988 vNTÍCüARlO '
R D 1
ii'«
LOS
AVENTUREROS DRAMA EN CUATRO ACTOS ARREGLADO A NUESTRO TEATRO
POR
C3-TJST^VO Bj!^Z Representado por primera vez con general aplauso en el Teatro Principal la noche del 15 de Mayo de 1874.
l\fi
o :0
nOM
^^">>;'.rr>
%^.
MÉXICO IMPKENTA DEL COMERCIO, DE Calle de
Cordobanes Bdiaoro
1874.
N. 6.
CHAVBZ,
Esta obra no puede representarse del Sr. G. Baz.
sin jperniiso
N-«^
A MI QUERIDO AMIGO.
TALERO Y RÜIZ
í Como un une
y
testimonio de la buena
amistad que W(?5^^'^\*N
dé admiración que profeso al genio
dramático
"
de ^i padre,
'
*•< .Ji^
^í;
^j Gustavo *Baz.
Mayo de 1874.
s^<\
^
Vs
-
j
^ //>^
Este drama, escrito por Mr. Feliciano Mallefille, UeTa por título eo
Les Mh'es Repcutics y ha sido
original
el
reglado á nuestro teatro aprovechando
el
argumento,
ar-
las situa-
ha seguido fielmente y suprimir ninguna de Bua situaciones. Pero comprendiendo
cioneB y los caracteres, cuya pintura se ein la
que existe entre
diferencia
el
público francés y
el
nuestro se
han suprimido aquellas c^cenaH que no eran indispensables para el desarrollo de la
trama y i.iguuos personajes meramente
procurando
episódico»*,
cc»n esto
alijcrar
la
obra
hasta donde
era pot-ibie.
En gue
cuanto
los
al
diálogo, es «nleraroente nuevo, puea
bí
bien
pensamientos del original, su forma varía á cada paso.
5<5cale al
que arregló
e^ta obra dar
que
mente á
Servin,
las Sritae.
la
un testimonio de su gra-
ejecutaron por primera vez, especial-
titud á los artistas
Méndez
y Salgado y al Sr. Gabutti.
Siguiendo sus consejos, estudiando con empeño sus papeles dieron un ría
si-
triunfo
del
en no expresarles
miento y su gratitud
al
que oran
ellos los autores,
le
y mal ha-
frente esta obra su profundo reconoci-
sin límites.
6C7821
..
PERSONAJES. Juana Lambert,
condesa de
Rovonkine
* .
Ro venkine Rosa Marques
Srüa, Concepción Méndez, Srita. Luisa Salgado,
Cecilia
Sriía,
Maria de
Jesús Servin.
Platcn, condo de Rovenkine. Sr. 3Iiguel R, Gahutti.
Ernesto de Ploügustel. Arturo Marques El Baeon Smoloff
Un
taca yo
.
¡Sr.
Francisco Soldrzano,
JSr,
Manuel Estrada,
Sr, Antonio Vega, Sr, Federico Alonso,
LA ESCENA PASA EN PARÍS. época actual.
ACTO PRIMERO. El teatro representa un elegante retrete. P]n el fondo un pequeño gaíiinete en cuyo centro se halla un piaqo: á los lados dos puertas y á la izquierda, un poco más arriba, una puerta pequeña: del mismo iadn se encontrará un canapé, 6. la derecha un velador, sobre el cual estará, un pequeño cofre muebles de lujo.
ESCENA
I.
Cecilia y Juaua. Cecilia está sentada frente al piano; al levantarse el telón aparece tocando laa últimas notas de la sonata patética de Bee—
thoven, que la orquesta ha tocado antes. Juana está, sentada en el sofá contemplando á Cecilia con atención y ternura.
Juana.
— Continúa.
Cecilia.
Juana.
—Ya
he acabado.
— ¡Tan pronto!
Cecilia.- ¿Te agrada esta pieza?
Juana.
— Cuando
Cecilia.'— ;Ah!
la ejecutas,
¡no! sino
de Beethoven.
mucho.
que es
la
sonata patética
10
Juana.— jHola! Cecilia.
-Beethoven
maestro de
el
macstios,
los
«u sonata es la obra maestra de las obras Quisiera ejecutarla como
maestras.
pero ya se ve,
siento;
no soy
la
mas de
una pobre principianta.
Jüama
—Una
principiante que prefiero á todos los
maestros del mundo. Cecilia.
— Si no fueras
mi madre y no
quisiera
te
tanto diría
Juana.— ¿Qué, Cecilia.
Juana.
hija mia?
— Que has perdido
— Y tienes razón.
un poco
Tú me
á los reyes su poder, sus victorias
y
el juicio.
enloqueces como ú.
los artistas
6.
;Si vieras la satisfacción
guerreros
los
sus obras.
que me causa
el
verte brillar en el teatro, en los paseos
El gozo que experi-
y en los bailes!
mento es
mi
al
poder decir
hija!
¿No
ú.
todos: ;ved, esa
es verdad
que tengo
ra-
zón de enorgullecerme con su carino? Cecilia.
— Por
más grande
^ inmenso que sea el
tuyo, jamás igualará
Tus
caricias
al
que
te
compensarán mis
profeso. afliccio-
nes pasadas
Juana.
— ¡Cómo! vento?
¿acaso te trataban mol en el con-
11
Cecilia.— Al contrario, todos siempre era yo paneras
Juana.
—
me
me querian mucho y preterida;
la
mis com-
llamaban «la favorita.»
jPor envidia!
Cecilia. -.Y tenian razón.
eran
[lara
mi,
Los primeros premios
aunque
ellas los
merecie-
y María, mi querida María, cuando veia las injusticias que se cometían sen;
con ella on concederme las recompensas á que era acreedora, en vez de quejar-
aplaudía y se alegraba de la
se,
prefe-
rencia de que yo era objeto.
Juana.
—¿Qué
Cecilia.
María es esa?
— María
Plougastel, cuyo talento
de
y
aplicación eran extraordinarios.
Juana.
— Pero mo
si
es
no merecías esas distinciones, ¿có-
que
Cecilia.— Por
tí.
Juana. — ¿Por
mí?
Cecilia.
—
vSí,
las obtenías?
porque tus limosnas tenian deslum-
bradas á las religiosas, y á mis ñeras.
Te
citaban
compa-
como un modelo de
madres y querian de ese modo estimular álos padres de las otras educandas á que siguiesen tu ejemplo.
Juana.
—¿Y
aun
asi te atreves á hablar
de
ciones pasadas; cuáles eran ellas?
aflic-
12
—Tu
Cecilia.
A
ausencia.
siste
en
el
los
convento, y durante los otros
ocho que permanecí en ces viniste á
dabas
muy
verme y eso que
—
que-
te
poco tiempo á mi lado.
mas
dolorosa,
tu educación no hubiera sido
Cecilia.
ve-
ól, sólo tres
Juana.—Tu separación me fué muy fecta á
me pu-
ocho anos
tan
per-
mi lado.
¿Acaso no eres
rica,
no hubieras pedido
buscarme buenos maestros? ¿Con
el
di-
nero, no se consigue cuanto se quiere?
Juana.
—No, hija. Hay cosas que el dinero
no nos
puede dar. Además, queria que fueses
como yo en costumbres y pensamientos; por eso te dejé en mi país natal. Cecilia.
—Y
entonces, ¿por qué
conmigo?
no
te
quedaste
¿Por qué no venias con más
frecuencia á verme?
Juana.
—Mi deber y mis Rusia.
Yo
intereses
no tenia
me
detenían en
la libertad
según mis sentimientos.
Y
de obrar
siempre que
podía robar algunos instantes á mis obligaciones, los
consagraba á
tí,
querida
Cecilia.
Cecilia.— ¿Eras acaso desgraciada?
JüANA.-^¡Ah,
no!
¿Por qué había yo de ser des-
graciada?
13 Cecilia.
—¿Y mi padre?
Juana.— ¿Tu padre?
— ¿Nos quiere? unas preguntas! —
Cecilia.
Juana.
¿Hay acaso
¡Tienes
pa-
dre que no quiera á su hija?
Cecilia.— [Como nunca ha contestado á mis cartas!
Juana.— ¿No
te
he dicho que tiene lastimada una
Mas me ha
mano?
encargado que
dé su retrato, míralo.
te
{Le dd un meda-
llón.)
Cecilia.— ¡Ah! ¡Padre mió! [Le tiene
Y
un
¿por
¿esa.)
tan triste
aire
y
qué no viene? yo
Y
le consolaré.. ..
Juana.— Los subditos rusos no pueden el
Cecilia.
qué
¿por
melancólico?
viajar sin
permiso del Czar.
— ;Hermoso
donde no
país
se permite
un padre vaya á ver á su
que
Llévame
hija.
á verlo, quiero vivir al lado de mi padre, quiero conocerlo.
JuANA.-^ ¡Llevarte! Cecilia.
—
eso nunca.
¿Prohibe también
el
Czar que
los
hijos
vayan á ver á sus padres?
Juana.— No; pero
los
médicos opinan que
el
clima
de aquellos países te haría mal* además,
no tardará
el
dia en que
le
veas.
Cecilia.— PerO; ¿cuándo? Los AVENTUREEOS.— 2.
14
Juana.
— Cuando
te cases.
Cecilia.— iCasarme!
Aun
debe
uuicho tiem-
faltar
po para eso
Juana. —-¿No amas á nadie, hija mia?
Cecilia.— ¿Yo? Juana.
—¿A
nadie has consagrado tu con*zoD?
Cecilia. — Bien;
amo á un joven hermoso, va-
liente.
Juana.— ¡Su nombre! Cecilia.
— Ernesto de Plougastel, amiga de que to.
te
el
hermano de
hablé hace un
Le conocí en
el
visto en la casa de la
convento y
—Y
él, ¿te
Cecilia.— Aun no Juana. Cecilia.
Y
ama? lo sé.
¿sabe él que tú
— Nunca
me
lo
le
le
ho
marquesa de Siu-
veterre.
Juana*
la
momen-
quieres?
ha preguntado.
15
ESCENA
11.
Dictaos y el lacayo.
L\CAYO.
—El ra
señor b;iron Smoloff pide periniso papresentar á
la
señora condesa sus
respetos.
Juana.
— H-ioedle
entrar.
{A
Cecilia.) Retírate, hi-
ja mia. Cecilia.
— No
to dilates,
que tenemos que hablar.
ESCENA
III.
Juana y Smoloff. Smoloff.— Espero, señora condesa, que tendréis amabilidad de dispensar matinal por cierto; ser
el
ultimo
en
la
mi visita, algo
pero no he querido ofreceros
mis aer-
16
Y
vicios.
príncipe Borís, ¿so conser-
el
va bien? Juana.
— Perfectamente.
Me
encargó que os pre-
sentara sus recuerdos,
Smoloff.— Gracias á Juana.
— Dejemos
y á vos por
éi
los
cumplimientos aparte. ¿Ha-
béis recibido rís
tanta fineza.
una carta
del príncipe
Bo-
en que os prevenia mi llegada?
Smoloff.— En
Apenas
efecto.
recibí
la carta de
su excelencia, previne á todos mis
com-
patriotas.
Juana.
—Y
¿eréis
que pueda temer alguna calum-
nia respecto de
Smoloff.
—Respecto á
mi persona?
vos,
solo
se
podrian decir
falsedades, que quedarían destruidas al
punto.
Juana.
—Toda acusación sabéis
hiere, señor barón,
y ya
que yo no carezco de enemigos.
Smoloff. —Envidiosos nada mas.
Juana.— Sea ó no
envidia
la
guíe, no debo estar
el
móvil que
desprevenida,
les
por-
que hay en mi existencia hechos susceptibles
de recibir una interpretación
desfavorable.
SMOLOFF^—Como todas desa.
En
las existencias,
señora con-
cuanto á mis compatriotas,
sabeisrbien que la posición del
príncipe
17
de Borís y el
la
confianza que
le
dispensa
Czar hacen que eea querido y temido.
Nada, pues, podéis temer de criados
tros
ellos.
son los únicos,
Vues-
que po-
dian
Juana. — Al
En
llegar á Berlin les despedí.
to á los criados franceses
mí,
cuan-
nada saben de
con excepción de mi titulo y mi
nombre, Smoloff»
— Perfectamente;
habéis
obrado con una
prudencia admirable.
Juana.
— Cuando
se trata del
porvenir de mi hija,
es indispensable
Smoloff.
—
iOhl
jde vuei^tra hija!
jsí!
réntesis sea dicho, es
que entre
pa-
una señorita per-
fectamente educada y tan amable como vos.
Juana.—¿La conocéis acaso? Smoloff.— Tuve
gusto do tratarla en
el
casi,
de 1^
marquesa de Sauveterre.
Juana.— Pariente,
si
no
me engaño
del conde de
Plougastel.
— Tia Juana. — ¿Y Smoloff.
del conde actual.
conocisteis al padre?
Smoloff.
—Mucho.
Era un hombre de
finísimos
modales y de un ilustre nacimiento. verdadero caballero de
la
Un
edad media y
18
que se cuidaba mas de su honor que de
Murió
su fortuna.
arruinado,
casi
no
dejando á su hijo mas que su nombre ilustre.
—Y
Juana.
el hijo,
¿qué
tal
noble y
ese
sostiene
gran legado? Smoloff.
— Con honra y
dignidad,
á pesar de su
pobreza.
Juana.
—
Gracias, señor barón, por vuestros infor-
mes, Smolff.
Juana.
—Mi único deseo
es serviros.
— Quisiera recompensar
en algo
el
interés
que os tomáis por mí. Smoloff.-~Sí es
asi,
permitid
me tome
la libertad
de solicitar un favor.
Juana.—¿Cuál? Smoloff.
— Que os dignéis
recibir
en vuestra casa
á una persona.
Juana.
— ¿A alguno de vuestros amigos?
Smoloff.
—
Si,
á uno de esos amigos á quienes
ni
se quiere ni se estima.
Juana.
—No
Smoloff,
comprendo^
—Nuestro interés hace amigos y
mo
la
les
tendamos
que la
les
llamemos
mano. Así
co-
antigua república de Venecia te-
nia su buzón para las denuncias y su
ti-
19
ránico consejo de los Diez,
moderna sociedad quiere,
de
blo
mas
terrible
samente y con
Ha
fcituidad
intérpretes
los
Tienen
nece-
la
riódicos,
y
se
ceban en aquel que
desprecia ó juzga en vidiosos
y vanos,
mendrugo que
no
lo
contentan con
se les arroja,
que es peor, que se
lo
y como una frase vertida
te,
tan
la
honra ó destruyen
quien no por
lo
les adula:
el
sino
que
contem-
les
sopor-
porellos qui-
porvenir de
son temidos.
