Participan más o menos desinteresadamente en este número: Lucas Berruezo / Riku López / Poldark Mego Ramirez / Coco Deneuve / Diego Da Lechiguana / Ricardo Vaporeso / Sergio Rojas / Tenia Saginata. Diseño General : Un mono con un ojo solo y las manos atadas a la espalda. Casting: Laura Ingalls Wilder y Almanzo Wilder. Director: Ariel S. Tenorio ( decodificado y edulcorado por presiones empresariales )
Hay males que son necesarios, como la hepatitis viral, los impuestos al juego, o los meteoritos gigantes. Otros, en cambio, desconocemos con que finalidad fueron puestos sobre la faz de la tierra. The Wax pertenece a la última categoría. Es un mal aleatorio y en busca de un propósito concreto, situación que la vuelve una ventana de oportunidad para perversos y mirones. ¡Celebremos entonces! En el presente número asistiremos boquiabiertos a una horripilante relectura de los métodos un tanto arcaicos de Torquemada, veremos estupefactos como un fanático de viejos dogmas totalitarios desciende en espiral por su propio tobogán de ideas, tiraremos horrorizados del maldito pellejito sobrante y por último, acompañaremos al impredecible y ( elija su propio adjetivo) … Pity Alvarez en apasionante crónica especial (o espacial ) a lo largo del tiempo y el territorio bonaerense. ¿Les parece poco? Antes de cerrar, y como regalo especial de navidad, hemos prestado oído a las quejas acerca de lo ilegible que resultaban algunos textos al chocar con los backgrounds y demás bizarreadas de diseño y hemos optado por decapitar a nuestro diagramador. Tal vez noten alguna mejora en ese sentido, pero no se acostumbren. Creo que eso es todo por ahora Gracias por acompañarnos. Como nos gusta decir a los cirujanos sin matrícula, el tamaño no importa, lo que importa es que es operable. A. Tenorio
CACERÍA DE BRUJAS LUCAS BERRUEZO No dejarás vivir a la hechicera. Éxodo 22, 17
Por cierto que en los últimos tiempos llegó a Nuestros oídos, no sin afligirnos con la más amarga pena, la noticia de que en algunas partes de Alemania septentrional, así como en las provincias, municipios, territorios, distritos y diócesis de Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo y Bremen, muchas personas de uno y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se abandonaron a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas ofensas, han matado niños que estaban aún en el útero materno (…). Bula «Summis desiderantes affectibus» del papa Inocencio VIII (1484) Y respecto del primer tipo de daños con que atacan a la raza humana, hay que señalar que, aparte de los métodos con que hieren a otras criaturas, tienen seis maneras de lesionar a la humanidad. Y una consiste en inducir un amor maligno en un hombre por una mujer, o en una mujer por un hombre. Y la segunda es implantar el odio o lo celos en alguien. La tercera consiste en embrujarlos de tal modo, que un hombre no pueda ejecutar el acto genital con una mujer, o a la inversa, una mujer con un hombre; o por distintos medios provocar un aborto, como ya se dijo. La cuarta es causar alguna enfermedad en cualquiera de los órganos humanos. La quinta, arrebatar la vida. La sexta, privarlos de la razón. Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus maleficarum (1486)
La chica, que no creo que tenga más de dieciséis o diecisiete años, abre los ojos y mira a su alrededor con consternación. Está claro que no entiende nada de lo que está pasando, de lo que le está pasando. Una habitación oscura, sin ventanas, con muebles cubiertos por sábanas, tirados en una y otra parte, sin orden aparente, sin cumplir tampoco con una función que se corresponda con su naturaleza (para dar un ejemplo, hay un sillón orientado y pegado a la pared). En el fondo del lugar, atrás de la muchacha (por lo que ella no puede verlo), algo que deleita mi mirada: un enorme horno de barro, con una puerta de reja de aproximadamente un metro de ancho y otro tanto de alto. Se nota que fue construido hace poco, con fines para nada convencionales. A un costado, una mesa redonda pequeña, de aproximadamente un metro de diámetro con
solamente una computadora portátil encima y una silla detrás. Y un poco más allá, en una punta, un enorme bidón lleno de un líquido azul, un montón de botellas de plástico y varios objetos de metal. La única luz emana de un foco amarillento que cuelga del techo. Y ella está ahí, atada a esa silla de madera justo en el medio de todo. Si quisiera podría acercarme. Sé que el ojo humano no puede verme, aunque me mire de frente. Pero no quiero. Me gusta estar acá, un poco lejos, en las tinieblas a las que pertenezco, observando este renacer como el testigo privilegiado que soy. La chica empieza a forcejear. Se contorsiona de tal manera que hace que la silla se tambalee. Emite breves gemidos que, me doy cuenta, poco tienen que ver con sus esfuerzos físicos, sino más bien con el espanto que se va apoderando de ella. A diferencia de mí, que procuro en vano no escuchar, no ve ni oye nada. De hacerlo, vería y escucharía a las personas de blanco (que casi parecen varios muebles más), ahí delante, a unos cinco metros, contra la pared, arrodilladas y con las dos manos entrecruzadas a la altura de su cara, recitando oraciones en latín: Gloria Patri, et Fili et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc, et semper, et in saecula saeculorum. Amen. Por fin, las personas de rodillas interrumpen sus oraciones para ponerse de pie y darse media vuelta. Son tres. Entonces sí, ella las ve. Y yo los veo, a todos, aunque ellos ni siquiera se percatan de mi presencia. Como por arte de hechicería, la chica detiene todo movimiento. Se queda dura, mirando a las personas que tiene enfrente. No es para menos, las tres visten túnicas blancas, ceñidas a la cintura, que no dejan entrever ninguna característica de sus cuerpos, salvo que una de ellas es muy alta, la otra bastante obesa y la última un tanto petisa. Sus caras son un misterio, cubiertas como están por capuchas blancas, con dos orificios a la altura de sus ojos y una terminación en punta que se eleva hacia arriba. Las personas de blanco se acercan a la chica y, ahora que ya están a pocos centímetros, se inclinan hacia ella con el interés con que un grupo de historiadores de prácticas esotéricas podría inclinarse ante un original de la Demonología de Jacobo VI de Escocia. La chica, por su parte, está congelada,
devolviéndoles la mirada a esos ojos dentro de los orificios de las capuchas blancas. Sin ningún indicio previo que hubiese permitido pensar que se avecinaba algún movimiento, una de las personas de blanco, la alta, estira su mano y agarra a su cautiva del cogote. ¡La va a estrangular! No… No la estrangula, la sujeta del pañuelo verde que tiene anudado al cuello. Intenta arrancárselo, pero no puede. Entonces se inclina todavía un poco más y, con sus dos manos, se lo desata. Lo tira a un costado, dentro de una caja con la leyenda «Okebon» que, por lo que puedo ver, contiene al menos media docena de pañuelos exactamente iguales. Ahora, las personas de blanco se vuelven a alejar hasta la pared del fondo, para ponerse nuevamente de rodillas. Recitan (primero una, y después el resto se le une) con una voz grave, claramente forzada, que taladra mi cabeza: Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Iesus. Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. Amen. –¿Qué pasa? –dice la chica desde su silla, llorando–. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me tienen acá? Per signum Sanctae Crucis, de inimicis nostris, libera nos, Domine Deus noster. In nomine Patris, et Fili, et Spiritus Sancti. Amen. –¿Qué me quieren hacer? Las personas de blanco se ponen de pie, con lentitud, una vez más. Por fortuna, ya no pronuncian ninguna oración. Se parecen a eso que los hombres, en su eterna ignorancia, llaman «fantasmas». Se dividen: una, la más petisa, se sienta a la mesa, delante de la computadora; la gorda se acerca a la chica,
seguida por la alta, que se detiene un segundo para agarrar un frasco de una cajonera. –Por favor –sigue diciendo la joven–. Por favor, no me hagan nada. No me hagan nada, por favor. La persona alta desenrosca el frasco. ¡Me doy cuenta de lo que es! Trato de no entrar en pánico, sé que no pueden verme. De cualquier manera, me escondo detrás de una mesa cubierta por una sábana de flores rosas y violetas. No me puedo arriesgar. No me voy a arriesgar. Ahora sí, desde mi lugar me siento más seguro. Y veo todo con igual claridad. La persona de blanco mantiene el frasco en alto, mientras recita algo que, ¡gracias a las Profundidades Oscuras!, no puedo ni quiero escuchar. Empieza a mojar con el agua a la chica de la silla. La que está en la mesa, cual notario, empieza a escribir en la computadora. –¿Qué hacés? –llora la cautiva, mientras mueve la cara hacia uno y otro lado, intentando evitar que el agua le entre en los ojos–. ¿Qué estás haciendo? La persona de blanco ignora las palabras y sigue con su letanía y aspersión. –¡¿Qué hacés, loco de mierda?! La chica deja de llorar y grita. Vuelve a forcejear con los nudos que la mantienen inmóvil. Las personas de blanco no parecen notar nada, y mientras la alta continúa recitando y echando agua, la gorda permanece a su lado y la petisa no deja de escribir en la computadora. Finalmente, la alta se detiene, vierte lo que queda del frasco en los dedos de su mano derecha y con el pulgar dibuja una cruz en la frente de la joven. Luego se aleja hacia donde están los objetos metálicos y agarra uno que parece un enorme embudo. Se lo tiende a la persona gorda, que trata de introducirlo, infructuosamente, en la boca de la chica. Ésta se retuerce, con la mandíbula apretada. Ante tal frustración, y al tiempo que la persona alta volvía para buscar una bot ella de plástico, la persona gorda le propina una cachetada a la muchacha, que resuena en todo el lugar. Apoya el embudo en su boca una vez más, pero como sigue sin abrirla la vuelve a golpear. Y otra vez. Y otra. Ahora sí, la chica abre la boca. La persona alta desenrosca la botella, que asumo será de dos litros, poco más poco menos, y echa su contenido en el embudo. La joven, con convulsiones que atraviesan su cuerpo, traga. En menos de un minuto, la botella queda vacía. La persona de blanco vuelve al rincón y, dejando la botella, agarra otra, igual. –No, por favor, no –dice la chica, respirando aceleradamente. Un nuevo golpe de la persona gorda hace que se calle.
Una vez más, el embudo en su boca y todo el contenido de la botella que vuelve a desaparecer en menos de un minuto. La panza de la muchacha se ve distendida. Parece embarazada. –Me duele –dice. Las dos personas de blanco, la alta y la gorda, se persignan. –Hijos de puta –continúa la joven, hablando en voz baja, como si apenas tuviera fuerza para tomar aire y formular palabras–. Hijos de puta… Esto no va a quedar así… Mis amigas me van a buscar, mi familia va a llevar mi foto a la televisión… No van a salirse con la suya. El tiempo en que los hombres se salían con la suya se terminó… La persona alta se inclina hacia la chica y, tras observarla por unos segundos, agarra su capucha de la punta del extremo superior y tira de ella, revelando su rostro de mujer de unos treinta años, con una trenza que, ahora liberada, le cae sobre uno de sus hombros. Los ojos de la joven se abren tanto que parecen aumentar de tamaño de la misma manera que aumentó su abdomen. –No puede ser… La persona gorda también hace lo mismo: agarra su capucha y se la saca. Una mujer de más de cincuenta años, de pelo corto y protuberantes mejillas, queda a la vista. –Te condeno por bruja –dice la mujer alta, con una voz aguda, tan distinta a la que usaba en las oraciones–. Por medio de esta ceremonia purifico tu cuerpo, para que, después de la purificación de tu alma, puedas liberarte del pecado y del pacto que hiciste con el Diablo y sus demonios, en el Nombre de Jesucristo Nuestro Señor. –¿Qué? –Está escrito que las brujas buscan la corrupción de la humanidad para ganar almas para el Diablo. Lascivia, violencia, adulterio, libertinaje, depravación y, lo peor de todo, aborto –la figura de blanco señala hacia la caja con el logo de «Okebon»–, la muerte de los inocentes no bautizados, para que el número de los justos tarde en completarse y los demonios gocen así de más tiempo antes del Día del Juicio del Señor. –¡¿De qué mierda me estás hablando?! –exclama, con un hilo de fuerza, la chica–. ¡Voy a la secundaria! La mujer alta vuelve hacia el rincón de la habitación y agarra una nueva botella de plástico. –No –llora la joven–. No más agua, por favor. –Es por tu bien –dice la mujer gorda, a su lado, al tiempo que le acaricia la cabeza–. Por tu bien. Vuelve a meterle el embudo en la boca. La chica apenas se resiste. La mujer alta empieza a verter el líquido transparente. Se interrumpe, la chica se
ahoga, tiene arcadas. Ahora sigue. La botella ya está vacía. La panza de la muchacha es descomunal. En ningún momento la persona de blanco que está en la mesa, todavía con su capucha, dejó de escribir. La mujer alta regresa al rincón, tira la botella vacía y agarra el bidón con el contenido azul. Además, antes de acercarse agarra también un encendedor color blanco. Ahora sí, vuelve y empieza a mojar a la chica. –No. ¿Qué hacés? –dice la joven ya sin fuerzas y en medio de estertores. –Está escrito que el fuego purifica las almas del pecado, nena –dice la mujer gorda. –Nononononononononon. Pará. ¡Pará! La mujer alta deja el bidón a un lado. –¡Por favor! ¡Pará! ¡No sabés lo que hacés! –El mundo ahora estará gobernado por las mujeres –pronuncia de manera solemne–, y nos toca a nosotras librar esta lucha contra las brujas de la actualidad. –Amén –dice la mujer gorda. –Amén –dice la persona de blanco que escribe en la computadora, con una innegable voz femenina. La mujer alta alza sus manos en la posición de un crucificado y comienza a recitar, taladrando todo mi ser. Per signum Sanctae Crucis, de inimicis nostris, libera nos, Domine Deus noster. In nomine Patris, et Fili, et Spiritus Sancti. Amen. Con la ayuda de la mujer gorda, agarran la silla y la arrastran hasta el fondo del lugar. –¡Nooooo! Desatan sólo las cuerdas que mantenían el cuerpo unido a la madera y, entre las dos, lo tiran hacia dentro del horno de barro. –¡Paráááá! La mujer alta cierra la puerta de reja. –Dejame decirte algo –dice la chica. Prende el encendedor blanco. –Por favor.
