guerra Civil española), en el caso de El jardín de las delicias podría afirmarse que esta obra no hubiera sido posible sin la dilatada experiencia americana de su autor y sin la vivencia del exilio. No nos estamos refiriendo exclusivamente a los variados elementos anecdóticos presentes en la obra, tampoco a los personajes o lugares que puedan recontarse en función de ciertas referencias biográficas, y que se hayan constituido en fuentes concretas de inspiración. De sobra es conocido que el arte, en cualquiera de sus expresiones, parte necesariamente de una experiencia vital del creador transustanciada o estilizada en materia poética. En el caso de El jardín de las delicias, aun con la certeza de que tales apuntes de carácter autobiográfico bien pueden encontrarse en los contenidos de las secciones que componen la obra, y que muy posiblemente para el autor dichos contenidos puedan evocar directa o indirectamente las situaciones concretas que le sirvieron de inspiración, desde nuestro punto de vista, es la concepción de la estructura fragmentada, la pertinencia del fragmento como propuesta de unidad de sentido, junto con el tratamiento de los motivos, lo que justifica plenamente la afirmación precedente del escritor sobre la relación de su obra con su biografía, en
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analogía con la correspondencia establecida entre el autor-epiloguista y el narrador de El jardín de las delicias: Ya el libro está compuesto. He reunido piezas diversas, de ayer mismo y de hace quién sabe cuántos años; las he combinado como los trozos de un espejo roto, y ahora debo contemplarlas en conjunto. Sí; cuando me asomo a ellas, pese a su diversidad me echan en cara una imagen única, donde no puedo dejar de reconocerme: es la mía (185)1.
Aún resultaría lícito preguntarse desde la perspectiva del lector real que adquiere el libro y que por primera vez se asoma a la obra de Francisco Ayala si, al margen de la decisión autorial, las piezas de El jardín de las delicias responden tomadas en su conjunto a una coherente unidad de sentido. En efecto, la estructura fragmentada de El jardín de las delicias, junto con lo desconcertante del título, son probablemente los primeros elementos que llaman la atención del lector real sobre una obra cuya adscripción a cualquier género convencional resulta improbable. Y es que la obra, que responde a una concepción compleja de la forma literaria, exige el correlato de una lectura asimismo compleja que posibilite la recreación de sus significaciones para que el circuito comunicativo pueda llegar a cerrarse con coherencia en una unidad significativa. Ha de distinguirse, en este aspecto, en afirmación de Jenaro Talens, entre significado, o serie de sentidos cristalizados en el discurso, consensuados en una comunidad, y significación, o incremento de sentido no institucionalizado cercano a la percepción individual (Ciaffone, Guariglia y Rival, 2000). En su conjunto, la estructura de la obra se asemejaría, como ha señalado Barroso Villar, al género clásico de las narraciones de viajes, que adoptan la forma de episodios sin nexos causales que los conecten entre sí (Barroso Villar, 1998: 83). En este sentido, El jardín de las delicias adoptaría la forma de un macrotexto, una serie de piezas que pueden llegar a representar un cierto grado de autonomía, pero que aparecen reagrupadas en un texto más amplio que da sentido al conjunto (Segre, 1985: 47), sobre todo teniendo en cuenta que el autor ha ido ampliando la obra al incorporar textos e ilustraciones en sucesivas ediciones (1971, 1978 y 1990). Este concepto nos permite explicar de qué modo diferentes discursos, que pueden pertenecer a distintos momentos creadores, mantienen una cohesión restablecida en virtud del encuentro entre la voluntad del emisor y el reconocimiento del receptor mediante la recomposi1 A partir de este lugar, el número entre paréntesis tras las citas de El jardín de las delicias remiten a la edición anotada en las referencias bibliográficas.
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ción lectora, encuentro que la comunidad de convenciones literarias hace posible (Segre, 1985: 49). En relación al aspecto macrotextual que presenta El jardín de las delicias, nos encontramos con una obra inserta en la trayectoria vanguardista de Francisco Ayala, por su estructura de puzzle (Richmond, 1998: 29), de collage cubista (De Cózar, 1998) o de universo fragmentado (Barroso Villar, 1998: 110), lo que viene a mostrar en primera instancia una continuidad en la obra creativa del autor de El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930). Podemos añadir a favor de la pertinencia de la trayectoria literaria del escritor que la primera referencia literaria que aparece en El jardín de las delicias es el nombre de André Salmon, representante del cubismo literario francés y defensor del nuevo arte vanguardista, autor de Souvenirs sans fin, un conjunto de piezas sobre la vida literaria y artística en la que el polifacético escritor participó activamente. Junto con los temas y motivos que se integran en la estructura de El jardín de las delicias, ha de destacarse precisamente en relación a los aspectos vanguardistas, asimilados hoy en general por la creación literaria, la pertinencia del fragmento como elemento principal cohesionador de sentido en la lectura. Los episodios que integran la obra se distribuyen en una relación caracterizada por la ausencia de una jerarquía específica, en la que se ha borrado la noción de causalidad entre las partes. Peter Bürger (1997), en su caracterización de las vanguardias históricas, y basándose en una distinción de Benjamin, llamó alegóricas a este tipo de obras, para significar, por una parte, que su interpretación o lectura depende del flexible grado de autonomía que presentan sus constituyentes, y por otra, directamente relacionada con la anterior, para subrayar la presencia del lector o interpretante, que aparece inscrito en el circuito discursivo como parte del proceso de creación, al suspenderse el retorno codificado y unívoco de los constituyentes de la obra. Junto con el título de la obra, que como primera frase de la narrativa discrimina desde el comienzo de la lectura áreas de exploración de sentido, la organización textual en dos secciones principales, «Diablo mundo» (subdividida a su vez en «Recortes del diario Las Noticias, de ayer» y «Diálogos de amor») y «Días felices», tiene la función de delimitar un espacio discursivo en cuyo interior se representan desjerarquizadamente las piezas del “espejo roto”, materiales que se esparcen descontextualizados y que deben recomponerse en un nuevo espacio. En este espacio, el discurso, en el permanente acto de creación que supone la actualización lectora, implica, en concepción bajtiniana, la confluencia dialogística de las voces y los códigos del autor, del narrador, de los personajes junto con la actividad deconstructora del lector, cuya voz, en la labor herme-
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néutica de la lectura, incorpora a su vez, en relación a los demás componentes, un sentido particular. Se trata de un sentido que, en lo que respecta a la obra, se deriva de su condición de artefacto complejo. Trataremos de aproximarnos a continuación a algunas de las líneas de complejidad de El jardín de las delicias desde la perspectiva de su fragmentación con el fin de determinar algunas hipótesis de interpretación. Dichos principios pueden encontrarse en general de manera más o menos implícita en cualquier obra literaria, pero la particularidad de El jardín de las delicias, a nuestro entender, es la puesta en evidencia del artificio de la construcción en cuanto obra inorgánica. Uno de los elementos de complejidad, en relación a lo que acabamos de expresar, consiste en la peculiaridad de la organización espacial del discurso. Se comprueba que la obra, en cuanto conjunto sistémico de textos e ilustraciones, no resulta de una suma más o menos aleatoria de aquéllos, sino de una yuxtaposición con nexos implícitos que se autoimplican en la totalidad de la escritura, de modo que el resultado refiere un nuevo conjunto de propiedades diferente a la suma de sus componentes considerados aisladamente. El prólogo que abre la primera sección, «Recortes del diario Las Noticias, de ayer», correspondiente a «Diablo mundo», que en la edición aparece sin título y con una tipografía diferente al resto de los textos, nos ofrece la que podría constituir una de las claves del proyecto narrativo del autor. El prologuista, tras preguntarse por qué trae a colación la historia escrita por André Salmon sobre la vida de Mécislas Charrier, confiesa: “Quizá porque, desde hace un tiempo, me dedico a fraguar noticias fingidas que, en el fondo, son demasiado reales, buscando usar la prensa diaria como espejo del mundo en que vivimos, y prontuario de una vida cuya futilidad grotesca queda apuntada en la taquigrafía de ese destino tan desastrado” (24). La historia de Charrier, que según el prologuista se trata de “un caso que no tiene nada de particular, que es un caso más entre tantísimos otros semejantes” (24) se trata de un episodio real, narrado y desarrollado con detalles biográficos por Salmon, entre otras historias, en sus Souvenirs sans fin. Un episodio real y dramático cuyo origen es una noticia periodística de 1921 y que Salmon dota de su dimensión humana al ampliarlo y literaturizarlo en su obra. Para Francisco Ayala la fuente de inspiración de la primera parte de El jardín de las delicias será la prensa diaria, “espejo del mundo en que vivimos”, con sus protagonistas de noticias y hechos y, bajo la que late, como en la historia de Charrier, toda una dimensión biográfica y humana. Por esta razón, los contenidos de los diez textos que componen «Diablo Mundo» presentan una se-
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rie de elementos comunes y operan por acumulación a partir de un núcleo expandido en el que se combinan, con variación de perspectiva, el drama, la irracionalidad y la injusticia en variadas formas («El caso de la starlet Duquesita», «Otra vez los gamberros», «Por complacer a su amante, madre mata a su hijita»), el absurdo de ciertas actitudes humanas individuales o colectivas («Otra mendiga millonaria», «Isabelo se despide») o la visión humorística, desde diferentes puntos de vista, de determinadas situaciones sociales o personales no exentas en algunos casos de componentes tragicómicos («Escasez de viviendas en el Japón», «Un quid pro quo o who is who», «Ciencia e industria», «Actividades culturales», «Cartas del lector»). En el nivel discursivo, el narrador periodista, a excepción del último texto, «Cartas del lector», firmadas por sus respectivos autores, hace uso sin excepción del discurso modalizante, mediante la ironía, el humor, el léxico valorativo, de modo que deja entrever su actitud de distancia ante los acontecimientos relatados y ante el sujeto narrativo de cada historia. Se trata de un caso de repetición característico en el conjunto de textos que componen una serie de crónicas periodísticas, pero que al integrarse en el contexto literario del que forma parte se convierte en un rasgo pertinente junto con las estructuras discursivas de cada relato. Por otro lado, los nombres de los firmantes de las respectivas «Cartas del lector», Genaro Frías Avendaño y Eufemia de Mier, narradores en segundo grado, presentan un valor connotativo, semánticamente motivado en relación al contenido de sus textos. Este factor, que asimila autor a cronista respecto a su presencia directa en cuanto a la utilización del recurso del humor como distancia, se constituye en un elemento más de complejidad al poner en evidencia el estatuto de la ficción en una obra en que, en apariencia al menos, parece ser relevante lo autobiográfico, a lo que contribuye la emergencia del relato en primera persona en la secciones siguientes y el reforzamiento del epílogo del autor en el que leemos: “Ahora, repasando las páginas del libro, vuelve todo ello a encenderse, a vibrar dentro de mí. Se encenderá y vibrará también de alguna manera cada vez que alguien lo lea” (185). En esta trayectoria de sentido que discurre desde un yo autorial hasta un “alguien”, el tú del lector, a partir del texto, los tres centros de producción de significado a que hemos aludido al comienzo, se incorporan los nexos y vacíos que han de reconstruirse en la lectura. Y en dicha trayectoria surge la respuesta que da una razón al ser de la escritura que, en palabras del escritor, es “rendir testimonio del presente, procurar orientarnos en su caos, señalar sus tendencias profundas y tratar de restablecer dentro de ellas el sentido de la existencia humana, una estructurada dignidad del hombre: nada menos que eso” (Ayala, 1984: 195).
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Al comienzo del epílogo, el autor real, antes de hacer explícita su poética, establece los límites de la ficción al escribir “Ya el libro está compuesto” (185), aspecto que se subraya convencionalmente mediante el uso de una tipografía diferente y la ausencia de título junto con la referencia al lugar y fecha de cierre: Chicago, 28 de abril de 1971. Sin embargo, la yuxtaposición entre este último texto con los precedentes incorpora a la lectura, como parte integrante en la construcción de la obra, una ambigüedad que resulta de la confrontación entre un yo ficcionalizado, que acompañó al lector hasta el cierre de la obra, y un yo autorial que emerge sin mediaciones y da sentido al anterior. Se confirma con ello la sospecha que existe desde el comienzo de la lectura. La mención al lugar que acompaña la fecha del epílogo, Chicago, la presencia del autor en algunas de las ilustraciones que se integran en la obra como un componente más, junto con la personalización que supone la existencia de los fragmentos caligrafiados que las complementan, las menciones directas o indirectas a diversos lugares de América, en fechas en las que se supone que el escritor ha ido confeccionando las diversas composiciones, todo ello viene a ser un indicativo de la posible estrecha relación entre autor y obra, provocando que el lector se cuestione acerca de los límites difusos de una ficción en la que el autor parece encontrarse representado en ella como un componente más. La presencia de las marcas de la enunciación en el discurso, junto con la emergencia del narrador ficcional, se constituye efectivamente en uno de los aspectos sustanciales de El jardín de las delicias que contribuyen a su sentido al inscribir al fragmento en el conjunto al que pertenece. La segunda sección de «Diablo mundo», «Diálogos de amor», se compone de siete piezas dramatizadas en las que vuelve a aparecer el distanciamiento mediante el humor del mismo modo que en «Recortes del diario Las Noticias, de ayer». En la que abre dicha sección, «Diálogo entre el amor y un viejo», en nota a pie de página se recoge el fragmento de una carta escrita por Francisco Ayala a Camilo José Cela en la que advierte irónicamente el novelista: Ahí te envío esa quisicosa para Papeles. Aquellos lectores que nada sepan de Rodrigo Cota –casi todos supongo– detectarán en seguida muy sagazmente el carácter autobiográfico de mi Diálogo. Los que tengan noticia del ropavejero comprobarán, en cambio, con la natural satisfacción, que se trata de un plagio indecente (49).
Este primer “diálogo” enfrenta a un anciano con una joven, frente a la obra de referencia de Cota, en la que dialoga directamente el amor, con la que por otro lado guarda bastantes semejanzas, sobre todo en su segunda parte. Los
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seis diálogos que siguen muestran en seis situaciones diferentes una visión de las relaciones humanas desde distintas perspectivas, si bien todas ellas tienen en común una idea del amor que en nada tiene que ver con la concepción platónica como cabría esperar por el título de esta sección. Ambos, título y contenidos, se relacionan antitéticamente mediante contrapunto, de lo que se deriva un sentido unívoco en la concepción de una pragmática del amor desarrollado en los siete diálogos. En la segunda parte de la obra, «Días felices», el narrador homodiegético, desde la primera pieza, «A las puertas del Edén», nos introduce en el espacio de su intimidad, ofreciéndonos su particular versión del paraíso: Cada vez que, en la lección de Historia Sagrada, volvían a describirnos con las vagas ponderaciones de siempre la belleza incomparable del Paraíso terrenal, a mí se me pintaba en la imaginación, no como el Jardín Botánico, demasiado espeso y sombrío, ni como el parquecito de la Retreta, demasiado abierto, sino que lo veía parecido al invernadero de casa [...] Nuestro invernadero estaba lleno de plantas preciosas, helechos, jacintos y palmeras de variedades increíblemente diversas, que mamá cuidaba y contemplaba mucho; y si el famoso Árbol de la Ciencia, corpulento en exceso, no se encontraba allí, teníamos en cambio un naranjo enano que, desde su orondo macetón, nos obsequiaba con frutas algo desabridas, cierto, pero no por eso menos codiciadas (81).
El contraste entre «Días felices» y las secciones anteriores, e incluso el que existe entre diversas piezas de esta última sección, resulta de la oposición entre lo grotesco y lo sublime, recurso característico de la técnica de Ayala, que consigue sus máximos efectos mediante la emergencia de imágenes concretas o mediante la asociación de otras tomadas de la realidad o del arte (Orozco, 1985: 47). En su conjunto, la particular estructura espacial de El jardín de las delicias, fragmentada y abierta, se reconstituye en la lectura modificando la distancia entre texto, autor y obra. Fragmentación espacial del discurso, pues, pero no fragmentación de la experiencia, que se presenta en su unidad coherente. Recordemos a este respecto que la biografía de Ayala también se encuentra caracterizada por una fragmentación territorial desde su condición de trasterrado en diversos lugares de América, especialmente Argentina, Brasil, Puerto Rico y Estados Unidos. El jardín de las delicias resultaría fruto de esa biografía, y en el libro se incorpora un particular sentido de la vida y de las cosas. Óscar Barrero utiliza la palabra “ambición”, para indicar
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el concepto que señala el norte de su creación: en ellos [los relatos] confluyen la literatura y la realidad, la historia y la filosofía, y también la verdad y la mentira. No hay posible interpretación unilateral porque, como sucede con los recortes periodísticos utilizados tantas veces por el escritor, la ficción aparenta ser real, y la realidad puede parecer pura ficción (Ayala, 1997: 52).
Recordemos que Ayala pensaba titular inicialmente su libro El mundo en que vivimos. Un mundo representado en los moldes que la literatura ha utilizado tradicionalmente para expresarlo: en la épica de los recortes periodísticos, en la dramaturgia de las secciones dialogadas y, finalmente en una lírica fraguada en las experiencias directas del narrador personaje, auténtico vínculo entre las diferentes piezas de la obra a partir de «Días felices». Decidió cambiar el título de su libro por el de El jardín de las delicias, título del perturbador tríptico de El Bosco que muestra una cosmovisión desde la mentalidad del hombre del siglo XVI. Como en el Ulises de Joyce, en que se retrata el periplo del personaje de la calle, que ocupará el lugar del héroe mítico, ambos marcados singularmente por las vicisitudes de la vida, El jardín de las delicias, de manera semejante, representa lo que podría denominarse una cartografía de la cotidianeidad, una visión particular que refiere el tránsito de la muerte a la vida y de la vida a la muerte, sin solución de continuidad, como en los dos paneles pintados por El Bosco que se reproducen invertidos en la portada del libro. En el último texto de «Días felices», que lleva por título «Mímesis, némesis», el narrador describe la belleza del anverso y el reverso de una mariposa que permite ser observada con detalle: Después de habernos hecho contemplar los diseños y colores maravillosos de la estática mariposa, invierte con mano delicada el coleccionista su pequeño sarcófago de cristal para mostrarnos otra maravilla: por el reverso, las alas simulan una hoja seca, con sus tonos ocres, sus nervaduras y, hasta –alarde virtuoso de la naturaleza artista– esas manchitas de moho y esos agujeritos del follaje otoñal. ¡Admirable Kallima philarcus, admirable Spiridiva! Hace tiempo ya que cesó tu florido parpadeo en el aire luminoso; y ahora, inmóvil, impávida, eres tú la hoja muerta con cuya engañosa apariencia solías proteger tu vida contra los pájaros voraces (184).
La imagen de esta mariposa bien pudiera constituirse en la síntesis final de sentido de El jardín de las delicias, pues, como en el libro, se inscribe en su figura simultáneamente la vida y la muerte, reconciliación de contrarios en una única forma. El jardín de las delicias muestra desde la experiencia algunas de las vías del transcurso, de la llegada y del retorno y, como en la imagen de la ma-
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riposa, ampliando su sentido alegórico, desde una forma artística que trueca el devenir cotidiano de los días en los fragmentos del espejo que, al devolvernos la imagen recompuesta, pueden redimir la vida. Referencias Bibliográficas AGUIAR E SILVA, V.M. (1972): Teoría de la literatura, Madrid, Gredos. AYALA, F. (1984): La estructura narrativa y otras experiencias literarias. —. (1990): El jardín de las delicias, «Introducción» por A. Amorós, Barcelona, Círculo de Lectores. —. (1997): Relatos, (ed.) de O. Barrero Pérez, Madrid, Castalia. —. (2001): Recuerdos y olvidos, Madrid, Alianza Editorial. BARROSO VILLAR, E. (1998): «Lirismo y procesos de espacialización en El jardín de las delicias: los espacios del tiempo» en Francisco Ayala y las vanguardias de Vázquez Medel, M.A (ed.), Sevilla, Alfar, 75-115. BÜRGER, P. (1997): Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península. CIAFFONE, V., GUARIGLIA, C. y RIVAL, S. (2000): «La mirada y la percepción», entrevista a J. Talens, disponible en <http//www.otrocampo. com/4/talens.htm> DE CÓZAR, R. (1998): «Los inicios vanguardistas de Francisco Ayala: Cazador en el alba y El boxeador y un ángel» en Francisco Ayala y las vanguardias de Vázquez Medel, M.A (ed.), Sevilla, Alfar, 33-44. MORIN, E. (2000): La mente bien ordenada, Barcelona, Seix Barral. OROZCO, E. (1985): “El jardín de las delicias” de Ayala, Granada, Universidad de Granada. RICHMOND, C. (1998): «De mitos y metamorfosis: las constantes vanguardistas en la obra narrativa de Francisco Ayala» en Francisco Ayala y las vanguardias de Vázquez Medel M.A (ed.), Sevilla, Alfar, 15-31. SEGRE, C. (1985): Principios de análisis del texto literario, Barcelona, Crítica.
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RAZÓN HISTÓRICA Y RAZÓN DISCIPLINAR EN EL ESTUDIO SOCIOLÓGICO DEL ARTE DE FRANCISCO AYALA (ASPECTOS INTRODUCTORIOS) Antonio Chicharro Chamorro (Universidad de Granada) Investigación sociológica y exilio americano: una consideración preliminar Voy a efectuar una aproximación a Francisco Ayala en tanto que cultivador de los estudios sociológicos, con particular atención al tratamiento que ha hecho acerca del arte desde esta perspectiva, estudios que tan alto protagonismo alcanzaron en los años de su exilio americano y en los que tan responsablemente supo trabar por cierto la razón disciplinar con la razón histórica, también la razón literaria, como ahora recordaré. Como es de sobra sabido, en 1939, al terminar la Guerra Civil, Ayala se traslada a Francia con su familia desde donde saldrá rumbo a Sudamérica, estableciendo su residencia en Buenos Aires. Da comienzo así su larga etapa de exilio americano que va a suponer el reinicio de su actividad literaria1, que había dejado en suspenso por razones obvias, amén del ejercicio de la docencia, de la traducción, etc. Así pues, colabora en diarios y revistas argentinas2; imparte clases de Sociología en la Univer1 En la década de los cuarenta, como el lector seguramente conoce, Ayala incorpora a su labor ensayística ya más plenamente la escritura de invención literaria, si bien tomando en cuenta para sus historias la experiencia de la Guerra Civil, desprovista de todo elemento anecdótico, y aspectos de la historia de España sobre los que, a decir del escritor, proyectar las angustias de su tiempo y reflexionar desde el plano estético sobre lo que supone el ejercicio del poder: el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo, viene a decir Ayala, supone una forma de usurpación. Todo ello en una escritura reflexiva y responsable, de hondo calado moral por lo que supone de meditación creadora sobre la radical condición humana, muy lejana ya a la de su juvenil momento vanguardista. Los libros que reúnen los relatos de este tiempo llevan por título Los usurpadores y La cabeza del cordero, aparecidos ambos en 1949, contando con importantes prólogos del autor. 2 Por estos años colabora en La Nación y la revista Sur, en cuyo número 63 por cierto –correspondiente a diciembre de 1939– aparece su primera obra de ficción del exilio, Diálogo de los
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sidad del Litoral; y escribe numerosos ensayos3. El año 1945 se traslada a Río de Janeiro (Brasil) donde impartirá un curso de Sociología y escribirá su famoso Tratado de Sociología, objeto de nuestro interés, luego publicado en 1947. Como se deduce de lo expuesto, los primeros años de su exilio resultan fecundos muy especialmente para lo que constituye su obra disciplinar y ensayística, obra que surge de una autoimpuesta necesidad: el empeño de dilucidar los, como en algún momento afirma nuestro escritor, penosos temas, oscuros y desgraciados, de su momento histórico. Por otra parte, si América lo acogió en momentos tan delicados de su vida, no es menos cierto que Ayala acabó entregando a estudiantes y lectores de buena parte de ese continente no sólo los mejores años de su vida como profesor, sino también lo más granado de su obra literaria y ensayística. Si América, como digo, lo acogió en unos momentos difíciles, nuestro escritor supo agradecer ese gesto con la producción de una obra –y, no hay que olvidarlo, con una intensa actividad universitaria4– tan de plena raíz hispanoamericana como de proyección universal. Por eso está bien que los organizadores de esta reunión académica nos obliguen de algún modo a aplicar nuestra lupa sobre la inmensa página americana de Ayala. Pues bien, yo tuve claro desde un principio que hablaría en esta ocasión sobre sus reflexiones sociológicas acerca del arte en general, reflexiones que se sustanciaron en buena medida en su imprescindible Tratado de sociología que, como queda ya apuntado, fue fruto de un intenso esfuerzo y dedicación durante los primeros años de su vida americana tras la Guerra Civil española y en plena posguerra mundial, tal como ha contado el propio escritor en el monumento verbal de sus Recuerdos y olvidos. Allí, al hacer balance de su estancia en Brasil, escribe: Tampoco es caso de repetir lo que ya dije: que trabajé mucho y muy a gusto, que completé el Tratado de sociología, que di con buen resultado las enmuertos, a la que seguirán La campana de Huesca (1943) y El hechizado (1944), que nutrirán Los usurpadores (1949). No son pocos, tal como ha expuesto Ayala en varias ocasiones, los artículos que, teniendo que ver con aspectos estudiados en su Tratado de sociología, manda publicar en estos medios, por motivos que tienen que ver con la razón histórica que aúna a la razón disciplinar en sus indagaciones sociológicas, tal como expongo más abajo. La nutrida y sugerente lista de estos artículos puede verse en Fortes (2000: 198-212). 3 Se trata de El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo y El problema del liberalismo, publicados ambos en 1941; Oppenheimer e Historia de la libertad, de 1942 y 1943, respectivamente; Los políticos, Una doble experiencia política: España e Italia, Razón del mundo e Histrionismo y representación, todos ellos de 1944. En 1945 publica Ensayo sobre la libertad y Jovellanos. 4 En 1947 funda la revista Realidad y, poco tiempo después, en 1950, ya en Puerto Rico, no sólo dirige la Editorial Universitaria, sino que crea asimismo la prestigiosa revista universitaria La Torre.
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señanzas para las que me contrataron [...] Todo esto pertenece sin duda a la esfera personal y privada; pero no se olvide que aquel año terminó la Segunda Guerra Mundial, con lo cual se abría un capítulo nuevo –según parecía y todo el mundo creyó entonces– para el futuro de la humanidad, y que esta ilusión operaría en el ánimo de todos (Ayala, 1983: 341; 345-346).
El estudio de la sociología y su relación con la obra de invención literaria Ahora bien, como se comprenderá, la razón que me ha impelido a introducirme en este dominio reflexivo va un paso más allá del pretexto americano. Si me han interesado vivamente los planteamientos sociológicos acerca del arte y de la literatura que mantiene Francisco Ayala, así como toda reflexión suya sobre las relaciones mutuas entre el estudioso y profesor y el novelista –ahí quedan no pocas páginas de El tiempo y yo, por citar uno de sus libros (Ayala, 1978)–, es por lo que puedan servir para leer su obra toda por las razones que se desprenden de sus propias palabras. Afirmaba Francisco Ayala en el prólogo de la segunda edición del Tratado de sociología, realizada por Aguilar en 1961 –la edición que manejo para este trabajo– y que luego repetirá en el prefacio de Hoy ya es ayer (1972), que la contemporánea necesidad de especialización a que nos vemos sometidos en el dominio del saber resulta el lamentable efecto de una necesidad, si bien en su caso existen conexiones íntimas entre mis diversas dedicaciones literarias, y que mis escritos de pura invención están ligados, y no por cierto de manera oculta o subterránea, con mis estudios de tipo escolástico, de modo que, lejos de haber abandonado la sociología, ella se encuentra presente en la base de todos mis escritos, aunque pudorosamente se disimule, y renuncie en todo caso a los revestimientos externos, para no decir al atuendo pedantesco con que suelen proteger su “especialidad” las diferentes ciencias (Ayala, 1961: 11-12).
Aquí radica la justificación del estudio de las consideraciones históricas y teóricas a un tiempo que ofrece sobre sociología del arte en su tratado, toda vez que sirven tanto para profundizar en el conocimiento de la vía disciplinar sociológica del arte y, es obvio, de la literatura, como para facilitarnos la comprensión fundada de su propia obra de invención literaria y su radical razón histórica. Voy a ofrecer, pues, una suerte de trazos que nos ayuden a situarnos en este territorio reflexivo no sin antes exponer algunos autorizados testimonios sobre la unidad originaria de las facetas reflexiva y creadora de Ayala, aunque su cita suponga llover sobre mojado.
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Pues bien, las anteriores palabras de Francisco Ayala vienen a confirmar una apreciación que obra en lectores expertos de la intensa y extensa obra del granadino. Así, por referirme a un estudio pionero sobre nuestro escritor, he de comenzar nombrando el libro Teoría y creación literaria en Francisco Ayala, de Estelle Irizarry, en el que se analiza el vigoroso entronque común entre el creador y el sociólogo y ensayista de modo fundamentado y muy preciso desde la una a la otra faceta y viceversa, subrayando la unicidad esencial en la obra de Ayala en su motivación fundamental que nace de una sensación de desamparo en un mundo que está en crisis, con el desmoronamiento de valores morales y éticos. Esta situación está reflejada en sus ficciones en la soledad, vacío, hedonismo, incomprensión, desdoblamiento, náusea y vértigo que experimentan los personajes. Ayala se propone una misión como intelectual y como artista, encontrando en la configuración cervantina de la novela ejemplar un instrumento idóneo para el libre escrutinio de la vida humana (Irizarry, 1971: 256).
Otro botón de muestra lo ofrece Ricardo Senabre quien señala abiertamente la fusión de sociología y literatura en Ayala: Esta fusión armónica de sociología y literatura se da también en Ayala, que no sólo escribe relatos de ficción, por un lado, y obras como el Tratado de sociología (1947) o la Introducción a las ciencias sociales (1952), por otro, sino que acaba por aposentarse con indiscutible competencia en un terreno común, donde la perspectiva sociológica se da la mano con reflexiones acerca de problemas estrictamente literarios. Basta examinar libros como El escritor en la sociedad de masas (1956) para advertir hasta qué punto el creador y el sociólogo se condicionan y se apoyan mutuamente. Más aún: ni siquiera las obras de ficción son ajenas a esta característica peculiar. En el proceso de su composición y, más tarde, en una visión distanciada de estas creaciones, la mirada del sociólogo percibe y destaca aspectos que el crítico literario suele pasar por alto. El ensayo titulado «El fondo sociológico de mis novelas» (1968) ilustra muy precisamente acerca de esa perspectiva sociológica que es en Ayala ingrediente esencial de su visión del mundo (Senabre, 1992: 391-392).
