El contraataque aliado, de James Holland.

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Traducción de Joan Eloi Roca

Barcelona - Madrid - México D. F.


Nota del autor Soy plenamente consciente de que la acción de este libro cambia repetidamente de perspectiva: de la británica a la alemana, de la francesa a la italiana y, también, a la estadounidense e incluso a la belga y la noruega. En un esfuerzo para distinguir quién es quién, en algunas ocasiones he mantenido los rangos en la lengua de su respectiva nacionalidad. De ese modo, aunque veamos al general de división Kennedy, a veces nos toparemos con el Generalmajor Rommel. También he aplicado esta regla, aunque de manera un tanto inconsistente, a las unidades militares. Me he servido, especialmente en el caso alemán, de los nombres originales en algunos otros casos. Los escuadrones de la Luftwaffe son en ocasiones Staffeln, porque, en realidad, un Staffel alemán no era lo mismo que un escuadrón británico. Los paracaidistas alemanes y tropas de montaña aparecen como Fallschirmjäger y Gebirgsjäger respectivamente, lo que sin duda ayudará a disminuir las confusiones cuando lleguemos al tercer volumen de esta trilogía y hablemos, por ejemplo, del Día D, donde tropas aerotransportadas alemanas, estadounidenses, polacas, canadienses y francesas operaron simultáneamente y, en el caso de los estadounidenses, polacos y alemanes, a menudo con apellidos similares. También debería explicar cómo he escrito en este libro algunas unidades militares. Los cuerpos de ejércitos están en números romanos y todas las operaciones militares en mayúsculas. Los grupos de la Luftwaffe están en números romanos, pero sus escuadrones parecen con numeración árabe. Había tres escuadrones por grupo, por lo que el 5.o de la 2.a Ala de Caza estaba en el II, mientras que el 7.o de la 2.a Ala de Caza estaría en el III.



Introducción Junio de 1941 fue un mes trascendental para la historia de la humanidad. A principios de ese mes, la Alemania nazi estaba en guerra con Gran Bretaña y sus dominios, pero había sometido al resto de sus enemigos tras una sorprendente serie de victorias: primero, Polonia, en septiembre de 1939; luego, Dinamarca y Noruega, en abril del año siguiente. Más tarde, los Países Bajos e incluso la poderosa Francia habían sido aplastados. La invasión de Francia se había efectuado en solo seis semanas; una generación antes, las tropas francesas habían resistido todos los ataques alemanes durante cuatro años, pero, en mayo de 1940, el enfrentamiento se había decidido a efectos prácticos en cuestión de días. Gran Bretaña, esa nación insular que se encontraba tras las lindes de la Europa continental, se las había arreglado para resistir, pero no había mucha gente en todo el mundo que cuestionara la supremacía de Alemania o que dudara que Gran Bretaña también sería sometida. Entretanto, Yugoslavia y Grecia fueron asimismo invadidas, en ese orden, con eficiencia clínica y despiadada y, por último, en mayo de 1941, cayó en manos germanas Creta, la isla más grande del Egeo. Los británicos se vieron obligados a efectuar allí su tercera evacuación a gran escala de la guerra, lo cual supuso otra derrota humillante. Así fue cómo, a principios de junio de 1941, solo Gran Bretaña resistía a esta aparentemente imparable maquinaria militar. Las imágenes de columnas de Panzer y de esvásticas que se alzaban sobre el Partenón de Atenas dominaban los noticieros alemanes y los de todo el mundo. Era evidente que Estados Unidos tenía el potencial de producir ingentes cantidades de armas, pero el potencial era una cosa y la realidad, otra; lo cierto es que las fábricas del país no producían una gran cantidad de material de guerra, a pesar de la insistencia británica en que pronto sí lo harían. El fracaso de Gran Bretaña en los combates terrestres dio a entender que se trataba de una potencia global cuya época de 33