H4
aquí
que no me he podido negar á esta
exigencia, que espero
—Y ¿quién Smoloff. — Se llama
JUANA.
me
es la persona de el
disimuléis.
que se
trata?
marqués de Laverdac; pe-
ro he averiguado
que
el
señorío de
verdac es enteramente fantástico.
amigos
los
que valen. En-
se
exijen que se les mime, se les
y
pú-
columnas de ¿us pe-
blico y llenar las
ple,
-
de los cronistas y que se llaman pompo-
sidad de calumniar para divertir al
el
se
si
que aquellas.
opinión pública.
la
nuestra
así
una plaga,
los periodistas,
los gacetilleros,
de
tiene
le
Por otra
llaman parte, es
pre ha vestido á
ia
LaSus
simplemente Arturo.
un hombre que
siem-
última moda, elegan-
20 te
hasta
el
extremo y de finísimos mo-
dales.
Juana.
— No tengo ningún
inconveniente en reci-
en mi casa,
siendo presentado por
birlo
vos.
Smoloff.— Pero debo advertiros que
tiene
una ma-
nía.
JüANA.--¿Cuál?
— La de Juana. — Eso no me Smoloff.
los
casamientos inquieta.
Smoloff.— ¿Y vuestra Juana.
ricos.
hija?
—No tengo cuidado.
ESCENA
IV.
Diclios y Cecilia.
Cecilia.— [Mamá, mamá, ahi está
él!
Juana. —(¿Quién?) Hija, repara
— ;Ah! señor barón Smoloff. por haberme Smoloff. — Os doy
Cecilia.
el
las gracias
reco -
nocido.
Juana.— Mi
hija,
como yo, nunca olvidará
al
mo-
21
Y
jor amigo de su padre.
tendrá
mu-
cho gusto siempre que volváis aquí. Smoloff.
— (Entiendo,
eso quiere decir que estoy
(Buscando
estorbando.)
en
las
sillas.)
Mas Juana.— ¿Qué buscáis? Smoloff.— Mi sombrero,
— Smoloff. — Gracias.
Juana.
(Dándoselo.)
no
Aquí
está.
ESCENA DicUos y
el
V. lacayo.
Lacayo.— El señor conde de Plougastel pide permiso para hablaros.
— Hazle Smoloff. —
Juana.
entrar.
(Vdse
Señors. condesa
el
lacayo,)
A
vuestros pies,
señorita.
Juana.— Adiós, señor tais
Smoloff.
barón,
ya sabéis que con-
con una amiga.
— Mil
gracias por tanta bondad. (Vasc.)
o*>.
ESCENA Juana
VI.
y Cecilia.
JüANA. —¡Indiscreta! Cecilia.
—¿Por qué, madre
mia?...
ESCENA
YII.
Dicbos y Ernesto.
Ernesto.
— Señora condesa, seis si
me
espera que
me
escu-
presento en vuestra casa
sin
conoceros anteriormente.
Juana.
— El sobrino de veterre,
que
la
señora condesa de Sau-
tanto, cuidó
de mi hija en
mi ausencia, me honrará siempre con sus visitas.
Ernesto.
— El
objeto
de mi visita es entregaros
una carta de mi hermana.
23
Juana.
— Para mi
Ernesto.
hija
supongo que será.
— Efectivamente, aquí
la
tenéis.
(Ze dd
lina caria.)
Juana.
— Cecilia,
toma.
Sabiendo de quien viene,
señor conde, creo escusado
el leerla
ñn
tos.
Cecilia.
- «Mi
querida y cariñosa amiga»
Juana.— ¿Empiezas á leer sin Cecilia. ¿A quién, mamá?
— Juana. — Al señor conde Cecilia. — Puesto que ha
pedir permiso?
después á mi.
[»rimero,
él
traerla
y tú
que podia
me
tenido
la
la
bondad de
has entregado,
Ernesto.— Y con razón, Juana.— Pero al menos no en voz
alta.
Ernesto. — Os suplico que permitáis que
Cecilia.— Y
creí
crei
leerla.
siga.
también que te daria mucho gus-
y á vos también, Ernesto, al escuchar una carta de María. jEscribe tan to
bien!
Juana.
— —
Cecilia.
Sigue. «
Mi querida y
« tes «
cariñosa amiga: a
tí
ón
que á nadie debo comunicarte
mi
Mi
fu-
dicha es decir mi casamiento.
(í
turo es mi primo,
y no creo necesario
a
hacerte su
le
«
bástete eso.
elop:io;
Como
amo con él
delirio,
no es riro,
sus
24 «
padres no hubieran
((
que se casase con una pobre:
((
estaba perdido
permitido nunca casi todo
mi hermano no hu-
si
«biera duplicado mi dote.
Ernesto.
— Ignoraba absolutamente esa carta,
si
no,
contenido de
el
nunca hubiera consen-
tido
Juana.
— Permitid
que mi
continúe,
hija
señor
conde.
Cecilia.—
« Si
mi hermano no hubiera duplicado
«
mi dote, cediéndome su parte en
ft
herencia paterna.
«
sabes de
<(
leal
«
debes asombrarte.»
Y
que
lo
Tú que es
Ernesto.- -Mi hermana
mismo no
los
me asombro,
me ha
la
oonocas,
capaz su corazón
y generoso, y por
en efecto no
le
Ernesto.
colocado en una si-
tuación algo delicada con
su indiscre-
ción.
JüANA.
— Es necesario
sufrir las consecuencias que^
traen las buenas acciones.
CECiLiA.--Sigo:
Juana.
((
El
me
que
callase su
ge-
sacrificio;
pe*-
(c
neroso y desinteresado
((
ro contigo no tengo secretos
«
mismo
te lo digo.»
— — Lo demás son
Ceoiua.
exijió
y por
lo
(Pausa.)
¿No sigues?
niñerías,
bromas de co-
.
25 legialas
acompañado de una in-
vitación
que vuestra hermana nos hace
á mi madre y á mí para su boda. Juana.
—Y á
Cecilia.
Juana.
la cual asistiremos.
— ;0h!
—Dame
¡qué felicidad! esa carta, Cecilia,
voy á contestar-
y espero que vos tendréis la bondad de dar mi respuesta á vuestra
la al punto,
hermana. Ernesto, —Sin duda alguna. Juana.
— Pues
bien,
dispensadme un
momento.
{Váse.)
ESCENA VIIL Cecilia y Ernesto.
Ernesto.— Señorita, creo oportuno •
este
momento
para
— ¿Para qué? Ernesto. — Despedirme — ¿Acaso Cecilia.
Cecilia.
partís?
Ernesto.— Tan luego como
se verifique el matri-
monio de mi hermana. Los Aventureros.
—
3.
-
26
- ¿Y cuándo
Cecilia.
volvéis?
EfiNESTO.^-^iQuiaá huDcal
Cecilia.— ¡Nunca! Ernbsto.
Voy
a
establecer lúa r4i; lós/Estadp^i
Unidos.
':.:.Ui'üi^A oijp;
patrk
Cecilia. '^ó A:ban dañáis 'tues-tra '
:
í^'o-fif-
tento?::;^
^rr,
-.
..
Ernesto.— Mo. ¿Creéis acaso sar del pala que
-
'dOj--
así tHiveün^
:
;
quatne
me
.ATjí/r.í
aleje sin pe-
vio nacer, en
donde
jugué cuando niño?
¿Pensáis, CecilÍH,
que
las
al perderse^'íferas
donde dueraieu mis
-oks
padréfe
sueño, donde se halla todo
amado, todo
lo
la tierra
su
ultimo
lo
que he
que amo no corran mis
lágrimas á raudales?
Es imposible:
sin
pena Cecilia.
—Y ¿para qué
parfeis
entonces?
Ernesto.— Porque estoy absolutamente
Mi
arruinado.
padre, antiguo soldado, se retiró á su
casa después de los acontecimientos f.íaojtíjoai
de
Diciembre de 1852. ^- Por mas instancias
que se
le hicieron,
resolución que
nunca cambió
la
dictaronl^u honor y sus convicciones políticas: Hetirado en le
:
sus posiciones, se consolaba de su aisla aúentci
aliviando
los
males de
otros;
daba, sin tener en cuenta la escasez de
-
27 (le
La única persona que
su caudal.
hubiera podido poner freno á su libera lidad sin límite, era mi madre,
enfermedad no3
—Y
Cecilia.
Ernesto.
qué no
vos, ¿por
—^Un
'
/><^
aconsejabais?
le
13
n deber:
de obedecerlo. ¿Con
el
qué derecho reclamaremos di(5 la
/A^T/y.:]
no tiene respeto á su padre,
hijo
mas que
'
''i'-
que una
arrebatado de-
la habia
masiado temprano,
-
yÚa
el
que no
cuida,
al
que nos
una fortuna
que ganó ó aumentó con su propio tra-
Hoy,
bajo?
necesito trabajar
vir,,..,
.
— Ernesto. — No os asombréis.
Cecilia.
para vi-
¿Vos?.,...^...
^
-
üí!.?^
El trabajo es
en este siglo ennoblece
al
que
lo
hombre, como
en los de mis antepasados la cuna; é hijo de
mi siglo trabajaré de buena gana.
CECiLTA;-^¿Y,por,qué no buscáis vuestro sustento aquí?
Ernesto.— Y
aqui, ¿qué queréis
carme
al comercio......
que haga? Dedisea instinto, sea
defecto de mi educación,
engaño me repugnan. pleo? •'•^
'diente
el
tráfico
y
el
¿Buscar un em-
No; tengo un carácter indepen
que
se aviene
muy
mal con
la vi-
28
da de dependencia y sujeción á que seria preciso
Cecilia.
-Eq
reducirme.
Am<^rica no encentra reís un trabajo
mas honroso. Ernesto.—«*Sí, tria
la agricultura.
que me agrada.
Es
la
única indus-
Labrador y solda-
do, son los recursos de los nobles arrui
nados;
y como mis ascendientes, no cree-
ré deshonrados mis blasones con esculpirlos en
mi azada. ¡Qué queréis, Ceci-
No
pudiendo sostener mi nombre
lia!
conforme á ropa,
preocupaciones de
las
no pudiendo vivir en
Eucomo
ella
gran señor, voy á convertirme en simple
ciudadano bajo
el cielo libre
de
la
Amé-
rica.
Cecilia.— ¿Y no habéis pensado en
en
os rodeará,
lo
la
soledad que
horrible
de vuestro
aislamiento?
Ernesto.
— ;La soledad! tumbrado á
No la temo; me he acosella muy á pesar mió, aun-
que mas de una vez habia soñado en goces y
la
los
tranquilidad de la familia;
pero Cecilla,- Seguid.
Ernesto.
—A excepción de mi hermana, no cuento con
el
creo
carino de nadie.
que
-Cuando uno
Cecilia.
cree que nadie
ama, es
le
que tampoco á nadie se ama. Ernesto.
— No
es cierto;
yo amo y con
delirio.
€ectua.--;Vos! ¿A quién?
A
Ernesto.
una joven á quien hubiera consagra-
do mi vida entera, que ha sido sión
la
que me ha arrullado por largo tiem-
po; pero
que su posición,
la riqueza
impedido que
— (;Qué
le
descubriese
Y
esperanza!)
y
la
me han
indudable repulsa de su familia,
Cecilia..
ilu-
mi pasión,
¿quién
es,
Er-
nesto?
Ernesto,—Ahora que voy á groso Cecilia.
—
no creo peli-
partir,
el decirlo, sois vos, Cecilia.
¡Yo!
Ernesto.—
No
Sí, vos.
sino
os burléis; nada pretendo
que os acordéis de mí, que me
lla-
méis vuestro mejor amigo. Cecilia.
— Ernesto, vuestro carino mi alma; mas pedís mi
Ernesto. Cecilia.
— ;Soy
me
un eco en
amáis, ¿por qué no
mano?
pobre!
— ¡Qué como
si
halla
mal conocéis á mi madre! yo! desprecia el
dinero
y
¡Ella
aprecia
mas un noble y generoso corazón como el
vuestro.
Ernesto.— ¡Qué
oigo!
st>
^
cúfico
üieMirií noiiíj) ¿ iiíívo[
*
'
A
i:in5
.»/
*J9icÍio8-y Jiiána.
EríneStO,— ¿Habéis escücháiío?' '^*^W
Juana.
— Mi solicitud
Ernesto.—Yo soy donéis
Juana.— Habéis íu>L JüOiq
i
que debo pedir que me per-
tetDeridad con
sido
*ái^Í5tilpa.
que he obrado
y os
sincero
lo
agradezco»
Q^iQYo imitar vuestra franqueza iiij a
Ernesto.
If»-
el
maternal rae
—
os quiere
¡Con
delirio!
.. ^
r
¿vos
— ¡Qué buena eres,
Ernbsto.— ¡Cómo! ¿Me '
Mi
amáis?
'
'^
Juana.— ¿Queréis su manó? Cecilia.'
la
.
^
'^'
manía!
la dais
á mí que nada he
hecho para merecerla, que nada poseo?
JüÁ^A.—'Os conozco bastante y creó h'onrar á mi '^'^^'i^' ^ ¡Tamilía emparentando con un hombre cu-
'
ya nobleza es igual a su virtud. Mi capital,
que son dos millones,
se los
doy de
.^iobui),-^yia:i^n:¡ dote.
CECiLiA-^y Juana.
—Yo
tú, ma.«á?.j^
me
¡^ ^ of,nf.«iJI_.AH/.uT. reservo un rincón en tu casa y un
lugar en tu corazón.,,.,,,^ Cecilia.
— Que
—
Ernesto.
;,Y el
Juana.— ¿Qué
señor condes de Rovankine?
queréis decir^
— ¿Que si accederá
Erne3to.
*^
'/
f
;
¡
i
í
..^^
.,
oh
>!
y
...t/^
/tt"ví^>
iaoíri] ^
—
Cecilia. —¡Partir!
.
.,
tambiep á este matrír
Juana.— Yo respondo da. éL. Ernesto. De modo que puedo
,
.
\t
partir
,
*
,
.
trapquilo.
¿á dónde?
— A Rusia.
Ernesto.
Juana. - ;A Ernesto.
o^~-.qr^mH
será siempre el mejor, te lo juro,
—
Rusia!
Quiero
solicitar
yo mismo
la
mano de
Cecilia á su padre.
Juana.
— No, ese viaja qs pidáis en
Basta que se la
una carta que yo me encargo
de trasmitirle;
Ernesto.
inútii.
—^.Perdonadme
''
'-
^^
pero no puedo
si insisto;
comprender que un padre dé su
hijst
á
un hombre que no conoce. Juana.
—No tardará mucho en — ¿Mi padre vá á
venir?
Cecilia.
Juana.—Antes de un mes ya Cecilia.— ¡Tanta felicidad Ernesto.
conocárós—.AKAiJÍ»
al
^
o/i— .oyaoaJ
háfeáF tibtámáo. mismo tiempól ^'-' lé
— ¡Señora! no sé como mostraros mi agradecimiento.
32
Juana.
— Haciendo á
mi
hija dichosa,
nada naas os
pido.
Ernesto.
— Ese será mi anhelo constante.
