Cruce de caminos

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CRUCE DE CAMINOS


CRUCE DE CAMINOS

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Javier García

David Refoyo

Arturo Accio

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Carlos Gutiérrez Horno

Alfredo González

Roberto Arévalo Márquez

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Ana Patricia Moya

Xurde Portilla

Daniel Romero

19 Marcos González

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Llevaba cerca de media hora hablando con mi hermana por teléfono, apoyado en el sofá, mirando por la ventana, con el inalámbrico en una mano y una taza de café en la otra. Nunca me gustó hablar mucho tiempo seguido por teléfono, pero siempre he adorado a Marta, y para ella esta llamada parecía ser importante. Fuera nevaba, y a la vez que hablaba con ella recordé la primera vez que había visto nevar. Teníamos cinco años, estábamos todos juntos, toda la familia, en nuestra antigua casa, donde solíamos pasar las fiestas navideñas. La abuela entró en nuestra habitación a despertarnos y nos invitó a salir a la pequeña terraza. Nos vestimos rápidamente, esperando cualquier tipo de sorpresa. Salimos cogidos de la mano de nuestro abuelo, ya que afirmaba que el suelo podía estar un poco helado y era fácil que pudiésemos resbalar. Nos agarramos a la barandilla y contemplamos desde allí la vieja carretera de tierra y los prados de mi abuelo, completamente vestidos de blanco... Volví de nuevo a la conversación con Marta. Unos minutos después, colgué el teléfono tras despedirme con alguna frase cariñosa, y aunque tenía prisa por irme a la oficina, esperé una segunda llamada. Mi madre siempre realizaba la misma maniobra. La conocía más que de sobra. Utilizaba la dulzura de Marta, y mi devoción por ella, para tantearme en cualquier cuestión. A los pocos minutos sonó el teléfono. Era ella, y tenía la voz un poco más apagada que de costumbre. Siempre había mostrado una gran tranquilidad en todo momento, las duras circunstancias que la habían rodeado durante toda su vida nunca la habían alterado. En esta ocasión, tal y como mi hermana me había explicado, ella estaba muy conmovida. La muerte y el funeral de mi padre, un par de semanas antes, apenas habían alterado mi vida. Al saber de su fallecimiento simplemente traté de no recordar, tal vez para no interrumpir mi 44


rutina. Debo decir que lo conseguí en gran parte. Lo llegué a ver como algo confuso, lejano, apenas vivido. El trato que habíamos mantenido en los últimos años, con riñas, peleas y descalificaciones continuas, hicieron que me fuera un poco más fácil de lo normal. Sería un guión más que trillado en caso de haberlo llevado al cine: empecinamiento por parte del padre en que el negocio familiar (de varias generaciones atrás) tuviese continuación, la negativa del primogénito a cumplir los deseos del padre, y la ruptura definitiva de toda relación, con todo tipo de brutal disputa entre ambos. Mi madre y mi hermana, sin embargo, estuvieron mucho más implicadas en todo momento. Al cansancio propio de esos días, con misas y parientes llegados de todas partes, aparecieron los problemas de la herencia y la venta de la ferretería. Yo las llamaba continuamente para comprobar que se encontraban bien y ayudarlas en todo lo que me fuera posible. Por ellas sí. La llamada de mi madre, al igual que la de mi hermana, tenía que ver con mi padre: «Hemos estado ordenando el estudio de papá, y hemos encontrado en el escritorio unos cuadernos escritos por él. Creemos que deberías leerlos, tal vez merezcan la pena, y podríais publicarlos. Bueno, el experto eres tú, ya sabes, pero bueno, creo que son buenos, son raros también, ya sabes cómo era él, pero parecen una biografía o algo así. No creo que... bueno, no sé, tal vez era su última voluntad. Ya me dirás, porque te los hemos enviado esta mañana». Le contesté que no debería haber hecho algo así, pero el enfado hacia ellas, como siempre que hacían algo en contra de mi voluntad, apenas me duraba el tiempo que tardaba en pronunciar esas palabras. Acepté leer el manuscrito, que llegó a mi casa un par de días después. Estaba en una caja grande, marrón, con la letra de mi padre pintada en la parte superior: «ESCRITOS», decía de una manera muy simple. El paquete permaneció encima de la mesa de mi salón otros dos días, completamente cerrado. Al final me decidí a abrirlo, después de todo me había comprometido a ello. Y ellas así lo deseaban. Ojeé el manuscrito por encima una primera vez. Había mucha hoja suelta, notas, fotografías, y referencias a otras ferreterías 55


