F
¡Llegamos al segundo número Señoras y Señores! Un número que, por cierto, esconde algunas sorpresas (No, nada de drogas para ti, Jack ) Para no adelantarme diré que los tesoros están sutilmente escondidos en los apabullantes textos que hemos seleccionado. Es un premio para lectores –lectores. No para lectores de vuelo rasante con déficit de atención. A esa clase de chusma no podemos dedicarle este esfuerzo ¿Qué sentido tendría? Me refiero a quienes no registran nada del todo, esas personas que ni siquiera son capaces de ver que siempre puede haber un perturbado a punto de enterrarles una lapicera en el tímpano, ocupados como están en las pantallitas de sus celulares, o con el dedo en la nariz. Por fuera del universo Waxiano, han pasado demasiadas cosas como para mencionarlas en este pequeño espacio, así que en resumen: El mundo sigue en llamas, los políticos han estafado a la mayoría de sus votantes, la televisión de la tarde apesta y en los últimos meses ha muerto un número asombroso de gente – famosos y de los otros- ¡Pero a no desanimarse, que aún queda mucha más por morir! Una última cosa: Sabemos que nadie es profeta en su tierra. Han sido variados los consejos que nos han dado los lectores, para que la experiencia de atravesar la revista sea lo más placentera posible. Cuestiones de diseño, más que nada, que nos hemos cuidado mucho de atender. Agrandamos el tamaño de la fuente pero achicamos nuestro corazón... Queríamos que les costara cierto esfuerzo. Pero lo pensamos bien y todavía no podemos ser tan arrogantes. Sepanló. The Wax pretende ser una revista de terror. No la mejor, pero sí una con personalidad propia. Y para eso hay que lograr dos grandes objetivos: Vomitar mucha porquería y procurar que cada vez más gente se coma el superávit. ¡Amor para todos, infinito terror para usted! Tenia Saginata.
LOS
CARAMELOS
SON
GENTILEZA
DE
LABORATORIOS
ROCHE
Colaboran gentilmente en este número: Diego Muzzio. Sebastian Chilano. Fernando Catz. Tenia Saginata. Rogelio Oscar Retuerto. Hernán Deávila. Guido Perrotta. Luciana Baca. Danilo Tenorio. Sofía Lapacó Foto de Portada: Ariel S. Tenorio Diseño y producción general: No hay ( la revista se hace sola en un Koinoor, con pasta de papel, queso de chancho, malas intenciones y cascarudos) Director de legislación y práctica impositiva: Ariel S. Tenorio.
ALBINO DIEGO MUZZIO
U
na vez, mi viejo me dijo: “No le hagas a ninguna persona algo que no te gustaría que te hicieran a vos”. No es una gran frase pero, con el tiempo, entendí que es un pensamiento que tiene mucha filosofía. Por eso nunca le conté a nadie lo que hizo el Albino, porque si yo habría hecho lo que él hizo no me gustaría que lo anduvieran contando por ahí, aunque yo nunca me atrevería a hacer algo así ni por toda la guita del mundo. Pero ahora tengo que contarlo, porque todas las noches sueño lo mismo y, si lo cuento, a lo mejor dejo de soñar siempre el mismo sueño. No es un sueño terrible ni nada, pero me despierto y después no puedo volver a dormirme hasta la madrugada, cuando la luz empieza a entrar por la ventana y se empieza a escuchar el ruido de los autos y los colectivos en la avenida. El sueño es así: me subo al colectivo para ir a trabajar, pago el boleto y, cuando me doy vuelta, lo veo al Albino, parado en el medio del pasillo, aunque hay un montón de asientos vacíos para sentarse. El Albino está ahí, parado al lado de la chica, y ella está sentada y mira por la ventanilla. El Albino la mira a ella todo el tiempo, a mí ni siquiera me ve, pero yo no puedo dejar de mirarlo a él, y, más que nada, no puedo dejar de mirarla a ella, porque es demasiado linda, una de las chicas más lindas que vi en mi vida. El verdadero nombre del Albino es Raúl, aunque nosotros siempre le dijimos “Albino”. Entró a trabajar hace unos seis meses. Suárez, el capataz, lo trajo al depósito una mañana. El Albino ya venía vestido con un mameluco que le quedaba demasiado grande. Era flaco, alto, y tenía el pelo todo blanco y la piel pálida y hasta las pestañas tenía blancas, y también tenía pecas por toda la cara y en las manos. Apenas Suárez se fue, el Albino nos dio un apretón de manos a cada uno y preguntó qué había que hacer. Seguro que ese día era martes o viernes. Me acuerdo bien porque estábamos cargando cajones en el camión y ese trabajo se hace sólo en alguno de esos dos días. - Hay que cargar todo esto -gritó el gordo Castro. - Hecho -dijo el Albino.
Y el tipo se arremangó y empezó a cargar cajones. Se movía rápido y no paraba para descansar. Cargaba un cajón en el carro, lo empujaba hasta el camión, y después volvía trotando al lugar donde estaban amontonados el resto de los cajones, como si alguien le habría dicho que había que terminar de cargar antes del mediodía. La mayoría de la gente no quiere hacer el trabajo que hacemos nosotros, y a lo mejor tienen razón, porque es un trabajo jodido, eso no se puede negar. Pero yo me digo de que alguien tiene que hacerlo. Además, cualquier trabajo tiene sus pro y sus contras y, si me pongo a contar, este trabajo a lo mejor tiene más cosas buenas que malas. Para empezar, tenemos bastante tiempo libre, aunque los martes y los viernes siempre hay mucho que hacer. Fuera de esos dos días, es bastante tranquilo. Nadie te molesta, nadie te anda encima. El horario también es bueno. Pero al principio es duro, muy duro, aunque después uno se acostumbra. A mí me costó varios meses el adaptamiento. Me acuerdo de que, las primeras semanas, estaba siempre caído y casi no hablaba con nadie. Mis compañeros trataban de ayudarme: ya te vas a acostumbrar, me decían, y hacían chistes. Al mediodía me invitaban a comer con ellos, aunque yo casi nunca tenía hambre. Acá, todos pasamos por lo mismo. El gordo Castro, sin ir más lejos, que trabaja acá desde hace más de veinte años, me contó que a él le llevó un año entero acostumbrarse. “Llegaba a casa y me ponía a llorar como una nena”, me dijo el gordo una vez. Pero al principio estar mal es lo normal y, como los más viejos lo saben, tratan de ayudar a los nuevos a pasar el tiempo de acostumbramiento. Por eso aquella mañana en que el Albino empezó a trabajar, todos pensamos de que el tipo se estaba haciendo el duro, corriendo de un lado para el otro y moviendo los ataúdes como si fueran cajones de fruta. En realidad, eso no es nada, y el Albino tuvo suerte de empezar a trabajar un martes, porque si empezaba un lunes o un jueves lo mandaban a trabajar directamente al horno y eso sí que es jodido en serio. “Se está haciendo el canchero”, dijo uno; y otro dijo de que, el jueves siguiente, cuando lo mandaran a trabajar al horno, el Albino se iba a poner negro de la impresión. Al mediodía habíamos terminado de cargar todos los ataúdes y nos cruzamos a comer a la cantina. El Albino vino con nosotros, aunque me parece que nadie lo invitó. Comió como un cerdo. Vino no tomó. Desde que lo conozco, nunca lo vi tomar. - Y antes, ¿dónde trabajabas vos? -le preguntó Marquitos. - En una empresa de transportes, fletes, mudanzas, todo eso... -contestó el Albino con la boca llena. Se inclinaba sobre el plato como si no pudiera ver la
comida, y tragaba rápido, casi sin masticar, aunque tenemos más de una hora para comer y, a veces, nos quedamos un rato largo haciendo sobremesa. - Nada que ver con esto -dijo Marquitos. - A mí me parece bastante parecido -contestó el Albino. Y nadie dijo más nada. Pero aunque ninguno de mis compañeros le llevara la contraria, yo sabía que todos estábamos pensando lo mismo. Lo sabía porque el pensamiento estaba ahí, en todas las cabezas y en las caras y en las sonrisas mal disimuladas; el mismo pensamiento en todos. Y el pensamiento, más o menos, podría decirse así: “El jueves, en el horno, vamos a ver si te parece parecido...”. Porque trabajar por primera vez en el horno es algo que no se olvida por más que pase mucho tiempo o aunque uno cambie de trabajo. El primer día en el horno se te queda grabado en la cabeza. Después la impresión se te va yendo. Pero aunque la impresión se te vaya, siempre, siempre sabés que estás metiendo muertos en el horno; y a veces, en el fondo, volvés a sentir lo mismo que el primer día, pero como más amortiguado. Y yo sé que todos pensábamos lo mismo porque, en este trabajo, hacerse el macho no sirve de nada. Este trabajo no tiene nada que ver con eso. Es otra cosa muy distinta. No sé si voy a poder explicarlo pero, más o menos, lo que uno piensa en el momento de meter los muertos en el horno es que el tipo estuvo vivo hasta hace poco; y a veces pensás que podría ser tu viejo o tu vieja o tu hermano o un amigo, y pensás que ese tipo ayer estaba caminando o mirando la televisión y ahora está ahí, y vos lo estás metiendo en el horno y que, cuando lo saqués, no va a quedar nada más que un polvo gris y unos pedazos de hueso. Y también, aunque no quieras, pensás que a vos te va a pasar lo mismo. Por eso, cuando trabajamos en el horno nadie habla, salvo lo indispensable. Se trabaja rápido, lo más rápido posible, y se trabaja fuerte. El horno está en uno de los subsuelos. Se parece a un horno de panadería, pero es mucho más grande y tiene diez puertas chiquitas. De cada puerta salen dos rieles, y sobre esos rieles se deslizan las parrillas con los cuerpos hacia el interior del horno. Abajo de cada parrilla hay una bandeja de metal; ahí caen las cenizas que después se ponen en unas bolsas hasta el día en que los familiares vienen con la urna a retirarlas. Todas las puertas del horno tienen un vidrio, una ventana, y si uno quiere puede mirar para adentro. Como ya dije, el horno se enciende dos veces por semana, los lunes y los jueves, a la siete de la mañana. A eso de las nueve, empezamos a cremar. Algunas personas creen que los cuerpos se queman enseguida, en el momento, digamos. Pero una vez que el cajón pasó por la cinta, arriba, y entró por la abertura que se parece a la puerta de un horno, el ataúd baja por un montacargas
