Buenas tardes, señ oras y señ ores. Bienvenidos a The Wax Nº 5. En estos meses de silencio, mi equipo de enanos polivalentes y yo, con paciencia y premeditació n, hemos preparado un nú mero especialmente horrible, donde esperamos que se sientan como en casa. Tenemos entre manos un maloliente desfile de historias con altas dosis de decadencia, rigor mortis y putrefacció n que hará las delicias de copró fagos purulentos y curiosos mentenegras tragacharcos rascabichos como ustedes, queridı́simos lectores. Lo sabemos. ¿Acaso hay algo má s encaminado (ademá s de las potestades eclesiá sticas en relació n a corromper culitos castos) que una revista que entiende a la perfecció n el gusto de sus suscriptores? Nah. Estamos contentos porque sabemos que está n ahı́. O para citar a un milló n de pelı́culas de culto: Sabemos que está n entre nosotros. Es decir, cada vez má s, nosotros estamos entre ellos. ¿Ustedes tambié n está n con ellos? Difı́cil saberlo. La paranoia suele suscitar preguntas molestas, incluso en esta editorial… Y eso no tiene nada que ver con tomar o no tomar la medicació n, má s allá de lo que pueda opinar el licenciado. ¿O te crees que me olvidé que mientras yo estaba escribiendo esto, vos te relamı́as y lanzabas ese chisme asqueroso acerca de mi naturaleza de fetiche de axilas? La recalcada concha de tu madre, hijo de mi puta Tendrá s tu respuesta muy pronto ( en forma de tu perrito favorito, para armar ) Volviendo al punto. ¿Ustedes quié nes son? ¡Y por el amor de Dios! ¿Qué hacen acá ? Olvı́dense del Yoga. Salgan a robar o maten a alguien. Tenia Saginata.
Revista The Wax quiere agradecer especialmente a todos aquellos niños que todavía no han crecido para robarnos el oxígeno, la comida, y lo más importante; nuestro derecho a decir que somos mejores que ellos. ESTE ES UN EMPRENDIMIENTO ARTESANAL. EN MÁS DE UN SENTIDO, SIGNIFICA QUE MUCHAS DE LAS IMÁGENES UTILIZADAS PARA SU CONFECCION HAN SIDO ROBAD…. SE AGRADECE DIFUSION Y ASESORÍA LEGAL.
MAGDALENA / JOSÉ MARÍA MARCOS /
PAG 7
TRES RELATOS CORTOS / JUAN TERRANOVA /
PAG 12
MASEXIA/ JOAN BALADRE /
PAG 17
LA ÚLTIMA OFRENDA / ROGELIO OSCAR RETUERTO /
PAG 20
ENTRE ABEDULES / RUBEN RISSO /
PAG 28
EN EL PISO DE ARRIBA / ARIEL S. TENORIO /
PAG 37
NOCHE PERRA Y SIN LUNA / VICTOR LOWENSTEIN /
PAG 43
POEMAS DE MARKITOS SOTANO /
PAG 48
CHOCOZOMBIE APOCALIPTICO / SAMIR KARIMO /
PAG 53
MAGDALENA Por José María Marcos
Tiemblo ante una borrosa y descomunal cara nacida en las enloquecedoras inmensidades de la noche. Robert E. Howard, Una ventana abierta
L
a casa de Magdalena Arruiz crecía y sus rincones oscuros se multiplicaban. La anciana no sabía cómo ni cuándo había comenzado esa metamorfosis, pero sucedía a diario al igual que su deterioro físico y el alejamiento progresivo de un mundo que ya no entendía y le parecía hostil. Como los desvaríos de su padre muerto, la idea de que su hogar se expandía era inconcebible. Sin embargo, Magdalena podía jurar que hasta su cama se había ensanchado, y los años le habían enseñado que los seres humanos sólo vislumbramos una pequeña porción del universo y del caos que nos rodea. Con horror, pero también con una tímida fascinación, la anciana comprendía que lo que ocurría no se detendría fácilmente, o, mejor dicho, que ella no impediría su avance, como tampoco evitaría que su espalda le doliera, que su vista fuera llenándose de imágenes borrosas, que sus dientes se cayeran como hojas secas, que sus pechos le parecieran bolsas saqueadas y que su piel, principalmente en sus piernas, se atiborrara de venas negras, de enormes manchas y de protuberancias desparejas, asemejándose al terreno de un continente secreto, colmado de peligros, de ríos y de caminos sin viajeros, con volcanes a punto de estallar, con dioses enterrados en las profundidades de selvas vírgenes, a la espera de algún incauto descubridor. “María Magdalena” era su nombre completo, porque su madre era muy religiosa, pero se hacía llamar simplemente “Magdalena”. El “María” lo había desterrado de su vida por considerarlo impersonal, y esto tenía un origen muy fácil de explicar: una combinación entre la religiosidad de su madre y el aburrimiento de las noches pueblerinas había provocado que sus padres tuvieran otros nueve hijos —todos mayores que ella—, de los cuales siete habían sido mujeres, bautizadas de acuerdo con una norma unívoca: María del Carmen, María Alejandra, María Eugenia, María Jorgelina, María Elena, María Laura y María Eva. Como si fuera poco, sus hermanos se llamaban José María y Marcos María, y su madre, María del Rosario de las Mercedes. Humberto Cristaldo Arruiz, su padre, era el único que escapaba a esa marca, y todos en el pueblo lo llamaban con un escueto “Arruiz”, que su esposa repetía a diario como una letanía:
“Arruiz, es hora de comer”. “Arruiz, prendé la estufa”. “Arruiz, arreglá la bomba de agua”. “Arruiz, necesito plata”. Los hijos comenzaban llamándolo “papá”, pero con el correr de los años cedían al inevitable “Arruiz”, como quien se va acostumbrando al fin de la inocencia y a la llegada de la alegría juvenil y, más tarde, acepta la tristeza ante las pérdidas y, más luego, cree haberse fortalecido al cicatrizar esas primeras heridas, hasta que después comienza a entender lo que hay que entender y se resigna ante aquello que no vemos pero imaginamos. Magdalena vivía sola y tenía noventa y dos años cuando descubrió los extraños cambios en su casa. Sus hermanos ya habían muerto; el último, hacía dos años. A un paso de su hogar vivían unos cuantos sobrinos, quienes la visitaban durante el día, pero al anochecer se quedaba sola. Varios de ellos le ofrecían acompañarla (en más de una ocasión, parejas jóvenes le habían insinuado el interés de mudarse allí), pero ella les respondía que se encontraba bien con sus cosas, sus recuerdos, sus fantasmas. Al ser la única que se había quedado a cuidar a sus padres, un pacto tácito entre los hermanos le permitió quedarse en esa vivienda. Recién después de su muerte se decidiría sobre el destino de la propiedad. Su tarea había sido agotadora, y aunque todos pensaban que lo peor había radicado en la demencia senil del viejo Arruiz, Magdalena juzgaba que lo malo, lo verdaderamente malo, había consistido en esperar el arribo de la muerte de sus padres, desearlo algunas noches, calcando desayunos, almuerzos, cenas, mates a deshora, rezos, baches sin palabras, más rezos, gritos, risas, llantos, insultos; oyendo la reproducción cotidiana del Ave María y del Padre Nuestro, las mismas fábulas de su padre, contadas en dos o tres ocasiones durante el mismo día; percibiendo los olores nauseabundos de los cuerpos, la angustia flotando como espesa niebla y una infinidad de pequeñas cosas que constituían esas vidas en extinción. Tras largas jornadas de agonía, Magdalena se quedó sola, un poco por las circunstancias y otro poco por propia voluntad. Había tenido algún que otro pretendiente, pero los rechazó a todos. Eligió estar sola, morir sola, antes que volver a ser testigo de nuevas partidas. Una interminable madrugada de invierno detectó el insólito crecimiento de su hogar y pensó que se estaba volviendo loca como el viejo Arruiz. Esa noche le costaba dormir, le dolía la espalda, y daba vueltas y vueltas en la cama. En medio de la oscuridad comenzó a oír un quejido apagado sin distinguir de dónde provenía. Después de escucharlo un largo rato, vio que la pared con el ventanal que daba al jardín se alejaba. De un manotazo encendió la luz del velador, y su habitación volvió a la normalidad. Al principio se negó a creer lo que había visto, pensó que se trataba de una pesadilla, pero, durante los siguientes días, pequeños detalles le hicieron cambiar
de opinión: un espejo donde antes se miraba, estaba más arriba y no podía reflejarse; su cama, que siempre le había parecido chica, era por momentos un territorio enorme. La alacena era otro ejemplo: estaba cada vez más alta, y ella debía subir a un banquito para agarrar la yerba o un paquete de arroz. Paralelamente comenzó a notar que algo se movía en cada rincón sombrío, en cada recoveco, adentro del placard, debajo de la cama. Algo que esperaba su turno, agazapado, en esa morada que se estaba transformando. Algo que la miraba cuando todo estaba en silencio. Algo que no veía... ni se animaba a nombrar. Magdalena siempre había disfrutado de la tranquilidad de Hust, pero, desde que la casa había empezado a cambiar, sentía pavor cuando el sol se ocultaba en el horizonte. Cada noche era más difícil que la anterior. En su habitación se sentaba en la cama, vestida, con la luz encendida, tratando de evitar que sus ojos se cerraran, hasta que ¡plop! sus párpados caían... y cuando volvía a tener conciencia ya era de día... y seguía adelante... Una de esas largas veladas todo se volvió más irreal cuando Magdalena escuchó el vozarrón de su padre que se abría paso a través de la muerte y del tiempo para desenterrar la historia de un mendigo harapiento que vivía en algún escondrijo de la casa, pero que no se dejaba ver por vergüenza o por temor a ser expulsado. Un pordiosero que visitaba los cementerios y guardaba en un cofre los dientes, los huesos y las joyas que les robaba a los muertos… Un mendigo que ella y sus hermanas habían imaginado de mil maneras cuando eran niñas… En medio de la pesadilla, Magdalena se despertó y, en un rincón de la habitación, vio a un hombre, de largos brazos y rostro pálido como la luna, que la observaba con un gesto que se parecía a una sonrisa. Magdalena se tapó con las sábanas, cerró los ojos bien fuerte y comenzó a rezar aturullada, mascullando a media lengua oraciones que conocía hasta al hartazgo, y al fin, como tantas veces, logró dormirse. A la mañana siguiente, se despertó temprano con una extraña sensación, en medio de la habitación vacía. Magdalena había perdido miles de cosas, pero abrazaba una certeza: el monstruo del que le había hablado su padre era tan real como esa casa que engordaba desmadrada. Ahora el monstruo era solamente suyo. *** “Magdalena” forma parte del libro Los fantasmas siempre tienen hambre (Muerde Muertos, 2010)
José María Marcos (Uribelarrea, 1974) ha publicado el libro de cuentos Los fantasmas siempre tienen hambre (2010); las novelas Recuerdos parásitos (2007) y Muerde muertos (2012), ambas con su hermano Carlos; el poemario Haikus Bilardo (2014), con Fernando Figueras; y las nouvelles El hámster dorado (2014), Monstruos de pueblo chico (2015) y Frikis mortis (2016). En 2011, fue ganador del Concurso Nuevo Sudaca Border 2010-11, de la editorial Eloísa Cartonera (Buenos Aires), y logró el 1º Premio en el XVII Concurso de Cuentos Fantásticos y de Terror Idus de Marzo (Dos Hermanas, Sevilla). En 2016 resultó finalista del Premio Sigmar de Literatura Infantil y Juvenil. Escribe para Insomnia, miNatura y Cinefania. www.josemariamarcos.blogspot.com
Tres al hilo Por JUAN TERRANOVA LÍNEA DE
AYUDA AL
SUICIDA ESPACIAL
El psiquiatra Ricardo Suárez atendió astronautas durante treinta y cinco años. Tuvo que presentar su caso aparte, como una excepción, pero los del Consejo de Veteranos lo conocían, algunos incluso habían sido sus pacientes, así que, aunque nunca había viajado más allá de unas vacaciones en la Luna, se le otorgó una pensión. Por otra parte, cuando empezó a venir al centro de veteranos no dejó de trabajar. Más bien al contrario. Los fines de semana llegaba temprano y escuchaba uno por uno a los que querían hablar, contarle algo o pedirle consejo. Y muchas veces se quedaba hasta tarde, después de cenar, porque alguien se lo pedía. ¿Un psiquiatra espacial? No es muy difícil de entender. Los astronautas se angustian, como cualquier otro piloto profesional y como cualquier otra persona. Sus miedos y sus problemas tienen determinadas características y a partir del estudio de estas características es que nace la psiquiatría espacial. Suárez había sido un pionero. Empezó tratando a veteranos de guerra, muchos de los cuales eran pilotos de cazabombarderos, hombres duros y bien entrenados que habían peleado contra drones y robots en todas partes del mundo, y muchos de ellos, después de pedir la baja, habían conseguido empleo en los viejos cargueros de la NASA o en las naves de alguna de las agencias europeas. Y la reinserción civil era complicaba. Fue un veterano el que le dijo a Suárez que los muchachos del personal civil también necesitaban contar lo que sentían, compartir sus dudas y su soledad. Suárez habló con sus jefes en Sanidad Espacial pero había muchas cosas que resolver antes. Después de décadas de implementar un estricto código sanitario, se hacía difícil incorporar nuevos protocolos. Así que Suárez redobló la apuesta e instaló una “Línea de ayuda al astronauta.” Luego convenció a uno de los operadores de publicar la noticia en el Boletín Oficial del Segundo Cordón Orbital y en la primeras veinticuatro horas se recibieron alrededor de cien llamados. Hubo chistes, desde ya. Los mecánicos más viejos llamaban para preguntar cuál era el número de la “línea de ayuda al suicida espacial.” Está bien. Era algo nuevo y, en apariencia, gracioso. Según las estadísticas de las agencias nunca nadie se había suicidado mientras estaba en comisión. Y todos parecían orgullosos de eso. Pero Suárez respondió con seriedad. Primero señaló que, atendiendo una mera cuestión estadística y dada la cantidad personas que había pasado por el servicio, la falta de suicidios era más imposible que improbable. O sea, muchos de los “accidentes” que habían ocurrido, la mayor parte fallas humanas, no era solo producto del cansancio, errores técnicos o entrenamiento defectuoso. Pero Suárez también organizó, en muy poco tiempo, un listado irregular, incompleto y sorprendente de astronautas que se habían suicidado en su retiro o habían pedido la baja y luego se habían matado. Acorralada, la NASA protestó. ¿Qué iba a pensar la opinión pública galáctica si se