Cecilia.— Y ¿cuándo haréis
la petición?
—Al voy — Mas, volved
Ernesto.
instante
pronto.
Cecilia.
Ernesto.— ¡Oh!
si,
no quiero perder un minuto
siquiera de felicidad.
Juana.— ¿Estás Cecilia.
{Vdse.)
contenta?
— ¡Qué buena
eres,
mamá!
ESCENA
X.
Dicliog y el lacayo.
Lacayo.— Señora, afuera hay una mujer que quíe re hablaros.
Juana.
—¿Quién
Lacayo.
— No
es?
lo sé;
Juana.— Hazle
pero parece modista.
entrar.
(
Váse
el
Ucayo^
Cecilia,— ¿Te dejo sola?
Juana.
—
Sí,
pronto
me
desocuparé.
33
ESCENA Juana y Rosa
— Perdonadme,
XI. Ko:;a.
señora condesa,
me he
si
atrevido á presentarme aqui
sin
reco-
mendación; pero como sé que acabáis de llegar de
San Petesburgo, yo conozco
el
gusto de las damas rusas, y
— De veras? Rosa. — Estuve cuatro años en Rusia, en Juana.
clase
de
modista, y os venjío á ofrecer mi taller.
— (Yo conozco Rosa. — Soy que proveo
JcANA.
esta cara).
la
á las
damas extranje
ras de chales, cortes los
mas
elegantes,
clanes...
Juana.— Os tendré presente cuando
necesite algo^
»
lo
que es por ahora
dejadme vues-
tra dirección.
Rosa.— Aquí
está. [Le entrega
una
tarjeta.)
Dignaos ver estos encajes. ^\5K^ A. —[Leyendo) ;Rosa
Marqués!
3-i
Rosa.
— Ese
es
mi nombre^ señora condesa.
Juana. —iCielos!
Rosa.
—¿Qué
tenéis?
Juana. — No
Rosa.
no es neda
— ¡Qué
veo!
[Dejando caer
la caja al suelo.)
¡Juana! ¡Juana Larabert!
Juana.— Hoy condesa de
—¿Desde cuándo? Juana. — ¿Y qué Rosa.
os import'i?
Rosa.
—¿Ya no
Juana.
—
me
conoces?
¡Ye!
RxSA.— Sí;
tú.
¿Ya no conoces á Rosa tu antigua
camarada de maestra en
ya se
mejor amiga, tu
taller, tu
la ciencia del
la
xMas
vé, tú todavía estás herniosa, jó
he llegado casi
ven; yo, al contrario,
decrepitud.
donar
mundo?
la
Rusia!
á
¡Qué mal hice en aban-
jHermoso
país!
menos después de diez anos de
AUi
al
eervicio,
una mujer puede contar con una
fortunfi
ó quizá con un buen matrimonio.
Juana.
— ¡Qué vergüenza!
Rosa.— »Y
por qué
te
á reconocer á tu
niegas
amiga, á quien debes tu fortuna?
Juana.—¿Qué Rosa.
os debo mi fortuna, decís?
—Y ¿por si
qué no? ¿Quién
no fui vo?
dilo?
te lanzó al
Si
mundo
no fuera por mí
35
que trabajar todo
T.un tendrías
aun
el
día
y
noche también pnra ganar mil
la
francos al año y mal vivir.
— — ¿Acaso
Juana.
Rosa.
iOjalá y asi fuera! te disgusta el
ser condesa,
vivir
en un magnifico aposento, tener criados
con librea? biar
Juana. Rosa.
si
Pues, hija, podemos cam-
quieres.
— Al menos hubiera
vivido honrada.
— ¡Eh! no digas tonterías y platiquemos como si
hadamos en
lo
que
es
cerme Juana. —¡Oh!
el
la
el taller
(Con ironía.)
señora condesa quiere ha-
honor de reconocerme.
Perdona, Rosa,
sí
si
hace un
instante no lo hice
Rosa.—
Sí,
ya comprendo
el
por qué.
alguien sale de presidio, no
muy
le
Cuando ha de ser
agradable encontrar á su compañe-
ro de cadena.
Juana.— No Rosa.
lo
— CoLque
hacia por mi ¿tienes
una
..
por mi hija.
hija?
Juana. —Si.
— ¿ts Juana. — Como un ángel. Rosa. — ¡La habrás puesto en algún Rosa.
Juana.
linda?
—Hice que
se educara en
colegio!
un convento
36 Rosa.*--
Y
quieres hacer de ella una mujer honra-
rada, ¿no es esto?
Juana.
—Es
mi único deseo.
Eso
Rosa.- -;La virtud!
de hacer
es lo únioo
felices.
que nos pue-
¡Qué dichosa ha de
una madre que se sienta respetada y querida por sus hijos, cuando su cabeza
ser
se encuentre blanca
y su tez arrugada.
Por eso me ves ahora trabajar para
vivir!
Juana. r— ¿También tú tienes una hija?
Rosa— No,
un
Juana. -¡Qué
Rosa.— No
hijo. feliz eres!
por cierto, mi querida Juana.
Juana. —Refiéreme tus pesares, Rosa; se
comprenden siempre.
las
madres
¿Está enfermo?
Rosa. —Tampoco. Juana.
—¿Acaso ha
partido para
América en busca
de una fortuna?
]joSA~¡No! Juana, Juana.
está en París.
— ¡Ah! ya comprendo, Mas
cho soldado. te
daré
lo
la
suerte
le
ha he-
pierde cuidado,
que necesites para
libertar
yo á
tu hijoj para buscar un reemplazo.
I^SA.
— Gracias, mi querida Juana,
gracias,
aca-
bas de decirme palabras que hace tiem-
po no
oia.
para divertir
Nosotras, mujeres hechas al
mundo, somos cortejada?
37
mientras nuestro rostro se conserva her-
moso y no hemos llegado aun á
la vejez;
pero nunca se nos quiere: todas esas palabras amorosas
que se nos
dice,
;son
Nosotros también necesitamos
mentira!
pero jamás en-
del cariño para vivir
contramos ese
caí ino
en faJuana.- Cálmate; dime, ¿qué puedo hacer vor de tu hijo?
Rosa.— ¡Nada! .... ¡El no me quiere! Juana.— lEso es imposible! iUn hijo ho
querer á
su madre? ¡Te has engañado!
Hace I{^SA.— Se avergüenza de mí, me huye. meses que no le veo. Juana.—Búscalo,
tal
Rosa.— Tiene miedo
tres
vez se arrepienta.
de que
me vean
entrar en au
casa.
Juana.— Ahora
Rosa.— Es que
sí
comprendo tu desgracia.
estoy recibiendo mi castigo; pero
hijo no es ¿no es verdad, Juana, que un el
He
que debe castigar á su madre?
del sufrido con resignación el desprecio
mundo; mas cuando veo á mi garme, desconocerme; hace pedazos, se
el
hijo rene-
corazón se
me anuda
la
me
garganta
pensar en y ansio morir antea que Los Aventureros,— 4,
ello.
.
38
Juana.— Consuélate: tarde ó temprano bre sus pasos
.
yo esté agonizando, cuando
I{x)SA.— Sí, cuando delirio
.
velverí. so-
de
la fiebre
no
me
permita cono-
cuando conduzcan mi cadáver á
cerle,
fosa común;
mi vida
el
la
y mientras eso no suceda,
se arrastrará en la boledad
y
el
abandono, nadie enjugará mis lágrimas,
y no
oiré
ni
una sola palabra de con-
suelo.
Juana —¡Sosiégate!
Rosa.— No hablemos de hija,
habíame de tu
eso
de tu matrimonio, do tu
¡Oh! ¡tu
si
que eres
¿con quién? aun no
Casada,
feliz!
me
felicida<l!
— Con conde de Rovenkine. Rosa. — ¡Aquel que fué mi amante en San
Juana.
y
has dicho.
el
Petera-
burgo, que se encontraba ebrio continua-
mente;
el idiota
mas grande que he co-
'
nocido!
Juana.
Rosa.
-
El mismo.
— Pero
el principe Boris,
¿cómo consintió que
tú te casases?
Juana.
— No
pudiendo hacerlo
que guarda en
él
por la posición
la corte rusa,
quiso ase-
gurar á mi y á su hija un nombre, y nos
39
compró á mí un marido y á mi
hija
un
padre legal.
Rosa.— Ya comprendo
-y
mi antiguo ado-
rador se habrá corregido de sus vicios?
Juana.— jOh!
Lacayo, --{Desde Juana.
algo!
;£Í,
— ;Ah!
dentro.)
El conde de Plougastel.
Rosa, te suplico que no digas ni una
mi
palabra! ;por la felicidad do
Rosa.
No
temas; no soy yo
la
hija?
que comprometa
jamás á una amiga.
ESCENA I^OB luisiiioü
XII.
y Ernesto.
Ernesto.— Señora condesa, dignaos poner en manos del señor conde carta, en la
que
Royenkine le
pido la
la
siguiente
mano de
vues-
tra hija.
Juana.
— Lo haré zo
al instante.
y busquemos á
lloL'A.—-Si queréis
mo puedo
Dadme
vuestro bra-
la futura.
encargar de las donas.
40
Juana.— No
os olvidaré. (Sé discreta
mi
Rosa»— (No
y cuenta coa
gratitud.) te
inquietes,
nada diré y
te
poco.)
Ernesto.— Vamos. Juana.
—Vamos.
FIN DEL ACTO PllLMERO.
robaré
ACTO SEGUNDO. Salón lajosamcnte amueblado. Eq «1 fondo dos puertas con un rico cortinaje. A la derecha una ?entana con cortina igual á las de lan puertas. A la izquierda una chimenea con espejos y floreros, entre los cuales se ha!la un rclox: en el centro una mesa con periódicos, álbums, etc. Sofá á la derecha entre la chimenea y el primer bastidor; sillones, uno cerca de la mesa y otro frente á la chimenea.
ESCENA Juana
I.
y el lacayo.
(Aparece Juana sentada leyendo un diario.)
Lacayo.
— Señora condesa, perdonadme
ai
os inter-
rumpo; pero
Juana.
— ¡Acaba!
Lacayo.— Afuera hay un hombre cuya gulai y que quiere veros.
traza es sin-
42
Juana,— ¿Quién es? Lacayo.—No lo sé, viene vestido de pieles, habla de un modo muy raro; al decirle que no estabais visible, me dio un puntapié esclamando: «Toma, esclavo.»
¡Yo escla-
vo!
Juana.
—¿No
Lacayo.
—
Sí;
de
te dio su
mas no
muy
nombre?
le
lejos; al
que acaba de Juana.
—
(iA.h!)
entendí: parece que viene
menos sus trazas son de
llegar.
Haz que preparen
que entre
el
almuerzo y señor conde de Rovenkine»
Voy
Lacayo.— ¡El conde! Juana.— No en balde
le
el
al instante. {Váse.)
esperaba hoy.
Lacayo. ^{Adentro) El señor conde de Rovcnkine;
ESCENA Juana Plantón
so presenta
una gorra de miradas
las
piel
IL
y Platón.
con un gran paleto, botas de piel amarill», y guantes. Sus pasos son tardios, sus
de un idiota; se bailará sumamente pálido.
Juana.— Bien venido, señor conde. {Platón
respon-
de con un movimiento de cabeza, hace seña (áI lU/Qf-i^o
que recoja
guíj
dos jnaielas,
Al
Plaíon
retirarse éstc^
le
arroja sü gorra ¿Tlabeia he-
que hahia olvidado rccojer.)
cho un buen viaje?
Platón.
— Muy cansado.
Juana,— (//"aci¿?«c?o que
Platón.
se siente.)
No
Descansad.
sé
como mostraros mi agradecimiento por
el
trabajo que os habéis tomado en venir.
— Desde Ukrania en jos
verdad que está le-
semanas
tres
de camino
¡Diablo!
Juana.
— Escusadme,
si
os he molestado; pere vues-
tra presencia era necesaria.
Platón.
— ¿Para qué?
Juana.— jCecilia vá Platón.
á casarse!
— Y á mí, ¿qué me dá?
— Necesita vuestro consentimiento. Platón. — Puede contar siempre con Juana. — Era indispensable que presenciaseis
Juana.
él.
su
matrimonio.
Platón.— ¿Cuándo
será?
Juana.— Lo mas pronto
posible
dentro de
quince dias.
Platón.
Juana.
— ¿A qué hora?
— Siguiendo
la
costumbre parisiense,
al
me-
dio dia.
Platón.
— Es muy temprano.
Juana.— Mas
haréis
un esfuerzo ese
dia,
y
os
ju-
44 ro que
mi agradecimiento no será esté-
Todas vuestras
ril.
fatigas
y
sacrificios
os serán recompensados.
Platón.
Juana.
— ¿Cómo?
— Escuchadme: nir con
mi
el
hombre que
hija, pertenece
mas nobles é
se vá á
ve-
á una de las de
ilustres familias
la aris-
tocracia francesa.
Platón.-'
Juana.
Muy
supongo.
rica,
— Eso no hace no de
tud,
al caso:
la
os hablo de la vir-
fortuna de esa familia. El
futuro de mi hija no tiene defecto
y
extremo,
mas que un
es el de ser virtuoso
y
si
hasta el
á descubrir en
llegase
nuestra familia uno de esos vicios que
jamás encontró en sus
parientes,
renun-
ciada á la mano de Cecilia.
Platón.— Es JüANA.
peligroso el negocio.
— No tanto como
creéis.
Todo def>ende de
vos.
—¿De mí? sabiendo conduciros bien JoANA. — Platón.
Si,
y llevando
durante vuestra permanencia en Paria
una vida regular y sobria agua me puedo! — Juana, — Es que yo no pretendo que Platón.
lOh! ;no
¡El
hace mal!
paséis de
un
é
Y
45
extremo
al otro: lo
único que os exijo
es-
que 00 abuséis. Platox.
—
¿Cómo
Juana.— No tomando mas qu3 yo os
dé.
hacer?
cantidad de vino de la
Los dos habitaremos uo
mismo departamento y nos sentaremos á una misma mesa. ¿podré —Y Juana, — Solo conmigo. Platón. — ¡Quince valdrá cada uno Juana. — Que
Platón.
salir.
diasl
os
Platón.— ¿Qué?
Juana.— Oidme: tras
sé que estáis arruinado;
que vues-
deudas son numerosísimas:
pues
bien, si durante estos quince días hacéis lo
que deseo, á vuestra llegada á Ukra-*
nia hallareis todos vuestros compromiso! satisfechos,
y á mas
la
suma de quince
mil rublos, que os entregará mi banquero
en San Petesburgo,
Platón.— ¡Cuarenta pero
solo
mil francos!
permaneceré en
Acepto; Paris dies
dias.
—
retracto.
—
vos, eenor conde, con el
Si seguís así, me Platón.— Me es igual. Juana. Y me quejaré de
Juana.
príncipe.
46
Platón.