de la ciudad. Tenía una letra muy cuidada, y un buen estilo. En esa misma ojeada comprendí que el manuscrito estaba concluido, que lo que mi padre había intentado relatar con esa obra había llegado a su fin. Desconocía que mi padre estuviese interesado en la literatura, de hecho desconocía que tuviese conocimientos externos a su amado negocio familiar. Unos días después me puse finalmente a hacer una lectura detenida. Empecé por lo que parecían los orígenes de la tienda. Su juventud como empleado de mi abuelo, y los de este último como subalterno de mi bisabuelo. Seguí así toda la tarde, y cuatro tazas de café y seis horas después acabé de leerlo todo. Me gustó, bueno, me parecía bien su estilo. Había tratado de reconstruir un pedacito de la historia de la familia, y sobre todo, de la ciudad en esa época. Cada personaje tenía su pequeña biografía, y estaban llenos de celos, resentimiento, enfados... pero también de esfuerzo y avidez por el trabajo. No me fue difícil encajar la figura de mi padre en todo ese entramado que había diseñado. De hecho, lo último que recordaba de él era su cara seria, totalmente enfurecido y gritando una vez más (sería incapaz de recordar el número exacto de veces) a mi madre y a mi hermana por defenderme, tras mi última negativa a continuar con el legado familiar. Llamé a Marta. Estaba de acuerdo con ellas, y el manuscrito podía tener una buena salida. Después de todo, a la gente siempre le interesa la historia de la ciudad. Así que me comprometí a hablar con mi jefe para contemplar la posibilidad de hacer una pequeña edición. Los beneficios (y eso era decisión mía) irían enteramente para ellas, no deseaba quedarme con nada. Por supuesto, le omití los detalles del último capítulo del libro, el titulado «San Luis, 34», que no iría incluido en la edición. Era la dirección de la casa de nuestra infancia, donde Marta y yo de verdad nos criamos, y donde mi madre y ella aún vivían. Tal vez por indiferencia, puro egoísmo o simple ruindad hacia nosotros, este último capítulo estaba completamente en blanco.

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es miedo y el tuyo se mide en newtons esa fuerza con la que aprietas el acelerador la velocidad con la que te desplazas por los tres puntos del mapa que siempre manejaste es miedo lo que te obliga a huir constantemente lo que te impide mirarme a los ojos ni siquiera por el retrovisor para no mirar atrĂĄs constantemente y avanzar arrepintiĂŠndote de todo lo que no hiciste lo que no quisiste hacer conmigo.

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Terminaré con la mirada perdida en un sillón de un segundo piso, mientras en la tele pasa una película de los años veinte, la piel pegada a los huesos sin más ganas que ninguna; sé que así tendrá que ser, no espero ninguna recompensa por lo que hice o dejé de hacer, seré un vagabundo que la oscuridad reclama, que no encontró la dicha donde le dijeron que debería estar, que verá transcurrir el tiempo sentado en una prisión con la puerta abierta donde a veces me acompaña un muerto.

