Populismos características

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Populismos Algunas Características Lo más característico de los populismos es precisamente un modo de hacer política. Es de esto de lo que se trata. No de una manera de gobernar, dado que los partidos europeos más característicamente populistas no han llegado, hasta ahora, a ganar mayorías suficientes como para formar gobierno.He aquí, resumidamente, los rasgos que distinguen su modo de operar: 1. Un primer rasgo es la presencia de un hiper-liderazgo unipersonal. Lo hay en todos los casos. A veces se trata de una sacralización de la figura mesiánica del líder. El objetivo es que sea percibido como encarnación no contaminada de las ansias de cambio y que sea considerado como propio por “el pueblo”, a diferencia de los políticos establecidos que son considerados como distantes y ajenos a “la gente”. 2. Se evita insertarse en el sistema de representación izquierda-derecha, que ha recogido las grandes identidades sociopolíticas en el último siglo. Se entiende que está superado. La identificación de izquierda, que puede valer en el plano personal, ha sufrido un desgaste insuperable debido a las importantes coincidencias políticas entre los grandes partidos socialdemócratas y la derecha. Hay que actuar transversalmente, uniendo a sectores sociales diversos con intereses sociales diferentes. Hay que atraer a personas de ideologías distintas. 3. Es preciso recoger y difundir las ideas más populares. Ser altavoces de lo que la gente siente y piensa, y de lo que la gente quiere oír. Las ideas son útiles cuando valen para ganar apoyos para la propia causa. Se trata de dar satisfacción a la gente, de promover objetivos populares, atendiendo a los deseos de mucha gente o del electorado que interesa conquistar. 4. La eficacia en política está asociada a la repetición de unos pocos mensajes 5. Se pone en pie una representación social dicotómica, muy simplificada. De un lado están las élites, el sistema político y el poder financiero; una pequeña minoría. Enfrente, el “pueblo”, la inmensa mayoría. Anti-pueblo y pueblo. Se puede decir que este modo de proceder o algunos de sus aspectos no son exclusivos de los partidos llamados populistas. Es verdad que los partidos, incluidos los más declaradamente antipopulistas, se sirven de estas fórmulas.

CONCEPTOS

Con el paso de los meses, el ascenso de Podemos, y el ruido que se genera en la confrontación política diaria, pocos son los análisis que profundizan y diseccionan lo suficiente en la elaboración y articulación del discurso del partido de Pablo Iglesias, desde que aquel 25 de mayo irrumpiera en las elecciones europeas. La construcción del discurso político de Podemos se basa esencialmente en la reformulación en el contexto español de los postulados de Antonio Gramsci, y especialmente Ernesto Laclau.


Empezaremos por el principio, como todo, el discurso de Podemos surge en un tiempo y en un momento político y social determinado. La crisis económica y financiera, sumada a la crisis política, o lo que es lo mismo, la crisis de legitimidad de las instituciones políticas de nuestro país, ha provocado un colapso en el sistema de partidos español que se evidencia a través de las siguientes tres causas, y que son las mismas que apuntaba Jana Morgan en su libro, “Bankrupt of representation and party system collapse” (2012), al analizar la caída de los sistemas de partidos de Italia, Colombia, Venezuela y Bolivia. Por un lado tenemos la insatisfacción con el gobierno y con la oposición, a ello hay que sumarle la percepción de una cierta convergencia de los partidos pertenecientes al sistema, o lo que se ha conocido como “son lo mismo” y que conlleva la creencia de que no existen diferencias significativas gobierne quien gobierne, propiciado en parte por la sensación de ser tutelados desde Bruselas. El segundo factor clave es la escasa incorporación de los ciudadanos al sistema político, con capas de la población que se sienten excluidas, cuestión que además se ve reforzada por el relato de la crisis y sus consecuencias para toda una generación que se siente desarraigada del sistema. El tercero es el colapso del clientelismo a través del descenso del reparto debido a la crisis, y la corrupción política, lo que otorga a la ciudadanía una mayor sensibilidad en este asunto que en época de bonanza. Una vez que asumimos que cuando surge Podemos el sistema político se encuentra colapsado, debemos remontarnos al año 2011, cuando el 15M sentó las bases de lo que Podemos recogió posteriormente analizándolo desde el enfoque teórico elaborado por Laclau. Durante el 15M asistimos a una grieta en el relato oficial, poniendo así en marcha explicaciones paralelas a las existentes. Es entonces cuando en nuestro país se inicia un periodo que dura tres años (hasta el pasado 2014) que propicia los cambios culturales necesarios para que sea posible abrir un nuevo espacio electoral. Este cambio cultural, consiste en la modificación de las percepciones y de las explicaciones de lo que nos sucede, del por qué, del quién es responsable de ello, y de la necesidad de buscar alternativas. Esta es la interpretación que Podemos realiza del 15M a través de la aplicación de Ernesto Laclau, quien junto a Chantal Mouffe, en su obra principal, “Hegemonía y estrategia socialista” (1985), proponía un enfoque teórico para comprender la política como disputa por el sentido, en la que el discurso no es lo que se dice de posiciones ya existentes, sino que es una construcción de unas u otras posiciones, de uno o de otro sentido, a partir de datos cuyo significado puede ser muy distinto según sean seleccionados, agrupados o contrapuestos. Además, el 15M introduce dos elementos que son fundamentales posteriormente en la construcción del discurso de Podemos: en primer lugar, introduce en el panorama político la noción de los de arriba y los de abajo, o lo que es lo mismo, la mayoría no representada y la minoría que ocupa el poder sin preocuparse del interés de la mayoría. En segundo lugar, se consagra también la idea de que esta minoría es incapaz de dar respuestas y explicaciones a la mayoría de la sociedad que las demanda. Es en este momento en el que se produce el inicio de una batalla por dotar de contenido a ciertas palabras, que resultan fundamentales en la construcción del relato social. Para Laclau, los procesos de ruptura y reordenación radical del campo político, culminan en un proceso en el que la identidad en formación recibe la denominación de “pueblo” por oposición a las élites dirigentes impugnadas. Así toma forma el “populismo” como construcción política que simplifica la realidad y la reduce a una frontera de exclusión que divide a los dos campos, siendo el pueblo algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad; por lo que es un componente parcial que aspira a ser concebido como la única totalidad legítima. A partir del 15 de mayo de 2011, el relato del bipartidismo como principal culpable de la crisis, y como defensor de una elite u oligarquía privilegiada que basa su poder y superioridad en la explotación del pueblo y en la corrupción, toma forma y nos otorga la idea generaliza de convergencia de los grandes partidos del sistema que apuntábamos antes.


A su vez, tenemos a ese amplio sector social que se siente excluido del sistema, y que sobre todo sufre en sus propias carnes una crisis de expectativas y de miedo a perder el estatus social, es decir, quienes no pueden cumplir sus objetivos vitales de realizarse y tener el nivel de vida y bienestar esperado, ya sea por el impedimento de poder emanciparse, o por el sufrimiento de la incertidumbre o inseguridad laboral, lo que se traduce en una insatisfacción absoluta con el sistema. Este heterogéneo sector social que se convierte posteriormente en la base electoral de Podemos y es esencial para construir el “nosotros”, tiene en común una amplia formación o ser personas que aun están estudiando, a los que hay que sumar aquellos que tienen trabajos poco cualificados o precarios, y que además poseen una formación más alta. Estamos así ante ciudadanos descontentos con la gestión política sobre la crisis, y que buscan responsables, y que a su vez sienten que la legitimidad y el consenso dinámico que existía en nuestra sociedad ha quebrado. Con todo esto, el 15 de mayo de 2011 comienza la transformación que conllevará el retroceso, en cuanto a legitimación cultural, de las élites tradicionales. Si el retroceso político no se produce en aquel momento es por dos motivos, el primero porque todo cambio cultural tarda en cristalizar en un cambio político. El segundo, porque no existían alternativas políticas a ojos de los ciudadanos, y una gran parte todavía creía que provocando la alternancia se solucionaría la situación. Así que lo que tenemos, es que tras el 15M colapsa el PSOE en las elecciones municipales y autonómicas primero, y posteriormente en las generales. El PP no lo hará en ese momento, sino posteriormente, según va aplicando las medidas de austeridad extremas y su política neoliberal. Por lo que tenemos así una circunstancia que provoca la irrupción de Podemos ahora, y no en 2011, pues es éste el momento en el que la alternancia de los dos grandes partidos ha quedado desacreditada por completo a ojos de la ciudadanía, que tiene relación directa con la convergencia que antes apuntábamos. Debemos añadir además como factor de esa convergencia, como en un momento en el que el neoliberalismo lo impregnaba todo por haber sido capaz de construir un relato predominante, la práctica totalidad de la socialdemocracia europea abrazó la denominada Tercera Vía, que en la práctica la convirtió en

un socioliberalismo que la llevó en lo

esencial a no poder diferenciarse del propio neoliberalismo y que tuvo sus exponentes en Alemania, con el denominado Neue Mitte bajo el gobierno del canciller alemán, Gerhard Schröder, y en las tesis del Third Way de Anthony Giddens plasmadas por los gobiernos de Tony Blair. Esta aparente convergencia entre élites políticas apuntada aquí, tuvo para la ciudadanía española su máxima escenificación en nuestro país en la reforma del art. 135 de la Constitución. Con todas estas cuestiones en el panorama político y social español, es a partir de los cuales Podemos comienza la construcción de su discurso reuniendo diversos elementos dispersos, que no son otra cosa que los contenidos sociales presentes y cuya articulación va a suponer la fabricación, que no invención, de un relato, sabedores de que quien construye el tablero de juego y el lenguaje, así como los bandos y los motivos por los que surgen estos, tiene ganada la mitad de la partida, como así establece Laclau, para quien la política es una “guerra de posiciones”. Este relato necesita elaborar a su vez metáforas, símbolos, palabras, que en definitiva sean capaces de resumir que está pasando en un momento y en una situación concreta. Ejemplo de esto sería la tan utilizada palabra “casta”, que produce una explicación resumida de lo que sucede, a la vez que genera consenso sobre su significado y resulta fácil de transmitir entre la ciudadanía, siendo capaz de esta forma, de reducir un debate complejo a unos términos muy favorables para quien la ha puesto en circulación. Obviamente, en esto, Podemos hace una simplificación que realizan todos los actores políticos, y que consiste en traducir los diagnósticos a la intervención política, para lo que se requiere fabricar explicaciones simplificadas de lo existente, que sean capaces de influir en la toma de posiciones que la gente adopte sobre los problemas, y marque la frontera entre el ellos y el nosotros, haciéndonos decantar por uno de los bandos. Tanto el discurso, como la construcción del mismo, buscan crear una relación hegemónica que provoque que incluso quienes no están de acuerdo contigo en tus postulados, se vean por el contrario obligados a pensar y debatir con tus propias categorías y en tus términos. Pongamos un ejemplo: cuando el resto de partidos tiene que salir a decir que “no son casta”,


es ahí donde Podemos ya ha triunfado, ya que ha sido capaz de construir con un relato determinado de lo real (que tiene efectos políticos reales), un tablero de juego en el que sus adversarios se ven obligados a participar. Además de ello, el triunfo de esa relación hegemónica conlleva, que aunque el resto pueda ganar a Podemos, ahora para ganarles deberán parecerse un poco a ellos. Otro ejemplo: las “asambleas abiertas” del PSOE. Para ir concluyendo, parece evidente que en Podemos existe populismo, pero no en el sentido peyorativo que se le da al concepto, sino que está presente a través de la formulación de Laclau al entenderlo como una forma de articular identidades populares en momentos de crisis e incapacidad de absorción institucional, descontento y ruptura de las lealtades previas, en la lucha por el espacio político frente a élites que son agrupadas. Aplican así una nueva frontera que parte horizontalmente el campo dibujando un nuevo “ellos” frente al que crear una identidad popular que supera las metáforas que antes repartían posiciones. Este concepto de populismo, se ve completado por el nacional, o lo que es lo mismo, la construcción de un discurso nacional-popular, de esa forma existe una pugna por el concepto nación, o patria como Iglesias se refirió a él en Sol, y en esta pugna Podemos redefine el concepto y se lo arrebata a los “otros”. Está claro que Podemos es de izquierdas, quizás todos los colocaríamos como una izquierda entre el PSOE e Izquierda Unida, pero si formulasen el discurso en ese eje, jamás habrían llegado tan lejos. Es precisamente a través de la aplicación del modelo teórico de Laclau, como articulan un discurso que explica el proceso de erosión de legitimidad del orden político vigente, así como de sus representantes, y construyen paralelamente una identidad social que se basa en la impugnación general de todos ellos, en un contexto de absoluta debilidad de los relatos e identidades cerradas como la “clase”, hasta entonces existentes. Por todo ello, necesitan desde este enfoque teórico, un concepto de pueblo, de los de abajo, vacío, no vinculado a ningún grupo social existente, sino que se empiece a construir con tendencia a la universalidad de una parte de la comunidad política. Es la construcción del eje arriba-abajo, de la aplicación de la forma populista caracterizada por la fractura y la polarización en torno a significantes amplios, o flotantes en palabras de Laclau, lo que permite ser tan ambivalente ideológicamente, a la vez que se articula un discurso sólido sobre tres grandes ejes, como son democracia, soberanía y derechos sociales, y una vez que se han disputado y redefinido, el discurso que construyen sobre ellos, es un discurso ganador. En definitiva, Podemos construye su discurso a través de la creación de una nueva identidad hasta ahora no usada, que no es otra que “todos aquellos que no son casta”, y que conlleva coaliciones de grupos sociales nunca aplicadas hasta ahora en nuestro país. Es precisamente por todo ello, por lo que es posible considerar que Podemos ya ha triunfado, no solo por su irrupción, sino porque ha sido capaz de crear un narrativo creíble en el que a día de hoy se desarrolla la política española. secreto de cómo ganar no es otro que el populismo, entendido al modo de Laclau, y también de Correa y de Evo Morales. Su concepción consta de los siguientes elementos: 1. El objetivo es convertir una mayoría social descontenta, y no representada en el mundo político oficial, en mayoría política para poder gobernar. El objetivo es ganar y gobernar, no convertirse en una oposición parlamentaria. «Nosotros tenemos una voluntad de gobierno desde el principio, no es solo una voluntad destituyente de lo que existe y que nos ha llevado a la ruina, es una voluntad constituyente, queremos hacer políticas públicas. […] No tenemos vocación de ser la opción de la protesta o de la indignación, sino la opción de la responsabilidad de Estado y de asumir el compromiso con nuestro país» (Pablo Iglesias, entrevistado por Jacobo Rivero en el libro Conversaciones con Pablo Iglesias, Madrid: Turpial, 2014, p. 128). La hipótesis máxima es ganar por mayoría absoluta, para no depender de otras fuerzas, y, si ello no es posible, alcanzar unos resultados superiores a los del PSOE, que sería su eventual aliado, para poder negociar en términos ventajosos para Podemos a la hora de formar Gobierno y de gobernar.


2. Hace falta un líder fuerte, que agrupe todas las simpatías posibles. En los debates organizativos en el proceso constituyente de Podemos, Pablo Echenique, Teresa Rodríguez y quienes apoyaron la propuesta organizativa que quedó en segundo lugar, preconizaron que se eligieran tres portavoces del máximo nivel. La corriente de Pablo Iglesias resumió su punto de vista al responder: un líder gana; tres, no. 3. Una organización cohesionada, unida, centralizada, vertical, acorde con el objetivo fijado. Lo explicitaba así Ariel Jerez, uno de los dirigentes de Podemos: «Hemos optado por una estructura vertical para aprovechar la coyuntura actual» (Le Monde, 26 de diciembre de 2014). Es una concepción distinta de la asamblearia que estuvo presente en el 15-M. 4. Una representación simple –más propiamente habría que decir simplista de la sociedad y de los problemas: arriba y abajo, la casta y la gente, lo nuevo y lo viejo (lo que ha precedido a Podemos es viejo y rechazable)… El propósito: desplazar a “la casta” gobernante durante las últimas décadas y acabar con lo que llaman régimen del 78 y con el bipartidismo que lo caracteriza. 5. Unos pocos mensajes que corresponden a lo que mucha gente piensa: que los actuales gobernantes no valen; que hay que sustituirlos; que hay que introducir serios cambios en el sistema político entre otras cosas para acabar con la corrupción, que no es una suma de casos especiales sino una característica del sistema (es la forma mediante la cual el poder económico y financiero compra a los políticos); que hay que acabar con las enormes desigualdades y con las injusticias que golpean a la parte más débil de la sociedad… Sus mensajes están pensados para agradar a mucha gente; buscan la identificación de mucha gente con quienes los emiten. 6. Entre los mensajes más repetidos o de primer plano no figuran aquellos que pueden ser mal entendidos o no apoyados por una parte de la mayoría a la que interesa atraer. Las cuestiones más espinosas se remiten a un futuro indeterminado. Así, la cuestión territorial catalana se desplaza a un futuro proceso constituyente, concepto clave pero poco preciso en cuanto a su contenido. Otro tanto ocurre con el debate sobre la Jefatura del Estado. Un asunto delicado como es el de la inmigración apenas se menciona y casi no se habla de laicismo. 7. Siguiendo a Laclau consideran primordial dotar de un significado apropiado a los significantes flotantes (libertad, democracia, patria, etc.). Es la lucha por el sentido común o compartido. Rellenar adecuadamente esos significantes es condición para alcanzar la hegemonía, idea esta última que, bajo la inspiración de Gramsci, ocupa un lugar central en la perspectiva política del grupo dirigente de Podemos. 8. No se podrá ser mayoría limitándose a los sectores de izquierda o a las clases trabajadoras; es preciso evitar encerrarse en el esquema izquierda-derecha. La izquierda ha quedado devaluada como identidad colectiva debido a las coincidencias entre el PSOE y el PP. En lugar de izquierda y unidad de la izquierda lo que hace falta, sostienen, es la unidad popular, no basada en una ideología sino en unos objetivos asumidos por la mayoría de la sociedad (9). 9. No es conveniente poner por delante las ideologías. Lo que interesa es sumar voluntades saltando por encima de las distintas ideologías. Cada cual puede tener la ideología que prefiera pero el colectivo debe eludir su identificación con ninguna de ellas.


Muere Ernesto Laclau, teórico de la hegemonía

Muere Ernesto Laclau, teórico de la hegemonía Íñigo Errejón Doctor e investigador en Ciencia Política en la UCM y responsable de estrategia y comunicación de Podemos Aunque en mi casa de la infancia había algún libro suyo en las estanterías, no fue hasta mi último año de licenciatura cuando leí a Ernesto Laclau junto a Chantal Mouffe -su compañera sentimental e intelectual-, en un seminario del profesor Javier Franzé en el año 2005-2006. Recuerdo que el fragmento de "Hegemonía y estrategia socialista" me pareció una lectura densa y complicada, a la que después regresaría lápiz en mano, pero que sin embargo hizo ya que se me tambaleasen algunas certezas y me abrió un campo de curiosidad intelectual al que luego me dedicaría. Tiempo después, pasando por Buenos Aires tras un año de estancia de investigación en Bolivia, me compré "La Razón Populista", ya obsesionado por comprender lo nacional-popular en Latinoamérica y apasionado por algunas de sus ambivalencias. Era el año 2009. En mayo de 2011, tres días después del 15M, defendí en la Universidad Complutense mi tesis doctoral: "La lucha por la hegemonía del MAS en Bolivia (2006-2009):un análisis discursivo" en la que el trabajo de Ernesto Laclau (de nuevo: y de Chantal Mouffe) y de su escuela neogramsciana ocupaban ya un lugar teórico central. Hace unos días, introduciendo un acto con el Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, sin duda otra gran cabeza del cambio de época latinoamericano, pensaba que "no es fácil presentar a alguien a quien se ha leído mucho". Me doy cuenta ahora de que menos aún lo es escribir un obituario de alguien, lejano y cercano, a quien sin haberlo conocido se ha estudiado mucho. Ayer domingo, falleció en Sevilla el teórico político argentino Ernesto Laclau (1935-2014), que se había doctorado en Oxford de la mano de Eric Hobsbawn y actualmente era profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad de Essex, donde fundó una escuela teórica dedicada al análisis del discurso y la ideología como prácticas que conforman sujetos. Laclau nos ha dejado una obra que representa quizá el más importante de los desarrollos teóricos del concepto de hegemonía de Antonio Gramsci.


La trayectoria intelectual de Ernesto Laclau cruza constantemente las fronteras de las disciplinas (historia, filosofía, ciencia política) y refuta el prejuicio conservador de la incompatibilidad entre rigor y compromiso: en cada paso de su carrera son inseparables la solidez académica y la curiosidad e implicación intelectual en las disputas de su tiempo y su posible recorrido emancipador. Laclau escribe de manera meticulosa y sistemática, pero también viva, polémica y arrolladora. Procedente en su juventud del Partido Socialista de la Izquierda Nacional de Abelardo Ramos, y partiendo de un marxismo en diálogo con el fenómeno popular del peronismo ("el peronismo me hizo entender a Gramsci", afirmaba) el cuerpo central de su obra se ha orientado a pensar el concepto de hegemonía, en una discusión abierta con Gramsci a partir de un desarrollo original y no canónico -casi herético- de sus conceptos e intuiciones inacabadas. Las preguntas de cómo funciona la capacidad de crear consenso y legitimidad y, en particular, cómo y bajo qué condiciones los de abajo son capaces de darle la vuelta a su subordinación y conformar un bloque histórico que dirija y organice la comunidad política, son nucleares en el pensamiento de Ernesto Laclau. "Hegemonía y estrategia socialista" (1985) es la obra principal de Laclau y Chantal Mouffe, un libro fundante de todo un enfoque teórico. En él se propone una comprensión de la política como disputa por el sentido, en la que el discurso no es lo que se dice -verdadero o falso, desvelador o encubridorde posiciones ya existentes y constituidas en otros ámbitos (lo social, lo económico, etc.) sino una práctica de articulación que construye unas posiciones u otras, un sentido u otro, a partir de "datos" que pueden recibir significados muy distintos según se seleccionen, agrupen y, sobretodo, contrapongan. Que el sentido no esté dado sino que dependa de equilibrios y pugnas es la base de la democracia y no una amenaza, como pretende el pensamiento conservador que quiere reducir la política a la gestión de lo decidido en otro lugar. De acuerdo con este enfoque, la política no sería similar ni al boxeo (mero choque o gestión entre actores ya existentes) ni siquiera al ajedrez (alianzas, movimientos y tácticas con piezas ya dadas) sino a una contínua "guerra de posiciones" -con episodios de movimientos, pero también de congelación institucional de equilibrios de fuerzas, claro está- por constituir los bandos (las identidades), los términos, y el terreno mismo de la disputa. La fragmentación de las posibles identidades y su contingencia no da lugar aquí a una celebración de las particularidades ni al mito conservador del fin del antagonismo, sino a una conciencia de la necesidad insustituible de la política, de articular y generar imaginarios que aúnen y movilicen. Este poder es la hegemonía: la capacidad de un grupo de presentar su proyecto particular como encarnando el interés general (un particular que genera en torno a sí un universal), una relación contingente, siempre incompleta, contestada y temporal. No se trata sólo de liderazgo ni de mera alianza de fuerzas, sino de la construcción de un sentido nuevo que es más que la suma de las partes y que produce un orden moral, cultural y simbólico en el que los sectores subalternos e incluso los adversarios deben operar con los términos y sobre el terreno de quien detenta la hegemonía, convertida ya en sentido común que no puede quebrarse desde la absoluta exterioridad que condena a la irrelevancia. En este modelo juegan un papel principal los "significantes flotantes", similar al de las colinas privilegiadas desde las que se domina el campo de batalla. Se trata de aquellos símbolos o nombres portadores de legitimidad pero que no están anclados a un sentido determinado y por tanto pueden servir de catalizadores y estandartes de un conjunto de fragmentos o reclamaciones desatendidas que se conviertan en un "nosotros" político con voluntad de poder, lo cual requiere siempre la definición de un "ellos" responsabilizado de los problemas. No es una operación de descripción, es de generación de sentido. Sin embargo es sin duda en torno a la discusión del concepto "maldito" de populismo cuando Laclau adquirió su mayor impacto mediático y político. En "La Razón Populista" (2005) analiza las premisas elitistas y sustancialmente antidemocráticas que están detrás de la identificación entre "pueblo" y "bajas pasiones que pueden exaltar los demagogos", y postula que la amenaza para las democracias contemporáneas no viene de su sobreuso plebeyo sino de su estrechamiento oligárquico, por


minorías que escapan al control popular. A continuación, propone una conceptualización del populismo radicalmente distinta a su uso mediático peyorativo y vago: entenderlo no como un contenido ideológico sino como una forma de articular identidades populares -típica en momentos de crisis e incapacidad de absorción institucional, descontento y dislocación de las lealtades previaspor dicotomización del espacio político frente a las élites que son simbólicamente agrupadas: Una "plebs" que exige ser el único "populus" legítimo". Una nueva frontera parte horizontalmente el campo dibujando un nuevo "ellos" frente al que producir una identidad popular que desborda las metáforas que antes repartían posiciones. La carga ideológica en cada caso dependería de la naturaleza y gestión de esa frontera. Esta conceptualización del populismo hace de las categorías de Laclau una referencia imprescindible para entender las experiencias de cambio político, formación de gobiernos nacional-populares y reforma estatal en Latinoamérica a comienzos del siglo XXI; pero al mismo tiempo puede ser la causa del ninguneo o la hostilidad hacia este "último Laclau" en España pese a su influencia intelectual y reconocimiento académico en Europa y Latinoamérica. Porque hay que recordar que las experiencias latinoamericanas de inclusión y expansión democrática se producen entre la hostilidad del pensamiento conservador y la incomprensión de la mayor parte de la izquierda para la que el populismo es una falsificación o distracción más o menos dañina de las verdades ya constituidas. Como hay que recordar también de la mano de Marco d´Eramo en su artículo "El populismo y la nueva oligarquía" (New Left Review 82) que en Europa se atraviesa un momento significativo en el que a medida que avanza la ofensiva oligárquica, el empobrecimiento y el desprecio de las élites por el pueblo incluso como instancia legitimadora, aumentan las acusaciones de "populismo" contra cualquier muestra de descontento o reivindicación del papel de los muchos en los asuntos comunes. Una latinoamericanización de la política en la europa meridional que acerca las discusiones y pone por primera vez las brújulas mirando al sur, no para copiar sino para traducir, reformular, saquear el arsenal de conceptos y ejemplos. Una latinoamericanización que se despliega por arriba pero también por abajo. No es un secreto para nadie que alguna iniciativa política reciente en nuestro país no habría sido posible sin la contaminación intelectual y el aprendizaje de los procesos vivos de cambio en Latinoamérica, y de una comprensión del rol del discurso, el sentido común y la hegemonía que es clara deudora del trabajo de Laclau entre otros. Ernesto Laclau ha fallecido cuando más falta hacía, en el filo de un momento de incertidumbre y apertura de grietas para posibilidades inéditas. Para pensar los desafíos de la sedimentación de la irrupción plebeya y constituyente en los estados latinoamericanos y para atreverse en el sur de Europa con los retos de cómo convertir el descontento y sufrimiento de mayorías en nuevas hegemonías populares. Nos deja frente a esa tarea pero no solos, sino con unas categorías vivas y una veta abierta y rica de pensamiento audaz y radical, a estudiar, traducir y llevar más allá de sus contornos, como hiciera él mismo con las ideas de Antonio Gramsci, encontrarle aliados insospechados, huecos inadvertidos y potencialidades no previstas. Deja sembrado, junto con muchos otros, el caudal intelectual y político de una América Latina que ha expandido el horizonte de lo posible y nos ha devuelto la política como creación, tensión y apertura. También como arte cotidiano y plebeyo. Una América Latina que demuestra que a veces, con más audacia y creación que esencias, con más estudio que dogmas, con más insolencia que garantías y manuales, sí se puede.


Estrategias de Podemos para crear hegemonía Podemos ha conseguido en tiempo récord adentrarse en el corazón de la política de nuestro país y seducir a una importante suma de ciudadanos marginados y desencantados con la política de siempre. Su avezada práctica política, desplegada en un contexto de profunda crisis de legitimidad, ha provocado un cambio en la percepción de los fenómenos, una transformación de las explicaciones disponibles, o eso que sus dirigentes han denominado como la apertura de un horizonte de posibilidad para construir una nueva hegemonía. Crear hegemonía es ganar terreno en el marco de lo cultural y lo simbólico para que una mayoría social comience a identificarse con la lectura que se hace de los acontecimientos. El arte es un campo que puede iluminar la comprensión de este fenómeno; de repente aparece Picasso y nos ofrece una forma distinta de plasmar la realidad, jugando con otras perspectivas. Esa nueva visión produce una ruptura con lo anterior, y a su vez consigue que todos empecemos a ver las cosas con los propios ojos del artista. La política en cierto sentido es eso; es integrar los procesos en una narración e involucrarnos en ella. Marx nos habría dicho que esa visión que tenemos sobre las cosas, o ideología, está absolutamente determinada por la estructura económica. Sin embargo, toda la revisión posmarxista se encarga de desmentir ese determinismo económico para devolver la autonomía a la “superestructura”, esto es, a lo simbólico, a la cultura y a la ideología como terreno de construcción y de lucha política. En esa lucha política hay relatos que progresivamente van ganando legitimidad porque consiguen generar consenso social en torno a ellos, mientras otros viven un proceso de deslegitimación. ¿Qué ocurre entonces para que en un momento determinado comiencen a mutar las lentes con las que contemplamos los fenómenos? O más concretamente, ¿cuáles son las razones que explican por qué Podemos crea hegemonía? Primero, porque las condiciones objetivas abren la ventana de oportunidad para que un grupo o una fuerza social aspire a construir hegemonía. La hegemonía aquí es el momento de la audacia para leer lo que está ocurriendo y “contarlo”. En sistemas democráticos, ese momento suele coincidir con una crisis de legitimidad política, que no es otra cosa que la desaparición de la confianza pública. Todo esto se precipita con la crisis económica, provocando una primera grieta conformada a partir de las manifestaciones del 15-M. Ese eslogan del “no nos representan” estaba abriendo un espacio político que quedaba disponible para su capitalización. Fue Podemos quien lo capitalizó, articulando políticamente ese horizonte de posibilidad y entrando en la batalla de la lucha por el sentido. El líder pide para sí la legitimidad de hablar en nombre del “pueblo” mítico Segundo, esa lucha se configura como una estrategia de intervención política librada en el terreno de la sociedad civil. La institución clave para generar ese cambio cultural son los medios de comunicación al ser los vehículos de producción cultural por excelencia. Para materializar un mensaje es necesario encontrar siempre la forma de llegar a la gente y movilizar sus esperanzas. Podemos ha puesto en marcha un modelo de movilización comunitaria generado en los espacios de Internet y retroalimentado por una inteligente política mediática. La combinación de ambos permite configurar una audiencia creativa, una audiencia que no es objeto de la comunicación, sino también sujeto activo de la comunicación gracias a las redes. Pero a la vez, para movilizar se requiere la


existencia de una cúpula orgánica (normalmente, de intelectuales) que articulan y desarticulan las formaciones discursivas en torno a un antagonismo. Tercero, es necesario introducir un antagonismo radical a partir de una división dicotómica del campo político. Esta es una operación de simplificación nada simple, pues se trata de articular la pluralidad dispersa de manifestaciones de ese descontento en un único relato coherente y ordenado que se constituye en oposición a otro. La posibilidad de cooperación del “nosotros” se da a condición de que podamos distinguirnos nítidamente de un adversario que presentamos, al modo schmittiano, como alteridad absoluta, como diferente y opuesto a lo que somos, como adversario. La paradoja de esto, ya lo decía Derrida, es que al mismo tiempo que excluyo al otro del nosotros, lo necesito para obtener mi propia identidad. Podemos purifica esta división dicotómica situando en el combate como único rival al PP, que sin embargo, ya ha entrado en su propio argumentario, pues la estrategia del PP es defensiva, no ofensiva. El PP —o el PSOE— deben defenderse de no ser casta. En la medida en que Podemos va articulando ese nuevo orden dicotómico (los de arriba frente a los de abajo), se desactiva el viejo orden (izquierda/derecha), generando un marco cultural nuevo a partir de unos códigos que el receptor incorpora con otro campo semántico de interpretación y de expresión. Cuarto, prevalece, por tanto, una concepción agonística de la política. Esa lucha va articulando la exclusión y la oposición en torno a un discurso al que se va adhiriendo progresivamente una mayoría social alrededor de nuevos consensos, de formas nuevas de ver las cosas, y de una nueva identidad común. Para ello es preciso apropiarse de eso que Laclau y Chantal Mouffe denominan los “significantes flotantes”; conceptos que no tienen una semántica fija —libertad, decencia, gente corriente— son ampliamente usados y son susceptibles, pues, de ser resignificados en la línea que interesa para lograr el discurso hegemónico. Así se conseguiría el sujeto nacional popular configurado como voluntad colectiva. En el discurso de Podemos prevalece una concepción agonística de la política Quinto y último, llega el momento en el que es posible activar la “razón populista”, como diría Laclau. Esa situación populista que se abre es impulsada por Podemos a través de palabras, aforismos y mitos que tienen una encarnación estatal, o que agitan la posibilidad de resignificar los ya existentes, y van siempre ligados al nombre de un líder. Por eso para Pablo Iglesias “la patria es la gente”, no “un pin en la solapa”. Esto no es una operación meramente expresiva, sino un momento en el que el líder reclama para sí la legitimidad de hablar en nombre de la gente o del “pueblo”. Ese pueblo, se concibe en términos nacionales, encarnado en mitos que lo representan y que pertenecen al imaginario colectivo. Nada de esto es un engaño, pero este marco abre interrogantes desde un punto de vista normativo que deberían someterse a debate. No está claro que leer la realidad desde otra perspectiva tenga que implicar necesariamente eliminar el eje izquierda/derecha. Algo que Syriza ha entendido perfectamente. Además, es indudable que un marco basado en la concepción de la política como pura lucha agonística por el poder, acaba negando la posibilidad misma de que éste pueda ser evaluado en términos objetivos de valores


Desprecio patricio Errejón, La entrada de los 69 diputados del cambio en el Congreso de los Diputados ha hecho correr ríos de tinta y de declaraciones sobre las formas, las procedencias, las vestimentas o los contenidos de nuestras promesas a la hora de asumir el cargo para el que hemos sido elegidos por el pueblo. Muchas de estas reacciones han estado presididas por el escándalo o la indignación de miembros de las élites políticas, económicas y culturales, manifiestamente contrariados o preocupados por lo que consideran un insulto o desprecio a las formas parlamentarias. Este debate es altamente ilustrativo del momento político de transición en España. Todas estas reacciones airadas comparten un mismo tono de “desprecio patricio” por lo que se considera la entrada de una turba ruidosa y folclórica en un templo de la racionalidad y los procedimientos congelados, que estaría ensuciando o “mordiendo”. Este prejuicio aristocrático -hoy vestido de enfadado procedimentalismo- ha llevado siempre a los que detentaban las posiciones dominantes o de habla legítima a escandalizarse ante la irrupción de sujetos, formas y lenguajes que antes no figuraban en el reparto de posiciones políticas, los “incontados” en palabras del filósofo Jacques Rancière: “la parte sin parte” en el orden establecido. Una irrupción plebeya que no es reducible a la cuenta estadística en términos de posición económica, sino de los que hasta ese momento estaban excluidos de los lugares del poder, hasta el punto de que su llegada a las instituciones se perciba con espanto. Nada nuevo bajo el sol: cada expansión democrática ha sido siempre un “jaleo innecesario” a decir de los que mandan. El pensamiento conservador – más allá de sus adscripciones ideológicas: el que aspira al mantenimiento de lo establecido y sus actores- ha representado siempre estas llegadas con metáforas biológicas: “aluvión zoológico” llegó a pronunciar en 1947 un diputado liberal en el Congreso argentino, de “suciedad” y “mal olor” han hablado diputadas y comentaristas españolas esta semana; naturales: “irrupción”, “terremoto”; o de edad: “infantiles”, “travesuras”. En los análisis que se pretenden más refinados se levanta una prevención contra el “populismo”, un fantasma de contornos imprecisos -y, paradójicamente, tanto más esgrimido cuanto más poder acumulan las élites- pero que parecería amenazar nuestras democracias. Los más avezados corren a mostrar el “truco” descubierto, con ese cinismo “chic” de los que se piensan por encima de la política partisana: “¡Pretenden hacer pasar la parte por el todo!”, “¡Quieren encarnar una nueva voluntad general!”. Como si hubiese algún orden que no hiciera descansar su legitimidad en una operación discursiva similar. Como si algún reparto de posiciones fuese “natural” y por tanto prescindiese de símbolos y ritos que las recuerdan y refuerzan. Como si tras su espanto no hubiese la pretensión de seguir siendo solo ellos quienes ponen los nombres y definen el escenario, de monopolizar en fin la política. En el fondo de todas estas expresiones subyace la sospecha permanente con respecto a las masas y lo colectivo -siempre a un paso del totalitarismo- y la utopía conservadora largamente acariciada de una democracia sin pueblo: una mera administración aséptica de las cosas cuyas premisas sean incuestionadas y blindadas en cuanto procedimiento, sin diferencias ni pasiones. Un tablero con las


casillas ya establecidas y los movimientos limitados. Una política anestesiada y una soberanía popular restringida, encajonada entre los poderes privados que no rinden cuentas a nadie. Parecen decirnos nuestros críticos que un exceso de afectos, de disputa y de épica en la política amenaza nuestras democracias. Y que falta más consenso y respeto a las formas. Como si las grandes amenazas para nuestra democracia, la corrupción, la desigualdad económica, la emancipación de las élites financieras de todo control, la cartelización de los partidos políticos o la falta de mecanismos efectivos de rendición de cuentas entre poderes, no hubiesen ido desplegándose entre los más barrocos cumplimientos de los ritos del consenso y las formas. Flaco favor le hacen a nuestras instituciones si quienes han roto el acuerdo social se parapetan en ellas como escudos contra el cambio que cada vez más ciudadanos demandan. No han sido las rastas, los dedos en forma de V en el aire ni las invocaciones a la soberanía popular las que han erosionado nuestra institucionalidad: sino las componendas opacas entre los de arriba y su progresivo divorcio con respecto al país real. Al Congreso no le hacía daño tener gente ilusionada, que vitorea y se abraza, dentro. Sino tener tanta gente desilusionada fuera. No son las “bajas pasiones” de la plebe -obsérvese que solo las masas las tienen- las que amenazan nuestras instituciones por un exceso de política, sino su secuestro por tramas mafiosas, entre la apatía o el descrédito generalizado producido por una política en la que no parece haber bandos, fidelidades claras ni decidirse nada sustancial. La crisis de dirección de las élites viejas en España no tiene solo que ver con el retroceso social y económico de los sectores populares y medios, sino también, es importante subrayarlo, con una incapacidad para proponer metas colectivas y un horizonte ilusionante como sociedad. Un republicanismo moderno debe preocuparse tanto de los sistemas de contrapesos y controles que embriden a los “poderes salvajes” -que como nos señalara Ferrajoli hoy no son las masas, sino los poderes económicos oligárquicos- como de la construcción de un pueblo, una comunidad cívica pluralista y una nueva voluntad general. Nuestras democracias necesitan más política y no menos, más pasión cívica y no menos, más choque de ideas y no menos. Lo que las asfixia es la sustitución del conflicto por la mera sucesión de arreglos entre los privilegiados y sus lobbies. Y si toda la frustración con lo existente no la canalizan fuerzas radicalmente democráticas y populares, cristalizará en diferentes tipos de fundamentalismos y odios reaccionarios del penúltimo contra el último. Ejemplos cercanos no faltan. Es evidente que los protocolos y los símbolos son importantes. Son un reflejo pero también una interpelación, y sobre ellos se libra una disputa por ponerle nombres a las cosas. Todo cambio político va acompañado, a menudo precedido, por una serie de cambios estéticos, discursivos y simbólicos que marcan un quiebre de época, que fundan otro horizonte. Los diputados del cambio fueron muy cuidadosos con el protocolo, pero les hablaban, al prometer, a los que nunca habían sonreído o seguido con atención una sesión del Congreso. Libraron el miércoles una batalla cultural y, a decir de la reacción del establishment, la ganaron: construyeron un parteaguas y ya nadie duda de que, efectivamente, este es un Congreso distinto -más parecido a España- para una etapa diferente. En la tensión entre el nuevo sentido común y la institucionalidad, que se saldará en un nuevo acuerdo de país, de momento unos ganaron los sillones de La Mesa, repartiéndoselos y dibujando la gran coalición. Otros las palabras de aquel día.


El PSOE tiene que hacer pedagogía con Ciudadanos para que el acuerdo busque a Podemos" "

El secretario político de Podemos, Íñigo Errejón. / Íñigo Errejón (Madrid, 1983) ha reaparecido después de dos semanas de silencio. El número dos de Podemos se ha apartado de los focos tras la destitución del secretario de Organización, Sergio Pascual, en una decisión tomada por Pablo Iglesias y que el propio Errejón ha confesado no compartir. "Han sido unas semanas en las que he querido tomar distancia, para levantar la vista y dejar de mirarnos a nosotros mismos y volver a mirar hacia afuera, hacia la gente que espera tanto de nosotros", explica Errejón, quien asegura que más que romperse algo entre él e Iglesias, "la relación ha madurado".