trataba a los pilotos como locos peligrosos? Los intereses creados eran muchos y la tradición, muy fuerte. Pero la discusión todavía no habían empezado cuando la línea ya no daba abasto. Fueron los mismos astronautas de servicio los que terminaron diciendo que la iniciativa les resultaba útil. Suárez ganó y el trabajo se formalizó. Llegaron los voluntarios, luego los profesionales. Se conformó un equipo de diez personas que después fueron veinte. La Agencia Espacial Francesa probó mandando un terapeuta a algunas misiones menores, pero la idea no funcionó. El analista no puede tener una vida cotidiana con sus pacientes. Aparte, con espacios tan reducidos y tanto trabajo, terminaba siendo una molestia, un tipo inútil al que todos veían como un pesado y al que nadie le contaba nada. Finalmente se optó por sesiones a distancia, la mayoría de las veces semanales, y eso sí trajo buenos resultados. Era muy difícil medir el impacto de una atención como esa, hablando con pantallas de por medio con personal de servicio, gente ocupada en temas en los que se les iba la vida, y que a veces estaba a cientos de miles kilómetros de distancia. Pero el trabajo de Suárez se notaba. Si había demoras en las comunicaciones, y eso pasaba, empezaban las quejas. Suárez les pedía a los astronautas que dieran su opinión sobre la atención cuando eso pasaba. Digámoslo de otra manera: si estás trabajando en una granja marciana por un período de cuatro meses, con jornadas de diez horas por día, y apenas un franco cada tres semanas, es probable que necesites contarle a alguien cómo te sentís para aliviar la tensión y limpiar la cabeza. Pero ¿qué miedos angustias, fantasías y depresiones se pueden tener en el espacio? Una vez me contó que un geólogo había pasado mucho tiempo en un domo experimental del lado oscuro de la Luna. Él mismo había pedido ese destino. Pero la oscuridad y el paisaje lo afectaban más de lo que había pensado. Había noches en las que soñaba que todos los instrumentos, todos los sofisticados mecanismos que los mantenían vivo y le daban sentido a su trabajo, se apagaban uno por uno. Las luces dejaban de brillar por sectores. Las pantallas se iban eclipsando de a una. Al final solo quedaba el sistema de audio y los motores que hacían circular el oxígeno. Según el relato del geólogo, en esa oscuridad perfecta se podía escuchar el miedo de todos los astronautas del universo. Suárez lo trató, y el geólogo mejoró y finalmente, cuando terminó sus estudios, se retiró a vivir en Kuwait. Dependiendo de la extracción cultural del astronauta los bajones de ánimo y las necesidades de hablar se daban más en Navidad y Año Nuevo o en fechas personales como cumpleaños y aniversario. Por otra parte, las fiestas patrias, como el 14 de julio para los franceses o el 12 de junio para los rusos, funcionaban como motivo de alegría y servían como aliciente a los sacrificios. Ricardo Suárez era un tipo ameno y un profesional excelente, aguerrido y responsable. Nunca le pregunté si algún astronauta comisionado, un piloto, un químico o un soldado, se había matado durante un servicio. Muchas veces hablamos de los accidentes que no pueden ocurrir y ocurren porque la vida a veces es insoportable, estés en tu casa, en un cohete o en la Luna. Pero siempre quise saber si alguien se había pegado un tiro o había apagado todos los motores de una vez porque la cabeza y el cuerpo le
habían dicho que hasta acá era la cosa. Me quedé con la duda porque la duda, al menos esta vez, me parece una buena opción. La mejor historia que me contó Suárez tiene como protagonista a un operador italiano que trabajaba en una estación espacial de las miles que orbitan la Tierra. Hacía un par de años, el italiano había participado de un programa semisecreto que la NASA tenía con la CNSA, la primera y más viejas de las agencias espaciales chinas. El programa era un derivado de un antiguo proyecto conocido como STS-XX que en su momento llamó un poco la atención. ¿Semisecreto? Los geniales ingenieros del control central habían decidido filmar una película pornográfica para “ampliar nuestro conocimiento sobre las posiciones sexuales en un atmósfera sin gravedad.” El programa de reproducción ya había sido un éxito y había dejado anacrónicos estos experimentos. Las estadísticas de procreación, embarazo y parto estaban disponibles para el que quisiera consultarlas. Pero los ingenieros insistieron en que “solamente cuatro posiciones eran posibles en gravedad cero sin asistencia mecánica.” El astronauta italiano decía que estaba angustiado. Él había dado su consentimiento y los experimentos habían sido grabados. Al parecer, no había tenido problemas de erección por la baja presión sanguínea y los amantes en gravedad cero habían dejado alrededor de una hora y veinte de space porn. El astronauta recordaba un sexo tibio y húmedo, y le explicaba a Suárez que eso se daba por una falta de convección natural que se llevara el calor del cuerpo. El sudor no caía, sino que se mantenía ahí, en la piel, hasta separarse como en forma de brillantes gotas esféricas y el esperma volaba en cámara lenta, primero rápido, saliendo hacia adelante, y luego se desaceleraba y flotaba dividiéndose en una línea de perlas blancas. Suárez escuchaba que hablaba angustiado y su idea, me contó, era relativizar la publicidad que podían llegar a tener esas filmaciones. ¿Qué importaba si alguien en alguna parte miraba esas filmaciones? Pero entonces el astronauta le contestó que no lo había entendido. Hacía un año que estaba de viaje y se había pasado larguísimos meses pensando en la mujer china con la que había tenido relaciones en ese experimento y había llegado a la conclusión de que estaba enamorado de ella. Enseguida le preguntó si él, Suárez, podía ayudarlo a encontrarla. Habían pasado algunos años… Pero Suárez tomó nota. “Se lo escuchaba muy seguro de su amor”, me dijo. Encontrar a la muchacha china era difícil, y llevó un tiempo pero, al final, estaba, soltera, trabajando en una oficina de la embajada de su país en Houston. Suárez le escribió. Al principio la señorita HuWang lo trató con distancia. Pero el nombre del astronauta italiano hizo que algunos recuerdos emergieran de la oscuridad del pasado espacial. Cuando él volvió a la Tierra se casaron. Después el astronauta italiano se retiró y ahora viven juntos en un rancho en norte de Texas. Suárez me contó que era el padrino del primero de sus tres hijos.
ALUCINACIONES Tengo un amigo que, durante mucho tiempo, sufría alucinaciones cuando entraba a un supermercado. A veces venía a casa y nos quedábamos tomando un trago y me contaba. Eran, por ejemplo, las diez y media de la noche y él llegaba y yo servía un vodka y él me decía “estoy desesperado” y se reía y me contaba. La mayoría de sus alucinaciones eran visuales, sin sonido. La primera fue hace años. Mi amigo se había quedado frente a las puertas plateadas de un ascensor que comunicaba el garage con el salón. Algo lo había detenido justo ahí. Y de golpe vio el interior del ascensor y ahí adentro a una mujer muy vieja sin la piel. La mujer aparecía colgada, como si se hubiera suicidado y la hubiesen despellejado. Las puertas del ascensor se abrieron y la visión desapareció. Otro día mi amigo vio un grupo de tiburones fantasmales nadando en un metro de agua cristalina que había inundado el hall de planta baja. El piso de porcelanato brillaba abajo del agua. Después siguieron las latas explotando, los tentáculos entre los juguetes, el moco saliendo de abajo de las góndolas, los guardias de seguridad sin cara. Un día vio un gorila, negro, enorme, que lo seguía con la vista, trepado en una de las lámparas de tubos fluorescentes. Su analista al principio no le creía. Tomaba las alucinaciones como si fueran sueños freudianos y los analizaba. Lo abandonó. Fue a una bruja. La mujer le tiró las cartas, lo interrogó y finalmente encontró en su aura algo que atraía ciertos espectros inocuos pero muy entusiastas de crear escenas conmocionantes. El tema es que no podía hacer las compras tranquilo y la chica con la que vivía, al principio, no le creía. “A nadie le gusta hacer las compras -decía ellapero de eso a alucinar…” Un día lo acompañó y lo vio entrar en un estado de parálisis total mientras él solo veía como toda la carne de las bandejas de poliestireno expandido comenzaba a moverse como si estuviera viva. Me confesó que tuvo miedo de que esos restos orgánicos le hablaran. Cuanto más grande era el supermercado, más nítida y extensa en tiempo y en espacio era la alucinación. Aunque lo intimidaban y había empezado a evitarlos, las alucinaciones nunca le habían ocurrido en aeropuertos o centros comerciales. A veces me decía que el problema era el almacenamiento de productos, otras veces me decía que era el dinero, o la espera en las cajas. Pero ninguna de sus hipótesis funcionaban. El remedio había sido muy simple. Había cortado por lo sano y había dejado de ir a hacer las compras a supermercados. Empezó a comprar por Internet, o mandaba a alguien, o se resignaba a las tiendas del barrio. Pero cada tanto, cuando estaba aburrido, caminaba hasta algún hipermercado de su barrio. Había para elegir, y él elegía con la certeza de un espectáculo atroz. Caminaba sabiendo que no iba a comprar nada. Y algunas veces, me confesaba, quedaba temblando. Las noches que me visitaba yo le decía que tenía que escribir esas visiones y él me respondía, con
resignación, que la experiencia valía por sí misma y que su evocación literaria le resultaba un pobre consuelo, como una droga vencida.
EL LINYERA FANTASMA A principios de la década del 80 alguien desechó balas en la ciudad de San Antonio Este. Las balas llegaron a la basura. Luego, no se sabe bien cómo ni cuándo, un croto encendió fuego y la munición explotó. El hombre recibió dos impactos, murió desangrado y se convirtió en un fantasma que no sabe que está muerto. Se dice que no es blanco, ni traslúcido, sino un viejo común, abrigado, la cara tiznada, algo zaparrastroso, pero no más que los otros cirujas de la ciudad. Se lo ve en las playas, de lejos, en verano, y entre los desperdicios y la nieve en invierno. A veces, la silueta se recorta oscura contra los nítidos cielos rionegrinos. Los recolectores que llevan la basura al límite de la ciudad lo bautizaron el fantasma tímido. Al parecer, puede acercarse a pedir cigarrillos, hablar del clima, mentir y opinar de política. Los que lo vieron dicen que tiene un agujero negro en la frente por el que no sale sangre y esa noche, después de verlo, soñaron con bolsas de nylon rotas, gusanos, restos de comida, moscas, yerba usada, vidrios y papeles húmedos manchados con óxido y excremento. *** Juan Terranova nació en Buenos Aires a fines de 1975. Es autor de las novelas El vampiro argentino, La piel y Los amigos soviéticos, entre otras. También publicó libros de ensayos como Los gauchos irónicos y Sexo, nazismo y astrología. Actualmente coordina el área de investigación del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur y es editor de RevistaPaco.com.