hasta el depósito del subsuelo. Cuando el cajón ya bajó, si es un ataúd de los buenos, se abre y se pasa al muerto a un ataúd berreta, un cajón de madera ordinaria, porque hay ataúdes que valen un fangote de guita y esos se devuelven a la funeraria. Es un arreglo por izquierda que tiene el cementerio con los dueños de los velatorios. Y, a veces, cuando abrís un cajón te encontrás con un muerto vestido con ropa buena, ese tipo de ropa que si vas a comprarla te sacan un ojo de la cara. Entonces, algunos se quedan con algo: una corbata de seda, o una bufanda, a veces cosas más grandes, como sobretodos o sacos. No sé si está bien quedarse con ropa del muerto, pero igual pienso que toda esa ropa va a terminar en el fuego y que si uno la necesita la agarra y listo. Una vez me quedé con una bufanda. No sé para qué alguien mete a un muerto en el cajón con una bufanda, pero igual esa fue la única vez que me quedé con algo. Así que, como decía, los muertos se dejan en el depósito hasta el día de la cremación y, según la semana, hay más o menos trabajo. Aquel jueves había veinticinco cuerpos para cremar. A las nueve, el gordo, Marquitos, yo y el Albino bajamos al subsuelo. El gordo y Marquitos iban adelante, calzándose los guantes; atrás veníamos yo y el Albino. El Albino silbaba y ni siquiera dejó de silbar cuando entramos al depósito y pasamos adelante de todos los cajones. El gordo ya lo miraba torcido. Es un buen tipo, el gordo, pero de entrada el Albino le había caído mal y ahora masticaba bronca porque el otro no dejaba de silbar ni tampoco se quedaba quieto. Iba de un lado para el otro, haciéndose el canchero y preguntando de todo, y cuando empezamos a sacar a los tipos de los ataúdes y a ponerlos sobre las parrillas y después a empujarlos hacia el interior del horno, el Albino dijo algo así como que era hora de meter los pollos en el spiedo y se rió. Nosotros no dijimos nada. Cerramos las puertas y nos sentamos en los banquitos. El gordo se puso a cebar mate. Pero el Albino se quedó mirando para adentro del horno. Estaba como hipnotizado. Yo lo veía de perfil. El resplandor rojo que salía del horno le pegaba en la cara y tenía una sonrisa en la boca. Pero entonces, al rato, vi que el Albino se ponía serio y saltaba de golpe hacia atrás. Marquitos y el gordo, que sabían lo que pasaba, se sonrieron, y el gordo le preguntó al Albino por qué tenía esa cara de miedo. -Se mueven, hay algo ahí adentro que se está moviendo -tartamudeó el Albino. Y entonces sí, Marquitos y el Gordo se empezaron a cagar de la risa, y me contagiaron a mí también, aunque yo no quería reírme, y le empezaron a tomar el pelo al Albino, que seguía con una cara de miedo tremenda. Porque al rato de meterlos en el horno, los cuerpos empiezan a doblarse por el calor y
quedan como sentados unos segundos, y el Albino había visto eso: que los muertos se sentaban. El gordo y Marquitos lo estuvieron jodiendo un rato largo. El Albino se había quedado a un costado del horno, con una cara como si quisiera matar a alguien. De vez en cuando disimulaba y se reía, pero yo le miraba los ojos y me daba cuenta de que lo que el tipo sentía no era bronca, sino más bien odio, un odio que no era normal. Mientras lo seguían jodiendo, el Albino se agarraba las manos y miraba el piso. Después de un rato, el gordo y Marquitos se fueron, porque había que terminar otro trabajo arriba. -Che, Albino -gritó Marquitos cuando iba para la escalera-, cuidame los pollos que no vayan a sentarse-. Y las risas de los dos se escucharon todavía un rato mientras subían. El Albino se quedó callado. Miraba el suelo y murmuraba cosas. Yo iba a decirle algo, que no se lo tomara tan a pecho, pero la verdad es que el tipo se lo merecía, aunque también me daba un poco de lástima. Le ofrecí un mate y no quiso. Pensé que ya se le iba a pasar. A los diez minutos más o menos, desde arriba gritaron que bajaba uno de los buenos. Escuché el ruido del montacargas que chirriaba. Al rato, el ataúd estaba en el subsuelo. Le dije al Albino que me diera una mano para cargarlo y ponerlo sobre la mesa larga de cemento, al final de todo, porque este entraba para quemar el lunes siguiente. El cajón era de los caros. La madera brillaba y las manijas eran doradas y estaban labradas. Cuando lo levantamos entre los dos, me sorprendió de que casi no pesaba nada, como si adentro estuviera vacío. Le dije al Albino que iba a buscar un cajón berreta al depósito de al lado y que enseguida volvía. Mientras, él podía ir abriéndolo, y le señalé las herramientas y le expliqué cómo tenía que abrirlo. Tardé un rato en volver, porque en el depósito de al lado no quedaba ningún cajón y tuve que ir a buscar a otro depósito que quedaba arriba. Cuando llegué al subsuelo, el Albino ya había abierto el ataúd y miraba adentro como hipnotizado. Ni siquiera me escuchó llegar. Y mientras yo empujaba el carro con el cajón berreta, vi que el odio en los ojos del Albino todavía estaba ahí, pero ahora se mezclaba con otra cosa, algo que no puedo decir con palabras. Me acerqué y miré adentro. Y ahí estaba ella. No tenía más de quince años. Estaba toda vestida de blanco, con un vestido que le llegaba hasta los tobillos. Tenía el pelo negro, muy negro, lacio hasta la cintura. El cuello largo y las manos cruzadas sobre el pecho, agarrando un rosario.
- Mirá qué muñeca -dijo el Albino, y la forma en que lo dijo no me gustó, porque no era un tono como si uno dijera de admiración, sino que lo dijo con bronca, con el mismo odio que todavía tenía en los ojos. El Albino la miraba sin pestañear. Entonces levantó la mano y le acarició el pelo y la frente y le tocó las tetas ue apenas se levantaban un poquito por debajo del vestido. -Bueno, terminá, vamos a pasarla -dije, y le agarré la muñeca y le saqué la mano. El Albino me miró, serio, pero entonces empezó a sonreír con una sonrisa torcida, y dijo: “Dejá, la paso yo”. Y antes de que yo pudiera hacer nada, metió los brazos por debajo de la chica y la levantó en el aire, abrazándola. Un brazo rodeando la cintura y el otro sosteniendo la espalda. Y entonces el tipo empezó a tararear una música y a bailar, girando con la chica en sus brazos. El pelo de ella caía hacia atrás y se movía con cada vuelta que daba el Albino, como si estuviera viva. Los pies le colgaban en el aire, porque el Albino era alto y giraba y hacía como que estaba bailando un vals y la cabeza de la chica se bamboleaba de un lado a otro con ese pelo largo y negro que parecía como recién lavado. La luz roja que salía del horno los iluminaba a los dos y el Albino seguía bailando y en un momento dijo algo que me da vergüenza repetir, algo sucio que no voy a decir acá. Después de un rato se acercó al cajón que yo había traído, siempre con ella en brazos. Entonces dejó de bailar. Pasó un brazo por debajo de las piernas de la chica, la sostuvo así y después la dejó caer dentro del cajón y agarró la tapa y la tiró encima. El Albino sonrió. Después se sentó en uno de los banquitos. - Cebate unos mates -dijo. ***
Cuento incluido en el libro Mockba, editorial Entropía Diego Ignacio Muzzio nació en Buenos Aires en 1969. Cursó estudios de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Poesía: En 1991 publicó su primer libro de poemas, El hueso del ojo. En 1996 obtuvo el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes (Jurado: María Rosa Lojo, Francisco Madariaga y Santiago Sylvester) por su libro Sheol Sheol, publicado en 1997 por el Grupo Editor Latinoamericano. En el 2000 recibió el Primer Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la
Cruz (Jurado: Adolfo Castañón, Juan Gustavo Cobo Borda y Hugo Gutiérrez Vega) por Gabatha, publicado en México por la editorial Práctica Mortal, en el 2001. También ha publicado: Hieronymus Bosch, Segundo Premio de Poesía, Fondo Nacional de las artes, año 2004 (Ediciones del Dock, 2005), Tratado sobre la ejecución de animales (Honoarte, 2008), y El sistema defensivo de los muertos (Hilos editora, 2012). Literatura infantil: La asombrosa sombra del pez limón (SM, 2005), Un Tren hacia Ya casi casi es navidad (SM, 2008), Galería universal de malhechores (Selección White Raven 2011, Munich, y Alija 2011, Editorial Norma, 2010), , El faro del capitán Blum (Editorial Pictus, 2010), La guerra de los chefs (Editorial Estrada, 2011), Ursula, domadora de ogros (SM, 2015). Cuento: Mockba (Primera Mención del Fondo Nacional de las Artes, año 2001) y Doscientos canguros (Guid ediciones, 2012). Nouvelles: Las esferas invisibles (Entropía, 2015). Poemas, ensayos y reseñas críticas suyas han sido publicados en los siguientes diarios y revistas: Clarín, La Prensa, Revista Clepsidra, Sr. Neón, Terciopelo, Sólo Sal, Boomerang Norte, Andares, Hablar de poesía, La Guillotina, Los rollos del mar muerto, Fénix, La Guacha, Revista Literaria Babel (Venezuela), Barbaria (Revista publicada por el ICI, Instituto de Cooperación Iberoamericano), La gaceta del Fondo de Cultura Económica (México), Amigos de lo ajeno (Costa Rica), La Nación (Costa Rica), Diario La República (Costa Rica). Ha brindado recitales de poesía en: Instituto Goethe, Feria del Libro de Buenos Aires (años 2000 y 2001), Feria del Libro Córdoba (2004), Instituto de Cooperación Iberoamericano, Teatro Municipal General San Martín, Casa de la Poesía Evaristo Carriego, Teatro Lavarden (Rosario), Festival de Poesía de Copiapó (Chile, 2004) y en distintos Cafés Literarios de la ciudad de Buenos Aires.