En este proceso de investidura, bloqueado por lo "endiablado" de la aritmética parlamentaria, Errejón insiste en que la única vía que apoyarán será la que pase por un "Gobierno de coalición con PSOE, IU y Compromís", sin concurso de Ciudadanos, más que como facilitador por activa o por pasiva. ¿La reunión de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias aleja o acerca las nuevas elecciones? Acerca la posibilidad de un Gobierno de cambio. Eso no significa que esté ya aquí pero hay mejor voluntad, mejor tono. A priori una disposición mejor, un reconocimiento de que un Gobierno de cambio tiene que ser un Gobierno de coalición y Pablo hoy [por este miércoles] ha hecho un ejercicio de generosidad diciendo: 'Yo no voy a ser en ningún caso el obstáculo y estoy dispuesto a remangarme y a ponerme a trabajar en la comisión negociadora si hace falta'. Eso es reconstruir un puente que estaba maltrecho. ¿Era un obstáculo Pablo Iglesias para ese Gobierno de coalición? No lo sé. Pablo en todo caso lo ha descartado. Parece que para algunos de los sectores del PSOE la presencia de Pablo podía ser un obstáculo. Puede que fuera un obstáculo o una excusa. En todo caso, Pablo ha dicho: 'Si esto era un obstáculo, por mí no va a ser'. Nadie va a poder encontrar en él un obstáculo para un Gobierno de cambio, que va a ser de coalición y que tiene que ser un Gobierno progresista para sacar al PP y a sus políticas, no sólo para sacar a Rajoy y dejar intacta su herencia. Es un gesto de generosidad que reconstruye el puente y permite que avancemos más. Ahora es hora de retratarse. ¿Ese Gobierno de coalición sería con Ciudadanos? Me parece dificilísimo. Ciudadanos puede formar parte de un acuerdo de gobierno y apoyar por activa o por pasiva un Gobierno de cambio. Imagínate, ¿un ministro de Igualdad de Ciudadanos después de lo que han dicho? ¿Ministro de Trabajo después de avanzar en el abaratamiento del despido? ¿Un ministro de Hacienda, después de haberle puesto barrera a una reforma fiscal para que nos homologuemos a Europa y pague más quien más tiene? No es compatible con lo que nosotros defendemos. ¿Cómo se pueden encajar las piezas que parecen incompatibles desde el primer día? ¿No se ha avanzado nada? El 20D dejó una aritmética endiablada en la que cualquier acuerdo pasaba por el PSOE. Ellos lo han descrito como una fortaleza, pero en realidad es también una dificultad, porque el PSOE tenía que elegir entre el PP y nosotros. El PSOE no quiso elegir porque la presión de los poderes fácticos era muy dura. Como no podía decidirse ni hacia un lado ni hacia otro, decidió tirar por la calle de en medio con Ciudadanos, pero 130 [diputados] no dan Gobierno. Si Ciudadanos quiere apoyar por activa o por pasiva, pues mejor. Podremos apoyar con Ciudadanos en el Parlamento muchísimas cosas de regeneración democrática, de mayor independencia de medios de comunicación públicos, de un sistema electoral más justo, del reglamento de la Cámara. Ciudadanos ya ha descartado un apoyo a un Gobierno del PSOE y Podemos. La vía que suma es con nosotros. Una vía de inspiración a la valenciana que puede contar o no con el apoyo de Ciudadanos. A lo mejor el PSOE tiene que hacer un trabajo de pedagogía con Ciudadanos para decirle que el acuerdo tiene que buscar a Podemos. Y ese Gobierno puede ser un Gobierno que haga medidas de regeneración democrática con las que Ciudadanos puede estar de acuerdo. ¿En caso de que se repitan las elecciones, las confluencias se reeditarán? Sí, han tenido un resultado magnífico. Hemos sido la segunda fuerza en el País Valenciano y Galicia, y la primera en Catalunya. Y creo que ha ido mucho más allá de la suma. No ha sido una coalición


de partidos, hemos sido capaces de despertar una ilusión en gente que no se identificaba con algunos componentes de la coalición. Hemos conseguido generar algo superador que multiplica, y creo que el camino es repetirlas. ¿Las listas de Podemos serían las mismas? ¿Habría un proceso nuevo de primarias? No es una cosa que hayamos discutido, primero porque la prioridad es la conformación de Gobierno. Si eso fracasara, habría que discutirlo. Pero en lo fundamental tuvimos un proceso de primarias que eligieron listas y conformaron buenas candidaturas. Enric Juliana, alguien a quien tanto Iglesias como usted leen con interés, escribió este miércoles en La Vanguardia que el principal miedo del PSOE es una confluencia con IU. ¿Está esa posibilidad encima de la mesa para lograr el sorpasso? Lo dudo. Estuvimos muy cerca de ser la segunda fuerza, solo nos separaron 300.000 votos, y cualquiera que estudie cómo fue nuestra proyección en los últimos días de campaña, 300.000 votos podrían haber sido tres días de campaña, o un debate más, o un par de actos más. Llevábamos una trayectoria ascendente y creo que nos quedamos francamente cerca aunque nuestro sistema electoral distorsione un poco eso en la traducción en escaños. Y esa posibilidad de sorpasso se hizo con gente que venía de sitios muy diferentes. Con gente que venía de la abstención, de votar en blanco, del PSOE, con gente que venía de dudar si votar Ciudadanos, y seguramente con gente que se planteaba votar a IU. La línea política que hay que mantener para seguir creciendo tiene que ver con seguir teniendo la capacidad de seducir a gente muy diferente en una identidad política nueva, que no sea un refrito ni una suma de siglas de lo de antes. ¿En esa identidad política nueva hay muchos componentes, personas y tradiciones de IU que pueden sumar? Estoy convencido. Pero no es una coalición entre partidos ni una suma de siglas. Ese no es el camino ni el instrumento ganador para completar un camino que hemos recorrido pero que el 20D nos dejó a la mitad. ¿Se ha roto algo entre usted y Pablo Iglesias en estos días tras la destitución de Sergio Pascual? No. Yo creo que ha madurado una relación que es personal y también política. Cuando son las dos cosas a la vez, tiene que conciliar. El martes rompió 15 días de silencio autoimpuesto, ¿por qué ha estado dos semanas fuera del foco mediático? Ha coincidido la Semana Santa y un fin de semana que tenía un compromiso académico en Londres desde hace tiempo. Pero también es verdad que tomo la decisión de forma voluntaria y consciente de apartarme del foco. Lo hago por dos cosas. Primero, para conciliar la lealtad al proyecto y a todos sus integrantes con la disconformidad y el desacuerdo con algunas decisiones. Segundo, porque quiero pensar. Veo una situación complicada y a veces el circuito parlamentario y mediático impide levantar la cabeza y mirar con más perspectiva. ¿Mirar hacia dónde? No son necesariamente cosas muy sesudas, sino que tiene que ver con qué espera de nosotros los cinco millones que han depositado la confianza en nosotros o los que no lo han hecho pero nos siguen teniendo alguna esperanza o con simpatía aunque todavía no se han decidido a dar el paso. ¿Y qué esperan de ustedes? Todo lo contrario a ese ensimismamiento de mirarse hacia dentro. No hay organizaciones políticas sin trabajo de construcción orgánica. Y estos nunca son fáciles. Ni en un partido ni en una asociación de vecinos. Pero por encima de eso, están los para qué. Nunca hemos encarado los modelos


organizativos desligándolos de los objetivos políticos. De hechos los hicimos al revés. Hemos tomado decisiones organizativas duras y bruscas precisamente por anteponer los intereses políticos, ha primado el para qué. Y el para qué es una mayoría popular nueva en España que entendemos que pasa por la transversalidad. ¿Y ya no están en eso? Si se nos olvidara, que el objetivo es la transversalidad, podríamos entrar en ese proceso que aleja a los partidos de la gente. No digo que hayamos entrado, pero ese riesgo es consustancial a los partidos. ¿15 días de silencio no han echado más leña a un fuego que probablemente no querían atizar? Para mí, era fundamentalmente una reacción de responsabilidad, de ser dueño de mi silencio para poder pausar las cosas. Ha sido leído como una muestra de desacuerdo, y es una lectura correcta, pero también ha sido leído como una opción de responsabilidad y no dejarse llevar por la vorágine organizativa que hace que las decisiones se tomen en horas. Me ha sentado bien y lo agradezco. Creo que ha sido una decisión correcta y entendida. La destitución de Sergio Pascual se desencadena por la crisis de Madrid. ¿Actuó Sergio Pascual de parte en esa crisis? No lo creo. Esa crisis no se debería leer con anteojos estatales. Es un problema de Madrid que tendrán que solucionar los compañeros en Madrid. Un secretario de Organización es siempre culpable porque a menudo hace tareas no hermosas. Yo he viajado a sitios a hacer actos mientras el secretario de Organización viaja a otro a cosas que no brillan tanto y que son más ásperas pero fundamentales para hacer el partido. No habría habido Podemos sin los compañeros que han trabajado en la Secretaría de Organización. ¿Qué ha provocado la crisis de Madrid? Las tensiones organizativas derivan de haber aplazado cosas que se debían de haber hecho de forma más sosegada para correr y llegar a las elecciones del 20 de diciembre. Siempre supimos que esas decisiones tenían costes. Lo que pasa es que llegas al 20 de diciembre y en vez de ser un cambio de ciclo es una prórroga de la fase anterior. Y en este periodo salen las tensiones, que tienen que ver con una discusión estructural y de modelo más que con nombres propios. Si después de esta prórroga se abre un periodo de tiempo más sosegado, hay que mutar. Vistalegre no es un mantra, sino una decisión concreta para hacer una cosa concreta.

¿Mutar hacia dónde? Tenemos que pasar de la maquinaria de guerra electoral a un movimiento popular más sosegado, que a lo mejor no corra tanto pero que esté más distribuido, más descentralizado, con más capacidad de integrar las diferencias, con más raíz en el territorio y más capacidad de formar cuadros y multiplicarlos. Dijo en la rueda de prensa del martes que Podemos debe ir hacia un modelo más federalizado y arraigado al territorio. ¿Esta postura es personal, de Íñigo Errejón, o es compartida por la dirección? ¿Es una posición en la que coincide Pablo Iglesias? Es una reflexión mía, pero creo que la comparte una mayoría de la organización y que comparte Pablo [Iglesias], de eso no tengo la menor duda. Y la comparten las organizaciones territoriales de Podemos, autonómicas, municipales y los círculos, que han soportado sobre sus hombros no siempre con muchos recursos un año y medio muy intenso. Y todo a un ritmo, con un rumbo y una


orientación muy marcada desde una dirección elegida para una tarea muy concreta. Y creo que entre nuestra militancia, y los que faltan, se comparte la idea de un Podemos más amable hacia dentro y hacia fuera, para seducir. ¿En qué se concreta ese modelo? Tenemos que completar en lo organizativo el viaje que ya hemos hecho en lo político. El 20 de diciembre la plurinacional se reveló como un éxito electoral y político. Esto no tiene que ver solo con las confluencias porque ganamos las elecciones en Euskadi como Podemos pero con un discurso como nunca había tenido una fuerza estatal. Hicimos algo que nunca se ha podido hacer en España desde el campo progresista: reivindicarnos a la vez patriotas y los más firmes defensores de la existencia de naciones y comunidades políticas en diferentes territorios del Estado. Una idea de patria que no es la patria de los de arriba, sino de la gente común, de los de abajo, y a la vez es plural en la que caben diferentes naciones. Eso no es solo un artefacto electoral. Es una idea crucial para reinventar nuestro país. Dimos el paso en lo político y lo discursivo y ahora toca en lo organizativo, con un modelo federal o confederal. Esto implica que la dirección estatal perderá poder y capacidad de decisión. El de ahora es un modelo más plebiscitario en el que ganar una vez permite ganar todo. Eso ha sido, creo, útil durante todo este ciclo. Creo que no estaríamos aquí sin esa decisión. Ahora hay que solucionar la investidura y desbloquear la opción de un Gobierno de cambio y, en el peor de los casos, afrontar una campaña electoral. Pero cuando eso pase hay que tener discusiones que no son de nombres, son políticas: qué modelo nos ha traído hasta aquí y qué modelo es el mejor de aquí en adelante. ¿Eso significa perder poder? Es posible, pero también es ejercerlo de otra manera. ¿Y cómo se hace esa transición? Esto no es un decreto que digas "movimiento popular y organización confederal". Decirlo aquí es una manera de lanzar ideas y abrir la discusión, que será lenta. La tarea de formar cuadros, abrir Moradas [sedes sociales de Podemos] como espacios de creación comunitaria o de socialización diferente, mejorar la relación con la sociedad civil, poner más atención a los símbolos, las canciones y los hitos que construyan la identidad política cultural nueva. Todo es lento, mucho más que preparar una campaña. Hay compañeros que seguirán con el trabajo institucional y otros que se les da mejor revitalizar la organización, pensar los contornos culturales de esta nueva identidad política que tiene que ser transversal y desde abajo. ¿Este proceso requiere un momento constituyente como Vistalegre? Se ha convertido en un animal mitológico. No soy muy amigo de las apelaciones sin más a la refundación, que son siempre muy hermosas pero son gratuitas porque no dicen nada. Lo que hay que decidir es en qué sentido hay que avanzar. Podemos no está hecho del todo y veo más útil discutir sobre hacia qué lugar nos movemos que aplazarlo todo a un momento en el que todo se solucionará. La refundación es la traslación a lo organizativo del mito tradicional de la izquierda de la revolución o el cielo de los cristianos. Pero Podemos no puede llegar a ningún proceso interno como llegó a Vistalegre, cuando éramos un conjunto de gente desorganizada y algunos liderazgos, uno fundamentalmente muy carismático. Era lo que había que hacer, pero ahora Podemos no es eso. Ahora somos una organización más madura, con más compañeros organizados, más estructuras, más discusión, más hábito. Más que proyectar hacia el horizonte una especie de tierra prometida, discutiría en lo concreto hacia qué tenemos que ir avanzando cuando el ciclo se calme porque nuestras prioridades son conformar un Gobierno de cambio y otra cosa que no sea eso es distraer. Después de dos años haciendo mucha política fuera de la institución, en estos 100 días en el 'teatro' del Congreso, con ruedas de prensa casi diarias en ese escenario, y al hilo de la transversalidad que


reivindica, ¿cree que en estos 100 días se han envejecido y se han vuelto a situar, por causas propias y ajenas, a la izquierda del tablero? Es la pregunta, en realidad. La relación con las instituciones es compleja, porque tú las cambias y ellas te cambian. El Congreso no es igual desde que hemos entrado nosotros, pero nosotros tampoco somos iguales. ¿Quién ha cambiado más a quién? Yo diría que este Congreso es diferente y se ve de forma diferente, pero también seríamos ingenuos si no creemos que el parlamentarismo está bien diseñado por una cultura del compromiso que tiende a diluir las diferencias y aumentar los consensos. Yo eso lo veo mucho desde mi posición de portavoz parlamentario: me paso la vida negociando por cosas a veces muy pequeñas con los portavoces de los otros grupos parlamentarios, y esas negociaciones no son épicas, en ellas no hay pasión política y, es más, las diferencias políticas fundamentales de deseo de modelo de país, de a quién queremos satisfacer, de en qué tipo de vida estamos pensando para la gente no se ven nunca. Y el parlamentarismo está bien diseñado en ese sentido. El parlamentarismo acolcha a veces las diferencias y ayuda a una cierta cultura del acuerdo, pero dificulta también que los cambios sean más profundos. Nuestra hipótesis política y nuestra forma de construcción narrativa y discursiva se llevaría mejor con un sistema de tipo presidencialista, en el que si ganas, ganas todo, y en el que la posibilidad de dibujar la diferencia entre nosotros y ellos la dibuja el propio sistema político y, sin embargo, el que tenemos, que tiene virtudes, tiene también esa inercia que tiende a reconducirte. Hay que resistirse a eso, pero también hay que pensar que resistirse a eso no es un ejercicio sólo de ética... ¿Como no coger taxis? Claro, pero eso es lo de menos en realidad. Lo importante es ser capaces de despertar iniciativas políticas que vayan más allá del Congreso, no ceder nunca a que el Congreso es el lugar de la política: el Congreso es el lugar de una parte de la política que sucede en España, pero no de toda. Y claro, no es muy fácil hacer eso cuando pasas 12 horas en el Congreso, y tampoco en un momento de reflujo de la movilización social. Pero es importante no perder de vista que las instituciones son equilibrios congelados de fuerzas. Tú llegas a ellos, impactas sobre ellos y los cambias un poco. Ellos te cambian un poco para que te adaptes, porque la gente tampoco nos ha votado para ser un Pepito Grillo y lleves una camiseta diferente en el Congreso todos los días. Pero también tenemos que ser capaces de demostrar cómo se hacen las cosas. Las tareas de transformar tu país no son siempre épicas, hay toda una serie de tareas grises de gestión que son las que diferencian que puedes hacerlo mejor que el adversario, como están demostrando los compañeros de los ayuntamientos del cambio: gestionando diferente y en sentido contrario. Tienes que intentar desbordar el mecanismo de captura que es el Congreso, sabiendo que está diseñado en parte para eso, y que tienes que estar con un pie dentro y un pie fuera. Pero es más fácil de enunciar que de hacer, y te parlamentarizas, es inevitable. ¿Y sobre si han quedado más atrapados simbólicamente en la izquierda? Es un riesgo que existe, y hay que esquivarlo. El Parlamento como teatro simbólico que todos tenemos en la cabeza remite al eje izquierda-derecha, un eje por el cual PP y PSOE se han podido repartir las posiciones centrales y de representación de mayorías y dejar a los que no están de acuerdo a sus márgenes. El PP casi no dejaba margen, y el PSOE dejaba un margen existente pero incapaz de transformar. Ese eje tiene que ser desbordado, y el 15M pone en marcha una percepción que apunta a la posibilidad de desbordarlo, y el Parlamento reordena otra vez las identidades políticas en el eje viejo. Ese eje viejo es lo que mejor contribuye al mantenimiento del orden viejo y del régimen del 78 en última instancia. Pero todos los símbolos refieren a eso, y nosotros tenemos que hacer permanentemente el ejercicio de atravesarlos. El problema que estamos hablando es: ¿hay un gobierno para la mayoría, sí o no? Y


tiene que ver con medidas concretas pero también con garantías concretas para que alguien las desarrolle sí o no. Y por tanto con equilibrios de poder, que para nosotros es que sea un Gobierno de coalición y no nos fiamos de las etiquetas. Si nos fiáramos de las etiquetas izquierda-derecha, imagínate un partido que lleva socialista en las siglas, y obrero y español; supongo que defenderá la soberanía popular, la soberanía nacional y a los más desfavorecidos. Precisamente porque no nos parecen etiquetas que describan lo más importante de la política española hacemos esta propuesta, pero el Parlamento contribuye a ese riesgo y tenemos que hacer un sobreesfuerzo de recuperar transversalidad y posibilidad de mayorías porque así hemos llegado hasta aquí: no es que cinco millones de personas de repente se hayan vuelto muy de izquierdas en España y de repente han votado a Podemos. Es que hemos sido capaces de poner en juego una identidad política nueva y para mí ese es el camino.

Podemos a mitad de camino Iñigo Errejon

1. El discurso no es ropaje sino terreno de combate Hace algunas semanas me encontraba en un supermercado y se acercaron a hablar conmigo, por separado, dos trabajadores del mismo. La primera, dándome ánimos, me pidió, "para cuando estuviéramos arriba", que no nos olvidásemos de los derechos de los animales, sobre cuya legislación tenía un profundo conocimiento. Poco después el carnicero también me daba ánimos y me decía que teníamos que cuidar más de Chueca, donde no vivía pero hacía mucha vida. En los dos casos se expresaba un apoyo difuso, general, a Podemos, aunque me sorprendió que ninguno hiciera referencia a sus condiciones de trabajo y que expresaran sus demandas en términos no reducibles a una cuestión o pertenencia común. No había ni siquiera un terreno ideológico común que agrupase sus simpatías: éstas se encontraban sobre referentes muy generales, tan amplios como dispersos. Leerlos y nombrarlos no es tarea fácil, sino un momento clave de la lucha política. En general, cuanto más amplio y fragmentado es el conjunto a articular, más genéricos y laxos son los referentes que permiten unificar toda una serie de reclamaciones. En este caso, creo que la simpatía tenía que ver fundamentalmente con una percepción difusa de representar lo nuevo, lo ajeno a las élites tradicionales y una promesa general de renovación del país. No se trata en absoluto de negar que existan intereses concretos, necesidades materiales asociadas a la forma en la que vivimos y nos ganamos la vida. Sino de reconocer que estas nunca tienen reflejo directo y "natural" en política, sino a través de identificaciones que ofrecen un soporte simbólico, afectivo y mítico sobre el que se articulan posiciones y demandas muy distintas. En la anécdota que usaba para ilustrarlo, la simpatía y posible voto compartido a Podemos no tenían tanto que ver con una concepción utilitaria ni una traslación mecánica de sus condiciones de trabajo a su posición política, sino con un "plus de sentido", un excedente simbólico que ponía en común sus reclamos desatendidos y su voluntad general de "un cambio", identificado con el reequilibrio del contrato social en favor de la ciudadanía y no de la pequeña minoría


privilegiada. El éxito parcial de Podemos no se debe sólo a saber escuchar lo que "la calle" dice y trasladarlo a las instituciones. En primer lugar porque "la calle" no dice una sola cosa, sino muchas y a menudo contradictorias. En segundo lugar porque la política siempre ha sido una actividad de construir orden y sentido en medio de voluntades entrecruzadas, contradicciones y posiciones cambiantes. Y en los momentos de crisis, que nunca son de clarificación de bandos sino de fragmentación y colapso de las identificaciones tradicionales, se hace más importante aún la política como construcción colectiva de un relato que agrupe los dolores, postule una visión diferente de la situación y proponga un horizonte y aspiración que condense todo un cúmulo general de reclamaciones frustradas y no canalizadas por las instituciones. Una visión que también produzca lazos afectivos y de solidaridad y pertenencia, así como una meta colectiva e iconos y liderazgos que catalicen una nueva identidad. Por decirlo de forma provocativa, María Dolores de Cospedal no mentía cuando afirmaba, no sin cierto cinismo, que “el Partido Popular es el partido de los trabajadores”. Más allá de las preferencias subjetivas, el PP fue capaz durante largos años de construir una mayoría electoral, y es más: una identidad, de la que, por fuerza, participan amplios sectores asalariados. Esto supuso una construcción cultural y material compleja en la que se mezclan muchos factores –la decadencia del sector industrial y sus empleos y formas de participación asociados, la sustitución de expectativas de ascenso social tradicionales por las asociadas a la burbuja inmobiliaria y sus rentas, un nuevo relato sobre España, etc.-- pero que en ningún caso se trata de una “farsa”, sino de una construcción hegemónica, productora de un nuevo orden. Por eso la política transformadora nunca es la revelación de “una verdad” que ya existe, ni ser altavoz de lo que un pueblo ya construido sabe de antemano, una esencia a la espera de ser proclamada. Este enfoque sólo puede conducir a la resignación, la melancolía o la actitud del profeta molesto. Por el contrario, se trata de, a partir de lo existente, construir identidades diferentes que lo sobrepasen y empujen lo posible. Hemos expuesto otras veces esta tesis que está en el origen y la capacidad transformadora de Podemos: la de que la política es construcción de sentido y que por tanto el discurso no es un “ropaje” de las posiciones políticas ya determinadas en otro lugar (la economía, la geografía, la historia) sino el terreno de combate fundamental para construir posiciones y cambiar los equilibrios de fuerzas en una sociedad. El segundo pilar de esta tesis es que la política radical, que aspira a generar otra hegemonía y otro bloque de poder, no es aquella que se ubica contra los consensos de su época, en un margen melancólico de impugnación plena, sino aquella que se hace cargo de la cultura de su tiempo y sitúa un pie en las concepciones y “verdades” de su época y el otro en su posible recorrido alternativo. La actividad contrahegemónica no refuta sino que parte de la cultura de su momento y busca rearticular elementos ya presentes en ella para generar un sentido común nuevo, una nueva voluntad popular conformada a partir de “materiales” que ya estaban ahí, en ese terreno de disputa flexible e inacabable que es el sentido común de época. En este sentido, y pese al mito jacobino de la “revolución” como sinónimo de la tábula rasa, todos los grandes procesos de cambio político heredan mucho de lo existente anteriormente y triunfan cuando incluyen en forma subordinada a sus adversarios anteriormente dominantes.


El proceso abierto por el 15M de 2011 es contrahegemónico, por ejemplo, en la medida en que no denuncia “la mentira” del régimen de 1978 –nada en política es “mentira” si construye en torno a sí el equilibrio, las creencias y el acuerdo como para generar estabilidad durante décadas-- sino que lo asume y parte de sus promesas incumplidas, cuestionándolo en sus propios términos. La narrativa que entonces comienza a gestarse, que después Podemos condensará en la línea “los de arriba han roto el pacto”, es así la posibilidad de una identificación popular, democrática y republicana –utilizo el concepto en términos teóricos: no relativo a la forma de estado sino a la defensa de la institucionalidad y sus contrapesos-- masiva, potencialmente mayoritaria. Este discurso, este sentido que se despliega, se ha demostrado, precisamente por su lectura política y atención a la hegemonía, de mucho mayor recorrido transformador que los principios moralizantes y estéticamente satisfechos de la izquierda tradicional. Los poderes dominantes también lo han entendido así, procediendo a hostigarnos para encerrarnos en etiquetas estrechas. 2. Aclaraciones sobre la “hipótesis Podemos” La paradoja de estos dos años es que esta concepción constructivista de la política y su importancia al lenguaje, las metáforas y la práctica de la contrahegemonía, ha sido tan exitosa en términos prácticos como poco comprendida en términos teóricos. El éxito de la “hipótesis Podemos” no sólo se refleja en sus resultados electorales, sino en que ha cambiado ya gran parte de la disputa política en España, revitalizando la esfera pública, renovando el lenguaje y otorgando una importancia central a la batalla por el relato. Sin embargo, en el plano del análisis, esta tesis ha tenido dos grandes grupos de objeciones. En primer lugar, se ha entendido esta política hegemónica de forma extremadamente superficial, como una suerte de ambigüedad y prudencia para no posicionarse sobre cuestiones difíciles esperando así cosechar votos de “caladeros” muy diferentes y distantes. En segundo lugar, se ha acusado a esta visión de elitista, como si la construcción de un pueblo fuese un proceso de ingeniería retórica enunciada de arriba a abajo. Me ocupo a continuación brevemente de ambas. El primer grupo de objeciones confunde la política populista con la práctica desideologizada de los partidos que en ciencia política se llaman catch all o “atrápalotodo”. Una evolución de la mayoría de los partidos en las democracias liberales por la cual intentan obtener votos de casi todos los sectores de la población evitando los temas más divisivos o polarizadores. Extrañamente o no, este prejuicio lo comparten los intelectuales conservadores y liberales –que ven en el populismo una aberración plebeya, amorfa y amenazante para la democracia-- y algunos opinadores de izquierdas, inquietos ante discursos en los que no encuentran las palabras clave y que les parecen meros “trucos electorales”. Olvidan los primeros que las grandes transformaciones democratizantes y antielitistas, que están en la base de nuestros Estados de derecho, pasan siempre por la postulación de un nuevo demos, como recuerda incluso uno de los principales teóricos de la democracia liberal, Robert A. Dahl. Olvidan los segundos que cada vez que los sectores más desfavorecidos de la sociedad se han hecho mayoría política no ha sido reivindicando ser una parte –la izquierda-- sino construyendo un nuevo todo, el núcleo de un nuevo proyecto de país. A esto le llamamos hoy transversalidad y proyecto nacional-popular. Su diferencia fundamental con el marketing electoral de los partidos “atrápalotodo” es que, en lugar de despolitizar, repolitiza; en vez de intentar disolver las pasiones, las reivindica; y en lugar de difuminar las fronteras “nosotros-ellos” consustanciales al pluralismo, las reconstruye en otra


clave. Si el marketing disuelve las diferencias para hablarle a un todo indiferenciado y líquido, la política que aspira a construir un pueblo postula una diferencia fundamental, una frontera, que aísla a las élites y postula una nueva voluntad colectiva que pueda refundar el país a partir de las necesidades de los sectores desatendidos. Si el marketing apela a la decisión volátil del consumidor, la política popular interpela a la emoción de la pertenencia y a la pasión política de los momentos fundacionales. La primera es presente perpetuo y plano, la segunda implica cierta idea de trascendencia y por tanto de religión laica, cívica y democrática en el caso de los proyectos progresistas. Es ese tipo de emoción que se vive en los actos de Podemos y que no se imita. Sin duda, a la incomprensión ha contribuido el término “significantes vacíos”, donde vacíos ha sido traducido --incluso en espacios militantes-- como “no decir nada que pueda espantar votos”. De nuevo la confusión de discurso con envoltorio. Es preciso librarse de ese error para comprender el papel de las palabras como aglutinantes en una batalla por el sentido que no tiene nada de ambigua pero que comienza, como hemos visto tantas veces, por quién es el que decide los términos de la disputa, pone las etiquetas y construye el terreno de juego. En esa batalla, hay términos -amplios, peleados- que pueden ser baluartes al servicio de la conservación de lo existente o convertirse en el punto nodal de una nueva representación y propuesta de país. No se trata de disimulo, se trata de quién y cómo define el nosotros-ellos. La frontera abajo/arriba –en sus muchas formulaciones-- es por otra parte mucho más radical, en tanto que es improcesable institucionalmente: no puede tener lugar en los parlamentos, y supone un motivo de queja agresiva permanente por algunos creadores de opinión: nadie nunca nos ha atacado por “intentar representar a la izquierda”, pero sí al pueblo o a la gente. Con ello desvelan qué reparto simbólico es cómodo para el orden y, por otra parte, cuál es la batalla discursiva en marcha: arrebatarle a los poderosos el derecho a hablar en nombre de España, construyendo un nuevo interés general al que no le sobre medio país. La segunda de estas objeciones tiene que ver con la creencia de que este enfoque, de la primacía de lo discursivo, remite necesariamente a una operación de voluntarismo y elitismo extremo: unos pocos expertos que nombran y convocan al pueblo. Si fuera ésa la forma de construir pueblo, habrían bastado todas las enumeraciones de los dolores sociales y las llamadas a la unidad para que la privación o el malestar se convirtieran en sujeto político. Al menos desde el neoliberalismo sabemos, sin embargo, que ningún aumento de las insatisfacciones produce cambio político sin una cultura diferente, si no es inscrito, articulado y proyectado en un nuevo relato, que desarme y atraviese el que hasta ayer le confería naturalidad al orden tradicional. Pero este nuevo relato, que no es un truco de magia, ni la obra de unos pocos, no tiene nada que ver con un programa electoral ni con un conjunto de lecturas o una decisión de una u otra organización política. Es una obra multitudinaria y desordenada, en la que se van acumulando capas, nociones que comienzan a ser compartidas, eslóganes que hacen fortuna, novelas, canciones, vídeos, programas, series, películas y libros; artículos, símbolos, momentos que quedan grabados y se convierten en memoria compartida y mitificada, liderazgos, iconos o ejemplos que se cargan de significado universal –de la misma manera que los desahucios en España fueron primero un drama privado, luego un problema en la agenda política y, por último, una gran victoria cultural.


Todo este arsenal cultural, que comienza agrupando los reclamos insatisfechos y continúa dibujando una escisión entre el país oficial y el país real, es lo que llamamos la construcción de una voluntad colectiva. No responde a un plan porque nunca funciona en línea recta, pero no es obra divina ni de las fuerzas de la historia: es el resultado de muchas intervenciones políticas, concretas y contingentes, unas más acertadas que otras, que van produciendo un sentido político nuevo, una identidad nueva. No es una obra de ingeniería sino un proceso cultural distribuido, magmático y constante, sobre el que de todas maneras se puede intervenir. No obstante, saber leer las posibilidades de despliegue de este sentido compartido, interpretar el terreno sobre el que se construye y ser capaz de ser útil poniendo en circulación expresiones, propuestas y horizontes, tareas y mitos, es lo que diferencia la virtud de unas prácticas políticas u otras. De últimas, la construcción política sólo se prueba, a posteriori, por sus resultados. En todo caso, la construcción de un pueblo, de una fuerza que reclame con éxito la representación de un nuevo proyecto nacional –en nuestro caso, necesariamente plurinacional-no es nunca un cierre. El pueblo, como proyecto, nunca está completo ni excluye la multiplicidad de alineamientos que pueden producirse en torno a diferentes ejes de diferencia o conflicto. Se trata de una actividad permanente de producción y reproducción de sentido: el “we the people” fundacional y su gestión diaria en las instituciones que lo expresan y encierran. 3. Dos carriles, un camino. A por los que faltan Podemos nació con un objetivo explícito y declarado: construir una nueva mayoría popular que le devolviera la soberanía a los más que habían sido desatendidos, estafados o injustamente tratados por el secuestro oligárquico –y a menudo mafioso-- de nuestras instituciones. Sabíamos que esa tarea constaba, en lo fundamental, de dos recorridos. Un primer carril, acelerado y vertiginoso, nos exigía estar en forma para librar todas las batallas electorales de estos dos años decisivos. Este carril a menudo lo hemos representado como una – pacífica-- carga de caballería, a todo o nada, sobre el poder político. Digamos que es un carril de lógica plebiscitaria, que nos llevó a armar la ya famosa “máquina de guerra electoral”. Cualquier evaluación de los costes que tuvo el privilegio de este carril debe hacerse cargo también de manera necesaria del terreno ganado al adversario gracias a esta decisión: comenzando por haber impedido la restauración conservadora y la consolidación de las posiciones conquistadas. Pese a todas las maniobras de desgaste, los insultos, la campaña del miedo, los errores propios y las zancadillas, una fuerza que desafía claramente a los poderosos obtuvo el 20D 5 millones y el 21% de los votos. Habrá quien pueda pensar que nos quedamos aún a mucha distancia de haber sido la primera fuerza, pero a continuación tendrá que asumir que hemos llegado mucho más lejos de lo que los pronósticos y las encuestas profetizaban; tendrá que admitir que hemos evitado el cierre de la ventana de oportunidad y que hemos contribuido de forma decisiva a un proceso de cambio político que está a mitad de camino pero que ya no parece fácilmente reversible y ha permeado todas las escalas geográficas e institucionales, la cultura política, los hábitos y el paisaje de nuestro país. Precisamente la profundidad de nuestro avance es la causa principal de este período de impasse en el que las fuerzas tradicionales, por primera vez en nuestro sistema de partidos, no se bastan para gobernar en condiciones de normalidad –ni siquiera con Ciudadanos como fuerza auxiliar del bipartidismo. Lo cual nos ha situado en un período de “empate catastrófico” entre las fuerzas del cambio y las de la renovación de lo existente.


El segundo carril, de lógica más cultural, refiere a la tarea más lenta de construcción de una red asociativa, de espacios de ocio y socialización y apoyo mutuo, a una mística compartida, a una comunidad política y un acervo cultural e intelectual que, más allá de los avatares electorales, funde una forma nueva de ser en común, un proyecto de patria. En otras ocasiones hemos hablado del paso de la máquina de guerra electoral al movimiento popular. Estamos en este caso en una lógica más distribuida y horizontal, de construcción de subjetividad e implantación territorial, de multiplicación de militantes, dirigentes, gestores e intelectuales de este proyecto, para conformar un bloque histórico con capacidad de vincular sectores muy diferentes en torno a objetivos compartidos y confiables, con reglas asumidas y procedimientos establecidos. Este carril, como se ve, también implica una arquitectura institucional: la que dificulte los pasos atrás, normalice los derechos conquistados y genere efectos de mayor justicia social y democratización sin requerir a la gente que sean héroes o heroínas –o militantes-- todos los días, aspiración condenada históricamente al fracaso. Avanzar a la carrera cuando el viento venga de cola y preparar las condiciones para no ser flor de un día cuando venga de frente. Sería, en todo caso, un error entender estos dos carriles como mutuamente excluyentes, elegir entre uno u otro en términos morales o creer que el primero refiere al trabajo electoral y el segundo a “la calle”. Estamos en una sociedad desarrollada, con un Estado diversificado y complejo y unas administraciones que, en lo fundamental, funcionan y son apreciadas por la ciudadanía, lo que hace al componente “republicano” e institucional al menos tan importante como el “popular”. En estos contextos, las grandes transformaciones, aún cuando contienen momentos de aceleración, no se dan “en aluvión”, en dos tardes gloriosas, sino en un lento proceso de conquista institucional y demostración de solvencia, de seducción y generación de un país alternativo y de construcción de medios de consenso y de poder para construirlo. Esto no excluye los audaces golpes de mano o cambios de ritmo, pero otorga a los matices y la capacidad de articulación una importancia decisiva: la que va de un proyecto masivo a uno mayoritario. Por decirlo en forma simple: nuestra construcción de una voluntad colectiva nueva será tanto popular como ciudadana, o no será: tendrá capacidad para tender la mano a los sectores más desfavorecidos pero también a los sectores medios, descansará en los sectores más movilizados pero será capaz de hablar el lenguaje también de los que faltan para una nueva mayoría. Esto requiere pensar Podemos más allá de las circunstancias de excepción de este ciclo corto. ¿Cómo construir un proyecto nacional-popular, democrático y progresista, en una sociedad altamente institucionalizada en la que la crisis de sus élites y partidos no es crisis de Estado? Quizás la pista tenga que ver con construir un “nosotros” blando, tenue y siempre abierto a una composición muy heterogénea, y un “ellos” duro, en torno a la ínfima minoría privilegiada que se ha situado por encima de la ley. Escapando así del permanente cerco que tiende a expulsarnos a las dos opciones malas del binomio mentiroso: integración-demolición, que significan desactivación o marginación. Estamos a mitad de un camino que hemos recorrido, no sin esfuerzo, con la capacidad de discutir un rumbo que no estaba escrito, de esquivar los intentos de encerrarnos sobre nosotros mismos y seguir teniendo capacidad de elegir las disputas, seducir y ampliar el campo. Vamos por lo que falta, vamos por los que faltan. -------------------------------------------


La visión constructivista de Podemos A.Antom Diversos portavoces de Podemos han planteado la sustitución de la dicotomía izquierda/derecha por otras polarizaciones y han resaltado la importancia de la elaboración de un nuevo discurso. Ya hemos explicado en el libro citado las insuficiencias del eje izquierda/derecha, aunque también la vigencia de la igualdad, y hemos valorado las otras dicotomías propuestas. Ahora abordamos la visión constructivista del sujeto popular de cambio de E. Laclau (La razón populista, 2013), influyente en algunos de sus dirigentes, y lo específico de su aportación. Partimos del criterio compartido de realzar el papel de la cultura y la subjetividad de los actores sociales y políticos, sin caer en el voluntarismo. Este tema afecta al análisis de cómo se construyen las identidades colectivas y se conforma la cultura popular, así como al significado de la polarización social o pugna sociopolítica y la hegemonía cultural y política. Para Laclau y Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista hacia una radicalización democrática, 1987) “una estructura discursiva no es una entidad meramente ‘cognoscitiva’ o ‘contemplativa; es una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales (p. 109). Y continúan: “A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso” (p. 119). Si el discurso es, sobre todo, práctica (articulatoria o hegemónica) se convierte en una afirmación tautológica y no se clarifica el papel específico de las ideas o la subjetividad que las personas incorporan en sus relaciones sociales. Gramsci, según valoran bien estos autores, sin abandonar el determinismo realzaba el papel de la cultura popular. En nuestra investigación, siguiendo a E. P. Thompson, se da un paso más en la crítica al determinismo sin caer en el idealismo, revalorizando la ‘experiencia popular’ en la formación de los sujetos y su acción sociopolítica y relacional, incluyendo su cultura y su participación en el conflicto social. Por tanto, los actores o sujetos incorporan en su práctica social un determinado discurso que, a su vez, la modela y le da sentido. Cabe una precisión previa para delimitar el significado de la palabra discurso. Conviene distinguir este concepto, usualmente referido al conjunto de opiniones de un grupo social, de su experiencia social y política y su impacto en las relaciones sociales. La práctica sociopolítica y cultural de los distintos actores y cómo interiorizan y encarnan sus ideas y valores es lo que genera la transformación de las relaciones sociales. Si sobrevaloramos el discurso, como ideas, y su capacidad constructiva de lo social, dejamos en un segundo plano el aspecto principal en la articulación social: la gente, los sujetos. Vamos a contar con ello para hacer una reflexión más general sobre la conformación de las identidades colectivas, aspecto ya tratado en detalle en otros textos.


Alguno de sus dirigentes lo formulan así: (La) visión constructivista del discurso político permitió interpelaciones transversales a una mayoría social

descontenta, que fueron más allá del eje izquierda-derecha, sobre el cual el relato del régimen reparte las posiciones y asegura la estabilidad, para proponer la dicotomía ‘democracia/oligarquía’ o ‘ciudadanía/ casta’ o incluso “nuevo/viejo”: una frontera distinta que aspira a aislar a las elites y a generar una identificación nueva frente a ellas (Íñigo Errejón, “¿Qué es Podemos?”, Le Monde Diplomatique nº 225, julio de 2014).

La interpelación a la mayoría social descontenta es positiva. Ese potencial sujeto, al que dirigirse y reclamar su atención, señala la base principal susceptible de apoyo de las fuerzas políticas alternativas. Se ha constituido frente a los recortes sociales, las graves consecuencias de la crisis y su injusto reparto, la política de austeridad y la prepotencia gubernamental y de la troika. Son rasgos fundamentales que configuran la experiencia y la cultura de la corriente social indignada. Se ha generado una nueva conciencia popular en esos temas clave, diferenciada de las élites dominantes. Está apoyada en la práctica social y el comportamiento de una amplia ciudadanía, en su participación y legitimación de la protesta social progresista, y está basada en los valores democráticos y de justicia social. No solo es una base social de izquierdas o de composición de clase trabajadora; es más amplia: progresista, democrática y popular. En esa nueva actitud sociopolítica participan personas que se autodefinen de centro progresista, incluso algunos de centro-derecha o votantes de esos partidos. Sin embargo, la mayoría de ellas se auto-ubican ideológicamente en la izquierda, sin darle a esa palabra el significado de una ideología compacta y cerrada o una vinculación de lealtad fuerte con un determinado partido político. Igualmente, participan sectores de las clases medias y, particularmente, jóvenes ilustrados con bloqueo en sus carreras laborales y profesionales. Elementos centrales de esa actitud progresiva, aparte de los valores democráticos, son la defensa de los derechos sociales y laborales y la igualdad en las relaciones sociales y económicas, así como el importante papel de lo público: Estado de bienestar, regulación de la economía, empleo decente y equilibrio en las relaciones laborales, protección social y servicios públicos de calidad. Esa transversalidad relativa, referida a la actitud ideológica y la composición de la ciudadanía descontenta, no supone una estrategia electoral atrapalotodo, con una orientación difusa. Se excluyen a las clases dominantes, la oligarquía o la casta, que se sitúan como el adversario a combatir, y se desconsidera la base social conformista con las políticas regresivas y autoritarias o irrespetuosas con los derechos humanos. Estamos hablando, pues, de un proyecto transformador, emancipador y popular, que va dirigido no solo a la gente que se considera de izquierdas sino a la mayoría de la gente crítica, indignada o descontenta. Y presenta un perfil no solo de izquierdas (tradicional) y menos para situarse (o que lo sitúen) a la izquierda de Izquierda Unida o como extrema-izquierda. Se identifica con un nuevo impulso transformador adecuado a las tareas de cambios fundamentales, giro socioeconómico y democratización del sistema político, y se enfrenta a los poderes establecidos. Ha elaborado un mensaje político con un lenguaje que ha conectado con la percepción de un amplio sector de la ciudadanía progresista y sus demandas discursivas y representativas para fortalecer su pugna sociopolítica y electoral. El nuevo discurso -ciudadanía y democracia frente a casta y oligarquía-, elaborado con una visión constructivista permite a los líderes de Podemos, autores de esas consignas, ‘interpelar’ a esa mayoría social descontenta. Tiene una ambiciosa aspiración: ‘aislar a las élites’ (dominantes) y generar una ‘identificación nueva’ anti-casta o anti-oligárquica. Se enlazan mecanismos básicos de


la contienda política: nuevo discurso y liderazgo y base social descontenta, sobre los que se construye una identificación popular con sus mensajes y su representación, así como el aislamiento cultural y la deslegitimación ciudadana de las clases dominantes. ¿Cuál es el rasgo que se infravalora? El que la conciencia popular de esa corriente indignada, en gran parte, ya estaba formada a través de la experiencia masiva de la crisis y sus graves consecuencias sociales, las políticas regresivas y la prepotencia gubernamental, contestadas por todo un ciclo de la protesta social, cívica y democratizadora. Desde el año 2008, con la crisis económica y la ampliación del desempleo masivo y, particularmente, desde el año 2010, con la aplicación generalizada de las políticas de austeridad y la imposición de ajustes antisociales, se ha producido el empeoramiento vital y de derechos de una mayoría ciudadana, su percepción de la desigualdad y la injusticia, así como su desacuerdo con los poderosos y su gestión regresiva y autoritaria de la crisis. En ese proceso, sociopolítico y cultural, han participado millones de personas, miles activistas o representantes asociativos y distintos grupos y movimientos sociales. El choque de esa involución social y democrática, promovida por los poderosos, con la cultura y las expectativas previas de la mayoría de la población ha generado una polarización sociopolítica y cultural. La mayoría de la gente se ha reafirmado en sus valores democráticos y de justicia social. Frente a las dinámicas dominantes hacia la resignación y el sometimiento se ha desarrollado la indignación cívica y la deslegitimación ciudadana de las capas dirigentes, económicas e institucionales, que han actuado con prepotencia. Por tanto, la acción comunicativa de un discurso y unos líderes, sin contar con este proceso, pueden quedar sobrevalorados en su aportación para la generación de la capacidad identificadora del campo propio y la aisladora del campo adversario. Es insuficiente al margen de las dinámicas de fondo de la cultura popular, las condiciones y expectativas vitales, la experiencia en el conflicto sociopolítico y la articulación del conjunto de tejido asociativo y movimientos sociales. Es razonable, a la vista del éxito obtenido, la pretensión de reforzar la legitimación del discurso y el liderazgo de Podemos y sus dirigentes. Es fundamental para encarar la siguiente fase de consolidación y ampliación de las fuerzas alternativas. Pero se trata también de precisar el valor de lo aportado para evaluar los esfuerzos, mejoras y dinámicas necesarios para avanzar en ese objetivo transformador. La vinculación de los mensajes y el liderazgo con las demandas y aspiraciones de la ciudadanía descontenta o crítica se debe realizar superando una relación esencialista o ahistórica de ambos componentes. La activación de una respuesta colectiva está mediada por los procesos del conflicto social y político, la experiencia, la cultura y la disponibilidad de la mayoría progresista de la sociedad, así como la propia acción y la organización de sus sectores activos y más representativos. En particular, tiene relevancia para adoptar una posición receptiva y unitaria con los distintos actores. Se ha resuelto aceptablemente en los casos de Cataluña y Galicia y menos en la Comunidad Valenciana. Pero, especialmente, por su representatividad y peso político, sigue pendiente la confluencia entre Podemos e Izquierda Unida-Unidad popular, sin olvidar la dinámica principal de la movilización sociopolítica y la articulación social de una ciudadanía activa, fundamental para encarar los retos inmediatos. La irrupción de un electorado indignado ha sido posible por el proceso, amplio y profundo, de conformación de una identificación popular por parte de un sector significativo de la población, con unas características definidas: percepción del carácter regresivo del poder, amplitud de la respuesta cívica con una diferenciación cultural y sociopolítica respecto de las élites dominantes,


consolidación de una cultura democrática y de justicia social, y articulación variada de un movimiento popular progresista, compuesto de múltiples grupos sociales, un amplio tejido asociativo y una diversa representación social unitaria que ha servido de cauce y expresión de grandes movilizaciones ciudadanas. Es el rasgo que aparece poco realzado al destacar, fundamentalmente, el componente constructivo del discurso y el liderazgo de una formación política sobre una base social descontenta pero solo receptora de interpelaciones. Se dejarían así en un segundo plano el papel de la propia ciudadanía activa como agente crítico y con la interrelación de distintos actores, así como su propia conformación experiencial e identificadora, a través del rechazo a la austeridad y los ajustes regresivos de unos gestores políticos prepotentes y una reafirmación en valores democráticos, solidarios e igualitarios. Lo nuevo o añadido por el fenómeno Podemos a ese bagaje de cultura popular, actitudes progresistas en lo social y democráticas e integradoras en lo territorial, así como de participación cívica, es haber construido un cauce político para que se pudiese explicitar el apoyo electoral y la simpatía más amplia hacia un nuevo liderazgo político con un discurso crítico. Sus mensajes han sabido interpretar esas ideas-fuerza en la ciudadanía indignada y les han permitido a sus representantes públicos recibir un reconocimiento político y electoral significativo. Dicho de otro modo, la visión constructivista ha contribuido, específicamente, a este último hecho, sobre la base de que ya estaban edificados los fundamentos y la experiencia de una nueva polarización sociopolítica y cultural. Y se han configurado no solo a través de discursos sino por la participación cívica, masiva y colectiva en el conflicto social, incluido el esfuerzo de activistas, grupos y organizaciones sociopolíticas. Las ideas y significantes se apoyan, combinan y refuerzan con la articulación participativa de una ciudadanía activa. La teoría populista de Laclau, además del límite de reducir su contenido a la lógica de la acción política, tiene otras deficiencias. En particular, relacionado con su contenido ideológico o programático, la creencia de que una lógica o técnica de acción política sea suficiente para orientar la dinámica popular hacia la igualdad y la emancipación. O que con un discurso apropiado, al margen de la situación de la gente, se puede construir el movimiento popular. Infravalora la conveniencia de dar un paso más: la elaboración propiamente teórica, normativa y estratégica, vinculada con las mejores experiencias populares y cívicas, para darle significado e impulsar una acción sociopolítica emancipadora e igualitaria. El paso de las demandas democráticas y populares insatisfechas hasta la conformación de un proyecto transformador y una dinámica emancipadora debe contar con los mejores ideales y valores de la modernidad (igualdad, libertad, laicidad…). Estos, en gran medida, se mantienen en las clases populares europeas a través de la cultura de justicia social, derechos humanos, democracia…, cuyo refuerzo es imprescindible. En resumen, el discurso sobre unos mecanismos políticos (polarización, hegemonía, demandas populares), para evitar ambigüedades que permitan orientaciones, prácticas o significados distintos y contradictorios, debe ir acompañado con ideas críticas, asumidas masivamente, que definan un proyecto transformador democrático, igualitario y solidario. Junto con la activación y la articulación de un fuerte movimiento popular y la relevancia de su cultura democrática y de justicia social, queda abierta, por tanto, la necesidad de un esfuerzo específico en el campo cultural e ideológico para avanzar en una teoría social crítica y emancipadora que sirva para construir hegemonía popular para un cambio social y político de progreso.