La muchacha logró acomodarse de tal forma que su cara está apoyada entre dos barrotes. Llora de nuevo. –Por favor, dejame… La combustión es inmediata. Lo primero en arder es su cara. Sus gritos me compensan por la agonía de las oraciones. Me deleito en la luz que surge de las llamas, contenidas en el espacio del horno. Las dos mujeres caen de rodillas y, llevándose las manos a su frente, vuelven a rezar. Por fortuna, los gritos ahogan sus voces.
*** No sé cuánto tiempo pasó, para mí apenas unos segundos, pero la verdad es que las mujeres de blanco siguen arrodilladas, aunque los gritos y las llamas ya cesaron (primero aquellos y después de un tiempo éstas). La tercera persona de blanco continúa sentada ante la computadora, inmóvil y sin capucha, permitiéndome ver una cara bonita, de rasgos suaves, pelo rubio y ojos celestes. Apenas parece tener más de veinte años. –In nomine Patris, et Fili, et Spiritus Sancti. Amen –vuelve a decir, para mi tortura, la mujer alta, al tiempo que ella y el resto se persignan. Después se ponen de pie. Se juntan en el centro del lugar, donde intercambian algunas palabras y se palmean los hombros. Finalmente, salen de la habitación por una escalera que lleva a un piso superior. Yo me quedo acá, mirando el horno de barro y oliendo la maravilla de la carne quemada. Cuando mis compañeros de las profundidades escuchen mi relato, se quedarán tan entusiasmados como yo. La cacería, la nueva, recién empieza.
Lucas Berruezo (Buenos Aires, 1982) es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, docente y escritor. Publicó la novela Los hombres malos usan sombrero (Muerde Muertos, 2015) y el libro de cuentos Frente al abismo (Ediciones Erradícame, 2017). Además, sus relatos y artículos fueron incluidos en distintas antologías y circulan por la web en revistas como Insomnia, miNatura, Kundra, Nadie es cool, Axxón y Periódico irreverentes. Gestiona El lugar de lo fantástico, un espacio dedicado a la literatura y el cine de terror.
ESCUELA ATÓMICA PARA NAZIS COCO DENEUVE
El I Reich Yo lo sabía todo sobre los nazis. Todo. Tenía hasta un álbum de figuritas que había salido en Checoslovaquia cuando Checoslovaquia era Checoslovaquia. Tenía el primer libro que hablaba sobre la huida de Hitler a la Antártida, publicado en la Argentina por la editorial el Tábano, tenía estampillas de Hitler, billetes de aquel entonces, una carta (autentificada) de un soldado alemán en Stalingrado que había hecho traducir y que hablaba del olor a pata que había dentro del bunker que le tocó en suerte, tenía dos cascos alemanes que le compré a una viejita paqueta de Barrio Norte, que me había dicho que su madre los trajo de allá de Normandía, tenía objetos extraños, libros que hablaban de la sociedad Thule, de la fuerza Vril, de las armas secretas, de la campana, die glocke, del todo largo etcétera que ahora intentan vulgarizar los sionistas de la red reticuli, también llamada “internet”. Fue en una legendaria librería, y antigua editorial patriótica, de la Avenida Santa Fe donde tuve mi primer contacto. Me acerqué al mostrador, dejé pasar a todos los legos que iban a comprar tonterías y pedí un título que sólo figuraba en un catálogo oral que conocían los iniciados. La encargada de la librería, una viejita de ascendencia eslava, diminuta, de cabello cano y corte tasa, asintió y me pidió que pasara al interior. Nos colamos por un pasillo atestado de libros que amenazaban con sepultarnos. La vieja se adelantó, dio algunas vueltas hasta que penetramos en una habitación minúscula. Me señaló el piso. Temblé. Imaginé lo que venía. Una anilla de hierro oxidado indicaba una puerta trampa que conducía al depósito de la librería. —Levantalo, pibe —me dijo la anciana sin mayor ceremonial. Tiré del anillo con fuerza y lo alcé. Un olor picante, a papel podrido, me golpeó de lleno los sentidos. La vieja encendió un cigarrillo Parisiens. La miré: —Esto es lo único bueno que hicieron los franceses, además de Céline. Se acercó al marco de la puerta y bajó un interruptor antiguo, esos que tienen la caja y las perillas negras. Una luz se encendió, vi una escalera de cemento que descendía al interior del sótano. Me pregunté si también serviría de refugio antiatómico, se lo pregunté: —¡Pero no digas pavadas! No insistí y descendí sin hacer más preguntas. El sótano estaba atestado de papeles, pilas y pilas de libros aún embalados, sobre la pared, semi tapada por montículos de pulpa, podía verse una bandera nacional socialista. Pensé que doña Inés iba a hacer el saludo nazi, pero se limitó a lanzar puteadas por el desorden y a maldecir al negro Osvaldo, uno de los dependientes de la librería: —No hace un carajo, es un negro vago, salteño y borracho, hijo de puta… —Son inferiores, doña Inés, acá se extraña el orden teutón.
—Pero si los alemanes también son un desastre, borrachines, gritones, pelotudos… Hace falta gente seria, que trabaje cuando se le paga. ¡La re puta que lo parió, carajo! Estaba que trinaba. Me limité a mirar el folleto que la viejita puso en mis manos, no lo leí, ya me los conocía de memoria, eran los folletos que les entregaban a todos los jóvenes que reclutaban en la librería cuando veían que tenían pasta para el régimen. La verdad es que el folleto era una sarta de pelotudeces propagandísticas exageradas, que servían para impresionar a las mentes vírgenes en la cultura e historia germanas. A esa altura de mi vida, ya no me afectaban, pero la vieja Inés no parecía apreciar mi valor, mis conocimientos, para ella, todos estábamos cortados por la misma tijera, todos parecíamos ser prescindibles, por más simpatía que tuviésemos por el señor del bigotito. El sótano era pequeño y debía andar reclinado para no reventarme la cabeza contra las vigas que atravesaban el techo, la iluminación era paupérrima y el olor a papel húmedo, volteaba. La vieja comenzó a revolver en todos los rincones, no se me ocurría qué buscaba. Se detuvo para pitar el cigarrillo que apoyó sobre unos montículos de libros, sin temor alguno a que su conducta iniciara un infierno. —¿Pero qué busca, señora? —¿Te di el folleto, pibe? —Sí, sí… Acá lo tengo, mire. —Entonces leelo y cerrá la boca. Volvió a tomar el cigarrillo, se lo metió entre los labios como si fuese un termómetro y continuó revolviendo entre toda la polacada. Corrió una columna de libros de color rojo, me acerqué a curiosear. Eran unos doscientos volúmenes, flamantes, del libro de Richard Harwood. La vieja miró sobre su hombro y señaló los libros: —¿Querés llevarte uno? Te lo regalo. Me los tengo que meter en el culo. Los pibes de ahora no leen un carajo. Conocen a Hitler por los juegos de computadora, nada más ¡Y la reputa madre que lo parió! Un enjambre de cucarachas se abrió paso por la pared y correteó entre las vigas, me encogí y aguardé a que se ocultaran en algún rincón. —No, gracias, Inés. Ya lo tengo. Volvió a darle una pitada al cigarrillo. —¿Y qué te pareció? —No lo leí —confesé culposo. La vieja lanzó una bocanada de humo y ahogó una puteada. Sacó un libro de contabilidad que reposaba bajo un cúmulo de diarios y lo apoyó sobre otro pilón de libros. —¡Acá está! ¡Acá está! ¿Quién carajo lo puso acá, eh? ¡Alguno de estos negros pelotudos! No esperaba que le respondiera y no lo hice. Recortó un papel y me lo entregó, luego de hacer una anotación en el libro. —Tomá… Andá un día de la semana, después de las seis de la tarde. Miré el papel. Una dirección y un nombre. —Samuel Yosef. Pensé que me había llegado la hora del reclutamiento, la hora de la misión suprema. Me acordé de la película Maratón de la Muerte. —Un paisano…
—¿Conocés a Germán J. Strauser? Claro que lo conocía. Un panfletista de primera hora que hablaba del Tercer Reich, de las armas secretas, de la huida de Hitler, de civilizaciones infraterrestres, de bunkers en la Antártida, de experimentos supremos, de inmortalidad y conspiraciones imposibles. —Bueno, en realidad es Samuel Yosef. ¡Qué indignación! Uno de nuestros máximos teóricos era un golem. Comprendí la vastedad de la misión, sin que ni siquiera Inés dijera una palabra más. Pero estaba equivocado. La vieja me guiñó un ojo. —¿Qué? Es un renegado, uno de nuestros mejores elementos. —¡Pero es judío! —Ah… —hizo un gesto como dándome a entender que no empezara con estupideces— ¡No me hinchés las pelotas! ¿querés, pibe? Andá a verlo en la semana. Antes de que tuviera tiempo a replicar, apagó la luz del sótano. Sólo resplandeció la ceniza del cigarrillo en ese ambiente enrarecido por la mugre y la humedad. Inés se ahogó con su saliva y entre puteadas y toses, me ordenó que saliera. Subí la escalera salteando los peldaños y volví a la librería. Un empleado, el negro salteño, alzó la cabeza cuando me vio salir del interior del local, pero no me prestó atención, volvió a lo que estuviese haciendo con su celular. No me rebajé a saludarlo. Estrujando el folleto emergí a la Avenida, pensando en la rara misión que me había puesto entre manos aquella viejita hongo.
El II Reich Concreté la reunión por mensaje de texto. Me daba cosa llamar al judío. Vivía en pleno Once. Parecía broma. Llegué a eso de las seis de la tarde, ya pasadas. Es el horario en que todo el cambalache de aquel barrio comienza a bajar las persianas y los cartoneros se agolpan en los cordones, a levantar los tesoros despreciados por los vendedores. Sarmiento y Ayacucho. En la esquina. Hotel “La Estrella”. Refugio de malvivientes, inmigrantes, putas y, por lo visto, judíos renegados. Toqué timbre y esperé. Al rato escuché un “Quéeee…” dilatado y enmarcado por los sonidos del tráfico apabullante de esa hora. Me aproximé al cordón de la vereda y miré hacia arriba. Una negra me espetaba no sé qué cosa en su lengua insecto. Contraataqué: —Señora, ¿Está Samuel Yosef? —¿Quién? —Yosef… —¿Iosef? —respondió haciendo hincapié en la “I”. —Sí, el judío… —no pude contener mi genio, más bien ideología… o racismo, si lo quieren poner sin comillas. —Pará… La espera resultó larga y tediosa. La oscuridad en esa zona de Capital, no sé por qué, siempre me resultó más espesa, tal vez la mezcla de razas, o el hecho de que fuera un punto de nuestra ciudad donde los excluidos habían encontrado su Shangri-La, o sea, su gueto perfecto. Evalué la posibilidad de una bomba atómica a escala reducida. Una solución final.