POSTALES DEL CABALLO SUBTERR ÁNEO
LA NUBE ROGELIO OSCAR RETUERTO
1
A
quella fue la primera y última vez que abrí el negocio a la madrugada. Era septiembre de 2001 y la crisis social hacía estragos a lo largo del país. Recuerdo que la noche anterior hable con Soledad. –Negra, sesenta pesos de caja. Nos vamos a pique –le dije –. Si no hacemos algo, estamos fritos. –¿Y qué pensás que podemos hacer? Abrimos a las ocho de la mañana, cerramos a las once de la noche. Más no podemos hacer, Manuel. –Yo no voy a abrir más a la mañana. Vas a tener que abrir vos. Llevas a los pibes a la escuela y abrís cuando volvés. Yo voy a seguir de largo a la noche y me voy a quedar hasta las seis de la mañana. Soledad se rió. –¿Estás hablando en serio? –me dijo. –Muy en serio. Si cerramos el quiosco ¿qué hacemos? No hay laburo en ningún lado. Es resistir o cagarnos de hambre. Además, a la noche está todo cerrado. Andan los pibes de gira, van a comprar bebidas y pucho al cañón o al centro. ¿Vos viste a las once de la noche? A veces no podemos cerrar, tenemos gente esperando porque todos los demás cierran a las diez. De día está lleno de bolichitos, negra. El que se queda sin laburo se pone un quiosco o, si tiene un auto, se pone a remisiar. Y así fue, nomás. A la noche siguiente seguí de largo. Buena venta hasta la 1AM, después decayó. A las dos de la mañana me desperté. Me había quedado dormido en la silla mientras miraba “Pare de sufrir”. Me levanté y salí a la vereda. No había un alma. Cerré el bolichito y me fui a dormir. 2 Me despertó el tintineo de la campana del boliche. Miré el reloj y eran las tres de la mañana. Entre el quiosco y la casa había un patio de unos cinco metros. Me pareció todo muy raro. Juraría que la campanita la habíamos sacado dos años atrás, cuando pusimos el timbre. Pero la campana seguía sonando. En otros tiempos me hubiese hinchado las pelotas y me hubiese tapado la cabeza con la almohada, pero esa noche no. Necesitábamos vender. Me puse los cortos, me calcé las ojotas y salí con la remera que tenía puesta. Crucé el patio al grito de “¡Ya vaaa…! ¡Ya vaaa…!”. Abrí la puertita del negocio y me sorprendió encontrar la luz prendida. Creía haberla apagado. La tele portátil también estaba prendida; la balanza electrónica, también. Me apuré a llegar al frente porque había gente esperando. Cuando abrí la ventanita mi sorpresa fue mayor. Había tres vagos esperando para comprar. Uno tenía dos
envases de birra en la mano. Al lado había una parejita fumando un porro y atrás una mujer bajita con la hija, una nena de unos diez años. –Muchachos –le dije a los vagos. –Dos Quilmes, maestro –me pidió el pibe– ¿Tiene Gancia? –Sí; grande, nomás. –Listo. Deme también un Gancia y una Sprite de dos litros y cuarto. Me pidió dos salamines y medio de pan. Pan no me quedaba. Me apuré a despacharlo porque no quería que se me vaya los demás. Aunque después me di cuenta que a esa hora no tenían a donde ir. Le entregué las cosas al pibe y me pagó con cien mangos. Un montón de guita. Fui a la caja mirando el billete a trasluz y, cuando bajo la mirada, me la encuentro a la negra acomodando la plata en la caja. –¿Qué hacés acá? –le pregunté. –Vine a ayudarte –me dijo. Puse el billete de refilón y no noté que el “100” cambiara de vede a azul. Lo miré de vuelta y nada. Le pasé el lápiz botón y apareció una raya oscura sobre la cara de roca. Me fui para la ventana y vi que el pibe estaba solo. Los otros dos ya se habían ido, y se habían ido con las bebidas. Ya empezaba a ponerme del orto. –Este billete no sirve –le dije al vago. El pibe lo miró, frunció el entrecejo y miró para la esquina. –Uh, que cagada jefe –me dijo–, me pagaron hoy con este. –No sirve –le dije. El pibe volvió a mirar para la esquina. Me di vuelta para pedirla a Soledad que atienda a la parejita mientras yo salía a arreglar el asunto, pero Soledad ya no estaba. –Esperame un ratito, ya te atiendo –le dije a la rubiecita corte Stone que fumaba porro. Salí al patio y miré para todos lados. –¿Dónde mierda está? –pregunté a la nada. Caminé por el pasillo mirando para ver si encontraba el caño de gas que usaba para hacerle frente a los guachos, pero no había nada. –¡La puta madre! –largué al llegar a la puertita de calle. El gato de mi hija me miraba, como si lo hubiera puteado a él. Abrí la puerta y salí a la vereda. El vaguito no estaba. Estaba el otro, el más grande, el que se había llevado las bebidas. –¿Se lo podemos pasar mañana, maestro? –me dijo. Ahí me di cuenta que era paraguayo. –Imposible –le dije. –Venimos de trabajar, amigo. Nos pagaron con ese billete. Yo me comprometo a pasar mañana temprano y le cancelo. Miré para la esquina y ahí estaba la Traffic blanca en la que habían llegado. Si hubiesen querido cagarme se hubieran ido a la mierda. Pensé que los
paraguayos eran buena gente, laburantes; que este debía ser el contratista y los otros dos los albañiles. –Mañana abrimos a las ocho –le dije. Además ¿qué iba a hacer? Las bebidas ya no podía recuperarlas. Miré para la esquina y vi que estaban mezclando el Gancia y la Sprite en una jarra de plástico. Y tenía gente esperando. La rubiecita solo quería dos papelillos ¡dos papelillos! El pibe tenía el cogollo en la palma de la mano esperando los papelillos para armar el porrito. El paraguayo me había sacado las bebidas sin pagar, la rubiecita me compró dos miserables papelillos ¿para eso me había levantado a atender? –Doña –le dije a la mujer que esperaba con la hija. Era una mina con cara de sufrida, de esas que hablan bajito, de esas que apenas pisan los cuarenta y usan pollera corte testigo de Jehová, con blusas sueltas para que no se le noten las tetas. –Le venía a pedir un favorcito… Ese prefacio ya lo conocía. Ahora venía el mangazo. La mina me daba lástima, me miraba con cara de perro abandonado. Pero también el conejo de la tele lo miraba así al cazador y era terrible turro. –… Si no me podía aguantar unas cositas hasta el viernes. Me partía el alma, pero yo estaba peor que ella. Si me pedía un aceite, me quedaba uno solo, y al día siguiente no iba a tener un mango para reponer mercadería. Si me pedía una leche, la que quedaba en la heladera la estaba guardando para que desayunen mis pibes. –Señora, está re jodida la mano. Si yo me quedo hasta esta hora es para hacer una monedita más, no para fiar. La mujer me pidió disculpas y se fue. Cuando se fue la mujer decidí cerrar. –Al pedo me levanté –le dije al gato de mi hija, que pasaba por el lugar. Terminé de echarle llave a la puerta y sentí el traqueteo de la ventanita del quiosco. Trak – trak –trak – trak No lo podía creer. No había hecho un mango partido a la mitad y encima querían afanarme. Sondee el patio y en una esquina vi el caño de gas tirado en el piso. Lo agarré y enfilé por el pasillo. Trate de darle vuelta a la llave junto con el traqueteo de la ventana del quiosco, para que no me escuchen. Abrí la puerta y salí a la vereda agitando el caño con violencia. Pero no había nadie. Ni la luz de la calle estaba encendida. Ni un alma. Me fui a dormir. Al día siguiente me desperté a eso de las once. Soledad estaba en el negocio. Le hice de comer a los pibes y los llevé a la escuela. Cuando volví me quedé en el negocio. –Andá –le dije a Soledad–. Dormite una siesta.