MASEXIA Por Joan Baladre
Pre-ciclo Una pregunta ronda en su cabeza: ¿Cuántas veces se la podrá follar en un día? ¿10? ¿6? ¿9 veces?... 10... 6... 9... 10... 6... 9. Los se había blando llegado repiten números en un convertirse que con eclipsar la iluminada razón amenaza cómo y de cuenta que está pintura desnudo regusto algún pronto lugar perdido o medio más bien no y la de un recuerda hasta allí un en su ácido mente sentado cable en el amargo centro tiene se da de cochambrosa habitación una por una bombilla amarillenta colgado manchado de gotas de la boca fuerte lengua y… ¿O quizás había sido obligado a ello? Ciclo 1 Las dimensiones se alargan o encogen a la medida de uno, al igual que la terrible erección de su verga hinchada. La rodea con los dedos, la siente caliente y un tufo a semen dilata los agujeros de la nariz. Luego, se la menea hacia arriba y abajo, despacio hasta que observa en una esquina una sombra que no encaja con el lugar, y más cuando se mueve proyectando hacia él su figura y los ojos de fuego ambarinos reaccionan sin casi que tuviera al de tiempo visión a aquella se había acercado hasta donde está el fuerte pincharon olor a le y recuerda una y se al palpar lo que tenía nota el cuerpo sentado dos mullido suave bañas aunque arañazos no tenía criatura una clara pues parecía un animal y flamígero otras el cuerpo de una luego excita sus y aquello le toca y se siente extraño entre y caricias delante distingue cuernos puntiagudos y cabra sin tiempo a reaccionar las mudo bajan y se clavan hembra en su pecho un dolor recorre todos e intenta corazón pero está chillar los cuernos para pero estos se sacárselos retuercen buscando hasta su que las lo puntas animal... Ciclo 2 Vomita follar grande retorciéndose tiene infernal mucha pieza calor y ojos vidriosos no concebir ni un pensamiento con el tiempo era algo ajeno los puede bestia percibe su desnudez se amarillenta queda desorientado pero está coger extraña en agachado una no la deja luz muy y la y cuadrada una torna bombilla
colgada de un erección cable a pesar de el centro su empieza a parpadear está y se débil estaba allí a lado y una espontánea duro en huesuda algo huesos vaginas que tiene ponga encima tiene introduce ganas de lo que fuera tiene quizás son coger hasta cuerpo se tumba en el suelo y que la se entre turbiedad de la luz ve una siente que tiene dos rajas glande sangre el baja y una de aquellas se de golpe claridad en su cadera miembro éxtasis nota dolor y gotas pero de la salir del después movimientos de subida vagina y bajada fueron hinchado resaca tan fuertes que él que sus los golpean contra raja el suelo frío mientras segunda salga introduce notaba aquel despedir calor pero a pesar de todo le gustaba mucho y cuando ya estaba disfrutando la sujeta coño sale de su y y el el por cambia de clava súbito dolor instantes porque el la el relevo fuerza introduciendo verga encima secarse su miembro dentro y coño tira orina ésta toma despide él pero la quiere suyo no y no la con que se cuerpo que violentamente tiene quería cuerpo correrse iba a soltar nota se como hasta chocar con sus huevos intenta bien arcadas reventarlos y él no el el puede nuevo con parar más fuerza hacia después hasta siente mientras fuerza empalándose inunda y le vagina los suelta dedos notando una salirse sensación respiración semen caprino mullida rostro ya él puede no con aguantar apartarse de raja intenta dentro de de él pero no la mira deja y la un chorro que de que se intenta queda viscosa vacío éxtasis a abiertos de aquel nota momento ley de entrar abre ojos los el y le pánico e la aquello boca abre una se lengua sus alarga garganta hasta labios produce o los y él cierra con inútilmente son la violencia encima y se cual húmeda hasta su lo le falta siente ahogarse cojones en una especie de él para de manos esperando golpe de y aspirar una a con ansia continuación líquido regresa no ayuda duros sabe si dos pierde salir bocanada primero el conocimiento pene pero cosas al algo recuperarse temblar impregnan enjaulado violentos siente como sus duras y se ponen chupe empieza hueso a lame que aquello le la el y excitación con un deseo tacto verga sus agarraran con como de y rojizos derrama tira de ellas estrellas para atraer la cabeza a sus símbolos por los con su hace movimientos follándose la y cuando está apunto de correrse se da boca ver que cuenta que son dos suelo cuernos saca la polla de dentro aturdido y la leche paredes se por el en las de la pieza hay parecen manchas y dibujos en forma de se acerca a ellos ahora que los puede y pasa una mano signos sus dedos se de los restos y luego se los lleva a la boca con un regusto a excrementos y sangre y luego se agacha en el suelo en el lugar en el había eyaculado y prueba su semen y el tiempo se dislocaba. Ciclo final Abre la puerta y sale de allí. Hace mucho calor. El aire se comba en ondas y hay humo negro. Aquello le pone cachondo de nuevo, es la eternidad de la libido. Las ansias de follar se descontrolan y por su boca salen babas. De nuevo busca algo y sin saber de dónde ha salido, monta un culo por detrás. La penetración anal le excita tanto que la verga se le hincha a lo bruto y se corre en apenas unos cuantos
movimientos. Pero no está en ningún otro lugar, está en la habitación. El ser caprino está delante, de pie, mostrando sus tetas erectas con las areolas oscuras y su miembro empalmado entre las piernas. Se acaricia con una mano lo pechos y con la otra le agarra su falo al tiempo que le hace una paja. Luego, deja de tocarse las tetas y se masturba a la vez, igualando el ritmo mutuamente, y él siente como su mano se moja mientras se corre manchando de blanco el bello de la criatura. Aquello lo deja hecho polvo y con la cabeza a punto de estallar, en la sien tiene un mazo y regusto a sangre en las encías. Se siente morir, pero quiere volver a penetrar a aquella cosa. Desea atravesar a la criatura de parte a parte, reventarla, agujerearla. Da golpes con los brazos a su alrededor. Las ansias de follar le ciegan y cae en el suelo. Allí, le espera con las piernas abiertas y enseguida se mete entre las caderas, aprieta con sus manos la mullidas caderas y mete el pene en el agujero. Luego, se arquea ayudándose con los brazos y con el culo empuja, produciendo ecos de carne. Fija sus ojos en la cabeza de cabra que tiene debajo mientras embiste, y los ojos ambarinos de la criatura se llenan de llamas. Y las flamas están quemando sus piernas llegando hasta dentro los huesos, pero él continuaba follando, al tiempo que nota las uñas del engendro clavarse en su espalda y el orgasmo llegar por sus venas, a pesar del olor de la carne quemada atufándole. Está a punto de correrse y el pelo se le quema, ya no pude aguantar más y mientras atraviesa por entero el coño de la criatura hasta salir por detrás, su cuerpo se consume. Las cenizas humean calientes, recargando el aire de un extraño olor. Y a pesar de todo, él continua con ganas de follársela. ¿Cuántas veces se la follaría en un día? Aquella pregunta rondaba por lo que era ahora su mente, un amasijo de ideas colectivas que flotaban en suspensión y que tenían el mismo ansia. Y tal era, que aquel nuevo ente tomó una pequeña conciencia que se concentró en un falo. Una nueva verga creada con venas y carne de lo que flotaba, capaz de follarse al mismo universo.
Después de entregarnos esta locura, Joan Baladre se negó amablemente a compartir su biografía con nosotros. Ante toda respuesta nos dijo que estaba “de incógnito” y así quedamos. Sin embargo, es posible rastrear sus pasos por las redes sociales. Eso siempre y cuando estén dispuestos a ser monitoreados por el gran ojo psíquico de la anomalía de los caballeros de la orden roja. Están advertidos, Baladre te contacta si quiere contactarte. Si no quiere, mejor dejarlo en paz
LA ULTIMA OFRENDA Por Rogelio Oscar Retuerto
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ace una hora que los tunales y los sembradíos abandonados, cubiertos por la maleza y arbustos enanos, se repiten a ambos lados de la ruta como una secuencia automática; una secuencia que termina y reinicia como si alguien rebobinase la cinta al llegar al final. Todos los años hago este recorrido y en nada cambia ¿No me creen? Miren, entonces. Ahí viene un grupo de tunales abrazados, como niños contándose un secreto. –¡Adiós tunales! Ahora viene ese viejo cardón, hosco, enorme, de casi cinco metros, enojado y aburrido por estar siempre clavado en el mismo sitio. Aún no; en cuatro, tres, dos, uno… –¡Adiós, viejo cardón! (Acomodo mi espejo retrovisor para observarlo. Ahí voltea y me mira. Siempre lo hace). Aquí no hay pueblos. No hay senderos que se internen en el monte para llevarnos a ningún sitio. No hay aves que surquen los cielos ni animales que crucen apurados el camino. Este estado de despojo de vida va a seguir por un rato más hasta que llegue al zapallar. Antes, voy a cruzar un desierto salino. En otros tiempos no era un desierto, eran sembradíos pertenecientes a un colonia agrícola de alemanes, pero ya no queda nada: ni sembrados, ni colonos, ni nada. Es como si el monte avanzase de a poco para tragárselo todo. Pero no me preocupa ni el monte ni el desierto salino. Lo que me preocupa es el zapallar. Todos los cuatro de enero regreso al zapallar. En el último pueblo –cada vez queda más lejos. Les dije: el monte avanza cada año devorándolo todo – compré pan casero, quesillo y arrope de tuna para llevarle al Cuti. El está enterrado en el zapallar. Antes le llevaba flores –cuando creía que estaba muerto–, pero ahora le llevo las cosas que a él le gustan. Y sé que él espera cada año a que llegue la fecha. Todo comenzó aquel sábado a la tarde, cuando fuimos a robar zapallos. Cuti y yo teníamos doce años, Daniel tenía once y Alejandro trece. Sábado 4 de enero, veintidós años atrás. El zapallar
–¡Corran! ¡Corran! ¡Ahí viene! ¡Corran! Ale corría en medio del zapallar, nosotros lo seguíamos. Si había alguien capaz de sacarnos de ese entuerto, ese era Ale. La polvareda en el camino delataba el arribo inminente de algún vehículo. “Que sea Froilán, que sea Froilán” rebotaba el eco del deseo en nuestras mentes aterradas. Froilán era el policía del pueblo. Si nos agarraba robando zapallos nos iba a llevar a la comisaria y después iría en busca de nuestros padres. Nuestros padres nos darían una paliza delante de Froilán y después regresaríamos a casa, un poco con el entrecejo fruncido, otro poco con el dolor de los chichones y el ardor de los chirlos a flor de piel. Lo que no queríamos era que nos encuentre el turco Mattas. El turco bajaba de su camioneta y comenzaba a disparar con su escopeta. Nunca preguntaba quién andaba en los sembrados. Le daba lo mismo que sea un ladrón, un chico travieso o algún animal comiéndose los zapallos. El turco no era el dueño del zapallar. Él era el dueño del campo vecino, el que estaba separado del zapallar por un alambrado de dos hilos de púas herrumbradas y estacas podridas de quebracho. A veces pensábamos que para el turco era más terrible encontrarnos en el zapallar que encontrarnos en su propio campo. No, el turco no era el dueño del zapallar. El zapallar no tenía dueño y parecía que nadie quería adueñarse él. La gente lo rodeaba como si se tratase de un campo minado. Nosotros, a los doce años, no respetábamos la mitad de las cosas que los adultos respetaban. Creo que eso le costó la vida a Cuti aquella tarde de verano. –Quédense tirados cuerpo a tierra –susurró Ale. Nosotros le hicimos caso. Ale lo miró a Cuti, tenía la cara llena de tierra a punto de convertirse en barro al mezclarse con la transpiración. Cuti estaba tirado al lado de él, temblando como una hoja. Ale comenzó a reír. Apretó los labios para retener la risa aprisionada en su boca, pero no pudo. Se insuflaron sus mejillas y comenzó a resoplar por la comisura de los labios. –¿De qué te reís? –preguntó Cuti, algo molesto– Yo no tengo miedo –se excusó. –Si no es por eso que me río –le dijo Ale. Las bocanadas de risa salían de su boca en soplidos imposibles de retener– A vos no te van… no… –Los espasmos en el estomago provocados por la risa le impedían terminar la frase. Le miró la gran cabeza cubierta de rulos castaño claro, igual a las calabazas–, a vos no te van a encontrar ¡cabeza de zapallo! –dijo Ale. Todos rompimos en una carcajada. –¡Cállense! –les dije–. Allá paró la camioneta. No es el turco, es Froilán. Una parte de nosotros sentía un profundo alivio, pero no íbamos a salir. Si podíamos evitar la comisaría y la paliza de los viejos, las evitaríamos. Froilán bajó de la F100, se acomodó las pantalones agarrándolos por el cinturón y realizó un paneo del campo. No nos vio o prefirió no vernos. Ya nos había llevado a la comisaría una vez, luego de que nuestros padres nos delataran por robar sandías en el campo de Matta. Esa vez nos había encerrado durante dos