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Y, de repente, no sé cómo, acabé encajado entre cuatro piedras, era un vientre materno pero de la naturaleza, y árboles, éstos dejaban pasar un poco de luz y ésta jugaba con la textura de las piedras, lo único que hacía era conversar conmigo, pero palabras sin sentido alguno, hasta que todo se deformó y en un momento dejé de ser yo como persona, aquel cuerpo en posición fetal era pétreo, y una gran sombra empezó a engullirme, parecía una cara, robusta, de un indígena, y empezó a hablarme, insistía en que le siguiese hasta el río que había más abajo, que dejase todo atrás y todo era todo: no volver a casa, no volver con mi hermano y mis amigos, que me esperaban unos metros más arriba, e irme sin despedirme de mis padres , pero yo me quedaba quieto, no podía moverme, o mejor dicho no quería, porque llegado a este punto os podría mentir, pero no puedo hacerme eso, y no me movía y él insistía y dejó de estar en las piedras para estar al lado de un árbol, nacía de unos matorrales secos pero su humanidad era fresca, se sentía libre porque era parte de la naturaleza, y yo no me movía, sinceramente tenía miedo, mucho miedo, siempre había proclamado el poder romper con todo y seguir mi camino pero era tan salvaje, sentía que fluía pero que no era por mi río sino que yo sólo era una afluente en todo esto y no todo era tan fácil, empecé a discutir conmigo mismo, en mi cabeza, una parte de mí decía «vamos no va a pasar nada, tú perteneces a eso», mientras que otra me decía que no podía irme sin más, que no podía ser egoísta y que tuviese miedo, mucho miedo, y la verdad es que lo tenía pues me encontraba ante algo muy desconocido; ahora ya sé qué pasó aquel día, qué quería aquel hombre, al que volví a sentir en otras sesiones/ocasiones, él amablemente y con cariño siempre 99


está dispuesto a mostrarme la cuna de mí mismo y ahora le espero con más ganas, pues ya sé a qué me enfrentaré y por qué y la cuna de mí mismo no es otra que mi propia sombra, mi propio inframundo, el camino que seguimos de búsqueda intensa de nuestras verdades empieza en lo más oscuro de nosotros, primero se tiene que sufrir y comprender todo, y ante todo lo malo, lo que enferma nuestro espíritu, nuestra conciencia y nuestras próximas vidas, pues sólo somos carne que va acumulando traumas y nos van formando como personas, él me quería enseñar el camino pero la primera parte del camino es nuestro propio inframundo, luego más adelante y con menos tiempo me enseñaría las otras realidades pero primero tendría que tener unos cimientos acertados para poder aguantar la responsabilidad de ser poco a poco una parte más del universo, me tocó/toca derruir antiguos cimientos que no aguantarían ni el 10


rumor de que hay más verdades aparte de la que vemos, están las cosas que sentimos, y yo le sentía a él y él me hizo sentir miedo, mucho miedo, y no era otra cosa que miedo a mí mismo, de lo que aún no había visto y ahora empiezo a conocer, mi inframundo, y éste rompe cualquier posible estabilidad a cualquiera, y aquello me hizo darme cuenta de que había intentando arrastrar todo amistades, relaciones, vidas hacia adelante para no tener que dejar un solo recuerdo en el presente del olvido, creía que eso era mi estabilidad, mantener a todos, incluido a mí, a flote, y se rompió mi falsa estabilidad, el miedo hace mucho.

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Quise matarte. Quise ahogar a dos manos el cuello del que huían las palabras que dijiste estupenda sin pensarlo «esto no es un final solo una despedida necesaria» Quise matarme a mí con parsimonia y notarme sufrir tan resignado como un toro de lidia por la vida que no voy a tener las llamadas perdidas de domingo rescatando mi cara de las ruinas por el color oscuro de tu pelo por tu forma de hablar trágica y dúctil por el blanco imborrable de tu cara como el semen que ya no nos limpiamos por las promesas tontas como sueños de whisky por tu sonrisa tonta al oírme mirarte 12

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(aunque sea mentira que te miro cuando hablo) por lo mucho que fuimos sabiéndonos tan pobres por la falta de sexo de la primera noche por tus ganas de tanto con cara de viciosa por mi mano en tu hombro por la tuya en mi boca por todo lo que hoy no puedo repetir por todo eso mi amor quise matarte aún sabiendo que así me moriría yo solo