Por su parte, Rafael Lapesa también había señalado que la extensa producción de Ayala, que divide en cinco apartados –estudios y ensayos de teoría política y sociología, ensayos sobre el pasado y presente de España y del mundo hispánico, ficciones narrativas, ensayos de teoría y crítica literaria y autobiografía– por necesidad de orden expositivo, mantiene una unidad de origen: “Tal separación por temas es necesaria para el orden expositivo, pero a sabiendas de
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que no se trata de compartimentos estancos –razona Lapesa–, sino de proyecciones complementarias de un mismo espíritu creador, selladas por una misma personalidad y nacidas de una misma actitud vital” (Lapesa, 1988: 345). Estas autorizadas reflexiones, a las que debo añadir las expuestas por Helio Carpintero en el prólogo a la edición de Los ensayos. Teoría y crítica literaria, de Francisco Ayala –“Yo no puedo ver la novela de Ayala sin pensar en ella como el anverso encarnado, imaginativo y dramático de una misma moneda que es por el reverso teoría sociológica” (Carpintero, 1972: 29), expone entre otras fundadas consideraciones– o las ofrecidas por Manuel Ángel Vázquez Medel en su trabajo «Francisco Ayala y la comunicación social» sobre ciertas esclarecedoras claves epistemológicas de ese ayaliano dar “razón del mundo” a través de la ficción y a través del análisis de la sociedad (Vázquez Medel, 1995: 74-75), han venido a confirmarme lo que, como lector de su plural obra e interesado en el pensamiento literario de estirpe sociológica, había concluido hace tiempo. Queda claro que mis apreciaciones al respecto no son nada originales ni tampoco pretenden serlo. En todo caso, muestran la necesidad de construir un conocimiento de lo que es un muy extendido reconocimiento, esto es, conviene elaborar un saber fundado de lo que se revela como una evidencia, dada la altura ética, científica y estética de la, sin adjetivos en este momento, obra de Francisco Ayala. Así, aunque hay una importante literatura crítica sobre la producción narrativa, teórico y crítico literaria, sociológica, y, en general, ensayística de nuestro autor, en la que esta problemática es abordada ocasionalmente bien con carácter introductorio bien en función de una explicación, obra o cuestión particulares, se hace necesario proseguir la elaboración de aportaciones al respecto en las que queden recogidos, descritos y analizados los dominios empíricos de tal relación y elaboradas unas explicaciones ya concretas ya generales, con objeto de que sirvan a los lectores interesados en la obra de invención literaria de Francisco Ayala, en la de teoría y crítica literarias y en la sociológica. Ahora bien, esta insistencia en valorar la vía sociológica de Ayala y reconocer sus implicaciones en su obra de ficción, no debe conducirnos a ignorar un aspecto de su actividad en lo que concierne a sus estudios literarios: que nuestro escritor ha practicado formas de lectura, sobre todo de la novela, que no se han limitado a la aplicación de tal perspectiva, lo que ha permitido incluso poder hablar en su caso de una vía de lectura de estirpe fenomenológica, tal como lo hiciera Villanueva (1992) y más recientemente David Viñas en su extenso estudio (Viñas, 2003). En todo caso, si bien el mismo Ayala se reafirma en el protagonismo de su experiencia lectora de hombre de letras a la hora de
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abordar explicaciones generales y particulares del fenómeno literario, algo a lo que me referí en su momento a la hora de explicar su proceder crítico (Chicharro, 1992), experiencia de la que deriva la realidad de la literatura, según la fenomenología, lo que justificaría tales explicaciones de Villanueva y Viñas, no es menos cierto tampoco que el escritor granadino, que prima esta vía de conocimiento ‘humano’ para abordar lo que resulta esencial en el arte –según veremos más abajo, lo esencial del arte que queda fuera de explicación sociológica es la orientación hacia el valor de la belleza–, sostiene que anterior a la conciencia del ‘yo’ es la conciencia del ‘nosotros’, esto es, del grupo dentro del cual brota la vida y comienza a desplegarse en una dirección humana. La individualidad se configura y acusa en el juego de la correlación social originaria [...] Así, el conocimiento de la realidad social es, desde un comienzo, conocimiento vital, adquirido en el juego de las relaciones activas del individuo con el grupo mediante el proceso de su autoafirmación frente a este y de su influencia reactiva sobre él (Ayala, 1961: 12).
Parece quedar claro, tras este breve razonamiento, lo que para Ayala tiene la sociología de conquista5 y de límite, así como la calidad de su conocimiento a la hora de explicar incluso la formación del ‘yo’ que, por cierto, tan alto protagonismo alcanza en la vía fenomenológica de aproximación la literatura. Pero de todo esto, con la brevedad lógica, seguiremos tratando a lo largo de estas páginas. Razón histórica y razón disciplinar en su investigación sociológica En fin, aquí reside la singularidad de la obra de Ayala, según supo ver también en su día José Luis Abellán (1998: 209), en la síntesis de una obra puramente literaria y de profunda vocación intelectual espoleada por el círculo de la Revista de Occidente y por la necesidad de responder responsablemente a la situación histórica de una patria y de un mundo en guerra. A la postre, Francisco Ayala acabó entendiendo la operación del conocimiento ensayada en su Tratado de sociología como una operación del vivir al igual que la materia del Según exposición de Ayala en el estudio que nos ocupa, la sociología como ciencia supone un intento de cerrar el sistema de las ciencias, coincidente con la clausura geográfica del mundo bajo la dominación efectiva de la civilización occidental (Ayala, 1961: 23), lo que hoy por cierto ha pasado a ser objeto de discusión por parte de las teorías poscoloniales, etc. De ahí que se opere con, entre otros conceptos e ideas, el de “posoccidentalismo”. 5
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conocimiento sociológico es materia de la vida, lo que justifica que construyera su estudio desde una concepción de la sociología como ciencia de la crisis. Así se explica que razón disciplinar y razón histórica se imbricaran en su extenso estudio como un modo de construir un tratado de sociología que atendiera a las necesidades cognoscitivas del agudo momento histórico en que lo escribe con un propósito finalmente práxico, continuando así el camino abierto por la disciplina sociológica en sus orígenes. De ahí que lo dejara consignado de este modo en su prólogo: La disciplina sociológica aparece como una ciencia destinada a proporcionar un conocimiento de la realidad social en un momento histórico en que la estructura de esa realidad estaba sufriendo serios trastornos; y ello, con vistas a eliminar dichos trastornos mediante la deliberada actuación sobre unas condiciones que solo previa averiguación de sus términos exactos podrían ser modificadas (Ayala, 1961: 12).
Todo su esfuerzo reflexivo está destinado a actuar responsablemente sobre ese crítico momento que contó con la insoportable herencia de decenas de millones de seres humanos muertos por hechos de guerra, la negra rúbrica de un nuevo fracaso de la razón humana o, por decirlo con otras palabras, la evidencia de unas agudas contradicciones en el juego de intereses del capitalismo entre naciones-estado. De ahí que concluya su prólogo afirmando lo siguiente: Vivimos un momento en que una percepción adecuada de la situación de conjunto puede ser cuestión de vida o muerte; nuestra generación afronta probablemente las circunstancias más difíciles que jamás se hayan dado en el curso de la Historia universal; unas circunstancias que, echando sobre sus hombros responsabilidades sin precedente, le plantean tareas para cuyo cumplimiento se requiere esfuerzo ciclópeo, aliado a la más sutil perspicacia. Al llamar la atención por el camino del conocimiento de la realidad histórico-social como aquí se intenta, quiere servirse en algún modo el imperativo de nuestra época (Ayala, 1961: 23-24).
Nos encontramos, en fin, a un Francisco Ayala lleno de un comprensible pesimismo con inequívocos fundamentos en su realidad histórica. Su experiencia le había llevado a palpar la crisis de la modernidad al igual que había ocurrido con Adorno y Horkheimer, lo que los llevó por cierto a publicar en 1947 –también el mismo año de edición del Tratado de sociología– su Dialéctica de la Ilustración, donde analizan críticamente el proceso de autodestrucción de los ideales ilustrados hasta el nazismo, experiencia histórica viva esta última a la
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que trataron de responder con la reflexión general que guarda este libro, el de mayor proyección de la Escuela de Frankfurt6, como es de todos conocido. Aquí radica, obviamente, su interés más que disciplinar por la sociología y aquí radican los originales y necesarios cambios de perspectiva que introduce en su proceder sociológico al “recurrir a la conciencia del sujeto, donde se nos ofrecen en unidad el sujeto que conoce y el objeto conocido. En esta operación de la conciencia se le presenta al hombre sus productos culturales, entre los que Ayala [...] aísla las llamadas ‘formas sociales’, verdadero objeto de la sociología” (Abellán, 1998: 211). Aquí alcanza explicación la complejidad de la realidad social cuyo conocimiento ha de ser construido a partir de la observación y de la experiencia. Si tenemos en cuenta la teoría del conocimiento basada en la arquitectura sujeto/objeto desarrollados por la filosofía kantiana y hegeliana, lo que ha sido estudiado por Antonio Sánchez Trigueros (Sánchez Trigueros, 1999: 473-475), dicha complejidad se debe a que, tal como expone Ayala en su Tratado de sociología, la cultura constituye un orden de realidades cuya existencia está ligada al sujeto, la propia realidad social se presenta como una ordenación normativa destinada a regular la conducta y la realidad de los objetos sociológicos lejos de ser inmutable se encuentra en continua evolución. Todo ello explica la ayaliana unidad de sujeto y objeto y, cómo no, la dificultad que ofrece el conocimiento científico de la sociedad humana (Ayala, 1961: 27). Sobre esta arquitectura epistemológica se levanta la vasta obra sociológica de Ayala y la misma explica su singularidad en el seno de una tradición disciplinar que remite a la sociología alemana, tal como ha sabido ver Abellán al subrayar –lo dice con un término tan genérico como vago que, en todo caso, cumple una función deíctica– su humanismo de base que sitúa por encima de la condición de especialista:
6 Según Adorno y Horkheimer, la razón ilustrada supuso originariamente el inicio de un proceso de emancipación del hombre –el hombre es erigido en sujeto– al iniciar el dominio de la naturaleza y la instauración de la libertad, pero dialécticamente esta razón contenía los fermentos de la regresión presente en el mundo actual, un mundo deshumanizado, alienado y sin libertad, al llegar a ser una razón técnico-instrumental, una razón pendiente de los medios. A partir de este análisis, se comprende el énfasis que ponen en propiciar una nueva configuración de la razón, una razón práctica pendiente de los fines sociales, lo que no debe hacer suponer que caigan en los excesos de un izquierdismo voluntarista, y en valorar la función social de la imaginación y la utopía, posición esta última que va a tener importantes repercusiones teórico estéticas y crítico literarias en el caso de T. W. Adorno. En fin, Dialéctica de la Ilustración supuso una revaluación de la razón crítica y una invitación a penetrar en lo desechado por el logos moderno y que, muy especialmente en el arte, puede proporcionar importantes claves de la realidad.
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Este humanismo español –acaba afirmando Abellán–, que tiñe de modo profundo la actividad intelectual y personal de Francisco Ayala es el que da sentido a toda su obra de sociólogo [...][que] sufre la influencia perspectivista e historicista de Ortega, que, junto con la aceptación del papel central de la conciencia en el conocimiento, mantiene su reflexión sociológica a ese nivel de comprensión y de sentido humanitario que caracteriza no sólo su obra ensayística, sino también la estrictamente literaria (Abellán, 1998: 220).
En todo caso y para matizar la significación que pueda tener ese humanismo de base en Ayala, no conviene olvidar que nuestro escritor –y así lo ha explicado Vázquez Medel– tiene una clara conciencia teórica que le lleva a distinguir lo que es el estudio de las condiciones sociales del ser humano de aquello que el hombre es, o aquello en que consiste “lo humano” del hombre. Tal vez Ayala estaría de acuerdo con nosotros –razona Vázquez Medel– si asignamos, sin tajantes exclusiones, el territorio de la condición humana a la expresión estética, fantástica, creativa y humanística, en suma, mientras que las ciencias sociales tienen por misión desvelar las inflexiones de la situación (Vázquez Medel, 1995: 72).
Hasta aquí estas consideraciones con las que he tratado de justificar mi aproximación al señalado aspecto de su obra sociológica que, en estrecha unión con su obra de creación, es consecuencia directa de una operación del vivir que se proyecta responsablemente sobre la vida social, si bien como lectores operamos de modo convencional en el proceso de recepción que rige la comunicación literaria y no literaria7. Aquí radica su responsabilidad social como intelectual y su razón del mundo, una razón que es histórica, disciplinar y literaria. Y en este programa de conocimiento y acción, con su haz y envés, alcanzan gran importancia sus consideraciones sociológicas sobre el arte, como vengo insistiendo.
La teoría de S.J. Schmidt (1980) ofrece uno de los criterios que resultan básicos a este respecto, el de la convención estética, por cuanto supone que los participantes deben actuar de acuerdo con valores, normas y reglas de significación que son considerados como estéticos a partir de las normas asumidas en una situación dada y al mismo tiempo que deben suspender los criterios de verdad/falsedad y de utilidad/inutilidad presentes en los procesos comunicativos no literarios, esto es, deben aplicar la regla de la ficción. Ni la materia novelable ni su concreción lingüística servirán aisladamente y por sí mismas para considerar una novela como tal práctica estética o al revés. 7
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Aproximación al ayaliano estudio sociológico del sistema del arte Del arte como ejemplo sociológico a una sociología del arte La aproximación al sistema del arte le sirve en principio a Francisco Ayala como ejemplo de estudio sociológico –estudio que, recordemos, supone aceptar que él mismo es producto de una situación crítica y que se orienta a superar la crisis que le da origen, además de que se ocupa de realidades ligadas al sujeto en cuanto creación suya– de las sistematizaciones de la cultura en su constitución y desarrollo. Quiere esto decir que se trata de un estudio del arte como forma social para demostrar la diferenciación entre los sistemas de la civilización –los de la economía y la política coincidentes en su orientación práctica– y los sistemas de la cultura que, “orientados por valores espirituales8 diversos, y en cuyo seno se produce la creación de formas simbólicas” (Ayala, 1961: 22), se encuentran penetrados por el movimiento histórico e inmersos en la tensión entre la categoría sociológica de comunidad, la que más les conviene, y la de sociedad9, la que conviene al proceso civilizatorio. Pues bien, para evidenciar esta tensión elige Ayala el sistema del Arte por ser el más puro, es decir, por tener sus contornos mejor perfilados sirviendo de contraste al sistema civilizatorio de la política. Ahora bien, aunque este capítulo quinto de su Tratado de sociología venga a cumplir tal función señalada en el seno del mismo, lo cierto es que posee un perfil autónomo con respecto al resto del estudio y viene a aportar en la práctica una serie de preciosas claves para la mejor comprensión del universo creador de Francisco Ayala, tal como he comentado con anterioridad. Así pues, insisto, 8 Aunque resulte una obviedad, debo recordar que tanto los valores espirituales como la humana necesidad de espiritualizarse a que se ha referido en esta y en otras ocasiones Ayala deben pensarse, tal como lo señala Vázquez Medel en uno de sus estudios sobre nuestro escritor, antes como aspiración humana de elevarse mediante los recursos de la cultura que en otro sentido trascendente, religioso, etc. 9 Comunidad y sociedad o también asociación son dos categorías sociológicas tomadas del pensamiento alemán de la primera mitad del siglo XX. En concreto son traducciones de Gemeinschaft y de Gesellschaft, respectivamente, con las que comenzó a operar Ferdinand Tönnies y luego Max Weber, entre otros. Es un modo de distinguir los grupos sociales según el tipo de relación que mantienen los individuos entre sí, revelándose útiles para el estudio de los tipos de sociedades y los modos de canalización de la acción social, etc.: “Las relaciones de Gemeinschaft se caracterizan por el afecto, la reciprocidad y la naturalidad. Estas relaciones se deshacen con la división del trabajo, el individualismo y la competitividad, es decir, con el desarrollo de relaciones de Gesellschaf” (Abercombrie, Hill y Turner, 1986: 116). Por lo demás, Francisco Ayala se ocupa de esas categorías en su tratado. Puede verse el apartado que dedica a Tönnies en el capítulo quinto de la primera parte, así como el apartado undécimo del capítulo cuarto de la parte segunda.
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estas páginas constituyen no sólo un instrumento de ejemplificación en el programa de su indagación teórica general acerca de la sociología, sino que al mismo tiempo vienen a constituirse en una aportación a una teoría sociológica del arte y a funcionar como discurso metaliterario en relación con la propia obra creadora de nuestro autor granadino, según vengo diciendo. Pero conozcamos ya los principales argumentos que ofrece al respecto: Autonomía e historicidad del arte Comienza reconociendo el arte como un sistema cerrado y autónomo, segregado y desprendido de la corriente vital de la historia cuyas formas –cerradas y cabales en sí mismas, completas y significativas, según Ayala– se orientan al valor de la belleza, siendo su más adecuado conocimiento aquel que se ciñe a la comprensión de su esencia. Arte y sociedad No obstante, el sentido de las obras artísticas se realiza en la vivencia de los hombres, únicos seres capaces de establecer referencias al valor. Pero, además, el arte, como toda creación de cultura, se encuentra inserto en los cuadros de la concreta organización social, involucrado en su dinámica y conectado a los destinos históricos del hombre. Por ello, “si en alguna manera niega la Historia, sustrayéndose al tiempo y aspirando a la eternidad, ello es a condición de someterse de otra manera a la Historia misma” (Ayala, 1961: 411-412). El sometimiento a que se refiere Francisco Ayala se produce en cuanto que su cultivo depende de instancias político-sociales a cuyos fines sirve y en cuanto que recibe su instrumentación formal y su contenido material de la vida histórica, lo que implica que el creador espíritu humano actúe a través de un sistema culturalmente elaborado y mediante un denso material histórico. De ahí que el sistema del arte constituya un objeto idóneo de conocimiento sociológico por lo que respecta a sus conexiones con la estructura social y con el movimiento histórico, aunque la sociología sea incapaz de captar su esencial condición, es decir, la intención de realizar el valor estético (Ayala, 1961: 412)10. 10 Francisco Ayala mantiene este planteamiento en la segunda parte, escrita en 1949, de su famoso estudio El escritor y el cine, al ocuparse de las condiciones del arte cinematográfico. Afirma allí que se desentiende de criterios estéticos, que no se propone captar el arte cinematográfico en su sentido específico ni en su esencia, concluyendo con el siguiente razonamiento: “Este enfoque tiene su sentido propio, aunque de rechazo pueda reportar algún servicio al esclarecimiento de la naturaleza esencial del objeto; y esa peculiaridad de sentido se advierte con sólo pensar que para la Sociología entran en consideración las obras de arte con total independencia de su eficacia estética, y que incluso puede interesarse con mayor fruto en las producciones malogradas que en las –siempre excepcionales– marcadas por el acierto” (Ayala, 1996: 49, n.1).
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Arte y sociología: el objeto de conocimiento Partiendo de este presupuesto, Ayala procede a determinar lo que se presta a ser captado por la sociología en la realidad cultural del arte que, recordemos, no es sino un complejo cultural mediante el que se estructura históricamente la actividad orientada por el valor belleza. Tras indagar en las ideas que podrían servir para una sociología del arte –dedica su atención a las ideas de Comte, Spencer, Taine, Guyau, Veblen y Lalo (Ayala, 1961: 413-425)–, sostiene que el arte es una creación social cuyo sentido esencial sólo puede ser captado desde dentro del complejo social en que se produce la creación artística, esto es, que el arte, como todas las demás sistematizaciones de la cultura, se encuentra de hecho emplazado11 en la corriente de la historia y, por tanto, incluido de lleno en las conexiones sociales que hacen de él un posible y adecuado objeto de la sociología (Ayala, 1961: 427), pudiendo dar razón la misma de sus estructuras históricas y de las formas concretas de su evolución. El arte y la sociedad histórica (1): La actividad artística y el grupo dominante Por eso, nuestro sociólogo y escritor da paso al estudio del arte en la sociedad histórica y, más concretamente, da paso al estudio de cómo se refleja en el arte la tensión político-social. Tras recordar que el arte constituye una actividad humana orientada hacia el valor intemporal del valor estético, si bien se encuentra emplazado no siendo posible fuera del tiempo histórico –su tendencia eternizadora actúa mediante concreciones temporales, engarzadas en la estructura social y prendidas al devenir, estando incluido, pues, en el proceso histórico-social, que es donde debe estudiarse (Ayala, 1961: 428)–, trata de averiguar el modo de la inserción de la actividad artística en la estructura social y las perspectivas de un despliegue autónomo del arte según las diversas situaciones históricas de la sociedad. Pues bien, según Ayala, la producción artística “aparece encuadrada, dentro de la estructura de dominación cuyo esquema realiza diversamente la sociedad política, alrededor del grupo dominante” (Ayala, 11 Vázquez Medel, que viene trabajando en la elaboración de una teoría del emplazamiento, ha dejado escritas unas muy claras precisiones acerca de lo que significa estar emplazado que pueden servirnos para calibrar el alcance de la afirmación de Ayala sobre el arte y su emplazamiento histórico: “Estar emplazado (de plaza, lugar y de plazo, tiempo) es estar citados en determinado tiempo y lugar para que demos razón de algo. Pero esto no sólo ocurre en los procesos jurídicos –que han venido a usurpar, por antonomasia, el término–, sino en cada instante de la existencia [...] Esta categoría cronotópica (Bajtín), propia de nuestro idioma, surge por convergencia entre emplazar (de en- y plazo), “dar a alguien un tiempo determinado para la ejecución de algo” y emplazar (de en- y plaza) “poner cualquier cosa en determinado lugar” (Vázquez Medel, 2002-2003: 8). Queda claro que el arte existe en un tiempo y en un lugar históricos.
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1961: 428), ya que sólo en una estructura de dominación estabilizada sobre una base económica abundante pueden los dominadores participar en la elaboración de la cultura, lo que justifica que el arte se manifieste en la estructura de dominación propia de la sociedad histórica como una “excrecencia lujosa dependiente del grupo dominador” para prestigiarlo al resaltar el exceso de un poder que consiente a los artistas practicar el derroche lujoso. Es una fase histórica poco avanzada en que el arte se reduce a prestar forma a las acumulaciones de objetos preciosos en cortes y templos con la función antes dicha (Ayala, 1961: 429). El arte y la sociedad histórica (2): La actividad artística y la sociedad contemporánea Sin embargo, en la actualidad, las condiciones sociales han cambiado hasta el punto de que la estructura de dominación se ha relajado coincidiendo con una rica diversificación interna de manera tal que la relación entre los grupos resulta dudosa y la jerarquía social se encuentra en entredicho, por lo que “el artista produce su obra con independencia y bajo su propia y personal iniciativa” (Ayala, 1961: 430). Ya no se trata de prestigiar a un dominador concreto, sino que el lujo incorporado a la labor del artista va a prestigiar al grupo social dominante en bloque, generando esta relación impersonal en el artista la conciencia de su independencia soberana y de dignidad profesional que, como si se tratara de un sacerdocio, se orienta al principio del arte por el arte, es decir, a una creación atenta sólo al valor de la belleza. El arte alcanza así como sistematización cultural el grado máximo de sustantividad en la estructura histórico-social. Es un tiempo en que el arte se cultiva libremente, se apoya en un mercado y se hace problemática la articulación de las direcciones de la cultura en un todo histórico congruente. La consecuencia social de esta fase avanzada del arte es la formación de instancias sociales adecuadas que asumen su eminencia. En este sentido, los artistas se tienen y son tenidos como sacerdotes de la belleza. Sin embargo, esto no impide la existencia de una vinculación en esta fase avanzada de disolución social entre la estructura política y la producción artística. Según Ayala, lo que el artista desarrolla en una “ilusión de independencia” fruto de la indecisión de las relaciones de poder entre los grupos sociales dentro de una relajada estructura de dominación puesta en entredicho. Hay diversos grupos que compiten por la posición dominante y el artista está en condiciones de poner su actividad al servicio de un poder incipiente.
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El sistema del arte en la crisis social Las condiciones son, según Francisco Ayala, las propias de una situación social crítica una vez relajada la estructura de dominación de la sociedad histórica, lo que supone en el caso de las sistematizaciones culturales como el arte que éstas adquieran autonomía, se desplieguen con más amplio juego y se cierren sobre sí mismas en la afirmación del valor a que se orientan. En el arte, la afirmación del valor estético conduce a conferirle un puesto superior al que pertenece en una escala valorativa, siendo esto un signo de corrupción (Ayala, 1961: 432). En concreto, esta corrupción se manifiesta en el esteticismo al primar el criterio artístico sobre cualquier otra valoración cultural y al extenderlo, más allá de su propio terreno, al conjunto de la realidad. Este ensanchamiento de las posibilidades del arte va acompañado de su decadencia, cuyos signos son el descenso de su calidad y el paralelo aumento de la actividad programática y el de su conocimiento. Ahora bien, cabe contar también entre los fenómenos de decadencia manifestaciones de reacción como las del arte social, un arte proyectado a las masas12, instrumental y político que se disuelve en mera propaganda. Esta situación de crisis advierte de la posibilidad de que la creación artística se desenvuelva, junto a la principal, en líneas secundarias vinculadas a instancias sociales distintas que el grupo dominador, lo que se explica porque la crisis significa aceleración del proceso social. En conclusión, el arte no mantiene una vinculación rígida con el grupo dominante de la sociedad histórica, pues junto a la corriente principal de la creación artística pueden registrarse otras corrientes secundarias que se afirman en instancias sociales de oposición o bien buscan su cauce a formas sencillas destinadas a repetición tradicional (Ayala, 1961: 434). Esto es posible por cuanto el arte se opone a las determinaciones del poder, sin dejar de alimentarse del mismo y sin dejar de servirlo. En todo caso, la estructura político-social y el arte se oponen por su sentido. Sus relaciones serán cambiantes y de difícil equilibrio. En cuanto a la situación en que vive el arte en el momento de la crisis, afirma Ayala que ésta lo lleva an12 No debe ignorarse que la preocupación sociológica de Ayala por el estudio de la literatura y del escritor en la contemporánea sociedad de masas, una faceta más de lo tratado, ha sido en él una constante, tal como demuestran numerosos trabajos luego recogidos en la sección «Literatura y sociedad» de su libro El escritor en su siglo, de 1990, sobresaliendo el titulado «El escritor en la sociedad de masas», de 1956. Aquí, precisamente, ofrece un claro y certero juicio de una de las formas de ese arte proyectado a las masas que se dio en llamar arte proletario: “Lo que ha querido darse una vez y otra por literatura proletaria –leemos– no pasaba de ser sino versiones degradadas, y muchas veces caricaturescas, de la literatura burguesa; o, dicho en otros términos, mala literatura” (Ayala, 1990: 340).
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te la paradoja de renunciar al culto de la belleza para descender a la propaganda política hasta llegar a supeditar instrumentalmente el valor estético ante las necesidades de la lucha política, con lo que en vez de incorporar un valor eterno a lo transitorio, en pugna contra las resistencias del material histórico, disuelve toda voluntad de forma perdurable en la voluntad de acción práctica que niega toda forma [...] Con esto se hace evidente que la inserción del Arte, como sistema de la cultura, en el complejo histórico, y su vinculación a la estructura de poder de la sociedad, carece de rigidez y fluctúa dentro de ciertos límites, pasados los cuales desaparece ya la posibilidad del arte (Ayala, 1961: 435).
De la sociedad al arte y del arte a la sociedad: la constitución de los ideales estéticos Expuestas estas consideraciones fundamentales, nuestro escritor explica de qué manera se constituyen los ideales estéticos alrededor de los cuales se acuñan las formas del arte en su conexión sociológica con la estructura político-social. Así, estudia los arquetipos a través de los cuales se percibe la belleza de las cosas y se producen las obras de arte, arquetipos que se conforman según determinaciones de la realidad dada en la experiencia de los hombres “y así incorporada en historia. La operación psíquica mediante lo cual esto se cumple nada puede ilustrar acerca de la esencia del arte, pero sí puede aportar algunas indicaciones útiles a su sociología” (Ayala, 1961: 436). En concreto, se refiere a la nostalgia de la propia vida vivida como aquella de mayor amplitud y generalidad (Ayala, 1961: 437), la nostalgia del paisaje materno, los arquetipos de la belleza relativos a la figura humana (Ayala, 1961: 438), entre otros aspectos, analizando el factor de la tensión político-social en la constitución de los arquetipos de la belleza. Así, la preeminencia de los rasgos raciales del grupo dominante en los ideales de belleza de toda sociedad. Ayala sostiene a este respecto que el primer elemento social que se descubre en el contenido de los ideales estéticos está dado en la estructura política de la sociedad, con su esencial tensión entre dominadores y dominados (Ayala, 1961: 443). Posteriormente, incluye muy agudas reflexiones sobre el proceso creador y la creación del gusto como cuestiones histórico-sociales, con objeto de señalar que la constitución de los ideales estéticos es consecuencia del arte en concreto, sin que pueda pensarse la obra de arte como una aproximación al ideal estético (Ayala, 1961: 445-447). De igual modo y para apoyar la tesis de que la obra de arte precede de hecho a cualquier vivencia estética, explica el problema de la relación entre naturaleza y arte en la sistematización cultural operada por el valor estético,
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concluyendo que la naturaleza en sí misma, tal como la concibe el hombre moderno, carece de especificaciones valorativas –no es buena ni mala, ni bella ni fea, afirma Ayala–, siendo resultado de una construcción cultural: Por eso, decir de un paisaje o de una muchacha que son bellos, o feos, es aplicarles medidas extraídas de una sistematización cultural [...] cuyo contenido es histórico y, como histórico, dotado de una gran plasticidad [...][pues] el gusto es una cuestión histórico-cultural y, por tanto, sometida a normas variables (Ayala, 1961: 447).