Notas notas para pensar

Subir la Mirada Ciertos hechos políticos acaecidos en 2015 han puesto en cuestión el plan de Podemos. Entre ellos hay que mencionar su relativo retroceso, a partir de febrero de 2015, de la intención de voto que le venían atribuyendo los sondeos; los resultados de las elecciones andaluzas del pasado 22 de marzo, en las que Podemos fue la tercera fuerza a mucha distancia de las dos primeras (PSOE y PP); el crecimiento de Ciudadanos, y los resultados de las elecciones autonómicas y municipales del 24 de mayo. Se ha pasado de un sistema bipartidista a uno de tres partidos y, después, a otro en el que cuatro partidos podrían sumar más del 80% de los sufragios, en el que serán necesarias políticas más complejas y en el que los pactos desempeñarán un papel primordial. Estos hechos han motivado algunos cambios parciales en los movimientos de Podemos: además de haber abandonado la referencia a la casta, el PP es tenido por el enemigo principal, mientras que el PSOE ya no es, o quizá no es solamente “un partido del régimen” sino que es considerado como un posible aliado, al que ya no se le exige, como hace aún poco tiempo, que cambie 180º. Se ha impuesto de hecho una dualización distinta de la anteriormente preconizada. Tras las elecciones mayo de 2015 ya no se trataba de Podemos contra los dos partidos del bipartidismo sino de alianzas de izquierda contra alianzas de derecha. Podemos se ve empujado a una dinámica partidista más convencional. La situación populista –o, en palabras de Pablo Iglesias, el momento leninista– ha ido declinando paulatinamente, antes de que Podemos pudiera llegar a ser la primera fuerza política, lo que hace que el suelo sobre el que se alzaba la teoría político-práctica de los anteriores períodos de la historia de Podemos se haya alterado hasta el punto de restar base a esa teoría y hacer necesaria una transformación ideológica. Los sectores más lúcidos de Podemos han tomado conciencia de la importancia de estos cambios y los van encajando con un encomiable realismo. Pero, como no había ni teoría B ni plan B, han tenido que cambiar sobre la marcha, pieza a pieza, y sin contar con una perspectiva de conjunto que acaso vaya esbozándose en el próximo período. De momento, lo que observamos es la conjunción de ciertos cambios políticos (especialmente programáticos) con la pervivencia de una parte de la retórica que correspondía al momento anterior, en el que se aspiraba a alcanzar el primer puesto.


Ernesto Laclau y Chantal Mouffe y también las referencias boliviana y ecuatoriana valen ya poco para el presente. El nuevo contexto hace poco operativo el marco ideológico anterior. Las innovaciones teóricas e ideológicas tendrán que llegar antes o después.

IDEAS{ notas para pensar} Es cierto que Podemos se creó para un fin concreto y con una meta "ganar" Y entorno a ello se creo una teoría ( a veces no muy explícitada ): En el laclautismo es bastante precisa, pero está vinculada a períodos de crisis ,los periodos en los que se derrumban los consensos y las legitimaciones anteriores pues bien Si pasa esta coyuntura sin acceder al Gobierno como así ha sucedido , esa teoría dejará algunos instrumentos operativos pero ya no podrá funcionar de la misma forma. Se impone pues recomponer el entramado primero de las ideas y segundo el Organizativo No darse cuenta que Podemos mas en unos sitios que otros es una Org débil,donde hay ideas muy diversas y expectativas muy variadas sobre todo fuera del núcleo dirigente Cualquier tentación de dejarse llevar por el Exito de Las Confluencias o oír cantos de Sirena como propone,sin duda de buena fe Anguita es destruir las aspiraciones colectivas que se han depositado en Podemos Y Recordando a Iñigo : "había que desafiar gran parte de los tabúes de la izquierda clásica" No lo olvidemos .,la teoría para un fin muy concreto: llegar al Gobierno. Y si no se cumple? La teoría de Podemos tiene dos vertientes: 1) Analizar, describir. Especialmente en relación con períodos de crisis de legitimidad en los que se derrumban los consensos y la legitimaciones anteriores. En el marxismo hay también esta parte analítica, descriptiva, referida a la historia, a la sociedad y a la economía. 2) Otra vertiente orientadora, prescriptiva: “lo que hay que hacer”, cómo proceder en esas situaciones. En el marxismo, la parte práctica es muy general, inconcreta. En el laclautismo es bastante precisa, pero está vinculada a períodos de crisis. Viene como anillo al dedo para el momento actual. Laclau vs Marximo {} Así pues, no hay simetría entre ambas teorías. La versión de Podemos, muy inspirada en Laclau, está pensada para la coyuntura actual. Si pasa esta coyuntura sin acceder al Gobierno, esa teoría dejará algunos instrumentos operativos pero ya no podrá funcionar de la misma forma...


El error estratégico de Pablo Iglesias Luis Arroyo Pablo Iglesias nunca permitirá que el PSOE gobierne si lo puede evitar. Al menos no mientras sienta que tiene prácticamente la misma legitimidad que él para gobernar. El objetivo electoral de Podemos no es ayudar a los socialistas, sino sustituirlos en una batalla que no es por el Gobierno de España, de momento, sino por la hegemonía futura de la izquierda.

A corto plazo, digamos que en junio, el afán de los cuatro grandes partidos va a estar en obtener en la próxima convocatoria electoral un resultado mejor que el que lograron en diciembre. Y en el caso de Podemos y el PSOE, la clave seguirá siendo la misma del último año: quién tiene más votos. PSOE y Podemos pelean a machete por liderar la izquierda que, además, es el mayor espacio electoral de España.

Los dirigentes de Podemos, acostumbrados a trazar estrategias de laboratorio en las aulas de Somosaguas, dibujaron una ruta que partía de algunos supuestos: 1) Que el PSOE tendría que elegir en algún momento entre apoyar al PP o a Podemos. 2) Que Podemos debería "cabalgar" las contradicciones del PSOE, en términos del propio Iglesias. Y 3) que, agitados por el pánico de la derrota, los socialistas se romperían por dentro y empezarían a destrozarse entre sí en la búsqueda de un liderazgo nuevo.

Todo eso podría haber pasado. Pero no pasó. El PSOE ha mantenido su primera posición en la izquierda, por encima de Podemos. Las contradicciones del PSOE las ha resuelto el propio PSOE en sus órganos formales e informales de decisión. Y Pedro Sánchez ha mantenido, no sin zozobras, el liderazgo del partido.

Debe ser que Podemos no tenía un plan B y siguió aplicandose en su ruta prediseñada. En un movimiento tan torpe como ridículo, quiso humillar por sorpresa a Sánchez proponiendo un Gobierno absurdo, pensando que los socialistas se dividirían. Sucedió que, como la política no se


hace en las aulas universitarias, sino en las agrupaciones, los socialistas entendieron la provocación como el propio Sánchez. Y como nada une más que un enemigo común, Iglesias se quedó colgado de la brocha.

Sucedió también que Pedro Sánchez, al que han dado por muerto ya siete veces, supo jugar sus cartas. Amplió el espacio de sus aliados. Primero dando la voz a los militantes, y luego abriendo el diálogo a un colega con el que se entiende personalmente bastante mejor que con Pablo: Albert Rivera. Ocupó luego el espacio dejado por Rajoy, y se puso a ejercer de presidente, aunque supiera que no lo era.

Sucedió que el propio Iglesias, preso de su estrategia, siguió manteniendo un relato ya inverosímil: la matraca del "usted elige, Sr. Sánchez: o Podemos o la casta".

Y sucedió finalmente que, llevado de ese espíritu adanista y pueril tan suyo, Pablo Iglesias demostró el miércoles sus peores vicios. Volvió a insultar al PSOE mentando a Felipe González, que sigue siendo el sumo sacerdote del PSOE. Se encaró como un niño gamberro con Patxi López. Se dio un pico muy molón en Malasaña, que sin embargo chirría entre los trabajadores asturianos del metal. Levantó el puño, frunció el ceño en ese gesto suyo ya tan cansino, y repitió sus consignas ya conocidas. Y volvió a demostrar su ecléctico bagaje intelectual dando lecciones a Sánchez: "Cuídese de Felipe, Sr. Sánchez" y "cuídese también del naranja". Ahí estaban de nuevo sus referencias: el framing de Lakoff, Maquiavelo, Manu Chao, el cine clásico...

El error de Pablo Iglesias es aplicarse tenazmente en una estrategia que podría haber funcionado en un contexto posible (PSOE tercera fuerza política y fractura interna), que, sin embargo, no ha llegado. Y en no adaptarse a las nuevas circunstancias con cierta flexibilidad.

En un par de meses le tocará al público hablar. Y si Podemos no se cuida mucho y el PSOE no lo hace mal, los electores habrán visto a dos jóvenes políticos bastante presentables trabajando intensamente para dar soluciones al país, frente a un político dicharachero eternamente cabreado y que se dedica a poner a parir a todo el mundo.


Con lo largos que son los tiempos en la Universidad, yo no sé si el profesor Iglesias va a saber diseñar otro plan, pero sospecho que con esta estrategia suya no superará los resultados de diciembre, sino más bien al contrario. Y yo me alegraría mucho de que los electores le bajaran un poco los humos.

Juego de máscaras: una réplica a Sánchez Cuenca Luis ARROYO

En un artículo que ha tenido amplia y justificada repercusión, mi admirado Pacho Sánchez-Cuenca ha descrito una interesante paradoja de la política española actual, según la cual tanto el PSOE como Podemos están haciendo, a propósito de la formación del Gobierno, lo contrario a sus propios intereses.

Pacho dice que, en realidad, a Podemos le interesaría permitir que el PSOE gobernara con Ciudadanos, porque los morados se convertirían así en el principal partido de la Oposición a un Gobierno con ribetes neoliberales y, además, muy débil. Y que al PSOE le interesaría gobernar con Podemos (y no con Ciudadanos) porque, aunque sería un Gobierno muy conflictivo, los socialistas se cargarían de razones para culpar a Podemos de los problemas de gobernabilidad. El análisis me parece brillante, pero creo que faltan algunos elementos fundamentales en él, que de ser considerados refutarían la hipótesis fundamental del texto, a saber, que ambos partidos de la izquierda actúan contra sus propios intereses y sin pensar estratégicamente.

En primer lugar, Pacho supone que Podemos quiere gobernar con el PSOE. A menos que creamos el juego de máscaras que Podemos ha estado, en efecto, haciendo desde el 20 de diciembre, nada hace sospechar que Podemos quiera gobernar con el PSOE. Pillar por sorpresa a Sánchez mientras habla con el Rey para ofrecerle públicamente un Gobierno a medias con reparto de carteras incluido, perdonarle la vida por esa “sonrisa del destino que él siempre tendrá


que agradecer”, en palabras de Pablo Iglesias, plantear que Podemos tiene que estar en ese Gobierno porque no se fía de su pretendido socio, hablar de la "cal viva" en el debate de investidura, etc., etc., etc., constatan que el objetivo principal de Podemos no es ayudar al PSOE, sino sustituirlo. Eso no es tacticismo: es una estrategia sostenida en el tiempo, tan legítima como evidente a mi modo de ver.

He sostenido aquí, a partir de las propias declaraciones de Iglesias (que suele contar las estrategias sin ninguna prevención), que la hoja de ruta de Podemos pasaba por ser segundos en votos, desplazando al PSOE al tercer puesto, plantear entonces a los socialistas la salomónica decisión de apoyar a Rajoy o a Iglesias, y esperar a que esa decisión abriera una lucha fratricida y letal entre los socialistas. Nada de eso ha pasado, aunque haya sido por poco, pero eso no invalida la existencia de una estrategia diseñada por los profesores que dirigen Podemos. Si esto fuera así, y yo no tengo dudas al respecto, la posibilidad de entendimiento entre ambos partidos sería prácticamente nula. Y en eso hemos estado, en un choque brutal de estrategias por la hegemonía de la izquierda... hasta que a Podemos le ha entrado miedo por lo que dicen las encuestas, que básicamente es que pierde apoyo electoral con su beligerancia, que ya sabemos que tampoco es aprobada por todo el partido.

Sánchez-Cuenca supone, en segundo lugar, que un Gobierno del PSOE con Ciudadanos sería muy corto y muy inestable, por la presión de Bruselas y de la Oposición, que lideraría Podemos. En realidad, son dos asunciones cuestionables. Pacho obvia que en caso de Gobierno socialista, el principal partido de la Oposición sería naturalmente el PP. La simetría dejaría a Ciudadanos y al PSOE en una posición media, moderada, que todos sabemos puede ser electoralmente virtuosa. No les resultaría muy difícil al PSOE y a Ciudadanos mantener esa posición moderada mientras los populares y los morados se sitúan en los extremos. En cualquier caso, el líder de la Oposición, un papel muy relevante para la opinión pública, sería quien fuera que liderara el PP, no necesariamente Pablo Iglesias.

Por otro lado, tampoco creo que podamos asumir que un Gobierno PSOE-Ciudadanos sería necesariamente corto e inestable. Sabemos que el nivel de aprobación pública de un Gobierno no tiene que ver sólo con las leyes que se aprueban en el Congreso, sino más bien con las iniciativas ejecutivas, la respuesta a las crisis, los gestos... y la economía. Puesto que las


expectativas con respecto al trabajo que pudiera hacer Sánchez son muy bajas (lo cual aumenta de forma inmediata el nivel de satisfacción); puesto que la economía irá mejor en los próximos meses; y puesto que PSOE y Ciudadanos actuarían como contrapeso mutuo evitando excentricidades, nada impide anticipar que un Gobierno de coalición de ambos podría sorprender positivamente a la opinión pública.

Creo, por último, que hay una tercera carencia en la argumentación de Sánchez-Cuenca. Es la que me parece más obvia y posiblemente más importante. La política es la representación de una narrativa. Sabiendo como saben los cuatro grandes protagonistas de la política española –Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera– que es muy probable que sólo unas nuevas elecciones pudieran sacar a España del bloqueo político, cada uno de ellos ha estado en estos meses contando una historia distinta, sin descartar, por supuesto, esa posibilidad. La que cuenta Sánchez es muy nítida, se esté o no de acuerdo con ella: él estaría haciendo todo lo posible para lograr un Gobierno de cambio, moderado, reformista y progresista. Y lo habría demostrado llegando a un acuerdo con Ciudadanos que contiene dos centenares de medidas. Según dicen las encuestas, tanto Rivera como Sánchez saldrían electoralmente beneficiados por su acuerdo si las elecciones se repitieran, con seguridad como premio al esfuerzo de ambos por ofrecer una salida ante el bloqueo político en que estamos. Por el contrario, PP y Podemos resultarían perjudicados. Quizá la estrategia del PSOE sea la adecuada. Y quizá suceda que en Podemos, más que no tener estrategia, hayan optado por una equivocada.


Confluencias a cielo abierto Santiago Alba Rico *

Santiago-Alba-RicoImagino que este artículo les parecerá errejonista a mis amigos pablistas y pablista a mis amigos errejonistas; y que a mis amigos de IU les parecerá, en cualquier caso, podemita. Ojalá esto no les impida a todos ellos leerlo hasta el final.

La idea, a mis ojos, es muy sencilla. En las palabras cabe mucha más gente que en una casa. En la palabra “casa”, de hecho, cabe todo el mundo; aunque cada uno puede imaginar una casa distinta (y no necesariamente la “europea”, con su tejado a dos aguas, que se ha impuesto incluso como icono informático) se trata de un significante “universal” en el que caben los chinos y los españoles por igual. También los pobres y los ricos. Ahora bien, en un mundo en el que los conflictos “territoriales” fungen como disputas políticas a través de discursos complejos -y sus metástasis- podemos decir que el que logra quedarse con la palabra “casa” se queda también con las casas, de manera que puede ocurrir, como de hecho ocurre, que -finalmente y de facto- a muchas personas de la casa sólo les quede la palabra, como habitáculo lingüístico, mientras unos pocos acumulan decenas de casas que, dotados como están de un solo cuerpo, no pueden habitar.

También en la palabra “democracia” cabe mucha más gente que en el Parlamento. En ella cabe, es verdad, menos gente que en la palabra “casa” y ello como consecuencia de la erosión que ha sufrido el concepto a manos de intereses concretos -los de los que se quedan finalmente con las casas-; pero lo cierto es que en España la “democracia”, como aseguraba el otro día Pablo Iglesias en la facultad de Filosofía, es aún un significante lo suficientemente “vacío” -es decir, lleno de sí mismo- como para que designe una práctica y un proyecto al tiempo que un objeto de disputa verbal. Como en el caso de la “casa”, ocurre que de la conquista de la palabra


“democracia” dependerá la conquista del Parlamento, desde donde es imperativo defender su práctica e impedir que los que se quedan con las casas nos roben también de un solo golpe el hueso y la palabra. El lenguaje no es un ropaje, ni un velo ni un guante, ni siquiera un escote -a través del cual se vería, deseable e inalcanzable, la realidad-. Es un campo de batalla, como lo demuestra el hecho de que entre las ruinas humeantes yacen cuerpos humanos, pero también palabras muertas. La palabra “casa” es difícil de asesinar; la palabra “democracia” es más vulnerable, como lo evidencia, por su parte, el ascenso en Europa de partidos de ultraderecha que la cuestionan o desprecian sin complejos. Otras son cadáveres desde hace mucho tiempo: pensemos, por ejemplo, en “virginidad” o en “pureza de sangre” o en “dictadura del proletariado”, significantes que en Europa han perdido toda su capacidad comun-icadora.

Para evitar que un parlamento-régimen destruya el significante “democracia” abriendo paso a la ultraderecha, es necesario conquistar el parlamento; pero para conquistar el parlamento es necesario apropiarse el significante “democracia”. Parafraseando a Marx, podemos decir que la cultura dominante es la cultura de los intereses dominantes, que no son los generales; pero para que los intereses generales lleguen a ser los dominantes es necesario operar sobre la cultura dominante, en la que se reconocen también las mayorías sociales y donde los destropopulismos, al calor de la crisis, están ganando terreno. No hay un acceso directo a los “intereses de clase”; cada vez que la izquierda ha creído encontrar uno, mediante una vanguardia esclarecida y una revolución violenta, el resultado no ha sido el establecimiento transparente del “interés general” sino la reactivación de espesores indentitarios que ha habido luego que reprimir mediante una “dictadura” crecientemente opresiva. Ya se lo advirtió el reaccionario Joseph de Maistre a los revolucionarios franceses de 1789 y ya se lo advirtió el comunista Sultán Galiev (y a veces el propio Lenin) a los revolucionarios rusos de 1917. Como el enfrentamiento es real, es necesario tener también las palabras -es decir, la gente- de nuestra parte. O mejor dicho: de la suya propia.

La lucha es entre palabras en el sentido de que no es lo mismo que se imponga “democracia” o “raza”. Pero la lucha es en realidad por las palabras comunes: antes de vencer es necesario entrar -es la primera batalla- en el campo de batalla. Hay que luchar para que te dejen luchar. El acceso al cuadrilátero depende de la contraseña o mot de passe. Allí hay significantes vacíos (casa o democracia) y significantes muertos: uno de ellos es, a mi juicio, “izquierda”, donde cabe tan poca gente ya como en una caja de cerillas; o donde cabe mucha menos gente que en un


programa realmente “republicano” y de izquierdas. La culpa no la tiene la palabra y certificar su defunción no implica ninguna clase de traición. Al contrario. Históricamente el término “izquierda” tiene mucho menos tiempo de vida que las luchas que de manera coyuntural ha nombrado. Espartaco no fue “de izquierdas”; tampoco Müntzer; ni siquiera Robespierre; y para Lenin la palabra sonaba más bien peyorativa. Empeñarse en seguir luchando por la palabra “izquierda” es incurrir en ese error gravísimo que a menudo se atribuye injustamente a Errejón: el de olvidar que la lucha por las palabras no es una lucha entre palabras sino una lucha entre hablantes. Los hablantes tienen cuerpo; están sumergidos hasta la cintura en el cuerpo: cuerpos mejor o peor alimentados, mejor o peor vestidos, con trabajo o sin él, con casa o sin casa. El lenguaje, campo de batalla, sirve para que se enfrenten los hablantes concretos: los que, por ejemplo, no tienen casa y quieren una y los que quieren especular con ellas. Del otro lado de las palabras no hay una “esencia” sino un combate, una lucha de clases, si se quiere, entre propietarios de una sola casa (o de ninguna) y propietarios de condiciones de vida (incluidas millones de casas sin habitar). Durante décadas el PSOE y el PP construyeron un relato “nacional” en el que la palabra “casa” evocaba la multiplicación de los ladrillos, el acceso barato a una segunda vivienda, la rentable marca España conquistando corazones por todo el mundo. Por eso mismo, cuando la crisis dejó a miles de españoles sin vivienda, el término “casa” se había interiorizado como una riqueza y no como un derecho y por eso los damnificados pasaron a autoinfligirse la palabra “desahucio”, con sus connotaciones cancerosas, al modo de una culpa individual. Había que repolitizar la “casa” y eso es lo que hizo la PAH, desculpabilizando a las víctimas de los bancos y conectando su desgracia personal con decisiones políticas y luchas corporales colectivas. Esa es la lucha para la que necesitamos un campo de batalla lingüístico. Y un mot de passe. La palabra ”izquierda” nos deja, me temo, sin campo de batalla. Nos deja al margen del cuadrilátero, dentro de una palabra de muy poco metros cuadrados, para mí muy bella y luminosa, pero en la que no cabe ninguna pelea real.

Hay significantes vivos y significantes muertos. Hay que conquistar los significantes vivos para dignificar la vida de sus hablantes. En esta situación de “empate catastrófico”, tras tres meses de inútil agonía, unas nuevas elecciones sólo evitarán un interminable día de la marmota o un gobierno de Gran Coalición si Podemos, fuerza mayoritaria del cambio, asienta y amplía confluencias multiplicadoras que atraigan a los que faltan sin soltar a los que ya están. La primera confluencia que hay que conservar y reforzar es la interna de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, cada


uno de los cuales agrega a sectores diferentes de esa potencial mayoría social en construcción y cuya coordinación y entendimiento en campaña son imprescindibles. Luego hay que renovar los pactos con En Marea, Compromis y En Comú Podem, que se han revelado flexibles catalizadores de apoyo popular. Pero eso no basta. La situación ya no es la misma y lo que parecía imposible o prescindible el 20D hoy es una necesidad irrenunciable. Me refiero a una confluencia entre Podemos e Izquierda Unida. Ahora bien, no se trata de “celebrar” por fin la unidad de la izquierda décadas postergada, como si eso en sí mismo implicase algún tipo de triunfo. Podemos e IU son proyectos muy diferentes que quizás más adelante puedan articularse en común, pero que hoy, por razones que tienen que ver al mismo tiempo con la historia de España y con la biografía de ambas formaciones, sólo pueden yuxtaponerse, conservando su independencia, para un fin concreto. Ese fin, al alcance de la mano, es hacerse con el gobierno el 26J para frenar la revolución negativa rampante en toda Europa, impedir nuevos recortes, devolver algunos derechos confiscados y mantener abierta la confrontación ampliando el apoyo social necesario para ganarla en el futuro

En definitiva: de nuevo se trata -desesperadamente- de ganar. Se nos proporciona una segunda oportunidad y sería un crimen desperdiciarla. Pero se trata de ganar, no de unirse. O de unirse para ganar. El objetivo no es meter a todas las izquierdas en una habitación pequeña para convertirla en el camarote de los hermanos Marx; el objetivo es tirar la casa por la ventana. Eso quiere decir inventar una confluencia que construya un hogar provisional (aunque no tenga tejado a dos aguas y esté hecha de paja y no de ladrillos) donde quepa casi todo el mundo (salvo, claro, los que se quieren quedar con todas las casas). Un campo de refugiados, si se quiere, para millones de fugitivos de la crisis, sus recortes, sus mentiras y sus abusos. De nada sirve confluir para sacar 70 diputados; hay que sacar 90 o 100 a fin de garantizar el sorpasso y con él un gobierno de cambio o, para ser más modestos y más certeros, de “resistencia” (el “cambio”, como la “virginidad”, empieza a heder un poco). Ello implica que Podemos acepte la independencia de IU y renuncie a fagocitar sus energías. Pero ello implica asimismo que IU entienda que el “cálculo electoral” -la multiplicación de los votos- debe primar sobre cualquier criterio identitario y, desde luego, sobre la defensa de una palabra y una sigla que deja fuera a muchos hablantes “republicanos” y reduce el campo de batalla común. Ese “cálculo electoral”, si quiere ser realmente ganador, debe conservar a los que están y buscar a los que faltan, lo que obliga, por un lado, a evitar la “sopa de siglas” y, por otro, a afinar repartos territoriales


diferenciados que, ajustándose a la injusta ley electoral, refuercen las opciones ganadoras en cada lista. Es verdad que el electorado es tan volátil, las encuestas tan engañosas y las interferencias particulares tan prismáticas que caben mil conjeturas y mil matices sobre cuál es esta “fórmula multiplicadora”, pero ya habríamos adelantado mucho si las dos partes, contra las presiones internas y externas, centraran las negociaciones en buscar una, entendiendo que la multiplicación beneficia tanto a las partes como, mucho más importante, a casi todas las Españas y casi todas sus gentes. Me consta que esta vez hay conciencia de lo que está en juego y buena disposición en uno y otro lado. No se puede ya concebir un futuro gobierno de resistencia, freno de la revolución negra europea, sin Podemos y sus confluencias “periféricas”, pero tampoco sin la IU de Alberto Garzón, cuya inteligencia, carisma y compromiso “republicano” no deberían quedar encerrados en un 4% (ni en un 7%) del electorado. No habrá una tercera oportunidad.

(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.

La relación PSOE-Podemos en el proceso de investidura Javier Álvarez Dorronsoro, Fernando Fernández-Llebrez, Eugenio del Río

Nos ocuparemos en estas líneas de uno de los aspectos más relevantes que han marcado el período de negociaciones, controversias y contiendas tras las elecciones generales del 20 de diciembre: la relación entre el PSOE y Podemos. No ha sido la única cuestión de interés, ciertamente, pero sí una de las principales, y seguramente la que más puede interesar a las personas de izquierda. Vaya por delante que los autores del presente artículo entienden que el modo en que ambos han llevado esas relaciones ha contribuido en buena medida a hacer fracasar el acuerdo –aunque no haya sido, desde luego, el único factor que ha actuado en ese sentido– y que, si finalmente estamos abocados a volver a las urnas el 26 de junio, bueno será que las nuevas negociaciones estén guiadas por otras pautas de actuación.


Vaya por delante que las elecciones generales del 20 de diciembre dejaron unos resultados que hacían muy difícil cualquier acuerdo de gobierno.

Esta dificultad ha llevado tanto al PSOE como a Podemos a tener un ojo puesto en la formación del Gobierno y el otro en la celebración de nuevas elecciones. Ambas cosas reclamaban comportamientos diferentes y hasta opuestos. La búsqueda del acuerdo, si su consecución aparecía como suficientemente viable, aconsejaba una actitud dialogante y una disposición favorable a hacer unas concesiones a cambio de otras. Por el contrario, la expectativa de unas nuevas elecciones a corto plazo llevaba a subrayar las diferencias y a enfrentarse al competidor con el que se disputaba un mismo espacio electoral. El choque entre estas dos perspectivas ha producido repetidos cortocircuitos. Este último problema era menor entre el PSOE y Ciudadanos, pero muy intenso entre el PSOE y Podemos. Tanto el uno como el otro tratan de ganar a un mismo electorado; el uno (el PSOE) para sobrevivir sin demasiadas pérdidas; el otro (Podemos) para desplazar y superar al PSOE y convertirse en el segundo partido del panorama político español. De manera que los dos partidos entraron en la fase de negociaciones teniendo que tomar decisiones sumamente difíciles. Las dificultades se vieron agravadas, además, por las divergencias


internas en el interior de cada uno de los dos partidos y por el hecho de que los principales protagonistas carecían de experiencia para moverse en un cuadro político tan complejo. El PSOE El PSOE posterior al 20 de diciembre era un partido debilitado y muy condicionado. Sus dirigentes se felicitaron por haber obtenido 90 escaños, puesto que esperaban algo peor. Pero sus resultados han sido los peores desde 1982. Tenían que afrontar las pruebas que se presentaban con un nuevo líder, que no estaba ni mucho menos consagrado, y que contaba con los recelos, cuando no con la animadversión mal disimulada, de una parte del aparato y de varios de los principales dirigentes, especialmente de la andaluza Susana Díaz, al frente de la principal organización del PSOE, y del asturiano Javier Fernández. Muy pronto, el 28 de diciembre, se reunió el Comité Federal tratando de atar en corto a Pedro Sánchez. El PSOE en ningún caso aceptaría un referéndum en Cataluña ni el apoyo a la investidura por parte de los dos partidos nacionalistas catalanes. Con todo, Pedro Sánchez disponía del apoyo de una Ejecutiva unida, en disposición de actuar al unísono. Asimismo, sus noventa diputados le permitían desempeñar un papel central en las negociaciones, máxime cuando Mariano Rajoy se había retirado eventualmente de la carrera. Si la Ejecutiva hubiera optado por buscar de verdad el acuerdo con Podemos podía haberse apoyado en un sector importante de su electorado. Cabía esperar, y así ha ocurrido realmente, que una parte de los barones territoriales dieran a Pedro Sánchez cierta libertad de acción. Al fin y al cabo los errores y los aciertos de este último los iban a pagar entre todos y, por otro lado, varios de estos barones estaban gobernando en sus comunidades autónomas gracias a los votos de Podemos. Por lo demás, ante la posibilidad de unas nuevas elecciones a finales de junio, no había tiempo para sustituirle por cualquier otro líder. Aunque Pedro Sánchez anunció el 23 de diciembre el rechazo de un acuerdo con el PP, la apertura del PSOE hacia su derecha se puso de manifiesto muy pronto al celebrarse la entrevista entre Pedro Sánchez y Albert Rivera el 24 de diciembre, mucho antes de que el primero se viera con Pablo Iglesias. Desde las primeras semanas, el PSOE se inclinó por gestar el acuerdo con Ciudadanos, y solo después aproximarse a las fuerzas situadas a su izquierda. Esta colocación del PSOE dio lugar a episodios parlamentarios como la formación de la Mesa del Congreso y la elección de Patxi López como presidente del Congreso, el 12 de enero, mediante un pacto entre el PP, Ciudadanos y el PSOE, marginando a Podemos y a los demás grupos. Otro tanto se puede decir del desplazamiento del grupo de Podemos al llamado gallinero del hemiciclo –despreciando con esta medida al tercer grupo en número de escaños–, lo que ocurrió el 26 de enero y se mantuvo hasta la anulación de la decisión el 9 de febrero.


Muestra de los primeros movimientos del PSOE, un tanto erráticos en esas primeras semanas, fue el viaje de Pedro Sánchez a Lisboa, el 7 de enero, donde declaró su predisposición favorable a un pacto progresista a la portuguesa (1). Podemos Podemos, por su parte, junto con sus aliados, alcanzó 69 escaños (21 menos que el PSOE aunque la diferencia en votos era solo de 300.000), si bien el 19 de enero las cuatro personas que representaban a la plataforma valenciana Compromís se trasladaron al Grupo Mixto. Pocos días después del 20 de diciembre, las deliberaciones de la cúspide de Podemos desembocaron en la decisión de negociar con el PSOE la formación de un gobierno de coalición, modificando su idea anterior de gobernar con el PSOE solo en el caso de que los resultados electorales le permitieran encabezar tal gobierno. Este era el criterio que había regido el comportamiento de Podemos, después de las elecciones de mayo de 2015, ante la formación de los gobiernos de las Comunidades Autónomas en las que apoyó la investidura de presidentes del PSOE. Aunque en un primer momento, el 22 de diciembre, Íñigo Errejón había propugnado que el presidente del gobierno fuera un independiente consensuado, algo que fue apoyado por Pablo Iglesias en un artículo publicado en el Huffington Post, lo que prevaleció fue la propuesta de un gobierno de coalición –del que formaría parte también Compromís e Izquierda Unida– y en el que a Podemos y a sus aliados de En Comú Podem y de En Marea les correspondería la vicepresidencia, reservada para Pablo Iglesias, y varios ministerios, entre ellos uno nuevo llamado de plurinacionalidad. Podemos, igualmente, estableció dos líneas rojas, en el lenguaje al uso, que en ningún caso deberían traspasarse: el referéndum sobre el futuro de Cataluña era considerado irrenunciable (2) y, en segundo lugar, no se podía admitir la presencia de Ciudadanos en el gobierno de coalición. Por razones que podrán explicar quienes están en el secreto de estos movimientos, al poco de haberse aprobado la búsqueda de un acuerdo para gobernar con el PSOE, a esas líneas rojas, que no propiciaban precisamente un avance en las negociaciones, se sumaron algunos episodios que parecían concebidos para torpedear cualquier acuerdo. Estos episodios, en los que Pablo Iglesias desempeñó un papel central, rotundamente el propósito declarado de intentar gobernar con el PSOE.

contradecían

No hace falta extenderse aquí sobre la rueda de prensa del 23 de enero, en la que Pablo Iglesias, sin haberlo hablado siquiera con el PSOE, se postuló públicamente como candidato a vicepresidente del gobierno. Tampoco será preciso referirse a la tan mencionada alusión a la cal viva, que fue un duro golpe al partido al que se le estaba proponiendo formar gobierno. Todo esto sirvió para favorecer a quienes en el PSOE eran adversarios acérrimos del acuerdo con Podemos.


Contrarios complementarios No tardaron en oírse voces influyentes del PSOE, radicalmente contrarias a gobernar con Podemos, que pudieron apoyarse en los excesos verbales de Pablo Iglesias para oponerse a un eventual acuerdo. El 26 de enero, Felipe González defendió la idea de un gobierno del PP y Ciudadanos, cuya formación debía facilitar el PSOE absteniéndose en la sesión de investidura. Dos días después eran varios los exdirigentes del PSOE los que se pronunciaban en contra de cualquier pacto con Podemos. Una parte del PSOE (la más hostil a Podemos) y otra de Podemos (la más opuesta al entendimiento con el PSOE) han hecho confluir sus esfuerzos, como si de una alianza implícita se tratara, para impedir un pacto de gobierno. Es la conocida figura de los contrarios complementarios, que se retroalimentan y se ayudan en cierta forma, empujando en una misma dirección. Los hechos están ahí: Ambos se apresuraron a trazar líneas rojas: el PSOE, al no admitir el apoyo para la investidura de Esquerra Republicana ni de Democràcia i Llibertat, ni siquiera bajo la forma de la abstención; Podemos, al descartar rotundamente un acuerdo de Gobierno que no incluyera la celebración de un referéndum sobre la secesión de Cataluña. Una vez echados esos cerrojos era sumamente improbable que se alcanzara un acuerdo. Tras el encuentro entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, el 5 de febrero, el PSOE se atrincheró en la exigencia de que la siguiente reunión fuera entre las delegaciones negociadoras de ambos partidos, mientras que Podemos presentó como irrenunciable la demanda de una nueva reunión entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. El PSOE privilegió la búsqueda del entendimiento con Ciudadanos y ambos partidos decidieron empezar a negociar el 4 de febrero. Si bien Podemos tuvo el acierto de renunciar a su perspectiva anterior, al admitir que podría desempeñar un papel secundario en un gobierno de coalición, su manera de actuar posteriormente parecía concebida para torpedear el acuerdo. El PSOE, a su vez, se avino a reunirse con Podemos, Compromís e Izquierda Unida –bien es cierto que bastante forzado–, pero al mismo tiempo continuó jugando con dos barajas, siempre inclinándose más hacia Ciudadanos, y concluyó un acuerdo con este último en el que se incluían diversos puntos muy difíciles de aceptar por las fuerzas de izquierda con las que estaba reuniéndose (3). Sus dirigentes no podían dejar de ser conscientes de que, de esa forma, estaban dinamitando esas reuniones a cuatro, como efectivamente sucedió. Cuando redactamos este escrito no sabemos aún si, como todo parece indicar, se cerrará el período de investidura sin acuerdo (4). Si es así, y volvemos a un escenario similar a partir de julio, es deseable que no se repita la lamentable historia que acabamos de evocar brevemente.


Aunque lo peor que podría ocurrir es que una victoria del PP y de Ciudadanos hiciera imposible cualquier intento de desalojar del gobierno a la derecha. ____________________ (1) El actual gobierno portugués del socialista António Costa se sostiene sobre un pacto, de noviembre de 2015, entre el Partido Socialista, el Partido Comunista y el Bloco d’Esquerdas. Estos dos últimos no forman parte del gobierno. (2) Esta condición se ha suavizado posteriormente en las “20 propuestas para desbloquear la situación política y posibilitar un Gobierno de cambio”, hechas públicas el 7 de abril. En este documento se puede leer: “Para poder garantizar que se haga desde la plena adhesión a un proyecto común, lo anterior debe tener como correlato la aceptación del derecho a decidir en aquellas naciones que lo hayan planteado con especial intensidad. Es en ese marco, el de la reconstrucción de un proyecto común, donde queremos desarrollar un Estado plurinacional en el que todas las comunidades nacionales y culturales puedan desarrollarse en un marco igualitario y solidario sin imposiciones. Proponemos empezar así por el reconocimiento previo y específico de las diversas realidades nacionales, para poder abordar después el modelo territorial, mientras aseguramos el respeto a los diversos campos competenciales. “Dado el bloqueo de las posiciones en relación a esta materia, desplazamos el ámbito de negociación para la resolución del encaje de Cataluña en España al ámbito de una mesa de negociación integrada por En Comú Podem y PSC, comprometiéndonos a asumir como propio el acuerdo que ambas fuerzas alcancen”. (3) Se pueden señalar entre esos puntos: la no derogación de las reformas laborales del PSOE y del PP; el rechazo del referéndum catalán; la ausencia de un aumento del IRPF para las rentas más altas; no se deroga el artículo 135 reformado en 2011, que da la prioridad al pago de la deuda; se mantiene la Ley Mordaza… (4) Lo que resta de abril es el tiempo hábil para elegir a alguien que ocupe la presidencia del gobierno. Si no se logra, el 2 de mayo deberían disolverse las Cortes. A partir de entonces se dispone de 54 días para la celebración de nuevas elecciones legislativas, que podrían celebrarse el 26 de junio.


