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Lecho Cruento Gonzalo Montero Lara
LECHO CRUENTO
Por: Gonzalo Montero Lara
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(Este es un cuento; pura ficción, cualquier parecido con la realidad es simple casualidad)
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Los míticos ángeles de la vida y de la muerte, no tienen tiempo para nada; “ellos” son parte de la dimensión que discurre insondable en el círculo continuo de la creación-destrucción. Así se la pasan jugando con el destino de todos nosotros; las criaturas de existencia densa.
— ¿Muere o no muere? —pregunta el Ángel de la muerte a su colega y rival de juego, el Ángel de la vida.
—Lo ayudaran los otros humanos de su especie a sobrevivir —contesta el Ángel de la vida
—Yo creo que la mayoría de los humanos del entorno los ayudaran a desencarnar, no olvides que muchos están de mi parte. El hombre pertenece a una especie muy destructora.
—No todos…muchos pueden ser de tu equipo, aunque la mayoría juegan para ambos lados, dependiendo de circunstancias de origen; humanas…muy humanas.
Era la una de la madrugada de un agitado fin de semana. No importa recordar la fecha, porque fue un espacio preñado de desgracias. Por lecturas conozco que la aterradora parálisis del sueño, las crisis lancinantes de las úlceras, y los trabajos de parto entre otras contingencias mundanas tienen preferencia por presentarse con mayor frecuencia a la luz de la luna llena. Este cuerpo estelar que imagino se divierte mucho contemplando esos cuadros tan poco románticos.
Viene a mi memoria que luego de tres días de compartir de manera entusiasta, pletóricas copas de chicha de maíz morado y un navegar festivo en ríos de brebajes amarillos, junto con almas que llegaron el día de difuntos al puerto terrenal, pensé que se resintió mi estómago a las profusas cargas festivas; cocteles urpus (juguetes), t’anta wawas (muñecos de pan), y otras masas dulces deliciosas de los mast’akus( mesas de difuntos). Un súbito dolor en mi abdomen superior, me despertó a la hora fatídica, poniendo en cuestión mi capacidad semiológica de poder definir si este dolor me comprimía, retorcía o quemaba. Pedí a mi compañera de vida, muy solícita en estos trances, me aplicara una inyección de ranitidina para las gastritis y úlceras, de manera directa en mi torrente sanguíneo y otra de propinoxato en mi macizo glúteo para concluir el asunto. Sin embargo, cuatro horas después, despierto nuevamente con el dolor plenamente instalado en los segmentos anatómicos que académico lenguaje anatómico se denomina epigastrio, y popularmente conocido como “boca del estómago”. Era la primera vez que sentía un dolor con esta localización, esas características y una irritante persistencia. Llamé por teléfono a Carlos mi cirujano de cabecera, quien se hallaba cerca de terminar su turno en la guardia del Hospital. Con mi compañera al volante volamos virtualmente en su búsqueda y de calzándome las medias impares y el calzoncillo al revés. Una vez allá acostado en un cubículo de urgencias, persistía la incertidumbre sobre el origen del dolor; yo continuaba sin poder definir bien el problema y el caso apuntaba, a mi entender, solo a una banal irritación gástrica. El referido cirujano amigo, solicitó los exámenes de apoyo para conseguir un diagnóstico sustentable. Lamentablemente el moreno galeno terminaba el turno, y no podía continuar con la atención, pero en su lugar llego otro morocho de la especialidad, quien con los resultados de los exámenes complementarios en la mano, evaluó la presencia de cálculos biliares de unos siete milímetros de diámetro, conglomerados (seguramente conspirando o en alguna movilización biliar), cerca de la desembocadura del conducto natural de drenaje de la vesícula biliar. Los glóbulos blancos estaban aumentados en la sangre con un nivel de 13.000, encima de la cifra normal, apuntando a un proceso infeccioso agudo. Para entonces el dolor como dicen del gobierno estatal; “se corrió a la derecha”. Instruyeron mi internación a piso para prepararme a una cirugía de urgencia. Todo esto mientras una amable enfermera licenciada me canalizaba una vena asegurándome que la necesitaría y duraría hasta mi operación. Encargaron a una hermosa interna, para que me interrogara. Ella me pidió el detalle sobre mis enfermedades anteriores y antecedentes alérgicos.