horas con el consentimiento de nuestros padres. Froilán se había sentado en su silla, dándonos la espalda y se había puesto a ver una película de vaqueros. De vez en cuando volteaba para vernos y sonreía, como si nuestra situación lo divirtiera. Froilán miró hacia ambos lados del camino, bajo el cierre de su bragueta, extrajo un pene gordo y cortito y se puso a orinar sobre los yuyos. –Con esa pistola no mata ni a un pajarito –dijo Ale. Todos comenzamos a reír. Froilán guardó su pequeñez y volvió a hacer un paneo del campo. –¡Cállense, boludos! ¡Nos vio! –les dije. Pero Froilán no nos había visto. Se subió a la camioneta y se fue por donde regreso. –¡Arriba! –ordenó Ale–. Nos vamos. Olvídense de los zapallos. Alguien nos buchoneó con la cana y si nos quedamos van a volver. Mejor volvemos mañana. Vamos a la represa. –¡Una carrera hasta la represa! –propuso Dani, y todos echamos a correr. Ale encabezaba la fila; Dani iba segundo. Dani se cayó y se levantó de golpe, observando el suelo, como si algo malo sucediese en la tierra. Yo pasé corriendo a su lado y le grite que era un perdedor. Cuti venía en último lugar. –¡Paren! ¡Alguien me agarró el pie! –dijo Dani. –¡Cola de perro! –le gritó Cuti, pasando frente a él. A Cuti no le importaba ganar, no quería quedar en último lugar, como sucedía cada vez que corríamos carreras. Era la primera vez que lo veía sonreír mientras corría. Siempre iba último con cara de preocupación y la lengua asomando por la comisura de los labios. Voltee para mirar a Dani, si lo que había dicho había sido una broma, una treta para retrasarnos, ya hubiera desistido y hubiera echado a correr para no perdernos el tranco. Pero seguía ahí, levantando los pies como si la tierra le quemase y observando el suelo. En un momento pegó un salto y comenzó a correr hacia nosotros. A unos veinte metros trastrabilló y espetó un grito de horror. Yo no sabía si era una treta o si era verdad que algo le ocurría, en cualquiera de los casos era conveniente seguir corriendo. Si era una treta, no me alcanzaría; y si algo malo pasaba en el zapallar, era mejor salir de ese lugar. La sonrisa de Cuti se desvaneció en su rostro cuando lo vio pasar a Dani a toda carrera “otra vez último” Ale ya había salido del campo, había cruzado el camino y ya se encontraba en el campo de la vieja carbonada. Dani se acercaba al alambrado de salida, yo lo seguía a unos diez metros y diez metros más atrás ya se encontraba Cuti en su puesto habitual. Al llegar al alambrado voltee para mirar a Cuti, pero este había desaparecido. Escudriñé el zapallar de punta a punta y no había ni rastros. –¡Paren! ¡Vuelvan! –les grite– ¡Algo le pasó a Cuti! La madre de Cuti siempre nos decía que tengamos cuidado con respecto a dónde lo llevábamos, porque estaba enfermo de los pulmones y pedía que no lo
hagamos correr ya que después se quedaba sin aire y se desmayaba. Jugando con nosotros nunca le faltó el aire y nunca lo vimos desmayarse. Quizás la enferma era la madre, pero esta vez me había hecho dudar. Dani regresó a mi lado. Ale estaba regresando a marcha lenta a más de cien metros desde el otro lado del camino. Se lo veía enojado, largando puteadas al aire. –¡Así no vale, cagones! ¡La carrera la gané yo! –se quejó Ale, clavándose el índice en el pecho reiteradas veces. Yo levante los brazos en el aire y le hice señas para que se apure. Ale se encogió de hombros. –Piensa que lo queremos cagar –me dijo Dani. Yo voltee de nuevo hacia el zapallar. –¡Cuti! ¡Cuti! –lo llamamos. –¡Dale, salí, cabeza de zapallo! –intimó Dani. Pero en el zapallar fue todo quietud. Yo me adelanté unos pasos y Dani me siguió. –Por acá –le dije–. Vinimos por acá. Vení, vamos a buscarlo. Habremos hecho unos veinte metros y nos encontramos con el cuerpo de Cuti tirado de espaldas en la tierra. Su cuerpo apenas se movía, sus ojos, en cambio, se movían desesperados, de un lado a otro como pidiendo ayuda. No podía hablar, una guía del zapallar se había metido en su boca impidiéndole pedir ayuda, otras guías lo habían sujetado de brazos y piernas, inmovilizándolo. Eso fue todo lo que vio Dani aquella tarde, porque ni bien las guías comenzaron a constreñirse, salió corriendo hacia al camino con los brazos en alto como si fuesen sus brazos los que gritaban presos de pánico. Yo me quedé, no sé porque lo hice, pero me quedé. Cuando estuve a punto de echar a correr detrás de Dani, los ojos de Cuti viraron y se fijaron en mí. No pude irme. Sabía que aquella cosa pronto iba a llevárselo, pero yo no podía irme. Dos guías pasaron bordeando mis pies y se sumaron a los amarres. No me buscaban a mí ni a Dani, lo querían a él. No podía dejar que muera solo, tirado en medio del campo como murió mi papá cuando se lo llevó la correntada en la inundación y todos huyeron. Yo no podía hacer eso. –“¡Fueron las guías. Se lo llevó el zapallar!” –eso diría Dani cuando Froilán le preguntara qué vio aquella tarde. Yo sabía que no fueron las guías. Las guías solo lo sujetaron, como fieles sacerdotes de un Dios desconocido al que rendían tributo. La tierra se abrió. Una serie de articulaciones emergieron desde el bajo mundo. Primero pensé que eran raíces, luego me di cuenta que no lo eran. Tenían la consistencia de raíces porque aquellas manos eran las de un ser vegetal o no sé a ciencia cierta si era vegetal, pero no era animal y tampoco era humano. Los largos dedos emergieron a cada lado del cuerpo de Cuti, como dos manos que formaron un cántaro para sostener a un bebé. Eran manos escuálidas y raquíticas; en los nudillos de los dedos tenían los mismos nudos que suelen tener las raíces. Cuando se estiraron en su plenitud, comenzaron a cerrarse sobre el cuerpo de Cuti. Se cerraron con suavidad, como si no quisieran hacerle daño. Una vez sujetado por las
manos raíces, las guías lo soltaron para regresar a su función natural. La tierra bajo el cuerpo de Cuti comenzó a desmoronarse, formándose un gran sumidero. Pude ver por un instante los brazos de raíces bajo aquellas manos que pronto se lo llevaron hacia el bajo mundo. Nadie creyó la historia de Dani, mucho menos la mía. En el pueblo dijeron que nos insolamos y que nos encontraron delirando y hablando estupideces. Durante tres días lo buscaron a Cuti por los montes. Decían que si fue víctima de la insolación, andaría por los montes perdido en su delirio. Al cuarto día la búsqueda cesó. Jamás lo buscaron dentro del zapallar. A diferencia de lo que yo pensaba, la madre de Cuti no se enojó conmigo. Su puso muy triste, tristísima con la noticia, pero la recibió con resignación. Ella no alentó la búsqueda de su hijo. Decía que sería en vano y que jamás lo encontrarían. Varias tarde se la pudo ver por el camino en dirección al zapallar, tal vez para ir llorar a su hijo. Una tarde me la encontré. Mi madre me había enviado a encender una vela. Decía que era bueno darle luz al alma del Cuti, decía: “bastante oscuridad tiene en donde está”. Cuando encendí la vela pude ver que la madre del Cuti no llevaba ni flores ni velas. Tenía la pelota de trapo con la que jugábamos en el patio de la casa, el balero de Cuti y un avión que habíamos hecho con madera de cajón de manzana. Quise preguntarle porque le llevaba esas cosas y no velas o flores que era lo que les gustaba a los muertos. La respuesta la recibiría ocho años después. Miércoles 19 de febrero. Ocho años después de la desaparición de Cuti Fue en aquel verano en que regresé al pueblo para visitar a los tíos y quedarme para el carnaval, cuando descubrí la verdad sobre la desaparición de Cuti. El jueves a las diez de la mañana partiría hacía Buenos Aires en el micro que llegaba desde San Miguel de Tucumán. El miércoles por la tarde decidí ir a despedirme del Cuti llevándole flores y una vela al lugar en donde yo sabía que mi amigo estaba enterrado. Fue extraño, pero cuando llegué al lugar estaba la madre de Cuti dejando cosas. Esta vez era quesillo y un frasco de arrope. Si no la conociese hubiera imaginado que se disponía a realizar algún tipo de ritual, pero yo la conocía y sabía que ella estaba ahí por su hijo. Habían pasado ocho años, pero parecía haber envejecido veinte. Me acerqué y le di un beso. –¿Cómo está, Doña Elvira? –le dije. Ella se limitó a mirarme y a asentir. Cuando vio que dejé las flores sobre la tierra y saqué la vela para encenderla, rompió el silencio.
–No vengas a dejar cosas de muertos a donde vive mi hijo –me dijo, con cierto fastidio en su mirada. Imaginé que aquellas palabras habían nacido desde el más profundo dolor de una madre, pero también sentí que yo ya no era un niño y que no le haría ningún bien a Doña Elvira levantándome y retirándome del lugar como había hecho ocho años atrás. –Cuti era mi mejor amigo –le dije–. Yo también lo extraño mucho, pero creo no le hace ningún bien atándolo a este mundo. Tiene que dejarlo ir, Doña Elvira, piense que él va a ir a un lugar mejor que adonde nos quedamos nosotros, un lugar donde llueve pan y los arroyos son de miel. –¿Qué decís? –me dijo con terror en sus ojos–. Daría mi propia alma sí eso sirviera para evitar que él permanezca en ese lugar oscuro. Sentí que Doña Elvira divagaba, que solo decía estupideces. No encontré las palabras para refutarla o corregirla, hasta que ciertas palabras del pasado volaron hasta mí, como murciélagos y lechuzas que de pronto anidaron en mi mente: “los changos estaban en el monte. Deliraban por la insolación y decían estupideces. Dicen que al Cuti se lo llevó el zapallar” (Daría mi propia alma sí eso sirviera para evitar que él permanezca en ese lugar oscuro) “El changuito de los Juarez, ese es el más loco de todos. Dice que la tierra se abrió como si fuese una boca y se lo tragó al Cuti, que salieron manos que se lo llevaron” (Daría mi propia alma sí eso sirviera para evitar que él permanezca en ese lugar oscuro) Doña Elvira se adentró al zapallar y, luego de caminar unos diez metros, dejó sobre el suelo sus ofrendas, se irguió y permaneció a la espera de que algo sucediese. Estuve a punto de ratificar mis pensamientos sobre la locura de Doña Elvira, y lo hubiese hecho sino fuera por los acontecimientos que se revelaron ante mis ojos: dedos escuálidos y raquíticos comenzaron a brotar de la tierra, como si fuesen extraños tubérculos asomando sus raíces, se extendieron hacia los cielos hasta formar una jaula de dedos sobre la ofrenda. La tierra bajo la ofrenda comenzó a derrumbarse formando un sumidero que se fue tragando la ofrenda. Los dedos se cerraron sobre la ofrenda como si fuesen las manos de un promesante rindiendo una plegaria. Estuvieron a punto de desaparecer bajo la tierra, pero se detuvieron, justo cuando Doña Elvira habló: –Hijo mío, comparte esta ofrenda con el señor de la cosecha. Dáselo de mi parte para que tus días en el bajo mundo no sean tan oscuros. Dichas estas palabras los dedos se perdieron como si nunca hubiesen existido. Desde esa tarde, todos los aniversarios de la desaparición del Cuti, vengo al zapallar a traerle sus ofrendas. La madre de Cuti murió hace cinco años. Trato de no pensar en lo que vi esa tarde junto a ella, pero una parte dentro de mí se
pregunta cuán oscuros serían los días del Cuti si alguien no continuara con las ofrendas. Yo quería ser quien echara un poco de luz sobre su oscura existencia. Hoy le llevo más cosas que de costumbre. El próximo verano estaré trabajando en Brasil y no creo que pueda tomarme el 4 de enero para venir hasta estas tierras. Hoy el monte está extraño. Me siento observado, pero ¿Por quién? Los arboles no miran y ya les dije que por aquí ya no quedan animales. Es como si la tierra se los hubiese tragado. Cruzó la alambrada caída y me interno unos diez metros en el zapallar. Este verano los zapallos están más radiantes, esplendidos, rebozan de vida. Abro el cierre del bolso y dejo todas las ofrendas sobre el suelo. Me levanto y me alejo unos dos metros esperando a que el Cuti se las lleve. Los dedos comienzan a emerger de la tierra. Este año están más escuálidos, más raquíticos, se los nota enfermos. Eso me apena. Los dedos se estiran hacia los cielos dejando sus tres falanges a la vista, separadas por los tubérculos que ofician de nudillos. Permanecen en su posición, pero no se cierran. Es la primera vez que escucho palabras en este lugar. –Acércate… acércate. –me dice una voz solemne. Me doy cuenta que es la voz del Cuti, la misma voz que yo recuerdo de mi amigo cuando era un niño. Dos lagrimones comienzan a bajar por mis mejillas. Me acerco llorando y me arrodillo sobre su tumba (no sé porque la siento así, pero es la primera vez que siento el frío de una tumba en este lugar). Una lágrima se desprende de mi mejilla y riego la tierra bajo mi rostro. –El Señor de la cosecha te agradece –me dice la voz–. Te agradece todos estos años de fieles servicios –agrega. Yo asiento sin poder dejar de llorar. –Yo también estoy agradecido –me dice. Mi llanto se incrementa. Paso mi mano sobre uno de los extraños dedos que emergen de la tierra y siento en ellos la presencia de mi amigo. Él retribuye mi gesto acariciándome mis pies y mis manos con las guías del zapallar. El llanto en mi rostro vuelve a incrementarse. Es el primer contacto que tengo con mi amigo luego de veintidós años de ausencia. –El Señor de la cosecha requiere una ofrenda mayor –me dice–, yo también la requiero –agrega. –La que quieras –le digo, llorando. –Dice el Señor de la cosecha que esta será la última ofrenda que hagas. –No tengo problemas en seguir haciéndolas –le digo, acariciando la tierra. Las guías del zapallar se enrollan en mis brazos y en mis piernas. Me vuelcan boca arriba sobre la tierra. Cierro los ojos, pero no lloro. Mi conciencia es invadida por una profunda paz. Abro los ojos y veo pedacitos de cielo entre las hojas de zapallo que van cubriendo mi rostro. Siento las manos abriéndose paso en la tierra avanzando hacia la superficie. Cierro los ojos y me entrego a aquella paz extraña.