Las debilidades de la hipótesis populista y la construcción de un pueblo en marcha Juan Carlos Monedero Táctica y estrategia de Podemos Cuando Podemos nació como formación política en 2014 se marcó como horizonte lograr la unidad popular. Si la crisis/estafa afectaba a las mayorías, era necesario apelar a las mayorías de manera que te escucharán y te entendieran. No bastaba tener razón y acertar en el diagnóstico. No bastaba decirle a la gente que sus males eran de derechas y su indignación de izquierdas. El neoliberalismo se había convertido en un “sentido común”, en un deseo, y para combatirlo era importante asumir que había peleas que se habían perdido. La idea del “voto útil” era la gangrena de ese pensamiento podrido que no dejaba ni pensar ni hacer. Pero de nada servía seguir anclados en la nostalgia. Había que cambiar el camino para llegar a la meta de una sociedad más libre y más justa. Hacía falta una estrategia de cambio y se buscó para alcanzarla una táctica adecuada a esa meta. El objetivo estratégico pasaba por reinventar el espacio antaño representado por la izquierda, que se había convertido en apenas un aire de familia cada vez más difícil de interpretar. De izquierdas eran Olof Palme y el Mariscal Tito, Felipe González y el padre Ellacuría, Pol Pot y Bujarin, Tony Blair y Ken Loach, Evo Morales, Hugo Chávez, Bernie Sanders y Strauss-Kahn. Un espacio finalmente malbaratado por un socialismo que podía hacer los mismos ajustes que la derecha, por un comunismo que no se liberaba de los fardos de la


historia y por un anarquismo que se había resignado a ser testimonial. El espacio de la izquierda, que tomó el nombre de los diputados de la Asamblea francesa que se sentaron a la izquierda del Rey en 1789 -y que no le reconocían ningún privilegio-, se fue construyendo como respuesta a las promesas incumplidas de la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad. Preguntas que aún están esperando ser respondidas, en especial la idea de fraternidad, pero que exigen en el siglo XXI otros intentos de solución. La reinvención de ese espacio no podía pasar por sumar a todos los partidos que se reclamaban herederos de la izquierda (no entendían lo nuevo, existían precisamente insistiendo en las pequeñas diferencias y hacían de la identidad del partido una suerte de filiación religiosa). Había que entender igualmente que había más gente comprometida con las transformaciones que conciencias dispuestas a asumir las etiquetas clásicas. La táctica, por tanto, debía adecuarse a las transformaciones. ¿Quién iba a ser el nuevo sujeto del cambio? Podemos nacía de la certeza de que la clase obrera existe pero ya no se deja representar de manera simplista. El 15M juntó a clases medias proletarizadas, a sectores populares, a precarios y a parados de larga duración, a jóvenes emigrados, a damnificados del último ERE, a adolescentes enfadados con una clase política en la que no se veían representados, a yayoflautas convencidos de que les estaban robando todo lo construido en tres décadas. Todos comprometidos por el igual con el cambio. Las tesis marxistas que otorgan a la clase obrera un significado esencialista, como si bastará ser obrero para tener conciencia revolucionaria y marcar la senda de la historia, ya no tiene fuerza explicativa. Otras realidades han nacido con mucha fuerza -el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, la defensa de la democracia directa, la lucha contra el capitalismo financiero, el precariado, la economía colaborativa, un nuevo internacionalismo apegado a la nación, el desarrollo tecnológico como herramienta esencial de la superación del capitalismo, la defensa de un individualismo comprometido socialmente o la asunción de las migraciones como una realidad nueva que no puede soslayarse-. Un mundo diferente necesita hipótesis diferentes. Con las armas melladas de la vieja teoría no se podía salir del resistencialismo en el que se había instalado la izquierda tradicional, cada vez más acosada y debilitada e incapaz de encontrar soluciones. En España, el marco para cambiar las cosas lo había brindado el 15M impugnando la democracia representativa -que no nos representa- y la economía neoliberal -que nos convierte en mercancías-. La enseñanza del 15M y la hipótesis populista ¿Qué había que hacer con el 15M? ¿Representarlo? ¿reconducirlo? ¿Dejarlo como estaba? Seguir en el movimiento tal cual se rechazó desde el momento en el que se decidió fundar Podemos. Lo honesto era decir -como así ocurrió- “Podemos no es el 15M”. Se venía del 15M pero no se era ni se es el 15M. Aclarado esto, surgían nuevas dudas. Si simplemente se representaba el movimiento, se ignoraba que una parte del 15M no tenía problemas de fondo con el sistema, sino simplemente con los “excesos del sistema”. Y era muy probable que, de no hacer que emergiera la raíz de los problemas, surgiera una respuesta desde la derecha que, reclamando solventar los “excesos”, lo que lograría sería desactivar la capacidad transformadora del movimiento. Es lo que explica el auge de la extrema derecha europea ante una izquierda


a la defensiva y ocupada en defender la corrección política. Es lo que explica el nacimiento de Ciudadanos en España. La solución pasaba, pues, por reconducir el enfado. Esa reconducción tenía dos momentos. Uno destituyente, que atacaba a los responsables del empobrecimiento y señalaba la crisis del régimen del 78 (el construido sobre la Constitución de 1978), y otro constituyente, que señalaba la necesidad de un nuevo marco político y constitucional con un programa acorde con el siglo XXI. En la fase destituyente es donde aparece con fuerza la virtud de la “hipótesis populista”: la construcción de un “ellos” -la casta- y un “nosotros” -un pueblo en construcción- situado al otro lado de la línea, unido a los demás por las demandas insatisfechas diluidas hasta ser simplemente un malestar difuso, un “nosotros” enfadado, con ganas de encontrar un culpable, dispuesto a simplificar las cosas para facilitar que se moviera ficha. “Mover ficha”. Así se llamaba el manifiesto con el que arrancó Podemos. Un problema no pequeño está en mantener esa hipótesis en la fase constituyente. El desperdicio de la experiencia termina por aflorar como un error que debilita el cambio. Para que las luchas tengan más recorrido, es más útil traducir tus demandas para que los demás te entiendan, antes que rebajar tu lucha para que se sume, una vez descafeinada, a otras. Construir la política pretendiendo que los discursos pueden inventarse la realidad de una manera cuasi absoluta es tan desafortunado como quienes niegan la capacidad del lenguaje de inventar la realidad. El cartel “Cuidado con el perro” claro que funciona, pero no siempre, no durante mucho tiempo ni en todas las ocasiones. Basar la política en teorías desancladas de lo real, vacía los contextos, construye sectas de creyentes que no rezan otra cosa que sus mandamientos y termina armando ejércitos de soldados que ya no ven ni sienten sino que evalúan si has “entendido” o no sus presupuestos teóricos y si, por tanto, eres “de los nuestros”. Y se desperdician todas las luchas que anticiparon nuestra rabia. La alternativa está en beber de una realidad alumbrada por la teoría o de una teoría desanclada de la realidad. La segunda es un frío ejercicio académico al que le termina molestando la gente, esa que suda, no ha leído a Zizek, es real, contradictoria, ordinaria y extraordinaria. Al final, Boaventura de Sousa Santos vence a Laclau. Porque Santos se mancha los manos con los movimientos (es fundador del Foro Social Mundial) mientras Laclau escribía a 7000 kilómetros de lo que explicaba. No es extraño que a los grandes grupos mediáticos les guste más el heideggeriano Laclau, precisamente porque al tiempo que llena el ruido de trazas de avellana y pompa, convierte el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva. Lo escribió José María Valverde hablando de Martin Heideger: “Cascando las palabras como nueces/ constuye don Martín perogrulleces”. La maquinaria de guerra electoral ¿y después? En la hipótesis populista todo se zanjaba en una acción relámpago (la Blitzkrieg que se justificaba por las urgencias de un ciclo electoral continuado). Pero la hipótesis populista empezó a hacer agua en tres frentes. Primero en las elecciones andaluzas, donde Ciudadanos empezó a pisar los talones a Podemos con su promesa perezosa y cobarde de mantener la delegación de la política, justificado con su apelación telegénica y sin complejos a una cosa y la contraria. En segundo lugar, en las generales, porque faltaron 300.000 votos para superar al PSOE y porque el PP volvió a ser la fuerza más votada. También porque IU


aguantó con casi un millón de votos, lo que demostraba que la transversalidad primaba una dirección y abandonaba otro flanco. Cuando falla la acción relámpago toca replantear la estrategia. Has hecho un excelente primer tiempo. Pero has salido a ganar el partido, no a empatarlo. Y esa es la situación en la que estamos ahora: de empate. Por eso Podemos tiene que regresar a lo que se planteó al comienzo: lograr la unidad popular. Sin miedos. Y no es menor un reproche a esa transversalidad descafeinada: ¿de dónde se van a nutrir ideológicamente las nuevas generaciones que se formen en este discurso hueco de la transversalidad light? La segunda vuelta se convierte en el escenario perfecto. Buscar la transversalidad es correcto. Pero un cura no puede dejar de creer en dios porque sus feligreses tengan una crisis de fe. La desideologización de la hipótesis populista se invalidó de hecho en las andaluzas, y por eso Podemos regresó a un discurso más cargado que pasaba por no regalarle el gobierno al PSOE de Susana Díaz (quien terminaría gobernando con Ciudadanos). La hipótesis populista perdía fuelle, aunque eso no invalida la búsqueda de la transversalidad que debe buscar una fuerza política transformadora en tiempos de hegemonía neoliberal. Es indudable que no hay cambio posible sin ayudar a que la gente vaya más allá de lo que actualmente piensa. Pero la hipótesis populista solo quiere marcos ganadores. Un error de esta hipótesis (que, recordemos, nace en el caso de Laclau como una impugnación del marxismo mecanicista) es que sólo deja fuera marcos ganadores relacionados con los conflictos dentro del mundo del trabajo. De hecho, mientras se han oído voces dentro de Podemos cuestionando los riesgos del “obrerismo”, no se ha dudado en defender la plurinacionalidad de España (en modo alguno un marco ganador en el conjunto del Estado). En la defensa de la plurinacionalidad, Podemos ha ayudado a la gente a ir más allá de lo que pensaba. Y eso va en contra de lo hipótesis populista. Pero es lo correcto, tanto en términos de honradez política como de resultados. Podemos es la primera fuerza política en Euskadi o en Cataluña. Se trata, pues, de hacer lo mismo en otros asuntos que afectan a las mayorías. Podemos nació del impulso del 15M donde al tiempo que se respiraba el “aire de familia” de la izquierda se asumía, como hemos dicho, que el eje “derecha-izquierda” se había convertido en algo con tantos significados que ya no se entendía. La izquierda había dejado de explicar y de explicarse. Por eso nació reclamando la unidad de la gente, no la unidad de las izquierdas. En el discurso de la emancipación en el siglo XXI aprendemos más de un liberal como Thomas Paine que de un marxista como Stalin, defendemos la lucha de los trabajadores sin tener por ello que defender a la URSS, nos vemos más reflejados en Allende o Pepe Mujica que en Honecker o Felipe González. Pero tampoco olvidamos que lo mejor que tiene Europa -la educación y la sanidad universales, el derecho al voto, la igualdad de las mujeres, el respeto a los derechos humanos, los derechos laborales- son una construcción de la izquierda durante el siglo XX. ¿Por qué ahora la confluencia? Si vas un paso por delante de las masas, vas iluminando. Si vas cien pasos por delante, es bastante probable que te hayas perdido. Desde las calles se empezó a imaginar un marco teórico que no permitía negar respuestas que parecen intuitivas. ¿Cómo es posible no reaccionar al hecho de que con el 30% de los votos Rajoy haya podido desmantelar la democracia con mayoría absoluta? Las calles empezaron a expresarlo con


claridad: no poner freno a eso es de idiotas. No hay siglas ni puestos en las listas ni mochilas ni hipótesis que puedan frenar ese clamor. Porque, además, Europa está mirando. Podemos, es cierto, ha roto el bipartidismo. Ahora se trata de ampliar la base para comenzar algo nuevo. Se necesita algo que se parezca a un frente amplio claramente referenciado por Podemos, pero que no es ni mucho menos solamente Podemos. Y ese es el desafío que tienen que traducir en una realidad que ilusione Pablo Iglesias, Alberto Garzón y todos los demás. Decir ahora si se trata de un mero encuentro instrumental o de algo que puede generar un acercamiento es adelantar resultados. Cuando compartes la cocina y el comedor, igual terminas viendo que tienes muchas cosas en común. El PSOE unificó en su día a los múltiples partidos socialistas. El PP hizo otro tanto con los partidos de derecha. No vamos a reinventar la democracia si no construimos un partido diferente en una España diferente para una Europa diferente. Como dice el refrán, a la fuerza ahorcan. Antes de las elecciones del 20- D Alberto Garzón no había dado algunos pasos que posteriormente decidió caminar. Por otro lado, la Blitzkrieg se mostraba como una quimera después de haberse contrastado con la práctica. Nunca puedes ponerte de lado mucho tiempo, tal y como manda la vulgata de la hipótesis populista. Tocaba discutir con lo existente buscando una traducción entre los que se oponen al estado de cosas que permitiera reinventar el lugar antaño llamado izquierda. No es reinventar la izquierda clásica, sino una nueva forma política que hace política de otra forma y que viene a ocupar el lugar de la antigua izquierda. Porque esa antigua izquierda ya no vale. En la posibilidad de salir de las políticas de austeridad, se juntan al final tres hambres y un hambreador: el hambre del pueblo de salir del bipartidismo y de las política que condenan al paro, a la precariedad, a la emigración, a los desahucios, al copago, a la feminización de la pobreza. El hambre de IU de salir de su condena al 5% de los votos y a la inutilidad política por culpa del sistema electoral; y la de Podemos de romper sus propias costuras y seguir construyendo un espacio que vaya más allá de su condición de nave nodriza. Asumir su obligación de abrir caminos para todos los que quieren hacer las cosas de manera diferente. El hambreador bipartidista, ese que lee el Marca o es un joven viejo, se referencia, agotado, solo en una España que muere y que bosteza. Aunque empecemos a oír voces desesperadas que quieran sumar lo viejo en una gran coalición de reliquias. La democracia es ahora Nadie tiene derecho en democracia a permitir que las minorías gobiernen en contra de las mayorías. La posibilidad de que la invitación a la resignación bipartidista se rompiera es lo que ha generado una emoción popular que no podían desoír ni IU ni Podemos ni las demás confluencias, a riesgo de invitar a gritos a la abstención. Algo nuevo ha sucedido en la política española: la presión popular sobre Podemos e IU ha forzado un encuentro que estaba muy lejos hace cinco meses. Una ciudadanía consciente exigiendo a los partidos cómo deben comportarse. Y partidos escuchando esa exigencia. Esa fuerza es precisamente la que asusta al PSOE y al PP y a su muleta naranja. Ya no se trata solamente de una formación electoral, sino de un impulso popular con traducción en la posibilidad más evidente de gobierno de cambio real que ha tenido la España reciente. La negativa del PSOE a romper la maldición electoral y conseguir que el Senado se parezca a España construyendo listas conjuntas con Podemos y demás partidos del cambio, está a la altura del vídeo


de Felipe González adulando a un broker iraní con sus activos en paraísos fiscales o del matrimonio de connivencia de Sánchez con Rivera. En la confluencia faltan todavía muchos socialistas honestos. No quedan muchas excusas. El 26 de junio España, y con ella Europa, puede caminar de nuevo erguida.

Todavía no somos suficientes populistas Enmanuelle y Brais Apenas hace unos días, en este medio, publicaba Iñigo Errejón un sistemático artículo de valoración de la experiencia de Podemos y sus retos inmediatos. Sin duda, la contribución resulta positiva para el debate político dentro del “bloque del cambio”, siempre saturado de rumorología y muchas veces falto de discusión. Con el fin de ampliar el intercambio, la redacción de CTXT nos ha permitido probar una respuesta al texto del estratega de Podemos. En una batería de tres puntos, Errejón arranca con lo que constituye el corazón de su pensamiento: los intereses concretos —lean “intereses de clase”— nunca tienen una traducción inmediata en política. La construcción de un sujeto político, nos dice, requiere de un “plus de sentido”, de un excedente simbólico. La política es, pues y sobre todo, “construcción de sentido” (entiéndase de discurso); éste, no otro, es el terreno de combate fundamental. En el centro está el relato, su resultado es una identidad que se alimenta sobre todo de materiales culturales. Errejón nos habla de mitos, canciones, series, novelas, colores, banderas, como los fanboys de un grupo pop.


Pruebas y muestra de que los viejos intereses de clase —si es que alguna vez existieron como tales— ya no operan, está en la inmensa y rica pluralidad de lo social (su dispersión), que a Errejón le asalta en vivencias tan próximas como ir a la compra. El artículo se inicia con los recientes encuentros que el podemita tuvo en el “súper” cercano: un carnicero que le pide que se cuide más del barrio de Chueca en Madrid (la meca gay de la ciudad) y una clienta que reclama mayor atención a la política animalista. En ambos casos, interpreta Errejón que lo que se demanda a Podemos es sensibilidad para representar lo “nuevo” frente a las élites. Valga decir que en el supermercado “posclasista” de Errejón, el conflicto sólo es posible en la esfera de la representación, no en el ajuste material con los poderes políticos y económicos. Así, mientras algunos vemos el discurso como un arma dentro de un movimiento de subversión de las relaciones de opresión y de explotación, en la hipótesis de Errejón el discurso es el fin. No cabe duda de que desde la irrupción de Podemos, el lenguaje, los códigos, las expresiones de la agenda política han cambiado. Es significativo, por ejemplo, cómo determinados elementos del establishment han adoptado el marco discursivo “podemista”, como el padre guay que llama “colega” a su hijo (sí, con la vergüenza ajena que eso genera). La cuestión es: ¿basta con esto? Si la batalla se concentra en la esfera discursiva y no se expande a otras esferas de la vida, ¿estamos ganando? Diagnóstico demasiado optimista, demasiado reduccionista de la idea de hegemonía, Errejón parece ignorar la segunda parte de la afirmación gramsciana: “No hay duda de que aunque la hegemonía es ético-política, también debe ser económica, debe basarse necesariamente en la función decisiva ejercida por el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica”. Y es que a pesar de la aséptica belleza del enésimo giro lingüístico de Errejón, la historia se empeña en mostrarnos, tercamente, que la construcción de esos sujetos, llamados políticos, ha requerido de algo más que palabras y discursos. Protestas, revueltas, huelgas, insurrecciones, organizaciones propias, los sujetos nacen en la oposición colectiva a otros colectivos sociales. Eso mismo es lo que llamamos conflicto, y que no corresponde únicamente con la experiencia del dolor y de los padeceres de los que habla Errejón, sino con su subversión. El gran hallazgo de que los “intereses” no hablen solos —una obviedad a estas alturas— se tiene que completar, por tanto, con el hecho de que sin experiencia, sin la experiencia del conflicto, no hay sujeto. El relato sólo es significativo si es “expresivo” de la construcción de un colectivo como sujeto en oposición a otros. Desgraciadamente, la sociedad y la política es algo más embarrado y brutal que unos discursos enfrentados entre sí Un ejemplo reciente, por no irnos muy lejos, está en lo que hizo posible Podemos: el 15M. El movimiento de las plazas fue una insurrección pacífica contra una situación de crisis económica experimentada como estafa, y de deterioro político vivido como expolio. Al 15M le siguió una secuencia de movimientos concentrados en la defensa de la sanidad y la educación públicas, y en contra del gobierno de la deuda y de la desposesión de lo poco que todavía tenía buena parte de la población española, una vivienda. Debiera ser obvio que este ciclo de movilización fue político precisamente por sucederse como una larga serie de conflictos. Y que si Podemos pudo presentarse como la punta de algo así como un proceso contrahegemónico —el término es dudoso— es porque desde 2011 se produjo una ruptura de masas, ligada a un escalamiento del conflicto que no se veía desde los años setenta. En definitiva, el 15M no fue un movimiento de continuidad con la “cultura” de su momento, sino de ruptura práctica con la misma.


El segundo punto del artícuo de Errejón es ya menos teórico. Tiene que ver con la “hipótesis Podemos”, cuyo éxito se cifra de nuevo en la capacidad de disputar el relato a las élites; seguimos en el campo del discurso. No obstante, es interesante considerar que aquí Errejón muestra el fundamento de su hipótesis, que como veremos arranca del Estado para volver al Estado. Salimos ahora de lo meramente lingüístico, con un término vetusto y propio de determinada tradición comunista, el eslogan de la construcción “nacional popular”. La diferencia con el marco del nuevo populismo podemita está en que, para los viejos comunistas, la “revolución democrática” resultaba posible a partir de una alianza social que incluía a las clases medias y al campesinado, pero que era encabezada por la clase obrera, contra la oligarquía o la gran burguesía financiera. No obstante, en el marco de Errejón no hay clases, ni sujetos sociales, sólo el viejo problema de la toma del Estado. El medio no consiste pues en fomentar organización social y construir sus alianzas. El medio se reduce únicamente a galvanizar “lo social”, a tocar con la palabra algo que ya se produce en la realidad de una forma “multitudinaria y desordenada”. Aquí al menos se reconoce que Podemos no lo inventa todo. Sea como sea, Errejón nos asegura que su partido con aspiración de gobierno es algo más que la vieja fórmula electoral del partido “atrápalo todo”. Frente a la vieja política y el marketing, la prueba de autenticidad de Podemos está en su capacidad de emocionar, de hacernos vibrar. Y para eso los elementos esenciales de economía política y estructura social como, por ejemplo, el hecho de que hayamos entrado en una fase larga de estancamiento económico, o de que analicemos cómo ha impactado la crisis sobre distintos segmentos sociales, y ya de paso sepamos cómo organizan sus resistencias, son irrelevantes. Al fin y al cabo, basta con seducir, emocionar y localizar los minirrelatos de gentes tan diversas como las que Errejón encuentra en el “super chic” de su barrio, la clienta animalista y el carnicero que se divierte en Chueca. En esto consiste básicamente hacer pueblo, hacer patria. Errejón añade algunos aspectos más. Así, dice que cuando los desfavorecidos se levantan no pretenden reivindicar ser “parte de un todo” sino construir un “nuevo todo”. Aunque esta afirmación es manifiestamente falsa —basta considerar el movimiento por los derechos civiles o los recientes movimientos sociales para comprobar que la dinámica del conflicto moderno en Occidente se ha concentrado en la producción de derechos y en la integración democrática de nuevas demandas, no en “hacer pueblo” por medio del acceso al gobierno—, se apunta aquí al objetivo político. Si para Errejón la táctica es el discurso, la estrategia es el Estado. Se observa así una curiosa simetría entre la autonomía del discurso y la autonomía de lo político; la única palanca política fundamental es la conquista del Estado, lo demás (los poderes económicos, la crisis, Europa) resulta accesorio. Tomen el Estado y tendrán un nuevo país. Esto es lo que llama dar el “salto” de un “proyecto masivo a uno mayoritario” y de paso construir una voluntad general (¡se asomó Rousseau!); o lo que es lo mismo, que Podemos gane las elecciones. El último punto ya no tiene nada de teórico. Si se le despoja de retórica, aparece como intervención pura en el debate de posiciones. Pero no es fácil entender lo que quiere decir. En principio, establece un campo de “dos carriles” —interesante hallazgo político—: el electoral, que corresponde a Podemos y su capacidad para emocionar y “discursear”; y el cultural, que se identifica con una novedad conceptual, tras el éxito o


fracaso relativo de la máquina electoral, lo que llama “movimiento popular”. Nótese bien, un movimiento popular no organiza resistencias, conflictos, socialidad alternativa, sino que sobre todo produce relatos. La diferencia entre los dos carriles resulta en una suerte de versión errojoniana de la vieja división leninista entre partido y sindicato: para el primero el Estado, para el segundo la cultura. Pero más allá de los carriles y el movimiento popular, parece que lo que Errejón pretende es fijar posición en una batalla mucho más prosaica. Se acercan elecciones, o al menos todo apunta a ello. Y surge de nuevo (como ya ocurrió antes del 20D) un falso debate entre izquierda y derecha, o entre izquierda y transversalidad. Obviamente hay que decir con Errejón que el 15M no fue obrerista, ni tampoco anticapitalista, reivindicó democracia y lo hizo con una radicalidad inusitada. Pero esto es algo evidente y sus consecuencias políticas son múltiples. Lo interesante es que lo que aquí discute Errejón, sin decirlo claramente, es la necesidad de un pacto con IU a fin de absorber los cuatro o cinco puntos porcentuales que se le escaparon donde no fue en confluencia (en Madrid fueron seis). El problema está en que la “hipótesis populista”, con sus viajes hacia la moderación y su transversalidad, ha entrado en crisis no sólo por los líos internos de Podemos, sino porque, aun con todas sus contradicciones, Podemos se alimenta de un sustrato social impugnador que necesita ser ampliado para no decaer. Y éste no crece únicamente sobre la base del discurso, sino sobre todo por la ampliación de un conflicto que en la actual fase electoral del ciclo político parece en suspenso. Por eso, en estos días, la fracción populista se esfuerza en el manierismo de los “campos políticos”, según el cual la construcción de un “nosotros” puede ser amplio y difuso, y sin embargo dejar fuera a los “izquierdistas”; mientras que el “ellos” resulta tan estrecho como para dejar entrar a una parte de las élites, por ejemplo, a las del PSOE, con las que se ha intentado repetidamente negociar. Sin duda, se trata de tácticas complejas que se expresan en sofisticados caprichos de la teoría. Leído en clave de coyuntura, el artículo de Errejón aparece como un último intento de sostener una hipotesis ya muy debilitada en la organización. Incapaz de negarse a la confluencia con IU, Errejón todavía nos dice, como los neoliberales después del colapso de 2007 provocado en gran parte por sus ideas, “ganaremos... pero sólo si somos suficientemente populistas”. Fuente: http://ctxt.es/es/20160420/Firmas/5588/Errejon-CTXT-Podemos-confluencia-populismo-Espa %C3%B1a-Tribunas-y-Debates-Elecciones-20D-%C2%BFGatopardo-o-cambio-real.htm


26-J: nueva oportunidad para el cambio Antonio Antón Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de ‘Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos’ (editorial UOC) Para el 26J la ciudadanía tiene dos nuevos hechos relevantes para incorporar a la decisión sobre su voto y avalar el proyecto de país que prefiere. El primero, la actuación de las distintas formaciones políticas para iniciar o bloquear un nuevo ciclo político de cambio. La pugna por la interpretación del significado de ese cambio y su representación y legitimación es crucial. El segundo, la probable y deseable mayor confluencia entre las fuerzas alternativas, en particular, el acuerdo para la presentación electoral conjunta de Podemos y sus actuales alianzas (En Comú Podem, En Marea, Compromís y otros como Equo) con Izquierda UnidaUnidad Popular (ampliable también con algunos como MES balear, Chunta aragonesista o Batzarre navarro), así como con personalidades de varios ámbitos profesionales y sociales. La diversidad, complejidad e importancia de esta articulación unitaria y su impacto electoral merece también una reflexión. El fracaso del inmovilismo y el continuismo vestido de cambio En primer lugar, los resultados electorales del 20D ofrecieron la posibilidad de dejar atrás la gestión autoritaria y antisocial del PP y asegurar un cambio institucional de progreso. El fin del bipartidismo y la emergencia de Podemos y sus aliados permitía un acuerdo entre fuerzas progresistas para un cambio real de las políticas regresivas que constituyen la causa fundamental del agravamiento de la situación de la mayoría social. Esa oportunidad se ha perdido en esta breve y fallida legislatura. La capacidad de bloqueo de las derechas (PP y C’s) era importante, pero no era decisiva. Frente al continuismo inmovilista del PP y el continuismo renovado de C’s, había otra opción, ampliamente respaldada por la mayoría de la gente: el cambio. Es patente la responsabilidad de la dirección del Partido Socialista por no querer romper con esa inercia liberal-conservadora y avanzar por la senda del cambio, cuando hay una base social y parlamentaria suficiente: ha renunciado a un Gobierno de Progreso, pactado con Podemos y sus aliados, con un programa compartido de cambio real y una composición gubernamental equilibrada con la Presidencia para Pedro Sánchez. Su pacto con Ciudadanos expresa su apuesta por el continuismo político, económico, europeo y territorial, su interés por conseguir solo un recambio de élites gubernamentales para ensanchar su poder sin


asegurar mejoras para la gente y su objetivo de reforzarse a costa de debilitar a Podemos. La disponibilidad del PNV, CC u otras fuerzas nacionalistas para evitar el bloqueo inmovilista de las derechas era evidente y la ha desechado. Su alternativa, desde el principio, consistía en doblegar a Pablo Iglesias y su equipo: bien imponiéndole la exigencia de un apoyo incondicionado a la investidura de Pedro Sánchez y su plan continuista con Albert Rivera, bien promoviendo su división y desprestigio apoyándose en una gran campaña mediática. Su operación Gran Centro, con el liderazgo compartido con Ciudadanos y los poderes económicos y europeos, perseguía impedir en España el ‘riesgo’ del cambio real, político y socioeconómico, que alimentase la resistencia democrática en otros países, así como mantener su inercia irrespetuosa con la plurinacionalidad. Al mismo tiempo, su oposición a pactar con el PP, lamentablemente, tiene poca consistencia y limitado recorrido, tal como aventuran algunos de sus propios barones. Hay que interpretarla no como un giro de izquierdas para facilitar un gobierno progresista; es una táctica obligada para ganar autonomía ante la derecha, aumentar su diferenciación retórica, frenar la sangría de desafectos por su izquierda e intentar desactivar a Podemos y sus exigencias de derrotar a las derechas y sus políticas. Toda la estrategia del PSOE para garantizar un continuismo político y económico, de la mano de Ciudadanos, con solo un recambio de élites gubernamentales y la neutralización de la dinámica cívica de cambio sustantivo, ha constituido un fracaso. No han podido doblegar a Podemos y el resto de fuerzas alternativas para que aceptasen una posición subordinada para apoyar la simple continuidad de similares políticas sociales, económicas y fiscales. Tampoco encaraban la necesaria democratización política y constitucional, una auténtica regeneración institucional, la modernización económica y productiva, una salida democrática al conflicto en Cataluña o una orientación más justa y solidaria para la construcción europea. La incógnita es si este plan ha beneficiado significativamente o no a Ciudadanos en su reequilibrio respecto del PP. Pero las opciones de la suma de las derechas no parece que hayan descendido. Las bases de Podemos han acertado en no avalar ese plan continuista y exigir un auténtico Gobierno de Progreso (a la valenciana) y de cambio real. Su dirección ha sido realista al moderar su programa transformador, en aras de un posible acuerdo programático intermedio, y admitir un gobierno bajo la presidencia socialista, aunque con proporcionalidad representativa, equilibrio en la gestión y garantías de su cumplimiento. Pero la contundencia del plan socialista ha quedado clara. No admiten la representatividad de los seis millones de votos a favor de un cambio sustantivo, no quieren reconocer esa demanda de cambio, incluida la de su base social, y se empeñan en manipularla, esconderla y marginarla. Solo reconocen a Podemos y las fuerzas afines como apéndices de su plan y su gestión. Denota prepotencia y escasa sensibilidad democrática. El Partido Socialista tiene un carácter ambivalente. La mayoría de sus más de cinco millones de votantes prefiere un cambio, lento, moderado o seguro, pero un cambio positivo para mejorar la situación de la


gente, no para consolidar los retrocesos impuestos. Había margen para un gobierno de coalición progresista y un programa intermedio compartido. No obstante, en su dirección, ha prevalecido su compromiso con los poderosos y su plan continuista, el vértigo a la confrontación con ellos, el miedo a representar las demandas populares de justicia social y democratización. Ha privado a la ciudadanía española la posibilidad real de iniciar ya un camino de cambio. La frustración social por no aprovechar esa oportunidad parece que le puede pasar factura, por mucha campaña sectaria y manipuladora para presentarse como garantía de ‘su’ (re)cambio. Intenta externalizar hacia Podemos su responsabilidad por desaprovechar esta ocasión, con resultados electorales dudosos. La segunda oportunidad Ahora viene la segunda oportunidad. El desafío es importante: ganar a las derechas, derrotar la estrategia autoritaria y antisocial de la austeridad, garantizar un Gobierno de Progreso, de cambio real y democratizador, e iniciar una política favorable para la mayoría social. Las fuerzas partidarias de un cambio consecuente, aun con el objetivo de conseguir una mayoría relativa, están lejos de una hegemonía representativa entre la mayoría ciudadana. Su avance electoral es posible; en el mejor de los casos, la referencia orientativa de siete millones de votos, cerca del 30% del electorado y en torno a un centenar de diputados, sería un gran éxito. No obstante, todavía no garantizaría la configuración de un Gobierno auténtico de Progreso, ni sería determinante para persuadir al PSOE; tampoco es previsible su hundimiento. Podemos admite, de forma realista, que ellos solos (con todas sus confluencias e IU-UP) no van a tener la suficiente representatividad electoral y fuerza sociopolítica para asegurar el cambio institucional que abra este nuevo ciclo político. Así, expresa su oferta de colaboración con el PSOE para negociar un plan común de cambio sustantivo y gestión compartida. Por tanto, es imprescindible que la dirección socialista se comprometa a negociar, en plan de igualdad, con Podemos y sus aliados, ese cambio de ciclo. Su materialización es dudosa. Veremos si supera sus actuales inercias y vínculos con el poder establecido. Se juega la renovación del proyecto socialdemócrata o su declive continuado. Pero, lo más importante, en su mano puede estar su colaboración para una gran coalición liberal-conservadora-socioliberal o para una coalición progresista, garantía de avance social y democrático. El distinto impacto para las condiciones de vida de las capas populares es evidente, así como los efectos en la rearticulación del mapa político y las expectativas sociales. La apuesta por el desempate, con la victoria progresista, es imprescindible. El 26J despejará el nuevo escenario y la determinación por una de las dos opciones: continuidad (renovada) y cambio (real, aunque sea limitado). Lo que parece no tiene futuro es el continuismo vestido de cambio. Cualquier opción, una vez acabado este prolongado ciclo electoral, señalará la necesidad y las características del ajuste de estrategia política de Podemos y las confluencias. El objetivo seguirá siendo forzar el necesario giro democratizador y de justicia social que demanda la mayoría social, junto con la ampliación y el fortalecimiento del campo progresista. La diferencia será el peso y el tipo de combinación de, por una parte, la gestión institucional del cambio y, por otra parte, y en mayor medida si no se accede al


Gobierno o a otras mayorías parlamentarias, la oposición política y la activación popular frente al continuismo. Tras los nuevos resultados electorales habrá que volver sobre ello. Ahora solo cabe ampliar la oportunidad para desalojar a las derechas del poder y facilitar el cambio institucional con una amplia participación activa en este proceso. Y una de esas claves es la mejora del discurso y el liderazgo, así como la mayor convergencia del conjunto de fuerzas alternativas. La deseable unidad de las fuerzas del cambio En segundo lugar, la otra novedad relevante es la deseable mayor unidad de las fuerzas del cambio. Podemos, como formación mayoritaria, tiene una responsabilidad principal en la articulación de toda la diversidad existente en las distintas confluencias y, en especial, con el acuerdo con Izquierda Unida-Unidad Popular. No es tarea fácil, pero es imperiosa para afrontar en mejores condiciones el desafío histórico (similar quizá, en su dimensión, al de la transición política) de esta nueva oportunidad de cambio, construida por el actual ciclo de movilización ciudadana por un proyecto de país más justo, avanzado y democrático y representada por una nueva configuración de la élite política y asociativa. Señalamos algunas reflexiones iniciales. Entre estas fuerzas progresistas existen culturas políticas y organizativas muy distintas, con valores y deficiencias muy desiguales. El esfuerzo unitario e integrador, con un talante democrático, participativo y respetuoso con el pluralismo, es determinante. La tolerancia ante la diversidad, el reconocimiento de las mejores aportaciones, el acuerdo básico ante las discrepancias e intereses contrapuestos, son imprescindibles. No solo para articular un pacto programático básico y un reparto consensuado de responsabilidades y cargos institucionales. Sino, sobre todo, para avanzar en la construcción de un sujeto político a la altura del reto que exige la situación y la gente. Existe una ventaja respecto de antes del 20D. Un mayor sentido de la realidad de la representatividad social y electoral de cada cual (en votos y en escaños) y, por tanto, del impacto y legitimidad de unas propuestas u otras, de unos líderes u otros, de unos mensajes u otros. Hay más datos objetivos sobre el valor y la capacidad de cada cual para trasladar a los demás lo mejor de cada experiencia y trayectoria y articular las orientaciones del conjunto. La interpretación acabada o consensuada es difícil, pero el realismo ayuda a racionalizar. Sin embargo, ese ejercicio todavía necesita finura, altura de miras y capacidad integradora. Tenemos otra ventaja, poder articular el sentido de pertenencia de todo el conglomerado a través de la experiencia y la participación en una dinámica colectiva y con un proyecto común de mucho impacto e interés general. La implicación y la participación, mayor en la gente más activa pero que llega a los varios millones de personas que comparten este desafío del cambio, es fundamental para construir una identidad colectiva, un nuevo sujeto unitario y transformador, admitiendo la particularidad de cada grupo político. Es la experiencia compartida en la defensa de unos intereses comunes de la mayoría social la que facilita los lazos de solidaridad y pertenencia, respecto de un proceso igualitario, democrático y emancipador.


Las ideas clave, los discursos y las alternativas deben estar conectados con la experiencia sociopolítica y cultural del movimiento popular en España, en este contexto de crisis. Se han reforzado desde el movimiento 15-M de 2011: la democracia y la igualdad o justicia social. Se oponen al autoritarismo institucional y la desigualdad y regresión social y económica. No son valores éticos o político-ideológicos transversales. No caben puntos intermedios o eclecticismos. Se pueden, y de hecho lo han hecho, rellenar de puntos programáticos para articular un proyecto básico de país. Constituyen una diferenciación con el proyecto liberal-conservador de las derechas y el socio-liberal del centrismo socialista. Parten de los derechos humanos y definen una cultura progresista, con fuerte contenido social, cívico y democrático. La democracia es un pilar básico: las libertades civiles y políticas, la regeneración y democratización institucional -también la europea-, el respeto a la opinión y demandas de la ciudadanía –incluida la consulta ante opiniones distintas como en Cataluña-, etc. La igualdad (social y de género…) o la justicia social es el otro: el plan de emergencia o rescate ciudadano, la defensa de los derechos sociales y laborales, la reversión de los recortes, un Estado de bienestar avanzado, un plan económico activador del empleo decente, la modernización del aparato productivo o una fiscalidad progresiva… Ambos discursos confluyen en una democracia social, un proyecto avanzado de país y de Unión Europea, dentro de las mejores tradiciones progresistas europeas, y contrario al modelo autoritario y regresivo que el poder liberal-conservador está imponiendo, en particular para el Sur europeo. La democracia (o el republicanismo cívico según Fernández Liria) y la igualdad (de acuerdo con Ch. Mouffe) son elementos sustanciales de una dinámica popular emancipadora. Y son constitutivos de las mejores tradiciones ilustradas, progresistas… y de las izquierdas. Son valores comunes, centrales para una confluencia política, que pueden servir de cemento, unión e identificación. En definitiva, la experiencia popular compartida en la pugna y la realización del cambio político, así como el desarrollo de un discurso democrático, una cultura cívica y unas propuestas vinculadas a la defensa de la mayoría social, son mimbres imprescindibles para consolidar una nueva fuerza política, diversa pero unitaria, necesaria para articular una representación institucional y estimular la participación activa de la ciudadanía.

Íñigo Errejón: "Hemos podemizado España y nos hemos manchado de España" ÁLBUM | El 'modelo' Errejón' 15/05/2016 10:16


A Íñigo Errejón le gustaba leer teoría revolucionaria y jugar al fútbol de centrocampista. Nadie dijo que los vicios deban acompasarse. Daba igual a fútbol 7 que 11 contra 11; él se clavaba en el eje como su ídolo, Michael Laudrup. Amasar la bola, domar el ritmo, palanquear el tempo del partido. Más o menos lo mismo que hacía entre semana en los debates políticos de la facultad. «A mí me gustaba jugar en esa posición, pero un día me dijeron que tenía que jugar arrimado a la derecha. Y ahí me quedé, por la banda». Vuelta al carril. Escorado contra su voluntad, como ahora en Podemos. Le queda el consuelo de madridista confeso: también le pasó a Zidane con Del Bosque. Igual que en aquellos partidos de colegas en la sierra, reuniones que luego serían el germen de Podemos, Errejón ahora tampoco ha protestado. La diferencia es que entonces no fue Pablo Iglesias quien se quedó la camiseta de Xavi y el reloj del juego: «Él venía del baloncesto, que es lo que le gusta. De hecho, la verdad, aunque jugaba con nosotros, era bastante malo». Se acabaron las analogías. ¿Eres el moderado de Podemos? ¿La banda derecha? Creo que lo de los dos papeles tiene que ver más con el tono y la forma en que nos expresamos, de las metáforas que utilizamos o de cómo encaramos los problemas, más que de las discusiones estratégicas. Pues lo dijo Pablo Iglesias: «Los planteamientos moderados de Errejón son imprescindibles». ¿Te sientes más moderado que tu número uno? No. No estamos de acuerdo siempre en todo porque no salimos de una factoría de militantes. Quienes pusieron a circular ese relato confiaron en que las supuestas diferencias serían un cheque en blanco al Gobierno Sánchez-Rivera. Que sólo quedaba sentarse y esperar. Y no ha sucedido. Porque no hay diferencias estratégicas con Pablo. Sentados y esperando estamos. Llega Errejón con andar moderado, camisa verde moderada, gafas de moderado, tono de voz moderado y se pide un café con leche, que es la opción más moderada de desayuno en España. Casualidad o símbolo, quedamos en el Bestia (c/López de Hoyos, 9) y el político posa bajo un grafiti con el nombre del bar, inscripción guerrera bajo la que uno imagina más a Juan Carlos Monedero, Alfonso Guerra o Rafa Hernando. Semblante imperturbable. Como después ante los murales de Bill Murray, Frida Kahlo y un bambino con gafas. Otro bambino con gafas. Encaja con autodisciplina de infanta y ritmo diésel las indicaciones del fotógrafo Thomas Canet. Errejoniza cada pintada sin apenas muecas. El secretario de política de Podemos parece un cubo de Rubik de un solo color. Por mucho que lo gires y gires, en una entrevista, un debate o una ristra de 100 contactos fotográficos, Errejón siempre muestra la misma cara. La cuestión es si le sigue valiendo a Podemos.

El rostro del votante de hoy sí está claro: un emoticono de cabreo, con humo en las narices y cualquier chorrada icónica que sirva para suplir las palabras. Todos los nuevos fenómenos políticos son los que aprovechan esa ira y dan cauce al hartazgo. Dan igual Donald Trump que Beppe Grillo, Alexei Tsipras que Bernie Sanders, Jeremy Corbyn que Matteo Salvini. Son aspiradores de exasperación. Y aspersores de votos.


También Marine Le Pen. También Podemos. ¿Existe un hilo invisible entre estos fenómenos políticos? La respuesta políticamente correcta sería «no tenemos nada que ver». Porque es obvio que nosotros y Marine Le Pen estamos en las antípodas. Y, sin embargo, sí hay un hilo. No en la expresión ideológica ni en las políticas que queremos, pero sí una reivindicación común en muchos países diferentes. La necesidad de volver a reconstruir comunidad y sentirse parte de algo. No ser un ciudadano que vota cada cuatro años y consume cuando tiene dinero en el bolsillo. Yo quiero ser parte de un pueblo, de una patria democrática,

que en las malas me protege y que cuando las cosas van mal exige a los de arriba que cumplan. Los temas y las propuestas no siempre son diferentes: oposición élite/pueblo, proteccionismo económico, necesidad de reindustrialización, mayor soberanía nacional... En nuestras primeras elecciones, la gente se sorprendió de que hubiera un alto porcentaje que dudó entre el PP y nosotros. ¿Cómo puede ser? Por una sensación de divorcio de la calle con las instituciones que surge en muchos países. Dicen: las élites tradicionales no me representan. Necesitamos reequilibrar nuestras democracias. Eso el Frente Nacional lo hace diciendo que la principal amenaza son los que vienen de fuera. Y nosotros decimos que la mayor amenaza para nuestra democracia no son los que tienen la piel diferente, sino los que han convertido las instituciones en chiringuitos. Pero la pulsión de reconstruir un pueblo que pueda ejercer la soberanía popular recorre muchos países y es uno de los vectores más importantes ahora en la política europea. Bruselas también reacciona. La comisaria de Competencia, Margrethe Vestager, se quejó el otro día de que los ciudadanos hayan destinado 691.000 millonesa ayudar a los bancos. ¿Esto se habría dicho antes en la UE? Es una victoria cultural. Porque eso lo podríamos haber dicho hace un año o dos y habríamos sido unos peligrosos antisistema. Hoy, muchas cosas de las que nosotros decíamos las escuchamos en boca de señores que representan el establishment y las elites tradicionales. ¿Habéis conseguido que otros partidos asuman parte de vuestro discurso? ¿Marcar la agenda política? Creo que hemos podemizado España. Y, al mismo tiempo, nos hemos manchado de España. Todas las victorias, antes de ser victorias políticas, lo son culturales. Marcamos unos temas y unas pautas que, meses o


años después, hacen suyos unos actores que no son simpatizantes nuestros. Van a remolque. Es una de las características de la hegemonía: que no es sólo ganar, sino marcar el terreno de juego. Y nosotros lo estamos haciendo. El manual de Gramsci. Construir un país nuevo no siempre significa poner un tocho de 200 páginas sobre la mesa. Tiene que ver con las palabras, los liderazgos, las canciones, los símbolos, la forma de hablar... nuevas formas de hacer política. Transcribiendo la conversación, ya ante el ordenador, me pellizco. No todos los lectores digerirán la sobredosis de política nivel Errejón. Fíense: no vieron el borrador previo a la edición, a saltos entre «mayoría popular» y «vector ideológico», transitando de «soberanía nacional» a «hegemonía cultural», vuelta a pasar por «vector», esta vez «dominante», con triple retorno. A veces dan ganas de pedirle que pronuncie en alto la palabra «pera». O «lapicero», «Hulk Hogan» o «suéter de algodón». Cualquier cosa concreta. Él prefiere bucear en la abstracción, en el concepto. Es como tomarse un café con la Escuela de Frankfurt. Sólo que a las 11.30 de un miércoles. Bajemos a algo más terrenal, como la barba de Gaspar Llamazares. Gaspar Llamazares, su nuevo socio, los llama «populistas». Hay mucha gente en IU que ha entendido que lo más importante no es preguntar a la gente si lleva una etiqueta de izquierdas, sino si llega a fin de mes. Creo que esto Alberto Garzón lo comparte y Alberto Garzón suma. Supongo que Llamazares creerá que eso es renunciar a las convicciones. No es así. Se puede

estar en Podemos siendo comunista siempre que asumas que Podemos no es comunista. ¿Y qué te diferencia de un comunista? Que cuando los humildes han construido un futuro diferente no se han apoyado sólo en la diferencia de clase. Y que la democracia es un horizonte insuperable, no un procedimiento para llegar a otro sitio. ¿Y de un socialdemócrata?


El socialdemócrata se está convirtiendo en una especie semejante al lince ibérico: sale en los libros pero es muy difícil de encontrar. No hay. Es una especie reformista que no hace reformas. Incluso las transformaciones más modestas no se van a conseguir con ciudadanos que deleguen en unas instituciones antiguas. Eso cuestiona la arquitectura del sistema y su legitimidad. No. Aquí un proceso de cambio no tiene que hacer tábula rasa y empezar de cero. Nuestro componente de cambio tiene componentes conservadores. En el 15M, mucha gente pidió que se respeten cosas que existen, como una jubilación digna sin acudir a un fondo privado de pensiones. En los primeros momentos de Podemos, me tocó presentar LaSextaNoche sustituyendo a Iñaki López. No es ningún secreto que, como presentador, uno confía siempre en un Pablo Iglesias o una Esperanza Aguirre para vitaminar la audiencia. Me corrigieron enseguida: «No, no. Al final viene Íñigo Errejón por primera vez». «Ehm... vale, genial». Me esforcé en la mueca, intentando fingir incipiente entusiasmo por aquel chico con cara de futuro profesor, camisas de profesor emérito y retórica de profesor jubilado. Me imaginé el share como un ancla bien varada en el fondo del océano. Del océano Índico, si quieren detalles. En directo, como era habitual, los focos, la saliva y la ira de casi todos los contertulios se concentraron en el representante de Podemos. Era innegable que despertaba menos voltaje ajeno que Pablo Iglesias o Monedero. Pero la clave no era sólo su hablar más pausado, sino precisamente cuando no hablaba. De hecho, lo diferente no era exactamente la forma de escuchar; la gran diferencia era que escuchaba.