—La cefotaxima me produjo una reacción cuando me la administraron en el transoperatorio de una cirugía traumatológica anterior —señalé—. Ella tomó nota del dato.
—Me produjo una severa taquicardia — complementé admirando su figura.
Luego, ya resignado continué informando, — nacido en día 7 del mes 7—, por casualidad ingresé a la sala 7 de cirugía varones, recién pintada con colores cálidos donde yacían tres
pacientes colgados sus brazos de sendos sueros. Solo uno de ellos usaba una cama hospitalaria moderna de cuatro movimientos. El resto, incluida mi humanidad, yacía tendida en vetustos catres despintados; seguramente reliquias de la década del 50-60, época de la creación de la seguridad social boliviana. Ataviado con la batas me tomaron los signos vitales de rigor. Mi auxiliar en esa ocasión portaba su propio tensiómetro digital de muñeca. Enroscó el artefacto con cierto desdén a la región lateral externa de mi muñeca, técnicamente fuera del área de latido radial. Con inusual timidez, Le hice notar el error
— ¡Está bien!—me replicó molesta. Luego en la pantalla, salió err(error). Sin mirarme, me aplicó de nuevo el manguito, con el sensor en el dorso de la muñeca, más lejos aún del lugar adecuado. La pantalla le repitió err. Mantuve discreto silencio y mire el cielo gris a través de la ventana con mis labios en gesto sibilante. Sentí que insistió con el error, pero, ya no quise mirar el resultado final. invisibles que me estrangulaban me soltaron y el flujo de aire volvió a fluir, para dar lugar a un horrible vómito bilioso, que tuve que hacerlo en un basurero que me aproximó un familiar. Mi “amiga” licenciada, desapareció como por arte de magia, sin activar el código azul. En su lugar apareció una enfermera auxiliar de blanquito, embarazada, molesta y mal predispuesta para prestar servicios. Ella nos recriminó: —No se debe vomitar en los basureros, para eso están las riñoneras. Ella traía recién las mismas dentro de una bolsa de polietileno para tal cometido, como debió ser lo correcto.
Las visitas a mi habitación iniciaron su peregrinación. Los hermanos, sobrinas, y amistades, permanecían conversando sobre diversos aspectos mientras me miraban de reojo como un condenado al patíbulo, quizá esperando que diga algo importante para la posteridad. Nada de eso ocurrió, ninguna frase significativa perpetró mi cerebro ni soltó mi lengua. Estaba ya algo aturdido por una molesta jaqueca que se instaló en mi cabeza sin que la invitara. En el ínterin, ingresó una conocida licenciada en enfermería amiga, que transportaba los medicamentos para administrarme, y me preguntó:
—Las reacciones alérgicas no están en función de las dosis…
Ella separó a un lado la jeringa con el indeseado producto y procedió a inyectarme las otras sustancias por el suero.
Mientras conversaba con mis acompañantes sentí un brusco vértigo. Pregunté confuso y mareado, si me estaba aplicando la cefotaxima. No fue necesario que me responda, un violento espasmo en la garganta me tapó la respiración. Esta obstrucción la cual afortunadamente duró solo instantes, por alguna razón, las manos
—Doctor ¿Es alérgico a algún medicamento?
—Sí —respondí— a la cefotaxima. En una ocasión me produjo una reacción…
—Pero el médico “ha” ordenado cefotaxima — replicó.
—No me la apliques —le pedí—, pregúntale con que otro antibiótico se puede reemplazar.
Calmadas las aguas, la enfermera “amiga” reapareció en su última intervención. Nunca la volvía a ver. Señaló, que me había puesto solo “un poquito” del medicamento cuestionado, marcando en la jeringa con la uña del dedo, aproximadamente un centímetro cubico. Con voz ronca, flaqueada, casi inaudible le respondí:
Pasado el sofocón, desalojaron a los asustados acompañantes y visitas, y me trasladaron a quirófano, donde aguardaba mi apesadumbrado cirujano descansando de la enorme carga laboral en la fresca cerámica de un desnivel del piso.