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Siempre te he querido. Esa es la verdad. Desde el primer momento en que te vi, cuando entonces eras tan joven y yo tan vieja. Todavía recuerdo aquel día como si lo tuviera grabado a fuego en mi memoria. No sonreías y tenías una expresión triste, pues tenías que despedir a uno de tus amigos, y yo, desde ese asiento reservado, observaba cada centímetro de tu rostro, de tu cabello, de tu cuerpo... todo tú. ¡Cómo no iba a quedarme embelesada contigo! Era algo casi imposible. Tan joven, tan apuesto, tan gentil... y desde aquel día te estuve siguiendo a todas horas. Allá donde ibas; a tus fiestas, a tus trabajos, a tu casa. Te seguí sin que tú quisieras percatarte de mi presencia, y contemplé tus éxitos y fracasos desde el otro lado de la barrera, donde debía permanecer hasta que llegase mi momento. Para mí era una desdicha no tenerte y muchos días los pasaba imaginándote a mi lado, viéndome del mismo modo en el que yo te veía, y deseándome como yo te deseaba. Era mi único consuelo, era mi única forma de poder sobrevivir en este día a día en el que tú no estabas, y soñaba con ese momento en el que al fin fueras mío, que me pertenecieras. Pero... tú no me querías. Eso lo he sabido siempre... y la verdad, no me importa. Estoy acostumbrada a que la gente no me quiera. No lo digo por decir, ni tan siquiera por cumplir. Han sido largos años los que he pasado repudiada por todos y con el tiempo me he hecho fuerte. Por eso no me importó que te casases con otra, que tuvieras hijos con ella y que éstos te dieran 14


nietos. De verdad, no me importaba, porque sabía que al final todo eso se desvanecería y sería conmigo con quien estarías. Estaba escrito en el destino, desde el primer día que nos cruzamos... y los dos lo sabíamos. Distinto fue ver cómo todos ellos eran mucho más importantes que yo. Eso sí que me dolía más. Ver ya no sólo como amabas a tu esposa por encima de mí, o a tus hijos o a tus nietos... Sino ver cómo querías hasta a los simples desconocidos. Todos eran más importantes que yo, ¡yo que he estado a tu lado desde el primer momento! Eso fue muy duro. Yo no te pedía que me quisieras, pero al menos que me tuvieras en cuenta. Y no. Tú actuabas como si yo no existiera. ¡Me negabas! Y eso me entristecía. Ahora todo ha cambiado. Ya eres viejo, tu rostro se ha arrugado y el poco pelo que peinas es cano. Muchos de los que te acompañaban ya te han abandonado y ahora estás solo. Por eso te vuelves a mí con la esperanza de que te reciba... pero, ¿sabes qué? Que te perdono. Perdono todas las veces que me has negado, perdono todo el afecto que no me has dado. Porque para mí no eres ese anciano enfermo que se postra en la cama, sino el mismo joven apuesto que vi hace años, y lo cierto es que cada día que transcurre me siento más feliz, más dichosa, porque siento cómo dejas que entre en ti, que fluya por tus venas. Hoy es el mejor día de todos los que marca el calendario. Hoy es el día de mi recompensa, de obtener mi premio de tantos anhelos aplazados, porque por fin llegué a tu corazón para poder sentirlo, para poder acariciarlo y aferrarme a él hasta detenerlo, porque desde hoy en adelante... ahora ya si... me perteneces para siempre.

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Acudo todos los domingos a la Iglesia, pero yo odio las iglesias: si asisto es para acompañar a mi anciana madre, devota creyente cristiana hasta la médula. Nos sentamos en primera fila para rezar. Mamá repite las palabras del párroco del barrio, recita de memoria las oraciones; yo agacho la cabeza, mantengo la boca cerrada y no me muevo de mi sitio. Me cansa la reiteración de la bondad de Dios, de Jesucristo y de todos los santos. Me cansa tanta hipocresía. Cuando la misa termina, observo con recelo el sangriento crucificado de la pared y al cura, que me sonríe y clava sus grandes y arrugados ojos grises en los míos. La calumnia más triste del mundo estaba allí, junto al hombre del alzacuello: ése era Cristo, ese supuesto ser que ayuda a los inocentes pero que no me ayudó a mí cuando el puto cura me acariciaba la entrepierna antes de comenzar las clases de catequesis. Y mamá, cuando nos vamos de aquel maldito edificio, no se percata de cómo me despido del testigo impasible de mis estigmas, balbuceando en voz muy baja palabras blasfemas mientras aprieto mis puños de pura rabia.