—
{Interrumpiéndole,)
que Juana.
Czar
el
— Pues
me
Y
en
tal
caso haria
enviase á la Siberia
bien, escojed entre
mi gratitud ó mi
venganza.
Platón. —Acepto vuestra gratitud y los cuarenta mil francos.
Juana.— Ya Platón.
sabéis las condiciones.
—Perded cuidado.
líos
Cecilia.
ESCENA
III.
mismos y
Cecilia.
—¡Mamá! mamá, ha llegado?
Juana.—Ved
¿es cierto
que mi padre
dónde está?
conde de Rovenkine.
al
Cecilia.— ¡Padre mió! Padre querido
me un
abrazo!
Platón.— Buenos
días, señorita.
CiciLiA.—'¡Señorita! ja? ¿por
os lo
dad-
Y
¿por
qué no me llamáis hi-
qué no queréis abrazarme? ¿qué
que he hecho para merecer ese
cibimiento?
re-
47
Juana.
— Nada,
hija mia; es
que tu padre está fa-
tigado.
Platón.— Aun no he almorzado. (Con
aire irisie.)
Juana.— Venid conmigo. Cecilia.
—
{Casi llorando)
Ya
nia razón en decir
ves,
mamá, como
te-
qje mi padre no me
quiere.
Juana.— ;0h! es
Platón. —
un
pronto verás que ese
¡Cecilia!
¡no!
error, ¿no es asi señor conde?
{Saliendo de su meditación.)
me
sirvan ostras
y una
Haced que
botella
de Sau-
véteme.
LxcAYO.^{Anun€Ídndo$e desde adentro.) El señor
marqués de Laverdac. Juana.
— (¡Ob!) tos
La
presencia de un extraño en es~
momentos
es
ESCENA IU>8 luifimos
Arturo.
una contrariedad.
IV.
j Arturo.
— Señora condesa, usando
del permiso que
acordasteis al señor barón de Smoloff, mi
amigo, vengo á ofreceros mis servicios.
48
Jl'Ana.— Mil
gracias, señor
marqués.
honor de presentaros
al
Tengo
el
señor conde de
Rovenkine. {Dirigiéndoie á Platón)
El
señor marqués de Laverdao, uno de los
mas distinguidos de
escritores
la
prensa
parisiense.
Arturo.
— Siempre conde,
U
he deseado conocer
me
y ahora
Platón.— Gracias, marqués,
muy
creo
señor
feliz
gracias. ¿Queréis al-
morzar conmigo?
Akturo.— Gracias, acabo de Juana. —
hacerlo.
El conde acaba de
{Intermmpiéndoles.)
departamento, y asi
y necesita un Voy á arreglar su espero que me dis-
dejo
por un momento.
llegar haca
momento de penséis
un
reposo.
03
sí
instante
{Toma á Platón
del Irazo
y se lo lleva por
la derecha,)
ESCENA
V.
Arturo y Cecilia.
Artüko.— (Brillante
ocasión.)
chosa, señorita Cbcili.v.— íYo!
Vos
si
que
sois di-
4Í>
Arturo.— Cieitaruente. Cecilia.
Artuiío.
— ¿Y qiió os induce á creer? — Júven, bella, querida de una
^
cariñosa,
lo
madre tan
único que faltaba
vuestra
ú.
felicidad era la presencia de vuestro
dre y eso
lo
pa-
Des-
acabáis de obtener.
pués de haberos dejado de ver cuando
aun erai» nina, hoy vuestro padre viene lleno de ilusiones, de carino, de
que ha aumentado con ha crecido bajo
li
un amor
auscLcia y que
las dulces
emociones del
recuerdo. Al encontrar aquella nina tan graciosa
pequeña convertida en una
y
joven llena de hermosura, su cariño se
habrá duplicado y su orgullo paternal debe ser justo é inmenso. Cecilia.
Arturo.
— ;Ojalá
y
lo
que decís fuese
ciertu!
— ¿Lo dudáis?
— ¡Ahí Arturo. — Uno jaúiás
Cecilia.
conoce cuando es
Si
feliz.
vuestra presencia basta para cautivar los •
corazones de los que os ven;
miraros
si
y
amaros es una misma cosa, ¿cómo vuestro padre ha-bia de ser insensible á tanta gracia,
á tanta hermosura?
nos que se enamoran de vos, saber
si
Hay
algu-
Cecilia, sin
quiera* si lo apercibís.
Los Aventureros.
—
5.
50
Cecilia.— Yo
siempre
cuando
conozco
se
me
quiere.
Abtüro.— Pero
si
»
Cecilia.
— Lo
do os
lo dicen,
¿"ómo?
adivino.
Arturo,— ¿Acaso sabéis que existe un hombre de mas dorado sueño el único pensamiento, la mas dulce ilusión? Que quien sois
el
toda, toda su ambición consiste en agra-
daros;
tera
que os ha consagrado su vida en-
y que
solo
piensa en conquistar
vuestro cariño» ¿Lo sabéis?
Cecilia.— Desde hace tiempo.
Arturo.— ¿Y
oa dignareis perdonar su
temeridad?
Cecilia.—-Solo las ofensas necesitan perdón.
Arturo.
—Mas una
menos
locura se desdeña ó al
recibe en pago la indiferencia.
Cecilia.— La indiferencia se parece mucho á
la in-
gratitud.
Arturo.
— Entonces ese
amor que
se creía
insen-
sato será recompensado con vuestro carino.
Cecilia.
—¿Por qué no?
Arturo.—
¡Cecilia, os
amo!
.....
os adoro!
Cecili A,^{EsüipeJacta.) ¡Qué hacéis!
Arturo,— Os ma!
ofrezco mi vida, mi
nombre, mi al-
51
Ceuilta
— Si
no era do vos, scñur
M arques
j
de
quien estaba hablando.
Arturo.— ;C(5mo! Cecilia.
— Sino del que pronto será mi esposo perdonad
Aktl'Ro.
me
si
retiro.
— Nada tengo que
(
.....
Fásc.)
En
hacer aquí
mi vida habia suTiLIu
tal
'burla
ESCE.NA VI. Arturo Al
KosA.
Aríuro por
salir
el
y
Llussi,
foudo se cncueotra cou Rosa,
— ¡Arturo!
Arturo.— (Mi madre.)
Rosa.—¿Y Arturo.
por que apartas la vista?
— Es que vuestras reprensiones
me aver-
güenzan.
Rosa.
—
No
son mis reprensiones,
ciencia! [Ingrato!
¡es
tu concien-
hace tres meses que no
has pisado mi huociilde boardilla;
Aeiüro.— ¡Ohl
¡MU,
madre mia!
Aunque á
tus
52 ojos aparezca
un ingrato, no soy
tíoiiio
mas que un desgraciado á quien debes compadecer y no maldecir. E.OSA.
— Y ¿quién merece mas compasión,
que has abandonado á una madre
¿tú
riñosa, ó yo,
un
tú ó yo? ca-
que he perdido á un hijo?
hijo en quien cifraba mis esperanzas,
con quien fui siempre la mas tierna y
dedicada de
las
O^ras mujeres,
madres.
Arturo, que ven morir á sus esposos, á sus hijos, á sus hermanos, se llaman
desdichadas
¿dime,
cómo me
lla-
marán cuando sepan que tengo un hijo por quien sufri miserias
y
vigilias
con
una santa resignación, un hijo por quien
me he
sacrificado,
por quien he sufrido,
mucho, y que ese hijo me ha abandonado, ha renegado de su madre? ¿Dime, dime, cómo
Arturo.
me
llamarán?
— ;Por piedad, madre me atormentan
mia^ esas
cruelmente!
—¿Acaso no que Arturo. — ¿Tú que no amo? EosA. — Las personas á quienes
Rosa.
digo?
es cierto lo
crees
te
se
abandonan como tú go.
palabras
lo
aman no
se
has hecho conmi-
Di, ¿acaso he sido tóala contigo?
53
¿No he üuuiplido cou todos que
la
naturaleza
y
el
los
deberes
corazón
me im-
ponen? ¿No podia como esa multitud de
mujeres de una condición igual á
la
mia,
dejar que crecieses sin esperanza alguna? [Cuántas veces
me
tuve que acostar
comer por tener que pagar
sin
guiente
Arturo veces
al
maestro que ensenaba á esgrima ó
la
al dia si-
el
[Cuántas
dibujo!
empeñó mis mejores
ó
me
dia
si-
trajes
desvelé trabajando para que
uii
al
guiente tuviese mi hijo conque satisfacer sus ambiciones elegantes.
Arturo.— Es
cierto,
mas no
es
solo
á
tí
á quien
has hecho desgraciada, también a mí....
soy
Rosa.
— ¿Y
muy
infeliz!
te atreves
cios?
Arturo.
— No,
á reprocharme mis sacriü ¡justo cielo!
Lo que digo
no.
es
que á veces
el
carino ciega; que ea vez de haberme en"
señado un sustento
oficio
con que ganar nuestro
honradamente,
me
educación que despertó en
que no puedo
satisfacer,
diste
una
mí deseos
que queriendo
hacer de mí un cumplido caballero, hiciste
un aventurero que
Rosa.- -Y ¿tengo
la
culpa que
el
humilde hijo de
54
Kosa Margues
se halla convertido eu
un
marqués de origen desconocido? Arturo.
-
Educado entre
de condes y de
los hijos
barones, entre les héroes de los salones
me acostumbré á
elegantes,
que no podia
dad
y sus
defectos se
vicios.
La vani-
satisfacer
convirtieron en
mí en
sus hábitos
rae hizo pretender brillar en sus sa-
lones.
Rosa.
— ¡La vanidad!
;La vanidad! ¡Y esa te impi-
buen hijo y el ser honrado! En boca de una mujer esas palabras se-
de
el
ser
rian disculpables, bre, no.
Una mujer
un hombre Arturo.
mas en hace
de un
lo
hom-
que puede,
que quiere.
lo
—¿Y qué queréis que me
la
hiciera? ¡convertir-
en obrero! ¡Artesano un hombre que
ha aprendido bachiller,
el
y
el latin,
que es
que podia ser ministro! No, no
puede aceptar vivir.
griego
el
trabajo material pana
Preferiría mejor
esperar con
los
brazos cruzados á que la fortuna venga
á protejerle ó buscar sustento por medio
de
Rosa.-- Tal
la estafa.
es el fruto
nes
que he sacado de mis afa-
áNo cmz
ebciitor?
55
Ariüro.— ¡Ah!
conduce
la literatura solo
al
hospi-
tal.
KosA.— ¡Me
espantas!
¿no te
queda ningún
re-
curso?
Arturo. - Sí, uno, el ultimo, el peor de todos; ca-
sarme con una mujer
rica.
Rosa.— ¡Hazlo! Arturo.
— No todo
lo
que se quiere se puede. Ha-
ce un instante
me he
arrojado á los pies
de una joven quo se burló de mí, y desesperado iba á acabar con todas mis desgracias cuando entraste.
Rosa.— ¿Qué
dices?
¡Tú matarte!
¿Verdad que no harás
¡no!
¡ah!
¡no!
eso, hijo mió?
no rae
prométemelo! prométemelo! atormentes mas.
Arturo.—Mas
vale una muerte repentina que una
agonía eterna.
Rosa.- ¡Y Arturo.
Me
—Y ¿para
qué
te sirvo?
ser el objeto de mi cariño.
Arturo.— ¿Y me
quieres aún á
donado?
— No importa.
Arturo.— ¡Te he Rosa.
la vida.
yo!
Rosa.— Para
Rosa.
cansa ya
despreciado!
— ¡No importa!
raí,
que
te
he aban-
56
Arturo.
— ¡Dejadme!
Prolongando
jdejadme!
vida, se prolonga
mi
suplicio.
—Ten calma y discutamos:
Ros A»
mi
que no
te juro
nos faltará un medio...
Arturo.— ¡No Rosa.
—Y
existe ya!
¿qué sabes tú
muy bueno y dres
existe ó no? Dios es
si
escucha siempre á
¡Se
me
las
ma-
ocurre uno!
Arturo.—- (Con ironía) ¿Cuál? Rosa.
— ¿Hace un instante me
dijiste
que
le
habias
hablado á una joven de amor?
Arturo.
Rosa
—Y añadí también que ¿Fué aqui?
— En
Rosa— ¿Seria Arturo.
burlado
de mi.
—
Arturo.
se había
— La
Rosa—
este
mismo
sitio.
acaso? hija del conde de Rovenkine.
{Sonriéndosc)
Y
bien,
quieres casarte eon
ella?
Arturo. Rosa.
— Tal era mi
intento.
— Pues te casarás con
Arturo.— ¡Cómo!
ella!
¡Eso no puede ser! ¿deliras?
PtOSA.— ¡Oh, no, dentro de una hora convencido de
Arturo.
—
¡Si ella al
Rosa.-- Con
el
ello!
menos me amaso!
tiempo
te
habrás
57
Au'cuuo.— Es que ama á i:^gSA.
—Porque
le
otro.
han mandado que
le
cambiará cuando su madre se Aktüko.--
y
á ella ¿quién
ame; yu
lo diga.
dirá?
le
Hos V.- -Yo.
Arturo.— ¿Cómo! j^^sA,-— Ese es mi secreto.
Solo te pido una ho-
ra de paciencia; espérame en el jardin, si
y
logro lo que deseo, levantaré aquel
tiasparente sino! iré
y subirés
al instante
;ah!..
yo misma
te lo
á decir,
madre mia. — Está Rosa. —Pero prométeme que no volverás
Arturo.
bien,
á pen-
sar en matarte.
Arturo.—Lo prometo, tú me has
reconciliado coa
la vida.
Rosa,
— Ahora
si
que estoy contenta de
rate, alíjuien se acerca.
ti.
Retí-
^8
ESCENA Uo¿a JüANA.
— Buenos
y.
VII,
«luana.
dias, Rosa;
¿qué tienes que de-
cirme?
Rosa.— Algo que Juana.
te
ha de asombrar.
—¿A mí?
Rosa.— Es que no sé cómo empezar. .Juana. —¿Es muy grave? Rosa.— Sí. Juana.— Una desgracia^ tal vez nos amensiaa ¿á mí, ó
¿á quién?
Rosa.
— Se trata de tu
á mi
mas no
hija;
.....
hija?
es una des-
gracia.
Juana,— Respiro. Rosa.— Una aventura muy Juana.
singular.
—¿Una aventura? ....
¿qué quieren decir
esas palabras?
R(^SA.— Sentémonos y hablemos como buenas amigas. lo
Tú me
has prometido hacer todo
que puedas para consolarme.
&9
JüANA,
—¿Y
Rosa.—.No
bien?
hallo palabras.
Juana.— ¡Quieres Rosa.
explícate.
— Pues
seguirl
motado de tu
Juana.— ¿Tu
Mi
bien, te lo diré.
hijo? ¿y
hijo está
ena-
hija.
quién es tu hijo? ¿dónde ha
conocido á Cecilia?