Informado del suceso, el anestesista, me practicó una laringoscopia. Pero, me olvidé, se olvidó o nos olvidamos todos retirar mi placa dental superior de valplast, o probablemente este cuidado ya no formada parte del protocolo, pero afortunadamente, la prótesis, más flexible que las tradicionales, resistió en embate de instrumento y se procedió a la laringoscopia. Incomodísimo pero necesario procedimiento. Yo contaba los segundos esperando que la onerosa prótesis dental no se parta en dos. Terminado el examen que me dejó con la boca abierta, el experimentado colega sentenció:
—Hay edema de glotis, puede dar problemas durante la extubación…recomiendo que no lo operemos—. El cirujano derrotado por los sucesos movió la cabeza a los lados… y se suspendió el acto quirúrgico para resguardar mi salud. Mi mente y mi abdomen sentían el tic, tac de una bomba de tiempo que se había armado debajo de mi motor hepático.
7
Vuelvo a la sala “rodando” en una silla, donde el solapado dolor, al verse descubierto, desenmascaró su origen. Me dolía justo en la intersección de una línea imaginaria tendida del fondo del hueco axilar al ombligo; allá donde se cruza con el reborde costal, ahí mismo, es el punto cístico de la semiología clásica.
El morocho cirujano, al nuevo cambio de turno, tuvo la generosidad de lograr que lo releve otro de “buena mano”, Éste galeno me volvió a evaluar. Un medido golpe de puño sobre mi parrilla costal derecha me hizo exclamar de dolor — ¡Ay puta!—, dicterio que fue concluyente para el diagnóstico de una vesícula aguda.
—Hay que entrar cuanto antes… pero, será mañana —señaló—. En este hospital, los quirófanos rebalsaban y resultaban insuficientes como todos los días, por la alta demanda de cirugías programadas y las emergencias. Seguramente me miraron bien: morenocobrizo, de ojos almendrados y estimaron que los mestizos de esas características pigmentarias, fuimos diseñados por el creador o en los talleres de universos; para todo terreno, y con la sonrisa idiota que yo “lucía”, podía aguantar unas horitas más de espera.
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Me quedé conectado al suero con la indicación de solo ranitidina. Cuando llegó la encargada vestida de bata azul, quien debía administrarme la dosis intravenosa del medicamento, le hice notar que el suero no estaba entrando a la cámara de goteo. Vi una tozuda gota que se hallaba aferrada en la punta negándose a caer hacía mucho rato. Sin inmutarse para responderme, procedió a introducirme la sustancia por la llave de tres vías. Un intenso dolor abrasador como candela del mítico infierno católico, invadió toda la zona donde llegó el químico. La flexura del codo derecho se inflamó de manera inmediata.
—Está bien infiltrado el suero —se limitó a comentar lacónicamente, mirando la zona hinchada, y se fue seguramente en busca de otra licenciada para canalizarme otra vena.
—Tiene mucho vello y está muy tenso. No sabe hacer puño” —escuché en silencio, comprendiendo que surgían dificultades técnicas en hallar y canalizar otra vena apropiada. Me afeitaron el dorso del antebrazo derecho, pero tenían que hacer vía al lado izquierdo, confieso que participé en esa metida de pata, ya llevaba 36 horas de ayuno y presentaba fallas en la memoria, precariedad del discernimiento y una tenaz cefalalgia me agobiaba. Era una hemicránea derecha. Siempre la “derecha” fue para mí un dolor de cabeza.
En fin, me dediqué a “filosofar”: los dolores calmaran, ya crecerán los vellitos inocentemente afeitados en seco o me rasuraré ambos lados para “emparejar”. Nada impar o ch’ulla que rompa la armonía y el equilibrio es bueno, dice la sabiduría popular. Esa noche en la soledad de la sala. Aún no había hecho amistades. Le dije a una robusta auxiliar de enfermería que me sentía febril y que por favor me tomara temperatura. Ella me miró erguida y manifestó que era por la frazada que me tapaba… —“¡destápese!” —me espetó. No la vi más en sala mientras estaba despierto y la sensación de fiebre persistió hasta la media noche.