–¿Pero vos no vas a quedarte de noche? –me preguntó. –No. Ya no. Ni bien me senté para ver la tele la veo cruzando la calle a la Micaela. Es como si la vieja estuviera esperando que se vaya Soledad para venir a llenarme la cabeza en contra de alguien. Vieja harpía, curandera, mano chanta: una bruja. Soledad la quería, porque a veces le tira las cartas o les cura el empacho a los chicos. De paso la vieja aprovecha para sacarle mano a medio mundo. –Micaela –Hola, m´hijo. Medio de pan, por favor. Si tiene galleta me pone alguna. –Cómo no. Sin preguntarle si quería algo más, le entregué la bolsa. La vieja me pasó la plata. –Así no los va a espantar –me dijo la vieja. –¿Así cómo? –le pregunté sin mirarla, mientras juntaba el vuelto para darle. Me acerque a la ventanilla y le entregué la plata. –¿Así cómo? –volví a preguntarle. –Así, con un caño. En ese momento me di cuenta de que estábamos teniendo un diálogo de locos. La vieja me preguntaba cosas que yo no sabía y yo le contestaba. Fruncí el entrecejo y la mire a los ojos. –¿De qué mierda me está hablando, Micaela? –De la nube. Anoche los vi. –No sé de qué habla. Que le vaya bien. Estuve a punto de cerrar la ventanita, pero lo vieja metió la mano para que no lo haga. –De la nube. Anoche los vi. Y así no se los echa. Usted abrió una puerta. –Abrí la puerta porque dos guachos me querían entrar al negocio. –No. No hablo de esa puerta. Y así no va a echarlos. Hay que darles paz. Piénselo ¿cómo sabía que eran dos los chicos? Piénselo. La vieja me dejó pensando. Yo estaba convencido de que eran dos pibes. Hasta podía hacer un identikit de los pibes aunque nunca los había alcanzado a ver. Después se me vino el mundo abajo. De un momento para otro me acordé de todo. Cada imagen era como un flash que encerraba una historia, un flash que dolía en los huesos. Mi mente fue acribillada por esos flashes dolorosos: los paraguayos asesinados en la rivera para robarles la quincena, maniatados en la Trafic y calcinados dentro de ella; los dos drogones que se pasaron de rosca y amanecieron en pleno invierno tirados en la esquina (“cuando los levantaron, hicieron el mismo ruido que un trapo al despegarlo de la escarcha” diría la Micaela esa noche); la mujer y la hija asesinadas por un marido alcohólico y celoso (“a la nena la torturó antes de matarla, la torturó sexualmente”). Todos
habían sido mis clientes, pero yo no pude reconocerlos esa noche. Fue como si tuviese una nube delante de mí que me impedía ver quiénes eran en realidad. Esa noche me metí el orgullo en el orto y me crucé a lo de la Micaela. Me hizo pasar. Nunca había estado adentro de esa casa. Era espeluznante. Por todos lados se mezclaban estatuillas de santos con demonios. En un rincón había una virgen con el torso desnudo y un pequeño demonio se alimentaba de la sangre que emanaba de sus pechos. Cruces de madera se intercalaban con estrellas de cinco puntas. En altares improvisados en el piso, ardían velas rojas, negras y verdes. –Pase –me dijo–, siéntese. –Que vio anoche, Micaela –le pregunté, yendo al grano. –Una nube –me dijo, mientras preparaba un té. Yo le hice señas con la mano como diciéndole que a mí no me prepare nada–. Una nube oscura que emergía de la tierra. Se retorcía y se mezclaba en sí misma. Toda la cuadra se cubrió de un manto de podredumbre. Todos lo deben haber notado. Algunos habrán pensado que fueron las cloacas; otros, algún animal muerto. Pero era la nube. Yo realicé el pentagrama y miré por la ventana… y ahí estaba usted, agitando el caño contra la nube. –Yo no vi nada, Micaela. –No todos ven. Buscan paz. La buscan en donde se los invite a entrar. No es bueno que abra el negocio de madrugada, Don Manuel. –Ni empedo, Micaela. Después de lo que me cuenta, ni empedo. La vieja se quedó pensando. Se levantó del sillón, se acercó a la ventana y corrió la cortina con la mano para ver hacia afuera. Después volteó con el entrecejo fruncido. Se la notaba preocupada. –Además de la gente que ya no está ¿vio a alguien más? –¿Cómo, si vi a “alguien más”? –Sí. ¿Vio a alguien que aún esté vivo? –No ¿por? –Por nada, Don Manuel. Si no vio a ningún vivo todo está bien. Todo va a andar bien en el barrio. Después de eso me fui a mi casa. Pasó un tiempo y desde entonces espero un desenlace que aún no sucede. No sé bien que es, pero sé que algo oscuro y siniestro va a suceder. Después de todo, nunca le dije a la Micaela que esa noche había visto a Soledad atendiendo la caja. ***
Rogelio Oscar Retuerto, Rogelio Oscar Retuerto, argentino, nació el 18 de febrero de 1972 en Hurlingham, Buenos Aires. La mitología americana y las creencias populares adquirieron un papel de relevancia tanto en su formación literaria como musical. Su primer acercamiento a la literatura fue a temprana edad a través de la narrativa oral en la comunidad tonocoté de Mailín, de donde es oriunda su familia materna. Ha brindado charlas y talleres sobre mitología americana en el ciclo denominado “Fauna de las tinieblas”. Su obra la componen cuentos y novelas cortas de terror y ciencia ficción. En 2015 fundó la Revista Literaria Cruz Diablo con la finalidad de difundir la obra de los nuevos escritores del género fantástico. En 2016 Su novela “Las Elegidas” ganó el primer premio en el certamen Nacional de Literatura Erótica organizado por la secretaría de cultura de Mendoza.
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EL COLOCADOR DE P ARÉNTESIS TENIA SAGINATA
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iscutía con su mujer mientras atravesaba la autopista a gran velocidad y, como solía suceder, su estado de ánimo se había ido sulfurando hasta alcanzar un punto crítico. No se trataba de presentar los argumentos más contundentes sino además, mantener a raya una gran cantidad de energía tóxica que podía dispararse en cualquier dirección. Miguel sabía que el sarcasmo y la ironía, bien empleados, podían resultar hirientes. Pero en esta ocasión no le estaban funcionando, en cambio le preocupaba el impulso creciente de estrellar el puño en la cara de su interlocutora. La herramienta primigenia para acabar con las discusiones en la historia de la humanidad. Un martillo de carne y hueso y testosterona, claro que había que cruzar un límite. —¿…cuenta que no podés hacer nada bien? Ni siquiera una tarea sencilla como anotar a tus propias hijas en la escuela— estaba diciendo Milena. Miguel refrenó su fantasía de violencia pensando que no podía caer tan bajo. En lugar de replicar, cerró las manos sobre el volante y zigzagueó entre un Honda y un camión cisterna para recuperar el carril rápido. Apretó el acelerador hasta que la aguja marcó 160 km/hora. —¿Terminaste?— dijo, al final, con un tono tenso que demarcaba el esfuerzo por mantener el control. —¡No! ¡No terminé! ¡Ni siquiera estoy empezando! —gritó Milena con las mejillas rojas y tomó aire para enumerar una serie de sucesos recientes. Miguel apretó las mandíbulas al mismo tiempo que aplastaba el acelerador con la suela derecha de su zapato recién lustrado. El Audi pareció pegarse al pavimento y deslizarse hacia adelante como un meteorito entrando en la atmósfera. Sintió la agradable sensación de la inercia presionando su nuca contra el aterciopelado apoyacabezas y se dispuso a cerrar los oídos por los siguientes diez minutos. Hacía un tiempo que su mundo se había fraccionado de manera bastante drástica, dejando por un lado su exitosa carrera profesional (que había alcanzado su punto culmine con la postulación para la gerencia) y por otro, su desastroso matrimonio, que había caído en picada en los últimos meses, sobre todo cuando Milena decidió convertir en certeza la sospecha de sus secretos amoríos de oficina. —¡Estás yendo demasiado rápido! ¡En lugar de oírme te ponés a jugar al piloto de carreras! —¿Piloto de carreras? ¡Te recuerdo que estamos llegando tarde por tu culpa!
Miguel vio la aparatosa camioneta detenida con las balizas encendidas en el carril rápido unos cien metros por delante y calculó que podría correrse hacia la izquierda con un pequeño tirón del volante, una maniobra que había realizado un millón de veces antes, pero al mirar por el espejito lateral advirtió con pánico creciente que otro vehículo le obstruía el paso. Un ridículo yuppie –acaso una versión más joven de sí mismo– a toda velocidad y poniéndose justo a la par del Audi en el momento crucial. Alcanzó a ver que el idiota de traje iba enfrascado en una jovial conversación telefónica y que no estaba observando la situación inminente. Atrapado entre el guardarrail y el flanco izquierdo, y sin más opciones, apretó el freno con tanta fuerza que creyó que iba a quebrarse la pierna. Al mismo tiempo Milena clavó sus uñas en su antebrazo y le chilló en el oído un graznido de gaviota El Audi dio un brutal bandazo y colisionó lateralmente con el auto del yuppie. Fue un aplauso de carrocerías que arrojó una estela de chispas por el aire, y así y todo, Miguel y Milena contemplaron con horror como el Audi volvía a su carril todavía a una velocidad mortífera dispuesto a besarse ciegamente con la camioneta detenida unos pocos metros por delante. No hubo tiempo para mucho más. Emitieron cada uno un gruñido de antelación y la retina comenzó a jugarles tretas. Ante el inminente desenlace, extraños collages se armaron y desarmaron frente a su campo visual. La patente que decía MDR 236. El muñequito de goma con la cara de Snoopy pegado en la luneta trasera. Los rayos de un sol impertinente rebotando en los paragolpes cromados. Un caleidoscopio de luz girando a las revoluciones de una muerte altamente probable. Y en la última fracción de segundo, cuando el blanco pavor de sus mentes alcanzó la nota más alta, las cosas se pusieron aún más raras. Algo sucedió con el tiempo. Fue como si de pronto se sumergieran en una gota de resina de pino. Todo lo que estaba en movimiento se detuvo y la acción quedó suspendida en un coágulo aceitoso. El aire se cargó de electricidad y un olor a carne descompuesta les impregnó las fosas nasales. En un rapto de inspiración, Miguel pensó que así debía lucir el mundo si te inyectaban una dosis letal de rohypnol. —Hola mis queridos, ¿cómo están? ¿Qué es eso de ir peleando en el medio de la autopista? —La voz que salió por los altavoces del estéreo era aguda y risueña. Por el espejo retrovisor, un hombre con cabeza de lagarto los contemplaba con ojos fríos desde el asiento trasero. La mirada no se condecía con la voz, y aun así, comprendieron que se trataba del mismo ser. Miguel quiso gritar, pero sus labios apenas se despegaron. Sintió un prolongado espasmo titilante en su espina dorsal y comprendió que así funcionaba un escalofrío en cámara lenta. Estaba atrapado en una dimensión de lentitud infinitesimal y lo único que parecía moverse frenéticamente eran sus pensamientos. —Dos adultos responsables deberían saber que una colisión a semejante velocidad…Bueno, Ushhhhh….Debe doler mucho ¿No? En fin. Si todos los