Rosa.
—Mi
hijo se llama
Arturo y
la
ha conocido
en este salón.
— ¿Arturo qué? Rosa. — Arturo Marqu<^s, ó
Juana.
el
marqués de Laver-
dac.
Juana»
—Y
ese es tu hijo? {Se kvanian.)
Rosa.— Si. Juana.
—Y
¿dices
que ama á mi
hija,
RosA.-Si.
Juana.— Yo no puedo Rosa.— ¿Y por qué? Juana.— Por Rosa.
(Pansa.)
Porque
ella
no
— Después de que se hallan casado
Juana. —¡Casado!
Rosa.
consentir......
le
le
ama.
amará*
¿y con quién?
— Con mi Arturo; un guapo mozo» — Basta, es imposible. es
Juana.
Rosa.— Te
pido la
mano de
tu Cecilia con toda la
formalidad debida.
Juana. *-;Te repito que es imposible!
¿osa.-- ¿Por qué?
60
Juana,
—¡Y me
Ii03A,-f- ¡Cosa
JuA^^\.
—Pues
lo
mas
preguntas! natural!
bien, está prometida al ^conde
de
Plougastel.
Rosa.
— Conque no
se efectué esa boda, todo
que-
da concluido. «kíANA.— Ese enlace es para mí sagrado, irrevocable.
liO$A,
—Pero Rovenkioe aun no tido
se ha
comprome-
y como padre puede romper ese en
lace: ¿es
su verdadero padre?
JcANA»— Esa pregunta
es demasiado ináultante.
iiOSA.--.Coa tal que lo sea ante la ley, es suficiente.
JiTANA.— El conde de Ilovenkine consiente en
el
matrimonio de Cecilia con Esnesto de Plougastel.
fiO-^A,— Ma? no ha dich© que todavía. .ít»ANA.
Todo
se
si,
á ese caballero
puede arreglar.
—Y ¿cómo quieres que rompa un matrimoaio honroso
dad de mi te, ¿y
y que vá á hacer
hija, para casarla
con quién?
No
la
felici-
bruscamen-
quiero volver ofen-
da por ofensa; pero compara tú misma
y
verás la diferencia que existe entre
el
futuro esposo de mi hija,
y
el
aventure-
61
ro é impostor
no tiene
marqués de Laverdac, que
ni posición social, ni fortuna.
Rosa.-. No creo que exista gran diferencia entre ambos: él puede muy bien ser un conde,
como tú una condesa; en cuanto á la posición social,
lo
de
este matrimonio se la
dará.
Juana.— |Eh!
[basta ya!
siento.
te
he dicho que no con-
{Adelantando algunos pasos hacia
la puerta,)
Rosa.- Detente un
instante.
¿Resueltamente te
niegas?
Juana.— Sí.
Rosa.— Tal
vez
te pese,
Juana Lambert.
Juana.— ¿Me amenazas? Rosa.— Comencé suplicándote.
Juana.— Tus
súplicas son necias
y
tus
amenazas
ridiculas.
Rosa.— No
te
harán
Juana.- -¿Qué
dices?
Rosa.— Que
reir
mucho
si
diré á todos, incluso al
de Plougastel, quién es Rovenkine.
Juana.— No
las
cumplo.
señor conde la
condesa de
te creerán.
RoSA.-^-Lo que daña siempre se cree. como para salir.)
{Retírase
Los AVENTUREEOS.-— 6.
Juana.— ¡Rosa! Rosa. -¿Qué? Juana..
—
Juana.
— Es
Tú no harás Rosa.— Lo vas á ver.
Rosa,
eso.
una infamia.
— Llámale como des á
quieras;
lo
que pido. [En
lo
haré
si
no acce-
el dintel casi
de la
puerta.)
Juana.— ¡Escucha! Rosa.
— Oigamos.
Juana— ¿No
has reflexionado que
que
es imposible;
que intentas
lo
que tú pretendes es
lo
Tú
eres
bue-
na, no hagas desgraciada á quien
nunca
la
desgracia de mi hija?
Deseas
de tu
te hizo
daSo.
hijo, lo
comprendo, porqu© soy madre;
compadéceme.
Mi
llena de ilusiones,
ranza que rá
muy
la
la felicidad
hija,
que hoy está
que tiene una espe-
anima y
la
hace
feliz,
se-
desgraciada cuando sus ensue-
ños se hayan desvanecido. ¿Cómo quieres
que
da en
el
una madre sea
la
que hun-
abismo del dolor á una hija?
Eso es imposible; tú misma no capaz es
de
haceilo
imposible:
serias
¡Oh! no, no,
no puedes tener
el
cora-
zón de piedra, para desoir mis súpli-
.
63 cas,
para despreciar mi ternura mater-
nal!
RosA.--iQué
•
.
quieres!
pasa:
el
No
tengo
la
ji
culpa de loque
destino fué el que trajo á mi hi-
Tú
jo aquí.
has sido
era desgraciada;
feliz
hoy es
mientras yo
al contrario ....
vale que y mirando bien Iüs cosas, mas hijo tu hija llore un poco, y no que mi se quite la vida. Asi, pues, no hablemos
mas. {Juana hace un signo despreciativo)
Me
dosprecias, mejor para mi. Ní-da ten-
go que perder, mientras hoy que la condesa de Rovenkine y ayer Juana Lambert,
puede mirar destruido todo su esplendor con una palabra mía
Juana.— ¿Qué vas
Rosa.— ¡Nada;
á hacer?
es la cosa
do
Juana.— Es que
mas
sencilla
del
mun-
1
quién es [ese mar-
descubriré
qués de contrabando que se llama Laverdac.
EoSA.-—iUn aventurero! veterana del placer?
hija de
una
¿y
la
....
¡partido igual,
querida Juana!
Juana.— íEs que mi I^QS-^,.— Tal tá! tá!
tiempo
hija vá á morirse!
¡morirse
de amor!
ya pasó
el
64
Juana.
Rosa.
—Lo
pensaré.
— Pensado te
no puedo perder un instan-
está:
mas; mi hijo está esperándome y ca-
da minuto que me
dilato,
es para él
un
siglo de tormento.
Juana. —¡Pero
el
conde!
Platón hará
Rosa.
lo
que tú quieras,
lo cono25co
demasiado.
Juana.— No puedo Rosa,
— Adiós entonces!
Juana.— jA dónde Rosa.
vas?
— A cumplir mis — Pues bien
promesas.
Juana.
acepto
(¡Cielos!
¡qué suplicio tan atroz!)
Rosa
—
[Levanta
el trasparente.)
hijo se
ha salvado.
marido
lo
;Ah! ¡gracias! mi
Ahora
falta
que tu
haga saber en público que
acepta por yerno.
Vé
á prevenirle;
lo
Ar-
turo estará aquí dentro de algunos instantes.
Juana— (Si Rosa.
pudiese matarla.)
—¿Qué
dices?
Juana.— ¡Nada!
Rosa.— ¡Si
¡nada!
das un paso hacia mi, gritó!
Juana.—»(Obw
risa siniestra.)
¿Crees que
lo
estoy?
¿Estás loca?
..........
66
Rosa.— Es que
en tu caso jquién saba
lo
Vé.
ría!
JüANA.— Perdón, Dios mío, para mí mi
sión para
Rosa
—
que ha-
compa-
(Vdse.)
hija.)
iCuánto tiempo que no
me
sentia tan feliz
como hojl
ESCENA
VIII.
Rosa y Arturo. Arturo,
— Heme aquí.
—Todo he Arturo, — ¿Cómo? Rosa. — Su madre Arturo. —De modo ¿que será mi esposa Rosa.
arreglado.
lo
consiente.
la hija del
conde de Revenkine?
Rosa.
— Es
decir, su heredera.
Arturo.— ¿Pero cómo
hiciste para obtener ese con-
sentimiento.
Rosa.
—
Arturo. Rosa.
No
te
he dicho que es ese mi secreto.
—Es que
lo
— Mas tarde
deseo saber.
te lo diré.
66
ESCENA
IX.
Arturo y Cecilia.
Cecilia .—¿Aun estáis aqui?
Arturo. Cecilia.
— ¿Es acaso un reproche, señorita?
—No,
es
una escusa.
Arturo.— (¡No me ama!)
ESCENA
X.
Diclios y Ernesto.
Ernesto.
—Buenos
{Arturo
dias, señorita!
da con respeto y Ernesto
le
le
salur-
contesta
con
desden) Cecilia.
—Mi
Ernesto.
padre ha llegado.
— La condesa
misma me ha mandado
avisarj ¡es tan buena,
á
tan bondadosa!...
ti
Cecilia.— jPero mi padrel
Ernesto. -¿Qué decís?
— Que
aun no sé cual sea su resolución. Ernesto.— Vuestra madre me ha aeegurado que Cecilia.
será favorable.
Ceciua.
— ¡Dios
lo quiera!
ESCENA l^s migiuos y
Smoloff.
— ¡Señorita, os
Cecilia.— ¿Por Smoloff.
el
qu(^,
XI.
barón Smolleff.
felicito!
señor barón?]
— Por vuestro
;,No es
próximo enlace.
verdad? {Dirigiéndose á Ernesto
el
cual
U
estrecha la mano,)
Arturo. — [Levantándose cilia
y SmvlQff)
Para Smoloif.
é ínter'poniendo se entre Ce-
serviros, señor barón.
— ¡Hola, señor marqués de Laverdac, creia veroB tan pronto por aquí!
no
68
Arturo.
—Esperaba
con
impaci'^ncia
el
encon-
traros.
— ¿Habréis sido
Smoloff.
duda invitado por
sin
la
condesa.
Arturo.
(No entiendo.) vitado
Smoloff.
.
Sí,
. . •
— Lo cual prueba que mo amigo
de
iLo8 niisiiiLOS
— [Con
sois tratado
ya
co-
la casa.
ESCENA
Platón.
en efecto, he sido in-
XII.
y Piatou.
traje negro)
(Qué bien he almor-
zado) (¡parece que he renacido!) Smolofb'.
— Mi querido conde,
hace tiempo que no
tenia el gusto de veros,
y de entonces
acá, habéis rejuvenecido.
Platón.
— Es
la alegría
mi esposa y mi
Ernesto.— (^
Ceeilia en
de verme otra vez entre hija.
9^ baja)
(Vuestro padre
69
os
ama mucho,
Smoloff. — {A
Arturo.)
Cecilia.)
Permitid, señor conde, que
os pregunte por la señora condesa.
Platón.
— La
condesa se
un poco indis-
halla
puesta.
Ceciua.— ;Mi madre!
mas Platón Platón.
{Va á
por
salir
derecha
la
la detiene.)
— Quedaos; no puede recibir á nadie.
Ernesto.— Siento
estado de su salud.
infinito el
Platón.— ¿Deseáis
verla?
Ernesto.— Queria Platón.
— Yo me encargaré de
que me
decirle lo
confiéis.
Ernesto.---Venia á que sentarme
Platón.
— En
otra
aJ
me
hiciese el favor de pre-
señor conde.
ocasión
será
cuando
lo
ha-
ga Ernesto.
— Entre
tanto
espero que
rón de Smoloff se tome
la
el
señor ba-
pena de ha-
cerlo.
Smoloff.
— Con muchísimo
gusto.
nor de presentaros
nesto de Plougastel,
Tengo
el
ho-
señor conde Er-
al
uno de mis mejo-
res amigos.
Platón.— Tengo muchísimo guato en Somloff.
-
conocerle.
{Rabiando en vos laja á Platón)
verdad no
le
conocíais?
¿En
70
Platón.
— {Lo mismo,)
Smoloff.—.¿Y
al otro?
Platón. — {En
¡No!
{Lo mismo.)
voz alia,)
Ah!
si, el
marquésMe La-
verdac.
— En
Smolofp
efecto.
Platón. — Ccmo que vá á casarse con mi Cecilia.
—
"|
Ernesto.— Smoloff.
—
j^
¡El!
J
Cecilia.— Os equivocáis
Platón.
hija.
—
¡no!
¡Cuando digo algo, es por-
¡Siienciol
que tengo sobrada razón.
•
Señor mar-
qués de Laverdac, dadme vuestra ur no.
¡Señores, os presento á mi fjtuio
yerno.
Ernesto.
— ¡Señor conde!
Platón.— ¿Qué? Ernesto.
— La condesa me no de su
había prometido
la
ma-
hija.
Platón.— Os engañáis,
ella
misma ha
sido
la
pero sabed que en mi casa
que
siempre se hace mi voluntad.
Ernesto.— En
efecto,
señor conde, sois padre de tenéis ese
indisputable de-
familia
y
recho.
{Saluda con la cabeza
üra)
y
zt
re-
71
Cecilia.— ¡Piedad, Dios mió! {Cae sollozando en un sillón)
{Platón hace que Arturo se siente en el
canapé d su lado; Smolof Izquierda,
— Telan
se retira
rápido.)
FIN DEL ACTO SEGUNDO.
por la
ACTO TERCERO. La misma decoración que cd
anterior.
el
nea, luces y todos los preparativos para
ESCENA Juana y Juana.
Fuego en una fiesta.
la
chime-
I.
Cecilia.
—Ya he perdido toda esperanza,
hija
mia,
acaba de irse ese marqués de Laverdac,
que se ha mostrado insensible á mis ruegos y á mis lágrimas.
Cecilia.— Y ¿Ernesto?
Juana.
—¿Le amas?
Cecilia.— Tanto como á
Juana— Tal Cecilia.
vez con
— ;0!
ino!
posible
el
ti.
tiempo
nunca
le olvidaré.
Pero no
es
que mi padre insista en sacriLos Aventureros.— 7.
u ficarme,
yo no puedo
rogaré
le^
unirme á un hombre que
nae antipatiza,
que me repugna.
Juana." -Tienes razón para Cecilia.
—No
odiarle.
porque desde nina me ense-
le odio,
ñaron á amar á todo
ol
mundo; pero ese
casamiento vá á hacer mi desgracia.
Juana.-- Lo comprendo y sufro tanto como
hombre que madre que
instante,
sistiera
un mal-
cuando me
rojé á sus plantas para rogarle
de ese enlace,
dolor
[Oh!
él se
te
El
una
se sonrie al ver llorar á
suplica por su hija, es
Hace un
vado.
tu.
ar-
que de-
burló de
vá á hacer
mi
muy
desgraciada!
Cecilia.— Moriré y sufriré resignada, pues que
cumplo con un deber obedeciendo á mi
Juana.
padre.
Dios
— Eres un
ánjel.
el cielo
me
Mao
lo
tomará en cuenta. no has de morir, no;
no puede ser tan cruel conmigo.
— Es único que Juana. — Antes que Cecilia.
lo
espero.
se realicé este
crimen, quiero
que me prometas Cecilia.
—¿Qué, madre mia?
Juana,— Que
si
algún dia, alguien acusa á tu ma-
dre no des oido á sus palabras.
75 Cecilia.- -Una calumnia se desprecia
Juana.