De la actuación del arte sobre la sociedad Una vez privilegiada la perspectiva sociológica del arte desde la vía de la penetración de los factores de la realidad social en la sistematización artística, plantea la necesidad de enfocar tales relaciones entre Arte y sociedad desde el punto de vista que observa cómo el sistema social arte opera sobre los materiales de la realidad social, es decir, las socializaciones que el arte determina, constituyendo el primer efecto, el del público, pues éste es resultado de la socialización del arte al promover formaciones de público determinadas en torno a una rama del arte, un autor, una obra, etc.: En la sociedad burguesa, donde rige el principio individualista y las relaciones sociales obedecen al modelo de la libre competencia dentro de un ámbito abierto de publicidad, el público de las artes deberá presentar, a su vez, esa característica fluidez del tipo social dominante: carecerá de apoyatura en estructuras sociales previas, y será un puro resultado de la socialización realizada por el sistema Arte (Ayala, 1961: 453).
También el arte produce el efecto sociológico de una jerarquía entre sus cultivadores dispuesta en función del valor reconocido y perseguido dentro del sistema. Tenemos, en resumen, una socialización peculiar realizada por efecto de la sistematización Arte en cuyo esquema se da, primordialmente, el aislamiento, en el seno de la sociedad total, del grupo constituido por las personas que, reconociendo el valor estético, participan de uno u otro modo en el sistema. Como esta participación puede ser de índole activa o pasiva, ese grupo aparece escindido por el ejercicio de la experiencia estética en un núcleo formado por los cultivadores del arte, de una parte, y de la otra, el público que presta base a todo el sistema (Ayala, 1961: 453).
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Y, por último, la manera en que se produce la creación artística permite contemplar el aspecto dinámico de la socialización promovida por la experiencia estética, esto es, el paso de unas formas a otras en el arte obedece a una evolución histórico-social. El Arte constituye así una formación, en la que se organiza una actividad de un determinado grupo de hombres, profesionalmente cualificados en los momentos [...] de importancia social, y en todo caso aglutinados en torno al objeto de su interés y la enseñanza y aprendizaje de una técnica, desde la pura manualidad hasta la educación de la sensibilidad y afinación del gusto, pasando por las reglas del arte (Ayala, 1961: 461).
Para terminar Una vez aproximados a estas ideas de Ayala y orientados por él con respecto a la situación histórica13 y el programa de investigación sociológica que traza, cabe preguntarse por el sentido de la razón disciplinar y por el de la razón histórica en relación con el estudio sociológico del arte efectuado. Pues bien, como habrá sabido percatarse el lector, el capítulo de su Tratado de sociología dedicado al estudio del arte es en efecto algo más que una ejemplificación de las sistematizaciones de la cultura en su constitución y desarrollo. Es, puede decirse, una reflexión sobre el arte como forma social que obedece a una razón disciplinar sociológica –ahí queda su explicación del origen y función sociales del arte, con sus agudas consideraciones sobre las relaciones de arte y poder tanto en las sociedades históricas poco avanzadas como en las de mayor complejidad; también, el estudio de la constitución de los ideales estéticos, esto es, de lo que la sociedad aporta al arte; y de la socialización del arte o lo que éste aporta a la sociedad, entre otros aspectos– y a una razón histórica en el sentido que hemos explicado anteriormente, lo que supone pensar en el arte de su crítico tiempo –de ahí que aborde el estudio del arte en la crisis social y sus más directas consecuencias que apuntan, por sus extremos, igualmente desnaturalizadores, al respectivo desarrollo de un arte esteticista y de un arte social masivo que anuncia de algún modo su propia disolución como forma social específi13 Además de las consideraciones sobre la situación histórica que expone a lo largo de los distintos capítulos de su Tratado de sociología, nuestro escritor y sociólogo ofrece una apretada síntesis de la situación histórica que va de la preguerra hasta los comienzos de lo años sesenta en su artículo «Función social de la poesía» (Ayala, 1964), del que me ocupo en uno de mis trabajos (Chicharro, 2002).
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ca orientada al valor de la belleza. Pues bien, a partir de estos argumentos ayalianos el lector puede obtener una preciosa clave para aproximarse a la lectura de su obra de creación –su obra sociológica y su obra de creación mantienen, como ha quedado dicho, unas estrechas relaciones, iluminándose mutuamente (Ayala, 1968, entre otros trabajos suyos)– si tiene en cuenta el lugar reflexivo que ocupa el sociólogo Ayala frente al arte en la crisis social y frente al arte en crisis, esto es, si repara en lo que significa tanto el rechazo del arte esteticista como del arte social o de masas y si tiene en cuenta la paralela cuestión del compromiso que ya por los años de escritura de su tratado se había extendido en importantes núcleos de escritores, de lo que me ocupé en otra ocasión (Chicharro, 2002). En este sentido, su ya expuesta razón disciplinar del arte como forma social, de la que no se aparta en posteriores trabajos, y su razón histórica del mismo en lo que es su análisis del arte en la sociedad histórica nos hablan a las claras de las posiciones en que se asienta su propia obra de creación, una obra que resulta compleja debido a los materiales con que se hace –las palabras suscitan emociones estéticas al tiempo que arrastran una interpretación de la realidad, ha dicho en diversas ocasiones el propio escritor–, viniendo a cumplir la función social más que recreativa de buscar la radical autenticidad del ser humano a través de una interpretación directa y sin compromiso de la concreta coyuntura en que se encuentra con vocación de perdurabilidad, obteniéndose así en los lectores las consecuencias que fueren, dado que las obras juegan un decisivo papel formativo en la realidad de la vida humana, un papel que no se limita a la introducción de personajes de ficción que encarnan un valor universal, sino que indaga en la condición de la vida humana y busca respuestas acerca del sentido de la existencia. Esto explica que Ayala haya justificado el sentido que para él ha tenido su dedicación literaria, una vez transcurridos sus años de aprendizaje y experimentación14, más allá de perseguir obras de entretenimiento y deleite estético. El sentido de su obra proviene, pues, de su esfuerzo por formular en imágenes su visión del mundo y proponer al juicio de los de14 En 1925 publica su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, y al año siguiente aparece la segunda, Historia de un amanecer, ambas de perfil realista y cuya recepción crítica –sobre todo en el caso de la segunda– persuade al escritor a buscar nuevos caminos para su escritura. Los años que siguen corresponden a su reconocida etapa vanguardista a la que pertenecen numerosos relatos publicados en Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, además de los que nutren los libros El boxeador y un ángel y Cazador en el alba, de 1929 y 1930, respectivamente. Se trata de relatos que el propio Ayala califica orteguianamente de deshumanizados y en los que partía de cualquier insignificancia desde la que levantaba su ficción narrativa con un nuevo estilo cargado de imágenes sensoriales (Ayala, 1965: 8).
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más esta cifra de su realidad, justificando así de alguna manera su presencia en él (Ayala, 1990: 81). A partir de aquí, se comprenderá la sostenida posición reflexiva de Francisco Ayala que, tratando de no caer en los tópicos y excesos del abierto compromiso de su tiempo, lo que estudió en su artículo «Función social de la literatura» (Ayala, 1964), le lleva al rechazo de un arte y una literatura puros y en consecuencia deshumanizados, así como a la defensa de la idea de que el valor estético sirve a un humano fin social, una suerte de superior utilidad pero utilidad al cabo, tratando de comprender en el caso del arte literario particularmente cómo éste emplea los materiales lingüísticos que condicionan en origen la significación de las obras y permiten cifrar en las mismas toda una visión del mundo de proyección más que individual, tal como exponía anteriormente. De esta manera, Ayala no cae en brazos de una kantiana defensa de las formas ni mucho menos se deja penetrar por la filosofía de perfil hegeliano que late en toda concepción contenidista. Nuestro escritor viene a comprender la obra artística como formal concreción histórica con autonomía relativa –su posición sociológica no le lleva a caer en posiciones torpemente deterministas– cuya específica función social es la de la realización de la belleza, sin caer en posiciones esteticistas ni meramente formalistas cuando habla de la misma, lo que explica que considere el programa de realizar un arte puro ensayado en su momento por las vanguardias como una posición política y social de raíz burguesa, valorando como interesada su aparente neutralidad. Este razonamiento también resulta válido a la hora de comprender los argumentos que le llevan a rechazar todo arte que trata de cumplir una función distinta o sobreañadida, como es el caso de la función expresamente política que persigue la literatura social, a la que le es propia y otorga su sentido y especificidad sociales, independientemente de indispensables contenidos y diversas intenciones. Por otra parte y en relación con la cuestión de la autonomía e historicidad del arte, Ayala ofrece un razonamiento mediante el que lo reconoce como un sistema cerrado y autónomo que trata de sustraerse al tiempo, cuyo conocimiento esencial escapa a la perspectiva sociológica, como ha razonado, así como reafirma acto seguido su historicidad al considerarlo como un diferenciado sistema que forma parte de la cultura y, como tal, lo considera inserto en la historia, de la que recibe su instrumentación formal y su contenido material, es decir, considera que la actividad orientada por el valor belleza que constituye el arte se estructura en todo caso históricamente. En definitiva, el espacio del arte no es transhistórico ni permanente o eterno, aunque se opere recurrentemente con una idea de intemporalidad y de trascendencia, lo que Francisco Ayala
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ha explicado en los términos inequívocos de que he dado cuenta en el apartado anterior. No obstante, estos claros argumentos a favor del reconocimiento de la historicidad de las prácticas artísticas no pueden situarse en el mismo plano de los que al respecto han venido manteniendo teorías sociales como las del materialismo histórico, ya que en este caso se teoriza acerca de la radical historicidad de las prácticas artísticas como formas ideológico-estéticas productivas de la historia. Ayala insiste en la averiguación del modo de la inserción de la actividad artística en la estructura social y las perspectivas de un despliegue autónomo del arte según las diversas situaciones históricas de la sociedad (Ayala, 1961: 428). Hasta aquí lo que ha sido una aproximación a la sobresaliente aportación del escritor granadino a una sociología del arte desde una posición que aúna razón disciplinar y razón histórica, lo que ha servido para ponernos en la pista de su razón literaria. No me ha guiado tanto un deseo de originalidad como el hecho de haber podido mostrar suelto uno de los eslabones que conforman su pensamiento sobre la sociedad y el arte. Por lo demás, el denso e informado capítulo quinto de su Tratado de sociología ofrece numerosas facetas al análisis y a la interpretación si lo ponemos en relación con el pensamiento social y sociológico de su tiempo –un panorama de estas teorías puede verse en mi artículo «Teoría de la crítica sociológica» (Chicharro, 1994)–, pero un análisis de este tipo me llevaría a sobrepasar los límites que me he propuesto para esta ocasión y no acabaríamos nunca. He preferido dejar subrayados algunos aspectos de su sociología del arte que pueden servirnos para comprender la clara conciencia que nuestro autor tiene de las originarias deudas sociales que posee su obra, las funciones que la misma viene a cumplir, la utilidad última que viene a desempeñar y el ajustado concepto de sí mismo como escritor, entre otros aspectos. En cualquier caso y como botón de muestra del interés que sigue manteniendo el texto, sólo quiero hacer notar al lector la importancia que tiene su incoativo concepto sociológico del arte como formación que supone, según veíamos, una actividad de un determinado grupo de hombres, profesionalmente cualificados y aglutinados en torno al objeto de su interés y la enseñanza y aprendizaje de una técnica, desde la pura manualidad hasta la educación de la sensibilidad y afinación del gusto, pasando por las reglas del arte (Ayala, 1961: 461). Pues bien, de alguna manera esta idea anuncia lo que treinta años después Pierre Bourdieu llamará le champ artistique, concepto que sancionará definitivamente en su libro curiosamente titulado Las reglas del arte15. Para el so15 Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario (1992), el último trabajo de envergadura de Bourdieu, tiene un extraordinario interés para los estudios literarios y el conoci-
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ciólogo francés, recordemos, un campo artístico viene a ser un campo esencialmente autónomo nutrido por los escritores que tienden a no conocer más reglas que las de su propia tradición y a liberar su producción de toda servidumbre externa, económica, política, etc., aunque, como los objetos culturales no poseen sólo un valor simbólico sino también mercantil, señala la existencia de un campo de producción restringida, no sometido a las leyes del mercado, y un campo de producción masiva, éste sí sometido a criterios mercantiles, que encierran un valor literario inversamente proporcional. Una vez establecido ese parentesco, sólo me queda afirmar con palabras de Manuel Ángel Vázquez Medel que la escritura de Ayala, la ficcional y la ensayística, no es sino el resultado de una incesante búsqueda del sentido, una búsqueda de las reglas de la interacción social y del vivir mismo, lo que confirma la imbricación permanente en su caso de la razón disciplinar y la razón histórica. Referencias bibliográficas ABELLÁN, J.L. (1998): El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939, Madrid, Fondo de Cultura Económica. ABERCOMBRIE, N., HILL, S. y TURNER, B.S. (1986[1984]): Diccionario de Sociología, Madrid, Cátedra. ADORNO, Th.W. y HORKHEIMER, M. (1994[1947]): Dialéctica de la Ilustración (introducción y traducción de Juan José Sánchez), Madrid, Trotta. AYALA, Francisco (1996[1929]), El escritor y el cine, Madrid, Cátedra. miento de la literatura en sus aspectos institucionales, por cuanto pretende con él sentar las bases de una “ciencia de las obras” que se ocupe tanto de la producción material de las mismas como de la producción de su valor, pretendiendo superar así los planteamientos restrictivamente sociológicos al tiempo que muestra críticamente los tópicos de la autonomía e impenetrabilidad de la obra de arte. Esto explica que, para Bourdieu, conocer la génesis del campo literario y de las creencias que lo sostienen, los aspectos lingüísticos, los intereses y relaciones simbólicas y materiales, no sólo no destruya la experiencia literaria, sino que la haga más intensa. Este sociólogo ha tratado de abrir nuevas vías al estudio sociológico de la realidad de la cultura y de su proceso de transmisión, haciendo entrar en sus análisis dominios propios como la cuestión social del gusto, dejados de lado por lo común.Tampoco es corta su aportación a los estudios literarios desde su desmitificadora perspectiva sociológica que se lleva por delante ciertas comunes nociones acerca de los autores y del funcionamiento de la institución literaria. La sociología por él practicada pretende ser una ciencia de los poderes simbólicos capaz de devolver a los sujetos sociales el dominio de las falsas trascendencias que el desconocimiento crea y recrea sin cesar, esto es, lo que persigue no es otra cosa que contribuir a una ciencia iconoclasta de las sociedades que haga progresar el conocimiento y la conciencia de los mecanismos que originan todas las formas de fetichismo (Bourdieu, 1995: 35).
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LOS INICIOS DE LA CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA DE FRANCISCO AYALA Mª Ángeles Martínez (Consejo Audiovisual de Andalucía) El capote encantado de la pantalla mantiene a la masa en una irrealidad compacta, sin rendijas ni suspicacias. Le ofrece una vertiente cómoda de anécdota o de un paisaje humano junto a la otra, menos accesible. Y le evita el golpe seco de su impotencia y su burla en las tablas de lo vedado (Ayala, 1995).
El cine ha ocupado un lugar destacado en la vida de Francisco Ayala por diversas razones. En primer lugar, porque el literato ha sido siempre un aficionado entusiasta del Séptimo Arte, y ha aprovechado cada minuto libre para estar al día de los clásicos cinematográficos, así como de las últimas novedades. En segundo lugar, porque esa pasión por el cine se ha traducido en un acercamiento crítico que a su vez ha desembocado en claras huellas en la creación literaria de Francisco Ayala. Fruto de esa doble vertiente nace un volumen como El escritor y el cine, sin duda uno de los más conocidos de Francisco Ayala y uno de los más novedosos y visionarios en lo que se refiere a crítica cinematográfica, sobre todo por los tiempos en que viera la luz su primera parte. Este volumen, tal y como apunta el autor en la introducción a la edición de 1995, ha ido incrementándose con aportaciones progresivas a lo largo de la dilatada trayectoria vital e intelectual de Ayala, reeditándose y recientemente reimpreso en una edición conmemorativa en la editorial Visor, que incluye un facsímil de la primera edición de Indagación del cinema y un ensayo complementario sobre la relación de Ayala y el cine a cargo de Luis García Montero. La trayectoria de este volumen ha permitido, por un lado, reflejar la evolución de la vida de uno de los mejores escritores de nuestra literatura, desde la efusividad, el asombro y la ingenuidad de sus veinte años a la perspicacia, la inteligencia y la razón de los noventa. Por ello, las distintas partes que conforman El escritor y el cine merecen un tratamiento pormenorizado por lo peculiar del
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momento en que el escritor se detiene ante la pluma y el papel para reflexionar libremente (recordemos que Ayala siempre se caracterizó por una reflexión gustosa y libre) sobre el arte cinematográfico. El autor compondrá las páginas del volumen El escritor y el cine en cuatro ocasiones alejadas en el tiempo: 1929, 1949, 1987 y 1995. Al principio, nos encontraremos a un Ayala ilusionado, inteligente, eso sí, pero también inexperto y cuya capacidad de asombro estará muy por encima de sus límites posteriormente; el año 1929 se encuadra en el periodo 1926-1930, marcado por una enorme actividad. Recordemos que en 1926 aparece su segunda novela, Historia de un amanecer, de corte tradicional y escribe un gran número de artículos. Intercalará escritos de corte vanguardista, que serán reunidos en el volumen El boxeador y un ángel, en el año 1929, cuando se licencia en Derecho por la Universidad de Madrid. Precisamente por esas fechas publica Indagación del cinema y en 1930, Cazador en el alba. Los dos años siguientes los pasará en Madrid. En la parte incluida en 1949 se trasluce a un autor que ya ha vivido la experiencia de una traumática Guerra Civil y que, como tantos otros, ve como su vida da un giro de 180 grados al exiliarse de su país rumbo a Buenos Aires (pasará allí el periodo 1946-1950). Sorprendentemente, cuarenta años separan las siguientes aportaciones a la obra: 1987 y 1995. Ayala es ya un anciano consagrado como figura literaria internacional, en plenas facultades, además de portador de la experiencia y de la sabiduría que la dilatada trayectoria personal y profesional le han otorgado. Lógicamente, su capacidad de asombro es mucho menor; ¿qué puede dejar perplejo a un hombre cuyo futuro es el mañana, tal y como él mismo afirma, que ya ha recibido de la vida todo lo que había podido imaginar? Esta evolución vital del hombre, del autor, se encuentra acompañada de profundos cambios en la producción del texto que nos ocupa, en paralelo a la trayectoria creativa del propio Ayala. En Indagación del cinema, el tema principal se centra en el asombro ante la nueva atracción universal y los aspectos que más impactan al autor, tales como la creación de nuevos mitos y alguna crítica cinematográfica. Posteriormente, irá ahondando en otros temas más específicos, tales como la relación entre cine y literatura ya que, avanzado el siglo, este ha ido encontrando el encanto en otras muchas cosas, dejando de lado el impacto inicial. Además de la crítica a películas significativas, el final del libro guarda un lugar para el análisis de películas producidas para televisión, demostrando Ayala su conciencia de que el cine ha avanzado hasta invadir la intimidad doméstica.
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Con la evolución del autor, el cine ha vivido la suya propia, como la incorporación del sonido, del color, del sonido estéreo, de la tridimensionalidad o más recientemente incluso de la interactividad, lo cual ha provocado una serie de cambios en la recepción del espectador que han llevado a la configuración de nuevos productos de consumo absolutamente divergentes. Indagación del cinema La primera parte publicada por Ayala como Indagación del cinema hace constar que el cine dejó una profunda huella sobre Francisco Ayala, al igual que en la mayoría de los miembros de la Generación del 27. Teniendo en cuenta que nuestro autor nació prácticamente en paralelo con el cine, su interés por el Séptimo Arte fue precoz e inteligente y apenas siendo adolescente comenzó a publicar artículos y críticas en La Gaceta Literaria y Revista de Occidente. Estos serían posteriormente recopilados en un entonces pequeño volumen titulado Indagación del cinema, el cual constaba de cuatro partes diferenciadas: «Introducción», «Interpretaciones», «Figuras y Notas sobre un “carnet”». Nuestro interés se centra en las dos primeras, en las que a su vez pueden localizarse los apartados «Tipo de arte del cinema», «Dimensión social del cine», «Mitología del cinema», «Efecto cómico del ralentí» y «Los noticiarios». En la introducción a Indagación del cinema, Ayala “prepara” al autor para su inmediata lectura, tal y como sería habitual posteriormente en el resto de su obra. El autor hace una especie de declaración de intenciones acerca del volumen que el lector tiene entres sus manos, introduciendo una frase de especial relevancia “Yo he pensado el cine, mi coetáneo, con amor, con encanto, y hasta con cierto desenfreno”. Y luego continúa: El cine era la nueva cosa estupenda. Todas las fotografías se ponían en movimiento, y los paletos hacían un viaje a la ciudad para ver lo nunca visto. Después, pasados los años, el siglo ha sabido encontrar a Dios en todas partes –aun en las que menos pudiera pensarse–, sin perjuicio de que el cine conserve su temblor religioso y su gran prestigio taumatúrgico.
Y es que el cine comenzó siendo espectacular y atrajo al público por su novedad para poco a poco ir teniendo que buscar recursos en otros menesteres menos perecederos. Así lo entendía también el propio Ayala, como refleja en esta breve introductoria.
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El cine, el autor y el siglo evolucionan parejos hacia nuevos caminos y nuevos destinos. Ayala ha madurado, el cine ha desarrollado múltiples posibilidades y el siglo casi se ha cerrado con numerosos avances tecnológicos y dos guerras mundiales en su haber. Es el siglo del desencanto, de la inocencia perdida. Ayala es consciente de que el cine ha incorporado a la sociedad esa vibración, esa espontaneidad y velocidad adecuadas a los nuevos tiempos que se inauguraban con el siglo. El hermanamiento producido con la fugacidad y con el ritmo lo hacen un arte especialmente acorde con el momento en que ve la luz. El cine era capaz de mostrar mundos y realidades más allá de los que el propio espectador hubiese imaginado y eso hizo despertar las conciencias. El cine fue un sueño hecho realidad, por el cual se podía aprender y conocer cosas que jamás podrían ser aprehensibles de otro modo. Ayala nos presenta en esta introducción el cine como un viaje del conocimiento, un viaje iniciático del aprendizaje, una ventana al mundo de dimensiones y oportunidades jamás imaginadas con anterioridad. Lo asocia con la libertad (“aire libre”) y con efectos curativos (“aire yodado”), así como con el encantamiento mágico, con el canto de la sirena que hechiza y prende sin remedio a quien lo escucha. Sin duda, lo más destacable de la introducción es la relación a los pedazos, a las trizas de las que se compone el libro. Una vez más, tal y como ocurre en El jardín de las delicias y por extensión en el resto de su obra, estamos ante la imagen del espejo roto, cuyas múltiples piezas ofrecen unidas un único reflejo. En este caso ocurre lo mismo; “un manojo de tirabuzones de celuloide”, según el propio Ayala, compone el libro a modo de puzzle y cuyas palabras pueden quedarse obsoletas ya que él es consciente de la fugacidad de la actualidad; afirma haber construido el libro mediante el azar “a ver qué sale”. Esto entronca directamente con el momento de sus escritos, de exploración marcadamente vanguardista, absolutamente relacionados con esos otros relatos como «Hora muerta» (1927) o «Polar estrella» (1928), que se integrarán en el volumen El boxeador y un ángel (1929). El cine como nuevo arte moderno En el apartado que Francisco Ayala titula «Tipo de arte del cinema», el autor se encarga de exponer algunas consideraciones acerca del proceso de comunicación del cine, desde su fase de producción, más evidente, hasta unas fases de circulación y consumo implícitas, si bien no tan destacadas. Él concibe dos tipos de creación dentro de cualquier tipo de arte; de un lado, aquella que trata de fingir toda una realidad, de otro, aquella que se basa en la composición por
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parte del creador de todo un entramado a partir de elementos representativos tomados de la realidad. Es este segundo tipo el que asocia al arte nuevo, aquel en que el creador se halla totalmente libre, sin ningún modelo en el mundo externo, únicamente selecciona de ese ámbito los elementos y los coloca siguiendo unas normas concretas. Esa libertad, aunque mal considerada por la crítica, es una de las cosas más difíciles de conseguir en el proceso creador y más valorada por el visionario autor. Concretamente en el caso del cine, este desprende de la realidad imágenes enterizas, captando de la misma sólo las proporciones estéticas y creando así un mundo casi mágico. Esta posibilidad le es ofrecida al nuevo arte debido a que el objetivo de la cámara tiene una capacidad especial para destacar los valores que configuran un producto artístico. Ayala produce este texto en un momento en que ha quedado totalmente consolidada una nueva conciencia del tiempo, cuya principal característica es la fugacidad, la vivencia de un paso acelerado por los sucesos, que parece arrastrar consigo la estabilidad de todo lo que rodea al hombre. Esto afectará profundamente al nuevo concepto de arte. Este proceso culmina en el siglo XX pero tiene sus raíces en las consecuencias directas de la Revolución Francesa. Ahora se acelera el ritmo de la nueva sociedad debido sobre todo a los descubrimientos científicos, las decisiones políticas y las aplicaciones técnicas, además de las nuevas exigencias del tiempo de trabajo, el modo recién impuesto de nueva vida en la ciudad, etc. Todo esto se escapa al control individual y crea una sensación de desasosiego que impregnará cualquier manifestación artística. La fugacidad de la vida moderna surge de la distancia entre el tiempo de los acontecimientos y el tiempo vital de los individuos, sin que estos posean referencias globales con las que interpretar este desajuste. La evolución de la ciencia a pasos agigantados y la rapidez de las comunicaciones provocan un ritmo de vida que amenaza con desmoronarse. De hecho, el año en que ve la luz Indagación del cinema no es en absoluto un dato trivial; en 1929 Ayala emprende un viaje a Berlín que pone al alcance de su mano una cinematografía hasta entonces desconocida en España, al mismo tiempo que el mundo se desmoronaba por el zarpazo de la Crisis del 20. Pocos años después, la Primera y la Segunda Guerra Mundial sumirán a la población en sendos conflictos bélicos de los que surgirá una nueva sociedad del dolor, de la desgracia. Todas estas transformaciones conllevan desplazamientos en la idea de individuo de la Ilustración y del Romanticismo. En el ámbito social y en el dominio de la comunicación, se van a registrar ciertos cambios; por ejemplo, al
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antaño denominado público caracterizado por su conciencia crítica y por ser sujeto potencial de la ciencia, el derecho y la economía racional, sucede una instancia más amplia y difusa a la vez: la multitud, la masa, camino ya iniciado en el siglo XIX. Por lo tanto, el elemento receptor de la comunicación sufrirá un cambio cualitativo. La relación del arte con la ciudad se hará mucho más estrecha y el cine será un baluarte fundamental en este punto, sobre todo porque el arte moderno no sólo exige invención, o al menos cualquier invención, sino aquella que alude y evoca la sombra indefinible del presente, de la circunstancia, de lo actual. El arte se separa de muchas de sus claves históricas y se lanza a la conquista de nuevos lenguajes en coherencia con su propia situación. Ahora no se puede recurrir a la imaginación del siglo XVIII y XIX, tampoco hay géneros que permitan ofrecer un molde previo para la obra ni una elaboración subjetiva, sino que las referencias de este arte de la gran ciudad se encuentran tropezando con ellas por azar. Esto se relaciona directamente con la forma en la que Ayala dice haber compuesto el volumen de El escritor y el cine, “tirando los dados”, muy ligado a las tendencias vanguardistas del momento y a la peculiar forma de escribir de nuestro autor. Tal y como nos dice Benjamin, el cine ofrece una nueva visión del mundo que nos rodea, destacando los detalles triviales para hacerlos especiales. Ahora emprendemos viajes de aventuras insólitas, ampliamos el espacio gracias al primer plano y el ralentí retarda el movimiento. Lo más destacable es el hecho de reconocer que es distinto lo que se muestra ante nuestros ojos y lo que aparece ante el objetivo de la cámara, el cual es capaz de hacer brotar nuevos significados ocultos. El cine será en este nuevo siglo marcado por las guerras, una vía de escape necesaria para la población indefensa. Sin duda, un salto cualitativo se produciría con la llegada del sonido al ámbito cinematográfico. En 1926 se estrenaría Don Juan, la primera película que incluye el sonido, seguida de El cantor de jazz. Esto produciría un cambio en la Teoría del cine, ya que provoca la desmantelación del sistema de producción del mudo. Algunos teóricos argumentan que es entonces cuando el cine pasa a ser un espectáculo masivo. Arheim, por ejemplo, es un acérrimo defensor del mudo, ya que considera que el sonido dispersa la atención del espectador. Rotha sigue en esta línea, aunque acepta el uso de la música. Ayala, sin ni siquiera prever la incorporación del sonido a corto plazo, ya ha sabido encontrar en el cine su voluntad de aproximación al gran público, plagado de intenciones sociales profundas y posibles manipulaciones en el seno de una sociedad que necesita nuevos valores en los que creer.