Si Errejón no gana por estoque, como el Madrid de Valdano y Laudrup que tanto le gustaba, lo hace por aburrimiento ajeno, como el Atleti de Simeone. Al tercer zambombazo dialéctico, seguía en directo arqueando las cejas, punteándolas especialmente en el centro, formando un triángulo con la montura de las gafas. Y asentía, no dejaba de asentir. Si no le importaba, lo parecía. O quería hacérselo creer a la audiencia, que por cierto flotó en la superficie. Darle, le seguían dando. Todos. Pero con menos ahínco. En ese momento, Podemos dejó de tener una sola cara. Errejón no ha dejado de escuchar. Al PSOE también se lo hizo creer. «Íñigo siempre buscaba la posición conciliadora», asegura uno de los miembros socialistas presentes en las negociaciones fallidas con Podemos. «No sólo no tengo palabras malas sobre él, sino que a veces nos dio la sensación de que era el único que buscaba de verdad un acuerdo. Cuando la discusión se enrocaba, era él quien siempre planteaba seguir por otro camino». En las conversaciones secretas, también. Fueron encuentros exploratorios, con restos en la mesa todavía de la «cal viva» que Pablo Iglesias había esparcido en el Debate de Investidura: «La tensión era palpable. Cuando Errejón fue consciente de que todos seguíamos atrincherados, de que la negociación encallaba, lanzó un discurso que nos dejó boquiabiertos: 'Ambos partidos hemos cometido errores. Y escenificaciones de esos errores. Eso debemos asumirlo para recobrar una relación de confianza'. Era una forma de reconocer que la cal viva había sido demasiado».


Ni la capacidad de diálogo del número dos de Podemos fue suficiente para lograr un acuerdo. «Sentí que el Partido Socialista estaba en otro país. En un país anterior en el que la política le pertenece al PP o al PSOE que, llegado el caso, tienen socios minoritarios, que a cambio de dos o tres concesiones te garantizan la mayoría para poder gobernar. Lo que les dijimos es que podían encontrar socios leales, pero tenían que asumirlo. No palmeros», dice Errejón. En Ferraz tienen su propia versión del porqué del fracaso: «Dejaron a Errejón sin margen de maniobra. Mientras Ciudadanos nombró una comisión que tenía autonomía, en Podemos querían reuniones cortas. Cuando alcanzábamos preacuerdos, al día siguiente, tras consultarlo con Iglesias, se echaban atrás y enmendaban lo que habíamos construido en la mesa». Aun así, creen que Errejón nunca abandonará a Iglesias, por muy relegadas que queden sus posiciones. Mejor preguntárselo. ¿Te llegaron a proponer en el PSOE traicionar a Pablo Iglesias? No. Nadie habría hecho esa desfachatez. No sé si alguien se lo planteó. Pero si ocurrió, tuvo la vergüenza o la dignidad de no plantearlo. ¿Tuviste libertad de maniobra? No eran unas negociaciones que llevara yo, sino Podemos. Estaba en la comisión negociadora y la dirigí, pero nosotros rendíamos cuentas ante nuestra dirección. Explicábamos los avances, los nudos y, tras hacer análisis, volvíamos. ¿Qué errores cometió Podemos? A veces hemos podido parecer rígidos y enfadados. Deberíamos haber sido capaces de movernos con mayor soltura. Es posible que hayamos tardado en tomar algunas decisiones y que hayamos pecado de una cierta ingenuidad. No lo dice, pero a Errejón le sobran algunos volantazos de Iglesias, aunque entiende que es imposible desligarlos del carisma volcánico, y a veces irreflexivo, que acompaña tanto como su coleta al líder de Podemos. Como el reciente ataque al periodista de EL MUNDO Álvaro Carvajal y su queja de las informaciones sobre la formación morada. ¿Quién tiene más libertad para decir lo que piensa, un periodista cualquiera de un gran medio español o Sergio Pascual cuando era secretario de Organización de Podemos? [Contesta tras unos segundos de carcajada nerviosa, que sólo parece un modo de ganar tiempo pensando la respuesta].Un periodista de un gran medio, pero no por Sergio, sino porque la labor del secretario de Organización es desagradecida. Reconozco que los periodistas no siempre pueden decir lo que quieren, pero un secretario de Organización tampoco. Cuando en esta revista publicamos un reportaje con Pablo Iglesias, ¿crees que le pedimos al periodista que le diese un cariz negativo al texto? No creo. Es innegable e irrenunciable que los medios tengan agenda propia y opinión. Lo necesitamos. Es obvio que si llegas a la política española y dices que quieres recuperar las instituciones secuestradas por los privilegiados no puedes esperar que te digan «ole, chaval». Te van a apretar más. Pero la mejor garantía de


que los periodistas mantengan su independencia es que tengan condiciones laborales dignas. Cuanto más precariedad, más miedo a que no te renueven. Quedan 41 días para las nuevas elecciones y Podemos las atisba con perspectivas de superar al PSOE. La clave, para Errejón, pasa por vencer el resquemor que todavía despierta su partido. «La estrategia del miedo funcionó y sin ella habríamos obtenido más votos el 20-D». Tira de anecdotario. Como ese señor de derechas que le paró por la calle para decirle que, aunque conservador, se planteaba escoger la papeleta morada porque tenían «dos cojones». Su gran duda era a partir de cuánto dinero consideraba Podemos que un ciudadano es rico, porque él había oído «que se lo iban a quitar todo a los ricos». O aquella sesentona de Santander que les prometió a la cara el voto de su hija, no así el suyo, porque se le había quedado «una pensión maja» y una segunda vivienda. «Y no quiero que me la quitéis», le soltó la buena mujer, entre moraleja y un ahítequedas muy de empujar el codo con la última ese. Son ejemplos bien elegidos por Errejón. Arquetípicos. Lo que no le sale bien es contarlos. Parecen una escogida muletilla de trivialidad para engalanar un discurso académico. Una guirnalda de cumpleaños casero, con los banderines todavía moviéndose en el salón. Infringe además la primera ley de la anécdota, que también es la primera ley de las cajas de bombones: nunca entregues dos seguidas si quieres que alguna tenga efecto. El señor de derechas y la sesentona son el ejemplo, asegura, de que «la maniobra de los grandes partidos funciona. Mucha gente nos ve con simpatía pero no nos vota. Esperan que les demostremos que no somos el coco». Romper ese umbral de credibilidad puede darle la izquierda a Podemos. El temor de Errejón es que se haya pinchado el globo del cambio: «Me preocupa el hartazgo con la política. El 15M fue el inicio de un terremoto democrático cuyo principal valor fue incorporar a gente que la veía con desgana. No deberíamos dar pasos atrás en la repolitización de la sociedad. Hemos conseguido que, en cierto modo, la política vuelva a ser sexy. Sin eso, no hay posibilidad de revolución democrática en España». Si gobierna el PP y vosotros mandáis en la oposición, ¿habrá merecido la pena el viaje? Eso sería terrible. No hemos venido a la política española para sobrepasar a nadie ni para ser segundos. Pues da la sensación de que en Podemos un colectivo prima ganarle a la derecha y otro, al resto de la izquierda. Transformar un país no se hace contra la derecha o la izquierda. Ésa es una diferencia que tenemos con otras opciones progresistas. La mayoría popular se construye tendiendo la mano a gente que viene de los partidos tradicionales, no se dibuja en un folio. ¿Lo vamos a hacer contra los siete millones del PP? ¿Contra los cinco millones del PSOE? Es nuestra gente. Ellos tampoco llegan a fin de mes. Siete millones de personas votaron a Mariano Rajoy. A ti Rajoy, como dijo Pedro Sánchez, ¿te parece indecente? A mí Rajoy me parece que no ha estado a la altura de lo necesario. Ha confiado en que bastaba con quedarse callado y esperar que los problemas se solucionaran solos. Cataluña, la corrupción, el


desempleo... Es un presidente de la inacción. Espera que el Espíritu Santo le solucione los problemas fundamentales. Da la sensación de que en Cádiz, Madrid o Barcelona gobernáis obsesionados por los símbolos. No hay nada más político que un símbolo, porque condensa en una bandera, en un nombre o en una forma muchas ideas. Ahora bien, uno tiene que elegir los símbolos. Cuáles cuestiona y cuáles quiere transformar.

¿Por ejemplo? El PP construyó una forma de ser de Madrid durante 25 años. No digamos en Valencia. Crearon un imaginario y eso permanece más allá de ganar o perder elecciones. Los gobiernos del cambio deben gobernar diciendo: yo estoy de paso, ¿qué dejaré cuando no esté? Pasó cuando el PP en 2012 se ve obligado a respetar el matrimonio homosexual. No les gustaba. ¿Por qué lo mantuvieron? Porque había enraizado en la sociedad española: la gente no imaginaba volver atrás. No puedes descasar administrativamente a los casados. Mediáticamente nos habíamos acostumbrado. Los símbolos a veces construyen país más allá de las leyes, pero hay que elegir cuáles para avanzar sin abrir confrontaciones.

¿Se refiere a la fijación por bustos, calles o anatemas históricos? Hay que elegir los símbolos en la medida en que permitan concitar una mayoría. Y no sé si siempre son necesariamente los de mirar hacia el pasado. España tiene una deuda con gentes que se dejaron todo por defender la libertad. Pero esa deuda merece una construcción más lenta de una memoria democrática. En este país hay un problema con la Historia: cuesta encontrar hitos que unan a todos. Tú no puedes fijar un día por decreto para emocionarse. Que la política no avance más rápido que la sociedad, en suma. Hay que ir dando pasos paralelos. Si no, puedes hacer cosas llamativas, que a mí me pueden parecer muy hermosas, pero fácilmente reversibles y que durarán sólo una mayoría electoral. Nuestro país necesita una refundación democrática y eso es lento. No hay que confundirlo con tener más ambición, sino con sembrar más profundo. Suena la orquesta y Pablo Iglesias aparece conduciendo un Lancia B24 Spider por la Vía Aurelia de Roma. Lleva polo blanco, acoda el brazo izquierdo en la puerta del descapotable, el sol rompe con tralla de mediados de agosto. Para a beber agua e Íñigo Errejón le mira, tímido, desde una ventana. Iglesias le inquiere: «Eh, ¿qué quieres?». Ahora coloquen al gran Vittorio Gassman, parlanchín y fanfarrón, en el papel de Iglesias, y al apocado y enigmático Jean-Louis Trintignant en lugar de Errejón y tendrán, además del título de una obra maestra del


cine, dirigida en 1962 por Dino Risi, la palabra clave para entender las próximas elecciones: Il sorpasso. Aunque el término no gusta a Errejón: «Es muy noventero, de reminiscencias de Izquierda Unida y denota cierto complejo de hermano menor». La película -titulada incomprensiblemente La escapada en español- cuenta la aventura de una pareja antitética por la Italia de la época. Gassman/Iglesias anhela ir más rápido e invade constantemente el carril izquierdo para superar al resto de vehículos. Un sorpasso (adelantamiento) tras otro, metáfora de un Podemos que ha vuelto a coger velocidad, riesgo y margen izquierda. Trintignant/Errejón le pide mesura, pisar freno e ir más lento para no arriesgarlo todo. Gassman, magnético, impertinente, cortante, alecciona sin cesar a un semimudo Trintignant y, evidentemente, no le hace caso. El coche termina saliéndose de la carretera por exceso de velocidad. ¿Qué significó tu silencio de 13 días? Me tomé un tiempo para hacer una cosa rara en política: pensar. Y expresé máxima lealtad con el proyecto y que no estoy de acuerdo con todas las decisiones. ¿Ya has limado aristas con Pablo? Sí. Porque creo que las amistades y el compañerismo se templan en los momentos difíciles. No sólo en los buenos. La discusión era política. ¿Y esa discusión política está cerrada? Sí. Trabajamos codo con codo en una campaña que puede ser crucial para la Historia de España. Estamos rearmando la estrategia para unas elecciones que nos pueden dar el empujoncito definitivo para aquello que acariciamos el 20D. Asegura que ahora le regalaría un libro a Pablo Iglesias, su amigo de 15 años, como tantas veces hizo el líder de Podemos en sus encuentros públicos. La larga marcha, de Rafael Chirbes, «una magnífica pero durísima historia de España a través de nuestros abuelos y padres». Quizás también un modo de decirle al periodista que queda trayecto morado. Que, por ahora, no se bajará del carro de Podemos. Aunque le hayan devuelto a la banda en pleno partido y ya no pueda jugar de mediocentro. Aunque le obliguen a acelerar por el carril del sorpasso. Nada más político que un símbolo.


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PODEMOS. Del “populismo de

izquierdas” a la estrategia nacionalpopular Manolo Monereo

Un fantasma recorre la Unión Europea, el fantasma de la soberanía y el derecho a decidir. Admite diversas y contradictorias lecturas. Lo esencial: las personas, las clases subalternas, los jóvenes exigen democracia, autogobierno, derecho a definir su futuro con libertad y justicia. En un momento en el que la UE se convierte en una forma de dominación al servicio del capital monopolista financiero y de las diversas tramas de los grupos de poder económico imponiendo durísimos programas de ajuste, desestabilizando las relaciones laborales, precarizando el trabajo


y la vida y limitando los derechos sociales históricamente conquistados, las poblaciones se encuentran desamparadas, desprotegidas y sin que nadie las defienda. La derecha, cada vez más de derechas, la izquierda socialdemócrata en crisis y cada vez más sumisa a los que mandan, y la otra, sin norte y sin imaginación. El enemigo es, en todas partes, el mismo, el populismo.

Hay populismo y populismos, pero, sobre todo, hay algo claro y evidente: las personas normales y corrientes demandan protección, amparo, derechos, libertades. Todo esto se resume en conceptos denostados e intensamente combatidos: soberanía popular y autogobierno entendido como derecho a decidir. El mayor problema de las izquierdas sigue siendo sus pueblos, su ciudadanía, los jóvenes. Es una batalla de larga duración que no se gana con insultos o con descalificaciones. Esta UE es una máquina especializada en crear derechas extremas y populismos de derechas; cuanto más dure su formato básico, mayor crisis para nuestras sociedades, para nuestro Estado, para nuestra cultura.

Esta situación ha provocado la crisis del régimen que comúnmente denominamos del 78. Es el dato de partida, negarlo o darlo por resuelto es un error grave que dificulta enormemente elegir una estrategia adecuada. La fase está marcada por el enfrentamiento entre restauración y ruptura, es decir, entre consolidar y ampliar la involución social, económica y política imperante después de los durísimos ajustes aplicados por el PSOE y el PP, o iniciar un proceso de democratización de la economía y de la política, comenzando por recuperar los derechos perdidos o vulnerados. En el centro, proceso constituyente.

Conceptos: hace falta buena teoría para hacer política en serio La teoría siempre ha ido por detrás de la práctica. Ha sido una buena señal. Primero fue el “populismo de izquierdas”, luego la hipótesis populista y, ahora, la estrategia nacional-popular.

Podemos es un gen mutante. Hasta ahora su capacidad de autocrearse, de definirse, de redefinirse desde, podríamos decir, un imaginario indignado a una propuesta política, ha sido enorme. Entre otras cosas, le ha permitido salir de las trampas del poder que tiende, una y otra vez, a inmovilizarlo, a enfangarlo, a convertirlo en una fuerza más o a excluirlo en el lado oscuro de lo antisistémico.


Populismo de izquierdas. Fue el nombre-provocación que algunos de nosotros dimos a las nuevas experiencias latinoamericanas, a esa enorme capacidad de movilización social primero y de propuesta política después, realizada sin guiones previos y con una inventiva que dejó al poder y a los poderes casi sin respuesta. Lo que aprendimos –y así lo denominamos– fue a “caracterizar una situación populista”. Nuestro análisis del populismo nunca fue libresco o meramente teórico, Laclau vino más tarde.

¿Cómo definir una situación populista? Primero, sociedades muy desarticuladas y heterogéneas donde se había impuesto a sangre y fuego el modelo neoliberal y que vivieron transiciones democráticas, férreamente controladas por la oligarquía y el imperio. Segundo, destrucción de las viejas identidades políticas y sindicales, de las diversas culturas que tenían que ver directa o indirectamente con el marxismo, que en América Latina habían tenido una apreciable influencia social. Tercero, en la mayoría de estos países se impusieron lo que Agustín Cueva llamó “democracias limitadas”. El objetivo real de las llamadas transiciones democráticas fue construir un sistema político-electoral que no pusiese en cuestión el modelo neoliberal imperante. Los nuevos movimientos y los cambios políticos que se fueron realizando tenían justamente el objetivo contrario: una democracia plebeya que limitase o anulase la enorme influencia política de los grupos de poder económicos. Cuarto, movimientos populares que en diversos lugares crearon una crisis de régimen y que impusieron procesos constituyentes. En resumen, la situación populista define un vacío, la destrucción de las viejas identidades de un movimiento obrero organizado en torno a un proyecto de emancipación social que había sido definido como socialismo. Por eso, a estos movimientos, sobre ellos y a partir de ellos, empezamos a hablar de populismo de izquierdas, que en América Latina se llamaron muchas veces, no por casualidad, nacional-populares.

PODEMOS. Del “populismo de izquierdas” a la estrategia nacional-popular

La hipótesis populista. Había varias acepciones posibles, pero lo fundamental, ¿era posible traducir –no copiar– esta hipótesis populista en un contexto como el español? La respuesta vino por la audacia de Íñigo Errejón; aunque muchos estuvimos en eso, él fue quien la convirtió en propuesta política y, sobre todo, en campaña electoral. La técnica ha sido muy estudiada y poco se puede decir aquí de relevante. La clave, es conocida, fue la construcción social de una


polarización política en torno a una minoría (el poder, los poderes) definida como casta y una mayoría social injustamente agredida, sin amparo político, que veía en muy poco tiempo cómo se degradaban sus condiciones de vida y de trabajo y cómo el futuro se convertía en un problema político marcado por la inseguridad y el miedo.

La polarización política fue construida, pero nunca fue arbitraria. Se basaba en datos percibidos, analizados y puestos en cuestión por un sujeto social difuso, heterogéneo y muchas veces confuso, que fue el 15M. La audacia de la hipótesis populista fue traducirlo, definirlo y significarlo en una propuesta político-electoral desde un discurso constituyente en un doble sentido, como poder ciudadano que se instituye a sí mismo y como propuesta política de carácter general. En el centro, una figura mediático-política convertida en tribuno de la plebe: Pablo Iglesias. Aquí aparecieron todas las novedades: “patear el tablero”, la lucha por la centralidad del mismo, más allá de la izquierda y la derecha, transversalidad… en definitiva, construir un nuevo sujeto político capaz de crear una hegemonía social con vocación mayoritaria. Este último aspecto no se debería olvidar, se constataba la crisis de un régimen –el del 78–, se analizaba que dicha crisis podía tener varias salidas posibles y se apostaba por una opción democrático-plebeya y, en su eje, más o menos explicitado, el proceso constituyente.

Los debates posteriores han sido prolijos y, muchas veces, duros, pero nunca se ha encontrado un territorio real que los hubiese convertido en productivos. Aquí conviene no equivocarse. Este gen mutante que es Podemos es, también, el producto tenaz y terrible de una ofensiva de los poderes contra un enemigo a batir, cueste lo que cueste. Los debates, que los ha habido, han sido tenidos casi siempre bajo el fuego enemigo, que ha hecho lo posible –y hasta lo imposible– por demonizar a sus dirigentes más conocidos, dividir al equipo promotor para romper la relación entre Podemos y su base social y electoral. La clave, antes y ahora, ha estado en su equipo dirigente, en su capacidad de (auto-) contención y que las dinámicas políticas y de poder no terminaran por dividirlo y romperlo.

Cuando se discute tramposamente sobre una fuerza política que quiere ir más allá del discurso dominante sobre izquierda y derecha, se dan las claves necesarias para entender que esta polarización es cada vez más artificiosa y define un tipo de discurso ligado, hoy por hoy, al poder. Vayamos por partes: el eje izquierda y derecha no define, desde hace muchos años, propuestas


políticas diferenciadas y alternativas. La socialdemocracia, en crisis en todas partes, usa el término izquierda para consolidarse como fuerza política. Cada vez que el PSOE llama al voto útil de la izquierda, lo hace para impedir que las políticas de izquierda avancen. Cuando hablamos del eje izquierda y derecha nos estamos refiriendo a una derecha que lo es –y cada vez más– y a una izquierda –el PSOE– que ya no lo es y que usa el término izquierda para impedir el surgimiento de fuerzas alternativas a las políticas neoliberales. Este ha sido el drama histórico de IU, reclamarse la izquierda “verdadera” frente a un PSOE que usaba el concepto solo para legitimarse.

A] Situar un nuevo eje entre los de arriba y los de abajo, entre la oligarquía y el pueblo, entre la casta y la ciudadanía, entre los que mandan y las clases subalternas era romper con una dicotomía –izquierda y derecha– que, existiendo, ya no era capaz de reflejar los antagonismos sociales existentes, sino, lo que es peor, los ocultaba. En esto tampoco merecería mucho la pena enredarse. La dicotomía arriba y abajo era más radical y más de “izquierdas” que la que expresaba el PP frente al PSOE. Hegemonía y antagonismo van de la mano. Una minoría –casta, oligarquía, ellos, los que mandan– frente a un sujeto, un nosotros en marcha que genera hegemonía en un proceso de polarización política socialmente construido. Basta leer las encuestas debidamente para saber que la ciudadanía tiene claro quiénes son sus enemigos, antes y ahora: los grandes empresarios, los banqueros, las grandes inmobiliarias. Los políticos son criticados no por serlo, sino por ser subalternos a los grupos de poder económicos y no representar debidamente a la ciudadanía. Las personas saben perfectamente que los medios no son neutrales y que tienen dueño.

B] Configurar todo esto como casta generó un imaginario que se correspondía con una realidad percibida y aún no nombrada. El ellos y nosotros funcionó y sigue funcionando y es lo que tratan de romper una y otra vez. Quieren “normalizar” a Podemos, convertir a sus dirigentes en políticos como los otros, es decir, corrompibles, sin principios y ávidos de poder y privilegios. Quieren romper los vínculos de Podemos con las gentes, de ahí el uso y el abuso de psicosociales permanentes organizados por una trama que liga a poderes económicos, las cloacas del Estado y la clase política en sus diversas acepciones. Lo dicho, el eje arriba–abajo, la transversalidad, nunca ha sido señal de moderación sino de radicalidad social y democrática.


Prácticas: el poder político sigue siendo la clave

Es difícil pensar que la lucha por el poder político no esté relacionada con el conflicto social y de clase. La centralidad de la contradicción capital/trabajo nunca se ha resuelto solo en las fábricas; es más, para la tradición que tiene a Marx en su origen, la lucha por el poder político y la transformación del Estado situaba el conflicto entre las clases en su punto más alto. Gramsci, siguiendo a Lenin, tenía una concepción mucho más nítida y radical. Las clases trabajadoras, en el marco de una amplia alianza nacional-popular, devienen en clase dirigente cuando rompen con el corporativismo y se plantean en serio conquistar el poder político del Estado.

Podemos ha podido, pero ha visto que el “asalto a los cielos” iba a ser aquí mucho más difícil que en América Latina. La crisis de hegemonía lo era básicamente en el plano político; el poder del Estado, en lo fundamental, permanece intacto y la gobernabilidad de los que mandan nunca ha sido puesta realmente en cuestión. Crisis de régimen sí, pero en un contexto electoral, con cambios significativos en el sistema de partidos. Como diría el viejo sardo, la sociedad civil está mucho más articulada, los poderes de las clases dominantes siguen siendo enormes, tienen un control muy firme de los medios de comunicación y ejercen un control bastante eficiente sobre los diversos aparatos de hegemonía. Se puede decir que vivimos una paradoja: hay una crisis de régimen pero el poder –en un sentido profundo– no está siendo cuestionado. Mejor dicho, solo lo hace realmente Podemos; esta es su fuerza y su debilidad.

C] El Podemos de cada momento es la resultante de un conflicto entre poderes. Se produce una acción/reacción permanente que deja sin descanso, sin planificación y sin debate real al partido de Pablo Iglesias. Podemos, por así decirlo, es lo que queda después de una acción, en forma de propuesta, de movilización, de iniciativa a la que sigue una reacción dura –cuando no durísima– de los poderes. A esta reacción la he llamado trama en un sentido singular y plural. Singular porque, más allá de la aparente descoordinación de los diversos poderes, hay una unidad que no es otra, al final, que el poder político. Plural porque de la trama se derivan diversas tramas que conectan poderes económicos, medios de comunicación, las cloacas del Estado y la clase política. Se puede decir que es la otra cara de la crisis del régimen: los mecanismos, los dispositivos ya no


funcionan como antes y tienen que ser complementados por tramas más o menos organizadas, pero –es lo fundamental– unificadas y coordinadas desde el poder político.

D] El Podemos que hoy conocemos es el producto de una iniciativa primaria y de carácter muy general que se ha tenido que ir enfrentando a problemas para los que no estaba preparado, tanto en lo interno como en lo externo. Lo sorprendente es que Podemos, a las alturas que estamos, siga existiendo como proyecto político y con una apreciable base social y electoral. La clave de esto, a mi juicio, se debe a diversas razones. La primera y fundamental, que sigue existiendo un movimiento social políticamente construido por Podemos; la segunda, su capacidad para cambiar, para (auto-) crearse y hasta mutar; la tercera, el liderazgo de Pablo Iglesias y la unidad de su equipo dirigente; y la cuarta, hacer de la innovación política y comunicacional un elemento permanente y distintivo.

Las pruebas por las que ha pasado Podemos han sido muy grandes y, hasta el presente, ha sabido resistir y pasar a la ofensiva. El ataque contra Podemos no tiene parangón en nuestra historia reciente, en parte solo comparable con la que sufrió la IU de Julio Anguita. Todos y cada uno de sus dirigentes más conocidos han sido sometidos a durísimas campañas de demolición y destrucción personal. Desde el primer momento se insinuó, se buscó sistemáticamente y se falsificó, por último, la financiación ilegal del partido relacionándola con Venezuela e Irán. Cuando se pudo –que fue casi siempre– se buscó la conexión simbólica con HB y hasta con ETA. Todo se ha usado contra Podemos. Después del pseudodebate de investidura de Pedro Sánchez se produjo un salto de cualidad: fueron PRISA y el PSOE los que llevaron a cabo la ofensiva más dura y radical. A la demolición de Pablo Iglesias ahora le seguía la conversión de diferencias tácticas y organizativas –normales en cualquier fuerza política– en una ruptura del equipo dirigente y, especialmente, entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón.

El poder político define la agenda pública, organiza las reglas de juego e impone sus tiempos y modalidades. Desde el primer momento se tomaron diversas iniciativas para situar a Podemos ante escenarios y situaciones especialmente difíciles, insisto, para las que no estaba preparado; me refiero a adelantos electorales, como en Andalucía, o ciclos electorales completos que obligaban a la formación morada a reinventarse cada día. Las precampañas fueron iniciadas siempre por un mismo psicosocial: ataques feroces, encuestas que daban malos resultados


electorales, el “descubrimiento” de disensiones internas y críticas a la dirección de la organización. Ahora, cuando parece posible la repetición de las elecciones, los ataques son ya de una dimensión y de una profundidad desconocida en nuestra vida pública democrática.

Se han hecho muchas críticas a Podemos en este último periodo: moderación, deriva al centro, pérdida de radicalidad programática, autoritarismo. Sin embargo, el futuro Podemos tendrá que ver mucho con la posibilidad o no de una salida democrática-popular a la crisis del régimen imperante. La lucha restauración/ruptura, sus modalidades y formas, sus resultantes, marcarán el futuro del país y también de Podemos. La clave sigue siendo la misma: vocación de mayoría y de gobierno, construir una fuerza política capaz de impulsar un nuevo régimen democrático, comprometido con otro modelo productivo y de poder, socialmente avanzado, defensor de la soberanía popular y de la independencia del país.

Se podría decir, para ser coherente con el proyecto que se dice defender, que Podemos ha sido insuficientemente populista en una acepción muy general. La condición previa a polarizarse y trazar una nueva transversalidad político-electoral es tener con quién hacerlo. La casta cumplió ese objetivo razonablemente y luego, rápidamente, se agotó. Desde ahí se hace política sin enemigo, no se ha sido capaz de definir un proyecto de país en positivo, más allá de cualificar un discurso basado en lo social, en la denuncia de las políticas de austeridad y en la defensa del derecho a decidir. Aquí, de nuevo se entrecruzan cuestiones objetivas y subjetivas que no son fáciles de desentrañar. Mantener el discurso de la casta era muy difícil cuando se apuesta por gobiernos de cambio en municipios y en comunidades autónomas, dando o recibiendo votos del PSOE. Es cierto que los acuerdos se han hecho con mucha transparencia y que en la CC. AA. se ha pasado a la oposición, pero se generaba un vacío que no se pudo cubrir.

Los ataques a Podemos terminaron afectando al proyecto, debilitándolo y dando a veces la sensación de inseguridad, cuando no de improvisación. Hacer política nunca ha sido fácil; hacer discursos en la plaza pública y ante personas convencidas no es tarea muy difícil, pero hacerlo en los parlamentos o en los ayuntamientos sabiendo de lo que se habla, teniendo información solvente y capacidad de propuesta es mucho más complicado y exigente. La tensión aparece de inmediato entre la estrategia y el día a día, entre el proyecto y la gestión cotidiana en un territorio


siempre difícil de controlar y ante una agenda generalmente impuesta por los que mandan. Es el viejo tema que emerge una y otra vez: cómo tener una práctica transformadora y alternativa en contextos institucionales y sociales adversos y nunca neutrales.

III. Estrategia nacional-popular para un nuevo proyecto de país

Otra vez estamos ante un asunto nuevo y viejo a la vez que las condiciones de nuestro país lo hacen extremadamente complicado. Lo nacional y lo popular –todavía más complejo que en la Italia de Gramsci– no solo no han ido de la mano sino que han sido antagónicos durante, al menos, dos siglos. Pero ni antes ni ahora son una invención artificial, sino un proyecto que ha estado ahí en lucha por hacerse visible, que ha aparecido en los momentos cruciales de nuestra reciente historia y que sigue expresando un vacío políticamente no resuelto. La derrota de la II República fue, a la vez, la del proyecto nacional-popular. Cuando en la Transición se renuncia a la reivindicación de una democracia republicana también se renunció a un proyecto nacionalpopular, que en el imaginario social siempre han sido una sola cosa.

Lo nacional ha estado estrechamente unido al dominio y al control de unas clases dirigentes que lo han usado como nacionalismo españolista ligado, casi siempre, a dudosas iniciativas imperiales y defendido, en último término, por las Fuerzas Armadas. Este nacionalismo español ha sido perfectamente compatible con la subordinación a las estrategias de las grandes potencias y la supeditación a los centros económicos y militares dominantes. Lo popular ha sido siempre cosa de los de abajo, del esfuerzo de liberales, demócratas, republicanos, federalistas y socialistas por construir un Estado democrático, independiente, comprometido con la justicia social y la igualdad. Esto ha sido aquí siempre la república.

Insisto, no se trata de una abstracción. Desde el 15M se puede decir que estamos de nuevo en condiciones de poner en marcha un nuevo proyecto de unidad popular. Lo nacional ya no es tan solo una disputa entre nacionalismos y lo popular no es solo la cuestión social y de clase. La clave es la demanda de soberanía, de autogobierno de las poblaciones por las poblaciones mismas, del derecho a decidir el modelo económico y social y el territorial. Las últimas elecciones y el debate posterior lo ponen de manifiesto. La ciudadanía quiere mayoritariamente derechos


sociales garantizados y un Estado capaz de protegerla de la brutalidad de los grupos de poder económico. Las poblaciones quieren seguridad, un orden basado en la justicia y derecho a un futuro digno y previsible. La demanda de soberanía debe desconectarse de la demanda de la independencia; soberanía como poder y capacidad de decisión, como democracia republicana y plebeya. Un nuevo Estado, un nuevo poder, una nueva clase dirigente.

Bases de un proyecto nacional-popular 1ª. Punto de vista: una ética política de liberación. Debe ser el punto de partida, estamos del lado de las víctimas, de los explotados, de los humillados, de los que sufren la historia y ponen los muertos. Esta filosofía –y teología– de la liberación es parte de la cultura de los de abajo desde siempre, desde que existen sociedades desiguales en poder, en renta y en riqueza. La política hecha desde el lado de la emancipación social se convierte en ética colectiva y en compromiso moral. La construcción colectiva de una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales exige un compromiso nítido con la justicia, con el autogobierno, con la superación de las bases estructurales que perpetúan el dominio, la explotación y la desigualdad, es decir, la superación del capitalismo histórico.

2ª. Contra el elitismo y el politicismo ciego. Esta ha sido la gran enfermedad de los intelectuales viejos y nuevos que los convierte a todos en tradicionales: su desprecio a los comunes y corrientes, a sus comportamientos, a sus subculturas y formas de expresión. Con el tiempo esta ruptura se ha ido ensanchando hasta convertirse en un sentido común de los que mandan. No se trata solo de negar el conflicto social o de clase o de negar la importancia del sindicalismo coherentemente unido a las clases trabajadoras; de lo que se trata es del desprecio al sufrimiento, a las insoportables consecuencias de las relaciones laborales hoy imperantes, así como a los modos y formas en que la gente normal y corriente realiza su vida, busca su destino y prepara su muerte. En la cultura popular está todo, sedimentado, heterogéneo, contradictorio. Están los que mandan y los que se sublevan contra ellos; los


explotadores y los que se rebelan y buscan dignidad en su memoria histórica; los resignados y los que cada día se levantan con una esperanza nueva ligada siempre a una cotidianeidad dura y, a veces, terrible que consiste en sacar a los compañeros y compañeras, a sus hijos, hacia adelante. Vivir cuando es sobrevivir, creer cuando la esperanza se bloquea y soñar cuando controlan el imaginario y el pensar se convierte en una ardua tarea.

Lo otro es peor, hacer política como simple juego por el poder, teatro en el palacio donde se mezclan agentes de los opresores, bufones y canallas especializados en el oficio más viejo del mundo que ha sido siempre el mandar, el imponer sumisión desde el control de la fuerza física. La democracia plebeya y republicana es un modo de organizar la rebeldía social; necesita y vive de un nosotros que vertebre y oriente, de una legitimidad que crezca y se desarrolle con la transparencia, la deliberación y, sobre todo, con la acción colectiva. La política como emancipación es siempre un desafío: nuevas reglas, nuevos métodos, nuevas formas que se construyen en esta sociedad, desde sus instituciones, desde sus modos de gobernar y organizar lo público estructuralmente ligados a los que mandan y no se presentan a las elecciones.

3ª. Por un nuevo proyecto de país. La lucha de clases, desde la tradición emancipatoria del movimiento obrero, siempre ha sido concebida como una lucha por la liberación social, económica y nacional. La condición para convertir a los trabajadores en clase dirigente ha sido superar la fase económico-corporativa y construir un bloque histórico-social en torno a un proyecto alternativo de país y, desde ahí, la “larga marcha” al socialismo. La clase obrera se hace “nacional”, organiza amplias alianzas sociales y culturales articulando un proyecto alternativo y construyendo un sujeto popular que se convierte en pueblo.

El elemento central aquí y ahora de una estrategia así definida es la lucha por la independencia del país y de la soberanía popular. Lo he defendido con mucha fuerza en los últimos tiempos y sigo en ello. Luchar por la soberanía es luchar por la democracia entendida como el poder de los que no tienen poder; como autogobierno en un sentido preciso, es decir, el derecho a decidir sobre los marcos territoriales, pero también el modelo económico social, la dotación de derechos sociales, políticos y culturales y la concreción de los deberes colectivamente admitidos.


Soberanía en un sentido también preciso: no puede haber poderes, externos o internos, por encima de la soberanía popular y que la condicionen estructuralmente. Es el viejo hilo rojo, siempre vivo y actualizable, que liga a Robespierre y a Marx, a Jean Jaurès y a Rosa Luxemburg, a Negrín y a Pepe Díaz, a Oskar Lafontaine y a Julio Anguita, a Mélenchon y a Pablo Iglesias. Una democracia expansiva, comprometida con la igualdad y con la libertad de los iguales. Aquí y ahora eso significa república, federalismo, socialismo.

4ª. Unidad para construir un proyecto democrático popular. No nos engañemos y, sobre todo, no engañemos: la construcción de un proyecto nacional-popular en nuestro Estado estará determinado por la salida a la crisis del régimen político español imperante. Los que dan por concluida la fase, es decir, que ha ganado la restauración, se equivocan y gravemente. Primero, porque la disputa continúa; basta observar los furibundos ataques a Podemos para tomar nota de que la batalla no está perdida y que los de arriba siguen teniendo un temor difícil de ocultar. Segundo, que el resultado final del combate entre restauración y ruptura dependerá de nuestra capacidad para entender la fase, profundizar los vínculos con las mayorías sociales y no convertirnos en una fuerza preparada para el transformismo. Tercero, las batallas en política se ganan o se pierden y, a veces, se empatan. Se puede imponer la restauración; es más, se puede presuponer que esta ha avanzado ya mucho pero eso no obliga, sino al contrario, a dejar de ser oposición, alternativa de gobierno y de poder y convertirse en mera alternancia. Si la conducción estratégica en la fase se hace con inteligencia y radicalidad, quedará una gran fuerza construida, un ideal concretado socialmente y un proyecto vivo en condiciones de una prolongada y dura estrategia de posiciones. Los que hoy “realísticamente” bajan las banderas de la indignación y rebeldía, aceptan las reglas presentes como inevitables y se someten al dictado de los medios, están preparando la derrota del movimiento y su definitiva incapacidad para ser un proyecto nacional-popular a la altura de los desafíos históricos.

Artículo publicado en la revista número 340 de mayo del 2016


Podemos e Izquierda Unida: el partido orgánico de la revolución democrática | 28/1/2015

Manolo Monereo *

Para José Díaz Ramos, memoria vivida.

Que se está construyendo acelerada y sistemáticamente el partido antiPodemos no hay ninguna duda. Basta mirar los medios de comunicación y se verá con mucha claridad que todo está ya permitido. Se trata de confundir, desviar y convertir a esta fuerza política en algo contrario a lo que es. La idea que hay detrás es simple: todos somos iguales, es decir, todos robamos, nos aprovechamos de los bienes públicos y nos corrompemos en el ejercicio de nuestras responsabilidades. El asunto es tan evidente que se persigue y se pone bajo sospecha a otras personas que, estando en IU, defienden la convergencia con Podemos. Los casos de Tania Sánchez y Alberto Garzón son muy conocidos.

Lo que hay es que los partidos y las fuerzas del sistema intentan liquidar a aquellos que los ponen en cuestión. Aquí aparece una idea que tiene mucho que ver con la concepción del Partido que tenía Antonio Gramsci. Como es conocido, el comunista sardo distinguía entre los partidos-institución y el partido orgánico. Los “partidos-institución” son los que conocemos, los que se presentan a las elecciones, los que escenifican “terribles” debates y acusaciones tremebundas. Me refiero al PSOE y al PP. Son los partidos del régimen (junto con los partidos de la burguesía vasca y catalana), son partidos que están de acuerdo en lo fundamental y divergen en lo accesorio. Ellos llaman a lo fundamental “cuestiones de Estado” que van desde la Monarquía hasta la OTAN, pasando por los tratados de la Unión Europea y terminando por el TTIP en negociación secreta.

Desde el punto de vista de Gramsci estos serían el partido orgánico del régimen, es decir, las fuerzas fundamentales que hacen posible el dominio de las clases económicamente dominantes. El Estado, su autonomía relativa, permite organizar a las clases dirigentes y obtener el consenso de las clases subalternas. Cuando llegan las crisis, como ahora, esa autonomía relativa se hace mucho más estrecha y es fácil percibir que, tanto el Estado como los partidos dominantes sirven abiertamente a los intereses de los grupos de poder económicos. Para entender bien lo que acabo de decir (lo he señalado varias veces en este año) es preciso señalar que, muchas veces, el PSOE ha sido más eficaz para esta tarea que el PP.


Para entender lo que Gramsci quería decir es necesario subrayar que el partido orgánico del régimen incluía muchas veces un “estado mayor” que no necesariamente formaba parte del partido institución, y que podía ser un periódico, medios de comunicación, instituciones religiosas y demás fuerzas no formales, jurídicamente independientes pero que mantenían y desarrollaban el régimen político existente. En el centro de todo ello estaban los intelectuales “orgánicos” que aseguraban la hegemonía de las clases dirigentes, sin olvidar a las fuerzas del orden que siempre son la garantía última del poder.

Es útil manejar la “caja de herramientas“ del conocido comunista italiano para analizar en toda su complejidad la crisis del régimen que hoy estamos viviendo en nuestro país. Si las cosas las vemos desde abajo, desde los hombres y mujeres comunes, nos daremos cuenta hasta qué punto la emergencia de Podemos cambia el campo de la política. Crisis de régimen y emergencia de Podemos están íntimamente relacionados, sabiendo, Gramsci aquí de nuevo es necesario, que los procesos de ruptura y de restauración están siempre presentes y que nada garantiza el triunfo futuro. Transformación y transformismo son dos modos de ver la alternativa a la que antes se ha hecho referencia.

Lo primero fue una masa difusa, heterogénea y contradictoria disponible para la acción política; en segundo lugar, un grupo dirigente que con audacia intenta representar a este amplio sector social; y ahora lo que se vive es el proceso contradictorio y conflictual de construcción de una fuerza política con voluntad de alternativa de gobierno, de régimen y de sociedad. Algo que no es nada fácil, como se puede entender.

Aquí es donde juega su papel el partido orgánico. Más allá de la natural competencia entre partidos, parece evidente que el actual Podemos ni política, ni organizativa, ni programáticamente tiene la fuerza suficiente para emprender esta tarea en solitario. Los riesgos de restauración o de cooptación por el sistema no dependen solo de la buena o mala voluntad del equipo dirigente sino de la correlación real de fuerzas político sociales en un contexto, hay que subrayarlo, dominado por la Europa alemana del euro.

Quizá, para comprender cabalmente lo que se acaba de decir, deberíamos plantearnos cual es la tarea común para la que, tanto Podemos como IU, están comprometidos. El núcleo de unidad o de convergencia no es otro que el siguiente: conquistar el gobierno para, desde ahí, abrir un proceso constituyente para un nuevo régimen político democrático en nuestro país. La tarea es inmensa y tendrá enfrente a los poderes reales internos y externos. Habría que ir más lejos. El margen de autonomía real de un gobierno Podemos-IU no sería demasiado grande. Como se verá en Grecia tras llegar al gobierno Syriza, los tratados de la Unión nos convierten en un protectorado de la Europa alemana, es decir, la tarea más complicada es mantenerse en el gobierno y ganar día a día autonomía para hacer políticas democrático-populares.

El proceso constituyente es la pieza clave. ¿Por qué? Porque para conseguir nuevos instrumentos, nuevas instituciones y nuevas formas de participación desde abajo, se requiere una nueva legitimidad que genere una nueva legalidad que permita realizar los cambios sustanciales. Sin esto, como antes se indicó, lo que se puede hacer desde un gobierno de unidad popular no es demasiado y, además, puede frustrar las esperanzas de los ciudadanos y ciudadanas. Se podría decir, cosa que es cierta, que para esto hace falta la solidaridad de otros países del sur y el compromiso de la izquierda


europea. Pero, al final, es aquí y desde aquí desde donde se deben operar los cambios y eso obliga, de una u otra forma, a abrir un proceso constituyente en el país.

Esta tarea exigirá una enorme movilización social y un compromiso político de una parte sustancial de la ciudadanía. Aquí hay un problema no pequeño. Parecería que con la alternativa electoral de Podemos el movimiento social se ha paralizado y que, razonablemente, la opción ya es sólo político-institucional. Esto tiene riesgos serios. Una estrategia nacional popular debe de tener en su centro una alianza de clases amplia y, sobre todo, una enorme capacidad de movilización social. En definitiva, sin un contrapoder social y cultural que apoye a un gobierno democrático en nuestro país no parece que los cambios que las poblaciones exigen se puedan realizar.

