GUILLERMO KUITCA en Clase Ejecutiva (may 2005)

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NOTA DE TAPA ◆ Guillermo Kuitca

EL

PINTOR ARGENTINO CONTEMPORÁNEO MEJOR COTIZADO CARECE

DE FORMACIÓN PLÁSTICA FORMAL Y DETENTA UN PASADO DE NIÑO PRODIGIO. INCURSIONÓ EN EL TEATRO Y EN LA ARQUITECTURA, Y ACTUALMENTE APUESTA AL TRABAJO MULTIDISCIPLINARIO CON UN PROGRAMA DE BECAS PARA JÓVENES ARTISTAS.

TRAS 17

AÑOS DE

AUSENCIA DE LA CARTELERA LOCAL, SU RETROSPECTIVA EN EL CONVOCÓ A

100.000

PERSONAS EN

2003. AQUÍ,

MALBA

LOS SECRETOS

Y PASIONES DE UN ARTISTA QUE ALIMENTA SU PROPIO MITO Texto: Andrea del Río Entrevista: Andrea del Río y Ernesto Nimcowicz Fotos: Antonio Pinta

“Soy artista por inercia” Allí donde Belgrano R se convierte en un laberinto de callecitas empedradas sin rumbo a merced del caprichoso trazado de las vías del tren, y donde los árboles añosos ocultan mansiones de catálogo pero también ejemplos señoriales de arquitectura francesa, habita un artista con alma de duende. Su refugio es un petit hotel reciclado, que hace décadas funcionó como una pensión coqueta. Y sus guardianes son Aarón y Don Chicho, dos labradores que ejercen su función de modo invisible, aunque omnipresente. Enigmático y escurridizo, quien mora en esta casona –luminosa hasta la estridencia, despojada hasta el escalofrío– es Guillermo Kuitca, el artista con fama de inaccesible que se burla de ésa y otras etiquetas que ha cosechado tras dedicar 31 de sus 44 años de vida al oficio plástico.

A

KUITCA, EL NIÑO PRODIGIO Descendiente de inmigrantes ruso-ucranianos judíos, Guillermo Kuitca nació en 1961, y es un fiel exponente de una generación marcada por las revoluciones sociales, políticas e incluso estéticas que le imprimieron un nuevo rumbo al ca22

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pítulo final del siglo XX. Su mirada sobre esos años son la clave para empezar a entender “el enigma Kuitca”. –¿Cuál es su primer recuerdo vinculado con el arte? –Conservo una foto donde aparezco dibujando, en el jardín de infantes: era un chico un poco tímido y retraído, con un lápiz en la mano, metiéndome en mi mundo interior y abstrayéndome del entorno, como si hubiera un microcosmos entre la hoja y yo. Tengo una imagen mental también muy temprana: estoy en una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes, de la mano de mis padres, y de repente me suelto y me acerco a un cuadro que me atrapa, una corrida de toros pintada por Picasso, colorida y vibrante. En general, mis recuerdos relacionados con el arte son viejas imágenes que me incluyen haciendo o mirando arte, dos actitudes que seguramente influyeron para que pensara que esto era lo mío. Es difícil saber cuál de las dos cosas fueron más importantes: si el arte de los demás o el propio. –¿Tenían sus padres alguna afición artística particular?

–Mi madre es médica psicoanalista y mi padre es contador, aunque con el tiempo me enteré de que, en su adolescencia, había pintado cuadros de realismo social. Era gente inquieta, les gustaba la música y la pintura, así que en mi casa de Palpa y Cabildo había posters con reproducciones de Picasso y Matisse, la típica decoración de un hogar de clase media profesional. Fue fantástico cuando compraron Pinacoteca de los genios, una serie de fascículos de Editorial Codex con una propuesta muy interesante: una semana podía ocuparse de Miguel Ángel y la siguiente de Kandinsky. Era un planteo imprevisible, que mezclaba artistas de distintas épocas y escuelas, algo sumamente interesante para un chico porque no proponía una historia del arte sino un juego de imágenes vital y espontáneo. –¿Cómo fue que dio, por primera vez, con sus huesos en un taller? ¿Se lo pidió a sus padres o ellos decidieron darle cauce a su insistencia con los lápices? –Según el anecdotario familiar, se dio esa situación clásica de una maestra jardinera que dijo: “El nene tiene talento”. Pero creo en una versión más