—Pero
persona te
esa
si
prueba
presentare una
no
la
memoria me será sagrada
co-
real ó
finjida,
recházala,
examines.
Cecilia.— ¡Oh!
mo Juana.— En
si,
lo es
fin,
tu
tu carino.
que me perdones por
lo
que pue-
da haber contribuido á tu desgracia. Cierta
Cecilia.— ¿Tú?
estoy de que eres
como yo victima de una maldad; pero aunque
así
no fuera, mi corazón solo
tendria para
ti
lágrimas y amor, amor
sin ñn.
Juana.— ¡Bendita la
seas!
Retírate:
aun no pierdo
voy á
esperanza
salir
al
ins-
tante.
Cecilia.— No tardes, mira que mi tormento es atroz! {Le
da un
beso
Juana y
se retira.)
)
76
ESCENA
II.
Juana. Juana.
— (Toca ;E!
campanilla
la
y
aparece un lacayo.
No queda mas
carruaje!
remedio
que luchar: no oyeron mis súplicas pero sentirán
mi venganza. [Al
encuenlra con Ernesto en
ir
el
á
salir se
diniel de la
puerta,)
ESCENA
III.
Jiiaua y Eruesto.
Ernesto.— Perdonadme, JüANA.
si
os interrumpo.
— A vos precisamente ta de la
mano
el
iba á buscar. (Le qui-
sombrero
pone en una consola)
Ernesto.- -¿A mí?
y
el
abrigo
y
los;
77
JoANA.
—
á daros
Sí, iba
que venís á
la explicación
pedirme.
— —Y con razón.
Ernesto.
Juana.
¿Sabéis, pues, el objeto de mi visita?
tante
De un
solo golpe en el
iiiS-
en que menos debíais esperarlo,
obrando contra todo sentimiento de jus-
y de equidad, ban roto á vuestra presencia un tratado sagrado, han pisoticia
teado vuestros derechos, han
deshecho
vuestras esperanzas y os han lanzado á cara
la
injuria
la
mas grave y san-
grienta-
Ernesto.
— No vengo, señora, á quejarme cho menos á tomar venganza.
mesa que me
hicisteis era la
á vuestro esposo;
él
ni
mu-
La pro-
de hablarle
ha hecho
lo
que
le
ha parecido mas conveniente; nadie mejor que yo sabe respetar las decisiones paternales. El conde de
mo
Rovenkine co-
jefe de familia solo á Dios debe dar
cuenta de sus acciones; y no seré yo
que
Juana.
le dirija
un reproche
ni
me ha cegado
el
dolor no
to
de hacerme injusto.
el
una súplica:
hasta tal pun-
— ¡Corazón generoso!
Ernesto.
Vengo
tan
solo,
señora,
á suplicaros
que me respondáis con sinceridad:
¿He
78
merecido por alguna falta involuntaria la
reprobación del señor conde?
Juana.— ¡Quién, Ebnesto.
Sí,
vos! es
¿ó
mi destino
el
que me hace
desgraciad!
Juana. -¡Ah! Ernesto.
Hablad, señora.
queza
si
Decidme con frauque-
ha llegado á vuestros oidos que
yo halla cometido alguna acción infame, ó
si
alguna de esas debilidades
son susceptibles todos
ha hecho indigno de
los
-la
de que
hombres me
mano de vuestra
hija?
Juana.
— Al
contrario, cada vez
admiro mas vues-
tra conducta.
Ernesto.—^De modo, ¿que no debo reprocharme ninguna
falta?
Juana.— Ciertamente. Ernesto.— ¿Y que no he perdido mación Juana.
ni el aprecio
—Perderlo, nunca. y generosa que
Ernesto.
ni vuestra esti-
de Cecilia?
Tenéis una alma noble os hacen digno de
— ¡Gracias, condesa, eso era deseaba saber!
Voy
lo
él.
único que
á partir con
el
co-
razón hecho pedazos; pero con la conciencia tranquila.
que
ni el
tiempo ni
Podéis estar segura? la
distancia
amen--
79
guaran en nada
la tierna afección
que os
profeso. [Adiós! {Oonieniendo las lágrimas,)
JuANA.~{Deic?i¿éndolc.) ¿Queréis salvarnos?
Ernesto.— jSalvaros, Ji7ANA.^¿Aunque
Ernesto.—Aunque Juana.
—Pues
Ernesto.
Juana.
|0h!
peligre moriria contento.
bien, ¿conocéis á vuestro rival?
-El marqués
— Cuyo
sí.
peligre vuestra vida?
de Laverdac.
ha tomado del pueblo donde nació su madre Rosa Marqués, oriunda título
de Laverdac, en
el distrito
y hoy modista en
el
de Libourne,
Boulevart de los
Italianos."
Ernesto.— De modo que ha renegado de su nombre para usurpar un título.
Juana.— Como jenegó de
su madre para
finjir
una
ascendencia noble.
Ernesto.— [Y á semejante hombre vá á dar su bija
Juana.— La
el
conde de Rovenkine!
fuerza es la que
le
ha obligado a
ello.
Ernesto.— iCómo! Juana.— Le han amenazado. Ernesto.— ¿Qué amenaza por grande que
sea pue-
de intimidar á un hombre honrado y de corazón?
Juana.
El infame ha encontrado un medio propio de la industria que ejerce.
muy
80
Ebnesto.
— ¿La industria que
ejerceT
¿euál es esa
y
industria? yo le creia periodista?
Juana.
— Es periodista
Vende
trabando. las,
como
es
marqués de con-
palabras
y
fiüJQ
nove-
Gracias á ca-
anuncia y denuncia.
sualidades imprevistas ba descubierto un secreto terrible.
Ernesto,
— Un secreto En
Juana. Ernesto.
Juana.
— ¿Una
—
Sí,
político tal vez.
efecto.
conspiración?
una conspiración contra
el
Czar, y cu-
yo descubrimiento puede arruinarnos. Ernesto.
— Basta, {Vd d
Juana. — (Como viene. ^;_
me
digáis
mas.
Juro salvaros. Yedle, ah^
abriendo la puerta.)
Obrad con prudencia, que una
sola
palabra puede perdernos; finjid que aun
no la
Ernesto
no
condesa,
retirarse.)
me
habéis hablado.
{Retirándose por
puerta de la derecha)
— Convenido, aquí
os espero con el conde.
Voy á buscarle. Ernesto. — No traigáis á vuuestra
Juana.
Juana.- -Perded cuidado. la derecha,
hija.
[Se vd por la puerta de
Arturo entra
y
después de
íni-^
rars^ ambos, se saludan inclinando lijera-
mente la cabeza: Rosa aparece después con
vanas cajas debajo
del brazo.)
81
ESCENA
IV.
Rosa, Arturo y Ernesto* Ernesto se retira cerca de
Rosa.
—
(^4
la
cbimenea hojeando un álbum.
Arturo que se hallará cerca de
El conde está aquí
del centro)
mucho que
la
mesa
y
temo
se nos halla tendido alguna
red.
— Calma, y mostremos mucha sangre para arreglar Rosa. — Quisiera queaarme Arturo. — Y ¿cómo queréis que me vaya? Eso Arturo.
sola
tanto
Rosa.— ¿Y
como mostrar que
si te
le
fría.
esto.
seria
temo.
provoca?
Arturo.-- Peor para
Rosa. —¿No temes?
él, ,
Arturo.— Mi derecho me inspira valor. Tendré mucho cuidado si llegase á provocarme de dejar que toda
DO yo.
la
culpa la tenga él
y
82
ESCENA lios
El lacayo leto
V.
mismos, Smoloff y dos coiiTidado8.« introduce y se retira lleváadose de Ernesto, que Juana dejó sobre
les
Smoloff.
el
sombrero y pa-
la consola.
— ¿Cómo vá, marqués...... Celebro vuestra actividad,* bien se conoce
que tenéis
presente lo que vale la aplicación de la
máxima que ro.»
«El tiempo es dine-
dice:
¿Quién es esta señora?
{Viendo
d
Rosa)
Arturo.— ¿Esta señora? Rosa. - (Interrumpiéndole) Soy
gada de las donas, vicios al
y
la
modista encar-
ofrezco mis
ser-
señor barón para la primera
ocasión que necesite una canastilla ó un traje de lujo para obsequiar.
SMOLorF.^jHola! ;me conocéis!
Rosa.—Es
obligación de
mi
oficio el
conocer á to-
dos los que descuellen por su lujo y gancia. {Hace una reverencia
y
ele-
se aleja.)
Smoloff.
— {A
Arturo,) Tiene
mucho desparpajo
picaruela.
hermosa en su juventud; ra
(
Viendo
pero
d Ernesto que
da.) ¡Ah! perdón, señor conde;
bía visto, el
la
Debe de haber sido rauy
y por
le
ahosalu-
no os ha-
cierto no esperaba tener
gusto de veros.
Ernesto.- -Me alegro que halláis venido; tengo necesidad de un testigo.
KosA.
— (De un
testigo.)
Smoloff.— (-^90.) ¿Vais á provocarle? Ernesto.---Al contrario, vengo á despedirme quiero dar á todos los presentes las plicaciones
Smoloff
—Me
mas
satisfactoi ias.
y
ex-
[Alto.)
alegro que así sea, porque por na
-
turaleza soy amigo de la paz.
Arturo.— {A te
Rosa.)
(Ya
ves,
puedes retirar
Rosa. — (iOh, no, necesito
nada hay que temer,
sin cuidado.)
presenciarlo todo!)
84
ESCENA
Platón y Juana.
KiOs tuigmos,
Rosa.— {A
VI.
Señora condesa, he veDÍdo-
Juana.)
á recibir vuestras órdenes para los trajes.
Juana.
— Esperad.
Ernesto.— (il
Espero que no tendréis á
Platón,)
mal que me presente en vuestra casa antes de partir para dar las
mas expre-
sivas gracias á la señora condesa por sus
bondades y cariñoso
Rosa,— {Con *
go9o.)
Platón. — Juana. — Nada
¡Vá á
trato.
partir!
^Dádselas, haced cuanto queráis. tenéis
que agradeeermn y yo creo lo que ne
deberos dar mis escusas por
he podidc hacer por vos. Ernesto.
— No, señora. de
lo
Ninguno
tiene
le
culpa
que me ha pasado, y no me quejo
de nadie puesto que solo debo mi desgracia á
mi
mTstne.
85
Rosa.
— ;Qué
finura!
Smoloff. — [En voz baja á Platón.)
llama
Esto se
perder como buen jugador.
Platón.
— [A Smoloff.)
Y
como buen
caballero.
Eknesto.—. Quiso mi suerte que me encontrara con no puedo menos
un rival poderoso, y
que sucumbir en
Artoro.-
[8e sepfira del
—Al
grupo en que estaba ha-
¿Es esa una indirecta?
blando.)
Ernesto.
lucha.
la
contrario, señor
marqués, es
con-
la
una verdad que desgraciada-
fesión de
mente para
muy
evidente y que solo vuestra modestia podria poner en raí
es
duda.
Rosa.— (¿Hablará deveras?) Ernesto.' -Yo no soy mas de un humilde y
la agricultura es
Vos altas
Platón.
—¿Y
un
una de
ejercéis
oficio
las
considerables en
y
el té
no se toma?
el iimbre,
el
do patanes.
profesiones
nuestra
el
mas
época.
{Juana hace sonar
lacayo aparece en
El té y no olvidéis
labrador
rhum!
el
pndu,)
{El lacado
se retira.)
Arturo.—
;Deciais!
— ;0s Artoro. — ¡Oh! ;mucho! Ernesto.
interesa la conversación según creo! Ibais
á hablar de
teratura contemporánea.
Los Aventureros.— 8.
la li-
8t>
Ernesto.
— En
Arturo.— Y
efecto.
¿no seria indiscreción
vuestra opinión sobre
Ernesto.
—No, señor al
preguntaros
el
olla?
Yo no
marqués.
pertenezco
número de esos que admirando
antaño detractan ca tiene sus
cada clima
lo
de
lo
de ahora. Cada épo-
como
exigencias morales,
las tiene físicas:
admiro á
los
grandes genios que en otro tiempo ilustraron
el
mo que
,
nombre de mi
aplaudo á
los
país,
mis-
lo
que hoy intentan
elevarse al rango que ocupan en la historia de las artes ó las letras
bres ilustres da otros siglos.
que sea
el
hom-
Cualquiera
partido á que pertenezca
escuela de cuyas aulas la
los
hayan
la
salido, ó
bandera que defiendan, siempre
les
aplaudiré, con tal quo trabajen de buena fé
Arturo.
y honren
al país
que
les vio nacer.
—Un escritor eminente nunsa hubiera po podido decir ría
muy
lo
Me
considera-
escribiese
como vos
que vos.
dichoso
si
habíais.
—El entusiasmo Hé Smoloff. — {A Platón)
Ernbsto.
sincero siempre es
elo-
aquí un golpe
bien
cuente.
parado.
87
Platón.— {A Rosa.
— (Que
No comprendo
Smoloff,)
es lo
bien
{El
que vá á suceder aquí.)
lacayo aparece con una gran servicio completo de ié,
charola con
que pone sobre la
mesa)
Smoloff.— [Aproximándose á Ernesto) En cuanto á gloria
literaria,
sois
un fanático su-
blime.
Ernesto.— Pero mi admiración no me
muy
ciega,
sé
y
bien distinguir entre los escritores
públicos los que desempeñan
porque en esta
ó abusan de su misión profesión
lealmente
hay hombres de buena
fé
y
malvados.
— Como en Ernssto. — En Arturo.
todas.
que
efecto, ¿no veis, per ejemplo, lo
sucede con
la
Existe
madera?
el
árbol
cuyas ramas nos prestan una sombra cariñosa en el verano
y
cu^'o
tronco ar-
diendo en nuestra chimenea, nos dá un calor
bienhechor en
hay también
el
el
invierno;
pero
árbol que mata al des-
graciado que se duerme bajo su ramaje.
Así en
critor leal,
el
periodismo, existe
el
es-
cuyas palabrab son una lec-
ción continua,
que hace de su vida un
88
ejemplo de moralidad y honradez, muriendo como buen soldado, abrazado de la bandera que defiende; pero hay
bién
el
sobre
tam-
aventurero literario que escribe los
acontecimientos
según
sus
mezquinas pasiones, que tiene por Dios el
dinero
y por musa á
envidia;
la
que
para consolarse de su oscuridad, preten-
de ofuscar
la gloria
de otros, y se ven-
ga de su propia cobardía desprestigiando al
heroismo desgraciado; que ha abier-
una agencia pública de calumnias y se ha convertido en el detractor de todo to
grande y generoso. El talento del artista, la fortuna del banquero, la su-
lo
blime utopia del idealista, los
maridos y
el
pudor de
el
honor de
las
mujeres,
todo sirve para saciar su devorante apetito.