Conviene ahora volver al partido orgánico. Para realizar, hablando con rigor, la revolución democrática que este país necesita, Podemos e IU son insuficientes, necesitamos mucha más fuerza organizada, más capacidad de alternativa y una presión social sostenida en el tiempo. Por eso, deberíamos de abrir en el conjunto de la izquierda y más allá un debate sobre la estrategia a seguir, las alianzas a organizar y las propuestas a realizar en una sociedad y en un mundo que cambia aceleradamente. Expreso mi convicción de que en esta batalla estratégica es decisivo ganarse a la clase obrera organizada, a los trabajadores y trabajadoras: lo nacional popular, a medio o largo plazo, exigirá un protagonismo de clase.

Se trata, una vez más, de pensar en grande y de no dejarse tentar por un electoralismo fácil o, lo que sería peor, terminar en el bloque antiPodemos. Nuestra gente necesita unidad para avanzar, una mayoría social muy amplia y una enorme capacidad para despertar ilusión y generar esperanza. Debemos convertir el sentido de la vida y el horizonte de sentidos de la gente común en fuerza operativa y actuante. Necesitamos liderazgos fuertes que inviten a la auto organización y no solo a la delegación como una fuerza partidaria de masas y movimientos sociales capaces de mantener y defender un proyecto común.

En definitiva, se trata de construir el partido orgánico de la revolución democrática que suponga un nuevo equipo dirigente en el país al servicio de una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales comprometidos con la emancipación social. A esto se le ha llamado en España siempre república. Cada vez más, esto depende de nosotros, de las personas que creen que se puede transformar la sociedad y convertir nuestras creencias y valores en fuerza y programa político. Nada que perder, todo que ganar.

(*) Manolo Monereo es politólogo y miembro del Consejo Político Federal de IU.


Los

límites

del

errejonismo . Juan Domingo Sánchez Estop .

1. El término “transversalidad” es uno de los más populares en el lenguaje de los ideólogos y estrategas de Podemos y lo es por muy buenos motivos. El más evidente es que ninguna opción política que no sea transversal a una serie amplia de agentes sociales puede hacerse hegemónica. La idea de transversalidad es, por lo tanto, fundamental para pensar la agregación de distintos sujetos en una acción social y política común. Sin embargo, la transversalidad se dice de muchas maneras: existe una transversalidad teológica basada en la arbitrariedad de un significante vacío y una transversalidad democrática y materialista basada en la producción de una racionalidad común. La primera permanece en el plano de la “ilusión” (otro término usual del podemismo), esto es de la ideología o del conocimiento imaginario, mientras que la otra arranca del suelo imaginario o ideológico en el que nos movemos los humanos reales para desembocar en la producción e invención de nociones comunes, de formas de racionalidad surgidas de la interacción de lo múltiple. La opción por una u otra forma de transversalidad no es inocente, pues están en juego cosas tan importantes como la racionalidad -siempre limitada pero necesaria- en política o la posibilidad misma de una democracia digna de ese nombre.

2. La transversalidad pensada al modo errejonista -y probablemente también al modo laclausiano- se basa en la instauración de un equivalente general trascendente a las distintas demandas existentes en una población. Su eje fundamental es la relación demandas-representación, donde resuenan viejos ecos hobbesianos (el “intercambio de protección por obediencia”). Es fundamental en este planteamiento privar de toda virtualidad política propia a los antagonismos sociales parciales, como las luchas de clases, las luchas de las mujeres y las minorías, el ecologismo, etc., haciendo de ellos la expresión de “dolores”. La idea de que existan contradicciones inscritas en la materialidad de las relaciones sociales de producción es rechazada como “esencialista” por Laclau y sus discípulos españoles: una demanda solo accede a la dignidad política cuando está representada por un significante que le dé cabida junto a otros articulando, de este modo puramente discursivo, un bloque hegemónico capaz de hacerse con el poder de Estado. Laclau y sus discípulos se declaran a este respecto postmarxistas. Frente a los indudables obstáculos con los que el marxismo economicista había bloqueado toda innovación política, los laclausianos intentan pensar la “autonomía de lo político”. Evitan así hacer de lo político una esfera determinada por la esfera económica y piensan la política como un


proceso que se desarrolla en el espacio discursivo. Para ellos, la hegemonía es cuestión de significantes y de articulación de demandas en torno a un significante vacío que funciona como un equivalente general de estas demandas cuya pluralidad y diversidad impide una unificación espontánea. La unificación de demandas es necesariamente el resultado de una intervención política realizada en torno de un significante (en sentido amplio) que puede ser una palabra, un nombre, un personaje, un logo, una coleta…Las demandas y los “dolores” adquieren consistencia política cuando son representados o nombrados: antes solo existe el caos, el “tohu bohu” anterior a la creación del mundo por el verbo divino que describe el Génesis. Hay mucho de teología en esta peculiar concepción de la política.

3. Se puede ver en la crítica laclausiana del marxismo, no ya un postmarxismo sino un regreso a posiciones teóricas y políticas anteriores a la obra de Marx. Laclau abandona la perspectiva de las relaciones de producción y de la lucha de clases por considerarlas demandas parciales que solo pueden tener existencia política mediante su unificación con otras demandas alrededor de un significante vacío. Se distancia de la perspectiva marxista por considerarla un esencialismo y un determinismo económico. No le falta razón al abandonar estas posturas, pero al hacerlo incurre en una lectura de la obra de Marx sesgada por el estalinismo. Olvida que la crítica de la economía política de Marx hace imposible la existencia (en las sociedades de clases) de una economía independiente de la lucha de clases y, por consiguiente, de la política. Olvida que el capitalismo como sistema de dominación -nunca fue un “sistema económico”- exige para funcionar como economía de mercado basada en transacciones contractuales que queden ocultas tanto las relaciones de explotación económica como las relaciones de dominación política: que se invisibilice la lucha de clases como realidad política y se la relegue a la “economía”, haciendo correlativamente de las instituciones de la representación el único lugar de la política. Laclau y sus discípulos, intentando superar el estalinismo y pensar la política en su “autonomía”, se ven abocados a reproducir el esquema ideológico básico de la dominación capitalista, la dualidad autorregulación de la economía/autonomía de lo político.

4. Lo que no hace el laclausismo -y aún menos en su variante errejoniana- es pensar la vida social conforme a una tópica (según la lectura de Marx que practica Louis Althusser), esto es como un conjunto de instancias con índices variables de eficacia que hacen de la estructura y de sus partes realidades sobredeterminadas. En este contexto, la sociedad es un todo complejo, una estructura de estructuras en la cual la economía determina “en última instancia” todas las demás instancias y el todo, pero la economía como tal no existe: es causa inmanente en el sentido en que solo existe como sobredeterminada por todas las demás instancias. Podría decirse por la misma razón que es causa ausente, pues solo es eficaz en el marco de la causalidad de la estructura. La economía como causa no es nada, no es nada más que la eficacia de la producción material y de las relaciones que la organizan y que reproducen sus condiciones de existencia a través de las demás instancias de la estructura social. Tanto la economía como las demás esferas están atravesadas por la política -no en el sentido de una esfera política específica sino en el más general de la lucha de clases-. No hace falta decir que la lucha de clases no se reduce a un fenómeno “económico”: la lucha de clases es un proceso transversal a las distintas instancias. Reducir -poniendo del revés al economicismo- la política a la acción en la instancia política y en la ideológica es impedirse actuar sobre las relaciones de producción. No es así extraño que el término “relaciones de producción” sea ajeno a la teoría de Laclau. Actuar en la esfera política es necesario, incluso indispensable, pero nunca suficiente: hay política más allá de “lo político”. Si algo no está enseñando


el reflujo de los procesos de cambio latinoamericanos es la insuficiencia de una acción limitada a la esfera política, a una gestión del presupuesto sin ninguna consecuencia real sobre las relaciones de producción.

5. La teoría de Laclau piensa la política como una práctica exclusivamente interna a la esfera política, revirtiendo el gesto de Marx que, mediante su tópica, politiza a través del concepto de lucha de clases el conjunto de las instancias de la vida social, incluyendo la economía… y la propia esfera política. La política pensada desde la trascendencia de un significante vacío tiene las características de una teología política. La doctrina errejoniana reproduce y exacerba importantes elementos de las teologías políticas -de matriz burguesa- típicas de las izquierdas como la idea de una vanguardia que conoce el sentido de la historia y que transforma la clase en sí en clase para sí, el saber sobre el proceso histórico como legitimación de la vanguardia o la idea de un destino político (el socialismo, el cambio…). Si la izquierda se proponía construir la clase mediante su representación por el partido, el errejonismo se propone “construir el pueblo”, recuperando la idea hobbesiana de un pueblo que es efecto de la representación de la multitud por el soberano: “The King is the People”, afirmaba Hobbes en el De Cive. El errejonismo tiene al menos la virtud de reconocer la necesidad de la transversalidad, de defender una posición particular en nombre de lo universal, lo cual le otorga una enorme ventaja respecto del sectarismo de la izquierda clásica. Esa ventaja es también su desventaja, pues su posición se basa en una teología política opuesta a la de la izquierda tradicional, una teología que genera un cierre dogmático político y discursivo que impide integrar a quien no acepte este cierre en un proyecto político común. Una teología (de izquierdas) excluye a otra teología, lo cual obstaculiza la necesaria política de alianzas basada en la transversalidad. Un proyecto hegemónico viable debe salir de ese plano en el que están ausentes, en nombre de una concepción extremista de la representación política, tanto la participación efectiva de la multitud como una oposición entre la ideología y su otro, sea este la ciencia o la simple razón.

6. Solo una perspectiva laica (no teológico-política) y basada en lo común y su potencial de producción de racionalidad puede servir de base a una auténtica transversalidad y propiciar las confluencias necesarias para un desborde político y social. Tal vez pueda aclararse algo el debate sobre la confluencia y la izquierda recordando un concepto muy simple procedente de la tradición ilustrada: el laicismo. Contrariamente a una práctica habitual, el laicismo no es un arma que pueda blandirse contra las personas religiosas para obligarlas a profesar una convicción o una confesión “laica”, sino todo lo contrario. El laicismo no es una obligación del ciudadano, sino del Estado, de los poderes públicos, los cuales no deben tener ningún tipo de identidad religiosa. El Estado debe velar por la libertad de culto y por el normal desarrollo de las prácticas religiosas que no entren en conflicto con la legalidad (los sacrificios humanos deberían obviamente estar prohibidos, así como la violencia interconfesional u otras formas de violencia de matriz religiosa), pero esto no debe constituir el contenido de ninguna ideología religiosa propia del Estado. El ciudadano debe, por los motivos ideológicos que mejor le inspiren, obedecer a las leyes y respetar a sus conciudadanos. La confluencia de fuerzas democráticas antiausteridad debería inspirarse en este principio “laico”. No es para nada necesario que la confluencia se declare “de izquierdas”, sería incluso contraproducente, pues de lo que se trata es de permitir la coexistencia dentro de un bloque hegemónico de muy diversos puntos de vista e ideologías, algunos de los cuales son “de izquierda”, sin que tengan que serlo necesariamente todos. Lo único importante es la coincidencia en un programa político: los motivos por los que unos u otros apoyen ese programa son privados y secundarios. Si alguien se opone a las políticas de austeridad inspirado por la caridad cristiana, por la justicia musulmana, por la sidaqqa judía, por los ideales humanitarios del socialismo o por un análisis en términos de lucha de clases de la coyuntura es algo


perfectamente indiferente a la hora de fomentar y aplicar políticas que permitan salir de la miseria neoliberal y reconquistar la democracia.

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Los comunistas y los socialdemócratas son especies del pasado" Iñigo Errejón: "

El secretario político y director de campaña de Podemos habla con 20minutos. "No va a haber unas terceras elecciones. Del 26 de junio sale un Gobierno". "Yo estaré al servicio de Podemos donde sea más útil, soy un miliante del cambio". "La transversalidad sigue siendo la hoja de ruta (...) Los votantes del PSOE, del PP o los abstencionistas también son nuestro pueblo". "Hay que juzgar a Podemos por lo que hace, no por lo que los adversarios dicen". Su agenda es frenética, pero no parece cansado. Iñigo Errejón, número 2 de Podemos, mira a los ojos cuando habla y se maneja en las distancias cortas. No rehúye ninguna pregunta.

¿Le molesta que se diga que es el moderado de Podemos? (Risas) Ya me voy acostumbrando, pero creo que es algo que tiene que ver con las formas. En Podemos tenemos un análisis estratégico que no siempre es el mismo, pero que sí lo es en lo fundamental. Por otra parte, la tarea de construir un pueblo siempre me ha parecido infinitamente más transformadora y profunda que la de unificar la izquierda.

¿Se siente incómodo con la incorporación a las listas de Unidos Podemos de figuras ancladas al pasado de IU? El acuerdo electoral nos permite tenderle la mano a mucha gente diferente que todavía falta. Había que sumar fuerzas, pero no para unir a la gente que ya se considera de izquierdas, sino para fundar un país nuevo. Creo que nuestras listas muestran una diversidad muy amplia que se parece mucho a la diversidad de España, con gente que viene de sectores sociales e ideológicos muy distintos. Haremos dos campañas diferentes, pero podemos darnos la mano para sobreponernos a la ley electoral.


Pero esos argumentos hubieran valido igual para el 20-D, y ustedes se negaron a la coalición, usted especialmente. ¿Qué ha cambiado? En primer lugar, que estas elecciones son excepcionales, porque son una especie de segunda vuelta. Nos quedamos en una situación de bloqueo, con el PSOE teniendo que decidir entre gobernar con nosotros o dejar gobernar al PP. En esa encrucijada, lo que toca ahora es que desempate el pueblo español. Y en una situación así, nosotros tenemos que ser extraordinariamente generosos para seducir a sectores más amplios de la población. En segundo lugar, por el filtro de la ley electoral, tremendamente injusta y que sobrerrepresenta a los partidos tradicionales. Y en tercer lugar, que también en IU han cambiado cosas, sobre todo porque los sectores que quieren mirar hacia fuera, hacia los que faltan, han ganado peso, y eso facilita que podamos sumar fuerzas.

¿Y no siente que se está tirando por tierra la transversalidad que tanto ha defendido?

Si lo sintiera no dirigiría la campaña. Estoy al frente porque me parece que tenemos una oportunidad histórica no de construir una mayoría de izquierdas, sino de construir una mayoría de españoles que quieren construir un país que no deje a nadie atrás. La transversalidad sigue siendo la hoja de ruta, pero no significa que estemos todos de acuerdo en todo, sino unir al común de la ciudadanía que ha sido estafada durante la crisis, para recuperar una democracia digna de tal nombre. Hemos hecho una alianza con una formación política que se dice de izquierdas, pero eso no quiere decir que intentemos convencer solo a la gente que comparte esa etiqueta. No hemos perdido la conciencia de que los votantes del PSOE, del PP o los abstencionistas también son nuestro pueblo. Piensan distinto, pero es con ellos con quien se construye una mayoría para un país más justo.

¿Entre un comunista y un socialdemócrata, con quién se queda?

Estamos hablando de dos especies del pasado. Creo que el comunismo no existe en el imaginario como un proceso de transformación colectiva para un mundo más justo, porque se convirtió en una pesadilla burocrática en muchos casos y para la mayor parte de la gente es una antigualla, creo que no es hoy una referencia. Y la socialdemocracia ha fracasado o ha abjurado de su tarea de garantizar transformaciones que permitiesen países más justos y democráticos. Hoy día la frontera principal que marca el cambio político tiene que ver con la transversalidad, no con las etiquetas viejas de izquierda y derecha, sino entre democracia y oligarquía, entre si manda el pueblo o mandan unos pocos privilegiados que se ponen a sí mismo por encima de la ley. Eso creo que es lo que mejor describe cuál es hoy el combate político. Tiene mucho de sentido común, pero no tiene nada de moderado.

¿Qué escenario vislumbra para el 26-J?

En estas elecciones claramente hay dos proyectos de país, el del PP y el nuestro. Si el PP obtiene la fuerza suficiente como para reeditar el gobierno, hará aquello a lo que nos tiene acostumbrados, esconder las tijeras durante la campaña y reeditar los recortes si gana, mantener la impunidad respecto a la corrupción y mantener una política que es muy blanda con los de arriba, y muy cruel con los de abajo. La otra alternativa es que nosotros podamos construir un gobierno de cambio, y en ese gobierno de cambio, el partido socialista necesariamente va a tener que hacer una labor de árbitro, conformar un gobierno juntos que sea capaz de revertir las políticas injustas, que además han sido


ineficaces. Habrá un polo del cambio político y otro del inmovilismo, y ese es fundamentalmente el plebiscito que se va a librar en estas elecciones.

Se muestran convencidos del sorpasso al PSOE, pero ¿y si no se produce?

Para nosotros el objetivo es ser primera fuerza y construir una mayoría nueva. Hoy no lo somos, pero hemos nacido para serlo, y lo vamos a ser. Si lo somos en estas elecciones, nos vamos a ahorrar años de sufrimiento inútil de la población, porque el programa del sufrimiento para la mayoría no ha funcionado, y por lo tanto hay que probar políticas económicas diferentes. Si no lo conseguimos seguiremos trabajando, y si de nosotros depende que se pueda conformar un gobierno que comience a modificar algunas de las políticas del PP, ahí estaremos, sin duda.

Se lo pregunto más directamente. Si quedan por detrás del PSOE, ¿tendrán una actitud distinta a la que tuvieron tras el 20-D?, ¿facilitarán un gobierno socialista?

Nuestra opción es ser la primera fuerza y conformar gobierno, pero si no lo conseguimos, siempre vamos a estar dispuestos a entablar relaciones de corresponsabilidad para que haya un gobierno del cambio.

Hay mucha gente de izquierdas que no entiende que, teniendo la oportunidad, diesen opción a Mariano Rajoy de reeditar su gobierno. En un escenario similar, ¿volverán a hacer lo mismo? No, no va a haber unas terceras elecciones. De estas elecciones del 26 de junio sale un gobierno. Será un gobierno o que empiece a transformar las políticas injustas y crueles del PP, o que las mantenga, o que les dé una capa de barniz. El PSOE, después de haberse pasado la campaña diciendo que Ciudadanos eran las nuevas generaciones del PP, ahora tiene dificultades para explicar por qué cuando pudo elegir, se echó en brazos de [Albert] Rivera, que acto seguido, según se firmó el acuerdo, dijo muy bien ya hemos excluido a Podemos, ahora falta sumar al PP. Rivera intentó arrastrar al PSOE hacia la gran coalición del bipartidismo, pero con una fuerza auxiliar. Porque parece que Ciudadanos ha decidido que su gran proyecto es ser una agencia matrimonial de los dos grandes partidos. Creo que Sánchez no eligió bien, seguramente tuvo muchas presiones, pero estoy convencido de que este 26-J los equilibrios van a ser muy diferentes.

¿En algún momento se barajó la opción de la abstención? Con el acuerdo que había encima de la mesa, nunca. No sé de donde sale el rumor, pero nunca, en ninguna de las discusiones, nio del grupo negociador de Podemos ni de la dirección, se planteó esa posibilidad.

¿Por qué no? Aquel acuerdo nos parecía marcadamente insuficiente. Por ejemplo, acordaron paralizar el calendario de la LOMCE, pero cuando Sánchez lo llevó al Congreso, Rivera se abstuvo y lo votamos nosotros. ¿Por qué si estábamos votando juntos en el Congreso, si el grueso de las propuestas del PSOE no las saca con Ciudadanos, sino con nosotros, por qué no podíamos plasmar eso en un Gobierno? Parecía que éramos buenos para apoyos legislativos, pero no éramos buenos para gobierno. Se nos planteó que teníamos que elegir entre firmar un cheque en blanco o ser culpados de la repetición de elecciones, pero la verdad es que no hemos llegado aquí para ser la muleta de nadie. Nacimos para


transformar la política española, no para asustarnos o quebrarnos a la primera presión. A lo mejor hemos sonado duros, a lo mejor hemos sido rígidos, pero hemos dicho siempre lo mismo durante las negociaciones, hemos sido coherentes.

¿Es Podemos populista?

Populista se utiliza en España como un insulto de forma permanente, con una paradoja, que cuanto menos pueblo hay, cuanto menos hablan de él, más nos dicen las élites que el fantasma peligroso que amenaza nuestras sociedades es el populismo. Podemos quiere construir un pueblo y recuperar la soberanía para el pueblo. Yo creo que la etiqueta populista asociada a insulto o demagogia no nos describe.

¿Y qué opina de las continuas comparaciones con fenómenos como el Frente Nacional de Le Pen? Nos han dicho de todo, pero creo que lo mejor es que la gente lo compare con nuestras experiencias en los sitios donde gobernamos, donde nuestras políticas son aumentar la protección social, aumentar la transparencia en las instituciones, reducir el gasto y la deuda y devolver la dignidad a la vida institucional. Hay que juzgar a Podemos por lo que hacen, más que por lo que los adversarios dicen. Sobre nosotros se ha dicho un abanico tan amplio de barbaridades, a veces incompatibles entre sí, que da muestras del agotamiento intelectual de quienes nos gobiernan.

¿Descarta entonces cualquier nexo común?

De hecho somos la vacuna para que eso no pase en España. Aquí, en la crisis, en lugar de culpar a los extranjeros, a los que vienen de fuera o a los más débiles, culpamos a los de arriba y a su orgía de corrupción y de despilfarro. La salida de la crisis es hacia más democracia, no menos, y eso es así gracias al antídoto que fue el 15-M y después gracias a nuestra aparición en política, que bloquea la posibilidad de que en España pase algo como lo que está pasando en Austria, donde casi gana la extrema derecha.

Tras la crisis interna de su partido usted desapareció un par de semanas "para pensar". ¿Sigue pensando o ya da ese capítulo por superado?

(Risas) Las dos cosas. Yo necesitaba un tiempo de reflexión, hubo cosas que no me gustaban, y me parecía sano que en la nueva política fuéramos capaces de explicar cuando estamos de acuerdo, y cuando a veces no lo estamos en todo. Sigo pensando que en Podemos habrá que plantearse el paso de una máquina electoral muy rápida pero a veces no muy cuidadosa, a un movimiento popular más lento, más amable y más federal, con más peso de los territorios. Pero eso para mí es una cuestión organizativa, no personal, no es una cuestión de nombres propios.

Hace poco le preguntaban si le seguía usted valiendo a Podemos. Ahora le pregunto, ¿le sigue valiendo Podemos a usted? A mí Podemos no me tiene que valer, yo soy un militante del cambio político, y la cosa es que yo siga siendo útil. Si sigo siendo últil para construir esa mayoría nueva en España, entonces tiene sentido lo que hago, y en la medida en que sea útil, pues aquí voy a estar. Ahora como director de campaña, o antes como portavoz parlamentario, o donde me toque estar.


¿Hay riesgo de ruptura en Podemos?

No. Puede que tengamos que modificar algunos aspectos relativos a la hoja de ruta en la medida en la que las tareas son diferentes. Nosotros en Vistalegre nos fijamos con claridad una hoja de ruta y un objetivo, las elecciones generales. Creo que fue una buena estrategia a juzgar por los resultados, y ahora queda el 26-J. Si después cambian las prioridades, pues adaptaremos y modificaremos nuestra estrategia, no tenemos manuales. En Podemos discutimos en abierto, y esa es la mejor garantía de que las discusiones sigan permitiendo que nos convenzamos unos a otros.

¿Habrá un Congreso antes de que acabe el año?

No lo sé, depende de lo que pase el 26-J. Pero si entendemos Congreso como sinónimo de ruptura, no. Estamos ante una oportunidad histórica que puede modificar nuestras tareas, porque a lo mejor después de las elecciones tenemos la tarea de conformar un gobierno al servicio de la gente, y por lo tanto de asumir la inmensa responsabilidad de intentar estar a la altura.

¿Y si la coalición no cumple las expectativas? Si Unidos Podemos no es capaz de precipitar en estas elecciones el cambio político en España, tendremos que hacer reflexiones sobre en qué cosas hemos fallado en un momento histórico. Pero esa es una hipótesis que ahora mismo no contemplo. Nosotros libramos siempre las campañas como si fueran la última.

Parece que Venezuela se ha convertido en el epicentro de la campaña. ¿Cuál cree que es la solución para la situación en ese país? Creo que en Venezuela se necesita una mediación internacional y creo que el expresidente Rodríguez Zapatero estuvo más a la altura que muchos otros líderes españoles. Creo que hizo lo que un ministro de Exteriores debería haber hecho, que es intentar mediar, reunirse con todos e intentar que haya una salida desde el respeto a las instituciones o a lo que voten los venezolanos, en lugar de incendiar o utilizar la situación dramática de un país para hacer un spot electoral en Caracas. Es un bochorno que, en un momento así, líderes que no proponen nada nuevo para España, su mejor propuesta sea utlizar la situación de un país que está a miles de kilómetros y les da exactamente igual, para intentar perjudicar las opciones de cambio político.

¿Qué ha cambiado desde el 20-D? Varias cosas. A peor, que puede haber ciudadanos que estén más cansados, de la política y de los políticos, y ahí no nos podemos permitir dar ni un solo paso atrás. Si la gente abandona la política, ésta vuelve a ser un negocio para unos pocos al servicio de unos pocos. Los mejores avances democráticos se producen cuando la ciudadanía, la gente normal, toma las riendas de la política. Cuando las cede, las instituciones se empiezan a convertir en chiringuitos para unos pocos. Pero también han cambiado cosas a mejor. Los ciudadanos tienen dos datos que no tenían antes del 20-D: saben los que votamos los españoles ese día, que es una encuesta fantástica. Y en segundo lugar, tienen elementos con los que juzgar a los partidos por lo que han hecho estos cuatro meses. Eso es un experimento democrático que nunca habíamos tenido. Antes podías decir lo que quisieras en campaña y luego hacer lo que te diera la gana durante


la legislatura, porque hasta dentro de cuatro años no te examinabas de nuevo. Ahora rendimos cuentas cuatro meses después, tenemos la memoria fresca de lo que ha hecho cada uno, de con quién ha querido pactar y de qué políticas ha defendido, también en el Parlamento. No es verdad que el Parlamento no haya servido para nada, ha servido para retratarnos. El PP ha promovido mociones sobre la unidad de España y nosotros decíamos que a lo mejor defender la unidad de España tenía que ver con proteger a los españoles de verdad, protegerlos de los desahucios, de los recortes en servicios públicos, de la precariedad.

En este viaje, ¿qué es lo que más le ha dolido por el camino? Lo más difícil han sido los ataques sobre nosotros, las dificultades de construir una organización política a toda velocidad, momentos políticos de tensión y momentos en los que cuesta abstraerse de las semanas maratonianas. Eso lo corregiría, te tienes que dejar huecos o días libres para levantar la vista y, por encima del calendario, ser capaz de mirar y dejarse más hueco para respirar, para leer, para pensar, para parar el balón y levantar la cabeza. Lo más doloroso es cuando los ataques y hostigamiento hacen daño a gente cercana.

¿Qué errores han cometido? Hemos cometido muchos y hay muchas cosas que podíamos haber mejorado, como nuestro primer desempeño en el Parlamento. Fuimos muy ingenuos. Como cuando se pactó la mesa del Congreso o cuando nos mandaron al gallinero. Una de las cosas que no supimos leer lo suficientemente rápido es que los ataques y la hostilidad de los privilegiados y los sectores tradicionales de poder contra Podemos tenían como objetivo provocar un cerco y que habláramos de nosotros mismo. Para esquivar esa maniobra hay que esforzarse siempre en los que quedan fuera, en los que faltan. Si queremos que las transformaciones que que hagamos sean duraderas, las tiene que aceptar una parte que ahora está votando al adversario o a otras opciones, y eso tiene que ver siempre con la capacidad de persuadir y de seducir. No es fácil mantener esa capacidad cuando te están cayendo chuzos de punta, pero para eso llueve y precisamente por eso la tendríamos que redoblar, y no siempre hemos sido capaces. Otro error es el escaso tiempo que hemos dedicado a formar cuadros y a formar relevo.

Hay quien cree que les sería más rentable, en un escenario de presiones desde Europa para posibles recortes, no gobernar y liderar una oposición de izquierdas Soy consciente de que asumir ahora el gobierno en España no es un valle de rosas, pero eso es una responsabilidad histórica que tenemos que cumplir. Una fuerza que quiere transformar su país, gobierna, y lo hace al servicio de la gente. Aunque no siempre pueda avanzar todo lo que quiera ni hacer todos los proyectos que se fija. Hace lo que puede para mejorar la vida de la gente y empuja para dejárselo [el país] en mejores condiciones a quien venga detrás.

¿Cuál es el mayor éxito de Podemos y cuál su mayor fracaso? Éxitos diría dos. El primero, que ha contribuido a hacer más sexy la política en España, a que mucha juventud entienda que hay que participar y tomar las riendas de nuestro país. Hay que implicarse y apasionarse, porque España ha llegado a una mala situación también porque muchas veces hemos mirado para otro lado. Podemos ha contribuido a la revitalización de la política y del compromiso, y eso fortalece la salud de la democracia. El segundo éxito tiene que ver con transformar culturalmente España. Todavía no hemos ganado, pero marcamos una buena parte del ritmo político. Proponemos cosas que cuando las decimos nosotros son de extremistas, y un año o tres meses después las vemos en


boca de otros. Acabamos de ver al ministro De Guindos [Luis, ministro de Economía] decir en Europa que hay que reducir el déficit más lentamente y que ya está bien de recortes. Empezamos a ser fuerza que marca el rumbo cultural incluso antes de estar en condiciones de ser fuerza de Gobierno, y eso es clave, porque los cambios políticos profundos van precedidos siempre antes de un mar de fondo de cambio cultural. En cuanto al fracaso... Creo que no siempre hemos sido hábiles frente a la campaña del miedo, esa que decía que íbamos a quitar a la gente sus pensiones y su segunda casa. En eso tenemos que aplicarnos en el futuro.


El sujeto del cambio o la bancarrota teórica del populismo (I)

Francisco Umpierrrez El 12 de mayo del año en curso Rebelión publicó un artículo de Juan Carlos Monedero titulado Las debilidades de la hipótesis populista y la construcción de un pueblo en marcha, del cual transcribo el siguiente párrafo: “¿Quién iba a ser el nuevo sujeto del cambio? Podemos nacía de la certeza de que la clase obrera ya no se deja representar de manera simplista. El 15M juntó a clases medias proletarizadas, a sectores populares, a precarios y a parados de larga duración, a jóvenes emigrados, a damnificados del último ERE, a adolescentes enfadados con una clase política en la que no se veían representados, a yayoflautas convencidos que le estaban robando todo lo construido en tres décadas. Todos comprometidos por igual por el cambio. Las tesis marxistas que otorgan a la clase obrera un significado esencialista, como si bastara ser obrero para tener conciencia revolucionara y marcar la senda de la historia, ya no tiene fuerza explicativa. Otras realidades han nacido con mucha fuerza –el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, la defensa de la democracia directa, la lucha contra el capitalismo financiero, el precariado, la economía colaborativa, un nuevo internacionalismo apegado a la nación, el desarrollo tecnológico como herramienta esencial de la superación del capitalismo, la defensa de un individualismo comprometido socialmente o la asunción de las migraciones como una realidad nueva que no puede soslayarse-“.

En todo lo dicho por Monedero no hay conceptos, solo ideas sueltas, expresión de hechos solapados. Los teóricos de Podemos son muy pobres conceptualmente y no dicen nada nuevo. Su única verdad es la causa que defienden. Y eso es insuficiente. Ya advertí que el pseudoconcepto casta terminaría por desaparecer de la escena política y así ha sido. Nos anunciaron que iban a representar una nueva democracia, pero todo ha quedado en intenciones. Votar si se está de acuerdo con la alianza electoral entre Podemos e IU, no es en términos democráticos nada nuevo ni revolucionario. Lo único nuevo es que las votaciones se hacen por la red, lo que hace de esa votación un hecho poco social. Es


simplemente votar sí o no. No existe la democracia directa en los grandes asuntos del Estado. Y no es posible la democracia directa. La democracia directa solo sería posible en Estados cuya población no fuera superior a diez mil ciudadanos. Y esos Estados no existen. La democracia interna de Podemos es una democracia delegada como lo es en el resto de los partidos. Y lo que prometen son reformas y no una revolución. Tampoco estamos en una segunda transición. No existe ningún proceso constituyente. No llegará un nuevo mundo. En política querer no es poder. Al contrario: en política el querer depende del poder. Y el poder en los Estado modernos es muy complejo, una realidad que no solo abarca al Estado sino también y más especialmente a la economía. Venezuela es el ejemplo del desastre del populismo; y Grecia es el ejemplo de que no debe prometerse lo que no puede hacerse. Todos los movimientos sociales, reformistas o revolucionarios, al principio parecen llegar muy lejos, pero al final se quedan muy cortos. Y eso ha pasado con Podemos. No nos dejemos llevar de las ilusiones. Seamos marxistas, esto es, seamos cuanto menos materialistas.

La afirmación de Monedero de que “Las tesis marxistas que otorgan a la clase obrera un significado esencialista, como si bastara ser obrero para tener conciencia revolucionara y marcar la senda de la historia, ya no tiene fuerza explicativa”, está basada en teorías “marxistas” marginales y no en la práctica. Y en la práctica es donde hay que buscar la verdad. La experiencia del siglo XX nos dice que hubo dos grandes revoluciones socialistas: la revolución soviética y la revolución china. Y en ambas la clase obrera representaba una parte ínfima de dichas revoluciones: no llegaba al 8 por ciento. De ahí que bajo el punto de vista de la práctica afirmar que las tesis marxistas otorgaban a la clase obrera un significado esencialista es una falsedad. Quien haya leído la Nueva Economía Política de Lenin sabrá que el líder bolchevique ante la situación imposible de la economía socialista soviética proponía en 1921 la economía mercantil, el desarrollo del capitalismo privado y el capitalismo de Estado. Y quien haya seguido los cambios producidos en China desde 1978 sabrá que no es más que la realización de la Nueva Economía Política de Lenin. De manera que lo que supone Monederos como tesis marxista bajo el punto de vista de la práctica no es verdad. Lo que hace Monedero en este caso es puro teoricismo, esto es, tomar las teorías de ciertos “marxistas” como verdad en vez de buscar la verdad en la práctica.

Monedero opone la clase trabajadora a los siguientes grupos sociales: “clases medias proletarizadas, sectores populares, precarios y a parados de larga duración, jóvenes emigrados, damnificados del último ERE, adolescentes enfadados con una clase política en la que no se veían representados, yayoflautas”. Pregunta: ¿A qué clase social pertenecen las clases medias proletarizadas, los sectores populares, los parados, los jóvenes emigrados, los damnificados de los ERES y los pensionistas? La respuesta es clara: a la clase trabajadora. Esa oposición es falsa. Es una conceptualización teórica alejada del más mínimo rigor. Si hubiera expuesto cuáles son los nuevos rasgos de la clase trabajadora actual en oposición a la clase trabajadora del siglo XIX y principios del siglo XX, hubiera dicho algo nuevo y con sentido teórico. Pero su afirmación son puros actos de nominación con la intención aparente de estar presentando una realidad nueva.

No hay en las palabras de Monedero seriedad, ni rigor conceptual, ni ideología renovadora. Es la expresión de la bancarrota teórica del populismo. Y el populismo es una de las maneras no de resucitar a Marx, como algunos ilusos mantienen, sino de enterrarlo y olvidarlo como un mueble viejo e inservible. Y en el mejor de los casos de tergiversarlo


y volverlo irreconocible. Ya lo hizo la socialdemocracia en 1918. Y ahora lo hace el populismo de una manera superficial y vulgar.

Crítica a la idea de Íñigo Errejón titulada "El discurso no es ropaje sino terreno de combate"

( II ) Francisco Umpierrez

Los filósofos empiristas e idealistas tienen el gran defecto de que cuando hablan del mundo hablan como si fuera un objeto extraño al que llegan con sus conciencias con enorme dificultad y mediante un lenguaje cargado de abstracciones. Iñigo Errejón tiene el defecto de dichos filósofos.

Dos trabajadores que apoyan a la formación morada se acercaron a Errejón y uno le dijo que Podemos no se olvidara de los derechos de los animales, y el otro que cuidara a Chueca. A Errejón le sorprendió, uno, que no hicieran referencia a sus condiciones de trabajo, y dos, que expresarán sus demandas en términos no reductibles a una cuestión o pertenencia común. Sobre esta experiencia y sorpresa Errejón elabora un discurso especulativo. Estas son sus afirmaciones: una, no existe un terreno ideológico común que agrupe las simpatías de ambos trabajadores, dos, las simpatías se encuentran sobre referentes muy generales, tan amplios como dispersos, tres, leer y nombrar estos referentes no es una tarea fácil sino un momento clave de la lucha política, y cuatro, cuanto más amplio y fragmentado es el conjunto a articular, más genérico y laxo son los referentes que permiten unificar toda una seria de reclamaciones. Y después de esta especulación extrae una aparente conclusión: “En este caso, creo que la simpatía tenía que ver fundamentalmente con una percepción difusa de representar lo nuevo, lo ajeno a las élites tradicionales y una promesa general de renovación del país”.

Someto a crítica este primer párrafo. Errejón se comporta como si se hubiera tropezado con dos seres extraños. Y extrañamiento significa aquí que Errejón entra en contacto con dos seres humanos que existen fuera de su conciencia y los interpreta de manera enigmática. Primera cuestión: Si Errejón se hubiera parado y hablado durante más tiempo con los dos trabajadores, seguro que éstos le hubieran hablado de sus condiciones de trabajo y no necesariamente de


forma negativa. También le hubieran hablado de muchísimos más asuntos de la vida. Así que su sorpresa presentada como inferencia de que le extrañó que los dos trabajadores no le hablaran de sus condiciones de trabajo, se debió sencillamente a que su contacto duró pocos segundos. Segunda cuestión: si bien la lucha por los derechos de los animales y la lucha por la mejora de las condiciones de vida no es una lucha común, sí lo es cada lucha por sí misma. La lucha por los derechos de los animales es una lucha común a millones de españoles. Común no es total. La vida social se compone de muchas esferas. Y en cada una de esas esferas hay intereses comunes. Ahora bien, todas las personas que participan de la misma esfera social no tienen intereses comunes. Frente a los intereses comunes siempre hay intereses individuales. Del mismo modo la lucha por la mejora de las condiciones de vida de Chueca es la lucha por la mejora en las condiciones de salubridad, seguridad, infraestructura, ocio, y otros asuntos más de ese barrio en particular. Pero estos problemas existen en todos los barrios de España y son, por consiguiente, universales. Luego la lucha por la mejora en las condiciones de vida en los barrios es una lucha común para decena de millones de españoles. Así que Errejón se equivoca, primero, cuando plantea el problema de lo común entre esferas de vida diferentes, pues carece de sentido querer ver el problema de lo común donde no puede darse; y segundo, cuando no destaca el problema de lo común en las dos luchas sociales consideradas en sí mismas, donde sí se da el problema de lo común.

Cuando Errejón afirma “que no había siquiera un terreno ideológico común que agrupase sus simpatías”, esa afirmación carece de sentido. En la lucha por los derechos de los animales y en la lucha por la mejora de las condiciones de vida en los barrios no se da de forma específica un problema ideológico: ahí el interés es común al capitalista y al trabajador. Cuando después plantea que las simpatías de los dos trabajadores “se encuentran sobre referentes muy generales, tan amplios como dispersos”, me parece un acto de pura especulación. La lucha por la defensa de los derechos de los animales y la lucha por la mejora en las condiciones de vida en los barrios no son referentes generales sino referentes concretos. Y cuando afirma que esos referentes son amplios y dispersos, insisto en que es pura especulación. Que una determinada lucha social tenga el carácter de amplitud y este carácter se plantee como algo negativo carece de sentido. Cuanto más amplia sea una lucha, cuanto más personas participen en dicha lucha, para el movimiento social es mejor. Y en lo que se refiere a que la lucha por la defensa de los derechos de los animales y la lucha por la mejora en las condiciones de vida de los barrios tienen el carácter de disperso, es simplemente una afirmación gratuita y carente de verdad. La dispersión se daría cuando un grupo social lucha por mil cosas a la vez y en ninguna de ella se empleara fondo. Pero no es el caso. Dice además Errejón que leer y nombrar estos referentes, esto es, la lucha por los derechos de los animales y la lucha por la mejora en las condiciones de vida de los barrios, “no es tarea fácil, sino un momento clave de la lucha política”. No le veo sentido a esta afirmación. Errejón está cargado de filosofía del lenguaje, pero de una filosofía del lenguaje que ve en el lenguaje un reino propio e independiente, no de una filosofía del lenguaje de inspiración marxista donde el lenguaje no se separa nunca de la vida, de la percepción sensible, de la práctica social. Los hechos no se leen ni se nombran. Los hechos se viven. Y en todos los hechos humanos está presente el lenguaje. Y no existe ninguna dificultad en nombrar y hablar de los factores que participan en la lucha por los derechos de los animales y en la lucha por la mejora en las condiciones de vida en los barrios. Esa dificulta solo existe para el intelectual que convierte el mundo exterior en un mundo extraño y al lenguaje en un reino independiente. Y por último, la lucha por los derechos de los animales y la lucha por la mejora en las condiciones de vida de los barrios es una lucha política más junto a muchas otras.


Afirma Errejón que “en general, cuanto más amplio y fragmentado es el conjunto a articular, más genéricos y laxos son los referentes que permiten unificar toda una serie de reclamaciones”. La sociedad española como todas las sociedades capitalistas modernas no son sociedades fragmentadas. La división social del trabajo no cesa de aumentar. Esto tiene su claro reflejo en el consumo: cada vez son más variados y diversos los productos que se consumen. Todo este mundo variado lo unifica el mercado y el dinero es la expresión de la unidad de dicho mercado. Cada esfera de la práctica social genera intereses específicos y las personas que participan de dicha práctica desarrollan sus intereses individuales hasta convertirse en intereses comunes. Así que “los referentes” que permiten unificar las distintas reclamaciones no son genéricos ni laxos, sino específicos y concretos. De hecho el propio programa de Podemos abarca muchos objetivos diferentes. Por último, Errejón extrae de toda su reflexión especulativa la siguiente conclusión: “En este caso, creo que la simpatía –se refiera a la de los dos trabajadores– tenía que ver fundamentalmente con una percepción difusa de representar lo nuevo, lo ajeno a las élites tradicionales y una promesa general de renovación del país”. No sé qué papel desempeña aquí lo de “élites tradicionales” y no entiendo igualmente el empeño de emplear categorías de la sociología vulgar que a la postre son tan poco revolucionarias y esclarecedoras como es el caso de “élite”. Creo que hay que ser más claro y no complicarse teóricamente cuando no hay necesidad de ello. Los dos trabajadores en cuestión han sufrido la dura crisis económica y están profundamente decepcionados y amargados por la generalizada corrupción en la esfera política. Y ven en Podemos la fuerza política que puede acabar con la corrupción y

mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Y sobre este hecho tienen una percepción no difusa sino

perfectamente clara.

Sigamos con “las ideas” de Errejón: “No se trata en absoluto de negar que existan intereses concretos, necesidades materiales asociadas a la forma en la que vivimos y nos ganamos la vida. Sino reconocer que estas nunca tienen reflejo y directo y “natural” en política, sino a través de identificaciones que ofrecen un soporte simbólico, afectivo y mítico sobre el que se articulan posiciones y demandas muy distintas”. Sigo sin entender la necesidad de Errejón de hablar de esta forma tan poco clara, recurriendo a categorías abstrusas y a razonamientos enredados. Lo más material que existe en nuestras sociedades es el dinero. Sin el dinero nada es posible. De hecho lo que el PP siempre le reclama

a

Podemos es de dónde va a salir el dinero para llevar a cabo sus objetivos de gobierno. Lo material, esto es el dinero, está en todo y lo media todo. Y el reflejo de los intereses económicos en los partidos políticos es natural y directo: no hay ninguna mediación especial. Afirmar

que para luchar por mejorar el salario, por ejemplo, se necesita de una

identificación que ofrezca un soporte simbólico, afectivo y mítico, me parece una extravagancia intelectual. En este caso un gran sector de los trabajadores se han identificado con Podemos en esta materia porque dicha formación ha prometido subir el salario base. Y en esta identificación no hay nada de simbólico, afectivo o mítico.

No quiero seguir analizando el texto de Errejón. Me parece una inutilidad. Pienso que la filosofía francesa especulativa de los años setenta, que ha tenido mucha andadura en el terreno de la semiótica y de la filosofía del lenguaje, ha generado mucho mal intelectual. Ha transformado la propia filosofía de Marx en una caricatura lingüística. Sus dos defectos ya los señalé antes: transformar el mundo exterior en un mundo extraño y al lenguaje en un reino independiente. Y esta filosofía alcanzó a buena parte del pensamiento latinoamericano y a buena parte de la izquierda intelectual europea. En esta clase de filosofía es prácticamente imposible saber de qué realidad concreta se está hablando y se hace uso de categorías del ámbito de la semiótica y de la filosofía del lenguaje, como por ejemplo “referente”, “sentido” y “símbolo”, en esferas de saber donde hay que ser muy prácticos y directos, como es el caso


de la política. También esta filosofía ha deformado y tergiversado el pensamiento de Marx de una manera indigna, lo ha convertido en un juego especulativo. Y esta nociva influencia está presente en el texto de Errejón.