Media hora después bajó un judío a abrirme la puerta, vestía como un ortodoxo, le colgaban trenzas extrañas de la cintura, llevaba esa tacita de tela, sin manija, suspendida en la coronilla y me miraba con sus ojitos de rata, y su rostro enmarcado por una barba rala y mugrienta. Extendí la mano por pura cortesía, negó con la cabeza y me indicó que subiera: —No puedo saludarte, ya es shabat… A la vieja le chiflaba el moño, era evidente. Subimos una escalera ancha, donde descansaban un grupo de bolivianos que hablaban entre ellos un dialecto imposible, difícil de dilucidar. Bebían vino de un tetrabrick y no prestaron ninguna atención a nuestro ascenso, tuvimos que sortearlos como si fuesen monolitos de piedra, remanentes olvidados del Titicaca. Me condujo por un pasillo estrecho hasta su habitáculo. Me hizo pasar. La pieza hedía a cebollita y a media sucia. La única ventana estaba cerrada, incluso con los postigones de chapa. Daba asco respirar ese tufo, pero me la aguanté. Miré a Samuel que cerró la puerta de un portazo, dio dos vueltas de llave y colocó el pasador. La habitación estaba iluminada con unas velitas pequeñas que se agotaban en un candelabro de siete cabezas, como debía ser. Me recordó al sótano de la librería, los papeles se amontonaban hasta el techo y sólo quedaba libre el catre, donde dormía el judío, y un hornito conectado a una garrafa mugrienta. —¿Nunca abrís la ventana vos? —Es shabat… Me alcé de hombros, la verdad que como respuesta no era muy convincente. Y entonces me iluminé, retrocedí unos pasos hasta la puerta y lo miré. No podía reprochársele nada al tal Yoisef, parecía sacadito de un manual. Me reí bien fuerte. Yoisef se sirvió una taza de algún mejunje y me sirvió otro poco a mí, en una tacita minúscula. Hasta en eso era “judío”. —¡Mirá que son geniales! Yoisef me miró de arriba abajo, como si no comprendiera qué le quería decir. —Nunca me imaginé que iban a llegar hasta este punto, infiltrarse así en las filas del enemigo. Es increíble. —¿Qué zoncera dice usted? —Hasta el tonito de voz… El judío comenzó a revolver entre los papeles y no me prestó atención. —Y te pusieron napia de garfio y todo… Eso sí que es tener convicciones. Sos Strauser que les hace creer al enemigo que sos Yoisef, pero en verdad sos Strauser, ¿no? —¡Nei! La salida me hizo reír muchísimo, saqué una caja de chicles Adams y le ofrecí: —¿Es kosher? Me desconcertó, Strauser llevaba el personaje hasta el límite, era un actor del método, un verdadero Stanislavski. Ni la tortura, ni la tentación lo sacarían de su personaje. —Hasta el olor, macho… ¿Es increíble? Strauser me gritó en yiddish. No sé qué quiso decir, pero sonó violento. Me callé, lo había alterado. —No me venga con boludeces nazis, ahora. ¿Lo enviaron por la dirección, no? Acá está… Y tenga cuidado que allá también hay un montón de judíos. ¿Qué se piensa? ¿Que está viendo una película de Spielberg? Para qué sepa las mayores luminarias de la Sociedad Vril eran hebreos. Así que no me rompa las pelotas con discursos pelotudos…
Tomó mi mano y colocó en mi palma un pedazo de papel. —Memorícelo y comáselo. Lo estarán esperando en esa dirección, dentro de una semana. Me acompañó hasta la puerta, mientras lo hacía abrí el papel y comencé a memorizarlo, en la salida, me miró como si aguardara algo. —¿Me lo tengo que comer? —¿Qué problema tiene? Ese papel es kosher…
El III Reich Llamé desde el trabajo antes de ir. Era todo un viaje. Primero el subte hasta Constitución y de ahí tomarme el tren hasta Long Champs. Y yo vivía en la otra punta del planeta. No me gustaba la zona Sur; tenía sus oasis, pero pocos. El norte, en cambio, San Isidro, Chilavert, Ballester, Olivos, eran refugios recurrentes de viejos servidores del régimen. Del sur era poco lo que se podía rescatar, algunas manzanas de Adrogué, algo de Mármol y Lomas, el resto merecía hundirse en el cráter que dejaría la atómica que mi mente le había destinado desde que visité por primera vez esos pagos inmundos, refugios de reproductores de ADNs mutantes, espermas difusos, seres extraídos de la imaginación drogadicta de un Spinard. Pero no me quejé, sabía que el soldado raso era carne de cañón y el elegido para misiones suicidas. Yo acababa de ingresar a una logia cuyos orígenes, pensaba, se remontaban a las antiguas reuniones druídicas perpetradas por Himmler con sus acólitos SS en el Castillo del Lobo. Era un guerrero Vril, un caballero Thule. Nada podía detenerme. El subte estaba que reventaba. El olor a axila fungosa, a mugre, a alitosis, y a todos los gérmenes que el hombre produce en cautiverio, me marearon y me dieron un panorama, muy realista, de lo que sentirían los enemigos de Reich al ser cargados como reses dentro de los vagones mortuorios. Constitución me atontó con su enjambre de gente, subhumanos que se paseaban enfebrecidos por las vastedades del hall pantagruélico y prehistórico, gloria lejana de un país que no fue. Embobado en estos avatares, perdí un tren. Muy tarde comprendí la dinámica de los paneles de horario de salida y llegada, información que cerebros, que contenían el intelecto de una vizcacha, asimilaban con esa habilidad que sólo otorga el adiestramiento bajo regímenes represivos. Subí. Me codeé con especímenes que demostrarían la veracidad de las teorías darwinianas y el yerro de su supuesta extinción. Pocas estaciones después, por empujones y aprietes, conseguí un asiento, junto al pasillo. Un albañil que exudaba un simpático tufillo a chipá y calzoncillo transpirado, apoyó su bulto reproductor sobre mi hombro, donde lo dejé estar, al no contar con las armas, ni el apoyo logístico adecuado para eliminar al subhumano. Comenzaba a cabecear sobre mi pecho, atontado por la falta de oxígeno y la quimérica muestras de hedores, cuando una hembra preñada ocupó el lugar que el albañil sudoroso acababa de dejar vacante. Consideré que era la prueba perfecta para demostrar mi valía, rango y poder de mando. No sé qué fuerza inconsciente me guió a contradecir mis deseos: —Señora, por favor, siéntese…
El manatí marrón gruñó y se dejó resbalar sobre el asiento, ni siquiera alzó los ojos para agradecerme. Me di cuenta que la atmósfera envenenada acababa de anular las rígidas convicciones que guiaban mi existencia. Había fracasado, mal momento para hacerlo, al dirigirme a las entrañas de la nueva nación nibelunga. El flujo de entes no hizo más que reproducirse dentro del vagón hasta que llegamos a Long Champs, donde gran parte de esa tripulación infernal emergió por las puertas de los vagones como enjambres de larvas, abriéndose paso a empellones, empujando a los más ancianos, arrastrando a los niños, anulados por las luces y sonidos de teléfonos celulares que valían más que sus existencias caducas, cuasi extintas por su nulidad sanguínea. Lo primero que me asombró de ese paraje fue la población. Era un verdadero refugio de mutantes, tullidos, subnormales y lacras sociales en la que sólo podía comprenderse su proliferación y éxito, dada la lejanía de aquel lugar con la urbe citadina. Marqué en mi memoria una cruz roja sobre el mapa. Long Champs también sería arrasado por el hongo atómico. Sorprendí no pocas miradas cruzarse con la mía, los animales de ese barrio se sentían consternados por mi presencia. Era Edward Prendick vagando en la isla del Doctor Moreau. La zona céntrica de esa granja de animales estaba atestada de templos religiosos donde se oraba y cantaba en todo momento. Los animales habían descubierto la gran farsa humana, y aún faltaban millardos de eras para que descubrieran a Nietzsche. Me detuve un instante para orientarme en ese cambalache; no estaba lejos. Caminé por una diagonal con paso firme y marcial. Inflé el pecho y lancé rayos por los ojos, así y todo, a pesar de toda mi voluntad, tuve que apartarme del camino de estos animales, porque a duras penas hacían caso de mi persona, atontados por drogas poderosas, sus cerebros reblandecidos y reptílicos no llegaban a intuir, en sus funciones primarias, todo el poder y aura sublime que emitía mi persona. Llegué a la dirección que me había dado el espía Strauser, ese genio infiltrado en las filas del mal. Una casita, con trazas de viejo caserón inglés, se alzaba tras unos árboles centenarios, un enrejado venido abajo me separaba de la mansión. Toqué el timbre y aguardé. Me ajusté la corbata y aplasté con saliva los cabellos ralos que aún sobrevivían en mi cabeza. Se entiende, una vida de disgustos. Tuve que armarme de paciencia y esperar. No me atreví a insistir con el timbre, porque cuando apoyé el dedo escuché el timbrazo en el fondo y avisté un cortinado removerse junto a la ventana. Alguien me observó desde ahí, pero no me recibieron. Pensé que estaban averiguando mis antecedentes o poniéndome a prueba, era la clase de ordalía a los que sometían a la soldadesca SS. Podía resistirlo. Mientras aguardaba realicé un mapa mental del territorio. Podía volver a ciegas al punto de partida en la estación y, además, evalué la peligrosidad de los aborígenes que me rodeaban. Observé, no sin poca suspicacia, un grupo agresivo, dirigiéndose hacia donde yo estaba. Habían dividido fuerzas, en la clásica estrategia de atraco. Dos y dos en cada vereda, caminando erguidos, encapuchados y con sus manos sumergidas dentro de los bolsillos de sus camperas imitación Adidas, que ni siquiera en eso eran auténticos. Evalué mis posibilidades y eché otro vistazo al interior de la casa, para saber de qué modo debía actuar, llegado el momento.
Reposé la espalda contra el enrejado de la casa y observé a la primera pareja que iba adelantada, por enfrente de la calle. Se detuvieron justo en paralelo a mi posición y comenzaron a realizar una mímica con los celulares. Mi miraron subrepticiamente, analizando mi potencial peligrosidad. Yo continué con mi táctica de silencio e inmovilidad y mis manos ocultas tras mi espalda. La pareja que caminaba sobre mi verada, me pasó de largo, el que iba a la derecha, me miró de refilón, a los tres metros se detuvieron. Mis sentidos se activaron. Uno de ellos se abalanzó sobre mí, con su mano oculta bajo el canguro de su buzo. —Dam’la plata, dam’la guita, gil, gato. Dam’el celu. Sorprendido, absolutamente indefenso, le entregué mi billetera y un celular antiguo que revolearon al medio de la calle. El que oficiaba de “campana”, colaboró con su socio de crimen y me golpeó en el cuello. El golpe no me dolió, pero el envión me derribó. Tuve que adoptar una posición defensiva de “bolita” o “pichi ciego”, porque a los dos asaltantes, se sumaron los que iban por enfrente y todos ellos se pusieron de acuerdo para descargar su furia y resentimiento social sobre mi evidente superioridad racial e intelectual. La lluvia de patadas y escupitajos fue efímera, pero tan brutal y destructiva como la granizada del Cracatoa. Un grito de algún paseante heroico los puso en fuga. Me desplegué de mi forma defensiva, pero continué derribado en el piso, felicitando a mi valor y hombría que me permitió advertir y resistir ese ataque pusilánime, por parte de esos subhumanos. Podía ver a mi celular, mutilado en decenas de piezas, desperdigado sobre la calle de tierra y mi billetera, abierta, pero sin dinero, a un metro de mi persona. Me enderecé, aún tendido, y quedé reclinado con la espalda contra el enrejado, pero un sonido violento, acompañado de gruñidos y ladridos enfurecidos, me hizo dar un respingo y alejarme de la reja. Giré, un perro moloso, un fila brasileño, intentaba devorar las barras de hierro que lo separaban de mi persona, para despellejarme como un muñeco de trapo. Miré alrededor de mí en busca del salvador invisible, que con su grito y chiflidos, me había rescatado de la muerte, pero no estaba la vista. Long Champs era un territorio tan peligroso como el de las Era de las Cavernas y mi membrana de hombre civilizado, me jugó en contra. A pesar de lo que creía, no estaba preparado para sobrevivir en ese ambiente agresivo y primitivo. Levanté la billetera y abandoné a su suerte la carcasa y esqueleto del celular. Una mujer, si podía aplicársele ese epíteto, sosegaba al cancerbero del otro lado de la reja y me miraba con aire intrigado. —¿Te chorearon, flaco? Me alcé de hombros y respondí la verdad: —Sí, pero tampoco se la llevaron de arriba esos hijos de puta, ¿eh? La mujer se rió. Era obesa, pero era de esa clase de obesas que mantienen la cara y el cuello delgado, como si algún científico loco hubiese cosido la cabeza en otro cuerpo que no correspondía. —¡Basta, Adolph! La orden fue dirigida al perro. Fruncí el ceño. No me gustaba que bautizaran a los animales con nombres de próceres, era irrespetuoso. ¿Pero qué podía decirle? La mujer, sin mayor ceremonia, me abrió la puerta. —¿Venís por eso?