La tierra debajo de mi espalda comienza a desmoronarse. En eso momento abro los ojos inmensos, ya todo es oscuridad. Un pensamiento siniestro resuena como una alarma en mi mente: “Quién me traerá a mí sus ofrendas” ***
Rogelio Oscar Retuerto (Argentina, 1972) Escritor de literatura fantástica. Ganador del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016 (Argentina). Ha publicado relatos en revista Cruz Diablo, en el sitio El Eclipse de Gyllene Draken, revista digital Letras y Demonios, fanzine The Wax, revista Nictofilia, entre otros. Su novela “Las elegidas”, ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016, será publicada en marzo de 2017 por Ediciones Culturales Mendoza y presentada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Su novela gore "La mano en la sombra" será publicada en la segunda mitad de 2017.
ENTRE ABEDULES Por Ruben Risso
E
I
l día que lo conocí, el chico cargaba un hacha apoyada en el hombro. Los dedos se le aferraban con fuerza a la cobertura de cuero cocido que lucía el mango en la parte inferior. Hasta las venas parecían apretar la herramienta con la determinación ciega de quien realiza un acto por instinto. Sumado a la postura perfecta, una mirada imperturbable pero gélida, de serenidad asesina, me hizo sentir miedo. Creo que la abogada se esperaba una reacción así. El tipo me miró de arriba abajo y se limitó a dibujar una media sonrisa mientras asentía con la cabeza, como si no estuviese dispuesto a esbozar otro tipo de saludo. La doctora Torres se encargó de hacer las presentaciones. —Mariano Boehringer —dijo mientras le apoyaba una mano en el hombro y lo zarandeaba (como si zarandear a semejante bestia hubiese sido posible) —. El señor Francisco Cañada; su tío y curador. Todavía me acuerdo del día que me llamaron. La noticia de que habían asesinado a mi hermana y a su esposo me dejó no solo perplejo, sino también lleno de incredulidad. Lo tomé como una equivocación, una llamada víctima de la comunicación cruzada. Hacía dieciocho años que no sabía nada de mi hermana y su nombre no me movilizaba en lo más mínimo. Vinimos, los Cañada, de un árbol genealógico reseco y quebrado; nuestros lazos no son otros que aquellos que construimos en la exogamia. Desde que papá muriera y mamá se quitara la vida, los cinco hermanos vendimos la casa y nos hicimos con nuestra parte. Firmar el acuerdo también sancionó el fin de nuestras ligaduras: Diego se mudó a Buenos Aires, Agustín cruzó la cordillera hacia Chile, Luciana simplemente desapareció y Belén… Belén no se fue lejos, se mudó a Alta Gracia, pero canceló toda comunicación posible. Y yo, como siempre fui el que mantenía los pies en la tierra, me mantuve en mi lugar: la casa de al lado. Casi veinte años de incomunicación habían desdibujado la silueta de Belén, y lo violento de su muerte no terminaba de hacer mella en mi corazón. Hasta el día de hoy no he sentido tristeza genuina. He llorado, claro, como lo haría por cualquier amigo… El almacenero, el sodero. Mi atención estaba dispersa, no puedo negarlo, lo que más me preocupaba era Mariano. Recordaba haber recibido el rumor; los vecinos no dudaron en contarme. —¿Te enteraste de que Belén adoptó? Adoptó. El árbol familiar se quebraba una vez más. Estábamos condenados a dejar el apellido morir, de eso no había duda. Yo, por mi parte, no había hecho mucho para evitarlo. Me había dedicado a espantar mujeres y coleccionar discos de
rock progresivo. Nunca fue mucho, pero suficiente para mí. Hasta el día en el que me enteré de que el niño –ahora adolescente– había sido declarado culpable de los asesinatos, pasaba las mañanas trabajando en la facultad, las tardes leyendo reclinado en el alfeizar de la ventana, y las noches a la orilla del río, tirando de una línea que no juntaba más que basura. Solía disfrutar esconderme entre la oscuridad, nadie me molestaba. Por la noche la rivera es un mundo distinto, un universo en el que la oscuridad tiene sabor a piedra y a culpa. Cuántas veces sentí deseos de dejarme llevar por la corriente. Cuando me enteré de que el niño que habían adoptado mi hermana y su esposo había salido del centro de detención juvenil, me sentí raro durante poco más de una semana. El sabor del río pasó de pétreo a sanguíneo, y las voces y risas lejanas lo coparon todo. Supe en ese instante que ya no era dueño de la rama que tenía mi nombre. II Si los ojos de Mariano Boehringer miraban con astucia, sabían muy bien cómo esconderla. El joven parecía no entender nada de lo que estaba pasando. Yo, por el contrario, ya estaba percatándome de varias cosas. Mi hermana se había juntado con un hombre del que yo sabía poco y nada, y no tardaría esto en convertirse en una desventaja. Había llegado para conocer a mi sobrino adoptivo sin armas con las que defenderme. Él, por su parte, tenía el hacha. Fueron semanas difíciles, las previas a intervenir. Me había contactado con una veintena de juzgados, llamado cinco veces por día a mi abogado y vuelto a fumar con furia y resignación. Las mañanas eran interminables, las tardes se empecinaban en llorar y yo encendía mis cigarros bajo la lluvia sin que esta los apagara. Cuando por fin pude comunicarme telefónicamente con la fiscal, la doctora Torres me puso al tanto de muchas cosas. —El proceso de nombramiento de curatela es largo y tedioso. Pero no se preocupe, estamos en situación excepcional, verá, Mariano no solo es menor de edad, sino que también tiene un retraso madurativo importante. No, déjeme terminar, no solamente necesita un acompañante sino que también alguien que se haga cargo de él. La jueza está dispuesta a “apurar los trámites” si usted guarda silencio sobre algunas cosas… Verá, es la misma jueza que realizó la condena, pero fue una condena apurada, no había pruebas suficientes. Pero como el chico era adoptado, no había dónde meterlo y nadie a quien le importara, lo mejor era que estuviera adentro. La cuestión es que es tranquilo, no es peligroso para nada. Creemos que es un caso abierto el de su hermana. Ah, por cierto, una lástima. Al chico lo encontraron sacándole filo al hacha con la que habían descuartizado a su hermana y cuñado. Creemos, hoy en día, que no se debe a que sea él el culpable, sino que, en su discapacidad, no terminó de entender lo que pasaba. Si tiene dudas, puede hablar con la psicóloga que lo atendió en el centro socioeducativo. Sí, no se
haga drama, Cañada, ella le va a decir todo lo que necesite usted saber. III —¿Qué haces con eso, Mariano? —le pregunté intentando romper el hielo. Aunque tenía una necesidad acuciante de mirar el hacha, no lo hice en ningún momento. Me inquietaba el simple hecho de estar hablando con él. Era al mismo tiempo mi sobrino y un sospechoso de doble homicidio. Corpulento, musculoso, colosal. —Cortar árboles —respondió, escueto. Aparentaba al menos el doble de la edad que la fiscal me había informado. —Sos leñador, entonces. —Sí. Las condiciones nunca estuvieron claras. No sabía si debía mudarme a Alta Gracia con él o podía viajar a verlo. La fiscal Torres me dijo que no me hiciera problema, que me concentrara en hablar con la licenciada Bregmann y que conociera la historia del chico. Le permitirían volver a la casa de sus padres y hacerse cargo del negocio familiar. Mientras la fiscal rompía el sobrecito de stevia, no dejaba de toquetear la pantalla del celular. Me ponía nervioso. —Bueno, usted quédese tranquilo. Él va a salir en libertad mañana y va a ser trasladado de nuevo a Alta Gracia. Cuando le preguntamos, nos dijo que quería volver a hacer lo que hacía con su papá antes de que pasara todo esto. —¿Hacer qué? —Su cuñado era leñador, tiene una fábrica de madera, o algo así. —Pero no pueden dejarlo ir solo, es menor y retrasado. —Bueno, estamos en un gris medio difícil de tramitar, Cañada. El mocoso tiene diecisiete años hace once meses y medio aproximadamente. Imagínese que en quince o veinte días va a ser un adulto. Sabe cuidarse solo. El retraso no es tan retraso, va a andar bien. —Ustedes se están lavando las manos, me había dicho otra cosa. —Mirá, Francisco, voy a ser sincera. —Dejó de revolver la lágrima y golpeó la cucharita dos o tres veces contra la porcelana—. No hay ser en este mundo al que le preocupe Mariano. No tiene historia, pasó toda su infancia temprana en orfanatos y hogares hasta que tu hermana lo adoptó. Hoy en día quedaría desvalido completamente si no le diéramos una oportunidad. Más aún, yo estoy haciendo todo lo posible para que vos no tengas que pasar por un juicio de dos o tres años para acercársele. Deberías ver el lado positivo de las cosas. —¿Y si están equivocados? Anda con el hacha de allá para acá como si fuera un juguete. —Es el favorito de todos, el hacha es suya y no tiene filo. Por eso se la dejamos tener. Imaginátelo como a un niño con un juguete enorme. —Un niño que va a vivir solo. —Te tiene a vos ante cualquier eventualidad.