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En sus comienzos, el cine sonoro intenta aproximarse a la realidad, y esto supone una gran controversia debido a que el mudo había avanzado hacia un lenguaje plenamente consolidado. El propio Chaplin, rey por excelencia del lenguaje de los gestos, en un texto de 1928 titulado El gesto comienza donde acaba la palabra se manifiesta en contra de las películas habladas, que sin duda supondrán el final de una trayectoria de éxito para un mito de la historia del cine. Francisco Ayala nos sorprende una vez más con una premonición: el cine parlante sería muy beneficioso para los noticiarios, ya que podría ofrecer mayor rigor a la actualidad, a la información. Sin duda nuestro autor se muestra de nuevo como un hombre de su tiempo sin ninguno de los prejuicios en los que se debatía la mayoría de los autores de la época. Dimensión social del cine El autor, especialista en ciencias jurídicas y sociales, presta una atención especial a la repercusión del cine sobre el público y, así, hace la exposición de una ‘teoría’ acerca de los efectos del cine popular y de minorías. Hace hincapié sobre la sorpresa inicial del cine, que da paso a una etapa en la que se pierde la capacidad de asombro porque se han agotado los recursos iniciales. El cine produce un despertar de conciencias en las personas que se exponen a sus efectos, que ya no serán los mismos tras la experiencia. Por otro lado, el cine es un arte válido tanto para multitudes como para minorías, lo que lo hace especialmente peculiar. Permite todo tipo de productos, tanto aquellos que son aptos para la competencia de cualquier espectador medio como aquellos que están dirigidos a un público de una enciclopedia más amplia o más específica. Sin embargo, Ayala se muestra partidario de un cine para el público masivo, no para minorías, porque el arte cinematográfico recoge una serie de intenciones sociales que lo convierten inexcusablemente en un arte de masas, dirigido hacia extensas colectividades. De entre la amplia gama de propósitos sociales que comprende el cine cabe destacar la homogeneización de la población, puesto que se encarga de imponer una serie de valores únicos, universales. Debe existir la posibilidad de validarlos unánimemente, alcanzando una sociedad en la que las diferencias culturales se cubran de un manto de igualdad y esto nos lleve a ser ciudadanos del mundo. Aparte de la imposición de su novedad, el cine sabe ejercer una manipulación y una influencia de niveles insospechados; el contagio de actitudes, gestos, vestimenta, etc. se hace inminente y provoca con ello la aparición de una industria paralela marcada por el negocio a gran escala, debido al modelo
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impuesto a seguir que ha configurado. El cine es, además de un arte, un entramado empresarial. La popularidad del cine hace que este avance rápidamente en el plano industrial; el público hace presión con su demanda de nuevos avances tecnológicos y por ello los productores deben indagar en aras de obtener mayores beneficios. La sorpresa inicial del cine, que surgió con el siglo, dio paso a nuevos avances que mitigarían la capacidad de sorpresa de la sociedad. A pesar de que, como dice Ayala, la “cicatriz de la primera vez queda en la mente de todos”, el público se cansa pronto de ver imagen en movimiento. Ahora el receptor demanda otro tipo de productos, tanto en lo que se refiere a nuevas tecnologías como a nuevos argumentos y este nuevo arte deberá alcanzar novedades visuales y acústicas y se valdrá de la literatura para obtener argumentos que adaptar a la pantalla. Ahora bien, el cine penetra en las conciencias de los espectadores gracias a los mitos. Ayala les dedica una buena parte de su volumen, sobre todo a aquellos que más le sorprenden, tales como Charlot, Búster Keaton o Felix Cat. Estos héroes de la pantalla tienen ciertos rasgos muy marcados que los hacen fácilmente identificables por cualquier receptor. Es destacable como Ayala, a pesar de su periplo por tierras europeas, recoge en esta primera entrega figuras míticas de origen estadounidense. En aquellos años, la implantación de mitos de cualquier índole (cómico, erótico, etc.) venía impuesto desde las tierras norteamericanas en las que se forjaba una industria mundial que aún hoy sigue siendo la predominante en lo que a la imposición de valores y estereotipos se refiere. Francisco Ayala habla de cómo una persona que aparece en la pantalla puede llegar a convertirse en alguien cotidiano en nuestras vidas; el héroe se crea, en parte, por la voluntad de los espectadores, ya que cubre una serie de necesidades del público. El espectador hace una proyección de sus propios miedos y voluntades sobre lo que ve y puede identificarse no ya con un personaje, sino con una acción o una forma de actuar. Los héroes son posibles en el cine y en cualquier arte porque una persona se hace notoria entre una gran masa. Esta es la razón por la cual el cine se hace popular socialmente, porque tiene mitos contemporáneos, que son maleables en el momento de desconcierto social que vive la población mundial. El autor hace referencia a personajes de ficción que se mantienen en muchas tramas argumentales, y así el héroe pasa a ser autónomo, va más allá de la pantalla. En numerosas ocasiones esto provocaba la confusión del actor con el personaje que representaba y lo condicionaba profundamente.
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Esta construcción de nuevos mitos es propia de una época que, según Ayala, necesita creer en algo, se hace imperiosa la creación de nuevos dioses contemporáneos adecuados a los tiempos que corren. El siglo XIX había estado más centrado en la exposición de la intimidad del autor, el intimismo, la subjetividad del individuo, y por ello no fue posible crear héroes. El siglo XX trae nuevos valores no intimistas y ese cambio provoca la entronación de ciertos personajes. Sin duda es Ayala un visionario en este enfoque como en el resto del ensayo. Él preconiza un futuro para el cine en el que la inclusión de valores sociales y otras manipulaciones de todo tipo dirigidas a la multitud son la nota dominante, mucho tiempo antes de que otros sociólogos y teóricos cinematográficos se centraran en el tema y este tipo de cosas quedaran recogidas en corpus teóricos perfectamente sistematizados. El ralentí y los noticiarios Francisco Ayala, además de estas consideraciones generales también se acerca a elementos más concretos en este epígrafe titulado «Interpretaciones». Las dos últimas partes están dedicadas al efecto cómico del ralentí y a los noticiarios respectivamente. El primero de ellos, definido como la “parada de un fotograma”, presenta una cierta similitud a la vez con la muerte y con la eternidad. Ese poder para detener el tiempo y conservar la acción parada durante unos segundos conlleva unas profundas connotaciones estéticas, entre las que destaca el poder del cámara o creador como “demiurgo”. Este hacer el movimiento más lento lo desnaturaliza, hace perder velocidad a la acción y refleja esta como ridícula y triste, dejándonos ver cada punto de la misma. El ralentí lleva a cabo una descomposición del movimiento, pero mantiene constante el objeto sin deformarlo. Ayala se acerca a este efecto con asombro y reflexiona sobre el mismo, aunque sin una voluntad sistematizadora, sino sólo crítica. Por otro lado, el tema de los noticiarios, que ya hemos citado anteriormente, conlleva una paradoja que Ayala expone muy claramente: de un lado, el espectador pide al cine que le lleve a mundos ajenos al suyo con historias impensables para poder evadirse de sus propios problemas; de otro, pedirá a este nuevo arte de la velocidad que le ofrezca la actualidad de los sucesos que ocurren en el mundo. El arte retoma aquí su peculiar carácter que le confiere la posibilidad de crear mundos ajenos y configurar también el nuestro.
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Enlazando con la capacidad homogeneizadora del cine, Ayala ve en los noticiarios un elemento esencial para esa unificación mundial. El hecho de incluir imágenes en movimiento le da una frescura y una actividad ausentes en la radio o el periódico, existe ahora mayor credibilidad al tratarse de información de primera mano. Ayala de nuevo es un visionario, en ese caso respecto de la globalización posterior que traería consigo la implantación de las nuevas tecnologías. Francisco Ayala, ¿teórico cinematográfico? Ahora bien, ¿podemos hablar realmente de una “Teoría” cinematográfica elaborada por Ayala en estas primera páginas de Indagación del cinema? Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, teoría es un “conocimiento especulativo considerado con independencia de toda aplicación. Serie de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos. Hipótesis cuyas consecuencias se aplican a toda una ciencia o a parte muy importante de la misma”. Popper define teoría como “conjetura con la que se intenta captar el funcionamiento o significado de ciertos fenómenos”; por otro lado, Kuhn la define como “un modo de ver que comparte una comunidad de científicos y que se considera eficaz. Saber compartido que tiene validez general”. Por otro lado, Cassetti define teoría cinematográfica como “conjunto de supuestos más o menos organizados, más o menos explícitos, más o menos vinculantes que sirven de referencia a un grupo de estudiosos para explicar en qué consiste el fenómeno en cuestión, en este caso el cine”. Poco a poco la Teoría del Cine se constituye en un saber social y esclarece la idea que la sociedad tiene del cine como hecho cultural y los motivos que le llevan a interesarse por el cine. Para que cualquier elemento tenga carácter de saber teórico, debe ser patrimonio común, es decir, debe haber consenso entre los estudiosos. Ayala no tiene en principio esa voluntad sistematizadora, en su introducción ya lo enuncia, sólo se trata de unas “indagaciones” y es esto mismo lo que da título a las primeras aportaciones. Los primeros testimonios sobre el arte del cine se los debemos a Máximo Gorki, que con su texto El reino de las sombras, se introduce tímidamente en el ámbito de la “crítica cinematográfica” allá por el año 1896, recién nacido este nuevo arte. Su disertación se caracteriza sobre todo por mostrar extrañamiento y marcar profundamente la desnaturalización; el carácter inmoral era evidente
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por el propio lugar de proyección, los lugares de alterne y, a pesar del punto de vista peyorativo de este autor, sabe alabar su semejanza con la realidad. Las primeras teorías acerca del cine intentan demostrar la valía del nuevo invento como arte en un momento de profundo cambio para este concepto como ya hemos apuntado anteriormente. En el seno de las corrientes europeas, estaría Canudo, que ya en 1914 acuña el término de “Séptimo Arte”; él lo considera como la culminación de la obra de arte total, como epicentro de otras artes. Cree que el entramado comercial separa al cine del arte y se establece un debate entre considerar predominante su parte industrial o artística. Otro punto a destacar es el de la universalidad del cine, asimilable y de fácil identificación para el espectador. También en el seno de las corrientes europeas encontramos el Futurismo, que pretende una renovación de la tradición artística. Marinetti, en 1916 afirma que el cine desplaza a la revista y al drama y que por ello debe desvincularse de la tradición y constituirse en un arte nuevo en sí mismo, distanciándose de la realidad. Vertov en 1919 declara que la esencia del cine es el movimiento. Eisenstein en 1921 opina que la teoría del montaje es el principio de la teoría del cine. También propugna el ensalzamiento del cine como arte y ataca el aburguesamiento del mismo. Por otra parte, el movimiento surrealista en 1924 tiene a Breton como su mayor representante. Él relaciona el cine con el inconsciente, lo misterioso y lo oculto. Gance en 1927 compara el lenguaje del cine y de la música y retoma el concepto de obra de arte total. A partir de 1910 el Expresionismo alemán había tendido a buscar la esencia de la realidad por la deformación. En un año como este en el que ve la luz Indagación del cinema, en 1929, los teóricos del momento centran su atención en la validación del cine como arte. Ayala nos sorprende con una prosa clara y contundente y parte sin ninguna duda de que el cinematógrafo es arte. No tiene que sentar ninguna premisa aclaratoria, sino que, sin más, se dispone ya en sus primeras líneas a definir en qué tipo de creación artística puede encuadrarse el cine. Sabe, además, alcanzar profundidades impensables para los teóricos de la época, llegando incluso a rozar sin miedo lo poético para culminar en la esencia misma de la creación cinematográfica. La estructuración general de una teoría comprende los siguientes elementos: un componente metafísico o constitutivo del objeto de análisis, el punto de partida, que sería el cine en este caso. Por otro lado, un componente sistemático o regulador, que comprendería la metodología y los criterios y por úl-
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timo, un componente físico o inductivo, que serían los datos empíricos. Analicemos ahora por un instante si esos elementos están presentes en el ensayo que nos ocupa. El elemento constitutivo del objeto de análisis sí existe en principio, ya que sería el cine. La metodología ya merecería alguna acotación; Ayala no sigue unos criterios específicos para su reflexión sobre el cine, sino que se deja llevar por su entusiasmo hacia el nuevo arte (no olvidemos que se trata de una compilación de escritos anteriores adolescentes). El mismo autor advierte al lector que no va a encontrar un manual, ni siquiera referencias históricas, sino otra cosa bien distinta. Él es consciente de que no es especialista en el tema y por ello reflexiona sobre el cine simplemente como un aficionado, tal y como lo hace ante la pintura. Los criterios que sigue se reducen simplemente a su propio deleite hacia el cine, y se deja llevar por su frenesí. Por último, los datos empíricos estarían constituidos por las distintas películas y elementos del cine que él toma para su análisis. Es evidente que Francisco Ayala no elabora una teoría cinematográfica a la luz de lo expuesto anteriormente en esta primera parte. No es esa su intención, por otra parte; él no tiene una voluntad sistematizadora, sobre todo porque Ayala se suele distanciar bastante de este tipo de intenciones, partiendo de que no es un especialista. La propia estructura del volumen así lo atestigua: se da una mezcla de artículos, críticas cinematográficas, y otros ensayos que dan cabida a apuntes sociológicos, estéticos e incluso morales. El autor es consciente de que el cine ha hecho mella en su vida y en su escritura y esta huella es más que evidente. La sistematización absoluta de las ideas se da a partir de 1945 en torno a dos puntos de partida: el cine considerado como hecho cultural y el carácter especializado. No obstante, Ayala sabe configurar un planteamiento muy novedoso respecto a las teorías cinematográficas; desde su publicación en 1929, Indagación del cinema ha sabido mantener plena actualidad hasta nuestros días, siendo Ayala un precursor de numerosas teorías posteriores e incluso actuales dentro de la trayectoria cinematográfica. Sus alusiones a las intenciones sociales, a la manipulación de la que es capaz el cine y su visión innovadora acerca del cine como arte de vanguardia, el arte que nace con el siglo y con sus nuevas tendencias, hacen de este texto un elemento de especial clarividencia y perspicaces afirmaciones. No se trata de una teoría, pero sin duda sí sus escritos precursores.
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Referencias bibliográficas
gen.
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LA PALABRA ENGENDRADA DESDE LA MUERTE El espacio en «Diálogo de los muertos» Ana F. López Sousa (Canal Sur) Cuestiones previas El estudio de la narrativa de Francisco Ayala siempre nos introduce en la placentera tarea de atravesar un “jardín lleno de delicias” donde podemos detenernos en elementos de compleja significación; y donde llegar a un profundo análisis, sin dejar nada atrás, puede convertirse en un empeño de “muertes de perro”. Hacia tal fin, hemos elegido Los usurpadores para el presente trabajo. Esta obra, que se compone de nueve ficciones, muestra una evolución con respecto a las creaciones anteriores. Ellis Keith señala en El arte narrativo de Francisco Ayala que “en Los Usurpadores, Ayala utiliza aquellos procedimientos que más convienen a su personal visión del mundo y el manejo estilístico de los mismos nos revela a un artista infinitamente más maduro que el de 1930” (Keith, 1964: 98). Otros críticos, como Carolyn Richmond, llegan a considerar esta obra como “una de las joyas de la literatura contemporánea” (Ayala, 2001b: 15). Entre las nueve piezas de ese volumen, nuestro estudio se centrará en «Diálogo de los muertos. Elegía española», el primer relato que Ayala escribe y que terminará siendo colocado en el último lugar a modo de epílogo. A lo largo de sus páginas, nuestro escritor trae a la memoria la impotente angustia que se vive tras la Guerra Civil española. Aunque sería suficiente este relato para zambullirnos en el mundo simbólico de nuestro escritor, la idea del “espejo trizado” que cruza su narrativa y que ha señalado la crítica, nos lleva a conectarlo con el resto de piezas de Los usurpadores. Descubrimos la impresionante capacidad que tienen los textos para significar de forma individual al tiempo que activan las redes semánticas que lo hacen parte de una unidad. Así, «Diálogos» tiene multitud de conexiones con el resto del volumen, que intensifican su sig-
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nificación. No obstante nos limitaremos a «San Juan de Dios», el primer relato de Los usurpadores. F. de Paula A. G. Duarte nos deja claro en el prólogo el tema central de la obra: “El poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación” (Ayala, 2001b: 100). Con «San Juan de Dios» se inicia este tema que se cierra con «Diálogo de los muertos». A modo de lagunas encadenadas, las conexiones se pueden establecer desde el primero hasta el último o en la dirección inversa. Nos centraremos en el valor espacial de sus elementos y cómo sus personajes se mueven por esos mundos ayalianos. «Diálogo de los muertos» no sólo es el primero que escribe para este volumen, también es la primera creación tras la Guerra Civil española. Así nos lo explica Ayala cuando recuerda su llegada a Buenos Aires como colaborador en La Nación: Los artículos que entonces empecé a escribir para La Nación eran sesudas elucubraciones de tipo más bien sociológico, o político-social, y sólo de vez en cuando crítico-literario, pues ni el lugar, ni menos aún el estado de mi ánimo, se prestaban demasiado a destilar esencias poéticas y desnudar con ellas la intimidad. (...) Mi primer escrito de creación literaria tras la guerra civil había sido una pieza de tono sombrío, el «Diálogo de los muertos», que publiqué en la revista Sur en 1939, y que habría de incorporarse como epílogo a Los usurpadores diez años más tarde (Ayala, 2001a: 278).
Más allá del marco histórico al que pertenece «Diálogo», la mirada de nuestro escritor alcanza una perspectiva objetiva y lúcida que le permite distanciarse de los hechos vividos. Ayala ha recogido en Los usurpadores una cadena histórica de acontecimientos donde se exhiben distintas formas de usurpar y «Diálogo» es un eslabón más de dicha cadena. Este ejercicio de distanciarse con respecto a lo singular de los acontecimientos, ha sido una actitud constante en cualquier escrito de Ayala. Baste recordar la conversación que Ayala recoge en sus memorias con su hermano Vicente en Argentina: “(…) nuestra primera conversación fue un relato de los horrores vividos y presenciados por él en el penal de Burgos. Como no tengo ningún placer en la crueldad, me abstendré de consignar aquí nada de las muchas cosas espeluznantes que me refirió durante varias horas” (Ayala, 2001a: 278). De este modo, «Diálogo de los muertos» es toda una prueba de la postura de nuestro intelectual ante el mundo. Ayala traspasa el primer impulso de condenar los hechos, que no dejan de producirle un tremendo dolor, para poder
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alejarse y conseguir un retrato más amplio de la condición humana. Ayala lo expresará en una carta literaria dirigida a H. Rodríguez Alcalá en 1963: El escritor opera siempre en respuesta a la experiencia que el mundo le ofrece; hace con ella lo que puede, y sólo está obligado a tratar de hacerlo, eso sí, lo mejor que pueda. Cuando, pasada mi juventud, volví yo a producir obras de imaginación, la experiencia que debía de elaborar era la de la Guerra Civil española sobre el fondo de la Segunda Guerra Mundial. Si para elaborarla elegí por lo pronto episodios del pasado histórico fue, claro está, para tomar distancia frente a esa experiencia y procurar desentrañarla, es decir, objetivarla en formas artísticas. De ahí ese énfasis al que usted llama estilo “noble” y que alguien llamó “elocuencia”, resultado probablemente de tensiones emocionales que buscan transporte, mediante el acento patético, al plano de la creación literaria (Ayala, 1972: 121).
Al situarse más allá de las características concretas de los hechos, sus creaciones literarias se hacen universales. Eleva su punto de vista para recoger los elementos que tenemos en común los hombres ante circunstancias similares, aunque pertenezcamos a diferentes lugares o épocas. Su obra se queda con la esencia de nuestra condición y las características particulares de los acontecimientos históricos pasan a un segundo plano como parte anecdótica. Aunque «Diálogo» recoge un momento de la historia de nuestra España reciente, va más allá de eso para ver el fruto de la incomprensión humana; la usurpación del bien más preciado: la vida. Esto significa que los temas tratados en Los usurpadores siguen siendo actuales, como Ayala destaca: “proyectan sobre diferentes planos del pasado angustias muy de nuestro tiempo” (Ayala, 1972: 155). Ese distanciamiento que Ayala busca en su escritura, le lleva a no utilizar «Diálogo de los muertos» como un arma arrojadiza. No quiere ejercer desde su obra una lucha política ni sobre la Guerra Civil española ni sobre cualquier otro pasaje de la historia de la humanidad, como señala en el artículo «Las letras como armas»: “(…) emplear el arte poético como instrumento de propaganda es tanto como abusar de tan delicado don, prostituir la poesía. (…) pues si quiero defender algo no voy a hacerlo con una novela” (Ayala, 1996: 114-115). La tierra, una línea divisoria entre la vida y la muerte La narración arranca en un espacio incierto donde sentimos la descripción de cada uno de sus elementos con la voz quebrada por el sufrimiento y la muerte:
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“(…) el viento se lleva a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos, y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes” (247). Es un comienzo fuertemente visual donde Ayala mezcla los tonos azules del cielo con el negro de los árboles dentro de su paleta narrativa. Se ha despejado el cielo que se pinta de un azul “inverosímil” después de que la lluvia hubiera limpiado el ambiente de la sangre y el dolor que se han respirado durante la contienda. En un paralelismo de estructuras, también encontraremos una descripción visual al inicio del primer relato de Los usurpadores. Nos coloca delante del cuadro donde está retratado «San Juan de Dios». La hermosura de la imagen del santo está conseguida a través de diferentes tonalidades: “sus ocres, y sus negros, y sus cárdenas, y aquel ramalazo de luz agria” (107). En ambos relatos, Ayala nos sitúa ante una imagen para que apreciemos con incertidumbre sus contradictorios detalles. De esta forma, nos avisa sobre la también compleja realidad. Con esos planos visuales detectamos muy pronto que debemos mantenernos bien atentos porque todo lo que se muestre a continuación está repleto de matices. Así, para unir el puzzle que, como ejercicio de romper la realidad en trozos mantiene Ayala, tenemos una repetición de sus estructuras narrativas que nos guían. Es nuestro camino de losetas amarillas, que nos permite recorrer las conexiones que existen entre los diferentes espacios. En «Diálogo» se nos muestra el espacio y el tiempo inmediatos al fin de la terrible contienda donde todo ha sido arrasado: “La tierra ha quedado abandonada, sucia. Perros famélicos van de un lado para otro poseídos de su tristeza inefable; husmean; siguen huellas de personas que ya no existen; (…) rendidos, se tienden con el hocico sobre las patas –desvelados, añorantes, alucinados, locos, sin amo, sin casa, sin sombra” (252). Estelle Irizarry considera que “el mundo que queda después del holocausto comentado por los muertos es perruno” (Irizarry, 1971: 144). La vida, en cualquiera de sus formas, ha desaparecido, y sólo quedan esos perros sin sombra vagando de un sitio para otro. Y aquellos que se consideran vivos, “no son sino sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías, aterrorizadas” (249). Creen que están vivos cuando han sido abandonados por la vida misma; “tienen el alma muerta” después de ser mordidos por el odio y la barbarie. Conoceremos las tremendas heridas que han atravesado “la piel de toro” a través de las tétricas palabras de los muertos bajo la tierra: “una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda como ruido de pasos sobre las hojas caídas en un sendero, sucias de barro y de invierno” (248).
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La superficie de la tierra, tal y como aparece en el cuadro (*) que aparece más adelante, es un eje que divide claramente dos espacios: arriba y abajo. El frío de las lágrimas y los alaridos sordos permanecen sobre la tierra. Los árboles son de un color negro, sin hojas que envuelvan su tristeza. La tierra está habitada por la “nada”, por el “silencio”: “No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la tronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra...” La gran fuerza de esta parte está en la reiteración de sus elementos, algo que se mantendrá hasta el final. Este fragmento repite “nada” en cuatro ocasiones y en tres “silencio”. Desde el comienzo del relato, el autor nos deja sin lugar donde agarrarnos ni visual ni auditivamente. Ayala nos obliga a colocarnos ante “la ausencia y el vacío”.
CIELO
(limpio, azul inverosímil)
NADA / SILENCIO SOBRE LA TIERRA BAJO LA TIERRA MUERTOS / PALABRAS * Cuadro sobre la división del espacio en «Diálogo de los muertos».
Se ha eliminado cualquier elemento sobre la tierra, “no había nada por ninguna parte” y sólo reina el “silencio”. Un silencio que incomoda, lejos de transmitir paz y tranquilidad. Es un “silencio húmedo”, que “calaba hasta lo más hondo”, para hacernos sentir la “ausencia y el vacío de la refriega”. Además de la lluvia, ese silencio profundo ha empapado la tierra y sobre ella, ese vacío llena el espacio y el tiempo. Todo se reduce, en definitiva, a la “nada”.
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Los vivos, una mascarada de la muerte La idea de que el hombre está sujeto al juego de las apariencias está presente en éste y otros relatos de Ayala. Uno de los muertos se preguntará desde su entierro junto a otros cuerpos: “–En esa mascarada de la muerte, ¿quién es quién, y quién conoce a quien?” (248). Esta idea conecta con el tema tratado en «Día de duelo» donde el narrador señala: “nos has dejado tu cuerpo muerto. Eso es lo que está ahí: tu cuerpo, tirado, raro, increíble como una careta olvidada en el diván de un palco” (1996: 117). En «Diálogo», la muerte ha repartido sus disfraces para que todos interpreten el papel de su contrario. Mientras que los muertos proyectan el mundo a través de sus palabras, los vivos son fantasmas sobre una tierra donde lo único que existe es la nada: “Los muertos proyectan su visión sobre los vivos y manifiestan que son ‘fantasma, nada’, por lo tanto, continúan diciendo: ‘Son proyección nuestra, fantasma, nada. Si hablan, nada dicen; (...) Se ríen, es con risa hueca de calavera, con risa de nervios y espanto’” (249). En «San Juan de Dios», siguiendo ese juego de máscaras, Felipe Amor es un personaje que en su propio apellido encierra la contradicción. Después de abrazar a su primo señalará: “solo ahora venimos a recordar que nuestro común apellido dice amor y no odio”. Felipe Amor se ha dejado llevar por su sed de venganza y ha actuado de forma opuesta a lo que su apellido significa, llegando a la conclusión de que “no somos sino el despojo de nosotros mismos”. De esta forma, el hombre que se esconde bajo la máscara de la usurpación, queda reducido a una mueca de sí mismo. Por este camino, los muertos han comprendido que el alma de los vivos también ha sido usurpada. Hablan de los vivos como “fantasmas” y dicen que “el alma, todos la tienen muerta”. Cuando llegamos a este momento del relato donde se nos cierran todas las puertas y creemos que no hay salida, surge en ellos el sentimiento de compasión: “¡Pobres vivientes! ¡Cuánta compasión merece su suerte! Creyeron haber escapado con vida, y la vida se había escapado de ellos” (249). El estado fantasmal de los vivos es consecuencia directa de haber ejercido su “hábito criminal”. Al quitar la vida a otros, al asesinarlos, se han privado al mismo tiempo de su propia vida. La suerte de su destino ha sembrado la tierra con ese mismo triste final. Así, no sólo “los responsables de la tragedia”, “los verdugos” y “sus partidarios” han sido dañados irreparablemente en su condición humana sino que también ha afectado a “la inocencia patética de los recién nacidos” y al “titubeo de los viejos, a quienes de pronto se les ha hecho
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desconocido el mundo”. Todos están condenados a vivir en ese estado mortecino pero, al mismo tiempo, “todos merecen compasión” (251). Será este el único momento del relato donde el aire de crudeza y aflicción que lo envuelve, se escape por la puerta de la compasión. Una de las consecuencias de la contienda es el lamento de los muertos que conocen bien el daño irreparable que ha sufrido el país en esta lucha. El resultado ha sido dramático, “por nuestra obra, toda la geografía de norte a sur y de oriente a occidente, toda la geografía es cementerio” (252). No hay distinción para vivos y muertos pues todos han protagonizado y han padecido las atrocidades de la guerra. No sólo los muertos forman parte de los cementerios, sino que los vivos también llevan sobre su corazón otras muertes: “Y los hombres mismos son cementerios de sus muertos: padres, hermanos, hijos, amigos. Y enemigos. Enemigos, sí; que también los enemigos se llevan sobre el corazón, y hacen hediondo el aliento de quienes los han matado con sus manos o con el deseo” (252). El aliento es, según la tradición bíblica, generador de vida pero aquí es “hediondo”, ya que se ha provocado la muerte con las manos o el deseo. Los vivos “tienen corrompidas las raíces del ser” (250). Así nos lo explica Estelle Irizarry: Ayala acentúa la degradación del ser humano cuando desciende a niveles de conducta animalesca, con elementos inmundos y olores malos. (…) La fetidez de la pudrición moral aparece una y otra vez en las ficciones de Ayala: el aliento hediondo de «El Doliente», y de “los que han matado con sus manos o con el deseo” en «Diálogo de los muertos» (Irizarry, 1971:152153).
Bajo la tierra, está la palabra La línea transversal de la tierra coloca a los muertos abajo. No importa su número y su identidad. Todos quedan convertidos en tierra “sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales”. Si las diferencias ideológicas los alinearon en distintos bandos durante la lucha, una vez muertos, todo se mezcla bajo la tierra sin tener importancia si te encuentras junto aquel al que amaste u odiaste: “Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad”.
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Y la muerte iguala a todos. El destino del hombre le lleva a la muerte donde se iguala su condición social y se confunde su postura ideológica. Bajo la tierra, ese número infinito de muertos que había llegado a la batalla para enfrentarse con el otro, acaba formando parte de una misma unidad: “-Ya todo acabó; ya todos somos uno. Nos une la tierra, nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino”. La palabra arrancada por una muerte violenta no se queda por decir, permanece. La diferencia es que ahora no se trata de odio ni de amor, porque bajo la tierra, todo se mezcla: “-Convertidos ya en suelo patrio, en jugo nutricio de Historia, en dolor y orgullo de los que aún viven y de los que vivirán después” (249). Mientras arriba la nada y el vacío reinan, bajo la tierra se instala la palabra en la voz de los muertos. Desde este plano y ante el silencio de arriba, perciben que ellos son los únicos poseedores de la palabra. Son los que reflexionan sobre lo ocurrido, invirtiendo el estado de las cosas, ya que los vivos “si hablan, nada dicen”. Y llegan a la conclusión de que los vivos sólo aparentan estarlo. En realidad, son un reflejo, una ilusión de los enterrados. Los vivos han sido dañados en la contienda y, aunque conservan vivo el cuerpo, también tienen el alma muerta: “-Ni en puridad existe. Pues parecen seres vivientes, y quizá creen serlo: pero no son sino sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías, aterrorizadas. Muchos tienen miembros de su cuerpo pudriéndose ya entre nosotros, el alma, todos la tienen muerta.” (249). Hemos hablado de que la muerte ha intercambiado los papeles. Son los muertos con sus cuerpos mezclados con la tierra, “entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia” (248), los que están engendrando vida. También con la palabra, con su aliento sin futuro, con su diálogo “sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas” llenan el enorme vacío vital que han dejado los vivos: “Pero apenas puede concebirse que otros seres humanos sigan viviendo más allá de nuestra muerte, a nuestras espaladas, ni cabe imaginar si quiera tal vida. ¿Habían de ser ellos sangre caliente de nuestra sangre helada, y podrían comer los frutos regados con el jugo de nuestro corazón?” (240). En esta reflexión sentimos que “lo de fuera y lo de dentro –tal como señala Gaston Bacherlard– son los dos íntimos; están pronto a invertirse” (Bacherlard, 1994: 256). Tan conscientes son de la situación y del peso que llevan como muertos, al haberse invertido la función de su estado, que algunos se preguntan por qué tienen que comparecerse de los vivos: “-Y ¿hemos de ser nosotros quiénes los compadezcan a ellos, que viven o creen vivir, culpables y trai-
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dores; nosotros, la legión innumerable de los sacrificados, de los estamos comiendo tierra y los que comen, por comer algo, la yerba y las raíces?” (251252). En esta idea vemos que los muertos han tomado la actitud de los vivos en toda su extensión. De este modo, su reflexión y ese estar convirtiéndose en polvo al lado de un amigo o un enemigo, les lleva a meditar sobre los males que acechan a la humanidad tales como el odio, el rencor y la guerra: -Esta mano –dijo uno–, este puñado de huesos que se quiere hundir en la caja vacía de mi pecho, ¿perteneció a un amigo o a un enemigo? Siempre ahí oprimiendo mi esternón con cruel ensañamiento de guitarrista, ¿no podré saber cuál fue ese gesto de aquella hora para conmigo? La incertidumbre de aquel brazo que se ha hecho eterno traslada a la eternidad la angustia de mi vida, dándole fórmula definitiva y simple.