Asentí, aunque no sabía a qué se refería. —¿Pasá? Adolph se pone como loco cuando huele el miedo, viste que los perros filas estaban entrenados para comer esclavos y por eso lo del miedo… —Se deben haber cagado todo… —¿Quiénes? —¡Los chorros, señora! —¡Jajaja! ¡No digas, boludeces, querés! Si desde la ventana vimos como te fajaban de lo lindo… No me tomé el trabajo de comenzar una discusión. Me alcé de hombros, los grand hommes, como lo era yo, debíamos atravesar una vida llena de escollos y malentendidos. Las mezquindades humanas… El interior de la casa era un basural. El detritus se acumulaba en pilas de papeles, cartones, termotanques, muebles, gomas, cañerías, y toda clase de cosas que la gente arroja o abandona en la calle. La mujer hizo un gesto vago, sorteando el basural como podía con su cuerpo de mamut, y agregó: —Todo esto lo revendemos y va para la causa. Consideré que aunque llegaran a vender todo aquello, no alcanzaría para montar otro Peenemunde. Cruzamos la cocina que olía a azulejo sucio, a grasa petrificada y a bife recién cocido. La gorda abrió una puerta que daba a un jardín interno y antes de salir jugueteó con la perilla de luces. No andaban. El perro casi me derriba en su ansiedad por ganar el patio, y cabeceó con la gorda, hasta que ésta lo dejó salir: —¡¡La re puta que te parió, perro animal!! —vociferó— Bueno, la luz no anda. Vamo’ igual. Atravesamos un jardín que más que eso, era una foresta descuidada, abandonada a la mano de Dios. Los árboles y matorrales crecían a su antojo y me recordó a las recreaciones infantiles que yo tenía del planeta Venus, cuando se lo consideraba un oasis selvático y no el infierno mortuorio que es hoy día. Nos abrimos paso entre las ramas enmohecidas de árboles centenarios y de helechos antediluvianos, hasta que desembocamos frente a una casilla prefabricada, muy venida abajo, que se alzaba junto al paredón de ladrillo hueco, semiderruido, que separaba la propiedad. La gorda forcejeó con la puerta, hasta que logró abrirla. Se internó en la oscuridad y no me invitó a pasar. La escuché tropezarse con toda clase de trastos e incordios que parecían prosperar ahí dentro como hongos, luego de unos minutos, salió refunfuñando, con una valija en la mano. Uno de esos maletines de cuero que solía ver en mis años mozos, cuando cursaba la Primaria, allá por el ochenta y pico. Remanentes semi elegantes de otras épocas. —¡Tomá, boludo! Lo apoyé en el piso y me dispuse a abrirlo, un grito de la gorda, detuvo mi operación: —¿Pero qué hacés, pelotudo? ¡Eso es streng geheim! —y de inmediato me confesó de qué se trataba—. Están todos los planos para montar la escuela. —¿La escuela? —La escuela atómica… para nazis. ¿Vos no sos nazi? Dije que sí, pero no entendía qué era una escuela atómica.
—Hay planos de platillos voladores, hay cosas ahí, por la que murieron cientos de hombres. Deben confiar mucho en vos para entregarte esto. Alcé el maletín y lo examiné como si fuese una bomba, después la miré, como buscando instrucciones. —Tomá… —me entregó un papelito—. Memorizalo y destruilo. Lo hice y lo comí sin perder tiempo. Al abrirme la puerta, entre balbuceos y toses, le pedí que me prestara algunas monedas para regresar a mi casa. Los enemigos del régimen habían vaciado mis arcas.
El IV Reich Permanecí en ascuas hasta el día clave. Debía entregar la valija en un espacio público. Me dijeron, lo había memorizado, que el punto de encuentro era la estación Liniers, de la línea Sarmiento, a las 1800 horas. Fui de traje oscuro, gafas y afeitado al ras. Cuando me monté en el colectivo, con el maletín colgando de mi brazo, ese maletín pequeño, algo ridículo, me di cuenta de mi error. Strauser se hacía pasar por hebreo, la frau de Long Champs de valquiria desastrada y yo iba disfrazado de la Gestapo a entregar, a no sé quién, los secretos del régimen. Ponía en clara evidencia, lo imposible. No fueron pocas las oportunidades que tuve de echar un vistazo al contenido del maletín, la tentación fue suprema, conocer cuáles eran los mecanismos que utilizarían, implantando tecnología nuclear, en los jóvenes discípulos, era algo que quería conocer a como diera lugar. Pero pensé que ese maletín, de aspecto bochornoso, sería alguna clase de artilugio camuflado, provisto de trampas mortales que acabarían con el curioso que intentara penetrar sus secretos. No quería embadurnar las paredes de mi covacha, con los restos desmembrados de mi anatomía. Bajé, tras atravesar el puente de General Paz, donde mi olfato y sentidos fueron atontados por el hedor a fritanga que anega esa zona fronteriza de Buenos Aires. Amarrado al maletín, caminé con paso seguro hasta el andén, y mis ojos, escrutadores, ocultos tras las gafas oscuras. La fauna infrahumana que me rodeaba, apenas me prestaba atención, idiotizados por trabajos agotadores y drogas primitivas. Caminé hasta el tercer banco de cemento y me senté en una punta. Aguardé quince minutos. Un hombre, un morocho, tal vez uno un agente ario sometido a un cambio de pigmento, se ubicó a mi lado y encendió un cigarrillo que olía a roña. No dijo nada. Yo solté, como si hablara conmigo mismo, la frase estipulada. La llave que abriría el reino. El morocho me miró y sonrió. Respondió de forma adecuada. Otro morocho me hizo señas para que le dejara un poco de espacio. Quedé apretado entre los dos. El nuevo, un chinazo gordo, cuyos antepasados podrían provenir del fruto de alguna orgía trasnochada del mismísimo Kublai Kahn, se coló un cigarrillo en la boca y le pidió fuego a mi compañero. Éste hizo la mímica de meter la mano en el bolsillo y, antes de que sospechara qué iba a hacer, alzó su codo y lo hundió en mi cara. Mi cabeza se propulsó hacia atrás y golpeé la pared, volví hacia delante, lanzando un torrente de sangre por la nariz. Sentí al mongol tomarme por la nuca y aferrarme con fuerza, impidiendo que alzara de nuevo mi cuello:
—Quedate piola, pelotudo… Mi compañero de armas, que yo creía traidor, me arrebató el maletín, lo abrió sin contemplaciones y sin miedo a terminar mutilado por alguna clase de trampa. Me enseñó el contenido. Tres bolsas con forma de ladrillo, dentro de ellas, un polvillo blanco. ¿Dónde estaban los papeles? ¿Dónde estaban los planos de los platillos voladores? ¿Las pautas para crear una escuela atómica para nazis? —¿Pensaban que no iban a caer, pedazos de mierdas? ¿Qué van a pasar merca así tan fácil? Te van a abrir un tercer ojo allá en Batán, para que te la pienses mejor, cuando quieras meterte de nuevo en un chanchullo como éste… El mongol me obligó a ponerme de pie. Mientras me colocaban las esposas, el poli que me había tendido la trampa, me cacheteó la cara, como si fuese un niño malcriado: —Vas a chiflarnos todo como los niños cantores de Viena, peladito, como los niños cantores de Viena… Sonreí. Comprendí que el maletín era yo, que la trampa no era ese trozo arrugado de cuero, sino el ser humano que lo llevaba. Sabía, no podía negarlo, que en otra parte, otra célula del régimen, entregaría los planos de la escuela atómica para nazis, a los hombres adecuados. Mientras yo, inmune, dejaba explotar una red de conspiraciones ordinarias, frente a los rostros de los investigadores. Cuando me senté dentro del patrullero, me pregunté a qué se refería con eso de un tercer ojo, a qué clase de doctrina esotérica respondía esa frase…
Mi nombre es Coco Deneuve, nací en Buenos Aires en 1972 y voy a morir en el año 2021. Estudié Bibliotecología en la Biblioteca Nacional y terapia de flores de bach con Rosenda Martínez. Colaboré en la revista literaria Avatares. En el año 2012 autopubliqué el libro de cuentos: Blandengues, cuentos perversos y también colaboré en las revistas Acción y Fantasía (N°7), Aventurama (N°50), Extraño mundo del futuro (N°1), Relatos Increíbles Interplanetarios (N°1), Sensacional (N°1) y la revista Cineficción (N° 1 y 2)
EL PELLEJITO POLDARK MEGO RAMIREZ
Ante tanto estrés no pude evitar morderme el dedo, el filo, la punta, ese pedacito de piel transparente donde las terminaciones nerviosas no llegan y, por lo tanto, es fácil e indoloro trozar de un mordisco. Pero que molesto resulta cuando quedan los pellejitos levantados, como mínimas aristas de imperfección. Imposibles de ver para el ojo descuidado pero totalmente incómodos para el obseso manoseo. Paso la yema de otro dedo por aquella irregularidad. Al tacto parece ser más grande de lo que realmente es. Es molesto. Muerdo de nuevo, motivado por la necesidad de alisar la superficie, retomar la perfección, echar más leña a mi ansiedad. Estrés. Molesto continuo al darme cuenta de que pese a todos mis esfuerzos, repaso de dientes y saliva, el pellejito sigue ahí. Incómodo. Imperfecto. Cambio de estrategia. Uso las uñas de la mano libre para tirar del remanente epitelial. Sin querer levanto más piel y me desespero ¿Cómo es posible complicar una situación tan minúscula? Mis uñas hurgan sintiendo, recorriendo, percibiendo el inicio del defecto, el inicio de un ligero dolor, un ardor. El inicio. Tiró en dirección contraria revelando un hilo rosáceo que va perdiendo vida a medida que es arrancado de la plancha general. Una minúscula gota escarlata asoma profunda y brillosa. Incómodo. La imperfección sigue presente. Vuelvo a tirar asiendo del ligamento con más uñas y recorro el territorio ajeno al dedo afectado, hasta la mano, hasta la muñeca. Y corto. Me quedo con un fideo de mi propia piel entre la pinza de mi mano. Y en el lado afectado, un surco sanguinolento rebosa ardido, punzante, desafiante. La imperfección sigue ahí. Incómodo, molesto, adolorido. Tomo la puntita levantada y sigo tirando. El despellejo continúa hasta mi antebrazo, mi codo, pasea por mi hombro, llega a mi cuello; siento como el ardor de la imperfección
recorre mi barbilla, me arrebata el tegumento de mis labios. Sangro. Arde como si me quemaran con hierro caliente, escuece como si miles de hormigas mordisquearan mi carne, duele como la advertencia de peligro que todos ignoran. Prosigo. Esta vez no corto. Creo que cortar implica dejar a la imperfección viva. En mi conclusión sólo hay una manera de acabarla, de destruirla, de desaparecerla. Debe irse, debe irse junto a todo el material que provoca su nacimiento. Sigo tirando. Sigue ardiendo. El ligamento se convierte en una correa y la correa toma el grosor de una cinta, y pronto puedo ver las estructuras musculadas que contienen a mis órganos y esqueleto. Hay ardor y sangre, y sangre y dolor. Y tiro desenvolviendo mi organismo (sangre), desvelando mis extremidades (ardor), regreso por mi rostro exponiéndolo (dolor) y termino. ¿No dicen que una victoria sin sufrimiento no es victoria? De pie sobre un charco de plasma rojo me encuentro realmente desnudo, desprovisto de cualquier diferencia étnica. Al lado mío, la imperfección yace derrotada. Aquel pellejito corona la envoltura que vestía. Hay dolor. Hay ardor. Y ya no es incómodo.