(Los fragmentos de Iñigo Errejón incluidos en este trabajo están tomados de un artículo titulado “Podemos a mitad de camino” y publicado en Tribuna el 23 de abril de 2016).


Límites de la teoría populista Antonio Antón

Publicado en Nueva Tribuna y Rebelión, el 27-5-2016

Se ha abierto un debate político-ideológico entre varios líderes de Podemos y sus aliados (I. Errejón, J. C. Monedero, M. Monereo, B. Fernández…) que reflejan distintas sensibilidades a la hora de encarar sus estrategias presentes y futuras, incluido el debate sobre la construcción de una alternativa más unitaria con el conjunto de las confluencias e IU. No entramos en su significado dentro de los equilibrios internos o de liderazgo, cuyos detalles no conocemos. Tampoco valoramos las implicaciones políticas que necesitan un tratamiento específico en el actual contexto electoral, con el objetivo común de ganar las elecciones generales del 26-J e impulsar el cambio real a través de un Gobierno de progreso, de coalición y programa compartido con el PSOE. Aquí solamente apuntamos varias reflexiones de carácter teórico que subyacen en ese debate, para darle otra perspectiva y como contribución al mismo de la forma más rigurosa y constructiva posible.

Podemos, y todavía más si incorporamos las distintas confluencias, incluyendo IU y las distintas fuerzas de Unidad Popular, tiene una gran diversidad en sus influencias ideológicas. Una de las más significativas entre algunos de sus dirigentes es la teoría populista de E. Laclau (La razón populista, 2013). Sin detallar una valoración de la misma


exponemos algunos de sus puntos polémicos, así como las ideas marxistas más débiles, suscitados en el referido debate. (Un desarrollo más extenso está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-)

La ambigüedad ideológica del populismo

La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica. En el plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel, significado u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadora-igualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria).

Lo que criticamos de la teoría de Laclau es, precisamente, que se queda en la lógica política de unos mecanismos, como la polarización y la hegemonía, pero que son indefinidos en su orientación igualitaria-emancipadora si no se explicita el carácter sustantivo de cada uno de los dos sujetos en conflicto (amigo/enemigo) y el sentido de su interacción.

Por otro lado, nos distanciamos de la interpretación marxista convencional (estructuralista según Althusser): lucha de clases y hegemonía inevitable de la clase obrera, derivada de su posición en las relaciones de producción y que aseguraría su avance hacia el comunismo. Laclau (postmarxista) pretende superarla, pero cae en otra unilateralidad: la infravaloración de la experiencia vivida y compartida de las capas populares en sus conflictos sociopolíticos con las élites dominantes, teniendo en cuenta su posición de subordinación y su cultura, así como la sobrevaloración del discurso en la configuración del sujeto social. Así, el estructuralismo mecanicista o economicista, infravalora a los


actores reales, sus condiciones, su articulación y sus valores (la agencia). Lo específico de ese determinismo económico no es tanto la afirmación o negación de la primacía de lo material, aunque su concepción del ‘ser social’ sea mecanicista, como realidad pasiva y excluyendo su cultura, en la doble acepción de ideas o valores y costumbres, hábitos o conductas, que formaría parte de la ‘conciencia social’. El idealismo althusseriano consiste, sobre todo, en

Un universo conceptual que se engendra a sí mismo y que impone su propia idealidad sobre los fenómenos de la existencia material y social, en lugar de entrar con ellos en una ininterrumpida relación de diálogo… La categoría ha alcanzado una primacía sobre el referente material; la estructura conceptual pende sobre el ser social y lo domina” (Thompson, Miseria de la teoría, 1981: 28-29).

En el ser social, en el sujeto, debemos incorporar no solo sus condiciones materiales de existencia, sino cómo son vividas y pensadas. La conciencia social forma parte e influye en el ser social, no es solo un mero reflejo de una estructura material (sin sujeto). Y la reflexión compartida de esa experiencia permite interpretarla, elaborar nuevos proyectos de cambio y promover la transformación de la sociedad.

No obstante, la reacción (acertada) a la primacía del ser social pasivo y la reafirmación (post-estructuralista) del discurso, perviven en la teoría populista con otro tipo de idealismo abstracto (desacertado), con similar hilo conductor: la sobrevaloración del evidente impacto de las ideas o el discurso como causa determinante en la construcción de la identidad y la pugna de los sujetos colectivos, dejando en un segundo plano la experiencia ciudadana de articulación social, económica y política.


J. C. Monedero (Las debilidades de la hipótesis populista y la construcción de un pueblo en marcha), al remarcar sus diferencias con I. Errejón, apunta alguna deficiencia similar de la teoría populista: “Laclau quiere convertir el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva”. Aunque, más bien cabría decir que Laclau pretende un cambio social y político a través del desarrollo del discurso (la hegemonía cultural) y no acierta con los adecuados criterios teóricos, dinámicas político-ideológicas y estrategias transformadoras para impulsar un proceso igualitario-emancipador.

Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo ‘populista’ pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter ‘sustantivo’, su significado respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares. Ese carácter ‘indefinido’ o ambiguo en el papel y la identificación ideológico-política de un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta, porque infravalora un aspecto fundamental. Nos vale poco una teoría que no sirve para explicar y favorecer un proceso de transformación liberador y solidario y que es solo una ‘técnica’ o lógica política (polarización, hegemonía) que se puede aplicar, indistintamente, a movimientos populares antagónicos por su contenido o significado. La garantía de basarse en las ‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política e ideológica tampoco se define.

Así, la palabra populismo no es una referencia adecuada para significar un proyecto ‘nacional-popular’ (plurinacional en España). Además, como reconoce I. Errejón, es una palabra no ganadora para atraerse a las mayorías sociales. El adjetivo adicional de ‘izquierda’ la mejora pero no resuelve su carácter polisémico. Es necesaria otra identidad con otro significante para expresar el significado transformador de fondo democráticoigualitario-emancipador (con componentes comunes al de otras tradiciones progresivas). Y en el marco europeo es ineludible la diferenciación frente a las ascendentes tendencias populistas de derechas, xenófobas, regresivas y autoritarias.


El populismo de izquierda, como teoría del conflicto social, presenta ventajas respecto del consenso liberal, defensor del poder establecido. La particularidad en España es que esos líderes de Podemos han superado los límites de esa teoría y han demostrado una superioridad política, moral e intelectual respecto de los dirigentes de la derecha y la socialdemocracia, atados a los poderosos. La han completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular democrático y con los valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto) existente. El éxito de Podemos (y sus confluencias) no deriva tanto de las bondades de esa teoría, cuanto de la capacidad política de sus dirigentes para interpretar, representar y dar cauce institucional, con suficiente credibilidad, a la experiencia sociopolítica (el rechazo contra las políticas regresivas y autoritarias del poder establecido), la cultura (democrática y de justicia social) y las demandas de cambio de una ciudadanía activa progresista conectada con una amplia corriente social indignada.

La mezcla de espontaneísmo y constructivismo no es suficiente

La segunda insuficiencia de Laclau es que parte del proceso de conformación de las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su propuesta (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer paso es clave, ya que está condicionado por todo lo que expresamos como relevante para nuestro enfoque: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’.


Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una virtud (como superador del marxismo o estructuralismo). Como efecto péndulo de su crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista, como Touraine, que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En ese eje –estructura/agencia- nos ponemos en el medio, en su interacción, en la importancia de la experiencia de la gente, aun con sus límites (Thompson, 1981: 18 y ss.).

Por el contrario, (de forma simplificada) Laclau defiende un ‘espontaneísmo’ articulatorio del pueblo (en el primer paso), combinado con el discurso y el liderazgo (en el segundo paso); aunque no define su orientación y composición, solo que represente o unifique las demandas populares, que todavía no sabemos qué significación ética tienen. No es equilibrado en su interacción; además, seguiríamos sin superar la ambigüedad de su sentido. Es imprescindible la interrelación de los distintos segmentos del movimiento popular, incluido sus élites, medios de comunicación e intelectuales, y contar con su posición social y política.

Además de la confianza excesiva en la espontaneidad articuladora (anarquizante), hay que superar también el otro extremo: la suplantación del activismo vanguardista o elitista y del discurso. Existe, por un lado, el clásico partido elitista o de vanguardia (leninista, trotskista o socialdemócrata) y, por otro lado, el ‘movimiento’ con el que se relacionaba (movimiento obrero, nuevos movimientos sociales o el nuevo sujeto pueblo). La función y los mecanismos de mediación o interacción se han modificado, pero siguen sin estar bien resueltos. El concepto de partido-movimiento pretende abordar ese doble papel aunque falta por articular su relación con el resto de movimientos y su autonomía, dando por supuesto que en la formación de los sujetos colectivos tienen un papel decisivo la comunicación, la ‘nominación’ o la conciencia individual.

Podemos y sus aliados (incluyendo IU-UP) han conseguido ser reconocidos como representantes políticos por seis millones de personas. Su discurso y su liderazgo, con un


plan rápido y centralizado de campaña electoral prolongada, han sido suficientes para obtener ese amplio reconocimiento como cauce institucional de una masiva ciudadanía descontenta. Pero ese electorado se ha construido sobre la base de la existencia de un campo sociopolítico indignado, conformado por todo un ciclo de protestas sociales progresivas, con un activo movimiento popular y miles de activistas sociales. Está terminando este ciclo electoral, de reajuste institucional, político y representativo. El nuevo ciclo, consolidar y ampliar las fuerzas del cambio e impulsar transformaciones políticas y socioeconómicas de calado, exige una nueva articulación de esas dinámicas populares, junto con la nueva representación institucional, y nuevos discursos y estrategias, particularmente en el ámbito europeo frente al decisivo poder liberalconservador.

Por tanto, hay dos cuestiones entrelazadas: Cómo construir un sujeto social o político (llámese pueblo, clase social o nación) y qué tipo de sujeto (el sentido de su papel y orientación). El proceso de identificación colectiva está unido a los dos elementos y es indivisible (salvo analíticamente). Se basa en la experiencia, la vida, la cultura y el comportamiento de la gente concreta; se define por su papel respecto de la igualdad y la democracia, los dos grandes valores de la ilustración,

la modernidad progresista y la

mejor tradición de las izquierdas.

Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos ‘sustantivos’ pero insuficientes

La posición de no diferenciar claramente el populismo de izquierda del populismo de derecha es un ‘inconveniente’. Hay que explicar su inclinación ideológica o su significado político, a lo que se resiste la versión más ortodoxa, más indefinida. Con esa denominación se completaría la lógica ‘populista’ (similar en abstracto) con el contenido de izquierdas -o derechas- (antagónica en lo sustantivo). Igualmente, se debería añadir como consustancial a ese populismo de izquierda la tarea de ‘radicalización democrática’.


Con ello corregimos la pureza rígida del último Laclau e incorporamos dos ideas (o valores, doctrinas y proyectos) básicas y fundamentales, la igualdad y la democracia. No serían significantes vacíos a la espera de su utilización según su función unificadora. Sino alternativas programáticas fundamentales desde las que elaborar la estrategia de cambio y promover la conciencia social y el conflicto político. Incluso son elementos clave de un relato o mito identificador del sujeto político pueblo (progresivo). Es lo que, en cierta medida y sin valorarlo, hace la dirección de Podemos (y sus aliados) donde se mezcla ese componente discursivo populista con una tradición de izquierda (marxista) y una experiencia democrática (su activismo social y político previo en movimientos sociales, más abiertos y participativos).

Esa incorporación ideológica o de contenido sustantivo al simple esquema o lógica populista es lo que, en parte, hace Ch. Mouffe en su conversación con I. Errejón, en la que corrige a Laclau (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 111 y ss.). Con ello se superaría (parcialmente) el problema de la ambigüedad o el ‘vacío’ de las propuestas identificadoras populistas. Tendríamos dos componentes ‘sustantivos’ –igualdad, democracia- para completar su estrategia constructiva y procedimental de ‘pueblo’. Algunas de esas reflexiones vienen de lejos y estaban expuestas hace tiempo por Laclau y Mouffe. Pero el Laclau de La razón populista no avanza por ese camino, retrocede; solo duda del carácter insuficiente de su teoría ante los horrores del etnopopulismo (yugoeslavo). Y lo sintomático es que Errejón, ante la insistencia de Mouffe, presionada por la necesidad en Francia de diferenciación con el populismo ultraderechista de Le Pen, tampoco avanza y sigue los postulados más ortodoxos del último Laclau. La reafirmación de éste en separar, prescindir o relativizar el contenido sustantivo de un movimiento popular y su papel sociopolítico y cultural o, si se quiere, relacional e histórico, es un inconveniente no una ventaja en el doble plano, analítico y normativo.

La ‘transversalidad’ tiene un límite ideológico (igualdad-libertad-democracia o derechos humanos) y otro político-social (gente subordinada o solidaria). No se puede aplicar o no


puede ser neutra en los conflictos con esos intereses y valores, aunque sí sirva para superar ideas marxistas de ‘izquierda’ política o ‘clase’ trabajadora, que serían restrictivas.

La posición populista rígida es que la elección de significantes, discurso clave para la polarización hegemonista, no debe estar condicionada por nada previo o relacional (material o ideológico); solo por su eficacia para convertir las demandas parciales en identificación del pueblo, mediante esa construcción de identidad hegemónica. La teoría de Laclau insiste en la abstracción o infravaloración de la realidad y el contenido sustantivo de un movimiento popular, que considera innecesario o contraproducente para tener más posibilidad de elegir (nominar) una idea ‘populista’, construir ‘pueblo’ y ganar hegemonía y poder (sin definir su papel y orientación).

Así, el concepto y la función de ‘significante vacío’ son insuficientes; desde su visión constructivista una palabra o consigna puede cumplir funciones ‘unificadoras’ de las demandas democráticas o parciales realmente existentes. Pero esa tarea no la valora desde el punto de vista ideológico-político, de avance o retroceso para la igualdad y la libertad (del pueblo). Prioriza su función ‘identificadora’ a partir de las demandas parciales, dando por supuesto que éstas están dadas y son positivas en su articulación hegemónica frente al poder oligárquico, aunque tampoco asegura su orientación política e incluso admite una pluralidad de efectos antagónicos –progresivos/emancipadores y regresivos/autoritarios.

En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa interpretación o comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja esa ambigüedad ideológica y confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el


populismo latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).

¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar la validez teórica de una teoría por su amplia aplicabilidad histórica? Pero, esa clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del antagonismo amigo-enemigo, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha de clases – completada en este caso por la ideología del comunismo?. Esa diversa y amplia aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y más unilateral.

Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. El partir de los de abajo le da un carácter ‘popular’. Pero, lo fundamental de su papel lo determina según en qué medida conecta y se complementa con un actor social progresista, con su cultura, experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí, sus insuficiencias teóricas se contrarrestan, precisamente, con el contenido sustantivo progresivo (justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los de Podemos, que se han socializado en esa cultura progresista, democrática… y de izquierda (social).

Por otro lado, Laclau pone de relieve o supera algunas deficiencias de la clásica interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero se va al otro extremo constructivista. Y, sobre todo, no tiene o infravalora elementos internos sustantivos (éticos o ideológico-políticos) para evitar su aplicación o su conexión con actores autoritarios-


regresivos. Es su inconveniente y nuestra crítica principal. Podríamos también decir: menos Laclau y más Kant.

En definitiva, dada la importancia de las necesidades políticas y estratégicas del movimiento popular en España, la diversidad de corrientes de pensamiento entre las fuerzas alternativas y, específicamente, la tarea de cohesión y consolidación de las nuevas élites representativas en torno a Podemos y el conjunto de sus aliados y confluencias, son imprescindibles un esfuerzo cultural y un debate teórico, unitario, riguroso y respetuoso, para avanzar en un pensamiento crítico que favorezca la transformación social en un sentido democrático-igualitario-emancipador.

Entrevista Iñigo Erregon 18.06.2016 – 05:00 H. Íñigo Errejón (Madrid, 1983), cerebro electoral de Podemos, locuaz portavoz parlamentario y director de orquesta, va siempre una nota por delante de sus asesores y, en ocasiones, también de sus rivales políticos, a quienes gusta de marcar la agenda tomando la iniciativa política. Padre de la tan mentada transversalidad y discípulo de Laclau, lo primero consecuencia de lo segundo, Errejón está ganándose a pulso el liderazgo -compartido- dentro un partido que nació con el rostro de Pablo Iglesias en las papeletas. En un descanso de la campaña, entendiendo como tal trabajar en su


despacho, recibe a El Confidencial para analizar las nuevas claves electorales, las negociaciones fallidas, las que vendrán, y el presente y futuro de su formación.

PREGUNTA: Está teniendo más presencia en esta campaña que Pablo Iglesias, que solo participa en la mitad de los mítines en favor de usted, ¿por qué?

RESPUESTA: Estamos orgullosos de poder presentar equipo y de tener un candidato muy fuerte a presidente del Gobierno. Podemos hacer actos potentes con mucha gente por supuesto si está Pablo, pero también con el resto del equipo y por eso los diferentes portavoces estamos haciendo mucha carretera, también en la medida en que en los debates y la televisión los lleva el candidato.

P: ¿Se intenta disimular en esta campaña la imagen de personalismo e hiperliderazgo del partido?

R: Nacimos con un liderazgo fuerte, pero siempre dijimos que era algo instrumental, como referente para mucha gente que venía de diferentes lugares. Es curioso que se nos acuse de personalismo cuando seguramente la gente tenga más dificultades de nombrar dos o tres portavoces de otras formaciones. Nosotros en el cartel de campaña sacamos la


cara de Pablo pero acompañado de los liderazgos en diferentes territorios, que son ya las caras del cambio y queremos mostrarlas porque es una expresión más coral.

P: ¿Podemos podría seguir teniendo vida propia sin Pablo Iglesias?

R: Ahora tenemos a Pablo Iglesias como candidato y es un valor, pero el proyecto se fortalece cuando se hace menos dependiente de las personas y aumentan los liderazgos. Asumimos la tarea de fabricar relevos para que cuando uno no esté vengan detrás dos o tres más y con más capacidades para construir. Hemos tenido una maduración acelerada porque comenzamos con la cara de Pablo en las papeletas, pero ahora ya no está solo.

"Es curioso que se nos acuse de personalismo cuando seguramente la gente tenga más dificultades de nombrar dos o tres portavoces de otras formaciones" P: En esta campaña la imagen de Iglesias es más presidencialista, tiene otro tono, otra actitud. ¿A qué se debe esta evolución con respecto a su imagen más beligerante en la campaña del 20-D?

R: En esta campaña llegamos en condiciones diferentes. En la del 20-D teníamos que derrotar el clima estimulado por una parte de los poderes fácticos que incitaba a la gente a la resignación. Arriesgamos más por este motivo, de ahí la remontada como diseño discursivo y conquista práctica al final. Ahora el diseño es completamente diferente, la campaña que libramos es de una segunda vuelta o desempate, si vamos hacia adelante o hacia atrás. La única disputa es si los actores conservadores van a ganar más tiempo o no, porque tarde o temprano vamos a heredar nuestro país, pero lo heredaremos en mejores condiciones si es ahora que dentro de cuatro años.


P: ¿Cómo valoran el efecto de las encuestas en el electorado? ¿Les favorecen como voto útil contra el PP o por el contrario la apelación al miedo moviliza al electorado hacia posiciones más conservadoras?

R: Para nosotros las encuestas siempre han sido una montaña rusa, no los resultados electorales porque cada vez que se abren las urnas crecemos, pero sí las encuestas. Más importante que las encuestas es de qué hablan nuestros adversarios, y cuando nos dedican el grueso de sus ataques es que ven que podemos conformar la punta de lanza de una nueva mayoría, nos ven claramente como alternativa. Sin embargo, nosotros no vamos a apelar al voto útil porque el sistema político ya no es bipartidista y vamos a convivir diferentes fuerzas. No habrá Gobierno si no aprendemos a convivir las diferentes fuerzas. En esta disyuntiva histórica no nos vamos a confundir de adversario y al PSOE lo vamos a necesitar.

P: A medida que avanza la campaña parece que queda más patente el rechazo a su mano tendida. Jordi Sevilla ha dicho que debe gobernar la fuerza con más apoyos parlamentarios.

R: Es grave ese comentario y que no lo hayan desmentido abre la puerta a una equivocación histórica. Es momento de elegir entre la resignación hacia el pasado o mirar hacia el futuro. Pero no todas las voces del PSOE son así, Meritxell Batet (cabeza de lista por Barcelona) dijo que cree que deben entenderse con nosotros. En Barcelona ya lo hacen y nos apoyan, y creo que expresa mejor lo que la gente que vota por el cambio político desearía.

"Hemos podemizado España y españolizado Podemos"

P: Batet ha sido la única voz autorizada que se ha expresado en este sentido.


R: Hubo más cuando lanzamos la propuesta de listas conjuntas al Senado para que no fuese un cementerio de elefantes y una cámara de bloqueo del PP. Dirigentes autonómicos del PSOE entendieron la propuesta, como Ximo Puig, y creo que hay más voces, pero en todo caso la pregunta que sobrevuela es qué gobierno para favorecer a quién y con quién se va a formar. El que no pueda responder a esta pregunta está en apuros. El PP lo tiene claro y pide el apoyo de Ciudadanos y PSOE. Ciudadanos le dice que sí aunque cambiando caras en el PP, y el PSOE no quiere que se le pregunte, pero nosotros no somos su adversario.

P: Tanto Iglesias en el debate a cuatro como Xavier Domènech, cabeza de lista de En Comú Podem, han dicho que el referéndum no era una línea roja para negociar con el PSOE. ¿Qué otras propuestas que hicieron fracasar las negociaciones estarían dispuestos a dejar de lado esta vez?

R: Más que de líneas rojas hablamos de apuestas estratégicas fuertes y creemos que el reconocimiento de la plurinacionalidad y el derecho a decidir es la mejor forma de construir convivencia en España. Para nosotros no diluye la identidad, la favorece, es un


patriotismo de nuevo cuño. Esta idea ya se abre camino, además de en Cataluña o Euskadi, en Madrid o Andalucía. Nosotros tenemos clara nuestra postura, pero no reclamamos a los demás que estén previamente de acuerdo. Estamos dispuestos a escuchar una contrapropuesta.

"No habrá Gobierno si no aprendemos a convivir las diferentes fuerzas"

P: En las anteriores negociaciones no llegaron a puntos de encuentro en política territorial. R: No es verdad que no llegamos a un acuerdo por el tema territorial. De hecho ni lo abordamos. En las notas que fui tomando no aparece Cataluña ni ninguna propuesta o contrapropuesta. Quien dice que las negociaciones se encallaron en esto no dice la verdad. P: ¿En qué temas encallaron?

R: En lo que más discutimos y el nudo que no resolvimos fue en políticas económicas y sociales porque el PSOE al escorarse hacia Ciudadanos se alejó del tipo de políticas que podía acordar con nosotros. Tuvo que elegir y prefirió a Ciudadanos y presionarnos a


nosotros. Ese fue el nudo del desacuerdo, no la cuestión territorial que ni siquiera llegamos a discutir. Iñigo Errejón. (Carmen Castellón) Iñigo Errejón. (Carmen Castellón) P: Con la experiencia negociadora, ¿qué cambiarían o cómo afrontarían otras hipotéticas negociaciones?

R: Nosotros volveremos a poner nuestras propuestas sobre la mesa y dependerá del peso que tenga cada uno. A quien le pidamos apoyo tendremos que llegar a un término intermedio entre la fuerza que te han dado los españoles y la que le han dado a las fuerzas secundarias con las que te quieres entender, pero nunca hemos puesto muros para sentarnos. Más que nada porque si queremos reformas duraderas tienen que incluir a quien no piensa como tú. Nuestras propuestas no son insalvables, pero son firmes por una razón estratégica, porque se piensa en la siguiente década. Eso sí, hay un componente central que define un Gobierno de cambio: asumir que los recortes y la austeridad no han funcionado, que solo creceremos si aumentamos la demanda interior, si aumentan los salarios y se garantiza la protección a la ciudadanía. "La plurinacionalidad no diluye la identidad, la favorece, es un patriotismo de nuevo cuño"

P: Cuál sería ese punto intermedio en lo territorial, ¿el federalismo?

R: Estamos esperando a recibir otra propuesta. Nos creemos que la plurinacionalidad y el derecho de los pueblos a decidir nos lleva a una convivencia mejor, más duradera y establece las condiciones para articular unidad hacia el futuro. Además tenemos el aval que se nos da como primera fuerza en Cataluña y Euskadi, mientras que C's y PP son testimoniales en estas comunidades. Las fuerzas progresistas han tenido un complejo a la hora de abordar esta cuestión, nosotros hemos sido valientes y nadie nos dice su propuesta.


P: La que lleva el PSOE en su programa es el federalismo, que defiende la unidad respetando la diversidad.

R: Pero no nos dicen con qué reparto de competencias, si hay el reconocimiento de algunos territorios como nacionalidades o no, si incluye el derecho a decidir o no… Hay que abordarlo con valentía. A nosotros nos decían que solo abordábamos batallas discursivas útiles para el asalto electoral rápido, pero con la plurinacionalidad demostramos justo lo contrario. Hoy se nos permite decir que somos la fuerza con mayor disposición para tender puentes entre Cataluña y España.

P: Pedro Sánchez ha dicho en una entrevista con El Confidencial que si se impusiese el “ala errejonista” dentro del partido sería más fácil llegar a acuerdos.

R: A pesar de que luego en el debate se olvidó de eso y al recordarle los expresidentes o exdirigentes socialistas en consejos de administración respondía atacándome a mí. Creo que fue un intento de golpearme a mí, por una parte, como objetivo a batir, y al mismo tiempo presentar a Podemos como un partido extremista o intransigente, a pesar de que llegamos a acuerdos con otras fuerzas y se entendieron con nosotros en los ayuntamientos y nosotros con ellos en las comunidades autónomas. Fue un intento fallido de proyectar en casa ajena un problema que tenía en casa propia, pero un intento de piernas muy cortas.

"Quien diga que las negociaciones se encallaron en el tema territorial no dice la verdad"

P: ¿Si hay acuerdo Podemos-PSOE para un Ejecutivo de coalición lo habría también a escala municipal como en Barcelona?

R: Es razonable que si se produce un acuerdo a escala nacional tendría cierto efecto de contaminación en el mejor sentido de la palabra, un efecto en catarata hacia las escalas


autonómica y municipal, pero cada escala lo tendrá que decidir según sus características propias.

P: ¿Creen que si el PSOE tuviese un equipo negociador con otros nombres habría habido más posibilidades de acuerdo?

R: A priori, cuando conocimos los nombres, y partiendo del respeto intelectual, no nos parecía que fuese la comisión que uno elegiría para llegar a un entendimiento. Luego es verdad que cuando te pasas tantas horas con tu interlocutor, aprendes a dialogar y tienes buena relación a pesar de las posturas diferenciadas, te das cuenta de que no fue un problema tanto de nombres, sino de decisiones. El PSOE se encontró en una situación muy compleja, de rey ahogado, y a partir de ahí tiró por la calle del medio. Todo esto forma parte de la prehistoria, está superado y lo importante es lo que suceda el 26-J. "Si queremos reformas duraderas tienen que incluir a quién no piensa como tú"

P: Albert Rivera también ha emplazado a Sánchez a elegir, pero entre el bloque constitucionalista, junto al PP, o entre el populista de Podemos. ¿Cree que se reeditará el acuerdo PSOE-C's? R: Ciudadanos tiene que hacer declaraciones grandilocuentes porque sus números van a ser irrelevantes, no van a bastarle al PP y la posibilidad de Gobierno de cambio somos nosotros con el PSOE. Son honestos al reconocerlo. Su función es ser una agencia matrimonial entre el PSOE y el PP, una agencia de contactos que tiene como fin en un momento histórico atacarnos a nosotros y conseguir que el bipartidismo se maride. Nosotros toda la artillería de campaña vamos a olvidarla el día 27. Formar Gobierno no es salir de cañas con un amigo, sino un momento de bifurcación de caminos en el que hay que sumar fuerzas con otros que quizá no quieren ir hasta el final contigo, pero quizás puedas hacer juntos la mitad de camino con ellos.

P: ¿El nuevo escenario político multipartidista, sin mayorías absolutas, nos lleva a legislaturas más cortas, de dos años en lugar de cuatro?


R: No necesariamente. Muchos países con sistemas multipartidistas y con gobiernos de coalición, compartiendo gabinete o no, duran cuatro años. La situación ahora no tiene que ver con que seamos varios partidos, sino con que hay partidos viejos en retroceso y propuestas políticas en auge. Durante un tiempo se produce una situación de 'impasse' que obliga a compromisos históricos. Estamos en un momento de transición, cerrando el ciclo del 78, que los de arriba dan por amortizado, queriendo acabar con derechos, y los de abajo cada vez están menos dispuestos a acompañar ese proyecto de los de arriba. El ínterin es como cuando las placas tectónicas se encuentran y no acaban de encajar, pero no va a durar siempre. "Hoy se nos permite decir que somos la fuerza con mayor disposición para tender puentes entre Cataluña y España"

P: ¿En caso de que apenas haya diferencia en escaños entre Podemos y PSOE, estarían dispuestos a proponer que lidere el futuro Gobierno una figura independiente y de consenso entre ambos?

R: No nos cerramos a ninguna posibilidad de Gobierno de cambio, pero el liderazgo le corresponde a quien saque más votos porque todos tienen que valer igual se emitan donde se emitan y ese es el equilibrio que hay que medir, lo que determinará con qué fuerza y qué peso se conforma el Gobierno de coalición. P: La última etiqueta que le han puesto es la de 'neoperonista', entiendo que por sus relaciones intelectuales con Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. ¿Estas teorías sujetan el proyecto político de Podemos?

R: Somos cuidadosos en no mezclar intereses intelectuales con la apuesta política de Podemos, que es patriótica, plurnacional, popular y democrática, y que tiene como referentes a autores españoles que no hace falta ir a buscar al pasado. Es verdad que estudiamos con atención procesos de conformidad de voluntades populares nuevas, que se dan cuando gente más humilde consigue representar una idea nueva de país, cuando


el pueblo se hace patria. Son momentos como el 'we the people' de EEUU, momentos nuevos y trabajamos con ellos como brújula y son parte de nuestra inspiración. "Sería razonable que si se produce un acuerdo a escala nacional Podemos-PSOE tendría efecto catarata en lo autonómico y municipal"

P: ¿Podemos se constituyó en Vistalegre como un partido al uso para afrontar el ciclo electoral, pero para representar esa voluntad popular nueva de la que habla deberá mutar en un movimiento-partido? R: Hay varios niveles. Si no queremos sustituir unos políticos por otros tenemos que fundar un horizonte nuevo para nuestro país que incluya también a nuestros adversarios. Solo así las transformaciones serán duraderas. Iñigo Errejón. (Carmen Castellón) Iñigo Errejón. (Carmen Castellón) P: ¿Una nueva Constitución? R: Más importante que eso. Una nueva idea de país que luego sí se transformará en leyes, instituciones… pero esa idea debe incluir a todos y transar. Muchos nos preguntan si hemos cambiado. La respuesta es sí: hemos podemizado España y españolizado Podemos. "La función de C's es ser una agencia matrimonial entre el PSOE y el PP"

P: ¿Caminarán de la mano con IU y las confluencias también en lo organizativo? R: Es posible, en la campaña ya se está produciendo. Hay buenas sinergias y capacidad de entendimiento. En nuestro primer acto en Málaga, junto a Alberto Garzón, era como una orquesta que nunca había tocado junta y mientras va tocando va afinando. A nosotros no nos costó afinar. Todos estos retos hay que mirarlos a la luz de si hay Gobierno de cambio o no, de si será un Gobierno de reacción.


Construir pueblo Iñigo Errejon

El libro que escribimos Chantal Mouffe y yo reivindica una hipótesis teórica, pero también constituye un atrevido experimento: la exposición de esa hipótesis al calor de la discusión sobre un actor concreto y en desarrollo —la fuerza política Podemos en España— que bebe de ella. Ciertamente habría sido más sencillo sostener una discusión teórica con una vinculación sólo puntual con el devenir político o, en el otro extremo, una descripción de alguna iniciativa política con referencias teóricas a pie de página. Eso nos habría deparado o un libro sobre la “hipótesis populista”, u otro sobre el “fenómeno Podemos”.


Nosotros decidimos, creo recordar que sin reflexionarlo mucho, caminar entre los dos precipicios: abjurando tanto de la especulación abstracta inmaculada y alejada de los conflictos reales —y sus contradicciones—, como de la mera descripción de la “politiquería” y la gestión, a menudo circular, de la actualidad y la coyuntura. Y el resultado es una reflexión y reivindicación, intelectual y militante, de: (I) una forma de entender la política a partir de la teoría de la hegemonía, (II) una propuesta para la reconstrucción de un proyecto emancipador y radicalmente democrático, que para nosotros pasa por comprender la intensidad populista de toda política transformadora; y (III) de una fuerza política que ha sacudido el escenario político español abriendo posibilidades de cambio en un sentido de justicia social, soberanía popular y democratización del sistema político.

El libro se publicó en España en vísperas del verano de 2015. Podemos cumplía un año desde su irrupción en las elecciones europeas del 25 de mayo de 2014. En ese tiempo habíamos dado ya pasos decisivos, y no sencillos, para construirnos como organización política en todo el territorio, en cada una de sus escalas. Y ello con un objetivo: construirnos, en un tiempo acelerado y al ritmo que marcaba el adversario, para llegar a las elecciones generales en condiciones de ser alternativa de mayorías y alternativa de poder. Eso implicó priorizar unas tareas sobre otras —notablemente, sobre aquellas de más lenta construcción cultural, articulación de movimiento popular o de una política de cuadros— para protagonizar un asalto acelerado en un ciclo electoral corto.

Al mismo tiempo, Podemos nace desde el comienzo con un rasgo definitivo: su atención prioritaria a la hegemonía y sus condiciones, así como a la lucha por instituir sentidos compartidos. En nuestra voluntad de ser fuerza hegemónica experimentamos un doble movimiento: por una parte, nuestro relato impregnó la agenda política española, politizando la crisis y proponiendo responsables y, por oposición, una posible voluntad popular nueva, de refundación nacional. La desigualdad, la sumisión a la política de ajuste de la Troika de Bruselas, el secuestro oligárquico de las instituciones o la endogamia, corrupción e incapacidad de las élites viejas pasaron a ser lugares comunes


en las televisiones, declaraciones y conversaciones en la calle o lugares de trabajo. De entre todas estas conquistas discursivas, fue sin duda el término “casta” el que más penetró en el imaginario colectivo español, poniendo nombre así al ellos que se intuía claramente desde el inicio de las movilizaciones de 2011 y que necesitaba el proceso de construcción de un nuevo nosotros. La enorme sacudida cultural del movimiento del 15M, conocido como de “los indignados”, ya había sentado las condiciones para que la falta de respuesta institucional a cada vez más demandas y la crisis del sistema político devinieran en una articulación populista, que unificaba las insatisfacciones o anhelos frustrados en una nueva identidad popular. Todos los actores políticos, aún los más conservadores o inmovilistas, tuvieron que adaptarse a este cambio en el paisaje, y modificar su lenguaje, sus propuestas y aún sus estéticas para no parecer “viejos” frente a este creciente aunque disperso anhelo de “cambio”.

No obstante, al mismo tiempo que aceptaba superficialmente los nuevos tonos y parte de las nuevas demandas, el establishment, en una maniobra clásica de “revolución pasiva”, trataba de privarlos de su contenido antioligárquico y descargaba una vasta, persistente y sostenida campaña de miedo contra Podemos, que buscaba cortocircuitar la ola de simpatía ciudadana y evitar que ésta se convirtiera en apoyo explícito y voto. Esta campaña, pese a lo burdo de sus argumentos, no debe ser menospreciada: sin esta generación de miedo e incertidumbre, que asociaba a Podemos con terribles amenazas extremistas de otras latitudes u otros tiempos, nuestro apoyo y crecimiento habría sido aún más profundo, sobre todo entre los sectores de la población más reacios o menos proclives a los cambios —la ciudadanía de mayor edad o la de las zonas del interior. Las élites tradicionales en España aceptaban parcialmente la necesidad de cambio al tiempo que concentraban ingentes recursos en desprestigiar a la fuerza que lo había puesto a la orden del día.

La campaña electoral de las elecciones generales, así, llegó en un clima ensombrecido para Podemos, que acusaba el desgaste de un año y medio en la brecha de la política española y de los ataques recibidos, pero también de la dinámica política acelerada y sus


contradicciones. No obstante, la campaña electoral fue capaz de derrotar ese clima inducido, de desmentir a analistas y encuestas que certificaban el fin de la anomalía, y de protagonizar una “remontada” que combinó el buen hacer en la contienda mediática y política con una épica y pasión políticas plebeyas por largo tiempo olvidadas en las asépticas competiciones electorales españolas. Como bien señala nuestro compañero Owen Jones en el prefacio a esta edición, lo que Podemos ponía en juego era un proceso de ilusionamiento e identificación popular, que tensionaba la política española y permitía atravesar transversalmente: (“los de abajo vs los de arriba”) sus posiciones tradicionales.

Podemos obtuvo, en una recta final ascendente, más de 5 millones de votos y un 21% del sufragio popular, siendo la tercera fuerza política española a un punto y medio del PSOE, y siendo la primera fuerza en el País Vasco y Catalunya, y segunda en algunas de las regiones de mayor peso económico y político, como Madrid o la Comunidad Valenciana. Las elecciones arrojaron un resultado complejo y contradictorio, propio de un tiempo de transición entre dos épocas políticas. Por una parte, el Partido Popular ganó ampliamente las elecciones, aunque sin los apoyos parlamentarios —ni siquiera con Ciudadanos, una fuerza de regeneracionismo neoliberal— para seguir gobernando. Además, los partidos tradicionales de la alternancia mantuvieron un poco más de la mitad de los votos, lo que, en un sistema electoral diseñado para tener efectos mayoritarios en las provincias menos pobladas, les aseguró las dos primeras posiciones en el parlamento. Sin embargo, esos resultados han dibujado un sistema político inmerso en un profundo cambio, que por ahora se manifiesta en dos equilibrios inestables. Por una parte, el que se da entre las zonas urbanas —especialmente Madrid y las periferias— y la población joven y adulta, en las que ya se ha modificado drásticamente el sistema de partidos, poniendo los principales ayuntamientos de España (Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz o A Coruña) en manos del cambio político, y las zonas más rurales y entre las capas de población más envejecida, que suponen hoy el verdadero sostén de los partidos tradicionales. Y relacionado con este equilibrio, el “empate catastrófico” que hoy marca la política española, por el cual las fuerzas democrático-populares han abierto una brecha que hace


imposible regresar atrás pero las fuerzas conservadoras, aunque no son capaces de operar la restauración, pueden de momento vetar o comprometer los avances del cambio, aunque no manteniendo indemne el juego de diferencias y el pluralismo interno al régimen. El momento se caracteriza porque ni la ruptura ni la restauración tienen suficiente fuerza para conducir el país y solventar el impasse, y todas las posibilidades de gobernabilidad pasan por compromisos entre fuerzas de distinto signo.

Sea cual sea el desenlace inmediato y el gobierno que se constituya, parece difícil negar que España se encuentra inmersa en un proceso de cambio político provocado por una situación de crisis de régimen en la que se agolparon la crisis de legitimidad de las élites y los partidos tradicionales, la crisis económica y social sobrevenida por las políticas de ajuste y el desgaste institucional y la oligarquización de nuestro sistema político. Esas condiciones facilitaron con el 15M una “situación populista” en España, de dicotomización simbólica entre el conjunto institucional y las élites y una multiplicidad de sectores y grupos con poco más en común que sus demandas frustradas y la desconfianza hacia los que mandan. El movimiento de los indignados sirvió para expresar y enmarcar los dolores, producir esa brecha y sacudir el “país oficial” mostrando la potencia del “país real”. Podemos leyó esas condiciones y propuso una articulación narrativa y un horizonte electoral e institucional a esa aspiración de cambio. Desde entonces ha dado pasos para construir cultural, afectiva y simbólicamente una nueva identidad política que nuclee una voluntad nacional-popular que haga, a su vez, de las razones de los de abajo las razones de un nuevo país y los cimientos de un nuevo bloque histórico. Esta es una historia en desarrollo mientras escribimos.

Al mismo tiempo, el desarrollo de un proyecto nacional-popular y democrático en un país de la Unión Europea nos remite a unas condiciones y posibilidades de desarrollo distintas a las que se dan en países en los que además se producen crisis de Estado —del monopolio de la violencia, de la gestión del territorio y de la producción de certidumbre por las administraciones públicas. Podríamos afirmar que la profundidad y rapidez de los procesos de cambio están en relación directa con el grado de colapso o descomposición


institucional de una sociedad, pero también con la capacidad de los que trabajan por el cambio para, desde una posición de partida de subalternidad, construir pueblo y reordenar el mapa político de sus países.

Más allá de la experiencia de Podemos, que ni es extrapolable ni resuelve las cuestiones específicamente nacionales de cualquier proceso político, el libro busca contribuir a una nueva mirada que reúna los mejores esfuerzos y reflexiones para la construcción de hegemonía progresista, popular y emancipadora en Europa. Frente al avance oligárquico, que ha ido vaciando el contenido de los pactos sociales y constitucionales de posguerra, estrechando la soberanía popular —al tiempo que inflama el fantasma del “populismo”— y entregándole cada vez más parcelas de vida a poderes privados salvajes que no rinden cuentas ante nadie, es necesaria una recuperación de la política y sus pasiones para una revolución democrática que, como todas, siempre nace del “we the people”, la afirmación -construcción- de un pueblo que reclama la soberanía y un nuevo acuerdo social. Esta revitalización de la política implica pensar los componentes afectivos, míticos y culturales de toda construcción de identidades, y por tanto abandonar el fetichismo de las etiquetas y los programas en favor de una mayor atención a las metáforas y pasiones. Y, al mismo tiempo, los itinerarios y agendas de una posible “guerra de posiciones” al interior del Estado. Como decimos en el libro, se trata de imitar al neoliberalismo, pero a la inversa: construyendo mayorías nuevas para que los gobiernos progresistas por venir operen transformaciones y reformas tales que incluso cuando pierdan —y, eventualmente, siempre se pierde— sus adversarios tengan que gobernar de forma muy similar a como ellos mismos lo habrían hecho, porque hayan construido una cotidianeidad, un suelo cultural, unas administraciones públicas, una malla de tejido social y un modelo socio-económico que limite y estreche las posibilidades de involución oligárquica y por el contrario potencie las posibilidades de avance en un sentido democrático y popular.

Un último apunte a modo de cierre. Las modestas victorias que Podemos haya podido conseguir a lo largo de sus escasos dos años de vida han llegado por su habilidad para


evitar la tentación, desoyendo consejos bienintencionados a izquierda y derecha, de buscar en viejos o nuevos manuales las recetas apropiadas para el escenario concreto en el que nacimos y seguimos creciendo. El reconocimiento de la contingencia como dato central de la política, de la necesidad de evaluar y repensar a cada momento el “qué hacer” sin caer por ello en el tacticismo cínico, es la mejor lección que podemos extraer de nuestra breve experiencia. Espero que el lector haya encontrado en las páginas precedentes no un manual, sino unas pistas.

Discurso, política y transversalidad: leyendo a Errejón Adrià Porta Caballé y Luis Jiménez

La publicación del último artículo de Íñigo Errejón, Podemos a mitad de camino, ha abierto un profundo debate sobre algunas de las claves teóricas que explican la estrategia y el proyecto político de Podemos. Entre otros, le han respondido directamente Brais Fernández y Emmanuel Rodríguez, Juan Domingo Sánchez Estop,


Gabriel Flores y Javier García Garriga. Antes que nada, es de encomiar la proliferación y calado de estas discusiones, que señalan claramente qué bloque histórico mantiene en la actualidad un debate vivo en nuestro país. Contrasta con cierta fosilización teórica de las viejas maquinarias, que funcionan hoy casi sin pensar, movidas prácticamente por el instinto de supervivencia, así como con la agonía intelectual de unas élites agotadas, incapaces de señalar y movilizar con la misma legitimidad que hace cinco años.