En primer lugar, escuchamos la preocupación por una mano que no sabemos de quién es, si amiga o enemiga. Habla desde un cuerpo muerto donde todo en él, incluido el esternón, ya no tiene vida, al igual que la mano que puede continuar cruzándole el pecho de forma asesina o como abrazo fraternal. Ambos se convertirán en alimento de la tierra, son tierra misma. ¿Qué sentido tiene saber si era de un amigo o un enemigo? Esta incertidumbre que se vierte sobre la mano, es el peso que le acompañará de forma angustiosa toda la eternidad. De ahí que la culpa y el perdón sean dos de los temas que atraviesan de una a otra parte Los usurpadores. El perdón será buscado tanto por los vivos como por los muertos para alcanzar el descanso consigo mismo y, por tanto, con el mundo. Nos encontramos sin un cielo para descansar, como es habitual en la concepción ayaliana. La eternidad se consigue en la tierra, está pegada a nuestros actos y si tenemos libre nuestra conciencia de “culpas” podremos hallar la paz tras la muerte. Así, Ellis Keith dice que “el tono de desesperanza se agudiza por la permanencia de sus personajes en una situación infernal perenne, sin vislumbre alguno de paraíso ni aun de purgatorio” (Keith, 1964: 62). La duda recorrerá con el muerto toda la eternidad y, mientras se plantea esa duda de si sus huesos se están convirtiendo en polvo junto a un amigo o un enemigo, sus pensamientos se activan en monólogo constante sin alcanzar el descanso: “lanzados ahora como tristes pingajos a la intemperie para rumiar sin tregua su culpa” (250). Las manos también aparecen en «San Juan de Dios» señaladas en dos ocasiones. La primera de ellas, al inicio del relato cuando se nos describe el cua-
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dro del santo, destacando que están agarradas “sobre el mástil de un crucifijo”. Por otro lado, Felipe Amor es un personaje que terminará castigado por su propia trampa, perdiendo las dos manos a la altura de los muñones. Su propia mano ejecutora es finalmente cortada por una equivocación de los criados que le confunden con su primo, al que pretendían mutilar en venganza por haber tocado de forma ilícita a la esposa de Felipe Amor. Se pone de manifiesto, ese doble juego, cruel y justiciero, que está presente en toda la narrativa Ayala. La justicia no procede de un poder divino y superior sino que el hombre suele ser condenado por un destino que ha ido tejiendo poco a poco con cada uno de sus actos. De todo lo anterior se desprende un gran dolor, ya que los muertos reconocerán que “por rehacer el país lo hemos deshecho”. La parte más oscura y patética del ser humano que florece con el odio, inunda de muerte todo lo que toca. Sobre la tierra no hay nada y bajo ella, son los muertos quienes lanzan sus monólogos en una reflexión profunda y seria sobre lo que ha sucedido. Podemos recordar aquí, entre las páginas que Francisco Ayala escogió en El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, algunas ideas de “Antimaquiavelo”: No se pierden los hombres porque no saben ser malos, sino porque es imposible que sepan mantener largo tiempo un extremo de maldades, no habiendo malicia tan advertida que baste a cautelarse sin quedar enredada en sus mismas artes. ¿Qué ciencia podrá enseñar a conservar en los delitos entero el juicio a quien perturba la propia conciencia? (Ayala, 2001c: 49)
En este relato, Francisco Ayala lleva a los muertos a una vida eterna pero sin carga divina ni celestial. Los muertos permanecen atrapados en el limbo de su conciencia, más allá del cielo o del infierno. Y están condenados a compartir angustiosamente la vida ilusoria de los “vivos”. Ayala le otorga a los muertos vida propia y el poder de la palabra, una palabra entendida como “verbo”, como encarnación. Pero, ¿qué engañosa vida se puede gestar desde la muerte? La palabra, ese sistema de comunicación que nos ha ayudado a desarrollar nuestra capacidad de razonamiento y de relación, ha quedado relegado como herramienta de los muertos. Sólo ellos pueden expresar sus pensamientos mientras que sobre la tierra, transita el más absoluto silencio. Por tanto, la línea de la tierra que divide entre “vivos” y muertos, también señala el arriba con el silencio y el abajo con la palabra. En Sólo la palabra, María Zambrano dice: La palabra escondida, a solas celada en el espacio del silencio, puede surgir sosteniendo sin darlo a entender un largo discurso, un poema y aun un filosófi-
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co texto, anónimamente, orientado el sentido, transformado el encadenamiento lógico en cadencia; abriendo espacios de silencios incolmables, reveladores (Zambrano, 2002: 99).
Así en la tierra como en el cielo En Los usurpadores, cielo y tierra se incluyen en el círculo de la humanidad. Y los actos de sus protagonistas quedarán atrapados en un bucle continuo en la espiral de la historia. Así, «San Juan de Dios», el primer relato de Los usurpadores termina con un párrafo donde se nos recuerda cómo fue aquel día que vio nacer al santo: “entre otros prodigios, se había visto una gran claridad en el cielo, y las campanas de la iglesia repicaron sin que nadie las tañase” (131). Cuando llegamos al final del libro y cerramos el círculo –tal como plantea Carolyn Richmond–, «Diálogo» tiene un final descriptivo con un sonido distinto: “En la oscurecida tierra sólo se oía un rumor de oculta acequia” (254). En «San Juan de Dios», el sonido, aunque se presenta terrenal, parece estar salpicado de ciertos destellos divinos. Hubo una “gran claridad en el cielo” y nadie hizo sonar las campanas. Pero decimos que sigue siendo terrenal porque el anuncio de las campanas no evita que el santo tenga que recorrer un duro camino para ganarse su gloria. En cambio, «Diálogo» termina menos esperanzador al dejarnos con ese sonido triste y lánguido del rumor continuo de una acequia. Desde ella, seguimos escuchando el profundo lamento que los muertos nos han dejado a lo largo del relato. Pero cielo y tierra se inscriben para Ayala en un universo único donde la condición humana es quien verdaderamente marca el paso de sus días. De este modo, el sonido es el único asidero que nos deja el escritor al final de ambos relatos. En unas ocasiones, tenemos una puerta abierta a la esperanza y al cambio, desde ese cielo cruzado por el sonido de campanas; en otras, la tenemos cerrada al dejarnos con el rumor casi perdido del agua de una acequia. Indudablemente es una forma de marcar el paso del tiempo, un sonido que escapa de nuestras manos, se escucha pero es intangible, no permanece en nuestra memoria. Esta preocupación la encontramos a lo largo de su narrativa. Por ejemplo en El jardín de las delicias: “El tiempo no se deja capturar en una fotografía, como tampoco cabría encerrarlo en las estrofas de un soneto. ¿Para qué, entonces, tanto afanarse en vano?”(1999: 228).
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No obstante, sabemos que todo volverá a ser normal desde ese rumor del agua en la acequia: “seguirán su curso los ríos, de nuevo limpios después de haber arrastrado pesados, lentos despojos” (249). Pero la esperanza se ha ido con ellos y ahora nos queda, junto al “odio conmovedor de los niños” y “el dolor orgulloso de las mujeres”: - La fe sin esperanza. - La obstinación sin salida. - La virtud sin loa. - El deber sin reconocimiento y el sacrificio sin premio.
Ante esta situación, Ellis Keith recuerda que “la desesperanza, la falta de salida, la virtud o el deber sin reconocimiento se reduce al hecho concreto de la guerra” porque “cuando el hombre hunde su condición humana bajo el fango y animaliza su condición de ser en el mundo, ahí es donde todo se reduce a nada” (Keith, 1964: 63). El escritor señala, en la introducción a Mis páginas mejores, que en “Los Usurpadores el tono es serio; se contempla el mundo con un ‘temor y temblor’ que implica respeto, y la distancia que él impone.” (1971: 177). La fuerte marca que la Guerra Civil ha dejado en Ayala, se muestra en este relato donde el dolor y el lamento sitúa a los personajes en una situación sin salida. Una vez que han muerto, están atrapados por sus propios cuerpos, no hay liberación posible. Nuestro escritor sitúa a todos sus personajes frente a un espejo, que es la línea de la tierra que pisamos, donde “el arriba y el abajo” se confunden. Los vivos actúan como muertos y los muertos dialogan como si estuvieran vivos. Encontramos en María Zambrano una reflexión sobre la grandeza de la palabra perdida: No sólo el lenguaje sino las palabras todas, por únicas que se nos aparezcan, por solas que vayan y por inesperada que sea su aparición, aluden a una palabra perdida, lo que se siente y se sabe de inmediato en angustia a veces, y en una especie de alborear que la anuncia palpitando por momentos. Y también se la siente latiendo en el fondo de la respiración misma, del corazón que la guarda, prenda de lo que la esperanza no acierta a imaginar. (...) La palabra que se va con la muerte violenta, y la que sentimos que la precede como guía, las guías de los que, al fin, pueden morir (Zambrano, 2002: 87).
Así sea en la tierra como en el cielo. San Juan de Dios, al principio de la obra se arrodillará en el templo para gritar sus pecados mientras busca su salvación entregando su vida a Dios. Por otro lado, en la contienda de «Diálogo
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de los muertos», la palabra se utiliza para sembrar la tierra con un rumor de lamentos. Tanto en el cielo como en la tierra, la palabra es la única redención para el ser. Es lo único que le hace vivir, aún estando muerto. Referencias bibliográficas AYALA, F. (1972): Confrontaciones, Barcelona, Seix Barral. —. (1996): En qué mundo vivimos, Madrid, El País Aguilar, «El viaje interior». —. (2001a): Recuerdos y olvidos, Madrid, Alianza Editorial, «Biblioteca Ayala». —. (2001b): Los usurpadores, Madrid, Cátedra, «Letras Hispánicas». —. (2001c): El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, Barcelona, Península, «Ficciones». BACHELARD, G. (1994): La poética del espacio, Madrid, Fondo de Cultura Económica. IRIZARRY, E. (1971): Teoría y creación literaria en Francisco Ayala, Madrid, Editorial Gredos, «Biblioteca Románica Hispánica». KEITH, E. (1964): El arte narrativo de Francisco Ayala, Madrid, Editorial Gredos. ZAMBRANO, M. (2002): Claros del bosque. Barcelona, Seix Barral, «Biblioteca de Bolsillo».
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ESPACIOS DE DICTADURAS: LA SOMBRA DEL CAUDILLO Y MUERTES DE PERRO. A UN LADO Y A OTRO DE LA FRONTERA POSMODERNA Mª Elena Barroso Villar (Universidad de Sevilla) Introducción La escritura de Francisco Ayala guía por caminos tan complejos de la cultura e invita a interpretarla desde ópticas tan plurales como el universo que desvela, ancho de miras, resistente al cerco. Por más que nos acerquemos a él, deja siempre interesantes líneas de fuga que estimulan a indagar en la dirección a que se orientan y dilatan el espacio de la interpretación, de por sí holgado, por más que se atenga a las pautas del discurso. Además, si el proceso interpretativo activa múltiples conexiones intertextuales, esas que los llamados postestructuralismos enfatizan sobremanera y hasta llegan a entenderlas al modo de enorme galaxia donde quedan diluidos quien escribe, quien lee e incluso la obra misma, dada mi particular situación de lectura podría decirse que me es casi inevitable conectar Muertes de perro, la ficción que Ayala ubica en un lugar hispanoamericano bajo dictadura, con La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, a la que hube de acercarme por vez primera hacia 1970. Por supuesto, el asociar esos relatos de Ayala y de Guzmán nada tiene que ver con una posible pesquisa sobre influencias. Censurada la mexicana allá y aquí, de hecho pasaron demasiadas décadas para que pudiéramos acceder a ella sin dificultad. La edición de Antonio Castro Leal, en el primero de los dos volúmenes de Aguilar dedicados a la novela de la Revolución mexicana es de 1965 y durante mucho tiempo fue la más asequible, o la única, en España1. La de Ayala tuvo que salvar en nuestro país los escollos de pertenecer a la llamada literatura del exilio. 1
Resulta obligado destacar ahora la edición crítica (2002), coordinada por Rafael Olea Franco.
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La convulsión estudiantil de 1968 proyectó en México la evidencia de que su sistema político había entrado en crisis. Por entonces Guzmán publicó en el semanario Tiempo ataques contra los ‘agitadores’ y en defensa de la política de Díaz Ordaz, incluso después de la masacre de Tlatelolco. La devaluación de la actitud política de Guzmán se proyectó en la de su obra y, por eso, aunque hayan sido escasos, no faltaron importantes comentarios negativos acerca de La sombra del caudillo. Los aledaños de 1987, centenario del nacimiento del escritor, estimulan reivindicarlo y las publicaciones de sus libros, ya frecuentes, son acicate para estudios ponderados que, en conjunto, destacan tanto el largo alcance de esta novela en el panorama literario de México como el de la aportación intelectual guzmaniana a la cultura de este país durante el pasado siglo. No quisiera que se sobreentendiesen siquiera excesivas y engañosas semejanzas entre las peripecias personales, sobre todo especulativas, de estos dos autores, pero se da el caso de que uno y otro viven ciertas experiencias afines como exiliados. Aunque con muy diferente manera de implicarse, los dos tomaron partido ante una situación política: Ayala, aquí, por la República; Guzmán, allí, por distintos gobiernos o facciones revolucionarias. Iberoamérica y EE.UU. acogen a Ayala; antes, EE.UU., Italia, París y, sobre todo, la España de la República, a Guzmán, una de las figuras más allegadas en lo personal y en lo político a Manuel Azaña, en cuyo gobierno desempeñó importante papel asesor, contribuyendo en alto grado a impulsar el periodismo republicano. Una actividad intelectual vinculada a la enseñanza universitaria en Norteamérica, a la fundación y a la colaboración regular en prensa periódica, al análisis del acontecer coetáneo, a la escritura literaria narrativa, es parte sustantiva de sus “pasos en la tierra” en ambos escritores. Puesto que la trayectoria de Francisco Ayala es bien conocida entre nosotros, no me permito ni resumirla aquí. Me contentaré con extraer aquellas palabras suyas durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes: […] pues es lo cierto que en alguna manera se encuentra uno emplazado en tierra de nadie. Nacido en Andalucía, tomé parte, desde Madrid, durante la época juvenil de mi vida en los movimientos literarios de vanguardia, que se desenvolvían en estrecha correspondencia con los simultáneos de Barcelona, Buenos Aires, México y La Habana. Luego, las consecuencias de nuestra Guerra Civil, en la que actué como ciudadano (pero no por cierto como escritor) al lado de la República, me llevarían a reanudar mi producción literaria en varios países de América; hasta que por fin, veinte años más tarde, me fue dado reintegrarme (en puridad, casi reintegrarme) a España, el curso de cuya literatura había sido entre tanto –también a consecuencia de la guerra misma– un curso anómalo por relación al resto de las letras castellanas.
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En cambio, creo imprescindible resumir la del novelista mexicano, pues cabe la posibilidad de que resulte más ajena. Martín Luis Guzmán se implicó personalmente durante el desarrollo del acontecer revolucionario: había participado en las manifestaciones a favor de Francisco I. Madero y contra el gobierno de Porfirio Díaz. Ingresó en el Partido Constitucional Progresista y en el Ateneo de la Juventud, la renombrada institución fundada en 1909 que aglutinó a intelectuales como Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, entre otros. Colaboró con las fuerzas de Iturbe, Obregón, Carranza y Villa. Cuando la rivalidad entre estos últimos, estuvo prisionero de Carranza y obtuvo la libertad por la convención de Aguascalientes. Al romper con Villa el presidente del gobierno convencionista, Eulalio Gutiérrez, Guzmán se exilió primero a Estados Unidos y enseñó Literatura española en la Universidad de Minnesota, además de publicar en diversas revistas y diarios, dirigiendo algunos. Luego, tras un corto regreso a su país, vino a España, donde ya había vivido un fugaz primer exilio. Residió en Madrid desde 1925 a 1936. Su biblioteca estuvo entre tantas desmanteladas por el franquismo. Guzmán fue editorialista y director de varios periódicos madrileños, como El Sol y La Voz. Precisamente en Madrid editó en libro El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929), Antes, las había publicado por entregas en prensa estadounidense y mexicana (La prensa, La opinión, El universal) y esto explica que haya dos textos de la novela que aquí me interesa, cada uno con variantes inherentes a la peculiar estrategia comunicativa de su soporte. Sus otras publicaciones anteriores habían sido dos volúmenes de ensayos: La querella de México y A orillas del Hudson. Cuando Guzmán regresó a México, obtuvo diversos reconocimientos culturales y políticos (miembro de la Academia mexicana de la Lengua, Embajador plenipotenciario de México ante la ONU, premio Nacional de Literatura…), siguió colaborando en el último periódico citado, fundó y dirigió el semanario Tiempo, difundió la obra de los más importantes pensadores liberales del país y continuó la creación narrativa, entre la que destacan los títulos agrupados en el volumen Memorias de Pancho Villa (El hombre y sus armas –1938– Campos de batalla –1939–, Panoramas políticos –1939–, La causa del pobre –1940–, Adversidades del bien –1941–), escritas con enunciado autobiográfico. Al elegir la perspectiva dominante desde la que abordar las dos obras que he dicho, no sigo las pautas casi codificadas ya de los estudios sobre la que suele llamarse novela del dictador hispanoamericano, ni me propongo jalonarlas en su trayectoria (donde, por cierto, casi sistemáticamente se vino –y todavía se viene– omitiendo las dos), porque esta lexía implica que hay un conjunto de
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novelas de las que se pueden predicar atributos muy homogéneos de tipo compositivo, sintáctico, discursivo y pragmático, tales que configuren un subgénero. Sin embargo, por más que haya devenido tópica esa consideración genérica, puesto que no faltan razones de peso para cuestionarla, me decanto por esbozar ahora ciertas claves de sentido entretejidas en los que prefiero considerar solo dos espacios novelescos de dictaduras, cuyas afinidades y divergencias se vertebran a su vez en estrategias discursivas separadas a menudo por ciertas convencionales texturas del que solemos conocer como tiempo posmoderno. Haciéndolo, me obligo a declarar qué entiendo por espacio del relato, concepto muy poliédrico, y qué aspectos suyos selecciono, dada la amplitud del horizonte nocional que abarca, imposible de contemplar del todo aquí. No puedo proponerme siquiera proyectar el foco de atención sobre todas las vertientes del cronotopo bajtiniano, concepto de solvencia teórica y de fecundidad crítica reconocidas, aunque su aplicación por parte del mismo Bajtin no deje de plantear preguntas importantes. En apunte breve, resumo que consideraré el espacio de las dos novelas como efecto de interferencia entre escenario y vida, es decir, como marco, lugar en donde acontecen las historias, y tejido de conducta humana, por necesidad imbricado en él, pues se perfilan mutuos. Articulada también necesariamente en el mismo, consideraré alguna cuestión que atañe a la ‘distancia narrativa’, de tan importantes efectos pragmáticos y unida a estrategias de los actos de habla de quien narra, sea enunciador principal o subordinado. Sobre espacios y sentidos La vida en sus escenarios La sombra del caudillo y Muertes de perro muestran dos modos de plantear la coordenada del escenario, del “lugar en donde” ficcional. Y la diferencia, importantísima, se encubre tras una aparente coincidir en que las dos declaran su ubicación. Sin embargo, mientras en la primera ésta queda determinada, sin dar cabida a dudas del lector, necesariamente orientado a hacerla corresponder con un referente extratextual en el mapa y en el calendario, la segunda lo impele a preguntarse sobre la posibilidad de una tal correspondencia, que habrá de descartar, pues, si bien parecen apuntarla ciertas señales del discurso (referencias a la frontera holandesa, al tamaño reducido, a la situación en algún lugar del trópico), otras, en cambio, la alejan de la presumible Guyana neerlandesa que a primera vista pudiera entenderse como limítrofe. Hemos de atenernos a
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que se trata de un ámbito social y lingüístico hispano. Mecanismo de diseño espacial que recuerda al de El otoño del patriarca, de García Márquez, hecho de fragmentos de todo el Caribe. Significativamente y como síntoma, añadido, de que la entidad, o la identidad, de tan minúsculo escenario de Muertes de perro, tampoco está determinada y se reconoce a sí mismo por relaciones de contrario, su himno “carece propiamente de principio y de final” y su letra repite el motivo de que David mató a Goliat, al orgulloso león que simboliza a la Madre Patria, porque una importante razón de estar en el mundo ese país parece consistir en oponerse a las potencias que, rodeándolo, lo ahogan, así como al “gran coloso del Norte” y, en especial, a España, con la que mantiene amor solo aparente. Predicados, todos ellos, reconocibles en tantos estados americanos. Escenario cercado, recinto murado, olla de pasiones a presión ávidas de desbordarse. Así pues, determinación de los referentes, textual y extratextual, en la novela de Guzmán; indeterminación de uno y, por ello, del otro, en la de Ayala. Dos estrategias al configurar el espacio que han de llevar adheridas, seguramente, importantes diferencias en las claves de sentido respectivas, más generalizables en las de éste, más circunscritas en la mexicana. En cuanto al foco prioritario de la atención espacial, La sombra del caudillo mira los entresijos políticos en la ciudad de México, aunque se despliega hacia los de otros núcleos, de estados más rurales, y, sobre todo, a la naturaleza majestuosa, volcánica, del entorno. Hace contrastar esa luz que ya antes de Humbold fue tenida por la más transparente del aire, y el actual ensombrecerse bajo el caudillismo militarista, ámbito del poder más abyecto. La pauta del modelo de representación realista está muy contaminada en este caso de fórmulas discursivas gratas a la llamada novela lírica y por la huella del cine, al que la de Guzmán ha sido adaptada (Julio Bracho, 1960), lo mismo que al teatro, aunque la película permaneció largo tiempo bajo el silencio censor. Como hace tanta novela moderna, La sombra del caudillo no dice los límites exactos de la temporalidad narrada y la ficción le permite fusionar hechos que en el referente histórico ocurrieron durante etapas distintas: la rebelión en 1923 de Adolfo de la Huerta, contra el presidente Obregón, y la lucha de 1927 por la presidencia, para suceder a Plutarco Elías Calles. Así que las coordenadas marco sitúan la historia en el México de la primera y más larga de las grandes revoluciones del siglo pasado, iniciada casi dos décadas atrás contra la dictadura de Porfirio Díaz. En la novela esa gran convulsión del país es ya poder, pero poder usurpado que reinstaura cuanto ésta quiso erradicar. Obligada, la crítica viene repitiendo los correlatos de cada personaje político en el universo no fic-
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cional, confirmados por el autor en conversación famosa con Enmanuel Carballo: cuenta dos dramas de la política nacional: el que desemboca en el movimiento delahuertista y el que concluye con la muerte de Francisco Serrano […]. El caudillo es Obregón, está descrito físicamente. Ignacio Aguirre –ministro de la Guerra– es la suma de Adolfo de la Huerta y del general Francisco R. Serrano; en el aspecto externo, su figura no corresponde a ninguno de los dos. Hilario Jiménez –ministro de Gobernación– es Plutarco Elías Calles (Carballo, 1994: 66).
Aguirre, el ministro, corrupto pero con resquicios de honradez política y de respeto a la voluntad popular, queda inevitablemente involucrado en las manipulaciones del tirano, de cuyo gobierno es parte, como candidato de la oposición a sucederle en la presidencia. Sometido a “la bola”, como ya Mariano Azuela llamó en Los de abajo al movimiento revolucionario, por su imparable rodar, muere víctima de complot asesino bajo la sombra del caudillo, como todos sus partidarios políticos, excepto Axkaná González, el lúcido, “incisivo analista político”, cuya oratoria espolea entusiasmos de las masas, incapaces de entender, pero intuitivamente conmovidas. Es éste el único que logra sobrevivir al infierno de haber sido fusilado. Así que en la novela hay lugar para las luces, aunque la sombra las apague. El águila y la serpiente se desgarran y, reverso de la iconografía del escudo nacional, el reptil aplasta al ave. Axkaná, en otros términos, pensaba lo que el Caudillo. Solo que mientras éste, gran maestro en el juego político y juez de las ambiciones ajenas a la luz de las propias, sospechaba fingimiento en Aguirre, Axkaná sabía que la sinceridad de su amigo era absoluta. Para él todo el equívoco estribaba en la confusión de Aguirre al identificar con sus deseos los misteriosos resortes de la política; en que el ministro de la Guerrra, en fuerza de querer oponerse a la magnitud de la ola que venía levantándolo, no fuera capaz de apreciarla (Guzmán, 1965: 450)2. Sin embargo, según la narración los configura, los personajes tienen mucho, o todo, de arquetipos, aunque no veo necesario conectar este hecho con una pretendida incapacidad o un rechazo de la literatura mexicana, tan a menudo subrayados, para crear personajes, exceptuando Pedro Páramo. Creo, en cambio, que debe insistirse más en sus consecuencias semánticas en tanto derivadas de un mecanismo vertebrado en la dimensión que es el espacio, porque 2
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el arquetipo amplía el horizonte simbólico del personaje y, por ello, implica a la vez un desplazamiento del mismo, sin el cual no sería posible el proceso inherente de universalización. Cuando Carlos Monsiváis (1973), además de otros muchos analistas, estudia las expresiones de la conocida por “cultura de la revolución mexicana”, subraya lazos indelebles entre ésta –la revolución– y el poder. Entre esas expresiones una de las más importantes es la literaria y, dentro de ella, la formada por novelas que hablan del desmantelamiento de objetivos y valores de la revolución en manos de intereses creados. Podemos llamarlas novelas de la “revolución usurpada”, extrapolando a esa corriente narrativa el predicado –usurpación– que Martín Luis Guzmán aplica a la conducta política, pues tal sentido recorre transversal las más significativas novelas mexicanas del siglo XX. La sombra del caudillo hace una radiografía del caudillismo como forma de gobierno revolucionario, infiel a una de las justificaciones fundamentales de aquel proceso armado. La hace también de las clases militar y política en su conjunto, revelando desconfianza, ya muy clara también en El águila y la serpiente, en aspectos de la idiosincrasia mexicana. Como se conoce bien, casi treinta años después, en 1958, mediante Muertes de perro Francisco Ayala plantea de determinada manera, y entre otros, uno de los asuntos medulares en el conjunto de su obra, que es la reflexión sobre el poder, ahora en su modalidad de dictadura, y el entendimiento de éste como usurpación, lo que emerge a la superficie del título en Los usurpadores. Por entonces el autor, exiliado de España desde 1939, había dejado de residir en Argentina y llevaba dos años instalado en Nueva York. La editorial Sudamericana, de Buenos Aires, publicó con la misma fecha esa novela y otros dos libros de Ayala: La crisis actual de la enseñanza y La integración social en América. De modo que si Guzmán configura su novela desde la atalaya de la lejanía madrileña, pero sobre la base parcial de una escritura nacida en su país y de lo personal vivido, Ayala, desde el mirador neoyorquino, acrisola, funde, entreteje ideas y experiencias para conformar una tragicomedia aparentemente nada más hispanoamericana. Lo hace aplicando la vuelta de tuerca estética que es el expresionismo en un sentido amplio, donde en este caso convergen vetas arraigadas en la tradición del imaginario grotesco hispano desde la Edad Media, que tiene jalones modernos tan señeros como Goya, Valle Inclán o Juan Rulfo, con formas discursivas de las artes europeas, sobre todo alemanas, de la segunda posguerra mundial. Por la red textual resultante, troquelando figuras, conductas, situaciones, escenarios… se entrecruzan en magma fecundo formas sincréticas de la ca-
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ricatura, del esperpento, de las danzas de la muerte, del carnaval… a las que recubre el suprasegmento comunicativo del humor en distintas modalidades, sobre todo la ironía y hasta el sarcasmo. Proyectándole el famoso título de André Malraux, la crítica suele convenir en que el núcleo semántico de Muertes de perro es la condición humana. Sabemos que las formulaciones teóricas de Francisco Ayala sobre el asunto medular de toda novela, para él siempre atenta, vigilante de lo humano, avalan de sobra esta interpretación, válida también para el resto de su narrativa. Pero ¿mira la novela hacia todos los predicados de esa humana condición? ¿Mira al mundo por entero, no ya como loco mundo, sino como perro mundo? ¿Excluye, taxativa, cualquier faz amable de su conducta? Por muy obvio que sea, conviene no perder de vista algo no siempre tenido tan en cuenta como debiera: la respuesta a estas y otras preguntas ha de buscarse en las estrategias del discurso, que no en vano es el que es, no otro. Y el de esta novela habla de un espacio indeterminado, pero no del todo: es hispanoamericano, es de nuestros tiempos y, además, la madeja de sus relaciones se articula en una demagógica, putrefcata dictadura caudillista, en cuyo seno parece desmoronarse el agrarismo, y en las tiranías, de peor ralea aún, que la suceden. Por ello, al generar sentido en un primer nivel, no interroga sobre la humana naturaleza en su horizonte entero, pregunta que se eleva a un orden más alto, sino sobre el proceso circular por el que una idiosincrasia, con sus conductas inherentes, y las dictaduras, imbricándose, se alimentan mutuamente; estas últimas, espoleando lo más sombrío de la persona; la primera, haciendo posible, y hasta propiciando, tan desatinado usurpar el poder. En el fondo del vaso permite percibir vías de acceso que una democracia, también hispana, deja abiertas a éste, siempre tejidas en modos particulares de ver el mundo, de estar en él, y, por fin, como no podía por menos, conectadas a cierta índole del ser humano. Esta es una clave semántica sustantiva articulada en el “biotopo” de la narración que me ocupa y, según creo, el marco para entender aquella declaración de Ayala: “Es cierto que yo no me propuse con Muertes de perro hacer un libro contra la dictadura, ‘ni hacer sátira política en este sentido directo’, de igual manera que tampoco me propuse escribir contra la democracia ni satirizarla en la novela subsiguiente”. Pero, además, entre los factores que favorecen todo ello, cuenta, y mucho, el escenario, esa parte importante del cronotopo, pues uno y otro se modulan mutuos. Los modelos de mundo y las conductas tienen también que ver con que funcionen en un lugar del trópico pequeño, plegado en sí mismo:
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un país chiquito, demasiado chiquito, un pobre rincón del trópico, apartado, perdido […], encerrado tras esa franja de terreno que nos aprieta, estrangula y ahoga: la especie de puerto franco, antiguo nido de piratas y hoy emporio comercial, que han podido conservar ahí los holandeses no sé por qué milagro de la astucia, de la Providencia o de la simple casualidad (1993: 669)3.