Poldark Mego (Lima - Perú, 1985) Licenciado en Psicología, actor y director de teatro. Estudió Literatura creativa como segundo oficio. Compuso, actuó y dirigió puestas de microteatro de terror en Lima y Cusco - Perú. Posee publicaciones físicas y virtuales en antologías y revistas de editorial Autómata, Editorial Cthulhu, El círculo de Lovecraft, editorial Solaris, entre otras. De las cuales destacan: “Cuentos peruanos sobre objetos malditos” (2018), “Terror en la mar” (2018), “Cerdofilia” (2018), “Historias de migrantes” (2018), “Paradojas” (2018), “Manuscritos de R´lyeh”, Especial JHorror (2018). Publicó la revista Orbi Occultatum que incluye sus cuentos “Gul(a)” y “Sor Ana” (2018). Firma como: Pez abisal Página: www.facebook.com/pandemiaz
UN COCTEL DE DROGAS CAUSA DAÑOS IRREPARABLES EN EL PENE DEL ROCKERO 17 de Diciembre 2009 drenaje para evitar una amputación del miembro. Pese a los esfuerzos médicos, los especialistas no pudieron evitar que se produjeran daños severos e irreparables en el miembro del músico. El resultado es que Pity Alvarez no podrá volver a tener una erección, el pene sólo servira para el desecho de orín. El escandaloso cantante fue hospitalizado en una clínica psiquiátrica. Según trascendió, es por un episodio relacionado al consumo de pasta base. Cristian "Pity" Álvarez, el líder del grupo de rock “Viejas Locas”, debió ser internado en una clínica psiquiátrica por orden de un juez civil. Pity Alvarez, líder de Viejas Locas, está pasando nuevamente momentos muy complicados: salío a la luz una internación de urgencia en el hospital Güemes hace dos semanas: Pity Alvarez presentaba una erección de más de 24 horas, los médicos le drenaron el pene pero aún asi el lider de Viejas Locas no podrá volver a tener una erección. Los médicos del Sanatorio Güemes señalaron que Pity Alvarez llegó a ese hospital bajo los efectos de una droga desconocida que no pudieron identificar, pero que le produjo una erección de más de 24 horas. Los médicos comentaron que el problema de una reacción semejante es que produce una necrosis muscular, es decir, que la sangre se acumule en el pene. Pity Alvarez fue sometido a un
Pity Alvarez volvió hace poco con "Viejas Locas", a la vez que disolvió a "Intoxicados", ahora está internado en un psiquiátrico por orden judicial.El cantante pasó varios días en un hospital hace un par de meses, cuando fue internado tras sufrir un accidente automovilístico cuando manejaba una motocicleta en Villa Crespo. Sus escándalos con la droga tienen larga data: en el 2007 el confeso adicto a la marihuana y al paco fue detenido en La Plata porque le encontraron marihuana entre sus pertenencias. En tanto, en el 2006 el ex cantante de Intoxicados fue intensamente buscado la Policía de Entre Ríos por el supuesto robo de un remís.
Fuente: 24 Conurbano Online
PITY DESENCADENADO
Villa Lugano, CABA. Septiembre 1998. La puerta de la sala estaba cerrada con llave. Era una reja pintada de negro. Cristian sacó un manojo de la mochila, buscó entre las casi veinte llaves de distintos tamaños hasta que la encontró. Metió la llave en la cerradura, la giró dos vueltas hacia la derecha, abrió y entramos al pequeño hall. El hall no media más de tres por tres. Otra puerta nos separaba de la sala propiamente dicha. Esta era de metal blanco despintada y con algunos grafitis ilegibles. Cristian, dijo: bancá que abro ésta. Buscó otra llave, la metió en la cerradura, dos vueltas hacia la derecha nuevamente y ahora sí, entramos. La sala no era muy grande, pero tenía el espacio suficiente para que entraran los músicos y algunos más. La batería estaba una esquina. Dos equipos de viola enfrentados entre sí, uno de bajo, un pie de teclado y cables colgados en una de las paredes. Algunos afiches de fechas y un poster de Stephen Hawking en modo collage con delfines alrededor de su figura eran toda la decoración. Hacía algo de frío, estábamos a principios de septiembre pero aún se sentía. Cristian encendió el aire y lo puso en calefacción. —Bueno, acá ensayamos. Disculpá el quilombo pero parece que los pibes que nos ayudan con el sonido estaban cansados para acomodar— dijo él sacando una petaca de la mochila mientras le daba un trago —¿Querés un poco? —Dale —respondí. Agarré la petaca y le di un buen trago para sacarme el frío. Eran las cuatro de la tarde —Ahora estamos tratando de armar otra onda. Me cansé un poco de hacer rocanrol. Estoy escuchando otras cosas —comentó Cristian, mientras se sentaba en el piso sobre la alfombra al costado de la batería— vos sentate donde quieras, corré esa bolsa de ahí si querés y sentate. Así que corrí unas bolsas de consorcio algo pesadas y me senté sobre un cajón de Quilmes que había como banco. Le puse un almohadón que tenía flores verdes y celestes como estampado. —El otro día rescaté una máquina de ritmos re barata. La tenía el gordo José — lo nombró como sí yo lo conociera—. Me dijo que la había
transado por dos 25 al Esteban. Yo justo había estado con él y me la ofreció porque necesitaba guita para comprar leche para su bebé, una que es re cara que le dan a los bebés cuando no toman la teta, o algo así me dijo. Así que le di los únicos trescientos pesos que tenía en billetera y me la traje. Después fui a la casa de electrónica de acá nomás y pegué una fuente. Y anda joya —dijo él, sonriente. —Te decía —Siguió él comentando mientras me pasaba otro trago de Criadores—, estamos viendo de hacer otra música, ampliando el espectro. Por eso pegué esa caja. Estuve haciendo algunas bases con eso y espero poder meterlas en algún disco. Me estoy copando mucho con Madonna, James Brown, Cypress Hill. Hasta Beastie Boys y Beck me caben ahora. Cosa que hace unos años ni bola les daba. Escuchaste Mellow Gold, Odelay? —Me preguntó con cara de felicidad mientras arrancaba el primer porro de la tarde— ¡Hace dos semanas que lo escucho todo el día! —Sí, lo escuché —le dije—. Es más, me parece una genialidad. Y el anterior, One foot on the grave, esa cosa acústica deforme a propósito me re copa —agregué. —Sí. A mí también me re cabe. La verdad, no sé cómo no escuché a Beck antes... La puerta de la sala se abrió y entraron Abel, Felipe y Jorge. —Hola —dijeron todos a la vez. —Él es Hernán, un amigo —Me presentó Cristian. Los chicos me dieron la mano. —Loco, estamos acá hablando un rato… Le conté que estamos escuchando música que antes no oíamos… —Seguro le dijiste sobre la caja de ritmos, ¿no? —Abel, Jorge y Felipe se empezaron a reír. —Si —dijo Cristian mientras le pasaba una seca a Abel. —No te preocupes. Se lo cuenta a todos —dijo Jorge. Sonreí y le di una seca al porro que me pasaba Abel. Al toque entraron a la sala Ezequiel y Adrián. Saludaron. Ezequiel sacó dos Brahmas de la mochila. Abrió una con las muelas, le pegó un trago y se la paso a Jorge. Mientras el resto dejaban sus cosas en el piso y se acomodaban en sus lugares, me levanté y puse el cajón más cerca de la puerta para hacer lugar y no estorbar.
Jorge y Felipe se colgaron el bajo y la viola respectivamente. Enchufaron en los equipos y afinaron. Abel se sentó detrás de la bata e hizo un par de rulos. —Che, empezamos —dijo Cristian, mientras se paraba. —Dale. Respondieron los demás. —Ok. Arranquemos con esa que empezamos a hacer el otro día, el jipjocito. —Dale —dijeron todos. —A ver si hoy la podemos cerrar —dijo Abel. Abel empezó a marcar el ritmo. Ezequiel le siguió con una base en teclados, Cristian empezó a rapear: cerca de mi casa vive una piba que por cinco mangos te chupa la pija….
Villa Itatí. Quilmes. Noviembre 2010. La puerta estaba abierta, no hizo falta patearla como hubiese querido. El manager entró con una mano en el bolsillo de su campera donde guardaba su arma. Siempre estaba armado desde aquel día en que sintió los dedos en llamas del diablo atravesándole la piel. El lugar olía a mandarina y meo de borracho concentrado, de hecho, un croto estaba meando en el rincón. Mientras se la sacudía con torpeza mojándose el jogging, el manager le preguntó por Emilio. Señaló la puerta con las cortinas de plástico viejas. Detrás de las cortinas, un cuarto largo solo iluminado por una lámpara que giraba repartiendo haces de colores. Había personas en la oscuridad guardando silencio y metiéndose de todo. El manager los miró sin decir palabra. Emilio no era ninguno de ellos, pero distinguió una puerta al fondo que amortiguaba un reguetón al taco. Seguramente ahí estaba. Se acercó y antes de tocar la manija un loro escuálido de gorrita rosa que estaba tirado ahí le chifló para llamar su atención.
—Emilio está...—y sacudió su mano adelante y atrás con el puño cerrado indicando que Emilio estaba fifando detrás de la puerta. Era la oportunidad. La herida del diablo le ardía. El manager pateó la puerta y el reguetón se liberó aturdiendo a todos. Emilio en pelotas con su cuerpo rechoncho saltó de la cama, la chica pegó un grito opacado por el reguetón a todo volumen. De un tiro al equipo de música, se apagó el ruido y el manager puso el caño en la pijita temerosa de Emilio. Los mulos del pasillo se amontonaron en el marco de la puerta para ver qué pasaba. La piba corrió tapándose con las sábanas y se los chocó. Emilio les dijo vayan, “vayan, ta todo bien”. Agarraron a la piba de un brazo y se la llevaron. —¿Dónde está Cristian, paraguayo de mierda, dónde está? —le gritó el manager metiéndole el caño entre las tetas lampiñas y sudorosas. Emilio le corrió el brazo. —Si no te conociera ya te hubiese hecho cagar —Esperó una reacción del manager pero no obtuvo nada— ¿Cristian? No lo veo desde el año pasado. —No me mientas, hijo de puta. Me dijeron que lo vieron con una de tus mandarinas llenas de falopa. Sigue acá en la villa ¡Hablá! Al mencionar la mandarina la cara de Emilio cambió. —No tengo ni puta idea dónde fue, el drogadicto ese ya no tiene cabeza, me compró un cajón entero —soltó una carcajada—. Ni le importó que algunas estuvieran pudriéndose, pero bueno, vos lo conoces. Mejor que nadie, pensó. —¿Qué te hizo ahora? —Te pagó con dólares míos —mintió. Guardó el arma en el bolsillo de la campera y se dirigió a la salida. Emilio le dijo entonces: —De lo que sea que lo quieras rescatar... olvídate. Ya está muerto, solo anda buscando compañía. El manager se detuvo un segundo y luego salió. Los drogones del pasillo seguían tirados pero eran menos, el de la gorra rosa arrinconaba a la piba envuelta en sábanas. El manager se acercó y la agarró del brazo. El de la gorra no sé qué dijo pero reculó
cuando el manager metió la mano en el bolsillo. Salieron de la casa del paraguayo, “andate a tu casa, no te metas con estos", la chica asintió. —El Pity estuvo por acá, antes de irse hablamos un rato me invitó a su departamento, me dijo que iba a hacer una fiesta. Hacía dos horas el manager había estado en ese departamento y se encontraba vacío (a excepción de una tortuga invernando en una caja rodeada de lechuga podrida) pero llegó muy temprano al parecer. La piba corrió por la calle de tierra y se metió en un pasillo. El viento sopló y levantó polvareda. La herida del diablo, los disparos que le regaló el Pity aquella vez, le quemaron hasta el hueso. Tenía que encontrarlo.
Distrito Eclipse / Bancalari. 5 de Abril 2018.
—¡Eh, Pity! ¡Pity! ¡Muchachos! ¡Miren quién está acá! Me di vuelta y vi a Tatú, el enano de la isla de la fantasía, con su trajecito sastre blanco y su moño negro. Me levanté un toque las gafas oscuras para ver si no me engañaban los ojos. No me engañaban. El enano era Tatú, posta. Pero había algo más. Todo su cuerpecito estaba surcado de tajos y por las hendiduras sangrientas asomaban unas colitas de langostinos que se sacudían arriba y abajo cada vez que el enano hablaba. Había lugares a los que costaba acostumbrarse. En el Distrito Eclipse las imágenes podían distorsionarse hasta lo ridículo. —¡Pity!—repitió el homúnculo con una sonrisa gigante y todas sus colitas se movieron otra vez como pequeñitas pijas rosadas. Detrás de él, sobre las carcasas negras de unos autos quemados, unas siluetas flacas se hamacaron y gesticularon con voracidad. —¿Ese quién é, loro?