mortales fueran responsables me quedaría sin trabajo —los parlantes se saturaron con un sonido de frituras, pero la extraña voz se abrió paso —. Me imagino que deben estar sorprendidos. Y no solo por mi presencia repentina, me refiero a que una pausa así no se ve todos los días ¡A qué no! Pero les daré una pista ¡Varias pistas! Ustedes dos, mis queridos tórtolos, han sido seleccionados para una pequeña prueba que les presentaré a continuación. ¿Están listos para oírlo? Miguel tenía los ojos clavados en la cabeza de lagarto que sobresalía de un impecable traje de Armani negro, el corte era perfecto y lo combinaba con una camisa blanca y una corbata de seda color terracota que era una locura. Se daba cuenta que su cordura estaba siendo drenada y buscaba un asidero al que aferrarse. Al parecer, el hombre lagarto no parecía estar sujeto a las reglas del tiempo coagulado. Lo había visto ladear la cabeza y observar por la ventanilla, el prodigio de la pausa cósmica –una creación que parecía pertenecerle– casi con desdén. La cabeza del lagarto volvió a posar sus ojos en él. Como si le hubiera leído el pensamiento, sus fauces se entreabrieron y dejaron ver dos hileras de dientes cortos y triangulares, una mueca feroz que también podía leerse como una sonrisa. —Oh, claro que es mi creación. Por eso mis colegas me han puesto este ridículo apodo: “Paréntesis” Ahora mismo estamos dentro de uno. Pero no nos corramos del tema. Les dije que deberían sortear una prueba ¿No? La prueba consiste en parpadear. Así de simple. El grito atrasado en la boca de Miguel comenzó a brotar en forma de quejido largo y sonó débilmente como un senil “gaaaaa…” —Les sugiero que coloquen todas las energías en esto, mis queridos. Es vital. Quien logre parpadear primero será salvado del terrible accidente que está a punto de producirse. Y el perdedor, bueno…el perdedor se irá en una bolsa negra hacia la morgue —el lagarto sacó una lengua bífida que viboreó eléctricamente en el aire por unos segundos —¿Listos? ( por supuesto que no lo están pero así es la vida )…Preparados…¡Ya! Miguel escuchó las absurdas palabras que salían por los parlantes y una parte de su cerebro las desdeñó como parte del sinsentido general que había invadido la realidad, pero al mismo tiempo, su espíritu competitivo activó los mecanismos para cerrar los ojos. Era curioso ahora que se ponía a pensar en el tema, sus párpados estaban yendo hacia arriba, pensó en las alas de un colibrí, dos membranas livianas y gráciles cuyo fugaz movimiento era dado por sentado y ahora, en el caprichoso devenir de una alucinación, real o no, parecía que su supervivencia dependía de ello. Sintió como sus párpados se detenían, accionados por el freno de mano cerebral y con lentitud pasmosa, comenzaban a descender para completar el guiño. En mitad de la faena lo atacó el pánico. ¿Qué tal si Milena estaba más cerca que él de completar el parpadeo? ¿Se precipitaría la velocidad normal del tiempo y se destrozaría la cabeza contra el
volante? ¿Quedaría reducido a un trapo sanguinolento como esos cadáveres que había visto una mañana al costado de la ruta? “¡Estás perdiendo el tiempo, imbécil!” No se había dado cuenta que también estaba intentando girar la cabeza para observar a Milena, pero el movimiento era apenas una insinuación y sus ojos no alcanzaban a percibir su rostro. El pánico creció. De pronto un pájaro intruso se incrustó en su mente. La perspectiva totalmente nueva de que tal vez Milena no estuviese intentando ganar. ¿No sería el último y perfecto golpe de gracia, muy de su estilo por cierto, para anunciarle que siempre había sido un egoísta y que se ponía por delante de todo? —Tic-tac —dijo el hombre lagarto a través del estéreo. Con desesperación, Miguel se concentró en el acto de cerrar los ojos. Procuró dejar de lado a Milena y las inciertas posibilidades de sus decisiones. Casi dolorosamente, oprimió músculos que no sabía que tenía. Sus párpados estaban ya entrecerrados, faltaba muy poco para completar la operación pero aun así la lentitud del acto era frustrante. Por la hendija de visión alcanzó a ver, a través del espejito retrovisor, los fríos ojos del demonio clavados en él. No pudo imaginarse en qué estaría pensando. Largos segundos después, sintió que sus párpados se cerraban completamente y el mundo volvió a la normalidad en medio de un estruendo que no alcanzó a tapar los aplausos entusiastas del intruso. En una fracción de segundo todo volvió a cobrar una velocidad feroz. El Audi salió disparado hacia la camioneta y colisionó sin remedio. Antes de que las dos carrocerías se enroscaran en una tormenta de fragmentos de vidrio, plástico y metal, Miguel alcanzó a ver el rostro de Milena y vio que ésta tenía los ojos casi cerrados. “Hija de puta” pensó, no sin cierto alivio de poner los acentos correctos en su visión del mundo donde nadie relucía con luz propia y cada cual atendía su juego. Y entonces, como si la pesadilla no fuera ya demasiado densa, el tiempo volvió a colapsar y todo se detuvo por segunda vez. Por los altavoces del estéreo apareció nuevamente la voz del hombre lagarto. —¡Bravo, Miguel! ¡Felicitaciones! Me olvidé de contarte que parte del premio es observar con detenimiento el proceso de muerte de tu competidor. No me lo agradezcas. ¡Te lo has ganado en buena ley! En los deformados segundos que siguieron, Miguel tuvo tiempo de ver brotar en cámara lenta el airbag del interior del volante, similar a un ectoplasma. Y también pudo ver, con definición cuadro por cuadro, como una parte del capot se retorcía hasta convertirse en un arpón y apuntaba con nefasta precisión hacia la cabeza de Milena. Luego, el parabrisas estalló en miles de fragmentos y todo se volvió de un rojo brillante, y la carne y los huesos del cráneo de Milena se hicieron picadillo. Y Miguel quiso cerrar los ojos, o arrancárselos con las manos, pero supo que para eso tardaría una eternidad. ***
Tenia Saginata nació en 1978 en el Delta del Tigre, es un huraño reconocido, autodidacta, inventor y coleccionista de armas de fuego. En 2001 cayó preso por incendiar cuatrocientas hectáreas de la segunda sección de la isla destinadas a la construcción de barrios privados y por erigir diques ilegales en arroyos y ríos, provocando un desastre ambiental sin precedentes. En el penal de Olmos escribió la novela “Nadal de Algodones” y el poemario “Paté de Cabeza de Gato” . No se considera a sí mismo escritor sino un solitario aburrido armado con lapicera. Desde su libertad en 2015, mantiene contactos muy esporádicos con el resto de la sociedad, eventualmente, suele enviar algún relato a revistas o editoriales poco conocidas, además de pequeños animales en estado de descomposición.
Si buscan a un tatuador común y corriente, entonces no pregunten por
GUIDO PERROTA.
Sencillamente, porque éste señor no sólo tatua sino que baila al son de los tentáculos del Cosmos. ¡¡Paraaaaá!! Nadie perseguirá plasmar así, sueños, conceptos y pesadillas con la misma presición. Tatuajería cósmica se define por el amor al detalle y el arte enroscados en la piel. Está dicho. Si tenés un desafío, un rompecabezas o una idea que te cueste diagramar en concreto, acá le pondrán el pecho, le pondrán el corazón,y por supuesto, le pondrán colores. No solo oscuridad, sino luz. Una pelea de fuerzas, un exacerbación de los sentidos. Más allá de todo eso, Guido Perrotta también es un amigo.
tatuajeriacosmica@gmail.com
EL ORO EN LAS ENTRAÑAS SEBASTIAN CHILANO
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a tormenta doblegó al forastero. Y aunque estaba empecinado en seguir su camino en la tierra sin huella, tuvo que desistir y buscar refugio en la primera casa que encontró. La vio desde lejos, una casa negra y a su lado un establo. Buscó primero entrar al establo y dormir como un intruso, pero no encontró puerta ni indicio de una forma humana de acceder al lugar. Caminó hasta la casa, que era más bien una montaña, y se detuvo ante el olor a bosta mojada, pensó que venía de la tierra, del establo, pero las miles de moscas pegadas en la mierda y el barro que formaban las paredes lo miraron, quietas y supo que el olor venía de la casa. El forastero dio la espalda, miró la tormenta cerrada en la noche, y hubiese preferido seguir, sabía que no podía volver: el camino era intransitable y los lobos y las alimañas lo esperaban para devorarlo. En el umbral lo recibió un enorme perro negro que mostró sus dientes sin ladrar. Un segundo perro, pariente por sangre de la negra bestia primera, se sumó a la exhibición de fuerzas probables. Una mujer, robusta, maloliente, abrió la puerta y lo recibió de mala gana. El forastero pidió alojamiento y la mujer, para su sorpresa, le dijo que podía quedarse. Después, la mujer tiró un trapo negro al suelo y los perros se abalanzaron a morderlo. Cada uno tiró de un extremo y el forastero pudo pasar. Adentro, la mujer le indicó que se sentara en una silla junto a un fuego amarillo que olía a cebo y eucalipto. El forastero se acomodó en procura de recuperar el calor. La mujer robusta y maloliente se fue de la sala y enseguida una niña muy hermosa salió con un plato de comida que puso en sus manos. La niña se acercó lo suficiente como para susurrarle. Le dijo que la mujer no era una mujer, era un demonio antiguo y perverso que doblegaba el espíritu de los viajeros para robarles el alma. Le dijo que debía cuidarse de los perros, que también eran demonios, de esos demonios que sabían destrozar un cuerpo para conseguir el oro oculto en las vísceras de los hombres. Escucharon un ruido, la niña se retiró y la mujer robusta regresó. El forastero sintió que debía matarla allí mismo. Que debía sacar su espada y evitar que la voz o la mirada de la mujer lo enloquecieran. Pero no lo hizo. La mujer le preguntó si la comida era rica. El forastero dijo que no. La mujer preguntó, entonces, por la historia del hombre. Dijo que al darle alojamiento adquiría el