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cruda según la cual sugirió: “Hagan algo con este chico, que sólo sirve para pintar”. Hay una sutil diferencia entre decir “tiene talento” y decir “es con lo único que reacciona” (risas). Pienso que, como era un chico retraído, a la hora de pintar demostraba sentirme a gusto. En la época del jardín de infantes, mi padre me llevó a un taller que se dictaba en Hebraica, pero era un plomazo y encima se dictaba los sábados, así que deserté pronto. Después, mis padres afinaron un poco más la puntería: tenía 6 años cuando me llevaron a un taller de libre expresión, algo muy típico en los años 60, donde tirábamos pintura al aire hasta quedar enchastrados. Disfrutaba mucho, pero mis padres empezaron a buscar a alguien que se hiciera cargo de mi formación artística. La estrategia fue evitar que cayera en una escuela de Bellas Artes que pudiera reprimir la creatividad natural que tenía como niño. Y así fue como dieron con Ahuva Szlimowicz, quien fue mi maestra entre los 9 y los 18 años, cuando abandoné definitivamente las clases. De allí que mi formación no haya sido organizada y tenga agujeros, en cuestiones técnicas, que sigo paseando por ahí. –¿Le preocupó, en algún momento de su evolución artística, cubrir esas falencias? –No, aprendí a vivir con esos huecos. De algún modo, un buen artista lo es por todo lo que sabe y por todo lo que no. Aunque imagino que intenté convertir esas faltas en mi propio lenguaje. De todos modos, creo que mis padres tomaron la decisión correcta al mantenerme alejado de lo que en ese momento era la academia en Buenos Aires, bastante anquilosada, de mucho entrenamiento para nada, asociada a una con-

cepción del mundo que no existía más. Lo particular de la decisión fue que eligieron que tuviera una formación como si fuera un adulto, por lo que compartí el taller con personas que me llevaban 20 o 30 años. Es cierto que mi obra era muy madura, pero mi estructura interna no dejaba de ser la de un chico de 9 años. –¿Le prodigaron sus padres un marco de normalidad para que siguiera haciendo cosas de chicos al margen de su faceta de prodigio artístico? –Creo que sí, o que al menos lo intentaron. Iba al colegio, salía de campamento y mi vida social pasaba por mis compañeros de estudios. –¿Cambió de algún modo esa contención luego de que expuso por primera vez, a los 13 años? –Ahí ya tenía una suerte de doble vida. Era un preadolescente de desempeño mediocre en el colegio pero, cuando salía del aula, me convertía en un artista. Mis compañeros de colegio no sabían que pintaba, me parecía que tenía que ocultarlo porque podía ser visto como una mariconería. Pero cuando se enteraron, me acompañaron, así que el prejuicio era mío, algo típico en una edad de muchas dudas. –¿Cómo vivía su hermana, tres años mayor, el hecho de que usted se destacara en el arte tan tempranamente? –Estudiaba danzas, estaba en su mundo. Pero hay fotos de los vernissages, y ella siempre aparece. Recuerdo que gracias a sus amigos conocí los primeros discos de Almendra y Arco Iris, y hasta los de Música en Libertad. ¿Vieron que son los hermanos mayores los que siempre nos hacen cono-