Y, señores, tened mucho cuidado,
porque mi hombre, escondido tras de
las
columnas de su
los
que pasan con el
sombrero en
salteador:
vimienio
«La
folletín,
la
pluma en una mano y gritando como e^
la otra,
bolsa, ó la honra.))
general,
{Mo-
Juana maquinahnenie
presenta una iaza de té repara.)
detiene á
y
en la que nadie
— 89
KosA
[Cojiendo la
d
dándosela
y
iaza
Arturo.)
Te está insultando. {Bajo d Arturo)
Arturo,— {A Rosa) (Calma, jado yo mismo Smoloff.
— {A Platón que una taza de
me
si
me mostrase eno-
acusaba.)
ha parado para tomar
se
El
rlium)
té y el frasco de
juego se complica.
Platón.-- (No he comprendido bien.) (Vuelve á
sen-
tarse cerca de la chimenea)
¿Qué decís,
Er'Smsto.^ (Tomando una taza de té) señor marqués?
Arturo.- Que vuestros
retratos no son
muy
hala-
gadores.
Ernesto. --Con
tal
que sean parecidos.
— Quisiera conocer
Arturo.
los originales.
Ernesto.— ¿No os acordáis de alguno?
—No, Ernesto. — Amor
Arturo.
-y vos?
propio de autor,
mas yo
diréis;
creo conocer á los que he
querido pin-
tar,
Arturo.
— Sus nombres.
Ernesto.— En
esto consiste la dificultad.
Arturo.— ¿Por qué? Ernesto.
— Porque para nombrar
á alguna
na, es necesario saber su
saberlo es indispensable
perso-
nombre, y para
que
le
tenga.
— 90
{Rosa contiene á Arturo viniendo d quitarle la taza)
Smoloff.
— {A
Ese
Platón.)
es
un
de punte
tiro
-
ría certera.
Platón.— (^
Smoloff.)
Rosa. — {Detrás oído*)
JüANA. Rosa.
¿Hablan de Sebastopol?
Juana á Juana en
del sillón de
el
(Impide que haya una querella.)
{A Rosa.) (No puedo.)
— {A Juana)
O
¿no quieres
protejer
á tu
yerno?
Juana.— (á
Nada puedo
^í?5a.)
— (A Juana) Juana. — {A Rosa)
Rosa.
sobre este joven.
Esta situación
Tú
la
esí
horrible.
has buscado.
Ernesto.-— (^«^¿V¿ estado hallando en voz baja)
De modo, que
aquí puedo hablar sin
temor. Los Eovenkine siempre vertie-
ron su sangre coa honra en las antiguas
guerras de Ukrania.
Platón.'— ¡Siempre vencieron!
Ernesto.— Basilio Ivan
el
SaaoloiT,
combatió
Terrible
en
{El harón tre
los
se inclina
caballeros
Raymundo de
el
al
sitio
lado do
de Kasan.
respetuosamente)
Ed
•
que acompañaron á
Tolosa en la primera cru-
zada, iba un señor de Laverdac que fué de. los
mas arrojados en
el sitio
de Je-
di
rusalem; de ese supongo el
Arturo.
— Sois muy sois
Ernesto.
que desciende
señor marqués.
y en genealogías
iusiruido,
un portento, según vemos.
—De modo que nemos
que estamos aquí,
los
te-
sublime misión de conservar
la
nombre
intacto el
ilustro
que nos lega-
Mas
ron nuestros padres.
por mi par-
mismo de
vosotros,
te pienso,
y creo
que
destino hubiera querido que
si el
lo
naciese en los rangos sociedad,
mas oscuros de
la
jamás hubiera yo renegado de
mi origen, por humilde que fuese; nu^ica
me hubiera avergonzado de ía cuna tosy desaliñada en que me dormia cuan-
ca
do niño y junto á
la cual velaba
El nombre de mis
dre tantas noches. padres te
me
mi ma-
hubiera sido sagrado, y
si
es-
nombre era honrado, mi único afán
seria el de
pero
si al
agregarle
contrario
mayor esplendor;
era un
famado, mis deseos serian tarlo.
nombre inel
rehabili-
Tal es mi opinión, ¿y la vuestra
también,
verdad,
señores?
Pero hay
hombres cuya alma grande desprecian las preocupaciones del vulgo.
nan
el
Abando-
hogar materno, echan en olvido
92
nombre de sus padres y se fabrican uno en lugar de conquistarlo. Se apro-
el
pian un título cuyo
origen
en
está
la
geografía ó en la historia, poco importa,
pasean en
y se
mundo como
en
el
qué derecho os mezcláis en
la
el
carnaval, disfrazados.
RoS4.— ;Esto Ernesto.
—Y
ya demasiado!
es
¿con
conversación? ¿Estamos acaso en
mucha
tesala? [Con
— Ernesto. — {Con mucha Arturo.
Arturo.
;Silencio!
-
la
an-
frialdad.)
¡Silencio!
frialdad) ¡La razón?
¡Estáis insultando á mi madre!
me
Ernesto.-- ¡Al in
comprendisteis?
Artüro.—Sí, gracias á oozco
lo
lo
que acabáis de
enorme de mi
decir, go-
¡Perdón!
falta.
¡Perdón! ¡Madre mia! mió! ¿qué haces? — ¡Arturo! Artoro. — Esta humillación me rehabilitando. estimo Ernesto» — Tenéis razón, y ahora ya
EoSA.
¡hijo
está
os
lo
bastante para cruzar mi espada con la vuestra.
Rosa.
— {Con
voz ahogada.)
¡Van á
batirse,
van á
(¡Silencio,
madre
batirse!
Arturo. — {A Rosa
en
voz hoja,
mia! ¡Silencio!)
conde,
el
Poco me importará, señor
morir con
tal
que
al
caer os
98
pueda atravesar
corazón!
el
¡Estoy á
vuestras órdeiiesl
Ebnesto, —¡Vamos!
Rosa.
— ¡Arturo! ¡Arturo!
Arturo.— ¡Dejadme, no me
Rosa.— ¡No
te apartes
detengáis!
de mí, detente, por piedad!
Arturo.— [Desprendiéndose)
¡Adiós!
Rosa.— ¡Hijo mió! ¡Hijo mió! Juana.— ¡Desdichada! {En toda ¡os
esta escena se oirái
ronquidos de Platón que se habrá dor^
mido
m
que
el sillón,
le
oculta completa'-^
mente.)
ISCBNA
Vil.
q«« «akirá accMido junio á ia cbimeowk e« «n lo oqqIU oomploUiDOJite.
EoaA, -*
JüASA.
¡Cielos,
han partido?
—8L
Roba.—
^
Vft^
á btóñ
JíAKA,--8J. S^ftA»— ¿Y
W
v«« Btorirá
éba
tíj^
gf"
*iWo»)
q»*
94
Juana.- -Así
I^SA
—
lo espero.
¡Juana, ten piedad de mi!
Juana.— Tú,
¿la tuviste?
Rosa.— ¡Perdón! ¡perdón! Juana.— ¡Ya es tarde! EosA.— jNo, aun
Juana.—«¿Qué
es tiempo!
mal que
dices? ¿quieres reparar el
has hecho?
HosA.
— ¡Impide ese duelo y haré
Juana.
—Es necesario
lo
que quieras!
entonces que renuncies á ese
matrimonio, que tu hijo se aleje
guardes
Rosa.— ¡Todo
el secreto
lo haré! ¡pero
y que
de mi vida.
impide ese duelo! ¡Im-
pídelo, Juana!
Juana. —¡Júrame!
Rosa,— Lo juro, ¡por la salvación Juana.— Voy á ver si puedo Rosa.
de mi hijo!
— ¡Pronto, pronto, Juaua; porque be Arturo, mi venganza será
Juana,— ¡Al momento, en mi Rosa.— ¡Y
la
ello
vá
la
si
sucum-
terrible!...
felicidad
de
hija!
salvacibn de mi hijo!
{Vdnsc)
95
ESCENA Platón Suenan
VIII. solo.
reloj de la chimenea y bc ven aparedos brazos que le emitirán. Platón se levanta lentamente, Be frota los ojos, mira h'icia los lados, y consulta eu reloj.
doce eo
la3
cer Bobre
Platón.
el
el sillón,
—Las
doce:
voy á
í;costarme! ....
la botella de rhu?n,
por
y
se
{Toma
va pausadamenlc.
la puerta de la derecha.
FIN DEL ACTO TERCERO,
ACTO CUARTO. La ©iema
decoracioa.
— Es
ESCENA Platón y Platón.
el
—¿La condesa no
Lacayo.
— Llegó cosa de
de d¡a»
I.
r/j*?
.;
lacayo.
ha llegado aun?
las cuatro,
pero volvió 4
salir.
Pl.a.ton.'— ¿A
qué horas.
— Antes que amaneciese. Platón. — ¿A dónde Lacayo. — La señora condesa orden
Lacayo.
se dirijió?
dio
al
coche re
LcAYO. —Señor, en París, cuando se dice
el bos-*
que Platón.
la
condujese
al
bosque.
—¿Qué bosque? que quiere decir bosque de BoloSa. Los Aventureros.
—
9.
98
—¿Muy Lacayo. — A una legua, Platón.
lejos?
que
muy
es
Por
señor conde.
grande
y muy
cierto
hay
bonito;
un lago natural y abastecido por medio de una bomba y unos pescados que han sido muy bien educados
rojos
en
de Francia.
el colegio
Platón.—¿Pescados Lacayo. — A
bien educados?
mil maravillas:
las
[si
vierais!
sa-
ben
Platón.— LacAyo.^
¿Viste mi encargo?
¡Silencio!
— He ido hay en
al
mejor depósito de vinos que
París,
y
alli
Platón. '—¿Qué has encontrado?
Lacayo.—Todo ñac,
lo
que queráis,
seiior
conde;
Room! Chateau! Margot!
co-
Laíitte!
Chartieuse! Mont-Camell! Vinos de Es.
pana y aun de California, todo de
la
jor calidad»
Platón.
—No
Lacayo.
—Los hay muy anejos.
hallo por euál decidirme.
Platón. — ¿Dices que hay de todas clases?
— De Platón.— Pues Lacayo.
todas, señor conde? bien,
tráeme dos botellas de
cognac, ¿entiendes?
Lacayo.
—Perfectamente
me-
Olí
Platón,— otras de Chateau-Iquen^ dos de Ruhum, otra de Chabertin,
una de Rhin, dos Át
Sauternc; ¡anda y cumple
al
momento
mis órdenes! ¡Retírate! Lacayo.
—Al
^ ^
instante, señor conde.
ESCENA
11.
Platón y Cecilia.
Platón.— Me aburre
reclusión en
la
no puedo
tiene;
<
sufrir
esta vida que la condesa
que se m«
por
mas tiempo
me
quiere im-
poner CBCiLiA.'''{Sale
7/
lanie.)
Platón.— ¿Qué Cecilia.
—Me
se dirije
d Platón con paso
i)aci-
¡Padre mió, sostonedme!
tenéis?
siento morir.
Platón.- -¿Estás mala? Llamad & abandonéis
el
la
camarera, no
lecho
Cecilia.—Estoy llena de terror y desesperación.
Platos?,— ¿Por quó?
100
mas que queráis ocultármelo,
CüJCiLiA.—-Por
todo.
cj
¿Qué
Platón. Cecilia.
lo sé
^
—Yo
sabéis?
oí todo;
sus amenazas!
el desafio! oh!
hubiera querido lanzarme entre los dos, para separarlos; pero la fuerza y la voz
me
faltaron, caí casi sin sentido,
y
cuan-
do volví en mí, ya era tarde
¡ah!
¡qué noche, padre mió!
¿Con que escucháis tras de
Platón.
las
puer-
¡Hermosa acción, por vida
tas?
mia!
pero se trataba de mi
Cecilia. ^¡Perdón, padre! felicidad,
de mi vida que es
Esas son necedades
IPlaton.
Cecilia.— Padre mió, ¿no
la
suya.
retiraos!
tenéis
ni
una palabra de
consuelo para vuestra hija, ni una fra-
•
se
Platón.
• • • •
¡Nada!
Id á vuestra habitación, é
implorad desde
allí
á
Providencia; id,
la
os lo mando! rji,
Cecilia.
—
Platón.
Si al
menos mi madre estuviera
me
Ni un momento
se
{Ve al lacado que
lleva
varias botellas
y
deja tranquilo.
una handeja con
se lanza iras él;
encuentra con Juana,
aquí!...
pero se
y queda un momento
101
Juana preocupada
indeciso.
no repara en ninguno de sentarse)
los
en sus idcas
dos
y
vá d
Señora condesa, be hecho
posible por consolar á nuestra hija;
lo
mas
no ha escuchado mis palabras. {Se retira con
el
lacayo por la izquierda.)
SECENA Juana
III.
y Cecilia.
Cecilia.— ¡Madre! ¿qué hay de nuevo? ¿qué sabes?
Juana.
— [Nada!
Cecilia.— ¡Nada! tas algo. fin lo
Y
Es imposible. Tu me
ocul-
¿para qué ocultármelo
si al
he de saber? jDime
la
verdad, ma-
dre mia! ¡Quiero saber la verdad! ¡Ten-
dré valor!
Habla, te
lo suplico.
¡Por
Dios, sácame de esta incertidumbre horrible!
Juana.
—No se nada.
lie ido á su casa, á Bolona,
102 al
campo de Marte, á Mootmartie, jqué
He
sé yo!
preguntado á
la policía,
transeúntes, á los cocheros
ha
visto.
Nada he podido
Cecilia.— ¡Oh! ¿qué haremos, madre
y
á los
nadie les
averiguar. Jiia,
qué ha-
remos?
Juana.
— Esperar, y rogar
al cielo
Cecilia.— ¡Dios mió, te ofrezco mi vida
por
la
suya!
ESCENA
IV.
DicliGs y Ernesto.
Ernesto. -"{Traerá vendado un
brazo.)
¡Cecilia!
•condesa?
—¿Venís herido? — No nada. Juana. — ¿Y Arturo? Cecilia.
Ernesto.
es
Ernesto.— ({?í??^ un
acento
triste,)
tado á su casa. Jt;Ai?A»-».iStt herida
m gravt'f
Lo han traspor-
103
Ernesto.
— Cuan horrible es pensar que se ha matado un hombre. {Con acento iemihle)
Juana.— ¿Muerto? Ernesto. —Sí; pero yo tenia que defender á
la
vez
mi honor y vuestra libertad.
Es necesario
Juana. —{Después de una pama.) partir.
Ernesto.— iPartir! Juana.
—^Sín dilación.
Ernesto.— ¿Para qué? Juana.
—Para
evitar los resultados.
Ernesto.' -Jamás he huido las consecuencias que
mis acciones podrian traerme. Este duelo
desgraciado, nadie mejor que vos sa-
sabe que era necesarioj y creo inútil
el
aeciros que fué leal.
Juana.