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En la mañana, con la presunción de un proceso infeccioso en curso, cuyo tratamiento fue detenido por la reacción de hipersensibilidad a un antibiótico, me preguntaron si había utilizado anteriormente la ciprofloxacina. Les confirme que sí. Me traté con ese fármaco, fiebre tifoidea y algunas otras infecciones sin ningún problema. Luego vi que incluyeron en la venoclisis un frasco de este antibiótico.
En salas me sorprendí al ver ingresar a mis ancianos padres ambos rondando a los 90 años, estaban de visita. Se colocaron al lado de mi lecho. Yo habría preferido mantenerlos lejos del problema, y solo enterarlos “después de que pase todo”, pero allá me encontraba, bajo la inquisidora mirada de mi padre, ex dirigente sindical y político de ligas mayores quien nunca miró con buenos ojos como se manejaba la seguridad social que ellos conquistaron el 52.
De pronto un escalofrío intenso estremeció todo mi cuerpo. Aparecieron intensos temblores, acompañados con un sonoro castañear de dientes. En vano me esforzaba en reprimir. Muy rápidamente se hicieron incontrolables. Esta situación acabó alarmando con toda razón a mi entorno familiar que se hallaba de visita. Azorados no entendían lo que pasaba. Convocado el auxilio acudió la robusta compañera, quien estimó de forma despreocupada, que solo estaba “nervioso”. De manera inmediata, a este sui géneris estado de supuesto nerviosismo, le acompañó de un alza térmica furibunda que alcanzó los 38.5° grados de temperatura, motivo incuestionable para solicitar otra vez la participación de enfermería. Esta vez acudió la señora de blanquito, quien escéptica llegó con termómetro de mercurio en mano y luego de sacarlo de mi temblorosa axila y ver el resultado. Sin poder ocultar la sorpresa, la vimos correr a informar que mi cuerpo ardía a 39° grados Celsius. Las enfermeras comunicaron la novedad a mi nuevo médico tratante, quien rápidamente estimó que se trataba de una “reacción pirógena”, y ordenó que se retire el suero, incluido el equipo de infusión aguja y todo probable alérgeno responsable de mi estado. Pronto la fiebre fue remitiendo en precipitada crisis hasta normalizarse. Esto me puso a pensar que en ciertas ocasiones, las destrucciones masivas de bacterias invasoras, atacadas por un antibiótico muy eficaz como en este caso, dejan en el campo de batalla toxinas bacterianas y restos de lipoproteínas estructurales de sus paredes celulares, las cuales pueden generar este tipo de reacciones llamadas “pirógenas”.
Después del, incidente mi dijo que se iba a su casa que, según él se encontraba “sola”. Se fue
pálido, preocupado, vacilante y moviendo la cabeza. Mi madre por el contrario se negaba rotundamente a retirarse hasta verme mejor.
En la víspera, volvió la auxiliar de blanquito, acompañada por una estudiante de enfermería de la Universidad Adventista, a quien le decía en voz alta que tiene que conocer los hábitos de los médicos, unos exigen rasurado de vellos y enema y otros no. El mío quería vacío el intestino como un flamante tubo de ensayo.
Sin mayores explicaciones ni previsiones, procedió a colocar el enema. Yo estaba con bata, calzoncillo y un buzo deportivo, y solo tuve tiempo para bajarme los pantalones. No pude quitármelos. Al culminar su tarea, me señaló que podía dar vueltas alrededor de la cama “hasta que me dé ganas de…”. Las ganas fueron inmediatas. Para evacuar, debía aguantar y recorrer unos quince pasos largos hasta el baño común, atravesando en esa ruta, el atestado pasillo público al quirófano. Yo caminaba conteniendo apenas el rebalse intestinal, frunciendo al máximo mi esfínter, ensayando una forzada expresión de serenidad. Así llegué a los baños donde escuché roncos bufidos de esfuerzo en ambos retretes, anunciando que estaban ocupados por dos pujantes funcionarios de batas blancas, en trabajo de aliviar los intestinos. Por la inminencia de mi evacuación, toque tímidamente la puerta:
— ¡Ocupado! — respondió la voz pujante de una persona que estaba lejos de desocupar el W.C.