cer un mundo más civilizado? (risas). Construimos una relación muy linda, no es alguien con quien hable de arte, pero es una buena compañera. Mi familia apoyó mucho mi trabajo. –¿De qué origen es el apellido Kuitca? –Mis cuatro abuelos eran rusos, de Ucrania, creo que de un lugar cercano a Kiev. No visité nunca su pueblo, me da fiaca. –¿Entonces en su familia no existe el mandato típico entre los descendientes de inmigrantes de que hay que conocer el lugar de origen? –No, al contrario. Además, mis abuelos venían de una comunidad muy cerrada, sólo hablaban iddish, ni siquiera ruso, así que no tenían ningún tipo de conexión con el mundo, estarían en un limbo total, perdidos en el espacio (risas). Por eso, la Argentina se convirtió en su lugar e incorporaron las costumbres criollas al punto que recuerdo que bebían mate, pero no mantuvieron tradiciones ni alimentaron nostalgias. –Cursó la secundaria entre los años ‘74 y ‘78, una época particularmente convulsionada en el país. ¿Qué recuerdos tiene de esa etapa? –Hice los primeros tres años en el Ilse, hasta que me pasé al Sarmiento, un colegio menos exigente –ya sabía que no iba a ir a la universidad– donde terminé como pude. Recuerdo que estuve acompañado de gente que me quería mucho, aunque tenía dos grupos de amigos: con unos, escuchábamos a Peter Frampton y con otros bailábamos al ritmo de Pont Lezica. También nos reuníamos a escuchar rock en una casa donde nos quedábamos hasta el día siguiente porque no se podía andar por la calle a la madrugada. Estaba bien en los dos mundos, y en ese sentido me preocupaba lo mismo que a cualquier adolescente de la época. Porque si bien la efervescencia política había terminado y lo que empezaba era otra cosa, cuando tenés 17 años vivís un proceso interno en el que no importa mucho lo que pasa afuera, aunque existía una enorme represión. Muchos de mi generación hablan de esos años de una manera que no reconozco, porque mi despertar político recién se produjo a partir del Proceso. De hecho, el día del golpe militar, fui al colegio como si nada porque no tenía la menor idea de quiénes eran los que estaban y quiénes los que venían. Ya en el ‘78 participaba en las marchas y en los grupos que se reunían clandestinamente. Inclusive diseñaba las tarjetitas de Navidad para la Liga de los Derechos del Hombre. No sé si esa experiencia influyó en mi trabajo, pero me abrió los ojos y la cabeza. –¿Conserva amigos de esas etapas tempranas? –La gente de mi generación se desparramó por el mundo, así que tengo más recuerdos que contacto con ellos. En realidad, conservo más amigos de los últimos 20 años, que provienen de distintas actividades. Soy buen amigo de las personas que, de algún modo, están presentes en mi vida, aunque no dispongo de espacio y tiempo. Y todos saPasa a pág. 26

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bemos que la amistad ocupa lugar. –¿De qué manera se decidió que realizara su primera exposición a los 13 años, superando el récord de Antonio Berni, quien había debutado a los 15? –En 1974, con Ahuva, decidimos que valía la pena mostrar lo que estaba haciendo, que era natural que pintara y también que expusiera. Pero el proceso de buscar galería, con mi padre, fue muy complicado: ningún galerista se animaba a mostrar la obra de un chico. Decían que era muy pre-

dieron fecha. Es muy peculiar: casi todos los grandes plásticos argentinos expusieron en ese lugar por primera vez. –¿De qué manera influyó la repercusión de esa muestra en su carrera? –Fue interesante, se vendieron varios cuadros, aunque lo que llamaba la atención era la cuestión un poco freak de mi corta edad. Un día, me convocó Blackie para entrevistarme en su programa de televisión. Cuando me dijeron que tenía que llevar algunos cuadros, me negué a desmontar la muestra para ir a la tele. Tal vez ya estaba harto de

–¿Ese resurgimiento obedeció a algún hecho puntual? –Los artistas pasamos por muchas etapas hasta que, de algún modo, empezamos a hacer nuestra propia obra. En el ‘82 comencé a crear cuadros que, si bien visualmente no se parecían en nada a lo que hago ahora, siguen siendo mi obra. Pero es un misterio qué pasó. –¿Cuándo tomó conciencia de que el arte iba a ser el eje de su vida? –En un momento, mis padres tuvieron la fantasía de que podía estudiar arquitectura, pero yo

“SOY UN ARTISTA MUY COTIZADO EN EL SEGMENTO SECUNDARIO, PERO NO ME VEO BENEFICIADO ECONÓMICAMENTE CON LAS GANANCIAS QUE MI OBRA GENERA EN ESA INSTANCIA” maturo, que me iba a paralizar. Pero la obra les encantaba. Es curioso: la polémica era que la obra sí valía la pena de ser mostrada pero que yo era demasiado joven. Un día nos entrevistamos con la dueña de una galería, a quien mi papá le dijo: “Venimos a ver si podemos hacer una muestra de él”. Y ella le contestó: “Me imaginé, porque los artistas nunca vienen con sus hijos, aunque tampoco estoy acostumbrada a que vengan con sus padres” (risas). Y fue muy clara en su negativa. Incluso alguien me contó de un niño pintor que había expuesto con mucho éxito y después lo había atropellado un auto. Hasta que alguien nos sugirió la Galería Lirolay, donde enseguida nos 26