Con el espíritu de mantener viva la discusión y con el pleno convencimiento de que la mejor defensa para la guerra cultural que se avecina –“el carril largo”– es justamente la reflexión en común, añadimos una intervención más a la polémica. Resulta imposible responder a todas las críticas a Podemos a mitad de camino, tanto por su diversidad, como por su número, pero sí que podemos identificar un cierto denominador común, del cual se derivan hasta las desavenencias más mínimas. Las repetidas referencias a “la esfera discursiva” –en tanto que separada de otras esferas de la vida o de la “realidad” misma– dibujan un hilo conductor que atraviesa a todos los autores mencionados y que choca frontalmente con el principal presupuesto teórico de Errejón.

1. Discurso: más que palabras

Sucede a menudo en la historia de los movimientos emancipadores que una determinada teoría política es discutida filosóficamente antes de ser puesta en práctica. Este fue el caso, en gran medida, del marxismo y el anarquismo en España durante la segunda mitad del siglo XIX, no así con la Teoría del Discurso actualmente. Por culpa de unos tiempos acelerados, parece que los planteamientos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe han aterrizado políticamente en nuestro país mucho antes de que estos pudieran haber sido debatidos filosóficamente. Esto ha contribuido a asociarlos indefectiblemente con la práctica política de Podemos, aunque también ha prevenido que fueran entendidos y juzgados en toda su dimensión teórica.


Se ve claramente con la noción de discurso. Con este término no nos referimos a las notas que uno apunta en un papel antes de subir al atril para hablar en público, sino a una categoría filosófica. Con el concepto de “discurso”, Laclau y Mouffe quieren enfatizar que cualquier objeto o práctica tiene un significado, y que este no se da por sí mismo, sino en relación a otros dentro de una estructura de diferencias. El significado de ‘blanco’ solo puede entenderse en oposición al de ‘negro’, por ejemplo, pero este fenómeno no se reduce a casos puramente lingüísticos, sino también a los que nuestros críticos llamarían “materiales”. Ellos equiparan discurso con lenguaje, en oposición a la “realidad”, mientras que para nosotros no hay forma de conocer la “realidad” que no esté mediada por el lenguaje, y este es siempre fruto de una articulación discursiva.

Para poner un ejemplo, Emmanuel Rodríguez y Brais Fernández se preguntan: “si la batalla se concentra en la esfera discursiva y no se expande a otras esferas, ¿estamos ganando?”. El problema de este tipo de afirmaciones es la presunción de lo discursivo como una esfera independiente de lo social, y no como aquello que justamente lo constituye. No hay nada que se pueda nombrar que reciba su significado fuera de un discurso que le dé sentido, dentro de un complejo de diferencias y en oposición a otros elementos. Pero esto es justamente lo que Emmanuel Rodríguez y Brais Fernández ponen en cuestión cuando afirman que “la historia se empeña en mostrarnos, tercamente, que la construcción de esos sujetos, llamados políticos, ha requerido más que palabras y discursos”, a los que oponen, supuestamente, “protestas, revueltas, huelgas, insurrecciones”, etcétera. Dicha oposición es ficticia, pues no hay nada más discursivamente construido que los ejemplos mencionados de movilización, que siempre articulan identidades muy diferentes entre sí frente a un Otro señalado como culpable.

Algo parecido hace Juan Domingo Sánchez Estop al contraponer un discurso supuestamente “teológico” a otro “materialista”, en clara consonancia con la distinción de Althusser entre ciencia e ideología, esta última entendida como “ilusión”. Pero la oposición entre realidad y discurso es un falso dilema, como ya hemos dicho antes, porque no hay forma de aprehender la realidad que no sea a través del lenguaje. Por eso


en política nunca se descubre nada, no se desvela una identidad que ya existía de antemano en una esfera pretendidamente “objetiva” como la economía, sino que se construye a partir de las materias primas que se encuentran a disposición en una situación concreta. El 15M, por ejemplo, no fue la expresión de un consenso que ya existía en la sociedad, sino la articulación –que bien podría haber sido de otra manera– de dolores y demandas muy diferentes entre sí en un conjunto más o menos unitario.

La afirmación, por parte de Errejón, de que “el discurso no es mero ropaje” no tiene nada que ver con negar la existencia del mundo que nos rodea cuando cerramos los ojos. Para utilizar un ejemplo que propone Laclau mismo: si se produce un terremoto, este suceso es algo que ocurre aquí y ahora al margen de nuestra voluntad y, sin embargo, no es para nosotros al margen de su inscripción dentro de un discurso concreto. El hecho de que sea significado como el resultado de la ira de Dios o como un fenómeno meteorológico es una lucha política que produce consecuencias sociales. En el mismo sentido, una ‘piedra’ puede ser entendida como un proyectil de uso bélico, un ladrillo para construir una casa, un marcador de estatus social o un descubrimiento arqueológico, pero los significados o identidades que adopte ese trozo de materia dependen de un discurso concreto y del contexto general que otorga significado o ser al objeto. Por eso la identidad tiene un carácter relacional (se es en relación a algo) y el sentido social de cualquier objeto o práctica depende del contexto social en el que se inscribe.

No es de extrañar, entonces, que Laclau se refiera a veces a su teoría del discurso como un “materialismo radical”, pues fue Marx el primero en disociar la cosa-en-sí de su sentido en un contexto concreto. Nótese la semblanza de nuestros ejemplos con lo que dice en una carta a Annenkov de 1846: “la máquina tiene tanto de categoría económica como el buey que tira del arado. La aplicación actual de las máquinas es una de las relaciones de nuestro régimen económico presente, pero el modo de explotar las máquinas es una cosa totalmente distinta de las propias máquinas. La pólvora continúa siendo pólvora, ya se emplee para causar heridas, o bien para restañarlas”.


Wittgenstein cuenta que un día, paseando por Cambridge, se paró a observar a dos obreros que estaban construyendo un pequeño muro. Uno de ellos nombraba el ladrillo o herramienta que necesitaba y luego su ayudante se lo pasaba en el orden indicado. Este ejemplo tan sencillo le sirvió a Wittgenstein para captar la envergadura del lenguaje: no solo nombra la realidad (‘bloque’, ‘pilar’, ‘losa’), sino que además, al expresar deseos, reparte posiciones, construye identidades (‘obrero’, ‘ayudante’), y determina la práctica material de los sujetos hasta el punto que resulta difícil discernir donde acaba el “juego del lenguaje” y donde empieza la construcción del muro, de tan indisociablemente entrelazados que se encuentran estos dos momentos. La línea entre lo lingüístico y lo nolingüístico se difumina y se afirma en su lugar la materialidad de todo discurso. Por eso, al referirnos al discurso como categoría general, nos referimos al horizonte que estructura la realidad como tal.

2. Lo político: otra vuelta de tuerca a la “última instancia”

Otra crítica, ligada con el malentendido acerca de a qué nos referimos por discurso, tiene que ver con la concepción de lo político. A menudo se confunde lo que la Teoría del Discurso llama “primacía de lo político” con la “autonomía de lo político”, cuando en realidad se trata de dos cuestiones diferentes. Afirmar la primacía de lo político (lo que es lo mismo que otorgarle un papel ontológico) significa reconocer el rol constitutivo del momento político. Sin embargo, cuando nos referimos a lo político no partimos de una visión geográfica de lo social, en la que podríamos dibujar un mapa y dividir las diferentes estructuras que componen de antemano el todo y esquematizar las relaciones que se producen entre instancias separadas entre sí. Por el contrario, lo político es la dimensión de conflicto que existe en las relaciones humanas en su conjunto y que, como consecuencia, instituye, funda, crea lo social. La política, entonces, no puede sino referirse al intento de domesticar lo político, organizando la conflictividad inherente a la existencia humana de una manera concreta.


La imposibilidad de acabar con lo político, es decir, de construir una sociedad sin conflicto en la que lo único que sea necesario sea la mera administración de lo existente, es justamente lo que deja abierta la ventana de producir cambios y, por tanto, de otras formas de configurar la vida social. La imposibilidad de acabar con lo político, es decir, de construir una sociedad sin conflicto en la que lo único que sea necesario sea la mera administración de lo existente, es justamente lo que deja abierta la ventana de producir cambios y, por tanto, de otras formas de configurar la vida social. Decir eso no es equiparable a afirmar que lo político es una esfera entre otras que está dotada de autonomía. Lo político, en este sentido, atraviesa la existencia humana como tal y, por tanto, no es un plano relegado a una instancia separada. Politizar no es otra cosa que convertir una diferencia en la sede de un conflicto, y esto puede producirse en cualquier ámbito de la vida, no sólo en uno separado de los demás. Un desahucio, por ejemplo, no implica necesariamente, inmediatamente, directamente, un conflicto político; solo se da el caso si este es entendido dentro de una articulación discursiva que sea, además, política: que señale un culpable de este dolor, que construya un relato sobre por qué ha sucedido y que fije una meta concreta acerca de cómo cambiarlo. De ahí la enorme labor de un movimiento social como la PAH, que no expresa meramente un conflicto ya dado, sino que lo construye, incorporando a la agenda política de este país un tema antes percibido como no-político.

Por tanto, si toda configuración social consiste en la agregación de elementos heterogéneos para la conformación de un orden, lo político es lo que da cuenta de su contingencia, es decir, de que podría haber sido de otra manera. Esto significa que la economía no es una “esfera” separada de las condiciones que la hacen posible. Juan Domingo Sánchez Estop no escapa tampoco a esta crítica pese a afirmar –aun con toda la sofisticación teórica que añade Althusser– que “la sociedad es un todo complejo, una estructura de estructuras en la cual la economía determina “en última instancia” todas las demás instancias y el todo, pero la economía como tal no existe: es causa inmanente en el sentido en que solo existe como sobredeterminada por todas las demás instancias”.


Pero el problema que Althusser deja sin responder es que, o bien la economía determina en última instancia, o bien la economía está sobredeterminada por las demás instancias, lo que es lógico es que estas dos proposiciones son contradictorias y excluyentes entre sí. De hecho, nosotros pensamos que lo relevante no es la presunta interacción entre instancias o esferas que ya están de antemano plenamente constituidas en la sociedad, sino la imbricación y sus relaciones contingentes que impiden que se cierren como objetos totalmente separados. Lo político es la garantía de que esto sea así. Por eso, el origen de una configuración social, sea cual sea, es siempre político en el sentido en el que lo hemos definido. Lo político, en definitiva, es aquello que impide en última instancia el cierre y la constitución plena de la sociedad, así como, a su vez, lo que justamente la constituye de forma precaria.

3. Transversalidad: promesas incumplidas

En España la crisis económica de 2008, sumada al agotamiento del proyecto hegemónico del 78 y la pérdida de legitimidad de las élites tradicionales, abrió una ventana de oportunidad que permitiría patear el tablero político. El mejor síntoma fue el 15M, del que ahora celebramos su quinto aniversario. Debemos recordar que, de todas las fronteras políticas que podrían haber sido trazadas para aglutinar la desafección latente, fue la división entre élites y pueblo (“no somos mercancía en manos de políticos y banqueros”), así como el intento de re-significar la palabra “democracia” (“lo llaman democracia y no lo es”, “no nos representan”, “democracia real ya”), la clave que mostró la hoja de ruta a seguir para la construcción de una nueva mayoría social en nuestro país.

En las críticas a la noción de discurso de Errejón se puede leer entre líneas que esta es vista como un experimento de laboratorio, como un ejercicio puramente voluntarista. Pero, en realidad, la construcción de un discurso de mayorías tiene más que ver con saber escuchar. Y fue el 15M el primero en reconocer que no se trata de izquierda o derecha, sino de arriba y abajo. La posibilidad de interpelar a diferentes sujetos que, en otras circunstancias, no se habrían sentido identificados con el cambio es una oportunidad que


solo aparece en el contexto excepcional que atravesamos. Sin embargo, una apuesta hegemónica no puede nunca constituir una ruptura absoluta con lo existente porque no hacemos política en el vacío. Así, quizá convendría matizar cuando Emmanuel Rodríguez y Brais Fernández afirman que “el 15M no fue un movimiento de continuidad con la cultura de su momento, sino de ruptura práctica con la misma”. De hecho, el debate entre reforma y ruptura es ficticio, porque ninguna fuerza puede hacer tabula rasa con el pasado nada más llegar al poder.

Pero, además, nuestros críticos no parecen percibir que una parte significativa del 15M no solo tenía que ver con el empobrecimiento y la desigualdad, sino con la quiebra de expectativas creadas por el propio Régimen del 78. En este sentido, el 15M tenía un componente mínimamente “conservador” que no impugnaba el todo, sino que se inscribía dentro del discurso de su época para darle la vuelta: el problema no era que las promesas fueran falsas, sino que no se habían cumplido. Esta es, de hecho, una diferencia fundamental entre el marxismo y el posmarxismo que nosotros defendemos: para el primero, un conflicto se da cuando dos bandos, con una identidad plenamente constituida, defienden sus intereses a ultranza, mientras que para nosotros es al revés, solo emerge un antagonismo cuando un sujeto bloquea la posibilidad de otro de alcanzar lo que desea ser.

Así, cuando Errejón habla de transversalidad no quiere decir, en palabras de Emmanuel Rodríguez y Brais Fernández, que “no hay clases, ni sujetos sociales, sólo el viejo problema de la toma del Estado”. Al contrario, la tarea política fundamental de Podemos es construir un sujeto político, un “pueblo”, y en realidad el Estado o las elecciones son una mediación (que no un “medio”) para conseguir ese fin. Pensamos que de lo que da cuenta con mayor precisión nuestra época es la contingencia de la existencia de los diferentes sujetos sociales, precisamente, por su proliferación. No se niega, por tanto, la existencia de dichos sujetos, sino que se afirma que su existencia es un fruto político y no consecuencia del despliegue de una esencia en una esfera que funciona como una variable independiente de la historia. Lo único que hace Errejón en su artículo es


reconocer que hoy en día las identidades no están tan fijas como antaño –si es que alguna vez lo estuvieron–. Esto hace, por una parte, más difícil su articulación en un conjunto unitario pero, por otra parte, la convierte en imprescindible si no queremos desintegrarnos en una infinidad de identidades atomizadas y renunciar al sueño de vivir en común.

La experiencia popular en la construcción del sujeto (I) Ideas e intereses Antonio Antón


Existen distintas teorías sobre el papel y el proceso de construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción de un sujeto colectivo en la experiencia de la gente en sus relaciones sociales y económicas y los conflictos sociopolíticos, evaluada por su cultura, en nuestro caso, democrática y de justicia social. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-). No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.

El determinismo economicista o de clase es un idealismo

Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la


diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, de justicia social, derechos humanos y democrática.

El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo, con la influencia de Althusser. E, igualmente, el determinismo político-institucional o el cultural de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces, como reacción al primero.

En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales…

Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la


clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.

El papel de los intereses y las ideas

Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón (Twitter, 2-4-2016) y desarrollado posteriormente (Errejón, Podemos a mitad de camino, 2016):

No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos.

Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas) no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada y menos una determinada dinámica social u orientación política. Es insuficiente el esquema de la relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la ‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura (económica).


Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social y su identidad colectiva.

Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.

Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico, hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo determinista y estructuralista, y partir de la realidad de la gente, su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, E. P. Thompson (Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 39):


Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura.

En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).

El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto.

Aquí, desechamos el enfoque determinista, dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora cita:

Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).


El determinismo, como decíamos, es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan.

Es lo que le ha pasado al estructuralismo más dogmático de Althusser, de amplia influencia en la izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (Miseria de la teoría, 1981), ha entrado en crisis, incluso como forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.

Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a otro idealismo, incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas, medioambientales o de seguridad y sobrevaloran el papel transformador de las ideas o la subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último Touraine o la discursiva de Laclau, ambas como reacción a su posición estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en una visión más relacional y dinámica:

Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o ‘deseo’ en vías de


convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene garantizado por NADA –por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismo-leninismo-, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’ y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).

En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Podemos y sus aliados. (En la segunda parte valoramos la transversalidad y su relación con la igualdad y la hegemonía).

La experiencia popular en la construcción del sujeto (II)

Transversalidad, igualdad y hegemonía


En una primera parte hemos explicado la importancia de la experiencia popular en la construcción de un sujeto colectivo (llámese clase, pueblo o nación) y la relación entre intereses e ideas en la articulación de ese proceso. En esta segunda parte nos centramos en dos aspectos: el alcance de la transversalidad entre izquierda y derecha, señalando la relevancia de la igualdad y la democracia, como valores fundamentales de un nuevo proyecto político, que Pablo Iglesias ha definido como ‘nueva socialdemocracia’; el análisis sobre el papel del discurso y la hegemonía. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-). Transversalidad e importancia de los valores igualitarios y democráticos

No consideramos positiva la existencia de una ideología completa y cerrada, pero sí es necesario cierta doctrina, normativa, estrategia, ideas y valores o propuestas políticas que enlacen con la cultura ciudadana (o conciencia social) y una actividad articuladora de élites o representantes ‘populares’ (en la tradición marxista eran vanguardias). Los grandes valores o ideas clave (igualdad, libertad, solidaridad, democracia, laicismo…) de la historia ilustrada y la mejor izquierda democrática reflejan el esfuerzo colectivo y el proyecto transformador de amplias capas populares, forman parte de su experiencia y su cultura para cambiar las dinámicas de fondo de desigualdad, dominación y subordinación. No son significantes vacíos sino componentes fundamentales de un proyecto emancipador-igualitario, elementos de identificación para construir un ‘pueblo’ liberado de las oligarquías autoritarias.

La construcción de un sujeto sociopolítico, su identificación como pueblo (libre e igual), está ligada a su propio comportamiento y su experiencia articuladora del conflicto… por la igualdad y la libertad… frente a las oligarquías y el autoritarismo. En ese sentido, es similar y recoge las mejores tradiciones democráticas, igualitarias y emancipadoras de las izquierdas y otros movimientos de liberación popular. Están justificadas las reservas a la denominación ‘izquierda’ (política) al estar asociada a la última evolución socioliberal de la socialdemocracia (o al autoritarismo de los regímenes del Este).


Pero como dice Mouffe, aludiendo a Bobbio, el valor de la igualdad es clave como identificación de la izquierda. Es una seña de identidad diferenciada del populismo de ‘izquierda’ (o progresista) frente al populismo de ‘derecha’. No hay ‘un’ populismo; sus rasgos comunes son lo secundario, y algunos de ellos similares a los de otras corrientes políticas. Hay, como mínimo, dos populismos, diferenciados por lo sustancial, su significado ético-político: democrático-igualitario o autoritario-segregador. Y el llamado populismo de izquierdas (al igual que la izquierda social y los movimientos progresistas) debe basarse en la igualdad, en la defensa de los derechos políticos, civiles, sociales y laborales de las mayorías populares.

El problema que tiene la teoría populista es que, precisamente, debe construir un relato, un mito, para profundizar en la trayectoria igualitaria-emancipadora, de las mejores experiencias democráticas y populares. Dicho de otra forma, el eje izquierda/derecha, en cuanto a identificación política, es confuso, ya que incorpora dos realidades contraproducentes para una dinámica democrática y de igualdad: el giro socioliberal o centrista de la socialdemocracia y la tradición autoritaria de los regímenes comunistas del Este. Muchas personas de izquierda han tenido un comportamiento ejemplar en la lucha por la igualdad y la libertad. Mucha gente asocia esa referencia izquierda (social) a una posición progresiva en la política económica y fiscal y defensora de los derechos sociales y laborales y el Estado de bienestar. Y es bueno que por ello se auto-ubique ideológicamente en la izquierda.

No obstante, es positiva la ‘transversalidad’ respecto de esa denominación como cuestión determinante en la identificación política y electoral. La principal polarización actual es la apuesta por el continuismo o por el cambio. La cuestión es que no es irrelevante la identificación político-ideológica de la gente en torno al eje de fondo igualdad/desigualdad o, si se quiere, intereses de los de abajo y los de arriba, o bien, de la democracia y la oligarquía. En estos campos no es adecuada la transversalidad, como indefinición o posición intermedia entre los dos polos. La apuesta por un polo debe estar clara: la igualdad, los de abajo, la democracia. Muchas personas pueden estar menos


‘ideologizadas’ en esos aspectos o tener posiciones intermedias. Pero la línea de identificación alternativa pasa por su posicionamiento en esos campos democráticosigualitarios frente a los grandes poderes regresivos. Es lo que en el actual proceso de indignación se ha conformado, superando, las viejas representaciones de las élites socialistas, liberales o comunistas.

Es fundamental la conformación ‘ideológica’ o cultural de la gente en ese eje de contenido sustantivo, hacia los valores y actitudes de un polo del conflicto (igualdad, libertad, democracia, intereses y demandas de la gente) y frente a otro (desigualdad, dominación, autoritarismo, privilegios de las oligarquías). En estos planos es negativa la transversalidad como indefinición ante ellos, eclecticismo o posición intermedia; al contrario, es positiva la educación y la identificación cívica con esos valores y estrategias fundamentales, basadas en los derechos humanos, la justicia social o la emancipación.

Eso quiere decir que la construcción de un sujeto emancipador (el pueblo o el sujeto del cambio) no se puede disociar de esa experiencia social y esa cultura igualitaria y democrática. La construcción del ‘pueblo’ no se puede quedar en la afirmación de un mecanismo identificativo (la polarización con el adversario) o el llamamiento a la importancia de los mitos y relatos, desconsiderando los intereses y demandas de la gente en la contienda política y su papel y significado.

Por ejemplo, una sobrevaloración del papel del discurso es la afirmación de P. Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de 2014): La ideología es el principal campo de batalla político. Por supuesto, es importante la batalla de las ideas, la hegemonía cultural y por el ‘sentido común’. Podemos ha conseguido ser reconocido como su representación política por una gran parte de la ciudadanía indignada. Y en ello ha tenido un papel central su discurso y su liderazgo. Sus propuestas han conectado con la experiencia y las aspiraciones de gente descontenta, han sabido presentarse como cauce institucional de esas demandas y se ha modificado el sistema político.


No obstante, esa base social, en gran medida, estaba ‘construida’, incluso con sus ideas clave, o sea, con una hegemonía cultural: más democracia, menos recortes y más derechos sociales (igualdad). La conformación de ese nuevo campo político ha sido posible por la masiva pugna sociopolítica de la ciudadanía activa española, democrática en lo político y cultural y progresista en lo social y económico, frente a las graves consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad de las direcciones del PSOE y luego del PP, que habían quedado desacreditadas. El sentido común básico de justicia social y democratización, junto con el apoyo a dinámicas de cambio de progreso, ya estaba asumido por amplios sectores de la ciudadanía indignada. Su cultura, su relato y su identificación dentro de la polarización política (la gente descontenta frente a los poderosos) ya estaban asumidos por millones de personas y reafirmados por esa experiencia popular.

El nuevo paso del fenómeno Podemos (y sus aliados y confluencias) ha consistido en crear una nueva élite política como cauce de ese proceso popular y esas demandas cívicas, con suficiente representatividad y credibilidad. Ello permite promover y visualizar el cambio institucional, ofrecer nuevas oportunidades de cambio social y político y reforzar ese campo o sujeto sociopolítico. Esa tarea específica de representación política desborda el ámbito ideológico y, aun con el componente cultural aludido, es fundamentalmente político-institucional.

La formulación por el líder de Podemos de esa frase genérica de carácter teórico podría tener solo un carácter retórico y convivir con una estrategia política más realista, como se puede deducir de su otra fuente de inspiración, la serie Juego de Tronos con su pragmatismo maquiavélico de las relaciones de poder. Pero, la prioridad jerárquica y determinante de esa expresión, precisamente para todo el periodo anterior y posterior, tiende a infravalorar, como si fuera secundario, el campo propiamente de las relaciones sociales y los conflictos políticos: el proceso real de construcción de ese movimiento popular; la articulación del amplio electorado indignado; el cambio del sistema político e


institucional y la propia delegación ciudadana en unas élites representativas; así como las pugnas ciudadanas por sus intereses y demandas sociales, económicas y democráticas. Son aspectos políticos, socioeconómicos e institucionales que están pasando a un primer plano, como el propio P. Iglesias reconoció en el debate de investidura, así como en su reciente afirmación sobre la constitución del espacio para una ‘nueva socialdemocracia’.

Además, tras el 26-J, la pugna sociopolítica sobre las transformaciones necesarias por la democracia y la igualdad van a adquirir todavía una nueva y mayor dimensión en el campo de batalla político y europeo. Las dinámicas de mejora de la situación de la gente y defensa de los intereses populares, junto con los procesos de legitimación política y hegemonía cultural se imbricarán de una forma diferente. Supondrá el reajuste de la estrategia alternativa, política e institucional, para caminar hacia una democracia social avanzada en una Europa más justa y solidaria.

Papel del discurso y hegemonía

Antes hemos comentado una cita de I. Errejón, revalorizando el papel de los mitos frente a los intereses materiales. Veamos otro ejemplo: En la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 46). Son formulaciones que tienen la ventaja de ser sintéticas, aunque el tema es complejo. Existe una larga polémica en la teoría social (en realidad desde Platón y Aristóteles) sobre el papel de las ideas y su interacción con la práctica y las relaciones sociales. Hoy día es fundamental clarificar su interrelación para acertar en la implementación del cambio social. Así, a partir de estos comentarios, aportamos una reflexión sobre la función del discurso y el tipo de hegemonía a conformar.

Es cierto que las posiciones políticas no son ‘naturales’ ni están predeterminadas por condiciones ‘objetivas’; están conformadas y sujetas a cambio por el comportamiento de la gente y los distintos sujetos activos. La cuestión es que son resultado no solo de la


disputa por el sentido, sino por la pugna en las relaciones de fuerza y de poder, además y en conexión con la legitimación social o hegemonía cultural.

La acción por la hegemonía político-cultural o ideológica es importante. Aunque ya hay alusiones en el propio Marx, ese concepto lo ha desarrollado Gramsci y, ahora, Laclau. Ambos resaltan la cultura nacional-popular, aunque con planteamientos distintos. Digamos que en la construcción del ‘pueblo’, el primero conserva parte de un enfoque ‘determinista’ (posición objetiva de las clases sociales, lucha de clases) sobre el papel de eje hegemónico de la clase trabajadora, y el segundo, defiende una mirada ‘constructivista’ (discursos, significantes vacíos) en la configuración identitaria y hegemónica de ese pueblo.

Los cambios culturales y de mentalidad son fundamentales para las fuerzas progresistas cuya capacidad transformadora depende más del tipo de subjetividad, valores e ideas incorporados por las capas populares para desarrollarlos como capacidad de cambio social y político. No lo son tanto para los poderosos y las élites dominantes que cuentan con el control de los recursos económicos e institucionales, aunque también se vean influidos por el grado de legitimidad pública o consenso representativo respecto de su poder o el orden desigual existente. Desde una óptica popular, el cambio cultural precede, se combina y se refuerza con el cambio sociopolítico y de las estructuras económicas y sociales, con la experiencia cívica compartida en el conflicto social frente a unas relaciones de dominación. Como dice Thompson (Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 38), los sujetos sociales surgen de la lucha sociopolítica, de su vida y experiencia en el conjunto de relaciones sociales, modeladas por su cultura.

Por otro lado, el discurso articulador de un proceso igualitario-emancipador no se construye con significantes vacíos, funcionales solo para cohesionar a la gente y ganar hegemonía. El sentido de esos significantes y la orientación de su papel constructivo son fundamentales. Y esos valores son clave para definir el camino y el proyecto. El asunto es que esos grandes objetivos globales y transformadores hay que rellenarlos con


estrategias, programas y relatos y, sobre todo, con una experiencia popular, participación democrática o articulación masiva en el conflicto social y político… emancipadorigualitario.

El término izquierda además de confuso (ampara élites y actuaciones regresivas y prepotentes) es restrictivo (deja fuera a gente progresista, democrática y anti-oligárquica). La palabra ‘izquierda’ se puede resignificar, según propone Mouffe, particularmente en el ámbito de la izquierda social, donde su significado está más asociado a la experiencia popular europea de tradición democrática y defensora de los derechos sociales y laborales de las capas populares, el papel de lo público y el Estado de bienestar. Pero en el campo político-institucional es más dificultoso, dada la deriva socioliberal de la socialdemocracia y su ambivalencia.

No obstante, sigue siendo positiva y fundamental la tradición igualitaria, emancipadora y solidaria de la(s) izquierda(s) democrática(s) europea(s), aunque no exclusiva de las mismas. Ahí entra la rica experiencia de movimientos sociales emancipadores. La solución es triple: superar, renovar y reforzar elementos de esa tradición de izquierdas. Y, específicamente, levantar un nuevo relato, una nueva aspiración, con una nueva denominación. Pero no es suficiente una alternativa procedimental (polarización, hegemonía) o sociodemográfica (abajo/arriba). Debe incluir, para fortalecer su sentido democrático, emancipador e igualitario, esos valores ilustrados, progresistas y de izquierda y adecuarlos a la tarea de construcción de un movimiento popular (nacionalsolidario) progresivo, es decir, cuya expresión enlace con sus demandas y aspiraciones de progreso. Ese ideario-proyecto, con el horizonte de una democracia social en una Europa más justa y solidaria, está por desarrollar.

En ese sentido, se puede afirmar, junto con Pablo Iglesias, que se ha generado un espacio distinto de la actual y vieja socialdemocracia europea, con su dinámica dominante socioliberal (de ‘tercera vía’ o ‘nuevo centro’), para configurar un nuevo sujeto político con una orientación y un papel ‘social’ y ‘democrático’, una ‘nueva


socialdemocracia’. Se conforma un nuevo eje articulador de las identidades colectivas en torno a posiciones, intereses e ideas favorables a la igualdad/democracia/capas populares frente a la desigualdad/autoritarismo/minorías oligárquicas. Es decir, la polarización sociopolítica y cultural, con zonas intermedias y mixtas, tiene un contenido sustantivo de carácter político-ideológico. Se supera la posición de transversalidad o neutralidad ideológica, se recogen las mejores tradiciones de la izquierda democrática y otros sectores progresistas pero, sobre todo, se afirma un nuevo proyecto-ideario emancipador cuya denominación y perfil está por contrastar.

Es fundamental un discurso o un pensamiento crítico que, conectado a la experiencia democratizadora, de oposición a los recortes sociales y defensa de los derechos y demandas populares, pueda favorecer la construcción de una identificación popular democrática-igualitaria. Dicho de otro modo, el perfil del nuevo sujeto popular y cívico debe basarse en la igualdad y la democracia, aunque se distancie de determinadas posiciones ideológicas, completas y cerradas, de las izquierdas (u otras corrientes), hoy contradictorias y superadas o, bien, se acerque a otras tradiciones, algunas de la propia izquierda democrática, social o política. Se trata de profundizar el republicanismo cívico y el carácter social-igualitario de la democracia.

En definitiva, en la construcción de la identidad ‘pueblo’, del sujeto popular transformador, hay que combinar los dos planos –intereses (populares) y discursos (emancipadores)- de la experiencia popular y la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del primer polo, progresivo, de cada eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía; solidaridad / segregación.

Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid


La experiencia popular en la construcción del sujeto III Antonio Antón Publicado en Mientras Tanto, núm. 147, junio de 2016

Existen distintas teorías sobre el papel y la construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción de un sujeto colectivo en la experiencia de la gente en sus relaciones sociales y económicas y los conflictos sociopolíticos, evaluada por su cultura, en nuestro caso, democrática y de justicia social (Antón, 2015).

No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.

El determinismo economicista o de clase es un idealismo

Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una


conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, de justicia social, derechos humanos y democrática.

El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo con la influencia de Althusser (1967, y 1969). E, igualmente, el determinismo políticoinstitucional o el cultural de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces, como reacción al primero.

En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales…

Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.


El papel de los intereses y las ideas

Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón y desarrollado posteriormente (Errejón, 2016):

No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos (Twitter, 2-4-2016).

Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas) no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada y menos una determinada dinámica social u orientación política. Es insuficiente el esquema de la relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la ‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura (económica).

Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración


de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social y su identidad colectiva.

Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.

Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico, hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo determinista y estructuralista, y partir de la realidad de la gente, su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, el británico E. P. Thompson:

Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura (Thompson, 1979: 39).

En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).

El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto.


Aquí, para definir el marco teórico, desechamos el enfoque determinista, dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora cita:

Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).

El determinismo, como decíamos, es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan. Es lo que le ha pasado al estructuralismo más dogmático de Althusser, de amplia influencia en la izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (1981), ha entrado en crisis, incluso como forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.

Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a otro idealismo, incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas, medioambientales o de seguridad y sobrevaloran el papel transformador de las ideas o la subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último


Touraine (2005; 2009; 2011) o la discursiva de Laclau (2013), ambas como reacción a su posición estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en una visión más relacional y dinámica:

Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o ‘deseo’ en vías de convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene garantizado por NADA –por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismo-leninismo-, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’ y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).

En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Podemos y sus aliados.

Transversalidad e importancia de los valores igualitarios y democráticos

Consideramos positivo y necesario algo de doctrina, normativa, estrategia, ideas y valores o propuestas políticas que enlacen con la cultura ciudadana (o conciencia social) y una actividad articuladora de élites o representantes ‘populares’ (en la tradición marxista eran vanguardias). Los grandes valores o ideas clave (igualdad, libertad, solidaridad, democracia, laicismo…) de la historia ilustrada y la mejor izquierda democrática reflejan el esfuerzo colectivo y el proyecto transformador de amplias capas populares, forman


parte de su experiencia y su cultura para cambiar las dinámicas de fondo de desigualdad, dominación y subordinación. No son significantes vacíos sino componentes fundamentales de un proyecto emancipadorigualitario, elementos de identificación para construir un ‘pueblo’ liberado de las oligarquías autoritarias.

La construcción de un sujeto sociopolítico, su identificación como pueblo (libre e igual), está ligada a su propio comportamiento y su experiencia articuladora del conflicto… por la igualdad y la libertad… frente a las oligarquías y el autoritarismo. En ese sentido, es similar y recoge las mejores tradiciones democráticas, igualitarias y emancipadoras de las izquierdas y otros movimientos de liberación popular. Están justificadas las reservas a la denominación ‘izquierda’ (política) al estar asociada a la última evolución socioliberal de la socialdemocracia (o al autoritarismo de los regímenes del Este).

Pero como dice Mouffe (2015), aludiendo a Bobbio, el valor de la igualdad es clave como identificación de la izquierda. Es una seña de identidad diferenciada del populismo de ‘izquierda’ frente al populismo de ‘derecha’. No hay ‘un’ populismo; sus rasgos comunes son lo secundario, y algunos de ellos similares a los de otras corrientes políticas. Hay, como mínimo, dos populismos, diferenciados por lo sustancial, su significado ético-político: democrático-igualitario o autoritario-segregador. Y el llamado populismo de izquierdas (al igual que la izquierda social) debe basarse en la igualdad, en la defensa de los derechos políticos, civiles, sociales y laborales de las mayorías populares.

El problema que tiene esa teoría populista es que, precisamente, debe construir un relato, un mito, para profundizar en la trayectoria igualitaria-emancipadora, de las mejores experiencias democráticas y populares. Dicho de otra forma, el eje izquierda/derecha, en cuanto a identificación política, es confuso, ya que incorpora dos realidades contraproducentes para una dinámica democrática y de igualdad: el giro socioliberal o centrista de la socialdemocracia y la tradición autoritaria de los regímenes comunistas del Este. Mucha gente asocia esa referencia izquierda (social) a una posición progresiva en la política económica y fiscal y defensora de los derechos sociales y laborales y el Estado de bienestar. Y es bueno que por ello se auto-ubique ideológicamente en la izquierda.

No obstante, es positiva la ‘transversalidad’ respecto de esa denominación como cuestión determinante en la identificación política y electoral. La cuestión es que no es irrelevante la identificación político-ideológica de la gente en torno al eje de fondo igualdad/desigualdad o, si se quiere, intereses de los de abajo y los de arriba, o bien, de la democracia y la oligarquía. En estos campos no es adecuada la transversalidad, como indefinición o posición intermedia entre los dos polos. La apuesta por un polo está clara: la igualdad, los de abajo, la democracia. Muchas personas pueden estar menos ‘ideologizadas’ en esos aspectos. Pero la línea de identificación alternativa pasa por su posicionamiento en esos campos democráticos-igualitarios


frente a los grandes poderes regresivos. Es lo que en el actual proceso de indignación se ha conformado, superando, las viejas representaciones de las élites socialistas, liberales o comunistas.

Es fundamental la conformación ‘ideológica’ o cultural de la gente en ese eje de contenido sustantivo, hacia los valores y actitudes de un polo del conflicto (igualdad, libertad, democracia, intereses y demandas de la gente) y frente a otro (desigualdad, dominación, autoritarismo, privilegios de las oligarquías). En estos planos es negativa la transversalidad como indefinición ante ellos, eclecticismo o posición intermedia; al contrario, es positiva la educación y la identificación cívica con esos valores y estrategias fundamentales, basadas en los derechos humanos, la justicia social o la emancipación.

Eso quiere decir que la construcción de un sujeto emancipador (el pueblo) no se puede disociar de esa experiencia social y esa cultura igualitaria y democrática. La construcción del ‘pueblo’ no se puede quedar en la afirmación de un mecanismo identificativo (la polarización con el adversario) o el llamamiento a la importancia de los mitos y relatos, desconsiderando los intereses y demandas de la gente en la contienda política y su papel y significado.

Por ejemplo, una sobrevaloración del papel del discurso es la afirmación de P. Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de 2014): La ideología es el principal campo de batalla político. Por supuesto, es importante la batalla de las ideas, la hegemonía cultural y por el ‘sentido común’. Podemos ha conseguido ser reconocido como su representación política por una gran parte de la ciudadanía indignada. Y en ello ha tenido un papel central su discurso y su liderazgo. Sus propuestas han conectado con la experiencia y las aspiraciones de gente descontenta, han sabido presentarse como cauce institucional de esas demandas y se ha modificado el sistema político.

No obstante, esa base social, en gran medida, estaba ‘construida’, incluso con sus ideas clave, o sea, con una hegemonía cultural: más democracia, menos recortes y más derechos sociales (igualdad). La conformación de ese nuevo campo político ha sido posible por la masiva pugna sociopolítica de la ciudadanía activa española, democrática en lo político y cultural y progresista en lo social y económico, frente a las graves consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad de las direcciones del PSOE y luego del PP, que habían quedado desacreditadas. El sentido común básico de justicia social y democratización, junto con el apoyo a dinámicas de cambio de progreso, ya estaba asumido por amplios sectores de la ciudadanía indignada. Su cultura, su relato y su identificación dentro de la polarización política (la gente descontenta frente a los poderosos) ya estaban asumidos por millones de personas y reafirmados por esa experiencia popular.


El nuevo paso del fenómeno Podemos (y confluencias) ha consistido en crear una nueva élite política como cauce de ese proceso popular y esas demandas cívicas, con suficiente representatividad y credibilidad. Ello permite promover y visualizar el cambio institucional, ofrecer nuevas oportunidades de cambio social y político y reforzar ese campo o sujeto sociopolítico. Esa tarea específica de representación política desborda el ámbito ideológico y, aun con el componente cultural aludido, es fundamentalmente políticoinstitucional.

La formulación por el líder de Podemos de esa frase genérica de carácter teórico podría tener solo un carácter retórico (dentro de una campaña mediático-electoral prolongada) y convivir con una estrategia política más realista, como se puede deducir de su otra fuente de inspiración, la serie Juego de Tronos con su pragmatismo maquiavélico de las relaciones de poder. Pero, la prioridad jerárquica y determinante de esa expresión, precisamente para todo el periodo anterior y posterior, tiende a infravalorar, como si fuera secundario, el campo propiamente de las relaciones sociales y los conflictos políticos: el proceso real de construcción de ese movimiento popular; la articulación del amplio electorado indignado; el cambio del sistema político e institucional y la propia delegación ciudadana en unas élites representativas; así como las pugnas ciudadanas por sus intereses y demandas sociales, económicas y democráticas. Son aspectos políticos, socioeconómicos e institucionales que están pasando a un primer plano, como el propio P. Iglesias reconoció en el debate de investidura, y que tras el 26-J van a adquirir todavía una nueva y mayor dimensión en el campo de batalla político y europeo.

Papel del discurso y hegemonía

Antes hemos comentado una cita de I. Errejón, revalorizando el papel de los mitos frente a los intereses materiales. Veamos otro ejemplo: En la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido (Errejón y Mouffe, 2015: 46). Es cierto que las posiciones políticas no son ‘naturales’ ni están predeterminadas por condiciones ‘objetivas’; están conformadas y sujetas a cambio por el comportamiento de la gente y los distintos sujetos activos. La cuestión es que son resultado no solo de la disputa por el sentido, sino por la pugna en las relaciones de fuerza y de poder, además y en conexión con la legitimación social o hegemonía cultural.


La acción por la hegemonía político-cultural o ideológica es importante. Aunque ya hay alusiones en el propio Marx, ese concepto lo ha desarrollado Gramsci (1978; 2011) y, ahora, Laclau (2013, y junto con Mouffe, 1987). Ambos resaltan la cultura nacional-popular, aunque con planteamientos distintos. Digamos que en la construcción del ‘pueblo’, el primero conserva parte de un enfoque ‘determinista’ (posición objetiva de las clases sociales, lucha de clases) sobre el papel de eje hegemónico de la clase trabajadora, y el segundo, defiende una mirada ‘constructivista’ (discursos, significantes vacíos) en la configuración identitaria y hegemónica de ese pueblo.

Los cambios culturales y de mentalidad son fundamentales para las fuerzas progresistas cuya capacidad transformadora depende más del tipo de subjetividad, valores e ideas incorporados por las capas populares para desarrollarlos como capacidad de cambio social y político. No lo son tanto para los poderosos y las élites dominantes que cuentan con el control de los recursos económicos e institucionales, aunque también se vean influidos por el grado de legitimidad pública o consenso representativo respecto de su poder o el orden desigual existente. Desde una óptica popular, el cambio cultural precede, se combina y se refuerza con el cambio sociopolítico y de las estructuras económicas y sociales, con la experiencia cívica compartida en el conflicto social frente a unas relaciones de dominación. Como dice Thompson (1979: 38), los sujetos sociales surgen de la lucha sociopolítica, de su vida y experiencia en el conjunto de relaciones sociales, modeladas por su cultura.

Por otro lado, el discurso articulador de un proceso igualitario-emancipador no se construye con significantes vacíos, funcionales solo para cohesionar a la gente y ganar hegemonía. El sentido de esos significantes y la orientación de su papel constructivo son fundamentales. Y esos valores son clave para definir el camino y el proyecto. El asunto es que esos grandes objetivos globales y transformadores hay que rellenarlos con estrategias, programas y relatos y, sobre todo, con una experiencia popular, participación democrática o articulación masiva en el conflicto social y político… emancipador-igualitario.

El término izquierda además de confuso (ampara élites y actuaciones regresivas y prepotentes) es restrictivo (deja fuera a gente progresista, democrática y anti-oligárquica). La palabra ‘izquierda’ se puede resignificar, según propone Mouffe (2015), particularmente en el ámbito de la izquierda social, donde su significado está más asociado a la experiencia popular europea de tradición democrática y defensora de los derechos sociales y laborales de las capas populares, el papel de lo público y el Estado de bienestar. Pero en el campo político-institucional es más dificultoso, dada la deriva socioliberal de la socialdemocracia y su ambivalencia.


No obstante, sigue siendo positiva y fundamental la tradición igualitaria, emancipadora y solidaria de la(s) izquierda(s) democrática(s) europea(s), aunque no exclusiva de las mismas. La solución es triple: superar, renovar y reforzar elementos de esa tradición de izquierdas. Y, específicamente, levantar un nuevo relato, una nueva aspiración, con una nueva denominación. Pero no es suficiente una alternativa procedimental (polarización, hegemonía) o sociodemográfica (abajo/arriba). Debe incluir, para fortalecer su sentido democrático, emancipador e igualitario, esos valores ilustrados, progresistas y de izquierda y adecuarlos a la tarea de construcción de un movimiento popular (nacional-solidario) progresivo, es decir, cuya expresión enlace con sus demandas y aspiraciones de progreso. Ese ideario-proyecto está por desarrollar.

Es fundamental un discurso o un pensamiento crítico que, conectado a la experiencia democratizadora, de oposición a los recortes sociales y defensa de los derechos y demandas populares, pueda favorecer la construcción de una identificación popular democrática-igualitaria. Dicho de otro modo, el perfil del nuevo sujeto popular y cívico debe basarse en la igualdad y la democracia, aunque se distancie de determinadas posiciones ideológicas, completas y cerradas, de las izquierdas (u otras corrientes), hoy contradictorias y superadas o, bien, se acerque a otras tradiciones, algunas de la propia izquierda democrática, social o política. Se trata de profundizar el republicanismo cívico y el carácter social-igualitario de la democracia.

En definitiva, en la construcción de la identidad ‘pueblo’, hay que combinar los dos planos –intereses (populares) y discursos (emancipadores)- de la experiencia popular y la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del primer polo, progresivo, de cada eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía; solidaridad / segregación.

Bibliografía

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