Todo el lugar olía a barro podrido y productos químicos. La huella del riachuelo estaba surcada en la blandura de la nada misma. A ambos lados de ese vómito agrio, se extendían kilómetros de chapa y alambre y placas de terciado y palos y cascotes y… —¡Es Pity! —dijo una vez más el enano, como si no pudiera creerlo. Por encima de nuestras cabezas, un cielo color caldo de pollo dejó asomar unos grumos oscuros que pretendían ser nubarrones. Los hombres rata eran cuatro, pero solo uno destacaba por su pelaje de color cobrizo y el hocico en forma de triángulo, con los dientitos frontales puntiagudos como tornillos. Los demás eran negros, segundones y de contornos imprecisos. A pesar de mi dolor de inmanencia de tercer ojo —que cada vez se hacía más grande y absorbía el sabor de todo lo que me rodeaba—, reconocí al capanga del grupo. Me dirigí a él con dignidad. —Soy Mandinga Alí Mustafá—dije, a modo de presentación, pero como todavía tenía la lengua hinchada por los efectos místicos del paliativo que me había ofrecido Javier tres días atrás, las palabras sonaron así: —Oia ninga aí uasfá. Las cosas podían no tener sentido de este lado, pero si aprendías a moverte, un filamento conductor se encendía cada tanto. El aludido saltó del techo del Peugeot quemado y se acercó con un pasito saltarín de peso pluma. Estaba enfundado en una camperita Adidas verde y amarilla y unos pantaloncitos negros de futbol, por donde asomaban las piernas como dos cables de 1,5 mm. —Es el Pity, boludo. El de Viejas Locas… —insistió el enano. —¿Eh?—preguntó Rataplán. Atrás de él, los tres socios roedores se acercaron con los ojitos cautelosos. —Ponéle los puntos. —¿Tené un cigarro, amigazo? Me rodearon con o sin intención de hacerme daño o no hacerme nada. Me lo ponían difícil.
Me lo ponían difícil por motivos de ternura. Dos deseos contradictorios me dividieron por dentro con la malevolencia de Pinga Bandyopadhyay el indigno. Por un lado, nada me gustaría más que quedarme a retozar con ellos hasta que saliera la luna y los antenas del barrio se erizaran con toda su magnífica iridiscencia (ellos habían dejado un tetrabrick abierto sobre el techo del auto quemado y mi olfato me aseguraba que en su interior buceaba un premio sagrado). Por otro, necesitaba encontrar a Javier y asegurarme que me entregara el artefacto Tamboli para regresar al plano humano de una vez por todas. La permanencia en el D.E me resultaba interesante —de hecho, habíaseme otorgado un léxico vasto y ampuloso— pero me drenaba la energía y la creatividad musical. La inmanencia de tercer ojo decidió por mí. Extendió un sorbete invisible y se chupó toda la savia vital que cohabitaba en el interior del tetra. Hasta se oyó el ruidito de bombilla al agotar la sustancia. Ellos apenas lo notaron. Cuando volvieran a libar de aquel néctar se encontrarían con una agüita insulsa. Ya los amaba. Era imposible no hacerlo. A través de una niebla de plomo fundido que trepaba desde el zanjón, el hombre rata me señaló con la cabeza. —¿So sordo, querido? —No. Te escucho muy bien. —¿Y entonce? ¿Tené un cigarro? Me puse a pensar seriamente en el asunto. Yo fumaba como un escuerzo en el plano humano, pero en éste era el más sano de los mortales. Algo así. Respiraba nubes de formol y masticaba los efluvios de ácido sulfúrico de millones de baterías en desuso desechadas por ahí como cajas negras del peor colapso aeronáutico que hubieras visto. Pero nada de eso era capaz de afectarme. «Tengo unos skunk B´52 que se trasmiten por frecuencia telepática» le respondí directamente en su mente y, en señal de generosidad, le prendí uno. Los skunk cerebrales pueden resultar un poco intensos la primera vez, como morder un cable pelado en la central termoeléctrica de Río Turbio.
Como toda respuesta, el hombre rata soltó un pedito neuronal que capté en una secuencia fotográfica en la que plasmaba el resumen de sus días hasta el presente. Barro entre los charcos, unos yuyos de cardos secos, un guardapolvo amarillento secándose en el alambre tejido, un plato de fideos con manteca, un ropero deslaminado por la humedad y ametrallado por las polillas con un póster de Ramón Díaz clavado con chinches en la puerta, más fideos con manteca, las tetas de la Romi bamboleándose al son de Bombón Asesino, un fierro tumbero durmiendo abajo del catre… Puse fin a la secuencia y desenrollé un chupetín de Coca-cola que culminó exitosamente entre mi paladar y mi lengua. «Busco a Javier. Javier “el Locrito” Arcenillas. Seguro lo conocen» El Ratón Pérez parpadeó con un ojo pero el otro se quedó a medio colgar como una cortina metálica mal enganchada. Abrió la boca, soltó una burbuja trasparente y la volvió a cerrar. En su cabeza, sin embargo, se desplegó una suerte de google maps con todos los detalles que yo necesitaba. Hice zoom sobre el barrio y busqué la intersección de calles donde aparecía el puntito rojo. —¡Jackpot! Mi escurridizo contacto estaba cerca, más cerca de lo que pensaba. Antes de irme le obsequié a Tatú y a los hermanos rata un loop con todas las melodías y letras que no había llegado a grabar en Hermanos de Sangre y que sabía que se quedarían a vivir en sus cabezas hasta comerse la totalidad de sus pensamientos. También les dejé una pista como salvoconducto: el antídoto para detener el ciclo estaba encriptado en los tres teoremas de incompletitud de Godel. —Otro día nos tomamos unos vinos. Ahora me tengo que ir. Se quedaron callados como lechuzas. Tatú, con las colitas de langostinos erectas, me saludó con la mano, con la solemnidad de quien ha tenido un encuentro cercano con un ser de luz y cree que ha salido indemne. Dejó rodar gruesas lágrimas por sus mejillas antes de ponerse a tararear las primeras líneas de bajo de “Amor Cucaracha”.
CARCA LO MANDÓ AL FRENTE
Gravísima denuncia contra Pity Álvarez por violencia de género y privación de la libertad Dos mujeres radicaron una denuncia el domingo en la comisaría 48ª de Villa Lugano contra el cantante de Viejas Locas, por haberlas encerrado bajo llave durante seis horas donde las golpeó y filmó todo. El conocido guitarrista, Carca, denunció el hecho en Orterix por tratarse de personas muy cercanas a él. JUEVES 10 DE NOVIEMBRE DE 2016
Carca no se calla nada
Parece que 'Pity' traspasó todo límite. Dos mujeres lo denunciaron por violencia de género, pero eso no es todo: lo acusaron de encerrarlas durante seis horas, golpearlas y grabar todo con un celular. El hecho ocurrió luego de un show de Viejas Locas en Florencio Varela el sábado, en el boliche 'Reina's Rock'. Según se sabe, una de las mujeres es una agente de prensa del medio y había sido pareja de 'Pity' en el pasado. Según la reconstrucción de los hechos que hizo la web Silencio con la palabra de allegados, los hechos se dieron cuando las dos mujeres se encontraron con el cantante después del show para cobrar por un trabajo realizado, y en realidad se encontraron con una persona ultra violenta. El día miércoles, las dos víctimas dieron detalles de las agresiones que sufrieron por parte del músico a la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de la Nación. Pero la noticia tomó más relevancia cuando el guitarrista Carca habló del tema en radio Orterix, en el programa 'Delicias de un Palermitano'. Allí el músico tomó unos minutos del programa para mostrar su indignación y bronca (casi llegando a tristeza) por lo que 'Pity' le hizo a chicas que "son familia". "No es de buchón. Esto me pasó a mí, a gente querida mía, a gente que conoce a todo el mundo y que muy es buena gente; gente que trabajó para él encima, que le fueron a hacer la gamba, y esas cosas no se hacen”, expresó Carca. Fuente: Diario Registrado.
Distrito Eclipse / Bancalari – CABA. En una perinola temporal. Abril 2018. Caminé las callecitas del barrio el Embrujo con mis súper-piernas elásticas e incansables. Ahora que tenía la ubicación exacta de Javier me sentía un poco más tranquilo. En pleno cruce de un terreno baldío, unos perros pulgosos llenos de cuernos y patitas me ladraron en secuencias rítmicas y estridentes. Las notas predominantes eran Do y La sostenido, pero había un cusquito negro que disparaba unos Re agudos como flechas. Manoteé una lata vacía de Monsantitas y se las revoleé sin intención de lastimarlos. —¡Juira de acá! ¡Cucha! Los monstruos rajaron enseguida, pero me continuaron ladrando desde una distancia segura. El cusquito negro no se alejó tanto, esquivó el artefacto volador y me miró con curiosidad. Tenía un ojo grandote en el medio de la cabeza y parpadeó varias veces como si no entendiera lo que pretendía. Finalmente resolvió que yo era un potencial amigo y que mi intención era jugar con él. Sin dejar de mover la cola fue a buscar la lata y la dejó a mis pies con expresión de alegría. Me cayó simpático al toque, así que lo dejé que me acompañara el resto del camino. El mejor amigo del hombre, en cualquier dimensión. Estábamos a tres cuadras exactas de mi contacto y la villa se doblaba para adentro como un origami mojado. El sol hizo gambetas para despuntarse de las nubes pero lo que se asomó fue un gargallo verdoso que era mejor no mirar. —¿Vos no te llamarás Mencho, no? El perro alzó el hocico y me movió la cola, atento a mi tono afectuoso. —No, claro. Sos demasiado copado para ser el Mencho. Te voy a decir Filurais… ¡Filurais, hacete el muertito! Filurais hizo un esfuerzo por entender la orden. Las orejas se pusieron atentas como antenas y ladeó la cabeza de un lado a otro como
esos perritos de juguete que se ponen en los tableros de los autos. Pero de pronto se puso tenso. Levantó el hocico y le gruñó a unas palomas que estaban en un poste de luz. Yo miré a las palomas y después lo miré a él. —¿Qué pasa, amigueti? Son palomitas, no hacen nada… Imprevistamente, unas alas brillantes y membranosas se despegaron de sus costados y el perro levantó vuelo con la velocidad de un rayo. Agarró a una de las palomas en plena fuga y se posó en el cable de luz para zampársela. Una lluvia de plumas ensangrentadas cayó como nieve sobre la zanja. Distrito Eclipse no era apto vegano. Era más bien una jungla impredecible y obscena donde nunca podías bajar la guardia. —¡Filuraís! ¡Bajate de ahí ahora mismo! Un balazo me voló la gorrita y me dejó una huella ardiente en el cuero cabelludo. Me llevé una mano a la cabeza, sorprendido. Como rezaba Pinga Bandyopadhyay, el indigno, en su libro “Enemigos del Amor”: A menudo es mejor correr que fallecer. Eso hice. Mis súper-piernas elásticas e incansables se pusieron en acción. —Nada de esto es real/ porque yo/ porque yo, nena/ soy irreal… Reconocí mi propia letra en la voz del Maestro Rata. Pero no quise ponerme a negociar con él. La ingratitud era una moneda predecible. Otro tiro me pasó rozando el hombro y le dio a un pizarrón que decía CHINCHULINES DE PESCADO. AHORA SI, LIBRES DE PARÁSITOS. Filurais ladró dos o tres veces desde lo alto del tendido eléctrico pero enseguida volvió su atención a su merienda y me dejó a cargo de mis propios asuntos. Un pibito en bicicleta se cruzó conmigo cuando yo zigzagueaba como un fenómeno y se escondió atrás de un pilar de ladrillos para guarecerse de las balas.
—Aguante Intoxicados —me dijo y me hizo el gestito de frotarse el mentón con el índice y el pulgar. Le guiñé un ojo y después me hice la señal de la cruz. —Pero si yo soy irreaaaal… Entonces, nena / ¿cómo existe tu amor? Escuché el chispazo del proyectil y después un click-click. Sin dejar de correr, le eché un vistazo a Rataplán. Estaba a menos de cincuenta metros con el chumbo entre las rodillas y renegaba para meter más balas en el tambor. Como un maratonista, doblé en la esquina y me metí en el pasillo angosto que me marcaba el google maps. En mi atropello, tumbé un tender lleno de calzoncillos y medias de futbol. Un gato negro salió pitando desde atrás de unas cajas y se perdió entre los pliegues de la villa. No tenía tiempo de diagramar estrategias. Tampoco entendía bien cómo funcionaban las cosas en el Eclipse, pero sospechaba que si me metían un tiro era un hombre muerto. Llegué a la puerta blanca, media escondida entre bolsas de consorcio, pilas de diarios viejos y un amasijo de andamios desarmados. Mi salvación estaba ahí adentro y cada segundo era precioso. —¡Abrime la puerta Javier, la puta que te parió! Del otro lado sonaba una musiquita de cumbia mal sintonizada. Aporreé la superficie de chapa con el puño cerrado. —¡Dale boludo, que me vienen siguiendo! —¿Quién es? —preguntó una voz. —¡Soy Mandinga Ali Mustafá! —¿Quién? No conozco a ningún Mandinga. Había veces en las que Javier era más idiota que yo. —¡Soy Cristian! —dije, vigilando el pasillo con un ojo. La puerta se abrió y me zambullí de cabeza adentro de la casucha. En el Distrito Eclipse, Javier siempre adoptaba la forma de una oruga gorda como la de Alicia en el país de las golondrinas. De hecho, sobre una mesa llena de migas de pan y colillas de cigarrillo, había un narguile humeante. Los ojos redondos de Javier me estudiaron con alarma. —¿Qué te pasó?