No obstante, la voz narradora, irónica, establece semejanzas nada menos que con la Atenas de Pericles y con las ciudades italianas del Renacimiento, pues tamaño y calidad no guardan proporción directa: “¿tiene mucho que ver, acaso, la pequeña magnitud de un país con la calidad memorable de lo que en él acontece?” (670). Ideologías y acontecimientos tienen que ver también con que se trate de un ámbito agrario. Porque todas estas circunstancias propician que el universo social dominante en las diversas esferas del poder y de las creencias sea rígidamente codificado y ello es alimento de dictaduras. Así pues, la novela invita a no omitir esa vía al interpretar. Siguiéndola, hasta se desemboca en cuestiones de colonialismos económicos y todas las afines, como factores que, a la vez, abonan la degradación humana, la forma de gobierno en que, retroalimentándose, ésta cristaliza, y todo junto hace emerger las conductas potenciales más aberrantes. Parte constitutiva del espacio global así entendido es toda la red, muy densa, de relaciones personales y sociales de la novela, objeto ya de tantos y tan autorizados estudios. Pueblo agrario indolente, adormecido: tropical. Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba; las gentes hablaban despacio, se movían despacio; muchos se iban yendo a echar el bofe a las factorías holandesas (676). Es indiscutible que los seres humanos viven y sufren y se juegan la vida y la pierden y mueren, con grandeza o con mezquindad igual, tanto si el país es minúsculo como en los imperios gigantes. Cada cual vale por lo que es, por lo que hace y merece, aunque se vea reducido a hacerlo en el marco de una pequeña república medio dormida en la selva americana (670).
Contraste notable con el bullir sin tregua del crimen por el poder y las demás pasiones con que éste suele hermanarse. Una de las muchas voces narrativas niega, cínica, esta contraposición, por aparente solo. Advierte sobre la Falsa impresión de movimiento vertiginoso […] Ocurre que, sin quererlo, el narrador aglomera en el relato asesinatos sobre incendios, incendios sobre 3
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violaciones, violaciones sobre robos, y así todo se acumula, revuelve y aprieta, muy concentrado, siendo más cierto que en la realidad, y tal como las cosas se desenvolvieron, no hubo nada de semejantes bataholas, entreveros, bullas ni atropelladas, sino, sencillamente, que tal vez una mañana, cuando está uno terminando de afeitarse, alguien, otro huésped de la misma pensión, acude a contarle con la excitación natural que el Presidente Bocanegra ha amanecido muerto después de la trasnochada de una fiesta oficial en Palacio. Y claro es: se conjetura enseguida… (671).
Vértigo como mero efecto, por tanto, del ritmo, del tempo de la narración. Sin embargo, en la medida en que, según ampliaré, el problema de la frontera entre apariencia y realidad es eje semántico primordial de la obra entera, autorizados quedamos de antemano a sospechar, invirtiendo lo enunciado, que la verdadera –única– falsa impresión es la de calma. Me acercaré a dos eslabones de la sintaxis narrativa en La sombra del caudillo y en Muertes de perro, por el interés para mi propósito que tienen al simbolizarse. Figuras del espacio social: caudillos y caciques Al enmarcar la novela de Guzmán en el contexto más amplio de las hispanoamericanas sobre dictadores, Adriana Sandoval (1989) considera el hecho de que el caudillo no tenga nombre propio como prefiguración de la universalidad del dictador que luego establecerá Miguel Ángel Asturias, pero, por otro lado, destaca que el del novelista mexicano no lo es en el sentido convencional, sino en la modalidad que el presidencialismo de su país favorece. Arturo Azuela (1994), por su parte, insiste en la especificidad del texto de Guzmán y mantiene que muestra el juego del poder y sus reglas como ninguna otra novela. A mi entender, si bien todo nombre propio contextualizado tiene función deíctica porque identifica y ubica, el que no esté nominado el caudillo de Martín Luis Guzmán significa más un encubrimiento que una expansión semántica universalizadora: oculta el nombre de Álvaro Obregón, uno de los referentes históricos novelados. Lo que sí amplía más la significación es haberle suprimido cuantos rasgos pudieran individualizarlo, salvo alguno muy rentable estilísticamente, como su mirada aviesa, tan caracterizadora como la famosa mueca verde del Tirano Banderas de Valle Inclán. Centrado el discurso en el ser y en el hacer del dictador, no en su parecer, por necesidad converge con el estereotipo. De modo que si la condición mexicana del personaje de Guzmán se sobrepone a la nivelación, a la despersonalización estereotípica, es porque los discursos –el del narrador y los de las voces subordinadas– insisten, recurrentes, en
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ella; es decir, porque otros piensan y afirman esa mexicanidad suya. No porque, en principio, sus funciones se nos revelen tan distintivas. La sombra del caudillo, novela urbana, desplaza a provincias a los políticos del gobierno y de la oposición, pero solo cuando van en busca del apoyo imprescindible de militares analfabetos, antes campesinos, enaltecidos por la revolución. Toscos usurpadores en vías, a su vez, de caciques. Mediante un planteamiento que evoca al de Sartre, Guzmán muestra este proceso de encumbramiento asentado sobre la muerte del sentido de la revolución misma. Pero prescinde del mundo tradicional del cacique agrario, esa figura literaria casi omnipresente por tan articulada en el antes, en el durante y en el después de las revoluciones hispanoamericanas noveladas, muy en especial la de México. El dueño de haciendas y de vidas. El gran violador. Mariano Azuela quiso llevarla a título en Los caciques. Centra la atención en las obras de Mauricio Magdaleno (El resplandor, novela sobre el zapatismo), de Agustín Yáñez (Al filo del agua, Las tierras flacas), de Carlos Fuentes (Artemio Cruz, los Miranda de Gringo viejo)… y, sobre todo, de Juan Rulfo en Pedro Páramo, el cacique literario más señero, dueño de la Comala de los vivos y de la de los muertos. Gran violador, propietario de cosas y de personas, arribista como tantos caciques más, Pedro Páramo sabe impedir que la revolución lo destruya: aparenta asumir sus reglas y la utiliza en provecho propio. Si algo consigue desmoronarlo es el amor, no correspondido, a Susana Sanjuán y este proceso es lo que personaliza a Pedro Páramo. Pues bien: Martín Luis Guzmán elige interesarse por mecanismos de la intriga y del crimen político en el período ya dicho y solo por referencias indirectas o implícitas alerta sobre el caciquismo agrario histórico. Su novela no muestra el cuadro de la revolución, recogido por otros novelistas de la época, con su mundo agrario, sus campos y sus dehesas [...]. Aparecen el militar, el político y una corte de gente ociosa y pícara dispuesta al medro o a la intriga. Para que pudiera vivir ese mundillo fue preciso que el ejército constituyera un poder en el Estado (Abreu Gómez, 1968: 38-39)
Francisco Ayala sí hace del cacique pieza importante del universo narrado en Muertes de perro, donde el espacio geográfico y social de ese personaje es resorte de importantes acontecimientos. Aquí el Presidente tiene nombre: Antón Bocanegra. Nombre a la vez deíctico, predicativo y relacional, pues “Bocanegra” señala identificando, atribuye simbólicos predicados –caracterizadores– y éstos, a su vez, advierten implícita-
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mente sobre los rasgos de la conducta en relación con los demás personajes. Por ello, atendiendo nada más a la función nominal, su individualidad apartaría al personaje del arquetipo. Pero el discurso, a pesar de tan polifónico, no se empeña en explicar las acciones por el carácter nacional, según hace la novela de Guzmán, y, aunque se nos muestran altamente marcadas por el impacto de un expresionismo grotesco, al simbolizarlas en sus sentidos artísticos, abstraídas ya del sello estilístico, las percibimos similares a las de otros dictadores, literarios o no, y, así, la significación de Bocanegra, extendida, desplazada, se ubica más cercana al arquetipo. Proceso inverso al del caudillo guzmaniano. Como éste, ha de sostenerse sobre el peso muerto de un ejército inmovilista y degradado, a las órdenes de “viejos coroneles y generales borrachones”, llenos de “inertes resabios”; también sobre el más vivo de una policía paramilitar. Muros contenedores de cualquier cambio. Revolución solo aparente. Uno de los actantes que entran en conflicto con el Presidente es la arquetípica figura del cacique agrario Lucas Rosales. Compendia todos los predicados esperables: dueño de Hacienda –cosas y personas– con cuantos espacios marcos, sociales e individuales incluye: muy extenso territorio, “casa grande” o hábitat del hacendado, campesinos y sus casas, capataces y las suyas..., es decir, con su sistema socioeconómico inherente. También con su conducta depravada. Gran violador –grotescamente castrado–, asesino y demás lindezas. Otro caso del “gran chingón” de la novela hispanoamericana que versa sobre el régimen latifundista. Por analogía, la de Ayala le contrapone el “Gran Mandón”, el Presidente, que suma a las demás, incluida la de violador padre de innumerables hijos, la connotación del gran dictador. De manera semejante a Pedro Páramo y a tantos otros, Lucas Rosales no sucumbe con la revolución que encumbró a Bocanegra en nombre de un orden nuevo, del fin del agrarismo: se involucra, como senador, en el sistema de ella nacido y encarna la oposición al sistema mismo. La lucha, abierta o soterrada, sobre todo esto último, está servida. Cuenta el cacique con el respaldo de su condición social, ventana abierta a la tentacular red de influencias; y, como es costumbre inveterada en el entramado sociológico que lo sostiene, tiene apoyo de la iglesia, “que prestaba a su causa los recursos sutiles y tan poderosos del púlpito y del confesionario” (686). Con aire de Roma hispana, la tensión se resuelve mediante el asesinato de Lucas Rosales, “por un impulso soberano” (686), cuando sube la escalinata del Senado. De ese desenlace, dirigido, propiciado, permitido y luego encubierto desde las altas esferas, nacen y se despliegan otras muchas tensiones que implican a otros miembros de la familia del senador, pero no solo a ellos. Acaso las más significativas tienen que ver con el grotesco nombramiento de Luis Rosa-
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les, el apocado hermano de Lucas, como Ministro de Cultura. Así la Presidencia lava imagen y neutraliza al esperable enemigo. Aceptando, Rosales podría salvaguardarse de un final atroz. Claro es, a Bocanegra le preocupa menos el modelo socioeconómico que el interés propio y éste deviene greimasiana fuente única, o el único mandatario, no tan escondido, de sus objetivos, pues la novela no contrapone fuerzas del Bien a las del Mal, como hacen tantas otras de historias enmarcadas en dictaduras, entre ellas La sombra del caudillo. Pero, eso sí, el fin del cacique y la absorción de su estirpe por el gobierno nacido de una revolución hablan del desplome de un régimen social agrario. De semejante manera, tanto la catadura del espacio social donde ese gobierno se vertebra como la de éste mismo no hablan precisamente de alternativas mejores, sino de soluciones imposibles. Imposibilidad creciente con el bestial triunvirato que sucede al asesinado Bocanegra y, más todavía, con el ulterior control del poder, desde la sombra, por Pinedo, el siniestro cronista lisiado. Convulso mundo narrado, siempre en crisis. Figuras del espacio social: políticos y pueblo Nos consta a nosotros que en México el sufragio no existe: existe la disputa violenta de los grupos que ambicionan el Poder, ayudados a veces por la simpatía pública. Esa es la verdadera Constitución mexicana; lo demás, pura farsa (512).
Se trata de un comentario de Aguirre, el Ministro de la guerra de La sombra del caudillo. Y la maquinaria que mueve esa disputa violenta se engrana en tres estratos sociales: militares de la revolución hecha ya gobierno (es decir, por necesidad desnaturalizada ya), con sus apoyos del ejército, incluidos mandos tan sobrados de ambición como faltos de luces y de ética. Además, la sociedad civil urbana, incapaz de impedir que la manipule esa siniestra clase, no de políticos, sino de “mangoneadores”, por el desdén culpable de las “gentes decentes” y por la corrupción crónica de los funcionarios públicos. Por fin, la masa ingente de campesinos en la miseria. En la sintaxis del relato estos últimos son inicial instrumento de los primeros, jamás destinatarios de su ayuda mediante la acción de gobierno. La novela enfoca desde muy cerca las relaciones entre los grupos primero y último. Por esto las describe y analiza, vinculándolas a lo que más tarde, sobre todo durante los años cincuenta, habría de llamarse una ontología de la mexicaneidad, inscrita en la tendencia similar de otros países americanos a preguntarse por el ser propio, frente al eurocentrismo antes dominante y ya cuestiona-
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do. Aunque filósofos y novelistas prolongaron la búsqueda de identidades nacionales al menos durante dos décadas más, los estudios antropológicos la consideraron ya obsoleta, enterrada por la globalización, el hibridismo cultural derivado de procesos migratorios, los efectos del endeudamiento de muchos países (García Canclini, 1990). El laberinto de la soledad y su Posdata, ambos de Octavio Paz, son importantes jalones de aquella indagación. En la novela de Guzmán los vehículos más importantes para ella son el Ministro Aguirre y el político Axkaná González, directo precursor, según muchos, de Ixca Cienfuegos, el personaje, ideólogo mestizo como él, que construye Carlos Fuentes en La región más transparente. Pero ellos dos no son los únicos, sino que, insistentes, la expresan otros personajes más. El cínico Tarabana, amigo del Ministro, mantiene que “La calificación de los actos humanos no es solo punto de moral, sino también de geografía física y de geografía política. Y siendo así, hay que considerar que México disfruta por ahora de una ética distinta de las que rigen en otras latitudes” (482). El punto más importante de su diagnóstico sobre el desmoronamiento de los fines de la revolución en manos de quienes la hicieron se relaciona con la cultura –no entro a considerar los problemas sobre este concepto: Guzmán lo utiliza como conjunto de conocimientos generales relacionados con las ciencias y con los saberes– o, más exactamente, con la incultura de quienes llegaron a desempeñar los cargos públicos de mayor responsabilidad, “ayunos de todas letras”. Son tantos “Soldados de la revolución, convertidos, como por magia, en gobernadores o ministros: analfabetos, con patente de incultura, en los cargos públicos de responsabilidades más altas” (459). Aunque esta carencia no basta por sí sola, contribuye a explicar la falta de ideología sólida, la suplantación de los ideales de la revolución por el interés particular. Pero lo más grave es que se apoya tanto en la incultura de las masas campesinas indias –la “turba” o “tropa democratica”–, auténtica voz de la nación, que se siente identificada con cierta sentimentalidad de los discursos, como en la de las ciudadanas –las “gentes decentes”–, voz de la malicia populachera. De la primera se dice que “pese a su hambre, la tropa democrática cumplía bien su misión. Ignorante, como al principio, de la verdadera esencia de los hechos a que acababa de contribuir durante la asamblea se aferraba, con entusiasmo mecánico, a los vivas y a los mueras prescritos de antemano por sus jefes” (464). Muchas veces se han destacado el humanista punto de partida y el liberalismo de Guzmán. Conviene también relacionar su pensamiento sobre la mayoría social con el de Ortega y Gasset, sobre todo teniendo en cuenta que éste
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había publicado España invertebrada en 1921, es decir, pocos años antes de que el escritor mexicano se quedase en Madrid por cierto tiempo ya. La rebelión de las masas (1930) se edita casi recién salida La sombra del caudillo. Y, recordémoslo, Ortega mantiene la necesidad de una minoría selecta, capaz de actuar sobre una masa que ha de moverse influida por ella, como condición para que la sociedad sea posible. Martín Luis Guzmán no cuestiona un necesario, o conveniente, liderazgo intelectual. Lo que plantea es que, salvo excepción, los líderes políticos mexicanos no son intelectuales, antes todo lo contrario, y la masa, apartada de cualquier atisbo de cultura, está indefensa ante ellos. El problema de fondo es el de las condiciones para un efectivo, libre ejercicio democrático. Es lo que no tiene en cuenta, según creo, Adalbert Dessau (1972) cuando reprocha a Guzmán compendiar todos los problemas mexicanos en el de una abstracta libertad. Sin duda alguna, Muertes de perro coincide en diagnosticar la incultura entre los más importantes pilares del envilecimiento político y ciudadano. Pero si Ayala no ha imaginado una auctoritas narrativa, si ha optado por la pluralidad de voces de los personajes en acción, hace ese diagnóstico a través del coincidir de pareceres polifónicos; o indirectamente, pues las acciones, tantas veces caracterizadoras, desvelan vilezas de los actores. “Actores” en la acepción de Greimas, pues hacen, actúan, y también en la de “representación” teatral, la actuación por antonomasia. Así que esta cuestión se articula, como todas las demás, en la del ser frente al parecer, en la del mundo como apariencia. El texto entero está sembrado de menciones y de referencias a la ignorancia pertinaz de los encaramados a dirigir las más altas instituciones, desde Bocanegra mismo, a quien la Universidad, degradada, no repara en investir Doctor Honoris Causa ni la Academia en nombrar miembro de número durante acto memorable que recuerda Requena, articulándolo en el universo de la representación, del espectáculo, de la burda adulación al poder de quienes pasan por intelectuales; de su oratoria vacua. Claros ecos de los Disparates goyescos. Y pensamiento repetido en la narrativa de Francisco Ayala, enhebrado en la reflexión sobre el discurso: al institucionalizarse éste en un acto de habla todos los mensajes pueden estar falsificados. Sabido es que si el sistema de signos llega a totalizarse como lenguaje público puede reducirse a simple combinación sintáctica vacía de significación, porque ésta opera en el seno de la sociedad toda. Un discurso petrificado y una ideología esclerotizada liquidan la base semántica real del enunciado, cuyo sentido es, en tal caso, el no-sentido. Es decir, se trata de la rotación infernal de los signos.
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En el espacio social de Muertes de perro no hay intelectuales: solo sus apariencias. Pero nadie, de ningún estrato, incluyendo los involucrados en los medios de comunicación de masas, puede cumplir la misión esperable del intelectual según el criterio de Ayala, formulado en Razón del mundo y en otros escritos. En ese diminuto país tropical no existe la reflexión crítica, ni la independencia que permite compromiso, coherencia con el pensamiento propio, inexistente también; ninguna minoría hay de reflexión sólida y conducta fiable capaz de orientar pautas de conducta social. Como el ojo de la Divina Providencia, Requena, situado a un otro lado, observa escenario y actores sin intervenir en la función: Por un lado, me da vergüenzaza la sola idea de participar en esa feria de vanidades; y por otro, me gusta balconear esta clase de espectáculos como lo he hecho hoy, no desde el salón, ni siquiera desde la tribuna de invitados, sino desde la penumbra de algún rincón ignorado que me permita ver sin ser visto. Así me he divertido a mis anchas contemplando al Jefe tan repantigado, con sus botas altas y la camisa abierta, en medio de la ilustre corporación reunida en honor suyo. Y por cierto, hubiera dado algo por penetrar en el pensamiento de Bocanegra, adormilado ahí como un cocodrilo al sol, mientras, por ejemplo, se despachaba catedráticamente el sociólogo Toño Zaralegui a propósito de las peculiaridades de nuestro idioma nacional, expresión del genio de la patria, tan enriquecido por la aportación de las proclamas, discursos y decretos de ese hombre extraordinario, Antón Bocanegra, nuestro nuevo académico de número, en cuyo estilo inconfundible y vigoroso, fruto de un espíritu original, late la pujanza de una raza nueva, abocada a los más altos destinos, etcétera, etcétera, etcétera. La cara del presidente no reflejaba nada. Y, en cuanto a la del doctor Rosales, que era, como yo sabía bien, quien le redactaba los discursos a Su Excelencia, tampoco acusó el efecto de los ditirambos que su colega dispensaba con tanta largueza (710-711).
Apartándolo de la miseria y de la holganza pueblerinas, Antón Bocanegra había nombrado secretario privado a ese mismo Tadeo Requena, uno de sus tantos hijos naturales, cuya madre, aquella vieja siempre sucia y gruñendo, con su piara de negritos a la zaga, tiene ecos esperpentizados de la de Lázaro de Tormes. Dispone el Presidente que por vía apresurada se le imprima un barnizado cultural y se lo doctore en leyes: un doctorcito en Leyes, y sin tardanza. Así era Bocanegra. Su digno secretario privado lo está retratando desde el primer día. De la noche a la mañana, había que convertir en doctor a ese palurdo aguzado, no más porque se le antojaba a él… Razón tenía, sin embargo; pues ¿acaso nuestra vieja e ilustre Univer-
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sidad Nacional de San Felipe, una de las primeras fundadas en el Nuevo Mundo con el doble título de real y pontificia, no se había rebajado poco antes de discernirle a él mismo, viejo estudiantón fracasado, su más alto y preciado galardón, el título de doctor honoris causa, por el solo hecho de verlo ahora encumbrado al poder? […] Y no hay que decir: el inefable Luisito Rosales, para quien los deseos del Gran Mandón eran órdenes literalmente, por si no bastara con encajarle a aquel jayán la toga académica poco después de haberle hecho calzar los primeros zapatos, se encargó todavía, con toda oficiosidad, de desasnarlo, pulirlo y hacerlo presentable, de manera que, en definitiva, no desdijera al lado de tanto abogadete como pulula en las oficinas nacionales. Más aún, logró hasta dotarlo de cierta vitola intelectual impresionante a primera vista, si bien la túnica lujosa de la cultura superior, echada a toda prisa por encima, disimulara mal a veces los harapos de su primaria indigencia (682).
Y Luis Rosales, el Ministro de Instrucción Pública, hermano del senador asesinado, es hazmerreír por el episodio que, cervantina en el humor y en las referencias intertextuales, la voz narrativa llama “del perrito impertinente y el ministro celoso”. Unos lo creen caso “de la más abyecta adulación hacia Bocanegra”; otros “condenaban no al pobre tipo, sino a un régimen capaz de tener a un bufón semejante a la cabeza del sistema de educación pública” (703). Muertes de perro enfoca menos, y lo hace de modo oblicuo, las masas campesinas sustento de la revolución. Ciegas, como las de Guzmán, por habérseles cerrado la cultura, se mueven, como ellas, a estímulos de embaucadoras, paternalistas palabras. El Embajador de España las llama “hordas” en su informe al “Excelentísimo Sr. Jefe del Estado” sobre el asesinato del cacique Lucas Rosales. Dice en él que están controladas las dos cámaras del gobierno “por el Presidente Bocanegra, tras unas elecciones que ganó mediante el terror, bajo la presión de las hordas que no había vacilado en desencadenar sobre su desdichado país para tal propósito, y que al grito grotesco y ominoso de ¡Viva el PP! (Padre de los Pelados, en abreviatura), arrasaban con todo”(688). Las consecuencias de que la masa de “pelados” sea tan ingente, negativas para un efectivo ejercicio democrático, son afines a las de Ortega, igual que lo eran para Guzmán. Como lo son las relativas a la función de los intelectuales, en la medida en que no cumplen su misión social, incapaces de desenmascarar a los usurpadores o desinteresados en hacerlo. Sobre utopías Procede conectar la obras de Guzmán y de Ayala con las corrientes literarias utópicas y contrautópicas de la literatura de Hispanoamérica, tan arraigadas en la revolución cubana de 1959 y en el movimiento estudiantil francés de
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1968, pero que desde mucho antes de la primera de estas fechas ya van abriéndose camino. De hecho, La sombra del caudillo ha querido entenderse a la luz de La república utópica de Platón, en cuya obra ahondó Guzmán desde joven, según declara en Apunte de una personalidad (1954). Jorge Aguilera Mora subraya que el novelista reflexionó profundamente sobre los modelos universales y el sitio que en ellos le correspondía a la realidad mexicana. Convencido de que el proyecto platónico pertenecía a la utopía, lo habría tenido por modelo de referencia para usarlo como metáfora y para invertirlo, proyectando la parábola de la caverna a la realidad del país. Según esto, Guzmán aceptó los argumentos de los interlocutores de Sócrates: solo el poder es real, solo la injusticia y la corrupción vencen; pero también le dio la razón a éste en el sentido de que el mundo opera como esa parábola: Hay un sol, que no es el Bien, sino el Poder; hay estatuas, que son los actores sociales o la sociedad en movimiento; hay sombras, que son las ideas, los sentimientos, las entidades políticas como soberanía popular, supremacía de la ley, justicia, etc., y también hay los Sócrates mismos, quienes en este mundo sin ideas platónicas se reducen a ser los comentaristas del proceso o los visionarios críticos (y no menos inútiles) (Aguilera, 2002: 553).
Resulta claro que, sea más o menos intensa la conexión intertextual entre el diálogo platónico y la novela de Guzmán, ésta entraña una negación de la utopía y por ello, según creo, se anticipa en mucho al arraigo ulterior de toda una tendencia narrativa. Como la hacen casi todos los relatos de la revolución mexicana desde Azuela ya. En Muertes de perro hay referencias expresas al diálogo socrático, aparte de cuantas puedan percibirse simbolizadas. Comenta Tadeo Requena, refiriéndose a las artimañas asesinas de la Presidenta: Esas perplejidades suyas que ahora me refería, acerca de la mejor, más segura y menos peligrosa manera de acabar con Bocanegra, estaban preparadas –y yo lo advertía bien al seguir su hábil trazado– para haber ido surgiendo y presentarse oportunamente en el curso de una conversación conmigo de la que esperaría sacarme, como Sócrates a su ignorante interlocutor, el resultado que ya se traía prefabricado en su cabeza (796).
Pero, si intentásemos extrapolar aquellas equivalencias, concluiríamos que en esta novela no están ya las sombras al modo como lo hacen en la de Guz-
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mán: tanto el poder y sus resortes como la sociedad toda son, ellos mismos, sombra. Así el mito no solo quedaría invertido, sino deconstruido también. Durante las últimas décadas del siglo XX los intelectuales restauraron con empeño el sueño secular de un mundo nuevo, haciéndolo fraguar en un ser humano y en una sociedad asimismo nuevos. Novela y ensayo transmiten repetidamente esta idea. Pero ya no se sigue el modelo de Tomás Moro, es decir, no se ubica el ideal en un lugar solo pensado, inexistente; se lo busca en un futuro y en alguna parte más o menos alejada del país del escritor. Sin embargo, la búsqueda desemboca en fracaso. Lo encontrado no es una situación ni un espacio iguales o afines a los utópicos, sino más bien su contrario: el infierno. Vuelco de la utopía en la contrautopía. Importante proceso de la literatura hispanoamericana del siglo pasado también, con una larga lista de antecedentes, siendo el paradigma más conocido 1984, de George Orwell. A veces, los autores adoptan modelos imaginarios del Apocalipsis y los oponen al edén tras el que fueron descubridores y conquistadores. Los perros del paraíso, de Abel Posse, Cristóbal Nonato, y Terra nostra, ambas de Carlos Fuentes, muestran muy significativamente esta tendencia. La última de ellas funde la visión apocalíptica de México con la de la gran ciudad contemporánea, simbolizando el fin del proyecto civilizador cuya realización máxima era la ciudad, en este caso París. Se la ha considerado, más que sátira, tragedia con estilística del grotesco y contrafactura literaria de Jerónimo Bosch, cuyos cuadros son importantes elementos de la trama del relato, para la que desempeñan función especular. Pero, como expondré luego, difícilmente se puede separar del imaginario grotesco el componente satírico. En cuanto a la especularidad respecto a El Bosco, combinada con esa estética, sabemos bien cómo cristaliza en el inimitable libro de Ayala que es El jardín de las delicias y que, menos ostentosa, su marca está asimismo en los otros discursos expresionistas de este autor, incluida Muertes de perro. Ese no encontrar el paraíso tiene que ver con que no fue completa la fe en un ser humano y en un mundo regenerados, sino que contuvo ya en su mismo origen el germen destructor de la duda. La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, entraña en su conjunto una reflexión histórica sobre el fracaso de fundar una ciudad del sol que no tiene en cuenta los mecanismos de represión del estado moderno. El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, es a la vez una apoteosis de la revolución francesa en las Antillas y una reflexión sobre su degradación inevitable. Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, en un nivel de sus sentidos se inserta también en la misma línea: el nuevo estado, construido sobre los valores de la Ilustración y de la Revolución Francesa, desemboca en una dictadura fé-
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rrea porque el Supremo busca lo absoluto. Así pues, los nuevos estados hispanoamericanos están viciados ya en el acto mismo de su concepción; el ideal utópico conduce al totalitarismo precisamente por ser utópico. Con todo, el espacio degenerado de Muertes de perro evoca más a Faulkner y a Malraux que a Miguel Ángel Asturias o Roa Bastos. Nos hace pensar también en Conversación en la catedral, la novela de Vargas Llosa sobre las iniquidades de una dictadura peruana que muestra lo más bajo de las pasiones por el poder. Y orienta hacia La sombra del caudillo, que, sin servirse más que en pequeña dosis de la estética expresionista, había novelado ya un universo ético similar en escenario mexicano. Es éste un contexto iluminador para acercarse al conjunto de novelas hispanoamericanas que hablan de revoluciones usurpadas, de revoluciones contra dictaduras que desembocan en otras. Desde el espacio infernal de La sombra del caudillo alguien, Axkaná, persigue el paraíso, pero la condición mexicana le impide encontrarlo dentro de las fronteras del país. El discurso de Muertes de perro no lo busca expresamente. Una y otra novela diagnostican circunstancias en las que el espacio deviene locus horridus. En la de Guzmán entendemos que al cristalizar socialmente la liquidación de la verdad nacional, que habita solo en impulsos sinceros por que las masas se mueven, está sometida a otra verdad emergente cuyo instrumento es la ley política y no escrita de la pistola: “El que primero dispara, primero mata. Pues bien: la política de México, política de pistola, solo conjuga un verbo: madrugar […] en México, si no le madruga usted a su contrario, su contrario le madruga a usted” (511-513). El esperpéntico, disparatado cierre final del relato de Ayala intensifica el diagnóstico del autor mexicano sobre la regla de oro política: madrugar al otro. Los dos contrarios son aquí tullidos. Pinedo hace un juego lingüístico con la acepción directa y la metafórica de ‘madrugar’: levantarse muy temprano y anticiparse en matar al rival para no ser muerto por él: Mientras recorría las calles todavía oscuras y dormidas, venía muy contento: madrugar es sano, ya me lo decía mi abuela… Ahora, ya estoy a salvo. ¡Pinedito, eres grande! Dentro de pocas horas, cuando se difunda la noticia de que el viejo Olóriz ha amanecido estrangulado en el porche de su casa, la ciudad y el país entero respirarán con alivio, aunque por el momento nadie sospeche de quién ha sido la mano bienhechora y libertadora que le puso el cascabel al gato; cuál es el nombre del ciudadano benemérito a quien algún día deberá levantar una estatua la Nación, reconocida (820).