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esplendor había llegado a su fin; los problemas se habían gestado en gran parte de los territorios del imperio durante la década de 1930 y su democracia y los llamados valores liberales que defendía parecían bastante inútiles ante los dictadores. Los nazis gritaban a los cuatro vientos que el liberalismo era debilidad. Cuando las fuerzas británicas en Creta se desplazaron hacia el sur a través de las montañas y escaparon en barco, gran parte de la población mundial opinó que los nazis tenían razón. El nacionalismo y el militarismo parecían las fuerzas dominantes del mundo occidental en este segundo verano de enfrentamiento. A primera vista, es algo comprensible. Al fin y al cabo, la noción de que Alemania era, en los primeros años de guerra, una máquina militar imparable prevalece a día de hoy. Se entiende que la guerra se libra en tres niveles: el estratégico, relacionado con los objetivos y las metas de alto nivel; el táctico, la cara más directa de la guerra, es decir, la lucha real; y el operativo, los medios por los cuales los demás niveles se conectan o, en otras palabras, los suministros de material bélico, la logística, la capacidad de una nación para producir tanques o aviones y llevarlos al frente. Esta conceptualización es, hasta cierto punto, una forma un tanto artificial de entender la guerra y, sin embargo, estos tres niveles compendian todo lo que entra en juego en un conflicto. Quizá una manera más simple de verlo sea la siguiente: en la parte superior se encuentran los líderes bélicos, como Hitler, Churchill, Roosevelt o Mussolini, y sus comandantes. Estos tienen objetivos generales para sus países. En la parte inferior está el hombre que lucha en su tanque o su avión o el soldado de infantería equipado con un rifle o una ametralladora. Si ve una película o lee cualquier libro sobre el tema, es probable que la atención se centre en estas personas; después de todo, ¿qué tienen de interesante las fábricas o las tuercas y los tornillos? Eso está muy bien, pero ha supuesto que toda una cara de la historia se deje de lado, a todos los efectos. Prácticamente la totalidad las historias narrativas de la Segunda Guerra Mundial se han centrado casi por completo en estos dos niveles, el estratégico y el táctico. Encontramos muchos relatos sobre Churchill, Stalin, Roosevelt y los comandantes superiores, ya sea acerca de la falta de tacto de Montgomery, la bravuconería de Patton o la crueldad alemana y soviética. También se ha escrito mucho sobre 34


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el hombre de la trinchera, el búnker o el bombardero y hemos visto desde conmovedoras últimas cartas enviadas a casa hasta testimonios orales, memorias y diarios. Cuando se mencionan los suministros de guerra, se habla de ello como si fuera algo secundario o se ofrece un mero apunte y, con frecuencia, gran parte de lo que se dice sobre este aspecto se basa en lo que se da por supuesto y no en una auténtica investigación. El Tiger fue el mejor tanque que participó en el conflicto, por ejemplo; o la MG 42 alemana fue el arma ligera preeminente. Pero ¿es esto cierto? ¿Quién lo afirma? ¿Sobre qué base se hacen estas suposiciones? Y una vez se empiezan a cuestionar estos supuestos hechos, surgen respuestas fascinantes y con frecuencia reveladoras que comienzan a tambalear algunas de nuestras arraigadas opiniones sobre la guerra. Este es el segundo volumen de una trilogía sobre la Segunda Guerra Mundial en Occidente. El primero finaliza en la víspera de la Operación Barbarroja, la invasión alemana de la Unión Soviética que comenzó en junio de 1941, e integrar en la narración el nivel operativo de la guerra era fundamental para su tesis. Lejos de ser aburrido, ese aspecto es tan rico en drama humano como los otros niveles e incluye la superación de retos aparentemente imposibles, choques de personalidad entre líderes, creencias políticas, ineptitud, una habilidad y una visión de futuro sobrecogedoras e incluso coraje. En una guerra, los suministros no se limitan a la logística y las estadísticas y, por curioso que parezca, esto era algo que se entendía con mayor claridad en aquel entonces. Vea los noticiarios alemanes o británicos de la época, por ejemplo, y advertirá que dedican tanto espacio a las fábricas y a la producción como a los combates en el frente. Gran Bretaña dejó especialmente claro que luchaba en una guerra industrial, alimentada por los avances científicos y tecnológicos y por el ímpetu del país para producir más alimentos, más aviones, más tanques, más de todo. Alemania también se aseguró de que su poder mecanizado estuviera en la vanguardia tanto en la radio como en la pantalla. Este reequilibrio de la narrativa también contribuye a proporcionar una mayor claridad sobre los principales combatientes en la guerra y revela una imagen de aquellos primeros años del conflicto sorprendentemente distinta de la historia que nos han contado tradicionalmente. Gran Bretaña entró en la guerra con un 35