—¡Cerrá la puerta que ahora te explico! Javier cerró la puerta con llave y yo me desplomé en el sillón desvencijado que hacía las veces de cama. Afuera en el pasillo, se oyeron las pisadas de mi perseguidor. —Haceme aparecer / parece amanecer / y yo te diré que hacer… El hombre rata pasó de largo con el estribillo de Amor Cucaracha persiguiéndolo como una nube de mosquitos. —¿En qué quilombo te metiste ahora? —preguntó Javier y abrió la heladera en busca de una cerveza. Me tiró la lata y yo la agarré al vuelo. —Tengo que volver —dije dejando la lata a un costado para reforzar mi urgencia —. Tengo que volver, Javier. Me parece que me olvidé un compromiso importante. Javier alzó una ceja que tironeó a su vez del párpado. Toda su piel era suave y de un extraño color verdoso. —¿Estás seguro? Mirá que tenés cuerda como para tres días más. Sería un desperdicio. Sacudí la cabeza. Mi ojo inmanente comenzó a absorber el contenido alcohólico de la lata sin que pudiera remediarlo. —Tengo que volver. Algo raro está pasando del otro lado. Javier soltó un eructo y fue hasta la alacena. —Mirá que sos complicado, Cristian. ¿Sabés lo que me costó conseguir el Específico. —Bueno, pero te lo voy a compensar. —Sí, sí. Y yo soy Paul McCartney. —Hey Jude, don't make it bad… —¡Dejate de joder, boludo! Todo esto cuesta guita. Me entregó un frasquito minúsculo que tenía un rótulo con una pequeña inscripción. —¿Drink me? ¿De verdad? La oruga-Javier se encogió de hombros. —A mí no me preguntes. Si te vienen a buscar, les digo que te volviste a Nopasanadalandia. Le sonreí a mi amigo y vacié el contenido del frasquito en mi garganta.
Desperté en un cuarto oscuro, en una cama llena de almohadones y cobijas. Entorné la vista y me enderecé. Adentro de mi cabeza, el cerebro se ladeó como una bola de demolición. Nada estaba en su lugar y las ideas parecían hacer pogo unas con otras. Una mujer con una toalla en la cabeza abrió la puerta y me pasó un celular. Casi no pude lidiar con la luz que entró al cuarto. Era demasiado brillante y parecía arañarme los ojos por dentro. —Qué bueno que estés vivo —dijo ella. Después de gruñir, tomé el celular y me lo pegué al oído. Del otro lado de la línea, mi mánager me gritó con furia y desesperación. —¿Adónde te habías metido, hijo de mil putas? —¿Qué? La voz hizo una pausa y se me ocurrió que estaba intentando controlarse. Al cabo de un minuto me preguntó: —¿Dónde estás? Ahora me tocó a mí hacer una pausa. Los hechos recientes no podían referirse con normalidad y tampoco acusaban coordenadas concretas. —No sé. Otra pausa del otro lado. Esta vez oí el murmullo de una muchedumbre gritando: ¡Viejas locas! ¡Viejas locas! La voz de mi mánager parecía la de alguien que ha perdido una apuesta monumental. —Hace tres horas que tendrías que haber bajado de un avión en el aeropuerto de Tucumán. Es un compromiso importante… importantísimo… ¿Entendés lo que significa eso? —Hizo un suspiro largo y profundo— Cristian, por favor. Buscá un lápiz y un papel y anotá todo lo que te voy a dictar… Sin discutir, hice lo que me pedía. Entendía que estaba en un apuro, pero los detalles me aburrían. Una parte de mí se preguntó por dónde andaría Filurais.
PITY ALVAREZ ROMPIÓ EL SILENCIO TRAS EL ESCÁNDALO EN TUCUMÁN: “FUI ESTAFADO, USADO Y ENGAÑADO”
El músico dio su versión de del recital que no fue de Viejas terminó con serios incidentes, una carta. Todo lo que escribió, en
Cristian “Pity” Álvarez rompió el silencio este miércoles tras el escandaloso show que no fue de Viejas Locas en Tucumán. El músico se refirió a la suspensión del recital, que derivó en que un grupo de fans prendiera fuego una torre de sonido y protagonizara serios incidentes, se desligó de responsabilidad por la no devolución del dinero de las entradas al público y ofreció dar un show gratuito a beneficio en la provincia. Álvarez decidió hablar en forma pública por primera vez tras su fallido concierto del pasado sábado 7 de abril en el club Argentino del Norte y resolvió hacerlo a través de una carta escritaque eligió difundir en forma exclusiva a través de la agencia Télam, donde culpó al productor del espectáculo, Lucas Matías Salinas. “Al regresar de Tucumán no tuve dudas que fui estafado, usado y engañado. Estuve varios días en la cama sin ganas de salir, escuchar ni ver a nadie; con una angustia, impotencia, depresión, no sé, un sentimiento que no puedo explicar con palabras. Me llevó este tiempo poder salir de esto y ahora que estoy mejor, quiero decir que si en alguna forma soy culpable, fue por ser tan ingenuo y confiar tanto en las personas”, comienza la carta pública del cantante. No devolverán el dinero de las entradas del show de Viejas Locas en Tucumán: tremendo relato sobre Pity Álvarez
25 de abril de 2018
los hechos Locas que mediante esta nota. Y continúa: “La causa del problema fue de dinero y que el predio donde se realizaría el evento no estaba habilitado. Soy claro cuando hablo. No me gusta la gente que miente y oculta cosas”. “Después de cerrar con Lucas Salinas todos los detalles de la segunda presentación con Viejas Locas en el club Argentino del Norte; empezamos bien pero semana a semana aparecían anomalías y problemas. Decidí mandar al jefe técnico de mi staff para que me informe en qué estado se encontraba todo, quien al llegar notó lentitud, inexperiencia y poco profesionalismo”, asegura Pity luego. A su vez, explica: “No estaban a la altura de la magnitud del show que se estaba por realizar. Incluso nos enteramos por las redes que existía una venta de entradas en el local ’La Rockería’ no autorizada por la banda. Hasta último momento (Salinas) siguió fabulando con que estaba todo en regla; pero aproximadamente a las 19 me informaron que al lugar le faltaba una habilitación. Lo peor de todo fue que ya era muy tarde para informar al público y a la banda que el show no podía realizarse”. Por último, Álvarez finalizó su documento público con una invocación a las autoridades de Tucumán para organizar un show gratuito y “a beneficio de los hogares de niños de la provincia”. Cabe recordar y destacar que Salinas dio su propia versión de los hechos poco tiempo después del fallido show, en la que
disparรณ duro contra Pity, a quien responsabilizรณ totalmente por lo ocurrido.
Villa Soldati. 12 de Julio 2018
Tiró el fuego en la mesa y buscó el celular con la mirada. Del otro lado de la pared de ladrillos, en una radio sonaba un tango al palo, pero la casa estaba completamente vacía. El despelote cantado del zaguán evidenciaba el suceso. —¡Se acaba de ir, la concha de mi madre! —gritó Ringo mientras marcaba el número del Mencho. Entenderle algo al Mencho siempre se complicaba, los escupitajos salían disparados antes que las palabras. Ringo tenía que contarle tres o cuatro veces las cosas hasta lograr una respuesta; pero esta vez no fue así. Las palabras del Mencho salieron puntuales como proyectiles. —Negrito de mierda, ¿cómo es que hacés un laburo y no miras el teléfono? Hace media hora que te estamos llamando, pendejo. Andá ya a la guardia del Moreno, el hijo de puta se empastilló y llamo a la ambulancia— gritó el Mencho con una vehemencia que daba calambre—. Andá, pibe, apurate que recién se lo llevaron —sentenció. No era la primera vez que se les escapaba, pero esta vez los motivos eran novedosos. Lejos de pasarse de boca o dormir un vuelto, el Pity le había clavado cuatro balazos a Díaz en la jeta porque se le dio la gana. Porque se le dio la gana: así le había dicho el Turquito al Mencho. Un pendejito atrevido que les vendía base si le dejaban partir un cacho. Al Turquito le encantaba, ¿para qué iba a hacer otra cosa? Aparte, cuando se zarpaba un poco no le decían nada. Ringo se subió al Renault 12 y salió disparado por la avenida Riobamba. Pensó en la guita que lo esperaba si se portaba bien y cumplía con el trato. Tenía que reventarlo al Pity sin importar las circunstancias. Vos lo ves y lo reventás, lo ves y lo reventás, le repetía el Mencho en su cabeza explicándole la movida con una actitud más paternal que violenta. En la salita de la guardia brotaba gente hasta por los poros así que el Ringo prefirió ahorrarse todo tipo de trámites. Esperó que se desocupara una de las casillas desde donde llamaban a los pacientes, y encaró aguantando la respiración y rengueando.
Haciendo gala de su revolver en la cintura, levantó su remerita hasta la altura del ombligo y le preguntó por el Tuerto Paez a una morocha que levantó el tubo, susurró algo, y le indicó que se metiese en la última puerta del pasillo sin mover una sola de sus facciones. “Otro gil que piensa que un fierro va a sacarle un grito a alguien en Soldati” pensó la morocha y volvió al trabajo. El Tuerto era un puntero de esos que sobraban en zona Sur. Un ser desagradable, un hijo del riachuelo. Con una remerita de la agrupación política de turno pegada a la piel, revoleaba la mirada apresuradamente por la pantalla de su celular y solo interrumpía el curso de sus ojos para observar por la ventana cuando llegaba el turno de dar otra seca. —¿Dónde mierda está el Pity, Tuerto —dijo Ringo a la par que abría la puerta, motivo por el cual el tuerto no escuchó nada. —A ver si nos calmamos, nene —respondió Paez mientras se llevaba el cigarro otra vez a la boca—. Contame, dale. ¿Qué necesitás? Si ando de buen humor quizás te pueda ayudar —completó. —El Pity se empastó en la casa y lo trajeron a la guardia— dijo Ringo mientras observaba la habitación. Un consultorio cagado a palos, con no más materiales médicos que una camilla y una balanza del siglo XIX según pudo juzgar, aunque nunca nadie le había enseñado números romanos. —Este Mencho es un boludo. Mirá a los parias que pone a laburar. Después anda puteando al aire cuando no le sale nada —respondió el Tuerto como si fuese el único ser vivo dentro de la sala—. Acá no entró el Pity, pendejo. Los paseó de nuevo y ustedes bailando como si nada ¿Viste alguna cámara, nene? ¿Viste a algún gil de traje haciendo de antena con el microfonito? ¡Rajá, dale! Y avisále al Mencho que no me rompa más los huevos hasta que el laburo esté terminado. El tuerto depositó otra vez sus ojos sobre el celular. Ringo volvió al Renault 12 y apoyó su frente contra el volante. Al Mencho no lo llamaría, claro. Cualquier respuesta que pudiese proferir no pasaría de un par de berretines e insultos cortitos y al pie. Respiró
profundo (era, acaso, la primera vez que lo hacía desde que el Mencho lo había llamado) y mandó un mensaje. “Esta noche te caigo, Má” Le mandé a Nancy, una percanta divina con la que se venía tirando tiros desde hacía un par de semanas. El Sí llegó en seguida. “Una buena” pensó Ringo y puso el motor en marcha. Lo del Tano Perruci era una casa devenida en bar en la que siempre paraban con la monada. Miguelito, el Chipi, el Gallego, Santi, el Tucu, hasta el Pity un par de semanas atrás, todos paraban ahi y rondaban el bar como fantasmas. Incluso cuando no estaban, sus mesas y sus sillas siempre se encontraban vacías en su ausencia. No tanto por respeto a la yunta que conformaban, sino por el lugar que las mismas ocupaban, justito al lado del baño de hombres y de la bacha. Ringo agradeció que ningún conocido se encontrase en el bar mientras ocupaba una mesita pegada a una ventana, que quemaba y vibraba por el sol, y le pidió al Tano lo de siempre: un Vasco Viejo y un sifón. Apuró los primeros tres vasos hasta que el Vasco le recordó que su estómago venía vacío desde la mañana. Igual hambre, lo que se dice hambre, no tenía. Así que simplemente bajó la marcha para poder seguir empinando la botella hasta vaciarla. Tenía la cabeza en cualquiera. Pensó en la Nancy, pensó en lo que le haría el Mencho si no cumplía con el trato. Pensó en la vieja y pensó en su infancia. Se acordó de la vuelta cuando de pibes se mandaron al Elefante Blanco: esa había sido la primera vez que vio un arma cargada —antes su abuelo le había mostrado y prestado su revólver, pero siempre vacío, siempre descargado—. El Tuerto se acordaba de ese detalle porque jugaba a meter los deditos por los agujeros del tambor despintado. El edificio era enorme, diez, doce pisos. Diversión asegurada juzgaron, y encararon sin pensarlo. Iba acompañado de Sofi, su prima, y Pablito. Tendrían, quizás, nueve o diez años. El paseo, o el recuerdo del paseo, duró poco. Iban caminando en filita por entre los escombros de la planta baja y no podían dejar de sorprenderse por el blanco impoluto que mantenían esas paredes, como si hubiese una puja simbólica que escapaba a su comprensión por la cual
las paredes de un hospital, de un hospital en potencia, debían ser siempre blancas. El Tuerto caminaba adelante, no por valiente, sino porque su cabeza estaba distraída en Sofía. Acá me la transo, se dijo, y no pudo notar que frente a ellos los esperaban cuatro pibes junto a un sillón de cuero gastado. Ahí se presentaron, les sugirieron tomarse el palo de forma amigable y ellos les hicieron caso, no sin antes notar los dos envases de birra y la nueve sobre la mesita al pie del sillón del tamaño de un perrito, o de un gato macho. —El Turquito —susurró ringo en voz baja, y salió disparado. Un chistido que sonó en todo el bar lo paró con la mano sobre la puerta. Era Cristian. Estaba sentado en el fondo. Llevaba una musculosa de algún equipo de basket y unos lentes negros de sol. Le hizo una seña para que se sentase, le sirvió un vaso de vino y le confió que si era piola, esa noche al Mencho lo reventaban y salían caminando. Ringo se preguntó en su cabeza si el Pity había entrado antes o después que él al bar. Lo escuchó atentamente. Tomó un trago largo.