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Plegarias marchitas rodean el limbo de las horas, sobres acolchados riman vísceras de carteros al alba. Disparos que quiebran tazas de café humeantes, cuchillas que afilan su sangre en el surco de un suspiro. Robaron las bisagras al viento, se llevaron del eco las risas, rompieron en dos el silencio, aullaron los ríos huyendo de las réplicas. Ni siquiera Juan... Nadie habría imaginado un final mejor para el gran corto humano.

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Sobre la mesa del despacho hay diez láminas, colocadas cuidadosamente una sobre otra, en el centro exacto del escritorio. Le gusta el orden, ¿verdad, doctor? Los libros en la estantería, en la pared de la izquierda, colocados por orden alfabético. En la derecha, sus diplomas, perfectos, ni uno solo está aunque sea ligeramente torcido. Sí, gracias, me sentaré, muy amable. ¿Están las sillas a la misma distancia de la mesa? El doctor toma las láminas en su mano, explica el procedimiento y las vuelve a dejar sobre el escritorio. Sé cómo funciona, doctor, ya lo hemos hecho antes. Lo hemos hecho ya demasiadas veces. No me importa, lo entiendo, usted necesita una respuesta, una explicación. Quizá sólo sea un método equivocado, no es culpa suya. El sol se cuela en la habitación y dibuja figuras en el suelo. ¿Qué ve en ese dibujo del suelo, doctor? Sí, sé que se trata tan sólo del marco de la ventana, las cortinas. Sólo bromeaba. El doctor toma una lámina, la muestra. Quizá hay cosas que usted no puede explicar, quizá no todo se rija por ese orden al que le tiene tanto aprecio. Ahora me toca a mí. La lámina. Qué veo. Sólo es una mancha. Está bien, ¿qué prefiere que diga? ¿Un murciélago? ¿Una mariposa? Eso es lo que le gustaría oír, lo sé. Pero si yo dijera lo mismo que el resto de la gente no estaría aquí, ¿verdad? El doctor deja el bolígrafo con el que jugueteaba ¿o eran nervios? sobre la mesa, paralelo al borde de la mesa. Le obsesiona el orden, ¿nunca se lo han dicho? ¿Su mujer, tal vez? ¿Qué tal se encuentra ella? ¿Cómo le va a sus hijos en el colegio? ¿Problemas en el paraíso? Espero que su trabajo no tenga nada que ver con ello, ¿llega usted frustrado a casa? Lo lamento. Quizá debería relajarse un poco, ¿le gusta la música? ¿El cine? Debería probarlo. No se 18


ponga nervioso, era sólo una idea. La lámina. Sería divertido que alguna vez empezara por una distinta. Por la última. Por la sexta. No sé, simplemente otra. Ya lo sé, conozco el procedimiento, debe empezar por la primera. Usted nunca rompería las reglas, me imagino. Lámina número uno. No sé, sólo veo una mancha. Podemos pasarnos la tarde entera en su despacho, doctor, no tengo nada mejor que hacer. Sí, lo sé, todas las semanas es lo mismo: las preguntas, las medicinas, los tests. ¿Cree que va a alcanzar alguna conclusión satisfactoria? ¿Acaso cree que algún día me dejarán salir del hospital? Sé cuál es mi situación. Y le conozco a usted, cree en el orden, y es incapaz de admitir que haya algo fuera, otro tipo de orden o de desorden aceptable. Estoy aquí sólo porque no soy como usted. Por ser diferente. Está bien, está bien, nos volveremos a ver la próxima semana. Pero no va a pasar nada. En nuestra próxima cita tampoco voy a decir una palabra.

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CRUCE DE


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