En mi angustiosa condición, era demasiado tiempo para esperar. Sin poder contenerme, solté con estruendo el angustiante contenido intestinal, convirtiendo todo el piso en un charco de aguas fecales, por cuyo desagradable aseo protestó airadamente más tarde la encargada de limpieza. Recordé que además, “tenía que ducharme”. Me preparé, agarrando con una mano el pesado trípode metálico del suero, con la otra logré quitarme la ropa hecha mierda. Literal, cruel realidad.
En el ínterin salieron del baño los obrantes vestidos de blanco, más que de prisa al evaluar la situación trágica. Sintiéndose culpables, solo miraron de reojo, disimulando su repugnancia.
Sin tener las ideas claras de lo ocurrido y lo que venía pasando, me dirigí impávido a la ducha, bajo de la cual estaba ocupado por una caja de madera sobre la cual se hallaba un bañador de aluminio mediano, lleno de agua jabonosa, seguramente utilizada ya en algún menester. Haciendo a un lado la caja, deslicé mi bata hacia el brazo juntamente con el suero
puesto que no podía librarme de él. Abriendo la llave de la ducha me hice chorrear agua por donde pude. No había jabones en ningún lado. En los intentos por lavar todo mi cuerpo se me cayó y quedo inutilizado el rollo de papel higiénico. Luego me dedique a lavar mi calzoncillo para ponérmelo mojado y retornar a mi cama cubriendo algo la retaguardia de mis intimidades. Entre como caballo cochero, sintiéndome un perro k’ala, aterricé en mi lecho con mi calzoncillo, el buzo y la bata mojados con señales y aromas fecales. Gracias a la airada gestión de mi hermana, de mala gana cambiaron el cubrecama y se llevaron la bata sucia y nosotros el resto. El olor a intestinal no se pudo disipar con facilidad. Parece que se pegó en las terminaciones nerviosas de las fosas nasales.
Así pasó el tiempo, y para entonces ya gozaba de la amistad de mis compañeros de infortunio: Don Celedonio, minero rentista de Huanuni, con silicosis pulmonar del 55% según decía, debutaba con una diabetes insulinodependiente que se la compensaban. Él era hiperactivo, piqui chaki, circunstancial y reiterativo en las consultas sobre sus males. Preguntaba una y otra vez sobre sus tratamientos y nunca terminaba de entender las explicaciones, además señalaba la urgencia de ir a su pueblo. Estaba solo, pero, allá lo esperaban, tres hijos de 18, 10, 9 años y una joven esposa de tierra adentro—. “Muy tarde me he juntado” — comentaba. En la ciudad estaba solo. Juan Carlos, profesor de estado, natural de Potosí, portador de dos prótesis valvulares cardiacas, colocadas con mucha fortuna por un famoso cardiocirujano nipón llegado en una misión de ayuda. Él se internó por un hematoma a consecuencia de una caída de su moto en ruta a su trabajo desde Kana Rancho donde vive, hasta la localidad de Vinto donde imparte educación primaria. Él por su condición de anti coagulado, sangró de manera inclemente por la herida de la contusión y obligó a la colocación de un drenaje subcutáneo por una semana, y; Johnny, un silencioso policía evacuado de Pando, operado de una peritonitis por un apéndice perforado que se lo “aguantó” mucho tiempo, demasiado tiempo, pero sobrevivió como pudo.
La última noche antes de la operación dormí mejor, fui evaluado por el cardiólogo de servicio, un amigo y compañero de facultad. De la misma manera acudieron para ultimar detalles preoperatorios los jóvenes médicos residentes de cirugía y anestesiología. La actividad del personal es intenso a partir de las 5 am. Se sucedían las entregas de turno, primero de enfermeras, luego se daban las visitas médicas, informando la condición de los pacientes y haciendo recomendaciones especiales que los casos aconsejen.
Ya en el trayecto hacia la sala de operaciones, recordé que debía dejar mi placa dental, una licenciada amiga que exhibía una amplia sonrisa como pocas, con mucha amabilidad me la guardó envuelta en papel higiénico.