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ejército muy pequeño, no debido a la política de apaciguamiento del Gobierno hasta la Crisis de los Sudetes del otoño de 1938 e incluso más allá, sino a que no tenía ningún sentido tener uno más grande. Francia era aliada de Gran Bretaña y disponía de un vasto ejército de reserva que podía movilizarse en un santiamén. Reino Unido era una democracia y, durante gran parte de la década de 1930, su población no había tenido que soportar el servicio militar obligatorio, requisito imprescindible para disponer de un gran ejército. Finalmente, debido a que desde el punto de vista geográfico era un pequeño país isleño, el alojamiento, entrenamiento y traslado de un gran ejército no resultaba fácil y, además, era muy costoso. Por otro lado, la Marina Real era la más grande del mundo, y lo mismo sucedía con la flota mercante británica. Asimismo, el imperio comercial global de Gran Bretaña era el más grande que la humanidad había conocido y el acceso a los recursos mundiales no tenía parangón. También se había puesto gran énfasis en las fuerzas aéreas, que estaban en constante expansión. Incluso después de la caída de Francia en junio de 1940, el Gobierno británico acordó limitar la extensión del ejército a cincuenta y cinco divisiones a pesar de que Alemania había invadido Francia y los Países Bajos con ciento treinta y cinco. Cuando el nuevo y ampliado ejército fue llamado a combatir, lo haría aprovechando al máximo la tecnología y la mecanización; el objetivo era limitar todo lo posible la exposición de los hombres. Existía la creencia de que cuanto más grande era el ejército, mayores eran las bajas. Si los hombres se sustituían por maquinaria y tecnología y se salvaban vidas, mucho mejor para todos. La última guerra, en 1914-18, había demostrado a los británicos que los grandes ejércitos eran inherentemente incompetentes. Gran Bretaña había resistido la tentación de negociar la paz con Alemania en mayo y principios de junio de 1940, mientras Francia se hundía y la pequeña Fuerza Expedicionaria Británica (FEB) iniciaba la evacuación de Dunkerque. Los británicos, incluidos comandantes y políticos de alto rango, se sorprendieron por la fácil derrota de Francia, su mayor aliada. El pánico se apoderó de los líderes británicos, pero el nuevo primer ministro, Winston Churchill, persuadió a su Gabinete de Guerra y luego a la nación en general de que había que seguir luchando. Churchill se había dado cuenta de que no podía haber ningún compromiso ni se podía confiar en Hitler y de que, en realidad, Gran Bretaña 36