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Sobre pesimismos: espacios de humor El enfoque contrautópico lleva a la cuestión, controvertida, del pesimismo en la cosmovisión de Martín Luis Guzmán y, más todavía, en la de Ayala, no solo, en el caso de éste, por lo que se refiere a Muertes de perro, sino incluso al conjunto de la obra narrativa. En el caso del primero, y ciñéndome a La sombra del caudillo, la desesperanza habría que circunscribirla a la condición mexicana, sin rebasarla nunca. Porque no atribuye la conducta incivil y su efecto, el crimen político, exclusivamente a la más alta jerarquía y a su candidato para sucederle, Jiménez: el vértigo de la bola revolucionaria que, sin excepción, arrastra a todos, no tiene que ver con Fortuna ni con los hados, sino con la sociedad de México, cuya voz es de “clases cobardes, de clases envilecidas en el orden cívico”, voz que no se atrevía a resolver la pugna de los grupos abordándola de plano, manifestándose con valor, sino que se limitaba a intervenir en la lucha como el público en los “matches” de boxeo: azuzando a los contendientes. Noveleros, misteriosos, corrían los rumores de labio en labio […]. Todo lo cual, espejo de los hechos, anterior a los hechos mismos, iba creando realidades que el espejo anunciaba, y creándolas solo por eso: porque las anunciaba (510).
En cuanto a Muertes de perro, su pesimismo posible, más hondo y más amplio, inscrito en el del conjunto narrativo de su autor, expresaría fatalista incredulidad en el ser humano. Esas interpretaciones pasan por alto algo muy evidente en esta novela y más velado en la de Guzmán, porque si en La sombra del caudillo puede percibirse cierta estrategia paródica, se halla menos empapada de un factor constituyente del espacio pragmático que, en cambio, cifra rebosante el enunciado entero en la de Ayala. Se trata del humor, con diferentes modalidades. Enredado en la ironía y, a menudo, en la comicidad, interviene al construir los espacios del relato, afecta a la extensión del campo semántico, por varias causas: una, por su carácter reflexivo, especular, en el caso de Muertes de perro con la especularidad del espejo cóncavo -o convexo, como aquel de El jardín de las delicias–: deformador, cierto, pero que siempre duplica el espacio; otra, porque desplaza las significaciones, aparentemente trivializándolas, y otra, porque configura, eficaz, la distancia del narrador ante el universo narrado, acrecentándola, mientras, por el contrario, disminuye la que media entre los dos sujetos de la comunicación literaria, autor y receptor, requiriéndoles una complicidad de mayor calado. Creo muy importante subrayarlo porque cuando se analizan expresiones del humor literario no suele distinguirse claro, o ni siquiera advertir-
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se, que no tiene por qué afectar de idéntica manera a la distancia comunicativa en los dos “circuitos” de esa comunicación, es decir, a la del autor ante el mundo inventado para el lector y a la del narrador ante el mundo contado para un narratario. Incluso pueden funcionar de modo opuesto, entrañando una cierta o gran lejanía la de este último y, en cambio, haciéndonos pensar en una cercanía comprensiva de lo humano por parte de quien escribe. Cervantes lo evidencia de modo señero. Ayala, no menos. Y Muertes de perro reclama no dejarnos atrapar por una aparente coincidencia de esas dos distancias. Muchas situaciones más irónicamente cómicas, como la del perro intruso en el desfile militar, llenas de expectativas rotas en la anécdota y en los sentidos, pierden la perspectiva de superioridad ‘entendidas en el conjunto del texto’ si en este percibimos aquel pirandelliano sentimiento de lo contrario: la reflexión quiere conocer las razones de la conducta. Al hacerlo, comprende que cualquiera, que todos y cada uno, cooperamos a forjar lo absurdo. Entonces, como advierte Eco, “Mi risa se mezcla con la piedad, se vuelve una sonrisa. He pasado de lo cómico a lo humorístico” (2000: 81). Por ello, obligado resulta un intento, siquiera sea modesto, de descifrar esa clave, importante puerta de acceso a la novela de Guzmán; tránsito inexcusable para Muertes de perro. Por más que la reflexión sobre humor e ironía, de tan alto interés para la pragmática, sea resbaladiza, pues la subjetividad del objeto de estudio los incluye entre los ámbitos del texto menos universales, me importa mucho extraer ciertas instantáneas de su trayectoria, por imprescindibles para cuestionar ese pretendido pesimismo de la narrativa ayaliana, en particular de esta novela, como también, y por extrapolación, el del novelista mexicano. Sabidas son las dificultades que desde la Antigüedad tiene la filosofía para definir el humor y esa otra noción que tanto se le imbrica: lo cómico (Aristóteles, Freud, Bergson…). Más aún, para diferenciar entre lo que es humorístico (o lo cómico) en la vida y aquello que lo es ‘en’ el texto, distinto también a serlo ‘del’ texto. Kant asociaba la risa a situaciones absurdas, a “errores”, siempre que estos no sean nuestros, que desembocan en rupturas de expectativas de sentido. Hegel lo relaciona con una diabólica conciencia de superioridad ante las contradicciones ajenas que nos permite reírnos de la desgracia de un inferior. Al distinguir entre humor e ironía, Schopenhauer, hace coincidir lo serio con la conciencia de conformidad entre el pensamiento y la realidad. Según él, el humor entraña cuestionar el discurso propio; la ironía, el ajeno. Así se opone a la perspectiva más tradicional que tiene en Bergson un jalón señero y que vincula el humor a la denigración maliciosa del discurso de otro, acompañado
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siempre de la insensibilidad y de la suspensión del afecto, porque la risa, inseparable de él, empieza donde la compasión termina. En el prólogo a Matemática demente, de Lewis Carrol, Leopoldo María Panero subraya que Schopenhauer no analiza la risa, sino sus motivaciones. Freud, recordémoslo, entendió el humor como defensa y la risa como represión. Para Deleuze (1994) el humor nace de lo trágico y de la ironía, constituyendo un valor nuevo que no entraña sentidos negativos. Ducrot y Todorov (1975) se hacen eco de la noción clásica de ironía: el uso de una palabra con el sentido de su antónimo, noción que restringe el campo irónico al vincularlo a la palabra y a una relación de antinomia. Díaz Mingoyo (1980) lo ensancha, pues tiene en cuenta el juego de los contextos, entendiéndola como una estrategia por la que parece decirse algo diferente a lo que se dice. La hace consistir en palabras, situaciones, conceptos, acciones o sentimientos enunciados y organizados de tal manera que mediante un procedimiento básico de “ruptura del sistema” cambian las iniciales expectativas de sentido sugeridas al receptor extratextual. Pero la ironía no tiene por qué ser síntoma de cinismo o de hipocresía: puede, por el contrario, constituir una voluntad de encubrimiento para provocar que se la desvele y apunta también a la relatividad de todo enunciado humano, a la pérdida del sentido unívoco de lo real, a la complejidad del mundo, al abismo entre las palabras y las acciones, etc. (Ballart, 1994). Rebasa, pues, su mera existencia retórica y se ha convertido en un “modo específico de discurso, capaz por tanto de convertir en figurado el sentido de cualquier enunciado verbal sean cuales sean su extensión, asunto o características” (Ibídem: 32-33). El humor de Muertes de perro no es solo textual, sino también densamente intertextual, es decir, estimula en mucho a quien lee e interpreta para conectarlo con expresiones del mismo en otros textos, y no solo literarios. Es un componente de los que emplazan esta novela en la posmodernidad. Pero importa destacar que se activa muchas veces mediante un mecanismo paródico de inversión espacial aplicado hasta al mismo centro neurálgico del poder, al que, en clave grotesca, desplaza a la cloaca. Bocanegra gobierna sentado en la letrina. Pero, parodia sobre parodia, el campo léxico del imaginario sagrado atraviesa el discurso, quebrado así en descensos y aparentes ascensos semánticos a los que, a su vez, la ironía degrada: El mismísimo presidente Bocanegra, Bocanegra en cuerpo y alma, con los ojos obsesionantes y los bigotazos caídos que yo tanto conocía por el retrato de la cantina; aunque, claro está, sin la banda cruzada al pecho; pues Su excelencia, único personaje sentado en medio de aquella distinguida sociedad, posaba
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sobre la letrina (o, como aprendí a decir, en el inodoro), y desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios. No podía sospechar yo a la sazón que se me había introducido así, de golpe y porrazo, en el círculo íntimo de los privilegiados, en un santuario cuyo acceso implicaba el honor supremo en el Estado, ni que centenares y miles de sujetos habrían envidiado, de haberla conocido, mi casi fabulosa fortuna (680).
Algún episodio de La sombra del caudillo denigra de parecida manera el espacio del ejercicio político, transponiéndolo al prostíbulo, pero la caída es menor, pues no parte de la más alta instancia, sino de un Ministro y sus colaboradores; ni afecta, tampoco, al simbólico asiento presidencial mismo: Encarnación Reyes, encandilado por el coñac, por el perfume de La Mora y por cuanto oía, vino pronto a sentirse como si lo envolvieran la atmósfera caldeada y la excitación de una asamblea política o una sesión del Congreso. Ellos hacían de diputados: ellas, de público […]. Olivier sintió el impulso irresistible de ponerse en pie y ascender hasta una tribuna imaginaria. El chorro de palabras brotó de su boca como en la Cámara, sólo que aquí frente al estrecho círculo de la mesa sembrada de botellas y vasos, ante la fila de pares de ojos semiocultos en la sombra […]. Las botellas vacías iban acumulándose sobre el hule pegajoso (443).
Sin embargo, en El águila y la serpiente, cuenta Guzmán una anécdota sobre Pancho Villa quien, ufano de sentarse en “la sillita” se fotografía ocupándola con pose histórica. Pero, sobre todo, otra, que se cierra con humor de hiriente socarronería, narra el respeto sobrecogido de Eufemio Zapata ante “la silla” de Presidencia… que antes había imaginado como las de montar: Quiso Eulalio Gutiérrez que antes de instalarse su gobierno llegáramos de visita al Palacio Nacional. […] A nuestras espaldas, el tla-tla de los huaraches de dos zapatistas que nos seguían de lejos recomenzaba y se extinguía en el silencio de las salas desiertas.[…] Ante la silla presidencial (Eufemio) declaró con acento de triunfo, con acento cercano al éxtasis: “¡Esta es la silla!” Y luego, en un rapto de candor envidiable, añadió: “Desde que estoy aquí, vengo a ver esta silla todos los días, para irme acostumbrando. Porque, afigúrense nomás: antes siempre había creído que la silla presidencial era una silla de montar.” (1965: 392393).
Con todo, insisto en que el guiño humorístico, intenso, no sella globalmente las novelas de Martín Luis Guzmán, mientras que señorea en Muertes de
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perro, por necesidad abordable desde las claves conjuntas del homo ludens y del homo ridens. Pero el discurso humorístico lleva adheridas visiones del mundo, actitudes ante la existencia. Remite incluso a la naturaleza contradictoria del individuo y de las cosas, a la multiplicidad del yo. Umberto Eco subraya: Y si nos reímos, sonreímos, bromeamos, planeamos sublimes estrategias de lo risible (y somos la única especie que lo hace, puesto que están excluidos de esta ventura los animales y los ángeles), es porque somos la única especie que, sin ser inmortal, sabe que no lo es. El perro ve morir a otros perros, pero no sabe –por lo menos, no lo sabe por fuerza de silogismo– que también él es mortal. Sócrates lo sabe. Y porque lo sabe es capaz de la ironía. Lo cómico y el humorismo son la forma en la que el hombre intenta hacer aceptable la idea insoportable de la propia muerte –o de urdir la única venganza que le resulta posible contra el destino o los dioses que lo quieren mortal– (2000: 112).
Además, en Muertes de perro ello se refuerza con la estética expresionista del imaginario grotesco, que en la novela de Guzmán emerge solo en momentos puntuales, y tal hermandad imprime carácter satírico. No sobra recordar que sátira e ironía tienen soportes ideológicos y objetivos distintos. Ya Fuster (1957) había formulado la diferencia atribuyéndole a la primera una voluntad de reforma de la que carece la ironía a secas, portadora, sin más, de cosmovisiones. Si la sátira tiene por objetivo no solo “poner en ridículo a personas o cosas”, sino también “censurar acremente”, y si censurar es “reprobar o corregir algo” (RAE, 2001.), resulta que ambas nociones convergen con la crítica entendida como “conjunto de opiniones expuestas sobre cualquier asunto”, pero, además, como “censura de las acciones o la conducta de alguno” (Ibídem). De este modo, desde la menipea, la palabra satírica se torna sobremanera aquel cernudiano “instrumento posible de un acto imposible, para realizar con ella individualmente lo que de otro modo nunca adquiriría forma visible” (Cernuda, 1994: 53-54). Aunque no se haya trazado, ni mucho menos, toda la línea de continuidad entre la sátira menipea y la novela occidental, sí se han analizado ciertos hitos contemporáneos de ella. Siguiendo los catorce rasgos distintivos que Bajtin identifica en su estudio de Dostoyevski, se han mostrado residuos del diálogo socrático en la Utopía de Moro y en el Coloquio de los perros de Cervantes; cómo se ponen a prueba y se parodian los paradigmas de lo que se asume como verdad en Rabelais o en Swift, el alcance de la codificación enciclopédica en Sterne, Melville o Joyce; la carnavalización paródica posmoderna en novelas de Nabokov o Cabrera Infante… Sin duda, la obra narrativa de
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Francisco Ayala, en concreto Muertes de perro, es uno de los puntos más importantes por incluir en ese mapa. Por todo ello, en la medida en que su discurso esté cifrado con claves de humor satírico así entendido, se hacen en extremo reduccionistas interpretaciones como la de Ricardo Gullón: Entre las novelas españolas contemporáneas, es Muertes de perro, de Francisco Ayala, la que encaja mejor en el marco (se refiere al de la novela del dictador y su característico espacio abyecto), y acaso la respuesta más amarga –o, más escéptica– a las cuestiones que plantea: es la condición humana y no solo la condición política lo puesto en cuestión (…). Pesimismo –el de Ayala– arraigado en una visión del mundo excluyente de la esperanza (…); Ayala apretó las clavijas del sistema hasta cerrarlo tan herméticamente que bien pudiera ostentar a la entrada el aviso puesto por Dante a la puerta del infierno. Nada de signo positivo puede existir en él. En la cloaca, sólo detritus; si algún personaje no participa de esa condición excremental el espacio lo repele, alejándolo del texto, testimonio vivo de la imposibilidad de ajustarse a sus requerimientos (1980: 67).
Semejante percibir en esta novela un compendio del más desalentado pesimismo, paradigma de escritura inflexible, a mi modo de ver está al filo de pasar por alto el nivel secundario de modelización en que no deja de instalarse el proceso comunicativo literario, por más atenuado que se lo quiera considerar en el caso del género novelesco, y obvia del todo emplazarla en el campo del pensamiento de Ayala, alguno de cuyos parámetros para nuestra orientación lectora me permito recordar. Por ejemplo, el estrecho vínculo que él mismo subraya repetidamente entre experiencia vital del autor y novela, incluso entre ésta y autobiografía. De esa experiencia es parte, qué duda cabría, la configuración de su pensamiento; su universo epistemológico; el nivel de sus enunciados generales, soporte de los particulares: su teoría. A ella pertenece la concepción del intelectual y el papel que le corresponde en el mundo. Entre los atributos irrenunciables de esta figura que, como dije, Francisco Ayala perfila en Razón del mundo, tales como actitud teorética, independencia, compromiso –es decir, servicio al bien común– y conciencia crítica, destinada a desvelar la verdad oculta tras la apariencia, me importa subrayar especialmente ahora los dos últimos, pues si el escritor, incluido el de novelas, encarna por excelencia al intelectual, resultaría inexplicable que quien escribió Muertes de perro, des-interesado, hubiera renunciado a cumplir esa tan obligada tarea que le compete. Por eso, alertas, sospechamos de antemano que el aparente solo mostrar lo más rabiosamente canino de la jauría humana –o, si se prefiere, inhumana–, oculta, al
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lado de allá del espejo, la otra faz de la mariposa; como aquella que, rígida ya en su féretro de cristal, induce a contemplar las dos caras de sus alas en el cierre último de El jardín de las delicias. El humor crítico del discurso aconseja mirar lados plurales de la poliédrica realidad. Elocuente, el silencio envuelve en Muertes de perro todo cuanto no es preciso desenmascarar, igual que en el primero de estos libros obvia el panel central del cuadro homónimo de El Bosco. Espacios de representación y posmodernidad Conviene tener presentes también las conexiones, tan reconocidas, de humor e ironía con la mímesis teatral. Destacó Pirandello en L’Umorismo (1908) que éste da fe de lo doloroso de la existencia, descubre la falsa univocidad, busca lo plural tras la apariencia inmutable de las cosas. Además, atributo importante de las obras humorísticas es articular las perspectivas trágica y cómica, subordinándolas a un sentido global que se sobrepone a la conjunción de las dos. En el arte dramático se condensa la ironía que habla del absurdo donde el humano vivir se circunscribe. Y en la medida en que las expresiones del humor irónico implican actos de fingimiento que es preciso descifrar, no solo intensifican la teatralidad, sino que tienen, ellos mismos, condición teatral. Como se sabe, en la reflexión más actual sobre el teatro abundan pareceres afines. Por ello, Santaemilla Ruiz escribe: El carácter mimético del teatro y su inmediatez temporal lo abogan a un vértigo irónico de hechos, gestos y palabras que no hacen sino teatralizar más aún el texto dramático y la propia vida. La ironía refuerza la idea del teatro dentro del teatro y jerarquiza los distintos niveles de ilusión de la propuesta teatral. Ello nos conduce a “una inquietante reflexión sobre nuestra propia realidad de espectadores, activando el principio de infinita regresión que la ironía suele poner en marcha. La ironía, en definitiva, refuerza la autoconciencia del hecho teatral y une al lector o espectador y al autor en una complicada danza intelectual (2001: 217. Las cursivas son mías).
Pues hay tales lazos entre humor y mímesis, esperable resulta que el universo narrado en Muertes de perro se muestre como teatro. Lo hace en tres niveles: uno mediante referencias directas y otros dos por simbolizaciones en primer y en segundo grado, situándose el humor, suprasegmental, en este último. En efecto, La sombra del caudillo y Muertes de perro entrañan visiones del mundo, del comportamiento humano, como representación. Por eso, las dos, además del motivo estético primordial, el teatro, y, por extensión degradante, el circo, utilizan la clave afín que es el campo semántico del juego. También en
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las dos, la metáfora de la caza como persecución política, militar o civil, es recurrente. La novela de Guzmán la contiene ya en la mirada de tigre caracterizadora del Caudillo –igualita, por cierto, a la de Bocanegra cuando bebe– y hasta rotula el capítulo II del libro V: «La caza del diputado Olivier», aludiendo al complot para asesinarlo, con los demás aguirristas, durante una sesión parlamentaria. La de Ayala la inscribe en la conducta esperable de la jauría humana, pero, variando su fuerza sémica, recorre muchos relatos suyos, desde los vanguardistas ya, como evidencian título y sentidos de Cazador en el alba. Quiero decir que ni la extensión ni la densidad semántica del símbolo son fijos y en la novela que ahora me ocupa tiene por extensión la conducta social entera, de todos y en todas sus expresiones; por naturaleza, la más implacable violencia, la crueldad menos humana. Pero el concepto de representación no coincide, o no lo hace siempre, en Guzmán y en Ayala, pues la obra del primero conserva residuos de la visión barroca, es decir, del individuo como actor cuyo papel le ha sido asignado por una trascendencia, que en esta novela no es la divinidad, sino un desconocido, formidable, impulso social: En otros términos: ocurría todo como si en el drama profundo que estaba desarrollándose los personajes no obraran de propia iniciativa –obedientes a sus impulsos, a su carácter–, sino que tan sólo siguieran, simples actores, los papeles trazados para ellos y por la fuerza anónima y multitudinaria. Los obligaba ésta, desde la sombra, a aprender su parte, a ensayarla, a realizarla […]. Porque Sandoval no era aguirrista, sino que apenas fingía serlo para abrir paso a sus propias aspiraciones: años llevaba él bregando también por llegar a presidente. Y como él, otros muchos. Ortiz, Figueroa, Carrasco, todos andaban a caza de la Presidencia, pero no para Aguirre, sino para sí (510).
Aunque Martín Luis Guzmán insiste en describir la representación como drama, su obra no deja de mostrar elementos de tragedia, pues hay víctimas inmoladas y una fuerza superior que, sin ser voluntad ultraterrena ni destino ciego, sino impulso interesado de conductas humanas, conforma redes sociales del todo imposibles de romper. La novela de Francisco Ayala, en cambio, da un salto cualitativo muy importante, pues “representar” es en ella tanto como ocultar la realidad, tiene poso epistemológico de Schopenhauer. Como se conoce, la huella de éste se deja percibir en otros muchos textos de este novelista –comenté en otra ocasión (2001) que es clave muy importante de El jardín de las delicias– con diferentes grados de intensidad y de modulación, incluso para rebasarla.
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El léxico de la representación siembra, constante, el enunciado de Muertes de perro. Teatro, sí, pero en lo que implica de fingimiento que obliga a buscar lo real tras la apariencia de la máscara. Además, en tal clave de sentido así planteada se articulan variantes de gran arraigo en la tradición literaria española y europea en general desde el medioevo, como son la danza de la muerte y el carnaval, que aquí no es precisamente el de carácter festivo, ese que Bajtín analiza a propósito de Rabelais, sino más bien el que construye espacios, situaciones y conductas infernales. Así ve Pinedo, el cronista primario, a Tadeo Requena: Su verdadero talento, su fuerza, era de índole distinta, y muy temible por cierto: demoníaca. Consistía en el poder corrosivo de una mirada que volatiliza, disipa, vacía, corrompe, destruye, en fin, todos los objetos donde se posa, dejándolos reducidos a su pura apariencia irrisoria; poder tremendo, del que quizás él mismo no se daba cuenta, o no se daba cuenta cabal, como si, con una especie de rayos equis, viera la calavera bajo la carne, y una absurda danza de esqueletos en los movimientos de la gente (712).
Llamativo resulta que, estando las danzas macabras tan arraigadas en las expresiones de la cultura popular mexicana, no las simbolice Guzmán como motivo literario de mucho peso estilístico. Más contundente que la novela de éste, la de Ayala incluye menciones expresas al mundo como tragedia, pero, eso sí, con intermedios, con entremeses bufos: vida y tragicomedia. Pero, sobre todo, en su conjunto el universo narrado la encarna. Combina, en efecto, episodios de esa doble índole, pues lo pueblan rabiosos perros humanos de caza, así como también ejemplares de la raza canina: meros chuchos impertinentes y hasta la famosa perrita japonesa Fanny, cuya muerte llora, sin consuelo, la Presidenta, activando movimientos del cuerpo diplomático entero. Desmesura en las relaciones causa-efecto; enunciado dislocado. Signos en rotación. Escribe en sus memorias el secretario privado del Presidente: De todas maneras, y por lo que a mí se refiere –continúa Tadeo–, parece claro que el presidente me tiene cada vez mayor confianza, y que se propone utilizarme en cuantas gestiones, por una u otra circunstancia, le merezcan particular cuidado. Las cuales, no siempre tienen que ser de riesgo, ni tampoco de aquellas que los pusilánimes suelen considerar desagradables. En medio de los actos de tragedia se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo (717).
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Sin embargo, la diferencia entre la amplitud semántica de la representación en La sombra del caudillo y en Muertes de perro reside en otro punto y éste es tan crucial que afecta a toda la maniobra narrativa y, con ella, al mismísimo convenio tácito por el que el lector se involucra, cómplice con el autor, en el universo narrado. Afecta, en suma, al asunto medular de la pragmática literaria y, no por casualidad, se enhebra en el de los géneros. Haciéndolo, sitúa la novela de Ayala en la posmodernidad. Para descubrir ese teatro del mundo la novela de Ayala opta por un discurso autobiográfico, “primario” en la acepción de Gèrard Genette, es decir, envolvente, al que sintácticamente se subordinan los demás, esos otros seis “metarrelatos” de los que habló Rafael Lapesa en el discurso con que la Real Academia recibió al escritor granadino. Pero Pinedo, el narrador primario, presunto cronista historiador en busca de las imprescindibles fuentes fiables, esconde su realidad, tan abyecta como la del resto, tras la apariencia de su empeño declarado en cumplir el requisito para su misión: la imparcialidad. Sin tratar aquí problemas, tan complejos, sobre lo imposible de ésta, resulta que estamos ante una voz autobiográfica que, a pesar de serlo, se proclama neutral por distanciamiento de lo narrado, que pretende comportarse como lo hace la voz omnisciente. Problema del parecer frente al ser que, inserto en el de la narración autobiográfica, pregunta acerca del discurso mismo. Síntoma claro de condición posmoderna. La novela mexicana teje las referencias al teatro del mundo en un discurso polifónico que, por serlo, lleva adosados enfoques e ideologías plurales también y ello desdice cualquier pretendida monología de la voz tan omnipresente como omnisciente. Sin embargo, esta voz, la del narrador, así configurada, no solo domina enunciado y dispositio, sino que, además, es fiable. No cabe cuestionar su honorabilidad. Cuanto ella dice valdrá más o lo mismo que cuanto digan otras, pero no es sospechosa de engaño ni de fingimiento, está al otro lado, no ya del universo narrado, sino, lo que interesa más, de la sospecha; fuera, extramuros de ésta. El hiato entre la fórmula narrativa de las dos novelas es todavía más grande. Porque el fingido distanciarse de Pinedo se enhebra en una deixis espacial… también solo aparente. El imaginario que abre Muertes de perro se nos hace, así, memorable: un tullido, Pinedo, procura la mayor cercanía con el destinatario de su palabra –narratario–, involucrándolo y, con él, a los lectores, mediante ese emplazamiento común en el ahora y en el aquí: “Estamos demasiado acostumbrados hoy día” […]. Dice querer ser testigo impasible de lo otro, del torbellino mundano, farsa convulsa por la pasión de poder y por tan-
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tas más que en ella convergen. Pero quiere observar, no desde un otro lado, no desde cualquier indiscreta ventana, sino desde el punto de mira, ‘quieto’, del ojo mismo del huracán. Quietud reforzada porque está impedido y en silla de ruedas. Aspira Pinedo a poder contar el fin de la historia, a librarse de las embestidas de ese huracán: …me aplico a preparar este relato con el desengaño de la pura verdad. Instalado siempre en mi sillón de ruedas, testigo de tanto y tan cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino, sin que hasta el momento nadie me haya molestado. Si mi invalidez sigue valiéndome, si acaso no se le ocurre todavía a algún mala sangre divertirse a costa de este pobre tullido y meterme de un empujón en la grotesca danza de la muerte, es muy probable que lleguemos al final y pueda contarlo…Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente (667).
El dis-currir del relato, desenmascarando una realidad muy otra, muestra que la quietud distante encubre una vorágine de personales implicaciones. En el otro polo, la novela se cierra con la lucha asesina entre dos baldados, Olóriz y el mismo Pinedo, con el triunfo de éste, por el control, desde la sombra, de ese mismo poder que simuló desdeñar. Tragicómica solución donde la inicial sombra del caudillo Bocanegra termina por dejar sitio a otra sombra de no menos ignominia que manipulará a un “bestial” triunvirato. Sombra de simbólico cuerpo lisiado. Pero hay más. Porque Pinedo indaga en las memorias escritas de otros, cediéndoles tantas veces palabras y pareceres, es decir, reproduciéndoselos mediante metarrelato directo; indaga en cuantos documentos puede, sin reparos en legalidades, licitudes, aspectos éticos y zarandajas así para él, en nombre del rigor de la historia. Propósito solo aparente y rigor que lo es tanto o más, porque tampoco resulta fiable ninguno de esos otros discursos, a menudo discordantes en la información o al interpretarla, lo que alguna vez inclina al narrador primario a liquidar la duda instaurando su autoridad que corrige, apostilla, contradice, pero, las más, abre de par en par la puerta a otras posibilidades, aunque parezca no hacerlo. Si una fuente afirma, otra niega; si una dice hechos importantes, otra los calla. Se impone, pues, cotejarlas entre sí y con otros documentos. El encuentro con la verdad, siempre relativa, choca, frontal, con cada cara de ella. O bien: las memorias-crónicas son engañosas y obligan a reconstruir la historia, empezando por el orden mismo de los hechos.
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El método de Pinedo se basa en la convicción evidente de que la realidad existe, y para indagarla es necesario seguir el convencional proceso: mirar, escuchar, comparar, pensar y hablar. Nosotros, los lectores, podríamos decir que nos sentimos cerca de lo que Umberto Eco llamó una deriva interpretativa; de ella nos salva, poderosa, la percepción de que otra instancia, la que suele llamarse autor implícito, controla firme todos esos discursos, ninguno de ellos fiable, sometiéndolos al señorío del suyo, suprasegmental: el del autor, en definitiva, donde, en términos de Bajtín, diríamos que se refractan. El texto no fija una verdad. Conforme a la semiosis natural, sabido es, los distintos aspectos de la realidad son síntomas, índices, signa o semeia en el sentido clásico del término. Pero, conforme a la semiosis artificial del lenguaje verbal, o éste se revela insuficiente para dar cuenta de la realidad, o se usa explícitamente y con malicia para enmascararla, casi siempre con finalidades de poder. Esto se hace posible porque el lenguaje es engañoso por su propia naturaleza, mientras que la semiosis natural induce a error u ofuscación solo cuando está contaminada por el lenguaje que la reexpresa e interpreta o cuando la interpretación está obcecada por las pasiones. A mi modo de ver, el entramado verbal, polidiscursivo, de Muertes de perro, viene a subrayar ese enmascaramiento y a deconstruir el mensaje mediante la pluralidad de sus interpretaciones. Otro síntoma de que la novela ha rebasado las lindes de la modernidad. Hay todavía otros traspasos de esa frontera: mundo como teatro… ¡narrado! Los actos de la tragicomedia, sometidos a la naturaleza discursiva, inevitable, de la vida misma, que absorbe y envuelve al teatro también. Lo ilustran de tal manera aquellas palabras de Requena sobre las artimañas de la Presidenta, su amante, para liquidar a Bocanegra, que importa destacarlas: En suma: bajo la forma narrativa, y como si redujera a relato un largo debate interior que hubiera sostenido consigo misma, me sirvió el texto que seguramente había tenido intenciones de montar, dramatizado con mi colaboración, a no mostrarme yo tan refractario, tan cerrado, tan iracundo y tan hostil (796).