derecho de saber. El forastero contó que hacía un año, días más, días menos, él y dieciséis soldados habían partido en una expedición santa rumbo a la ciudad de Pérgamo y dijo que a medio camino, en plena Asia Menor, ya seis de sus compañeros habían muerto, a causa de sus enemigos, y también de los demonios de la noche. Dos más murieron entre violentas convulsiones y los otros cuatro cumplieron la etapa final de sus enfermedades pustulosas antes de terminar el viaje. El forastero contó que los nueve que entraron con él en la ciudad de Pérgamo y que enseguida se vieron acosados por el influjo del mal. –Dicen que no hay espada que pueda enfrentarse al demonio, pero el mango que sostiene el metal da una firmeza que muchas veces la palabra no permite. El forastero contó que a espada mataron a dos viudas que quisieron darles de comer cerdo mezclado con grasa de niños. Y que a cuchillo degollaron a un soldado que blasfemó el nombre de Dios al verlos pasar. –Pero los amigos del demonio eran muchos y pocos los creyentes en la ciudad maldita donde Juan, el discípulo, nos mandó buscar el trono de Satanás– dijo el forastero. La primera noche desaparecieron tres más y tres días con sus noches después ninguno de los sobrevivientes podía ya dormir. El insomnio los enloqueció. Y la desconfianza a los alimentos que les ofrecían le dio al hambre una furia adicional. Solamente dos salieron vivos de la ciudad, pero sin haber visto el trono del demonio y sin haber sufrido más crueldad que la de los hombres. Al volver, fueron interrogados. Agotadas las palabras, los desnudaron para revisarlos de pies a cabezas en busca de las marcas que delataran un pacto con el demonio. Por suerte, temeroso y previsor, en el viaje de regreso el forastero dijo que se hizo arrancar del antebrazo un lunar que lo acompañaba desde la infancia. La espada que no lo protegió del demonio, sirvió para evitar que me ajusticiaran en su nombre. Su último compañero no tuvo tanta suerte y murió culpa de una deformidad que las mujeres y la sífilis le habían causado. El forastero dijo entonces que huyó y que durante su huida había perdido primero el rumbo y después se había perdido en la tormenta hasta encontrar la casa. La mujer le dijo que no le permitiría dormir con ellas. Debía entenderlas, podía darle comida y techo, pero no por eso confiaría en él. La confianza requiere tiempo y ver las cicatrices con la luz del sol. La mujer dijo que no podía confiar en ningún hombre. Dijo que la ciudad maldita no los enloquece, os muestra como en verdad son. Después de comer, el forastero aceptó ocupar su lugar en el establo. Por una puerta en la casa bajaron a un túnel y por ese
pasadizo apenas iluminado por la vela que la mujer sostenía llegaron al interior del establo. El forastero había visto una sola vez a la niña y sin embargo no podía dejar de pensar en sus palabras. En el túnel, pensó en desenvainar la espada y ensartar a la mujer por la espalda. Pero no lo hizo. La mujer le indicó un lugar en el piso para dormir y le dejó la vela, ella volvió a la casa por el túnel sin más ayuda que sus manos y el recuerdo. El forastero se echó en el piso. Olvidado de las precauciones, satisfecho por una comida caliente y el cuerpo húmedo pero al abrigo de la tormenta, se durmió casi de inmediato. Lo despertó un dolor insoportable. Algo le quemaba el cuerpo y un frío de acero lo atravesaba contactándolo con la tierra. Abrió los ojos. La niña acababa de clavarle su propia espada en el estómago. La sangre y el dolor lo hicieron doblarse. Pero la espada lo estaqueaba al suelo. Puso las manos y tiró, pero no tenía fuerza para desenterrarla. Aflojó la fuerza al tiempo que la sangre salía de su cuerpo. Se dejó caer para ver cómo la niña le arrancaba el intestino: cortó un trozo con un cuchillo se los dio a los dos perros. Los tres masticaron hasta escupir dos pequeños trozos de oro. –Una madre primeriza dio a luz una bestia con cara de lobo y cola de serpiente –dijo la niña–. El párroco ordenó que se le arrancara la cabeza con una espada cuyo filo hubiese estado en Tierra Santa y él mismo bendijo el metal con agua sagrada. Dicen que tres veces trataron de cortarle la cabeza y tres veces la espada se doblegó ante la dureza del cuello de la bestia. Dicen que la madre confesó ser amante del Diablo. Dicen que el párroco se ahorcó esa noche y el caballero que prestó su espada se ahogó en su propio vómito alcohólico una semana después. Dicen que le devolvieron la criatura a su madre y que la marginaron del mundo, para que vivieran por su cuenta. Dicen que con el tiempo las deformidades de la criatura mejoraron: su cola de serpiente se secó y su cara de lobo se hizo tan humana como atractiva. Puede que haya sido así. Sé con qué esmero mi madre me enseñó lo poco que ella sabe. Y sé lo difícil que es para ella dejarme volver al mundo. De mi padre aprendí más cosas, en secreto, sin que mi madre lo sepa, claro, porque todo el mundo lo odia, incluso ella. ***
Sebastián Chilano nació en 1976 y vive en Mar del Plata, es médico y escritor. Ha publicado las novelas Riña de gallos (Ediciones B, 2010); Las reglas de Burroughs (Gárgola, 2012), que fue ganadora del concurso “Laura Palmer no ha muerto”; Tan lejos que es mentira (Letra Sudaca, 2013); y Méndez (Vestales, 2014). Ha creado, además, en coautoría con Fernando del Rio, las novelas de la saga de Furca: La cola del lagarto (Ediciones B, 2009) y El geriátrico (Ediciones B, 2011). En 2012, recibió el premio Alfonsina Storni en el rubro Creación Literaria.
LA INVOCACIÓN HERNÁN DE ÁVILA
ESCENA 1 – NOCHE – EXTERIOR – ENTRADA DE LA CASA. Un auto entra a un patio de una casa. Un guardaespaldas vigila la entrada con un perro. Silencio. Leticia (24, sensual, ágil y decidida) baja, firme y abre el baúl. Del lado del acompañante baja Amanda (26, oscura, seria y enigmática). Entre las dos sacan un cuerpo del auto. También arrojan a un costado dos palas. Sonido: Noche, grillos.
ESCENA 2 – NOCHE – INTERIOR – CASA de Amanda. Amanda, Leticia y Ariel (joven, 24, simpático) están bebiendo y riéndose. A un costado Leticia introduce un polvo en el vaso de Ariel, lo revuelve y se lo ofrece. Sonido: Murmullos. Música electrónica. ESCENA 3 – NOCHE – EXTERIOR – Patio DE LA CASA. Leticia abre el libro y lo acerca al auto para iluminarlo. Amanda se acerca. Toma el libro. ESCENA 4 – NOCHE – INTERIOR – CASA de Amanda. Amanda tiene un libro entre las manos. El cuerpo semidesnudo de Ariel está sobre la mesa. Hay velas encendidas. Amanda “Para obtener lo que se desea, primero debe ofrecer una vida
joven. Al señor de la oscuridad le agradan los hombres jóvenes, Leticia y Amanda dibujan signos con un marcador en el cuerpo de Ariel. Amanda …debes marcarlo con los signos abajo descriptos. A la noche, en noche de luna llena entierra tu ofrenda. Tu esclavo despertará y traerá consigo el poder que deseabas… Sonido:
Susurro
de
mujer
(encantamiento).
ESCENA 5 – NOCHE – EXTERIOR – Patio DE LA CASA. Amanda y Leticia están haciendo un pozo. (Contraluz)
Leticia ¿Tiene que ser muy profundo? Amanda Con que cubra el cuerpo, ya Está. Arrojan el cuerpo, semidesnudo y con símbolos en él, luego, ambas le tiran tierra. Sonido: Noche, grillos. ESCENA 6 – NOCHE – INTERIOR – ENTRADA DE LA CASA. Amanda y Leticia entran a la casa. Se sacuden la tierra y se arreglan. Están limpias. Amanda deja el libro en la mesa y abre una botella de vino. Chocan las copas. Leticia
Por el poder. Amanda Por el poder, por siempre. Beben. ESCENA 7 – NOCHE – EXTERIOR – PATIO DE LA CASA. Una mano sale de la tumba. Luego otra. Sonido:Música incidental. Grillos. ESCENA 8 – NOCHE – INTERIOR – CASA. Un viento sopla y las luces se prenden y se apagan. La puerta se abre abruptamente y se ve una figura. Leticia se levanta y sin miedo se acerca a la puerta. Leticia ¡Nuestro esclavo! Una mano atraviesa el vientre de Leticia y sale por su espalda. Cae sin vida, a un costado, como un muñeco de trapo. Amanda, horrorizada gira para escapar. Abre la boca pero no puede emitir sonido, ni siquiera moverse. La figura tiene la mano extendida hacia ella, controlándola. El muerto (Voz gutural) El Señor de la Oscuridad les da las gracias por la ofrenda, y les dará lo prometido. Amanda levita como una estatua, de espaldas, hacia el muerto. Este la toma del cuello y lo gira. Amanda cae sin vida. Y el muerto detrás de ella. ESCENA 9 – NOCHE – INTERIOR – CASA de Amanda.
Amanda y Leticia están alrededor del cuerpo Ariel. Amanda lee pasajes en voz alta. Se detiene. Amanda …pero recuerda que todo cumplirá si tu también trasciendes la muerte…
de
se
Ambas se miran en silencio. Leticia Hagámoslo. Se funde a negro. ESCENA 10 – NOCHE – INTERIOR – CASA de Amanda. Los tres cuerpos tirados en la cocina. Del cuerpo de Leticia la sangre retorna por la herida. Los ojos de Amanda se abren abruptamente. ESCENA 11 – NOCHE – EXTERIOR – CALLE DE WANDA. Las brujas vestidas elegantemente desfilan con su esclavo. (Fade in) Funde a negro *** Hernán de Ávila. Nació el 25 de octubre de 1978. Creció en Troncos del talar, Tigre. Profesor de Lengua y Literatura en escuelas públicas, lector de literatura fantástica y cinéfilo, desde pequeño; hizo diversos cursos y seminarios de cine, y tuvo un importante paso por el Centro de Investigación Cinematográfica que asentó su pasión como Realizador independiente. Actualmente enseña, escribe y dirige sus propios guiones.