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tenía mucho a su favor: el canal de la Mancha, la Marina Real, la RAF, el primer sistema de defensa aérea totalmente coordinado del mundo y, en el momento en que la Luftwaffe lanzó su ataque total contra la RAF el 13 de agosto, casi dos millones de soldados listos para el combate. Una vez pasó la crisis provocada por el temor a una invasión, se extendió la creencia de que, con el tiempo, la Alemania nazi podría ser derrotada. En una larga guerra de desgaste tradicional, Gran Bretaña estaba razonablemente segura de su victoria, pues su acceso a los recursos (petróleo, alimentos, acero, etc.) era mucho mayor que el de Alemania. Así pues, la estrategia británica era simple: luchar y utilizar el transporte marítimo, la influencia mundial y los recursos internacionales sin pausa pero sin prisa para derribar a Alemania mediante un bloqueo económico, el aumento de los bombardeos y el estrangulamiento económico, la misma estrategia empleada en la Primera Guerra Mundial. En esta ocasión, la clave sería el aprovechamiento de otra democracia occidental: Estados Unidos. La inversión británica en la incipiente industria armamentística estadounidense fue una parte fundamental de esta táctica; no era razonable esperar que Estados Unidos produjera de inmediato tanques, aviones y armas en masa, pero Gran Bretaña confiaba en resistir hasta ese momento. Se trató de un enfoque enteramente razonable y pragmático. Y la verdad era que, a principios de junio de 1941, Gran Bretaña estaba ganando terreno, sobre todo en el Atlántico, que, en lo que a ella respectaba, era el teatro de guerra más importante de todos. Si las líneas de suministro de Gran Bretaña se hubieran cortado, el país —y, por extensión, el mundo libre— habría estado en apuros, pero, en mayo de 1941, la Marina Real, con la ayuda de la pequeña pero creciente Armada Real canadiense y de la RAF, ya tenía los océanos definitivamente bajo control. La flota de superficie de la Kriegsmarine (la Armada alemana) había sido destruida o neutralizada en su mayoría, mientras que la fuerza de submarinos no había resultado lo bastante grande como para causar daños realmente graves y su impacto había sido menor. Además, una máquina de codificación alemana Enigma, así como un libro de códigos, se habían capturado sin que el Alto Mando alemán lo supiera. Los criptoanalistas británicos eran capaces de descifrar cada vez más las comunicaciones alemanas codificadas. 37


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En tierra, Gran Bretaña aprovechó las tropas y los suministros de su imperio y derrotó a los italianos que amenazaban Egipto, el canal de Suez, Oriente Medio y África oriental. La intervención de las fuerzas alemanas en el Mediterráneo inclinó la balanza parcialmente a favor del Eje de nuevo, y las fuerzas británicas, derrotadas en Grecia y en Creta, se vieron obligadas a retirarse a través de Libia y Egipto. Sin embargo, ninguno de estos territorios ponía en peligro la soberanía de Gran Bretaña. Solo la batalla que se libraba en el Atlántico suponía una amenaza para esa supremacía y, en junio de 1941, se ganó definitivamente gracias a unas fuerzas navales más poderosas, así como a una tecnología cada vez más superior a la del enemigo. Por otra parte, en el otro extremo del Atlántico, las fábricas estadounidenses empezaron a cobrar vida, sus fuerzas armadas crecieron y la opinión pública comenzó a cambiar gracias a un presidente recién reelegido que estaba decidido a que la Alemania nazi fuera derrotada. Por lo tanto, a mediados de 1941 no había ninguna razón para que Gran Bretaña se sintiera especialmente desmoralizada, a pesar de las derrotas en Grecia y Creta. O, dicho de otra manera: los primeros años de la guerra no habían sido, ni muchísimo menos, tan unilateralmente favorables a Alemania como suele creerse. Alemania era el país más grande de Europa y, en 1939, poseía, junto con Francia, el ejército más grande y la mayor fuerza aérea del mundo. La batalla verdaderamente significativa de aquellos primeros años de la guerra fue la que enfrentó a Alemania y a Francia, y lo más notable fue la sorprendente y rápida derrota de esta última, sobre todo si tenemos en cuenta que Francia contaba con muchos más tanques, mejores y más grandes, más piezas de artillería y que, en general, defender resulta más fácil que atacar. Las victorias frente a Polonia, Dinamarca, Noruega, los Países Bajos, Yugoslavia y Grecia fueron impresionantes; no obstante, los ejércitos de estas naciones eran significativamente inferiores y Alemania se impuso sobre ellas sucesivamente. Lo que el mundo vio fueron aviones Stuka bombardeando en picado, columnas de tanques y vehículos blindados, y jóvenes confiados y despiadados. La velocidad operativa y el carácter enfático de estas victorias aseguraron que Alemania se granjeara la reputación de poseer una fuerza militar, una potencia de fuego y una furia combativa sin igual. Sin duda, los franceses no supieron responder a este ataque, a pesar de tener muchas ventajas. El país estaba sumamente in38