En resumen: el necesario cuestionar lo fiable de los discursos ficcionales, empezando por el del narrador, es ya de por sí una estrategia que alerta sobre los límites mismos de la fiabilidad en el proceso entero de la comunicación literaria, pues acaso, consecuentemente, el autor, el mundo posible que propone y, claro es, los lectores, tampoco escapamos a la envoltura del velo encubridor. Más aún: ni la representación misma puede hacerlo. Problemática realidad del simulacro, sometido, también él, al imperio de lo aparente y del relato. Movi-
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miento perpetuo en fuga hacia el metadiscurso. Reflexión posmoderna… igualmente simulada, claro. Por todo ello y por más razones, una de las más importantes claves de sentido en la novela de Francisco Ayala habla de la condición deíctica del camino en pos de la verdad. Como bien supo y asumió Ulises, el conocimiento entraña un proceso espacial, un mental desplazarse a otro lado o a un más allá, al averno mismo, donde cada uno ha de descubrir su particular profecía de Tiresias. La sombra del caudillo muestra claro el camino a la verdad de la tragedia mexicana. El mapa del recorrido para conocer la peripecia de los seres humanos, hecho con trazos posmodernos, tiene apariencia de tragicomedia hispánica (narrada) en Muertes de perro. Referencias bibliográficas I. AYALA, F. (1993[1958]): Muertes de perro en Narrativa completa, Madrid, Alianza Editorial, 665-820. GUZMÁN, L.M. (1965[1928]): La sombra del caudillo en Antonio Castro Leal (ed.), La novela de la revolución mexicana, I, Madrid, Aguilar, 425539. II. ABREU GÓMEZ, E. (1968): Martín Luis Guzmán, México, Empresas Editoriales. AGUILERA MORA, J. (2002): «El fantasma de Martín Luis Guzmán», en Olea Franco, Rafael (coord.), Martín Luis Guzmán. La sombra del caudillo. Edición crítica, México, Ediciones UNESCO, 538-558. AZUELA, A. (1994): De la novela de la revolución a la unidad de la literatura iberoamericana, México, El Colegio de Jalisco/Instituto Nacional de Antropología e Historia. BAJTIN, M. (1998[19747]): Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus. BALLART, P. (1994): Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona. BARROSO VILLAR, E. (2001): «El mundo todo es máscaras: sobre espacios de humor y representación en El jardín de las delicias» en Sánchez Trigue-
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FRAGMENTACIÓN Y UNIDAD: PRECEDENTES LITERARIOS DEL HIPERTEXTO INFORMÁTICO EN EL JARDÍN DE LAS DELICIAS Antonio Gómez Aguilar (Fundación Audiovisual de Andalucía) A lo largo del tercio central del siglo XX, aparecieron distintas corrientes de un movimiento que defendía la hibridación, la cultura popular, el descentramiento de la autoridad intelectual y científica, y la desconfianza ante los grandes relatos. Este movimiento, denominado postmoderno, estaba definido por la renovación radical de las formas tradicionales en el arte, la cultura, el pensamiento y la vida social. Si bien la acepción más usual del posmodernismo se popularizó a partir de la publicación de La condición posmoderna de Jean-François Lyotard en 1979, varios autores habían empleado el término con anterioridad. El posmodernismo, como corriente estética, emergió primero en la literatura, en las artes plásticas y luego en la arquitectura. Planteaba la ruptura de la linealidad temporal marcada por la esperanza y el predominio de un tono emocional nostálgico o melancólico, junto con el desarrollo del multiculturalismo y los feminismos de la diferencia. Por tanto, en términos de corrientes culturales, al hacer referencia a la postmodernidad estaremos designando un amplio número de movimientos artísticos, cuturales y filosóficos del siglo XX, definidos en diverso grado y manera por su oposición o superación del modernismo. En esta línea, dentro de la extensa obra bibliográfica de Francisco Ayala, encontramos la que muchos críticos consideran como una de sus mejores obras, El jardín de las delicias. En ella, el debilitamiento de las barreras entre géneros y el uso deliberado e insistente de la intertextualidad, expresada frecuentemente mediante el collage o pastiche, nos invita a encontrar en ella muchos indicios de esas corrientes posmodernas. Corrientes no extinguidas, y hoy recuperadas por muchos teóricos en relación con los fenómenos informáticos
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derivados de las aplicaciones hipertextuales en soportes multimediáticos, ya sea en formatos off line (cd o dvd) o en formatos on line en la red de Internet. La obra aparece en 1971, en un momento muy importante de la vida del escritor granadino; tras su vuelta de América, tras años de exilio, pero sobre todo, tras años de viajes, experiencias y descubrimientos, que le ayudarán a perfeccionar su extraordinaria expresividad como creador de un estilo propio. El jardín de las delicias es un libro de recuerdos y vivencias en el que Francisco Ayala, como en el cuadro homónimo de El Bosco, aborda la dicotomía entre el amor y el dolor, la ternura y la crueldad, la vida y la muerte. Son piezas diversas, escritas a lo largo de los años, a partir de 1941, como si fueran noticias que reposan en las páginas de un periódico, que en realidad, son un espejo del mundo en el que vivimos. Están combinadas, según el propio Ayala, “como los trozos de un espejo roto” sobre los que, al asomarse, “pese a su diversidad, me echan en cara una imagen única, donde no puedo dejar de reconocerme: es la mía”. Las piezas van acompañadas de las pinturas, esculturas y monumentos referidos en las mismas, anotadas de puño y letra por el autor. No son simples ornamentos editoriales, sino, como dice Ayala en su Narrativa completa que se publicó Alianza Editorial en 1993, “parte integral de su composición como objeto artístico”. Una prosa a la vez elegante y directa, unas ilustraciones sin las cuales el texto “quedaría desvirtuado” uniforman, juntas, la que es obra capital de uno de los grandes escritores españoles de nuestro tiempo. Yo también confieso, como el profesor Emilio Orozco (1985: 12), que esa manifestación externa de El jardín de las delicias –consecuencia de su íntima y compleja concepción– fue lo que me impulsó a la lectura del libro del escritor granadino. Mi interés por la fragmentación de la información en las estructuras hipertextuales hizo despertar en mí la necesidad de estudiar una obra cuya estructura, fragmentaria, pluritemática, con sus distintos elementos y sus especiales recursos comunicativos actuaban sobre el receptor-lector produciendo complejos y decisivos efectos. El propio Ayala nos ha dicho una y otra vez que las enormes potencialidades de las nuevas tecnologías audiovisuales están siendo aprovechadas de modo ridículo. Así, si por una parte la cultura del libro habrá de seguir teniendo su lugar propio –el que corresponde a la construcción de la propia intimidad–, la necesidad de adaptación al medio audiovisual de las grandes obras de creación, con sus grandes pautas de comportamiento, resulta imprescindible.
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El jardín de las delicias. Obra de Francisco Ayala El jardín de las delicias, es una obra literaria muy problemática en múltiples aspectos. Es una obra de estructura sumamente compleja, una obra que debe ser relacionada. Hay un continuo entrecruzamiento temático a través de las distintas secciones y piezas del libro, que incluyen elementos gráficos, que como señalábamos anteriormente, son esenciales complementos de la obra. Se trata de un libro fundamentalmente abierto; abierto a nuevas incorporaciones de textos y abierto a múltiples lecturas, en el orden de sus piezas. Pese a la diversidad del libro, este arroja una “imagen única” que es la del autor. La fragmentación y la unidad integradora de intención estructural, no son una novedad que introduzca El jardín de las delicias en la obra de Ayala. Ya en su libro La cabeza del cordero son varias novelas cortas, cuatro en este caso, las que forman el libro unidas por un mismo tema. También en Los usurpadores, reapareciendo en la narrativa ya con madurez y plena conciencia de lo que busca, Ayala afronta un tema central fragmentándolo en seis novelas cortas con unidad de sentido y bajo el mismo título. Siguiendo el estudio de Emilio Orozco (1985: 8), vemos como también hay una integración de lo vario en la narración extensa de Francisco Ayala. Muertes de perro, es una recopilación de material documental por parte de un tullido que iba a escribir un libro sobre su país. Es una novela de compleja estructura pluritemática dada por la variedad de enfoques, tono y estilo del material documental fingido. El jardín de las delicias constituye una bien trabada unidad; pero no unidad cerrada, ya que tiene, como hemos dicho una estructura abierta. Sus diversos elementos se conservan siempre inmutables, pero la composición del edificio que forman ha ido cambiando mediante progresivas agregaciones. La variedad y heterogeneidad de las piezas de El jardín de las delicias, en cuanto a naturaleza, extensión, estilo y fecha no afecta al sentido unitario de la obra; por el contrario responde a lo esencial de su estructura. Una estructura que como dice Carolyn Richmond (Vázquez Medel, 1995: 29) en su estudio «Un espejo trizado: la fragmentaria unidad de la obra ayaliana», construye el maravilloso puzzle interno del contenido de El jardín de las delicias, y recalca el hecho de que el arte narrativo de Ayala ha requerido siempre del lector una enérgica colaboración, pues sólo atando para sí los cabos, relacionando los muchos y dispersos escritos e identificando sus frecuentes alusiones artístico-culturales empezará a percibir la auténtica unidad de toda su obra. Emilio Orozco (1985: 59-60) dice en su estudio que el escritor, cuando, después de preparado su libro –el 28 de abril de 1971– lo contempla en su
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conjunto, encuentra que esas piezas diversas –unas de ayer y otras lejanas–“las ha combinado como trozos de un espejo roto”. Y, así, aún cuando unas sean más grandes y otras pequeñísimas, al mirarlas en ese momento reunidas ve que todas le devuelven una imagen única que es precisamente su propia imagen. En realidad son fragmentos de unas vivencias incorporadas a su propio vivir; cosas gozadas o sufridas en los más distintos y distantes momentos y lugares del tiempo y del espacio; pero, claro es, todas se le unen –y se nos unen a los que leemos– en una inmensa visión panorámica del mundo actual, a través de la perspectiva de los años, bajo cuyo ángulo todas se unen en una sola mirada, como se une todo ese mundo inmenso y abigarrado en la visión pictórica de las tablas de El Bosco. Las imágenes en El jardín de las delicias no son adornos del texto. La doctora Elena Barroso (1998b: 82) nos lo recuerda en su análisis del «Lirismo y procesos de espacialización en El Jardín de las Delicias: los espacios del tiempo». Es obvio que ya el título mismo, marca paratextualidad un guiño cómplice para interpretar, alerta sobre la enorme importancia del espacio de las imágenes como fundamento y centro rector de la construcción narrativa. Por si fuera poco, el autor avisa a los posibles lectores despistados, o fiados sólo en la costumbre, sobre el peligro de interpretar sólo como ilustraciones las que no son sino formas visuales de un texto con dos códigos o, si se prefiere, con dos discursos. Lo hace, de forma rotunda en la «advertencia» añadida que abre la edición de su obra narrativa completa publicada en1993. Un cuadro, una estatua, un grabado, una fotografía del autor, algunas palabras o algunas líneas, que a diferencia de las “leyendas” ordinarias, son de mano del autor. Esas palabras o esas líneas remiten, sea al título de uno de los fragmentos de la colección, sea a extractos cuya localización exacta no se precisa y que, por lo tanto, debe situar el lector. Siguiendo a Umberto Eco, podemos dividir en tres fases la producción de un discurso; la primera fase, la Intentio Auctoris, la génesis discursiva, que es sólo una y que en El jardín de las delicias podemos ver claramente referida haciendo una lectura consecutiva del «Prólogo» y el «Epílogo». Una segunda fase, la Intentio Operis, la circulación material y social de los discursos, que es sólo una, aunque en nuestro caso, este proceso de transmisión se ve alterado por los cambios en las imágenes y las inclusiones de nuevos textos en las distintas ediciones. Y por último una tercera fase, las Intentionis Lectoris, los momentos receptivos, que son múltiples, son individuales de cada receptor; por cada receptor y por cada recepción, y en el caso concreto de El jardín de las delicias, cronológicamente en el tiempo del lector, por que en cada lectura el receptor es
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diferente, y de la obra, que también varía, y en función del orden de lectura de las piezas. Esta recreación personal por parte del lector cada vez que se enfrenta a la obra, es en este caso mucho más abierta que en un texto lineal. El orden de lectura de los textos es también determinante a la hora de la interpretación de la obra. En El jardín de las delicias, podemos variar el orden de lectura de las piezas y con ello la interpretación resultante de la obra es distinta. Como dice Andrés Amorós en su «Introducción» a Rayuela, todo libro permite y postula una pluralidad de lecturas. Con Rayuela no sucede solamente eso: está proponiendo al lector, desde la primera página, más de una lectura. Como vio Carlos Fuentes (Amorós, 1988: 23), “esta segunda lectura abre la puerta a una tercera y, sospechamos, al infinito de la verdadera lectura.” En la obra de Ayala encontramos las mismas posibilidades, aunque Emilio Orozco recomienda una lectura lineal de la obra para obtener la idea que el autor quiso transmitir. En la percepción que tenemos del mundo que nos rodea, es muy importante tener en cuenta que cada nueva información que nos llega al cerebro pasa a formar parte de nuestro repertorio conceptual mediante un proceso de acomodación. Para comprender realidades nuevas acomodamos la información entre las ya existentes. Hay por tanto una reacomodación de la información anterior, de la ya existente, para dar cabida a la nueva. Como decía Jean Piaget: “Construimos a partir de lo que ya conocemos.” El hipertexto: escritura no secuencial En 1992, G.P. Landow publicaba Hipertexto. La convergencia de la teoría crítica contemporánea y la tecnología, a modo de conclusiones teóricas y pedagógicas, a las que había llegado tras un trabajo de varios años desarrollado en colaboración con otros profesores y estudiantes en la Universidad de Brown. Del libro de Landow, nos interesan especialmente los planteamientos teóricos , los cuales, partiendo de otros trabajos anteriores del mismo autor sobre esta cuestión, recoge el profesor Juan Carlos Fernández Serrato en su artículo «Hipertexto electrónico e hiperlenguaje. Efectos discursivos y refracciones ideológicas». Como indica el profesor Fernández Serrato, Landow recopila en su libro en una acertada síntesis la mayoría de las perspectivas críticas sobre el denominado hipertexto electrónico o informático y sostiene que el hipertexto nos ofrece un excelente campo de ensayo para poner a prueba nuestras teorías sobre el
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discurso, sobre la pragmática lingüística y el estatuto epistemológico de los actos de leer y escribir. En los años sesenta Theodor Nelson acuña el término “hipertexto” refiriéndose a un tipo de texto electrónico, una tecnología informática radicalmente nueva y, al mismo tiempo, un modo de edición. Con “hipertexto”, decía Nelson, me refiero a una escritura no secuencial, a un texto que bifurca, que permite que el lector elija y que se lea mejor en una pantalla interactiva. De acuerdo con la noción popular, se trata de una serie de bloques de texto conectados entre sí por nexos, que forman diferentes itinerarios para el usuario. Los nexos electrónicos unen lexías tanto externas a una obra, por ejemplo un comentario de ésta por otro autor, o textos paralelos o comparativos, como multilineal o multisecuencial. Si bien, termina diciendo Nelson, los hábitos de lectura convencionales siguen siendo válidos dentro de cada lexía, una vez que se dejan atrás los oscuros límites de cualquier unidad de texto, entran en vigor nuevas reglas y experiencias (Landow, 1995: 15-16). Entendemos por “hipertexto” una escritura no secuencial; estableciendo que la escritura tradicional es secuencial por dos razones; primero porque deriva del discurso hablado, que es secuencial y segundo, porque los libros están escritos para leerse de forma secuencial. Como podemos ver, cuando Theodor Nelson definía en los años sesenta, el término “hipertexto” como escritura no secuencial, hacía alusión indirectamente al principal punto de tensión en la interrelación entre lenguaje y pensamiento: la escritura y lectura tradicionales – lineales– violentan la forma de funcionamiento del pensamiento puesto que las estructuras de las ideas no son lineales sino que se interrelacionan en múltiples direcciones. Vázquez Medel (1996: 79) afirma que “nuestra conciencia relaciona, establece nexos, discurre: configura discursos”. Como vemos el modelo en red y sus componentes rechazan la linealidad en el texto. Fernando Contreras (2000: 149) afirma que desde una perspectiva lotmaniana decimos que el pensamiento es una actividad de intercambio. Y continúa diciendo que el texto que proviene del exterior es el que estimula (conecta) la consciencia. Pero para que esta reacción tenga lugar, es decir, la consciencia se conecte, es necesario que antes tenga almacenada en su memoria una experiencia semiótica, o ese acto no puede ser el primero. Comparto con el doctor Contreras que el hipertexto no es el sustituto de la consciencia natural, aunque, por su carácter multidireccional, su capacidad de movimiento en distintas direcciones se parezca con cierta similitud a la dinámica del pensamiento humano. Pero sí, como afirma el doctor Contreras, el “hipertexto” se convertiría en el emplazamiento de una situación perceptiva y psicológica en la cual el
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usuario de estos sistemas informatizados encuentra suplantada su experiencia propia por un artificio, una puesta en escena. Recurrir al hipertexto supone entonces, que el lector no se limite a la mera asimilación de contenidos, sino que le obliga a desarrollar la capacidad de asociación de ideas, de visión conceptual y global, favoreciendo la reflexión crítica y el pensamiento conceptual. Como dice Fernández Serrato (2001a): se nos ofrece un entorno y unos instrumentos de trabajo que agilizan la recuperación de memoria y la conexión de datos hasta un punto en que se demuestra que el aprendizaje conceptual, la aprehensión de conocimientos, el hacer nuestro el sentido, radica en la reclasificación, reconfiguración y recategorización continua de la memoria, en su actualización permanente.
El “hipertexto” nos proporciona (al autor y al lector) la posibilidad de hacer realidad una potencialidad en un libro. A través del “hipertexto” podemos actualizar lo que en el libro es una virtualización. El concepto o idea de referencias intertextuales no es nuevo. Lo que si es novedoso en el “hipertexto” es que esas referencias las establecen los propios sistemas. Éstos, al igual que los métodos tradicionales de tratamiento de la información, organizan estas interrelaciones entre diversos textos o documentos de forma jerárquica, según su dificultad, etc. Los sistemas tradicionales obligan a una lectura lineal de la información. Los sistemas de “hipertexto” ofrecen la posibilidad de una lectura no-secuencial, organizando las piezas de información interrelacionadas en un hiperdocumento. La ventaja esencial de poder optar por una “lectura no-lineal” es la posibilidad de organizar la información de distintas formas dependiendo de las distintas necesidades individuales de los usuarios –según puntos de vista, áreas de interés, etc.– con total libertad, intercambiando de forma activa con la información a la que accede, con la posibilidad de modificar ésta de distintas formas, ya sea añadiendo nuevas piezas de información (nodos), estableciendo nuevas ligaduras, incluso anulando nodos y/o ligaduras preexistentes. Con el uso generalizado de pantallas gráficas y podemos completar el almacenamiento de gráficos, figuras, fotografías y, eventualmente, sonido en la medida necesaria, así como el enriquecimiento tipográfico de los textos. El “hipertexto” no es simplemente una nueva manera de almacenar y recuperar la información. De su posibilidad de una contribución activa del usuario individual en la interacción real con la información se deduce que la estructuración de la información por un sistema hipertexto la convierte en conocimiento. Fernández Serrato (2001b: 12) afirma que el lugar del hipertex-
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to no es todavía el de un acontecimiento de sentido o el de un vehículo ideológico, sino el de un mero receptáculo de ideas. Aún no hay un nuevo contenido para el nuevo continente del “hipertexto” informático. Aun así, como dice Ana Mª Dotras en su artículo «Hipertexto: lectura y aprendizaje», las primeras y más inmediatas implicaciones que conlleva la utilización de hipertextos informáticos se relacionan con la cuestión de cómo el uso de este recurso informático afecta a nuestra forma de escribir y de leer y, en consecuencia, a la nueva forma de aprehender el mundo a la que estas modificaciones pueden dar lugar. No debemos olvidar que las estructuras textuales que han evolucionado a lo largo de la historia han determinado el pensamiento casi tanto como las del lenguaje, el cual, como soporte básico de la información, influye directamente en los modos de percepción y aprehensión de la realidad. Un sistema de “hipertexto” –al igual que cualquier cuerpo organizado de conocimientos– es fuertemente retórico en sus implicaciones, y la retórica implica propósito y crea estructura. En realidad el problema no es distinto del que se plantea con los libros de texto. Lo importante es el reconocimiento de la no-neutralidad del medio, y de la necesidad de responsabilización de los autores, como en cualquier otro medio de comunicación. Esta noción de hipertexto es la de que a su luz se hace necesaria una reconfiguración de nuestras concepciones de texto, autor/lector, narrativa y educación literaria. El “hipertexto” exige al usuario una cierta actividad. La interactividad del usuario se denomina metafóricamente navegación, exploración de un “hipertexto”. Navegación es por tanto la acción y efecto de explorar un hipertexto. Permite enlazar información relacionada, con lo que se puede navegar a través de este entramado de nodos, de acuerdo con las preferencias o las necesidades de adquisición de conocimiento que se tenga en cada momento. El lector del “hipertexto” adquiere un protagonismo fundamental ya que es él encargado de estructurar la obra a través de las elecciones que va realizando a lo largo de la lectura, pasando, por tanto esta función estructuradora del autor al lector. El “hipertexto” es por tanto el desafío a la creatividad a escribir sobre un nuevo soporte, en un nuevo espacio y para una nueva forma de relación física con el texto. Carlos Moreno, de la Universidad de Valladolid, en su artículo «Literatura e Hipertexto: nuevos medios para viejas ideas», pretende reinterpretar el pasado de la literatura en función de los nuevos medios. Según Carlos Moreno es un punto de vista retrospectivo que justifica desde hoy lo que siempre estuvo, real o virtualmente, desde los orígenes de lo literario. Landow explica muy bien este enfoque, que usa el “hipertexto” como si fuera una lente o un nuevo agen-
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te de percepción que revela algo en lo que no se había reparado o en lo que no se podía reparar, y luego extrapola los resultados para predecir futuros desarrollos. Como dice Carlos Moreno, y esta es una de las ideas que queremos resaltar aquí hoy al relacionar El jardín de las delicias con el “hipertexto”, es que la nueva tecnología hipertextual hará aflorar lo que, como vemos en la obra de Ayala, ya estaba, más o menos constreñido por el libro impreso, desde muchos años antes, proyectándolo hacia un futuro emergente. En efecto, como dice Serrato (2001a), ya sabemos que un texto es una estructura dinámica y que desde un punto de vista pragmático, en el momento de su actualización interpretativa por parte de un destinatario las marcas de comienzo y fin no son fronteras de clausura, sino puntos de conexión con otros textos que el destinatario puede poner o no en funcionamiento. Sabemos que todo texto nace contextualizado psíquica, cultural, política, socialmente. Sabemos de la polifonía y la intertextualidad como estrategias que van tejiendo el discurso, sea cual sea su cristalización en texto. Sabemos que la lectura es una acto de cooperación semiótica y que los roles de autor/lector son complementarios indisolubles. Sabemos de experiencias de textos abiertos, de narrativas discontinuas y cronológicamente no lineales, de discursos “rizomáticos”, y hasta “autodeconstructivos”, sabemos de la interactividad efectiva autor/lector, de coautoría escritural, o del diálogo de varios códigos y semióticas en un mismo texto, etc. Experiencias, además, que ya son referencia casi canónica en la cultura de nuestro siglo. Basten unos pocos ejemplos paradigmáticos. En literatura: el poema de Mallarmé Un coup dès jamais n’abolira le hasard, los caligramas de Apollinaire, las novelas Ulysses y Finnegan’s Wake, de Joyce, la mayor parte de las escrituras narrativas de Raymond Queneau o Georges Perec, Rayuela y 62, modelo para armar, de Julio Cortázar, Pale Fire de Vladimir Nabokov, la poesía visualista y objetual de Francisco Pino o Joan Brossa. En filosofía: textos como Glas de Jacques Derrida, o Mille Plateux de Gilles Deleuze y Félix Guattari. En crítica literaria: S/Z de Roland Barthes. En cine, los ejemplos son múltiples desde las experiencias de montaje de Einsestein o desde los primeros filmes surrealistas de Luis Buñuel, pero recordemos otros ejemplos más cercanos en el tiempo como Ocho y medio de Federico Fellini o Pierrot le fou de Jean-Luc Godard. En el terreno de la música citemos, entre otros muchos ejemplos posibles, las composiciones para cinta magnetofónica de John Cage. Y así podríamos seguir... o retroceder... ¿hasta el Zaratustra de Nietzsche, hasta Tristan Shandy, hasta El Quijote, hasta Gargantúa y Pantagruel, o más allá, hasta los technopaegnia del periodo helenístico?
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El lenguaje hipertextual es una nueva inscripción escritural, que simula ser la arquitectura del pensamiento libre navegando por los sentidos. Pero, ¿es en sí misma la configuración hipertextual un foco de libertad creadora? Nuestros supuestos confluyen en la idea sobre el poder que ejerce la informática en el texto. Como dice el doctor Contreras, el encierro sometido por la linealidad del libro (u otros medios lineales) es superado por los nuevos medios de recuperación de la información que trasladan a los mensajes más posibilidades que las creadas por la traslación escrita de un lenguaje. A modo de conclusión Mi interés por la obra de Ayala vino por mi vocación por profundizar en las posibilidades expresivas de los nuevos formatos que las nuevas tecnologías nos ofrecen. Lejos de demostrar que el “hipertexto” potencia la capacidad y las posibilidades expresivas de la obra de Ayala, me he encontrado con una prueba más de algo que muchos autores recuerdan a los que somos nuevos en el mundo de la investigación sobre nuevas tecnologías: Existen precedentes del “hipertexto” anteriores a su desarrollo en el terreno informático. Ha habido escritores que experimentaron con las posibilidades creativas de la escritura no secuencial. Ha habido teóricos que trabajaron con la deconstrucción de textos y su reconstrucción en la tarea de lectura, filósofos que encontraron en la idea de la fragmentación del texto una manera de expresar sus ideas. O algo tan simple como el acceso a diccionarios, enciclopedias, catálogos, obras de referencia; textos construidos de manera no lineal. Esto me llevó a tomar como punto de partida de mi comparación a la obra de Ayala y no al “hipertexto”. Y también me llevó a ver más a la obra de Ayala como un claro antecedente y prueba de que el “hipertexto” existe antes que la informática, que a poder demostrar que la estructura hipertextual sea un soporte muy válido para potenciar la capacidad expresiva y comunicativa de los textos literarios. El “hipertexto” aporta la posibilidad de actualizar algo que antes sólo era una posibilidad virtual. Con el “hipertexto” podemos garantizar que la transdiscursividad emisora imprescindible para la interpretación de la obra puede llegar intacta a todos los lectores. Pero a pesar de mi defensa de la estructura hipertextual, tengo la impresión de que probablemente el propio hecho de dar explícitamente los ‘enlaces’ más pertinentes, conviertan a una obra en otra distinta. Seguramente una versión hipertextual de El jardín de las delicias no sería El jardín de las delicias, sino otra cosa.
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Aún así, el “hipertexto” es un soporte muy versátil y muy dinámico que nos posibilita exponer unos contenidos, cualesquiera, de una forma muy rica y eficaz de cara a la recepción del lector-navegante-autor. Lector, navegante y autor, porque probablemente cada lector que navegue por un hipertexto crea (autor) su propio texto en función de su aproximación a la obra. No es un camino fácil para los artistas, pero es indudable que el potencial del ordenador llevará a una escritura hipertextual en la que pongamos en funcionamiento toda una serie de esquemas y estructuras que nos permitan superar el uso trivial de la máquina para alcanzar nuevos planteamientos en la búsqueda de una visión más amplia de nuestra realidad. La fascinación que puede producir el pensar en términos de estructuras esenciales, en lugar de demostraciones particulares de forma constituye el sentido de cómo construimos nuestro conocimiento del mundo, que en cierta medida se acerca al propio funcionamiento del pensamiento. Por eso al hablar de narración no lineal es importante centrarse en la estructura pura como modo de encaminar el proceso necesario para la creación artística. Referencias bibliográficas AMORÓS, A (1988): «Introducción» a Cortazar, J.,Rayuela. Edición de Andrés Amorós, Madrid, Editorial Cátedra. AYALA, F. (1978): El jardín de las delicias y El tiempo y yo, Madrid, Selecciones Austral, Espasa-Calpe, S.A. —. (1990): El jardín de las delicias y El tiempo y yo, Madrid, Mondadori España, S.A. BARROSO, E. (1998b): «Lirismo y procesos de espacialización en El Jardín de las Delicias: los espacios del tiempo» en Vázquez Medel, M.A. (ed.), Francisco Ayala: el escritor en su siglo, Sevilla, Ediciones Alfar. COLORADO CASTELLARY, A. (1997): Hipercultura visual: el reto hipermedia en el arte y la educación, Madrid, Editorial Complutense. CONTRERAS, F.R. (2000): Nuevas fronteras de la infografía. Análisis de la imagen por ordenador, Sevilla, Mergablum, Edición y Comunicación, S.L. DELICADO, J. (1996): Sistemas Multimedia, Madrid, Editorial Síntesis. DÍAZ PÉREZ, P., CATENAZZI, N., AEDO CUEVAS, I. (1996): De la multimedia a la hipermedia, Madrid, Editorial RA-MA
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