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3. Las identidades trans en el cine: Rompiendo poco a poco las historias estereotípicas

Por Marcos Carrasco, autor del blog de cine @los10escalones. Amanda, Sophia, Chloe y T se desnudan como ciudadanas y ciudadano de la metrópoli que ha dado cabida al desarrollo en un país tan hipócritamente ambiguo como es Estados Unidos. En I Hate New York (2018), el cineasta español Gustavo Sánchez da voz a personas trans acogidas y expulsadas casi a partes iguales de una ciudad que gracias a su heterogenia ha sido capaz de prender la mecha ante el rechazo. Siguiendo la estela de otras obras como Paris is Burning (Jennie Livingston, 1990), mucho más importantes como manifiesto socioartístico, aquí la supervivencia en la subcultura underground se lee mirando al pasado a través de identidades que hablan en primera persona, de sus triunfos como meros individuos y de los fracasos fruto de la discriminación. Fracasos que van desde la expulsión hasta la misma muerte, autoinfligida o no

El cine ha tardado mucho en escuchar estas voces y en darles espacio. Paralelamente a la sociedad, las primeras historias en las que las personas trans eran tratadas más allá del travestismo, como personajes no circenses y con nombre y motivaciones propias, surgían desde lo experimental y lo underground, desde la desconexión de una norma regida por la industria hollywoodiense. Con los nuevos cines europeos, apareció una de las figuras más importantes de la mirada LGTBIQA+ cinematográfica: Ranier W. Fassbinder, un cineasta bisexual artísticamente reconocido en su corta pero prolífica vida que mostró abiertamente en lo cinematográfico su mundo, este mundo inadaptado. En Un año con trece lunas (1978), el director alemán muestra a Elvira, una mujer trans que desde su primera aparición, en una violenta escena de cruising, es víctima del escarnio. Elvira dejó atrás una identidad y a su mujer e hijo para contentar a un hombre, un hombre que no la quería antes y ahora la desprecia como mujer. El reflejo de un alma que, pese a forjarse en la esencia, siempre estará destinada a no ser reconocida y a vivir en la melancolía, atravesada por la desesperanza. Fassbinder borda el papel de representante de las realidades ignoradas. Esto resuena en su propia vida. La vida del escondite, la del falso delincuente obligado a ocultar sus emociones en la privacidad de su propia casa o a exponerlas a los peligros de la clandestinidad.

En este subgénero, las historias desgraciadas son las que han sabido hacerse un hueco entre el público. Una muestra de las dificultades que marcan su devenir en la no ficción. Con Boys Don’t Cry (Kimberly Peirce, 1999), el audiovisual americano deja atrás el bourlesque y la representación de nicho y logra un alcance como pocas veces antes una historia trans había conseguido, pero como de costumbre agarrándose a lo trágico, y encarnada por una Hilary Swank merecedora de su primer Oscar. Un true crime en el que se reivindica por qué y no cómo ni cuándo. Dibuja con detalle a la víctima y a trazos toscos a los verdugos. Una denuncia al salvaje temperamento y a la educación frágil de una población, la de Nebraska en este caso, que ocupa más de dos tercios de un mapa, el estadounidense.

Los actores cis han copado, como quien dice hasta antes de ayer, este duro trabajo de carga identitaria. En la mayoría de los casos, un comprometido esfuerzo que merece el aplauso de los intérpretes, pero que no puede ser ajeno a la crítica de la sociedad. Historias casi siempre empeñadas en subrayar el significado punitivo de haber nacido equivocado, que pretenden remover a la sociedad y visibilizar un daño que ha estado, está y estará. Pero en los últimos diez años, la generación de quienes llevan al cine estos discursos comienza a educarse en el progreso y, aunque la realidad siga apartando estas historias hacia el lado oscuro, la identidad se defiende en primera persona y con las uñas fuera, y no desde una tumba o desde la memoria de quienes lo intentaron pero cayeron en combate. Un ejemplo idílico de este cambio es el del magnífico Sean Baker (The Florida Project), quien en 2015, con su primera película, se atrevió a retratar el día de Nochebuena de dos trabajadoras sexuales trans en el despersonalizado Los Ángeles. Tangerine hace humor de lo social. Cámara en mano, se desarrolla como una road movie callejera en la que Alexandra y Sin-Dee muestran con normalización la “etiqueta” de quiénes son. Una historia de amistad que, a pesar de la dureza que se extrae de ella, es capaz de calar con esperanza. La cárcel, el trabajo sexual y el abuso en estos ámbitos tienen nuevos protagonistas, aunque desgraciadamente esto signifique que la persona trans sigue teniendo un papel relegado a la marginalidad. Pero esta realidad ya deja de ser marginal para nuestros ojos y se muestra sin un muro de acero por delante, que antes sólo era capaz de romperse por la excepción del artista rebelde.

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