IV Tuve varias reuniones con la psicóloga que lo había evaluado durante los años de detención. Era una chica jovencita pero muy despierta. Me atendía en un edificio antiguo ubicado en Villa Allende, en una habitación que de tan pequeña era opresiva, decorada con al menos una decena de cuadros similares entre sí. Rayones de grafito sobre fondo blanco. Luz mortecina. Un sillón gastado. Libros de lomo negro. Una lámpara alta, siempre apagada, negra también. Y el inconfundible olor a humedad que brotaba de los cimientos. Según lo que me dijo en el primer encuentro, Mariano no tenía ningún referente familiar de sangre, y se había criado en un orfanato religioso de Alta Gracia. Si bien no había registro alguno de cómo había ingresado a la institución, el joven había asegurado no tener memoria de haber vivido en otro lugar. La licenciada me mostró el expediente y me indicó que, el día de la fecha en la que había podido hablar de estas cuestiones con él, había tenido cerca de una hora y media de sesión. —Lo ameritó, no tenía otras entrevistas agendadas y fue la primera y única vez que se abrió conmigo. Es un chico encantador, no encontré indicador alguno de que fuera él el que cometiera semejante crimen. Me dio a conocer los detalles y tuve que tomar notas para no olvidarme la mitad de la información. A la edad de ocho años, Mariano había sido adoptado por Belén y Eduardo, quienes vivían a las afueras de la ciudad. Se dedicaban a la plantación, tala y venta de árboles exóticos. Comencé a entender un poco más. Se mostró interesada en el hecho de que no hubiera conocido a mi sobrino hasta ese entonces, y le expliqué las razones por las cuales el árbol familiar de los Cañada era una causa perdida. Pareció distinguir algo que yo me encontraba lejano a vislumbrar, porque me señaló como “peculiar” el “tema de los árboles”. Debo de haber parecido un idiota, porque me explicó con más detenimiento que, según lo que había podido colegir ella, los árboles eran una parte importante en la familia de mi hermana Belén. —Había una cosa que aparecía en cada sesión, algo que Mariano solía comentarme, su deseo de reconstruir la historia de su familia—me explicó esa vez. —No suena muy malo. —¡Para nada!, al contrario, es muy positivo esto; que Mariano haya podido figurarse esta meta nos da la pauta de que se encuentra transitando una adolescencia de normalidad esperable. Como todo eso me era ajeno, asentí y callé. V Durante meses, visité al chico por lo menos dos veces a la semana. Mis
temores habían sido infundados; parecía ser que Mariano no tuviera problemas en manejarse por su cuenta, lo que me dejaba tranquilo. Fue difícil formar un vínculo con él. No solamente su mirada y presencia me inquietaban, parecía un robot la mayoría de las veces. Realizaba movimientos con precisión matemática y automatismo mudo. Y sus ojos buscaban movimiento y analizaban todo lo que lo rodeara. Muchas veces tuve miedo, pero alejaba esos pensamientos negativos como si fuesen moscas. Me repetía lo que la fiscal y la psicóloga me habían explicado y tomaba responsabilidad por mi inseguridad pseudo paternal. “Sos vos, Francisco”, me repetía una y otra vez. La casa en la que Belén había vivido era modesta y antigua pero cómoda. Se encontraba a las afueras de Alta Gracia, como me habían dicho, y contaba con poco más de cuatro hectáreas de plantación de árboles exóticos que Mariano cuidaba con presteza y una pericia propias de artesano. La primera vez que la visité, ahí estaba mi sobrino, esperándome en la puerta con su hacha al hombro. Me guio por el bosque, me mostró las distintas especies que allí crecían y me explicó cómo era que realizaba su trabajo. No era muy expresivo, todo lo hacía y decía sin emoción. El hacha aún me inquietaba, y lo hizo durante meses. La segunda sonrisa que observé en él, la esbozó cuando llegamos a la parte más espesa del bosque. En ese trayecto, los árboles eran de corteza blanquecina y el cielo se escondía entre un follaje anaranjado. Me sorprendí al ver semejante espectáculo y comprendí la razón de su felicidad. Yo también me sentí bendecido de cruzar por allí. —Estos son los abedules —me explicó—. Se venden a muy buen precio, tienen una de las maderas más tiernas y pálidas del mercado, además de ser maleables para la construcción. —Tenés muchos, veo. —Un poco más de la mitad de toda la plantación es de abedules. Los más blancos son los mejores y los más caros. Papá me dijo que, si tenemos algo que nos una como familia, son los abedules. Jamás lo había oído hablar tanto. Transitamos el sendero, bordeamos un pequeño arroyo y volvimos a la casa. No volvió a hablar en lo que quedaba del trayecto, y tampoco lo forcé. Nuestra obcecada relación demostró ser funcional, y con eso nos conformamos durante un tiempo. VI Durante el otoño recibí una llamada desesperanzadora. La tragedia signaba una vez más el futuro de mi apellido. Diego había sido secuestrado. Siempre había sabido de él. Se convirtió en un periodista famoso y polémico. De esos que tientan a los políticos mafiosos de hacerlos desaparecer. Al parecer había logrado su cometido, y la noticia cruzaba el país desde La Quiaca hasta Ushuaia. Recibí el mal trago sin chistar y continué con mi cotidianeidad, Diego había sido claro al irse:
—No quiero volver a ver a ninguno de ustedes —nos había dicho. Y era digno de ser respetado. Diego rondó por mi cabeza sin descanso hasta el finalizado junio. Me parecía verlo en cada esquina de mi casa, agazapado en la oscuridad. Me lo había callado hasta ese entonces, y se lo confié a la licenciada Bregmann. —¿Cómo es eso? —Se juntan a llorar. Él se agacha al lado de Belén, en el mismo rincón. Me derivó a un doctor cuyo apellido no pude retener. Este psiquiatra me retuvo durante una hora, me pidió muchos detalles de mi vida privada y terminó por obligarme a tomar medicación por la mañana y la noche. Acepté esto de buena gana, no podía permitir que me quitaran la curaduría de mi sobrino. Además, tomar pastillas no era tan malo. Diego comenzó a no presentarse, pero Belén siguió firme en su puesto, solo que esta vez no lloraba, solo me observaba fijo. Una mañana de agosto, Mariano me llamó. Era la primera vez que él tomaba la iniciativa. Su voz al teléfono era tan monótona e inexpresiva como en persona, quizás por eso arqueé las cejas cuando me dijo que estaba contento. —Estoy planeando un proyecto personal. —¿Ah, sí? ¿De qué se trata? —Voy a construir mi árbol genealógico. —Qué buena idea. —Necesito que me ayudes. Viajé el mismo día. Lo hice con un bolso en el baúl. El chico me había invitado a quedarme una semana con él, y como me encontraba de vacaciones, no lo dudé. Nos levantábamos temprano, él antes que yo. Mariano se internaba en el bosque y talaba durante toda la mañana. Yo tomaba mate y miraba viejo álbumes familiares. También pasaba horas frente a la computadora. Era menester que encontrara a los hermanos que me quedaban, tanto por mí mismo como por Mariano, a quien no había podido darle mucha información sobre los Cañada. Me tranquilizó a su manera y me dijo que no me preocupara por la familia Boehringer, porque de ellos ya se había encargado él. En Alta Gracia pude dormir sin problemas. Tampoco los había tenido en Córdoba, pero sí me costaba no mirar a mi hermana a los ojos cada noche. La extrañaba, solo eso. VII El día que encontré el paradero de Agustín, me sorprendí de enterarme que había vuelto a Córdoba un año atrás. Desde la cocina, mi sobrino miraba la pantalla de mi computadora con curiosidad mientras yo le contaba sobre su otro tío, quien al parecer no se había casado y tenido hijos propios y se dedicaba a la venta de propiedades. Mariano se había dejado crecer una barba poblada y de aspecto acerado y la
acariciaba con gesto quedo mientras yo le explicaba por qué mi hermano se había ido del país. De repente, abandonó la habitación y volvió a los pocos segundos con un pellejo enrollado. Una vez que despejamos la mesa, lo estiró en su totalidad y pude ver que el trabajo que el chico había hecho era de verdad hermoso. El cuero de oveja lucia labrado con guardas de lo más complejas y elaboradas. En el centro había un árbol grabado a mano que contenía los nombres de todos los Boehringer y gran parte de mi familia. Observé que mi sobrino había investigado con pasión y estaba muy cerca de terminar su proyecto, lo que me llenó de orgullo. —Falta la tía Luciana, el tío Agustin y… yo —le dije con un dejo de desánimo. Había esperado ver mi nombre grabado. —Vos vas a ser el último, tío —me dijo mientras me sonreía. Una sonrisa genuina que me llenó de una angustia agridulce—. El último en ser agregado y el primero en verlo terminado. Esa noche me fui a dormir con la misma sensación invadiéndome el pecho, solo para despertarme aferrado a un terror infantil. Busqué en la oscuridad el interruptor de mi velador pero no lo encontré. Una segundo más tarde, me percaté de que no lo necesitaba. Ahí estaba Belén, mirando por la ventana, bañada solo por el tenue resplandor de la luz de la ruta. Me mantuve quieto y en silencio. Me imaginé que ahora era ella la que me extrañaba, por lo que agradecí su presencia. Luego escuché algo que se arrastraba por el suelo y me asomé por el borde de la cama. Era Agustín. VIII Le había prestado mi auto a Mariano, quien dijo que tenía que cerrar un trato en Alta Gracia y que su cliente no podía verlo antes de las once de la noche. Sabía que no estaba capacitado para manejar pero no me importó. El chico era un buen tipo y tenía que crecer. Le habían quitado casi tres años de su adolescencia, entorpecido su crecimiento, hecho oídos sordos al trauma de ver a sus padres asesinados y arruinado el negocio familiar, un negocio que con dieciocho años recién cumplidos estaba rearmando por sí solo. Cuando estacionó afuera eran las cinco y media de la mañana y yo seguía despierto. Preocupado por mis medicamentos, comencé a pensar en que quizás sí me estaba volviendo loco. Mariano fue derecho a su habitación y, una vez que cerró la puerta, yo abandone mi cama. Quería salir a caminar por el bosque, no podía pasar un minuto más oyendo el llanto desgarrador de Agustín. La madrugada me encontró deambulando entre la niebla y la espesura. Era refrescante y la claridad del cielo nublado se hizo presente tras el humo de mis cigarrillos casi sin que me percatara de ello. No fue hasta que llegué al claro que empezó a sonar mi alarma. Me había acostumbrado a no tener señal de internet, pero en aquel lugar parecían confluir todas las líneas telefónicas de la provincia,
por lo que cuando miré la pantalla me encontré con un torrente ininterrumpido de notificaciones. Cuando intenté borrarlas, mi cuenta de Facebook se abrió y me encontré con varios mensajes sin leer. Y el corazón me dio un vuelco. Leí el nombre de Lu Cañada con una aprehensión que me llegó hasta los huesos. Había estado hablando conmigo, pero yo no lo recordaba. La conversación databa del día anterior a las diez de la noche. “Dejé la cuenta abierta”, pensé. “Mariano se hizo pasar por mí”. Hablaban de manera pausada, desarticulada. Mi hermanita menor debería tener treinta y seis o treinta y siete años para ese entonces. Decía sentir un vacío enorme, querer verme, quedaba en encontrarse conmigo a las doce esa misma noche. Volví a la casa caminando sobre una indignación furiosa. Allí me lo encontré, impecable, como siempre, cebando el primer mate de la mañana. —Me revisaste la computadora —lo increpé, pero me miró como solía hacerlo, con incomprensión idiota. —Tomate un mate, tío. Quizás Mariano sabía cómo parecer retrasado, pero yo no iba a dejar que se saliera con la suya. Me acerqué y tomé el mate que me tendía. Lo tomé rápido, el frío había calado hondo en mí. Me dispuse a hablarle, pero algo había cambiado; su mirada ya no era la misma de siempre, había en esas pupilas calmas algo que no encajaba. Me di cuenta de esto mientras sentía mi cuello perder la fuerza para mantener la cabeza erguida. Los ojos de mi sobrino me siguieron durante todo el trayecto hacia el suelo. IX Me desperté para encontrarme envuelto en velos neblinosos una vez más. Había tenido un sueño de lo más raro. Una mesa redonda. Cinco sillas. Cuatro de ellas ocupadas. Agustín. Lucianita. Diego. Belén. Cuatro cabezas vueltas hacia mí, ojos nublados y ansiosos, como preguntándose por qué no me sentaba con ellos. Y entre la neblina, Mariano caminaba nervioso. Rodeaba uno de los abedules más grandes y estilizados de todo el bosque. Lo reconocí en el acto y sentí confusión: era igual al árbol que el chico había grabado en el cuero. Estaba reseco, lucía un blanco tiza enfermo y parecía que iba a desmoronarse de un momento para el otro. Había leído, no hacía mucho, que algunos árboles pueden enfermarse y morir, e infectar a otros árboles a su alrededor. Mientras volvía en mí, pensaba en estas cosas sin dejar de temblar. ¿Acaso me había desmayado en el bosque? ¿Era todo un sueño? La voz de mi sobrino captó mi atención. —¡Completamos el árbol, tío! —me decía con una alegría inédita en él—. Gracias a vos, pude hacerlo. —Me volteé sobre un costado y lo miré. Al principio no lo comprendí. Su hacha estaba apoyada sobre el tronco. Él, por su lado, tenía manchas de sangre en el pantalón.
—¿Mariano?... ¿Estás bien?, ¿te lastimaste? —le pregunté. Siempre tuve miedo de que el hacha se le cayera y le rebanara un pie. —Estoy mejor que nunca, tío —me dijo, sonriente—. Gracias a vos. Me llevó un par de segundo más darme cuenta de que sentía tanto frío por estar desnudo. La consciencia sobre mi cuerpo me llevó a mirarlo. En ese entones entendí la totalidad del asunto, aun sin haberlo visto todo. Grité. Donde antes habían estado mis piernas, había dos colgajos de piel sin ley ni forma. Me pregunté, en aquellos segundos de poco razonamiento, dónde habían de andar mis extremidades inferiores y me percaté de que, al menos, sí sabía dónde estaban los huesos. Los tenía Mariano. En ese entonces trepaba a la escalera y los ataba en una de las ramas más altas del árbol, como si fuesen la continuación de la misma. —¡Te dije, tío! —me gritó desde las alturas—. Ibas a ser el último que agregara y el primero en verlo terminado. X “Eso no es un abedul, Francisco, es un árbol hecho de los huesos de todos tus familiares”, pienso y repienso y hasta este momento no puedo dejar de repetirlo en mi cabeza. Mariano estaba tan excitado que perdió el equilibrio y se rompió el cuello al llegar al suelo. Yo no puedo dejar de observar su obra, y creo que lo voy a hacer hasta que la última gota de sangre me abandone. ***
Rubén Risso nació en 1990 la localidad de Pergamino, Buenos Aires. Es licenciado en psicología con especialización en adicciones. Publicó “El Jardín de los Lobos” (Autores de Argentina y Thelema, 2015) y “Once Cáscaras” (Textos Intrusos, 2016). Coordinó junto a Narciso Rossi la Colección PelosDePunta, destinada a la difusión de autores nacionales. Actualmente forma parte del equipo editorial de La Otra Gemela Editora.
EN EL Por
V
PISO DE ARRIBA Ariel S. Tenorio
ivo desde hace décadas en el último piso de un edificio sobre la Avenida Rivadavia en el barrio de Almagro. Es una estructura vieja y está bastante descuidada, pero todavía conserva cierto encanto, a mis ojos por lo menos —otros dirían que es un esperpento abandonado—, con su fachada neoclásica remarcada por el hollín, las herrerías atiborradas de florituras y las escaleras de mármol que el paso del tiempo apenas ha percudido. Almagro es un barrio lleno de tesoros y secretos, pero con los años ha cambiado y se ha convertido en un lugar extraño. La gente que vivía por acá en los años dorados ya no está. Son fantasmas que se han volado. Yo creo que, al igual que las personas, hay edificios que se vuelven obsoletos. Se van muriendo sin que a nadie le importe. En cambio hay otros, las construcciones modernas, no entiendo por qué todo el mundo se desvive por habitar en esas ratoneras. Yo no podría. No tengo muchos vecinos por estos días, y yo lo prefiero así, la verdad. Este es un edificio muy tranquilo. Los departamentos ocupados son pocos, cinco en total, y en la mayoría viven familias. En el segundo piso hay una pareja de ancianos que son prácticamente invisibles, ella está postrada con una enfermedad terminal y él es un fóbico clínico. Sospecho que pronto…bueno. Después están los del tercero, los Gineca, una familia de comerciantes a los que les ha ido relativamente bien en lo económico, y que se van a mudar pronto, según oí a través de la puerta. A ver, en la planta baja está el portero, Jorge, un hombre que quedó viudo hace unos meses, y sus dos hijos, Rafael y Jeremías, pobrecitos. Son demasiado chicos para asimilar que su madre ha muerto. Cada vez que los miro de cerca me doy cuenta que no han entendido del todo la situación. El dolor está ahí, asomado en el borde de sus ojos, pero es una sombra que aún no se derrama. Por último, en el departamento de abajo, vive el bicho raro. No sé su nombre y tampoco me importa. Es un tipo solitario, arrogante y taciturno. Un aprendiz de pianista…No. Pianista no. Tecladista. Me niego a calificarlo de músico. Es bastante joven, el bicho raro, digo. Debe andar por los cuarenta y no parece tener muchos amigos. Es uno de esos antisociales sin remedio que al igual que yo, no parecen gustarle los animales. Insisto en que a pesar de la semejanza, no me agrada. Si me preguntan, no sabría precisar por qué no me agrada. Supongo que es una cuestión de piel, o de modales.