Me acomodaron en la sala de “pre embarque”, como la llamo yo. Allá, me vendaron los pies para luego conducirme al quirófano, el cual parecía salido de una de mis novelas de ciencia ficción, pantallas planas, monitores, hermosas fuentes de luz con múltiples puntos semejando un cielo estrellado, instrumental reluciente. Luego de la premeditación anestésica realizada por un colega y compañero de deporte, pasé con alguna demora a brazos de Morfeo en nivel 4. A la cabeza del equipo operativo especializado y motivado, estaba el jefe de servicio, un diestro cirujano corrido en siete plazas de estas lides quirúrgicas. Entre todos ellos me condujeron a una de las aventuras más maravillosas que he vivido corporalmente, pero de la cual no recuerdo nada: mi cirugía video-laparoscópica.
El equipo de anestesiología en febril actividad, luego de aplicarme el anestésico por la vía habilitada, me preguntaban si me sentía mareado, aparentemente demoré un poco para “dormir”. De la primera operación a la que fui sometido, aprendí que la experiencia de estar bajo anestesia, no es como dormir propiamente ni salir en astral. No hay ensoñaciones, no se sale del cuerpo físico, no ve nada, ni se ingresa a ningún túnel de luz, tampoco se contacta entidades espirituales; no hay el “otro lado”. Simplemente te apagan y luego te encienden a la vida mediante un interruptor químico. Al medio de este escotoma, de singular vacío, como un insondable agujero negro, trascurrió un lapso de 1 hora y 22 minutos que duró la operación que fue filmada en importantes fragmentos para fines pedagógicos y estimular la capacidad dormida de sorpresa y asombro de neófitos y sapientes.
Gracias a la gentileza del equipo de salud que me atendió y al generoso detalle de proporcionarme un CD, pude ver la filmación de mi cirugía. Las imágenes que observé una y otra vez con los amigos y familia, ratificaron la gravedad del caso, se trataba de una vesícula “podrida”; necrótica, llena de piedras y material purulento. El epiplón, formaba una especie de muro vivo; un plastrón protector en su heroica función de tratar de bloquear el proceso infeccioso en curso.
Quedé admirado de la delicada tarea de aplicar con habilidad y sabiduría las técnicas laparoscópicas empleadas, hasta desprender el órgano enfermo, y dejar un lecho cruento limpio. Asimismo pude maravillarme con la belleza de los paisajes anatómicos, la fisiología de los órganos y las tecnologías de vanguardia destinadas a cuidar el milagro de la vida.
Hoy, respirando a pleno pulmón desde mi lecho de confort, contemplo una de las últimas imágenes que me muestra el video. Se trata de una profunda metáfora originada de esta experiencia que me tocó vivir: Un chorro de líquido cristalino, baña en forma reiterada el lecho cruento…El lecho cruento, hasta dejarlo limpio…como debe ser. Desde entonces, ya no soy el mismo.
En el mundo angelical finalizaba una conversación:
—Sobrevivió el humano; ¡Te gané! —exclama alborozado el Ángel de la vida.
—Así es, pero tú sabes que no fue un fair play, como dicen los aficionados al futbol terrícola. Me ganaste gracias a tu amistad con ese entrometido del Ángel del destino, sabías que él humano enfermo no cumplió aun su plan de vida establecido. Con su existencia terrena todavía debe quemar su karma y gastar su dharma
— ¡Uhm! No, no lo sé, pensé que tú también lo sabías. ¿Será el destino de todos los seres humanos ser ángeles y de todos los ángeles llegar a ser humanos? ¿O mañana nosotros seremos dioses, y los humanos también? Porque la infinita existencia del multiverso es de continua recreación.
Biografía:
Gonzalo Montero Lara, escritor, compositor, comunicador e investigador social. Médico familiar y del deporte.
Tiene obras en los géneros lírico, narrativo, ensayo y humor. En narrativa fantástica y CF, escribió la novela El misterio de las Tres Tetillas, y los libros de cuentos fantásticos: Huellas de Luna, Pétalos de sangre y Viaje el fondo del bar. Participó y fue compilador en varias antologías literarias nacionales e internacionales.