AUTOR: DANILO TENORIO
CONOCER ANTES DE JUZGAR: LA HISTORIA DE LA NACIÓN DE LOS ATEOS Y SANATEOS FERNANDO CATZ
Facebook: Ya está pasando
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os eventos de la última semana provocaron conmoción en nuestra sociedad. Las medidas no se hicieron esperar: operativos en los barrios, cambios en la legislación, atribuciones extraordinarias. Pero los ancestros nos reclaman ser cautos para restablecer los lazos comunitarios y el equilibrio natural. Nuestro Pueblo hunde como ninguno sus raíces en la historia, y siempre bebe de ella para nutrirse: esta no debe ser la excepción. Incluso lo impactante, sobre todo ello, nos requiere germinar nuestras reacciones. Los invito a leer estas palabras y dejar decantar sus ideas antes de dejarse llevar por los impulsos. Este texto no espera tener la verdad, sino tan sólo aportar elementos para que se abra camino por su cuenta, en nuestras comunidades en su elaboración colectiva. Cuando empezó la Edad de la Religión, el mundo se fue dividiendo nuevamente, no esta vez en Estados Nación, sino en distintos bloques de creencias. En estos contextos, las religiones fueron retomando no sólo el dominio del aparato estatal, sino una fuerza en la vida cotidiana y la identidad de las personas que tal vez nunca en la historia habían tenido. Se articulaba el control de la milenaria Iglesia junto con la precisión de la biopolítica positivista de los Estados Burocráticos y la delación vecinal del pequeño pueblo y la comunidad tradicional. El gran quiebre no fue, como se pensaba, en países islámicos, sino la instauración de la República Evangélica de Brasil, que desató un efecto dominó. Las elites políticas del mundo notaron que si no se transformaban rápidamente bajo principios religiosos, no podrían sostener su estabilidad y fuentes de poder. El Estado Plurinacional de Bolivia decidió, después de encarnizados debates, redefinirse como Estado Incaico, “de modo defensivo, para evitar una conversión impuesta y colonizadora al catolicismo, aunque estableceremos un orden tolerante y liberal con las religiones, en el marco del equilibrio de las comunidades y el respeto de la cosmovisión andina”. Frente a estas definiciones, los países centrales no tardaron en formalizar lo que ya existía desde antes. EE.UU. se proclamó “país destinado por Dios a defender la Libertad en el
Mundo, y por la Libertad del Mundo a defender a Dios”; la Unión Europea se adaptó como “Confederación Parlamentaria del Vaticano”, etc. Esta escalada no se desencadenaba sólo a nivel de los gobernantes, ni era sólo formal. La crisis civilizatoria mundial había llevado a muchos a un fanatismo nunca antes visto. Un sector de la población fue el más perjudicado: el de los que no tenían religión. Los Estados sabían que muchos de sus funcionarios no veían a los dogmas como algo creíble; a lo sumo, como una cuestión de sentimientos íntimos, pero no que debiera guiar las acciones de las personas y los grupos. Estos cumplían roles destacados en el gobierno así como en la sociedad civil: empresarios, intelectuales, obreros calificados, eran muy funcionales y competentes, además de tener sus cuotas de poder. Sin embargo, empezaron a ser muy mal vistos por los creyentes. Se instaló este razonamiento: los que tienen una religión al menos creen en algo, pueden irse a los países que conservan sus valores. ¿Pero los ateos? Estos no tienen fe en nada, entonces deben sólo pensar en ellos, son perversos, son demoníacos, son peligrosos. No se sabe en qué creen, no se sabe a quiénes defienden, no hay que expulsarlos o negociar: hay que liquidarlos. Nunca se puede confiar en un ateo. Los ateos fueron entonces escondiendo sus creencias, o mejor dicho, su falta de creencias. Al principio fue sólo cuestión de disimular, ser discretos. Frente a situaciones de violencia creciente, algunos migraron hacia zonas que creían más tolerantes. Otros, sea por falta de dinero, sea porque ya no había a donde escapar, decidieron convertirse. Bajo ese manto religioso, muchos conservaron sus creencias escondidas, o al menos parte de su modo de vida fue mezclándose subterráneamente con las prácticas religiosas. Durante la Gran Guerra Santa Mundial, algunas regiones se convirtieron en tierra de nadie. Áreas donde los enfrentamientos cruzados no dejaban un claro control. La resistencia atea emergió nuevamente: conocía la clandestinidad, era efectiva en su organización, sus golpes estaban bien calculados. En ese contexto surgió la Zona Liberada de los Dioses. Fue un período en que, pese a las privaciones y los dolores de la guerra, una esperanza se abrió para muchos. Su nombre no se debía a una adscripción atea sino, por el contrario, a que se planteó como un espacio de recepción de refugiados de distintas religiones que convivían más allá de la Fe de cada uno. Poco a poco creció, armó una estructura administrativa, protoleyes… Finalmente, fue destruída por el “Eje de la Virtud” de una manera brutal, sin ninguna piedad. Esto sucedió cuando el Eje estaba ya declinando sus fuerzas. La “Coalición de la Fe Libre” dirigió sus esfuerzos hacia otros frentes de batalla, escudada bajo “razones estratégicas”.
Sin embargo, existe la sospecha de que lo que buscaba precisamente era dejar el trabajo sucio en manos del Eje. Algunas fuentes hablan de reuniones secretas donde ambos bandos complotaron para la destrucción de la Zona, a la que comprendían como “liberada de los dioses y abandonada a la perversión”. En el marco de la posguerra, más por el caos que por la liberalidad, los ateos del mundo salieron a la luz como hace mucho no lo podían hacer. Por primera vez se consiguió realizar una Convención Atea Mundial. En sus inicios fue ideada como un evento cultural. Se establecieron estrictas normas de autocensura para no tocar las creencias ni los ánimos de ninguna religión. El mundo las reconoció como un verdadero Renacimiento del arte y la ciencia. Pero lo más recordado, es que ciertos debates tomaron el carácter de asambleas espontáneas. Aunque no había ideologías establecidas, representantes de todo el mundo fueron perfilando los dos sectores en los que se dividieron las opiniones del ateísmo: los ateos internacionales y los sanateos. En ese entonces se mezclaban ideas muy diferentes (y partidarios e intereses distintos también). Por ejemplo, entre los que posteriormente fueron llamados ateos internacionales, había algunos “ateos ideológicos” o “ateos políticos” que querían que el mundo evolucionara en su conjunto hacia el ateísmo, que debería haber libertad de culto y no culto, que la historia iría superando la Era de la Religión y debía organizarse un movimiento ateo mundial. Otros, “ateos liberales”, sostenían que el ateísmo no era otra religión, sino simplemente algo personal, y reivindicaban que los ateos en su ámbito privado pudieran cultivar sus creencias y llevar una vida sin persecuciones en cualquier lugar del mundo, dado que no molestaban a nadie. En el otro extremo estaban los que decían que, para poder defenderse, el ateísmo debía transformarse en una especie de religión codificada y conseguir o conquistar una zona en el mundo donde conformar su propio Estado-Religión. Estos son los que se denominarán posteriormente los Sanateos. Pocos meses después un panfleto anónimo estremecía al mundo traducido en decenas de idiomas. El documento estableció las bases del sanateísmo: normas básicas de cómo pensar la sociedad, códigos de conducta, instituciones que señalarían qué debían hacer y pensar los sanateos. Los ateos internacionalistas se abrieron y cuestionaron duramente varios puntos. Por un lado el hecho de que se estaba transformando al ateísmo en lo contrario de lo que siempre había “predicado”, es decir, un dogma. Por el otro, una visión que distorsionaba la verdad sobre la Zona Liberada de los Dioses, proyectando hacia atrás imaginariamente, como si hubiera sucedido, lo que en realidad se quería construir en el futuro.
La historia del Estado Sanateo es difícil de reconstruir, por su propia complejidad y por las fuentes facciosas que la relatan. Algunos hechos son incontestables: su surgimiento por la negociación de los intereses geopolíticos de los Estados poderosos del mundo, su creciente ortodoxia, superando en dogmatismo y fanatismo a muchas religiones, su política implacable de expulsión contra las poblaciones originarias del territorio y de represión de las disidencias internas, y su final trágico, cuando se embarcó en una guerra contra los Estados vecinos y fue masacrada sin contar con ninguno de los apoyos que había previsto. El mundo ya veía con malos ojos al Sanateísmo, no sólo por los viejos prejuicios anti ateos, sino sobre todo por considerarlo un Estado sectario, voraz y asesino. Muchos sanateos debieron ser auxiliados por redes del ateísmo internacional. No eran los primeros. Esas redes clandestinas habían sido por décadas, y aún lo siguen siendo, la más firme base de apoyo para los movimientos de las personas que deben huir, sea por causas de creencia, políticas o económicas. Los ateos se han ganado así la simpatía de miles de los parias que no son contenidos por los Estados Religión, megaestructuras cada vez más endebles que no consiguen resolver los problemas que aquejan al mundo. Hasta ahora, el llamado ateísmo popular, que se extendió entre muchas personas, parecía simplemente una especie de moda, de entretenimiento o de complemento de los que buscaban equilibrar con otras fuentes deseos o necesidades que su religión no contemplaba. Pero entre los jóvenes, se ha extendido una nueva ideología ateísta que habla de zonas libres multiplicándose en todos los Estados, allí donde la Religión no convence o no llega, coordinándose y abasteciéndose mutuamente cada vez más. Incluso, en donde la intolerancia de las Religiones se transforma en dictadura, el ateísmo podría arrogarse la resistencia, como si los portadores de valores sin dios fueran los que defendieran los de todos los creyentes. Cuando todavía estamos conmovidos por los últimos hechos, no es de extrañar que, como se empieza a decir, existan firmes bases organizativas por detrás, basadas en una ideología ateísta. Medidas apresuradas y autoritarias pueden ser infructuosas e incluso contraproducentes. No se debe caer en una lectura fácil. El ateísmo no es un monstruo, sino un producto del largo Pachakutik que atraviesa cíclicamente el cosmos. La memoria del pasado siempre fue lo que mantuvo vivo a nuestro pueblo, como portador del respeto al equilibrio en la naturaleza. Para no abonar los extremismos ateos, busquemos darle un lugar a lo que hay en él de nutritivo para nuestro cuerpo común. Que la