Algún lugar de la Provincia de Bs AS. 18 Agosto 2050.
Empecé a ir todos los días un rato, entre las cuatro y las seis, que es una de las franjas sin wi-fi en la colina. Su casa estaba a dos de la mía, lo que por acá serán unos cuatrocientos metros de distancia, de camino de tierra, de perros sueltos que se arriman a los tobillos. Lo encontré una tarde tocando la guitarra frente a la puesta del sol, cuando el rojo del
cielo entintaba su barba canosa y el marco de sus lentes. Una vez me sonrió, desde la puerta de su rancho, mientras pasaba, y la siguiente vez me hizo seña para que pase la tranquera. Yo tenía once años y él siete veces más, se dio cuenta que era la primera vez que veía una guitarra en persona. —¿Qué cantaba? Su respuesta fue una voz lenta y quebrada, que hacía baches y lagunas en cada coma. —Cantar… Ya no canto, murmuro… Murmuro a Johnny Cash. —¿Qué es eso? —Porque nunca había escuchado ese nombre. Debajo de una mata de pelos blancos y desprolijos oscilaba una sonrisa, casi perdida en una lluvia de arrugas. —Un tipo… Vivió y murió hace mucho. Yo también —Parecía bordear lo senil, había escuchado algo de eso en los estudios aplicados. —¿Cómo te llamas, pibe?—Estebi, ¿y vos? —Tiano, Don Tiano me dicen, creo, los pocos que me hablan. Tenía una habilidad para arrastrar las vocales finales, como en un intento de no soltar la idea y perder la oración por completo. Me dio lástima, le pregunté si me podía enseñar a tocar la guitarra. —Yo te enseño, pero en este pueblo no les gusta la música, nadie escucha. Era verdad. Nadie, ni en el pueblo ni en la colina, era aficionado a la música. Los radiovisuales eran de chimentos o artículos ganaderos, y tal vez las retransmisiones de la capital traían cada tanto a los nuevos artistas. —Vení mañana, a esta hora, yo tengo otra guitarra. Tiano vivía con una vieja, Doña Mila, que solía estar en el bingo del pueblo o durmiendo. En mi casa papá trabajaba toda la jornada hasta caída la noche, y como ya había superado los grados presenciales de la escuela, tenía las tardes libres para practicar con la guitarra, en el rancho de Tiano.
Todas las canciones que sabía tenían medio siglo de distancia mínimo, y me sorprendía de reconocer algunas melodías en la voz pastosa y cansina del viejo. —Esta es de... Kurt Cobain ¿Te suena, no? —El nombre del tipo sí, creo, pero el tema no. —Antes lo buscabas en internet, era todo mucho… más fácil. Ahora prohibieron todo, una boludez. —¿Cómo era antes? —Ni papá ni la escuela hablaban del pasado. —Antes… nos creíamos en el futuro. Teníamos internet, todos hablábamos, nos vigilábamos, ahora… es más tranquilo ¿no? —Se rascó debajo de sus lentes de sol, nunca se los quitaba— Ahora la gente es más tonta, más callada. En mi época había más... descontrol, más bardo… pero la gente decía cosas… se quejaban, había más cultura... —¿Y de qué trabajaba? ¿Era granjero? —¿Yo? No, yo me mudé acá de grande… me dijeron quédate acá, no digas nada, y todo va a estar bien… y acá estoy, esperando que este todo bien ¿no? Había veces que sentía que le respondía a alguien más, alguien adentro suyo, y temía que tras el cristal sus ojos estuvieran abiertos, observando a la nada, congelado su conciencia por un segundo, buscando las respuestas a las preguntas que le hacía en un cuerpo atormentado por los años. Y aunque sus falanges huesudas y sus uñas roñosas no eran las mejores rasgueando cuerdas, cuando tocaba la guitarra un espíritu de vitalidad lo envolvía por segundos, y todas las lagunas y asperezas se disolvían en el único espectáculo musical que había en la colina. Al poco tiempo, Don Tiano ejercía la fuerza de un abuelo en mi persona. Me contaba historias lentas y carentes de sentido para mí, se quejaba del ahora y rememoraba pasados muy lejanos. Sabía mucho y yo aprendía. En el barrio molestaba poco. La mayoría, trabajadores de los campos, nunca se habían sentido inclinados a relacionarse con él, que poco y nada salía de su tranquera. La mayoría del tiempo se lo veía en unas ropas viejas, enterizos de lana elaborados para contrastar el frío
campestre, arrastrando las pantuflas con su guitarra en mano, siguiendo el sol y escondiéndose en el porche cuando una bandada de drones cruzaba cerca. Se hacía arroz con verduras y algunas veces me convidó. Tenía un aparato que ponía discos y reproducía música, con los parlantes gastados que no afinaban ni una nota. Me dijo que no tenía idea cómo se escuchaba música ahora, que le parecía un trámite y la música una mierda, que él no se iba a poner ningún chip y menos para “masticar publicidad”. En ese entonces me parecía un exagerado, pero luego, investigando resultó que sí. Es y sigue siendo un trámite molesto y costoso, muy diferente a esa época de discos y equipos de música. Mi papá se fue a hacer un trámite a la capital. Con su móvil iba a tardar todo un día ida y vuelta viajando, y como siempre fui alérgico a los viajes decidí quedarme. Le dije que me quedaría en lo de Don Tiano, que a él no molestaba, sólo era un viejo al que nadie visitaba. Incluso su mujer, Doña Mila, se fue a hacer noche de bingo. Yo estaba entusiasmado porque la casa de Don Tiano era una cosa extraña que me daba repulsión y curiosidad a la vez. Llevaba la densidad impulcra de cierta vejez, la dejadez del tiempo aplicada a una rutina cargada de vacíos. Quería practicar un tema que me había enseñado los días anteriores, estaba seguro que si me esmeraba con la voz a él le iba a gustar. La noche en esa época caía temprano en la colina, y luego de cierta hora, los campos se hacían negros y los surcos de la soja se perdían en una inmensidad de kilómetros sin luz. Tomamos sopa y me quiso hacer escuchar un par de bandas, pero se ofuscó cuando el disco no anduvo. —Chau… al último cedé en la tierra de los Estón Roses —Dio destellos plateados mientras lo revoleaba por la ventana—. Total, ya no me gustaban más. Se fumó un cigarro, cosa muy típica de los viejos, que en ese momento me sorprendió. —Mi papá dice que fumar hace mal y que por eso está prohibido.
Ahí se le activó la retórica, le brillaron los ojos bajo los lentes (porque también los usaba de noche y dentro de su casa) y su lengua tomó velocidad. —Está prohibido vender y comprar… ¿No? Bueno… estos cigarrillos no los compro ni los vendo… los planto atrás, y son para dormir. A ver si se dejan de joder, que de algo hay que morirse. No supe qué quiso decir con eso, pero intuí que la última parte no iba dirigida a mí. El sueño me agarró en el sillón, uno viejo y piojoso que según me había dicho, alguna vez fue de su perra. Pero en la pura penumbra algo me volvió a despertar. El estruendo anguloso de un vidrio reventado contra el piso. Me desperté de un salto y vi una sombra irrumpir por la fuerza. —¿Don Tiano? —Una linterna me apuntó en la cara. En el ojo del haz de luz me pareció ver una esvástica. —¡TIRATE AL PISO! —Me paralicé y una mano me agarró de los pelos —¡Al piso te dije! Fui a parar al suelo, rodé y sentí un puntapié que impactó en mi brazo. Grité de dolor. —¡¿Dónde está la plata de la vieja, pendejo?! ¡¿Dónde está?!—No podía descifrar las cataratas de preguntas que el desconocido tenía para mí, la pata de la mesa me tocaba la frente y quería pensar que todo era un sueño de gusto amargo. Se escuchó la voz rasposa pero determinada de Tiano. —Te equivocaste. El filo de una cuchilla reflejó los vestigios de luz y fue a clavarse en algún lugar entre el cuello y el hombro del invasor. Un grito de dolor. Un forcejeo. Se escuchó un disparo y la habitación se iluminó. Por un instante vi a los dos cuerpos disputar sus fuerzas salpicados en bermellón. Don Tiano con los ojos y la boca abierta, sus articulaciones tensas y los dedos como agujas insertándose en la cara de un otro que no reconocí, pero que era más grande y joven.
Cayeron. Se escuchó el deslizar metálico de la pistola por el piso. Él, en un mascullo, me pidió lo que yo ya sabía que me iba a pedir. —¡Agarrá… dispará! —O algo así. No supe cómo lo hice, pero lo siguiente fue que ya tenía la pistola en mi mano. Pesaba, pero mi corazón estaba a mil y no lo sentía. Apunté a la sombra más grande, la que estaba arriba. Ni siquiera imaginé que le podía dar al viejo cuando gatillé. Dos, tres veces. Una parte de mi seguía esperando que fuera un sueño. Todo se quedó callado por un momento. Él dijo mi nombre. —Estebi, sacáme de encima a este gordo… Prendí la luz. Ahí estaba el viejo aplastado por el otro tipo, rapado, con prótesis en los ojos y una dentadura de metal que ahora se barnizaba en sangre. Muerto. Don Tiano me pidió la mano para levantarse, le costó y pese a mi estado de shock pude correr al cadáver para que pudiera pararse. Estaba también lleno de sangre. —Un fayuta solitario… hijos de puta… creo que me dio —Se tocó cerca del estómago. Una sangre más oscura y fresca se marcaba. Lo senté en el sillón, él estaba bastante tranquilo, pero a mí me temblaban las manos. —Pibe… no te preocupes… era él o vos… yo, yo ya estoy muerto. —No, Don Tiano, no diga eso ahora vamos a llamar al pueblo y lo van a sanar. —¡No! —Se apuró en cortarme— Yo ya me quiero morir, ya duré demasiado.Me quedé callado, el picor nasal del llanto y el incontenible lagrimal se hacían presentes. Me tomó la mano. —Traé la guitarra, quiero escuchar una canción, quiero irme… con una canción. Hice lo que me pidió, entendí que era parte de un ritual —Toca… toca esa que te enseñé el otro día. Y comencé. —Está saliendo el sol / que es, sin duda mi dios…
Y mientras yo cantaba él empezó a hablar. —¿Sabes qué?… Esa canción la hizo un amigo mío, que conocí hace mucho… hace un montón… Creo que a él también se le caían las lágrimas. —Pero se perdió… y se tuvo que morir. Y me quedé yo… creo que nadie pensó que iba a durar tanto… y morir así. Estaba desvariando. Hizo un círculo en el aire con la mano. Se dejó caer sobre el regazo, la cara mirando a la ventana. Calló un segundo y, casi a masquidos, se puso a cantar la última estrofa conmigo. —Padre sol nuestro que estás en los cielos / guíame si no está bien la vida que llevo / No dejes nunca de brillar / porque eso me pone bien cuando estoy un poco mal… Y ahí se quedó. Afuera comenzaba a aclarar.
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