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ser más una curiosidad que un artista, y me decía que quería que mi obra fuera vista por sí misma no por mi edad. Pero acá estoy: no me atropelló un auto ni me paralicé, aunque estaba tan traumado que, al día siguiente de la inauguración, me fui a pintar como para demostrar que no pasaba nada, que podía seguir adelante. Actualmente, creo que fue todo muy prematuro. Mi obra, entre los 10 y 12 años, tiene una vitalidad bárbara; en cambio, lo que hice para la muestra, me parece artificial y forzado. Después de esa experiencia tardé 4 años en volver a exponer. Y recién a partir del ‘82 mi obra recuperó un poco de la energía de cuando era chico.

sabía que no iba a ser así. ¡Si apenas podía estudiar en el colegio, ni ahí iba a ir a la universidad! (risas). Soy artista por inercia. Muchas veces me he preguntado: ¿Cuándo decidí ser artista? Y me di cuenta de que me olvidé de elegir. Aunque tal vez sí hubo una elección, pero era tan chico que nunca la hice conscientemente. Por eso, muchas veces siento que mi historia es muy poco heroica, porque hay otros artistas que han tenido que defender su vocación ante la adversidad familiar o social. En mi caso, simplemente un día empecé a pintar y, cuando me quise dar cuenta, ya era un artista. –¿Su compromiso con el arte tuvo


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Errante y sedentario Contrariamente a la creencia popular, Guillermo Kuitca nunca dejó de vivir en la Argentina, ni tan siquiera en su Belgrano natal. Tal vez haya contribuido al mito el hecho de que, durante 17 años, su obra permaneció lejos de la escena plástica local. Hasta que inauguró Guillermo Kuitca. Obras 1982-2002, la retrospectiva que convocó a 100 mil personas en el Malba, algo que todavía lo llena de orgullo y satisfacción. También disfrutó “la zoncera de ir a la inauguración y poder volver a mi casa, no a un hotel. Me generó una especie de guilty pleasure (culpa por el placer) el hecho de exponer en mi ciudad”. Seguramente por ello alberga la idea de volver a mostrar aquí su producción, sin fecha estimativa siquiera, aunque bajo la premisa de montarla a una escala más chica que en 2003. Pero antes hay otros planes en la agitada agenda K. Este año, además de una exposición que actualmente está en cartel en Londres, planea inaugurar una muestra en Nueva York, a fines de octubre. Para 2007, ideó un plan más ambicioso: realizar una antología de su obra, que cortará cintas en Washington para luego viajar por el territorio estadounidense y, tal vez, también por el Viejo Continente. Otro proyecto que le quita el sueño tiene que ver con la profesión que alguna vez sus padres soñaron para él: actualmente está construyendo, en Miami, un pequeño anfiteatro, que se inaugurará a fin de año. Y no descarta volver a incursionar en la régie operística o la puesta en escena teatral, como sucedió hace un par de años con El holandés errante, en el Teatro Colón, o La casa de Bernarda Alba, en el Teatro General San Martín. Sin embargo, el sueño inmediato de Guillermo tiene una fecha cierta: enero de 2006 marcará el inicio de un deseado, y postergado, año sabático. “Tal vez me vaya a vivir al campo, me gustaría conseguir una casita fuera de la ciudad. Mi sueño es un día estar volviendo a mi casa en Belgrano, pensar ‘hoy es día de irse más lejos’, y seguir de largo con el auto por la Panamericana. Es un poco romántica la idea, como todo sueño”, desliza entre tímidas sonrisas. 28