sabiduría de los ancestros nos ayude a comprender sus motivos, y que este ciclo de la historia pueda fluir hacia un nuevo despertar, para que el equilibrio renazca de las entrañas de la Pachamama. Jallalla Nota: La polémica en torno a la naturaleza de este documento no deja de reavivar el interés que provoca. Quienes se dicen descendientes del autor, lo habrían recuperado entre sus pertenencias luego de que falleciera, para conservarlo por generaciones. Habría sido escrito por un amauta quien fue expulsado de su ocupación como sabio consejero en el Estado Incaico luego de intentar infructuosamente publicarlo en un medio de amplia difusión. Las condiciones de su muerte nunca han sido aclaradas. Se encontraron noticias de cierto funcionario víctima de un grupo de personas que actuó espontáneamente. Los presuntos familiares sostienen que esa turba tenía vinculaciones con la estructura regular de la cosmovisión andina. ¿Qué intenciones lo movieron a escribir? ¿Se trataba de un ateísta? ¿Fue su muerte organizada desde el poder? Sólo Dios, que es grande y misericordioso, lo sabe todo. *** Mi nombre es Fernando Catz, soy escritor pero también fui otras cosas, como sociólogo, camarógrafo, docente y torrista. Ahora estoy escribiendo mi primera novela y se va a publicar un libro de cuentos por editorial Milena Caserola que se llama Ya está pasando, de donde sale este cuento. Para leer más y ver novedades pueden visitar: https://www.facebook.com/yaestariapasando
ILUSTRACIONES DE SOFÍA LAPACÓ
MANIFIES TO
ESCOLOPENDRA
En defensa del género terror en todas sus variantes, el Manifiesto Escolopendra surge para destruir al enemigo (interno o externo) y reconocer las más tóxicas facetas del presente. Nos han robado la capacidad de disponer del asombro, motor último de la inspiración y por lo tanto de la creación, entendimiento y divulgación del arte. Nuestro asombro se ha visto atropellado por el caudal de información y estímulos resultante de la nueva era de comunicaciones. Nos hallamos en un trance de embotamiento emocional que no solo nos aleja de nuestra naturaleza creativa sino que nos convierte en un mero instrumento del comercio, nos degrada a ganado de la propaganda, susceptibles a dogmas impuestos por el marketing empresarial , donde impera el mandato de un consumismo ciego e indiscriminado. El mensaje que destila la sociedad tal cual la conocemos hoy: Primero compro; luego existo. Compro lo que todos compran. Consumo lo que todos consumen. Produzco lo que todos producen. Y es que las condiciones que establecen que un individuo sea reconocido como ciudadano, es decir, aceptado socialmente se resume precisamente a su capacidad de consumo. Esto no es nuevo, el status social siempre estuvo ligado a la acumulación de riquezas, pero lo que surge en contraste hoy en día es la incapacidad de señalarlo como causante principal del nuevo orden, que cada vez inyecta más y más anestesia en nuestro sistema nervioso. En ese sentido, ya no somos lectores de la realidad. Estamos dejando de serlo. En el marco que nos interesa, la ambición de poder y riqueza es una aberración ipso facto. El daño que provocan estas fantasías sobre todas las cosas que nos rodean es proporcional al egoísmo inculcado por la falsa idea de progreso. Un lector debería ser un peregrino, un sabio. Un escritor debería ser un mendigo, en las puertas de un templo. Existe un bombardeo intensivo y perverso de los sentidos a la que nos someten los medios de comunicación y las redes sociales, con el único propósito de conseguir un vaciamiento intelectual masivo. Propósito que se ha conseguido con creces. Nos han hecho creer que lo tibio es el límite. Nacidos de la aversión de esta conciencia, señalamos al género como objeto del arte y como vehículo, no solo para denunciar y aborrecer los mecanismos establecidos sino como oportunidad de manifestar una corriente única y diversa dentro del pensamiento colectivo. Sin intención de caer en dogmas o sectas del discursillo político clásico, alentamos a la libre expresión, a lo políticamente incorrecto, a la persecución de la obra de arte como medio liberador de conciencias, a la fuerza creadora inherente a cada uno de nosotros y que nos reivindica como seres vivos. Nuestra idea primaria, es urgente y vital escribir terror para despertar a los indiferentes, movilizar a los apáticos, generar un sentimiento de grupo en lucha común contra un sistema que asfixia y paraliza el potencial de las mentes creativas. Para lograr esto creemos necesario reunir exponentes de la verdadera libre expresión, personas que coloquen sus prioridades en lo auténtico. El Manifiesto Escolopendra es un virus dentro del virus. Propone un cambio en las costumbres, un desafío de orden sensitivo, colocar la belleza y la fealdad en igualdad moral, emplear el humor no ya como escudo sino como arma, recurrir al shock discursivo para invertir los argumentos de siempre, arrancar la poesía y la prosa del acartonamiento cobarde y chato en la que anida. Despojar a los gurúes de la literatura de su podio eterno. Matar al padre. Descreer de los consagrados del arte socialmente aceptado. Crear un frente de Contra/pensadores, Sub/pensadores / Anti/pensadores. Derrocar a los viejos para dejarle la página en blanco a los nuevos. Es hora de entender que la palabra es el campo de batalla. La palabra es la semilla para conceptos nuevos. Para abrir los ojos. Para dejar de tenerle miedo al mundo real. Para superarse de una vez por todas.
L A M AL A S A N G R E LUCIANA BACA
N
o, otra vez no, quiso decir pero se escuchó algo así como “Dotravedo”. Los dedos de él estaban metidos en su boca. Del campo llegaban el sonido de los grillos y los chillidos constantes de los chanchos. Pero ellos no los advertían porque estaban acostumbrados. Hacía ya casi diez años que vivían allí, en Vuelta de Obligado, en un ranchito de cartón y chapa a la vera marrón del Paraná. El calor era húmedo y pegajoso. —Vestite, boba. Tenés que alimentar a los bichos. Lucía se cambió rápido. Tenía el cuerpo pegoteado por la transpiración. En su idiotez sabía que él, en ese momento, debía quedarse solo. Cada vez que lo hacían era así. Desde que se mandaron la cagada aquella, él le dejó bien en claro que nunca más lo iban a joder. Que él, nieto orgulloso de Franz Beilschmidt, no podía permitir que eso ocurriera de nuevo. Entonces, juró a los gritos (los bichos chirriaban más cuando él gritaba) que nunca más le iba a acabar adentro salvo que se la metiera por atrás. Aseguró que el semen que no era expulsado se metía en la sangre y la fortificaba. Eso era lo que necesitaban para que aquello no volviera a ocurrir: purificar la sangre. Respiró hondo y se agarró las bolas con las dos manos. Pensó en los ojos azules y el pelo rubio de Lucía. Lo tenía por debajo de la cintura. Él no dejaba que se lo cortase o lo atase. La mujer pura debía trabajar en el campo. Pensó en la mirada idiota, sin ningún brillo, de Lucía y con eso fue necesario. … —Dale, moma ¡Hacé el churrasco que tengo hambre! Tenía que cocinar desnuda y trabajar con el cuerpo cubierto, aún en el verano, porque para el Alemán (como lo conocían todos al nieto de Beilschmidt aunque su apellido era Juárez) la piel debía ser blanca. Como la leche. —Ale, ¿por qué no vas más al arándano? — quiso preguntar Lucía pero él oyó “Podquenovadandano”. La grasa del churrasco le salpicaba el vientre desnudo. —Arándano, pelotuda ¡Hablá bien! ¡Arándano! —Adandano. —A-rán-da-no. —Adandano.
El Alemán la agarró del pelo y se lo hizo repetir varias veces pero Lucía no pudo. Comió el bife en la plancha, el metal caliente apoyado en la espalda de su mujer. La mujer agachada en el piso de tierra. —Ya te voy a enseñar a vos a preocuparte por lo que hago y lo que no. Vestite y andá a darle de comer a los bichos. … Esa noche, él se la metió en la boca. —A ver si con esto aprendés a hablar bien, mobólica. La tuvo que sacar enseguida. Lucía tenía, de nacimiento, los dientes inclinados hacia afuera y una deformación en el paladar. Sin querer, como ya había pasado otras veces, lo había lastimado. —Ni para puta servís ¡Agarrá el cajón de duraznos! Hoy te toca dormir ahí. Lucía sabía que el cajón significaba estar sentada durante toda la noche sobre las maderas astilladas. Desnuda, por supuesto. Dentro de la casa debía estar siempre desnuda. Pero el día comenzaba temprano para ella. —Cambiate y dale de comer a los bichos. … El Alemán chupaba un mate amargo en la puerta del rancho con uno de los cusquitos acurrucado entre las piernas. Pasó caminando uno de los peones que trabajaba con él en los arándanos. —Alemán, ¿no laburás hoy? —No, Chaco, me tomé un año sabástico, como se dice. — ¿Y la Lucía? Hace rato que no se la ve en el pueblo. —Bien, bien. —No me mientas, Alemán. Esa piba no quedó bien. Vos sabés que yo la conozco dende que era changuita. La tiró patrás la muerte de los gurisitos. … —¿Les diste de comer a los bichos? ¿Qué hacés vestida, entonces? Cociná que tengo hambre. … —¡Ade! ¡Ade! —¿Qué mierda querés? ¡Ni la siesta puedo dormir, la puta que te parió! ¿Qué hacés vestida, eh? ¿¡Qué hacés vestida!? —¡Ade! ¡Ade! ¡Adí! ¡Adí! — la mujer señalaba el lugar donde estaban los bichos. Lloraba. Entre los chanchos, marrón de mierda y barro, una nena de unos diez años tirada boca abajo. Desnuda. Muerta.
Mientras el Alemán sacaba el cadáver de una de sus hijas —esas aberraciones de sangre impura— la otra lo observaba echada junto a los chanchos. La misma mirada idiota de la madre. El Alemán le ordenó a Lucía que hiciera un pozo detrás del gallinero y que allí metiera el cuerpito de su hija sin nombre. Después que lo tapó, entró en la casa, se desnudó y comenzó a cocinar para los bichos que quedaban. … Los ojos le perforaban la nuca al Alemán. Azules y sin brillo como los de la madre. —¿¡Y vos qué mierda mirás!? La chica se paró y movió la cabeza para los costados, como los perros cuando escuchan con atención. El Alemán pudo ver que tenía las mismas tetas que Lucía. … Esa noche le entró por atrás, con fuerza y en seco. Lucía lloraba. Él no pudo aguantarse y le largó la leche adentro cuando pensó en su hija. … —¿Pod qué ados adandanos, Ade? Do de dusta. —Vestite y andá. Yo le cocino a los bichos. Ni bien se fue la mujer, él se acercó al chiquero con una pinza. No iba a permitir que su hija se la lastimara cuando se la chupara. Como la madre. … Esa vez tampoco se aguantó. A veces era mejor así. … Le calentaba esa boca sin dientes. Suave. La boca de su hija. Le calentaba a pesar del olor a mierda, las moscas y los gritos de los chanchos. … Esa tarde, Lucía volvió antes. No era tan estúpida después de todo. Celos, venganza o cansancio. Quién sabe. Le pegó con la plancha de los churrascos en la nuca. Estaba tan grasosa que se le resbaló. Gotas de semen salpicaron la cara de su hija. Ella gritó. Nunca habló pero esa tarde, gritó. … El Alemán convaleció durante tres días y tres noches. Como Lucía no alimentó a los chanchos (esa misma tarde desapareció del pueblo), la policía encontró un cadáver bastante maltrecho.
Luciana Baca (San Pedro, Buenos Aires, 1985) Es licenciada en Gestión Educativa (UNTREF) y Licenciada en Lengua y Comunicación (CAECE), profesora de Literatura, cinéfila, amante del cabernet, estudiante apasionada de francés y, en los ratos libres, escritora y correctora. En su ciudad natal, coordina el colectivo cultural Perro Gris destinado a la edición, publicación y encuadernación artesanal de obras literarias de escritores nóveles. El presente cuento fue publicado originalmente en el tomo TacoAguja, de la Colección Pelos de Punta, bajo el seudónimo Daniela Quintana.