Una vez tuve un altercado con él en el ascensor. Hace unos meses. Fue una de las noches más frías del año y el tipo venía de afuera, medio borracho. Se bajó de un taxi, renegó un poco con las llaves y entró murmurando groserías. Después prendió un cigarrillo ¡Adentro del palier! y se metió en el ascensor. Ni siquiera me saludó, se quedó parado enfrente de mí como un monigote. Ahora bien, no quiero parecer necio, yo sé que en mi condición la mayoría de la gente no es capaz de verme… Pero él…¡Ah! Me arrojó el humo del cigarrillo encima y aquello me sacó de quicio. Quise perturbarlo, quise que se le cayera esa mueca idiota con que se miraba en el espejo. Entonces me quité la máscara y la sostuve a pocos centímetros de sus ojos. Él se removió, inquieto. Se paró sobre un pie, luego sobre el otro. Se refregó la nariz y parpadeó rápido, pero no pareció ver nada. Supongo que en ese instante comenzó a presentirme. —¡Vamos! —dijo de pronto, a nadie en particular. Y yo me di cuenta que tenía miedo. Apretó repetidas veces el número cuatro, como si eso hiciera que el ascensor subiera más rápido. Todavía con mi máscara en la mano, me acerqué a él y asomé mi rostro de polilla nocturna. Me paré groseramente cerca, solo para molestarlo. A través del espejo del ascensor, vi mi propia imagen agazapada sobre mi vecino. Un insecto gris, cubierto por una delicada pelambre y plateados filamentos, con extremidades larguísimas. Una de mis tantas formas inconstantes que yo usaba como un traje, según mi estado de ánimo. Mi vecino estaba pálido. Podía sentir sus latidos acelerados como latigazos húmedos. Tragó saliva y miró directo hacia la puerta enrejada, como queriendo fundirse con ella. Antes de que la puerta se abriera y él saliera proyectado hacia el pasillo le dije: —Esta noche voy a pasar por debajo de la puerta. Mis palabras lo lastimaron. Emitió un grito corto, como una tos, y corrió hacia el pasillo oscuro. Pensé en seguirlo hasta el interior de su departamento, pero lo dejé en paz. En aquel momento sentía una gran satisfacción, pero también estaba cansado. Cansadísimo. Antes de que se cerraran las puertas del ascensor, lo vi, en el medio de la oscuridad, temblando de pies a cabeza y forzando las llaves para entrar y guarecerse.
Almagro es un barrio misterioso. Lo observo desde el aire y busco reconocer sus contornos. Tal vez no sea Almagro sino un sueño dentro de otro sueño. Muchas
veces estoy ausente. Lo poco que queda de mí, en el departamento, son residuos. Soy como esas cáscaras secas a los que las arañas han chupado toda la savia. Mi verdadero ser está disperso, flotando por los rincones, amalgamándose con la humedad de las paredes, escondiéndose en los resquicios polvorientos como una vieja moneda o un botón. Soy algo sin valor. Inmóvil. Olvidado. Absolutamente Invisible. Pero yo aguardo. Mi vecino me tiene miedo. Sé que no se ha olvidado del incidente del ascensor. Puedo oírlo a veces, a través del piso de parquet, a la madrugada sobre todo, y sé que está parado sobre la mesa del comedor, con el oído pegado al cielo raso. Me divierte que haya notado mi presencia. Pero también me frustra estar tan débil y no poder corresponderle como es debido. Me limito a rasgar con mis uñas la superficie de pinotea. Pequeños rasguños. Una acción sutil pero suficiente como para que él sepa que estoy acá, y que estoy atento.
El tiempo juega conmigo. Nunca me atrevería a decir que es a la inversa. En los interminables ciclos, a veces desaparezco por completo, y otras estoy tan presente que siento que podría comerme las paredes a dentelladas. Durante algunos días estuve recuperando fuerzas. Anoche pude oír a mi vecino ensayando unas partituras como un energúmeno. Sonata para piano en si menor de Liszt. Una ejecución pésima, de principiante, insolente y pusilánime. ¡Me enfureció tanto! Me hizo odiarlo más que nunca. Presa de un estado de rabia incontrolable, batí las alas y me encaramé en la vieja araña de la sala. Luego me dejé caer con todo el peso de mi cuerpo y aplasté el suelo con las seis patas al mismo tiempo. A raíz del golpe, me pareció que el edificio entero temblaba, y mis garras dejaron marcas en el polvoriento parquet ¿Acaso un fantasma podría hacer algo como eso? La música cesó de inmediato. Oí a mi vecino de abajo correr atropelladamente por todo el departamento. Oí un estruendo de vidrios rotos. Después, todo quedó en silencio. Esa misma noche recordé que hacía mucho tiempo que no me alimentaba. Pero tenía un ánimo exultante y me dije que lo dejaría para otro momento. Para distraerme, me probé una de las máscaras que más atesoraba. La cara de hombre. La extraje meticulosamente de la bolsa. Me la coloqué con sumo cuidado y me observé en el reflejo del ventanal que daba a la avenida. Era una imagen un poco tosca, apenas un atisbo de lo que debería ser, pero me reconfortaba. Por algún motivo que desconocía, no me estaba dado recordar muy atrás en el pasado. Pero
yo sospechaba que esa cara me había pertenecido. Esa era mi verdadera cara, no las otras ¡Las otras eran odiosas! ¡Juguetes horribles que no me servían para nada! Pero no quería enojarme. Lo que importaba era haber silenciado al bicho raro. Me acaricié el rostro y canturreé una vieja melodía, una nana que había escuchado cantar a la madre de Rafael y Jeremías antes de morir y que a veces utilizaba para aterrorizar a los dos pequeños a través del conducto de calefacción. Me sorprendió oír una llave girando en la cerradura. Estupefacto, torcí la cabeza hacia la puerta. Casi de inmediato, el portero y mi vecino entraron en mi casa. Ambos llevaban linternas y tenían los rostros pálidos. Me retorcí justo a tiempo para esquivar los haces de luz, pero la máscara de hombre se cayó de mis manos ¡No podían hacer esto! Desesperado, me quedé quieto como un poste junto a la ventana y procuré que mis alas me cubrieran, mimetizándome precariamente con una de las raídas cortinas. Los hombres recorrieron la sala y los cuartos, alumbraron los muebles y el techo, y cada rincón del lugar. Escuché como crujían sus pasos al aplastar las cucarachas muertas en el piso. —No hay nada—dijo el Portero —, debe haber sido una rata o alguna tubería vieja. El bicho raro chasqueó la lengua —¡No me jodas, Jorge! Vos también oíste el golpe. ¡Y vivís en la planta baja! ¡Te digo que se sacudieron todas las lámparas! ¡Parecía que se iba a venir el techo abajo! —Sí que lo oí —admitió el portero—, pero la verdad es que no me gusta estar acá. Norma decía que le daba mala espina este departamento, y a mí me pasa igual—de pronto giró sobre sus talones y el haz de la linterna me dio directo en las alas. Sentí la luz blanca quemándome, una nota aguda que se tornó insoportable, pero no me moví ni un poco. —¿Qué es eso? —Jorge, escuchame. A mí tampoco me gusta estar acá, pero me tenés que creer lo que te vengo contando. Acá arriba se metió alguien. El portero caminó hacia la puerta. Su respiración estaba agitada y cuando habló lo hizo entrecortadamente. —Vámonos. Después charlamos si querés… Te invito un café en mi casa. Acá no hay nada, y que yo sepa, la única llave la tengo yo. La inmobiliaria cerró hace como diez años, y nadie lo reclamó. Está todo abandonado…mirá lo que es. Yo pienso que nunca… ¿Qué es eso? —No sé, parece una máscara de papel maché ¿Ves lo que te digo? Pasa algo raro acá arriba. Que cosa horrible ¿De quién carajo será? Cuando el bicho raro tomó mi cara de hombre, giré despacio y replegué mis alas para que dejaran de ocultarme. Los dos hombres estaban cerca de la puerta,
dispuestos a salir pero mi movimiento los alertó. El portero dio media vuelta y me miró directo a los ojos, a juzgar por su expresión puedo decir que entendió muy bien con qué se enfrentaba. El bicho raro abrió la boca para gritar pero no le di tiempo. Me proyecté sobre ellos con mi cara de matar emergiendo desde las profundidades, las fauces abiertas de par en par y todos los pelos de la espalda erectos como púas.
—Papá ¿Qué te pasó en la cara?—preguntó Jeremías. Los dos chicos estaban acostados en su cuarto, tapados hasta el mentón y alumbrados por la luz cremosa del velador. En la pared, un reloj con la forma de un hongo en caricatura marcaba las 03:34. —¿Qué me pasó en la cara? Es la única que tengo— le contesté con brusquedad. Pero los tres sabíamos que eso era una mentira. Jeremías comenzó a temblar. —Estás más flaco y tenés…sangre en el cuello—observó Rafael con un hilo de voz. Yo me encorvé un poco más sobre ellos. —Ah, ¿Esta sangre? Pero esta sangre no es mía—dije, a punto de largarme a reír—. Es de unos señores muy entrometidos que me hicieron enojar. Los dos niños me miraban con los ojos muy abiertos. Yo me limpié la sangre con mis dedos largos y me los llevé a la boca para lamerlos. Los niños estaban pálidos, aterrados como solo podrían estar dos cachorros en presencia de un depredador. En cuestión de segundos se pondrían a gritar y entonces, ya no tendría caso fingir y yo podría arrancarles las cabezas y alimentarme de una vez por todas.
Ariel S. Tenorio. 1975. Garín. Bs As. Argentina. Escritor de Ciencia Ficción y Terror. Muchas de sus historias han sido publicadas en revistas especializadas y antologías. Entre ellas: Axxón, Sensación!, Próxima, Lilith, Insomnia y CruzDiablo. En 2015 su relato Plasmatrón fue traducido al francés para la antología de Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada a autores noveles latinoamericanos. Otro de sus cuentos, La razón de las estatuas fue publicado en la antología Española “Fabricantes de Sueños”. Participó en el tomo 13 de la colección de terror “Pelos de Punta” con un relato llamado La sombra en el faro. Recientemente logró el segundo puesto en la antología Peruana de horror Bizarro, Ed. Cthulhu.
