Relato Corto “Bruja de la Cocina” Ariadna Vargas
¡Si quieres conocerme, y descubrir mis raíces, te invito a mi cocina¡ Te advierto que entras bajo tu propio riesgo. Cuantas almas se han perdido en este territorio de guasontle, chiles de árbol, chipotles, jalapeños, poblanos, moritas, serranos, huitlacoche, moronga, flor de calabaza, tomate verde, chapulines y más secretos que se incrustan en las ollas de barro.
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Cuando entro al templo, todas mis ancestras me poseen, se bordan en mí todas las historias, nuestras historias, de punto de cruz, de telar de cintura, de puntadas. Me dicen quedo al oído, con un tono de voz que parece un apapacho, un cariñito: -¡Le hace falta laurel y una pizca de sal! De vez en cuando, salta entre todas esas voces la de Chivis (porque así les decimos a las Silvinas en mi familia). Amante de la lucha libre, cuentan los tíos y tías, que esperaba ansiosa los miércoles pa´ irse primerita a la Arena Puebla, en primera fila, ha recordarles a su progenitora a los luchadores, acercarle una silla a los rudos y alguno que otro chingadazo a los técnicos por respondones, rejegos y demás calificativos que se le pudieran saltar a los labios. Pobres enmascarados, seguramente preferían perder la máscara o la cabellera sin pelea, a meterse con esa mujer que era mi bisabuela. Con esa misma voz firme, gruesa, ronca, rasposa, me dice al oído, con peligro de quedarme sin ese sentido: – ¡Pareceres turulata, torcuata! ¡Abusada, que las tortillas se te queman! ¡Ya ni la chingas mijita, tan grandota y ni tirar tortillas sabes, por eso no te casas! Así sin más, salta la otra Silvina de la familia, no más que ella era “Máma Chivis, mi chivigon” hermana de mi madre, que cuido de mí y mis dos hermanas como si hubiéramos nacido de sus entrañas: -Te voy a ayudar a hacerte esas lentejas dulces con plátano macho que tanto te gustan, tus favoritas, eso sí, te me comes todito, no seas melindrosa. La escucho y se me aposcahua mi huipil de corazón, de tanta lágrima. De repente le entra al quite, mi abuelito Rogelio, que está más vivo que el viento, y sopla fuerte. Un cocinero empedernido,
de esos que se quedan en la lengua para toda la vida. Que rico que cocina el canijo. Apasionado de la lectura, por semana se lee unos, dos, tres o cuatro libros, novelas en su mayoría, aunque no le hace feo al periódico, revistas, fotocopias y todo lo que contenga letras que se ponga en su camino, eso sí, su tema predilecto la Segunda Guerra Mundial, es un experto, puede pasarse horas platicando del tema, como un serio investigador. Lo tengo tan presente, sentado en su mecedora, leyendo, con su exagerado collar de oro de San Juditas Tadeo, que mide más de 5 centímetros, mientras escucha a María Callas, Agustín Lara o Los Hermanos Arriaga que suenan indistintamente en el tocadiscos. Un hombre fuerte a sus setenta y nueve años, con solo dos canas saltonas entre su cabellera azabache, tiesa como pelos de nopal. Con su voz dulce y modulada, se dirige a mí de las múltiples formas que se inventa para cambiar mi nombre y nunca pronunciarlo, lo cual me parecía encantador desde chamaca. Esperaba con atención el momento en el que estaba a punto de hablarme, para descubrir con que sustantivo nuevo se dirigiría a mí: Mi Arinita, ese guasmole de barbacoa se te está quemando. – Mi Ariel, recuerda que el pipían lleva ajonjolí y cacahuate, bien fritito. – Mi Harina de arroz mairam, ese chilpachole de pollo, deberá ser como acuchanar en el rebozo, los corazones de los familiares del difunto, sabes que no es mi platillo favorito de guisar, pero el cariño llega al pechito por la panza. Así como yo cuando te cocino. Eso me hace pensar en mi funeral, ¿Vendrás a México a cocinar el chilpachole a la familia? Di que sí, no seas ingrata. Desde el fondo, escucho la enérgica voz de mi abuelita Chavela: – Ya Rogelio, deje a la niña, que aprenda sola. Pechugon, sobacon, come cuando hay, déjela. Mi abuelito, encabronado responde:
– ¡Oh que la chingamos¡ !Carajo, es mi nieta consentida número dos, quiero ayudarla! Sin pelarlo, Chavela me dice: – Mijita, no le hagas caso, te acuerdas cuando te enseñe a cocinar mole poblano, así con ese amor nomás, cocínele. Como les cocinaba a tus tíos, tías y a tus primos en esa mesa de madera que apenas nos ajustaban para los 11 y agregados culturales, pasajeros, efímeros, que se colaban. – Por cierto arreglase ese fondo, que ya sabe que dicen las malas lenguas “Fondo caído, novio perdido, busca marido”, hablando de marido ¿Cuándo te me casas?, ¿Cuando me vas a dar un nietesito?, ¡Te me estas tardando!. Ándale que quiero conocerlo antes de estirar la pata, para cargar a tu chilpallate en mi rebozo negro, con bordados en punto de cruz, ese que compramos en Huitzcolotla, mi tierra. De repente suena como WhatsApp, la voz de mi María Bonita, mi madre, mi guía en la vida, mi amiga, que esta vivita y coleando, para defenderme: – Madre, no le digas eso, ella sabe lo que hace. No todas nacimos pa´ la yunta, ni pa´ los hijos o casarnos. – Arito, el mole se sirve en plato de Talavera, como dice Ángeles Mastreta en “Arráncame la vida”, libro que leímos juntas., ¿Te acuerdas? Siempre te pienso, mi niña, que nació chiquita como sietemesina. Sabes que te amo y estoy orgullosa de ti, bueno, bye. Todas esas voces no escucharás, pero estarán ahí para echarme una mano, como siempre lo hacen. Mientras, me muevo de lado a lado, esquivando al Chipotle –mi perro- y a ti, buscando los condimentos: clavos de olor, cilantro, cominos, epazote, hierbabuena, laurel, mejorana, orégano, perejil, pimienta y romero. Eso sí, me ayudas cortando el ajo, la cebolla y demás, porque en esta cocina todos trabajamos, mi prietito.
Mientras las ollas burbujean y sueltan su magia como lo hacían las ollas de las brujas que me anteceden, recuerdo recetas y en secreto, a escondidas, de ladito, así como si no pasara nada, pongo uno que otro conjuro sin que te des cuenta, entretanto te platico –porque eso sí, las poblanas hablamos hasta por los codos o al menos las de mi familia, aun cuando nos den pinole, la palabra nos borbotea- historias de mi matria, de cómo cocinaban antes, con molcajete, con su temolote, hincadas en el petate para moler en el metate. Te contaré la vez que mi madre, joven, atrevida, bella, de una voz que parece que le tomo cien años en forjar, intento moler con el metate, resultando un malogro que le costó una noche de fiebre. Me acuerdo y me dan ganas de un atolito o un champurrado, para darme calor. Al terminar, podrás sentir en tu paladar la sabiduría de muchas generaciones, te aseguro que será un sabor que no olvidarás jamás, querrás tenerlo para toda tu vida y después un día cualquiera, te acordaras, por casualidad, de estos sabores, y un cachito de nostalgia mezclada con cariño, tocará por un instante tu corazón. Por eso te invito, para quedarme un ratito, no más, en tu shunguito quiteño. Pero eso sí, no es amenaza, es una advertencia, es bajo tu responsabilidad que entras en este santuario culinario. Los que comen mi menjurjes, no pueden olvidarme, con estas delicias me he hecho de amigos, quereres y cariños, es decir, de familia. Y no te preocupes, que como me dice mi mamita: “Mija, tú no tienes corazón de condominio, sino de rascacielos”, así que para todos hay un cuartito. ¡Hazme saber tu decisión, no te tardes, porque estoy de paso y en cualquier rato me voy con la flaca!
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