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algún impacto en su vida afectiva? –No. La relación con mi familia fue siempre muy estable, aunque han cambiado ciertos códigos. Y ninguno de mis amigos se acercó ni alejó porque yo tuviera más o menos éxito. Creo que la única parte interesante de tener nombre es que no puedo faltar a una cena, pero me puedo ir antes (risas). –¿Se considera famoso o notorio? –A veces me reconocen en la calle. Pero tengo la teoría de que estoy en esa zona gris en que la gente no sabe si me conoce porque soy un primo lejano o un famoso. Muchas veces me han preguntado: “¿Vos sos conocido?”. Obviamente, eso no es ser famoso (risas). KUITCA, EL ARTISTA Uno de los cuadros de su serie Siete últimas canciones batió un récord en Christie’s, en 1986, al venderse por u$s 231.500. Aunque no volvió a batir esa marca, su obra no cesó de posicionarse en el mercado secundario. Y en el segmento de la venta directa sus cuadros se cotizan -según fuentes del sector galerista- entre u$s 800 y u$s 50.000. Los especialistas coinciden: un cuadro firmado por Kuitca es una excelente inversión a mediano plazo. –Generalmente, se asocia el trabajo de un pintor con la soledad reconcentrada. ¿Es cierto que usted está rodeado de una estructura profesionalizada? –La complejidad de mi trabajo hace que necesite ayuda de toda índole, porque muchas de mis obras tienen una elaboración manual muy detallista, casi obsesiva. Ese aspecto, que implica desde cortar papelitos a transferir mapas –y que tienen que ver con el material previo al cuadro– lo delego en Jorge y Mariana, mis asistentes desde hace años. Mi único representante es Ángela

Westwater –de Sperone Westwater Gallery, en Nueva York– quien se ocupa del management de mi obra. Además, Sonia Becce, que ha sido mi curadora, colabora en la organización de proyectos y viajes. Y el estudio de mi padre se ocupa de administrar las cuestiones contables. Simplemente, prefiero que cada uno haga lo que sabe hacer. Yo sé hacer mi obra, ése es mi trabajo. Y por más que esté contenido por una estructura de 20 personas, es siempre mi ojo el que se mide con mi cuadro. –¿Demanda mucha logística el montaje de una exposición? –Quizás sí, pero no depende de mí. Es un trabajo de la galería, la cual también define la estrategia de venta de las obras. –¿Pero no lo consultan sobre el destino final de un cuadro? –Soy de esos tipos que se enteran de todo pero que hacen como que no. El esfuerzo que demanda vender una obra, me excede. Para mí, el mercado de arte es un misterio, no soy un observador lúcido. Tengo la suerte de estar representado por una firma muy fuerte y exigente, en el sentido de que no me dicen qué cuadro tengo que hacer. La gran exigencia es que tengo libertad absoluta. ¡Ojalá me dijeran: “Queremos un cuadro azul”! (risas) –¿Debe cumplir con asistencia obligatoria a sus muestras? –Está implícito que uno debe ir a ciertas exposiciones, pero estoy en un momento en que me molesta asistir. Ya no sé ni qué cara poner, ni qué ropa usar. En realidad, tiendo a ir a las muestras que me parecen importantes, no tanto por una cuestión social sino porque me interesa el montaje, controlar el diálogo de la obra entre sí y con la arquitectura del lugar.


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argentino no ha sido una influencia significativa en mi obra. Eso no significa que no haya artistas que me gusten muchísimo, como Víctor Grippo, León Ferrari o Marta Minujín. Entre los jóvenes, admiro a Jorge Macchi, Fabián Marpacchio y Pablo Siquier, que pertenecen a la generación que me sigue. Y, si se resolviera la polémica respecto de si Lucio Fontana es italiano o argentino en favor de esto último, encabezaría la lista como mi artista local favorito de todos los tiempos”. El pintor evoca las épocas en que circulaba frenéticamente por el ambiente, recorriendo exposiciones y participando vivamente en los debates, una práctica que abandonó en pos de su actual rol como docente. Es que, en 1991 dio el puntapié inicial al Programa de Talleres para las Artes Visuales Guillermo Kuitca –o Becas Kuitca, como son conocidas, mal que le pese a su modestia–, en el marco del cual ya se formaron más de 100 jóvenes talentos. –¿Su labor como docente se orienta hacia las cuestiones técnicas o hacia el diálogo creativo?