Jamás he dudado de que
ello,
y nada
tenéis
temer de la justicia ni de la opinión;
mas un matrimonio
verificado
circunstancias, daria
que decir
en tales
Ernesto.*" Tenéis razón y estoy á vuestras órdenes.
Juana.— Gracias. {Toca
el
timbre
y
aparece
el laca-
yo con quien halla. Ernesto conversa en voz baja con Cecilia. ras partimos.
Dentro de dos ho-
No puedo
recibir
á na-
104
{Aparece Rosa páli-
die lo entendéis?
da en estremo ^
los
yor
el
aflicción;
brazos caídos?/
que se
la
mee
lacayo al verla la quiere
detener; pero Ernesto lo
sma
eri
f^epara
y
le
hace
retire.
ESCENA Dichos y
V.
llosa.
Hosa paHea leutamentc sus miradas por la gala: mira á Cecilia con tr¡f.teza, á Juana con ira, y dcpues se fija en Eroesto, con una mirada de furor y de eapanto; él baja la vista y retrocede algunos pasos; un momento después prorumpe con un acento lleno de acerbo dolor.
Juana.— ¡Vedla! todo Rosa.
ha perdido!
se
— ¡Veinte anos de afanes, de
llorar su
de caricias; diez
ausencia y esperar su vuel-
he perdido! y ¿cuándo? acababa de encontrar mas
ta; todo,
todo
¡cuándo
lo
lo
amante que nunca; cuando ma»!
Y
lo
queria
pierdo todo en un instan»
105
SU
te;
su vida
amor, su cariño,
el lecho, pálido,
Si le vierais sobre
sangrentado, desfigurado;
si le
en-
hubieseis
hubieseis sentocado como yo la herida, tido oorrer la sangre.
{Se
do mi pañuelo.
y
lo
Aun está manchamuestra d Juana
lo
¿.No
cubre de besos.)
hay esperanza?
ojos preguntóle al médico, que bajó los
y entonces mi hijo me con su moribunda mano.
sin responderme,
señaló el cielo
por ¡Arturo! ¡hijo mió! esclamé ahogada ¡ya que no te puedo
la desesperación,
salvar, te vengaré!
Juana.—Hetirate,
Cecilia; conde, retiraos.
Ernesto.— Sosegaos, señora, dejadla que
se queje,
nada temáis. JXos.^,-- {Continuando como
si
no hubiera oído nada,)
entonces, volviéndose á mi, exclamó: justo, ¡Oh, no, madre mia! ¡no! Dios es no dele toca vengar! Nosotros
Y a
él solo
bemos pensar mas que en el
el
perdón, y
deolvido del mal que se nos hace: ¡Vé, tan sclo arrepentimos
bemos
madre mia! le
mi adversario que condesa que olvide mi
vé, di á
perdono, á
la
conducta infame,
y á
por mí; que ruegue,
Cecilia
si,
que ruegue
que Dios escu-
106
cha con amor
y
les
de los áüge-
las súplicas
casi al acabar,
sonrió
luego
y luego
;no
pudo
¡quedó muerto!
mas!
Ernesto.— ¡infeliz! ¡me destroza
el
{Platón
alma!
adentre canta desaforadamente,)
{Todos lian oido la canción con espanto
y
como horrorizados.)
Rosa.—¿Quién
canta?
No
JvA^A.'-'{EstupeJacta,)
lo sé.
¡Oh!
Rosa. — Ah! También yo he cantado cuando ¡
ban
otros.
llora-
{Se vuelve á oir la canción de
Platón^ Juana entra precipitadamente en la
no es
pieza.) Cecilia, rogareis,
gareis por Cecilia.
— Sí, os
lo
Rosa.— ¡Gracias,
cierto;
ro-
él.
prometo.
sois
un ángel!
Vos no
culpa, nadie puede odiaros.
por vuestra felicidad; Dios
tenéis la
Yo rogaré me escucha-
rá porque él siempre escucha al que se arrepiente. ceis,
Abrazadme! no os avergon-
abrazadme!
¡Ah! cuan
{La abraza
Cecilia.)
vuestra madre!
dichosa es
(Prorumpe en un copioso
llanto
y
se reti-^
ra á pasos lentos sostenida por Cecilia, que
Hora también.
Ernesto
se sienta
y
oculta
— 107
Se oye
2a cara entre sus manos.
de cristales rotos
y Platón
el
ruido
sale completa--
mente ebrio con una botella y un vaso las
manos.
para
en
Juana hace esfuerzos vanos
detenerle.)
ESCENA
VI.
Diclios y Platón.
— ¿Queréis dejarme?
Por
Pmton.^
no entero, que
si
Y
cielo qué!
dejadme
me
vivir á
el
Infier-
encolorizo, vive
el
bien, ¿qué queréis?
mi gusto:
mi nombre, pero no mi
os he
dado
libertad.
3\3Á.'íHA,'^{H'ahMndo¡e con voz temihle y laja)
¡Re-
portaos, señor conde Rovenkine!
PlATON.
{Desprendiéndose de
con todas
me
las
ella,)
He
cumplido
condiciones del contrato;
portaré ceremoniosamente en socie
dad; pero cuando esté solo, beberé, can"
108
en
taré! ¿lo oís?
;
Juana. — jPor vuestra Pl.\ton.
— ¡Por mi
fin,
soy un hombre libre,
libre!
hija!
bija! ¿Quién, Cecilia?
acaso por
el
¿Me tomáis
príncipe Borís?
— ¿Y para he matado ua hombre? Platón. — ¿Habéis matado un hombre? Ernesto.
esto
j á! j á!
já! ¡es chistoso!
Juana. '-¡Me he perdido! ¿Os
—Nada tengo que hacer
Juaxa—»¿Nada Eenesto.
ella ¿ni
sola
JüANA.-^-¿Ya no
Ernesto.
Jc^ANA.
aquí.
— Nada.
—¡Cómo! y para Ebnesto. —Una — :Ah!
— Pero
la
¡A.dios!
amáis?
si,
ella
una palabra?
como
si
acabase de morir!
no es culpable.
soy yo? — —¿Y por qué
Eunesto
¿Acaso
lo
castigaros de
un crimen que
no habéis cometido ninguno de Ernesto.
Er^
decis?
JcANA.^
Juana.
{Viendo á
vá)
nesio que se
Eenesto.
vais?
—
Cierto; pero
nunca manchar<5
de mi padre.
los dos?
el
nombre
Quiero ostentar mi frente
limpia; arruinado, desesperado,
nada me
importa, siempre que pueda repetir esta frase sublime:
nos
el
honor.»
«Todo
lo
he perdido
me-
109 PlA'íOíí '--- {Repiiientlo.) el
¡Todo
honor!
Juana. — ;0h!
he perdido, monos
lo
já!
no, conde!
já!
já!
por Dios! Teneos! per-
don; que vuestra indignación caiga dO
bre mí!
;miradníie llorar á vuestras plan-
Yo
tas.
-
mi
hija,
no
la
sola soy
culpable; pero ella,
la
mi adorada
Cecilia, es inocente;
vuestra ausencia seria su
matéis,
muerte, os ama, os adora.
Ernesto.
Platón.
— ;Y
yo á
ella!
— {Se acerca d
ellos)
;Ah! ya comprendo!
este quiere casarse con ella.
Bien; pe-
ro el otro.
Juana.— ¡Murió! Platón.
— ¡Hola! glar;
Todo
¡Magnifico!
se
puede arre-
siempre se dicen ciertas palabras
para tranquilizar la conciencia; pero la
chica tiene dos millones, al
fin
si
se ca-
san
Ernesto.
— [Violeniamenie.)
Os engañáis.
vendo mi nombre, Platón.
—
ni
dejar,
{Coje
el
vaso, bebe
Cecilia entra
no
mi mano.
¡Yo no vendo mi nombre
já
Yo
y
se
já
y
lo
vuelve
á
queda estupc^
facta, oyendo las últimas palabras de Er-^ nesto)
Los Aventureros.— 10,
lio
ESCENA VIL Dicltos y Cecilia. Jaana y Ernesto,
Cecilia pe coloca entre
COD
iuterrogándolofl
vista.
la
Cectlia.— ¿Qué queréis decir? Ernesto.
—
[adiós!
¡Cecilia!
Cecilia.— ¿Qué oigo?
Ernesto.— iParaCecilia.
—¿Me
¡adiós!
siempre!
abandonáis?
— Con Cecilia. — En Ernbsto.
el
alma heeka pedazos.
la víspera
de nuest^ unión rae aban-
donáis, Ernesto?
Ernesto.— Mi honor Cecilia.
— ¿Qué he hecho yo?
Ernesto.— ¡Vos Cecilia.
lo exije.
sois
un
— Mas entonces,
ánjel, pero
¿por qué esa separación,
ese abandono, por qué?
Ernesto.
— ¿Por qué? tra
Juana." -No,
madre hija mía, no
«
preguntádselo á vues(
me
Váse casi sollozando) lo preguntes, no.
111
Platón.— Yo no vendo
iTodo se ha
bre el
honor.
Juana.— ;Qué
mi nom-
jal já!
perdido!
menos
{Bebe de nuevo)
cruel castigo
me
has impuesto. Dios
mió!
ESCENA Dichos y
el
VIII. lacayo.
^
Lacayo.— Señora condesa
Juana,— {InierrumpiéndQle.) ¿Qué
quereie? quién os
ha llamado? de —Perdonad; pero han rubro do urgente. embajada, con embajada De Platón. — Juana. — Dame. — ¿Qué madre mia? traído esta carta
Lacayo.
el
la
(Aparte.)
Cecilia»
la
es,
Juana.— ¡Cielos! ¡qué sa.)
veo! vote. (Al lacayu)
(Pau*
112
ESCENA Dichos, méiios
IX. eS
lacayo.
Cecilia.— ¿Qué es, madre?
Me
Juana.— ¡Oye! «Señora condesa: noso
el
,guientes bir de
to al
tener
noticias
muy
pe-
las si-
que acabo de reci-
San Petersburgo y que he puesalcance, del señor conde de Plou-
gastel, por le.
es
que comunicaros
Se me
lo
que pudiere convenir-
dice que el príncipe Borís se
hallaba comprometido en una especulación que se hacia con
los fondos
del
Czar, de cuyo patrimonio era administrador: habiéndose descubierto,
condenado por S. M. á honores
y
la
ha sido
pérdida de sus
empleos, enviándosele
como
simple soldado al ejército del Caucase y confiscándosele sus bienes, entre los cuales se
han comprendido
que pusisteis la vez!
b<ajo
los
dos millones
su cuidado.»
¡Cuan horrible es mi
¡Todo á
castigo!
113
CiciLiA.— Madro mia, no te eutiendo.
Juana.
Platón
— Pues bien, estamos arruinados.
— ¿Y
yo? {Colocándose entre las do8.)
Juana.— (Asombrada.) ¿Vos? Platón,
—
¿No soy acaso vuestro marido
Sí, yo.
y
padre reconocido de esta joven?
el
familia es
una gran cosa;
no, ved;
si
cuando todo se conjura contra vos,
ella
y queráis ó no
ella
03 viene á consolar,
permanece á vuestro lado.
que no os quedaba
Pues tan
bien,
feliz
mo me id
Juana.
heme
como
ir
ni
¿Dijisteis
amigos ni apoyo?
aquí;
quiero haceros
lo merecéis; es decir,
habéis hecho á mí.
á arreglar
JüANA.--¿Para Platón.
La
el
Al
co-.
instante
equipaje
a dónde?
—¿A dónde ha
de ser?
A Ukrania.
—¿Y hacer qué?
PlA.ton.
- Lo que yo quiera, que bastante hace que no tengo ese gusto. cielo
te
que ya me cansé de ser
¡Vive el el
de una aventurera francesa.
descendiente de los Hetmans, nia, el sucesor
jugue¡Yo, el
de Ukra-
de los Zapórogas, sirvien-
do do diversión á una Cecilta,— ¡Madre mia!
tienjpo
114
Juana.
— [Ocultando á
Cecilia entre hits brazos.) ;Se*
ñor!
Platón.
—
Quiero que se
jSilencioI
sin chistar!
con que se
enviarme á
me obedezca
Ya do existe ese príncipe me metía miedo, y antes de la Siberia,
seria preciso
que
viniese desde el Caucase, en cuyo cami-
no se puede
muy
bien morir de hambre,
temed mi venganza! Juana.-— ¿Vengaros de qué, de mis beneñcios?
Platón.
—No, de mis
Juana.—Y
afrentas.
¿para qué aceptarlas?
Platón.— Para
volverlas; pero
el dinero,
con interés,
como
se devuelve
¿lo ois?
Os tengo
un odio implacable y quiero probároslo. Quisieron daros un esposo y os dieron un tirano, un dueño. ¡Humíllate Juana Lambert. Estamos ar(Transición,) ruinados y no puedo pagar á criados ex-
Arreglad
tranjeros.
partir al instante.
Juana de ra
en
la
la
el
equipaje, quiero
[Toma
violentamente
mano, Ernesto entra
puerta
carta en la mano.)
escuchando:
y
se
trae
á
pa-
una
n&
ESCENA
X.
Dichos y Ernesto*
Cecilia.
— ;Soltad á mi madre!
Platón.—
jCallaos!
vos!
dé Juana.
jSoltadla!
¡qué acaso necesitáis rogar por
Sois mi esclava, en tanto que no oa
al
—Haced
último de mis siervos.
de mi
que queráis,
lo
naas respe-
tad á mi hija.
Platón.— ¿Y quién
opondrá á que ejecute mi
se
voluntad?
Ernesto.
— {Adelantando y tomando
d
Cecilia de
la
mano,) ¡Yo!
Platón.
—
¡
^os! no dejo que nadie se interponga
entre mi hija
Ernesto. — ¡Vuestra
y
hija!
yo!
{Con desden.)
¡Cecilia!
¿queréis ser mi esposa?
Cecilia.— ¿Yo vuestra esposa? Ernesto.
—
Si.
Vos
la
habéis desconocido;
clamo, y la adopto. {A Platón,)
la
re-
116
Cecilia.
—Pero hace un instante
ERNESTO.^-Hace un instante ra
erais rica,
y aho-
sois pobre, esta carta
me
lo
ha dicho. Cecilia.— ¡Bendita sea mi pobreza!
Ernesto. ^¿Ireis conmigo á América? Cecilia.—
por todas partes.
Sí,
— {Vá á —¿Y mi madre? Juana. —Yo Deja, Platón.
sentarse en el sofá)
¡Buen
viaje!
Cecilia.
no.
tino;
hija
que
se
quiero á fuerza
cumpla mi des-
de
sufrimientos
conquistar mi perdoo.
Ernesto. Cecilia.
Juana.
— "
—Ni
^^''>'
una
pala!:ra
viéndose
mas,
mios.
{Vol-
á Platón) Señor conde, estoy
dispuesta á hacer Ion
hijos
lo
que
rápido)
FIN DEL DRAMA,
gustéis.
{Te-
) c*