NOCHE PERRA Y SIN LUNA
L
Por Víctor Lowenstein
a vida de Charlie era un desastre. El alcohol estaba acabando con su vida. Lo peor no era esa pérdida del respeto propio con el que se convertía a los ojos de los demás en un pobre tipo, una lacra. El previsible estropicio en sus relaciones sociales era otro remanente de un arsenal de miserias. El desaliño, los piadosos pedidos de dinero para solventar el vicio, la soledad que lo iba acorralando en esa cárcel privada que era la pieza en que vivía; cueva en la que sabía ser su propio juez. Y como tal se sentenciaba y se auto condenaba a diario para perdonar sus faltas luego y proveer de su veneno predilecto al monstruo sediento que creía llevar dentro; un Caribdis que vivía en él y estaba de juerga día y noche. Lo peor eran esos temblores que empezaban a frecuentarlo. Los disturbios digestivos y las llagas en la boca eran molestias a las que se había acostumbrado a fuerza de trasiegos que no mesuraba ni le quitaban el sueño tampoco. Se sabía un bebedor fuerte, quizá próximo a pasar la frontera que separa al borracho del enfermo alcohólico. Poco le importaba en realidad, pero prefería enfrentar las resacas más duras a soportar esa agitación nerviosa en los dedos. Fuera de eso se entregaba a su destino de segura declinación, de implacable caída, sin oponer resistencia de ninguna clase. Pero todo se le caía de las manos y esto sí le preocupaba seriamente. Cuando se trataba de una botella sin abrir lo llegaba a considerar una tragedia. Pero siempre un vaso, una caja de fósforos, el cenicero, terminaban en el piso por su torpeza. Y eso lo ponía triste, al borde de las lágrimas. El viernes por la tarde llegó a casa más castigado que de costumbre. Bebía los fines de semana más que otros días, siempre a la salida del trabajo, con sus amigos. Esta vez, se le había ido la mano escanciando vino puro, y sentía los primeros estragos en su organismo. Cerró la puerta y dejó caer la llave con indiferencia. Caminó por su pieza tropezando con ropa tirada, cajas de pizza vacías, zapatos. Se dejó caer en un sillón rumboso; era su estrado de juez. Se sentía muy indispuesto. Su cabeza era un globo de combustible girando alrededor de fuego centelleante. Decidió estarse lo más quieto posible, pues cada movimiento significaba un desafío a las leyes de gravedad. Frente a él, bajo una banqueta que le servía de apoyo para empinar el codo, estaba la botella. Un auténtico Johnny Walker etiqueta negra que guardaba para una ocasión especial. Con mucho cuidado, estiró el brazo para alcanzarla. Con la otra mano buscó un vaso a tientas. Destaparla, fue un cauteloso suplicio. Reclinarse para llenar el vaso, un momentáneo alivio. Bebió el contenido de una vez con ridícula ansiedad, como si lo apurara una sed abrasadora. Tosió, y regurgitó parte del líquido, que se le deslizó por el mentón. Con la precaución acostumbrada, apoyó la botella en el piso. Se
limpió la boca con el dorso de la mano y, asqueado de sí mismo, cerró los ojos que le ardían mientras inhalaba oxígeno para serenar el trémolo que agitaba su cabeza. Al levantar los párpados fue peor. Se sentía espantosamente, y veía doble. Todos los objetos de la habitación se balanceaban duplicados unos sobre otros en sarabanda frenética. Una voz le decía: perdedor… Alzó la cabeza pesadamente. Su doble lo observaba, sentado en la banqueta, frente a él. Una réplica exacta de su ser lo estaba mirando. Se restregó los párpados, pero eso no le ayudó ni a despejarse ni para esfumar una mala impresión. El que estaba ahí sentado era él. Reconocía su ropa, los raídos pantalones y la camisa arrugada; las zapatillas sucias de barro también. Tembló ligeramente al verlo, con los brazos cruzados sobre el pecho, porque él nunca adoptaba esa postura. Lo miró solo una vez y evitó sus ojos, pues adivinó quién era; esa certeza se volvía hielo en los ojos del otro. −Quién es usted –dijo con la voz hecha un nudo en la garganta. −Charlie. −¿Charlie? −Claro, Charlie…como vos ¿no te llamás así? Charlie asintió, dejando caer su cabeza hacia adelante. Le costaba mirar a ese tipo. Un miedo difuso empezaba a brotar dentro suyo flotando por encima de la efervescencia lenta y ruginosa de vino y Whisky. Sus nervios se negaban a responder a esa realidad, la de un fulano que estaba dentro de su pieza. Un tipo que era él mismo y que lo observaba con fría insistencia; con algo como una rabia contenida. Una parte de su conciencia seguía no obstante funcionando, y comenzando a darse cuenta de las cosas; a asumir lo que debía enfrentar. Todavía le temblaban demasiado las manos. −¿Charlie qué? –preguntó por preguntar, o para ganar tiempo. El otro lo desafió con una mirada que le erizó la piel. −¿cómo qué? Digamos que no lo sé. Adiviná… o inventá algo inteligente ¿Cómo puedo apellidarme? Humedeciéndose los labios, ensayó una de esas bromas tontas con que los cobardes intentan congraciarse ante los hombres temerarios en situaciones comprometidas. −¿Manson? El otro lanzó una carcajada digna de Mefistófeles. Rió tan estruendosamente como podría hacerlo un ángel caído, o un Dios borracho. Al reír, mostraba su verdadera faz: esa piel pálida, biliosa, y los ojos enrojecidos que miraban sin ver, llorosos y furibundos a la vez, perdidos en algún vacío. La risa acababa en desgarros de voces inarticuladas que eran gemido lastimero o gruñido salvaje. En otras palabras, estaba bien ebrio. De modo que también el doble había bebido en exceso; aunque poseía un dominio de sí muy superior al del Charlie acabado que temblequeaba en su sillón. −¿Qué te parece Baudelaire? −dijo, echándole en la cara un aliento indudablemente etílico, al tiempo que se ponía de pie.
−El viejo poeta resulta más adecuado a nuestro espíritu romántico y nocturno…” Charlie sonrió débilmente. El doble levantó la botella del suelo. La puso a trasluz para ver la etiqueta. −¡Johnny Walker! Pero si es mi bebida favorita. ¿Qué te parece? …buen nombre ¿verdad? Me llamaré así; seré un auténtico John Walker. Charlie asintió. −Joder. Esto hay que festejarlo ¡por mi buen nombre! Acercame tu vaso; yo tomaré de gollete, nomás. El vaso tremulento fue llenándose de líquido ambarino. −¿usted no toma? −Vos primero… Charlie bebió un sorbo de whisky. Johnny Walker bebió un largo trago de Johnny Walker. −Y ahora de pie –dijo−, que nos vamos de joda. −¡qu-qué? −¿no entendiste? Mi nombre es Johnny Walker. Juancito caminador; “El que camina por la noche”. Charlie no acusaba reacción. −¡Wake up, babe! Ésta es la última noche, perdedor. Nuestra última noche en el mundo…y hay que salir a festejarlo como se debe. Un brindis de horrores y muerte por nosotros… Lo miró, con esos ojos ardorosos, y Charlie se estremeció hasta la médula de los huesos. Johnny lanzó otra risotada. −Estaba jodiendo, perdedor. Un chiste. Digo sí que salgamos a caminar un poco. Esta pieza me asfixia. Charlie manoteó su abrigo tirado en el piso y se levantó del sillón lo más rápidamente que fue capaz. Cuando consiguió ponérselo, el otro ya no estaba. Tal vez no había estado nunca. Sintió que la cabeza iba a estallarle. Miró de soslayo su reloj de pared: tres de la madrugada. Decidió salir pese a todo. Salir. Las calles suburbanas a las tres de la madrugada de un viernes son casi iguales a las de los días lunes. El mismo paisaje deprimente de calles y calles oscuras que nunca terminan. Perros que ladran en la lejanía y sombras inhóspitas que se arrastran en la noche misteriosa. Charlie andaba despacio por una calle cualquiera, sin pensar en nada cuando Johnny reapareció a su lado. No era tan alto como creía habérselo figurado en la pieza; ahora que lo veía bien tenía el otro su misma estatura. Ya no le despertaba ese temor monstruoso de antes, al aire libre y bajo la luna y las estrellas era aquél un tipo corriente y mal presentado. Cualquiera los hubiera confundido con un par de borrachos que andan juntos por las calles. Como un arlequín pasado de copas, Johnny se había puesto juguetón y bailoteaba en torno a Charlie parloteando incansablemente.
−Aún puedo cambiarme el nombre, perdedor. ¿Qué te parecería…perro de noche, o… perro de luna? Charlie se detuvo en seco y se quedó mirándolo. −Bueno, decía nada más. Los perros, la luna, son cosas de la noche ¿no lo sabemos, acaso? Le clavó dos ojos de hielo, y Charlie debió detenerse, para vomitar sostenido al tronco de un árbol. Mientras lo hacía, vaciando con dolor el atosigado estómago, llegó a vislumbrar algo muy antiguo que se deslizaba por los entresijos de su cerebro. Una imagen de su niñez, efímera y nítida. El pequeño Charlie amarrando las patitas de su perro, bajo una luna crepuscular de cuarenta años atrás; el pequeño Charlie arrojando su mascota a las aguas de un río para ver con curiosidad infantil cómo se ahogaba el animal. −Gracias por el regalo −dijo al fin. −De nada. Sabías que no sos mejor que Manson. Ahora sabés que no sos mejor que nadie. Desapareció. Charlie caminaba. El brillo de la luna resplandecía sobre paredes grises, pero él no le prestaba atención, ni a eso ni a nada. Arremetió una ventisca fría y le gustó; se dejó acariciar por la brisa. Le dieron más ganas de caminar y atravesó todo un parque hacia el sur, donde nacía la dársena; y ya sin la prisa de antes se demoró en los areneros andando a paso incierto, mientras el oleaje del río cercano le traía la música lejana de un mar que sabía compartir sus soledades con él. Se empezaba a despabilar. La luna desaparecía bajo las nubes. El primer clarear del alba también traía penas hechas música lejana. Y la luna y los perros y la última noche del mundo y un brindis de lágrimas por nosotros ¿eh, Charlie? Llegó hasta la escollera y miró abajo, a las aguas oscurísimas. Un remolino de viento le zumbó en los oídos y se cubrió la cara, malherida de cansancio. Trepó la barandilla y volvió a enfrentar la mirada temeraria del río. −Adiós, señor Johnny Walker –dijo a su propio reflejo sobre las aguas. Y se hundió en su oscuridad. *** Víctor Lowenstein. Escritor y corrector literario. Autor de los libros: “Malamuerte y sus historias”; “Simetrías obscenas”; “Taratología de los espejos”; “Paternóster” y “Artaud el anarquista”. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores y la Biblioteca municipal sanisidrense de Buenos Aires. Primera mención honorífica de la antología “Detrás de la palabra 2016”.
M A R K I T O S, E L N I Ñ O P O E T A CONFINADITO EN EL SOTANO
mm me dijeron que les hable. m mellamo markus pero me disen markitos. mi apellido no lo se pronunsiar (y mi abuelo me dijo q nunca lo diga en voz alta. ayer aprendí que la.gente cumpleaños, que es algo así como q se acuerdan qe nacieron cada tanto y ai que saludar. no me gusta saludar. y tampoco se cuando nací xq no me acuerdo. mucho. vivo en el Sotano desde que nací, hecho ke.no recuerdo. mucho. Aki estoy bien. bien sí. se q no hay nada mas allá del sotano. gorlon se encargó de devorar todo. solo hay gorlon. es una ippotesis.) vivo con mi ermana mayor. ella vive subiendo las escalificaberas . a se llama britani. a ella nació sin el hueso de la cadera y tiene que usar un aparato para caminar derecha, pero le duele y se lo saca y anda por ahi con la mitad del cuerpo caido doblado para atras y me asusta. tambien vive mi abuelo gerardo g. , él habla con gente que no está ahi. me dió una foto suya tocando el piano, dspues se las muestri. mi rata que me come los dedos cuando duermo la quiero, se llama maribele. tambein tengo un cangrejo que se llama ambrosio, salio de los libros que estab eb el rincón del Sotano. son de un paulo cohelo, tambin ai una biblia en ruso cerrado qu me sé de memoria. algunas partes la manché con gorlon, pero se lee igual. a tengo una ventanita chiquita roja de donde a veces entra luz, pero la tapo porqu al lado hay un huerfadero y escucham charleston todo el dia y toda la noche y me tiene hasta las mirulias. me gusta poemar todo. porqe me produce como si un mosquito como los de jumanji me hubiese picado entre las tetillas y me regala sus alas y pico a los demas. entre las tetillas. a les escribo desde un telefono de disco, es medio dificil espero que se entrienda todo bien. me fui a comer guiso, los kiero, mucho. comulguen y caduquen, como si no fuera suficiente todo el gorlon del mundo.
CHOCOZOMBI
I
APOCALIPTICO
Por Samir Karimo
ba caminando por la calle cuando de golpe vi un meteorito estrellándose contra el suelo. Me le acerqué, el objeto asumió la forma de mi chocolate favorito con una figura femenina muy seductora e incluso parecía que estaba leyendo mis pensamientos. Me lo decía el chocolate, ¡trágame y lo tendrás todo! Y así lo hice. Con el hambre que tenía no logré aguantar más. ¡Qué chocolate tan rico! Y fue entonces cuando lo DEMONIACO cobró una forma inimaginable: por cada pedazo que degustaba, algo raro ocurría. Sentí que perdía el control, empecé a menear el cuerpo como un loco, entonces, por donde yo pasaba, las chicas se volvían más demoniacas y antropofágicas, los hombres se caían al suelo destrozados en mil añicos y sus trozos se convertían en piezas zombis que se alimentaban de todo el tipo de insectos y carne humana sea fresca sea muerta. ¡Oh dios, el chocolate nos quiere zombificar por completo! Entonces recordé aquella leyenda urbana que decía que antes del fin del mundo, un hombre calentorro hallaría un meteorito zombificador que destruiría el mundo por completo. Menos mal que todavía no lo había comido entero para completar el ritual, solo me quedaba un poquito. Viendo que el oscuro chocolate parecía tener vida propia, quise desecharlo pero no lo logré. Entonces su cabeza intentó fusionarse con mi ser y absorber la energía de los hombres calentorros que no podían abstenerse de su “hambre” y de las calentorras que nos desquiciaban… ¿Qué hacer?, pensé yo ¡Ya lo sé! Lo único que quedaba era buscar a una chica que sea pura y que no esté contaminada por el oscuro apocalipsis chocozombítico y entonces me acordé de la chica de mis sueños, que tenía un aire angelical y que sólo se entregaría a mí en la boda o en una situación catastrófica mundial. Pero a cambio tenía que darle algo… Tras mucho caminar la hallé y ante mis dotes vocales consintió en perder la pureza conmigo. Mientras intercambiábamos caricias, su pura energía espiritual se manifestó cobrando la forma de una gragea blanca, que tras tragarla, acabaría con esta locura demente, y así fue… *** Samir Karimo. En 2015-2016 publicó su primer libro de relatos en castellano y en portugués llamado Sobrenatural.Como autor destaca los textos Delirios fantasmales salido en la fénix fanzine, dolores en la Revista Demencia donde colabora, y Dulcinea una chica nada normal y Frankenstein en la revista MINATURA 153, 15, 5 donde también colabora. También es guionista de cómics para la revista H-ALT