“NO SOY EL NÚMERO UNO, NI SIQUIERA SÉ SI EXISTE UN ARTISTA NÚMERO UNO. EN TODO CASO, TENER ESE CARTEL PUEDE QUERER DECIR ALGO PARA LOS DEMÁS, PERO NO PARA MÍ” –¿Ejerce algún tipo de presión en su metodología de trabajo el hecho de que sus obras batan récords de venta en los remates? –Muchas veces me pregunté si eso podía afectar mi trabajo. Y me di cuenta de que no es que no sucede porque sería moralmente incorrecto, sino porque no sé cómo podría ingresar la variable comercial cuando estoy creando. No hay nada que conecte una cosa con la otra. –¿Pero cómo se determina el precio de su obra? –No soy puritano, pero no me interesa hablar del valor comercial de mi obra que, por otra parte, bate récords solamente en el mercado de remates. Soy un artista muy cotizado en el segmento secundario, pero no me veo beneficiado económicamente con las ganancias que mi obra genera en esa instancia. Tengo que aceptar las reglas del juego y no me quejo, porque gané mucho dinero. Pero quiero aclarar que no veo un céntimo de esos precios récord. Es decir, si vendo una obra en u$s 500 y se remata en u$s 200 mil, yo recibo los u$s 500 y chau. Es la realidad: mi obra tiene más valor secundario que en la galería. De todos modos, creo que el precio de mi obra en el mercado directo ascenderá en el futuro, aunque será un proceso gradual. –Una de las características de su obra es la producción de series temáticas. ¿Es un ordenamiento casual o buscado? –Mis cuadros se despliegan naturalmente en series porque cada uno condensa parte de lo que me preocupa en ese momento con respecto a un tema o una técnica. Si no trabajo en series siento que me asfixio y que también ahogo mi obra. Así 30

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puedo dejar cabos sueltos. Los planos de casas, teatros y estadios, los mapas y las camas tienen que ver con temas o ideas, a veces con una misma imagen que exploro con variaciones, como si fuera una partitura musical. –Entonces, ¿cuándo decide que una serie está agotada? –Cuando empiezo a flirtear, a mirar para otro lado. En algunos casos fui estricto y, antes de empezar, me planteé realizar cierta cantidad de cuadros. Pero, en general, no lo tengo tan claro. Hay muchas obras mías en las que me fui al carajo, pero nunca me asustó el lugar adonde mi obra me va llevando, porque vamos juntos. –Tomar conciencia de que hace más de 31 años que está vinculado con el arte, ¿lo obligó a hacer un balance? –Fue sólo un ruido, porque el balance es algo que uno hace cotidianamente. Uno siempre tiene cuentas saldadas y cuentas pendientes. A veces miro para atrás y pienso: “No está tan mal, trabajé mucho, mi obra me acompañó como pudo y me comprometí con lo que hacía”. Cuando estoy malo conmigo, pienso: “No soy el artista que quise ser”. Son pensamientos muy crueles, esas cosas que uno se dice a sí mismo y responden a estados de ánimo íntimos. Porque todo eso, afuera, no quiere decir nada. KUITCA, EL MAESTRO Entre sus referentes argentinos, menciona a Rómulo Macchió y al artista concreto Alfredo Hlitto, de quienes reconoce haber incorporado algún gesto en épocas tempranas. Pero, al margen de estos grandes maestros, destaca que “el arte

–No creo en tales cuestiones técnicas, así que no me meto con ellas. Además, de los 20 artistas con los que estoy trabajando actualmente, sólo tres son pintores; el resto, son fotógrafos, videastas e incluso diseñadores de indumentaria, por lo que no tengo la menor idea de las técnicas específicas, aunque el cruce de disciplinas me parece estimulante. Mi aproximación como docente equivale a la de un interlocutor entre la obra y el artista, para que la autorreferencialidad no sea el único parámetro con que cada uno mide su propia obra. –¿En algún momento notó alguna influencia de los becarios en su propia obra? –Más de una vez, cuando veo a un chico con una idea increíble, pienso: “Ojalá que se me pegue algo del talento y la osadía de este pibe”. A veces deseo que suceda y a veces pasa más allá de mi voluntad. –Ser considerado el pintor argentino contemporáneo más exitoso, ¿lo instala en alguna situación de poder? –En todo caso, es un poder que no estoy usando. –¿No son las becas una manera de usar ese poder? –Son un modo de usar la energía, más que el poder. Me desentiendo de esas etiquetas, que no sé para qué sirven, porque a mi carrera no le hace bien que esté en ese lugar, como una especie de vaca sagrada (risas). No soy el número uno, ni siquiera sé si existe un artista número uno. En todo caso, tener ese cartel puede querer decir algo para los demás, pero no para mí.◆


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