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dustrializado y mecanizado, eran la nación más productiva de Europa en términos agrícolas —Francia no había sufrido racionamiento antes del armisticio— y su ejército era enorme y estaba bien equipado. Su armada era más fuerte que la de Alemania, su fuerza aérea no era significativamente más pequeña que la Luftwaffe y disponía de útiles colonias en el extranjero que le aportaban tanto recursos como mano de obra, algo de que carecía la Alemania nazi. Por desgracia, los políticos estaban divididos en facciones, y esto ocasionó que toda una serie de primeros ministros fueran incapaces de impulsar a la enorme cantidad de socios dispares de sus coaliciones de gobierno, lo cual a su vez afectaría a los militares. Los generales, la mayoría de los cuales eran hombres de avanzada edad con nociones desfasadas, carecían de dirección política y trataron desesperadamente de evitar cualquier tipo de conflicto en territorio francés. Los recuerdos de la Primera Guerra Mundial, y especialmente de Verdún, la batalla más cruenta jamás librada en términos de número de bajas, todavía eran muy recientes. A pesar de los rudimentarios y mal concebidos planes conjuntos con los británicos para llevar la guerra a Escandinavia, una vez más fue el norte de Francia el que sufrió la peor parte del ataque alemán cuando este se produjo. El problema era que los comandantes franceses habían asumido que este nuevo conflicto se libraría como el último; creyeron que sería una guerra de desgaste prolongada y, en su mayor parte, estática. En consecuencia, las fuerzas armadas francesas se entrenaron para la defensa de una posición fija y no para una guerra móvil ni para desplazarse al ritmo del combate. Disponían de los mejores tanques y tenían más cañones y millones de hombres, pero habían pasado por alto la importancia de las comunicaciones rápidas. No tenían suficientes radios y, una vez que los refugiados empezaron a obstruir las carreteras y los Stuka comenzaron a destruir las líneas telefónicas con sus bombardeos en picado, las diferentes unidades no pudieron comunicarse con la velocidad necesaria para coordinar una defensa. Además, los hombres tampoco habían sido entrenados para improvisar sobre el terreno. Como resultado, la punta de lanza alemana, con sus Panzer, cuyo armamento era ligero pero que tenían un gran número de radios, les pasó por encima. Cuando se rompió la corteza de la defensa francesa, pocos poilus, como se conocía a sus soldados, sabían 39


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qué hacer. Demasiados levantaron los brazos y se rindieron sin disparar un solo tiro. Esta vez no regiría el «On ne passe pas», (‘No pasarán’) ni habría grandes batallas con muchísimas bajas francesas. Francia había caído y firmado un armisticio con los alemanes, pero al menos una generación de jóvenes se había salvado. O así lo creyeron en su momento. No cabía duda de la sorprendente y abrumadora velocidad de la victoria alemana contra Francia; sin embargo, esta fue tanto o más consecuencia de los errores franceses que de la brillantez alemana. Si la línea en Sedán o Dinant hubiera resistido, cosa que podría haber ocurrido fácilmente, o si los franceses hubieran tenido en cuenta los informes de reconocimiento y hubieran bombardeado intensamente las Ardenas cuando la mayor parte de los blindados alemanes quedaron atascados tratando de atravesarlas, las cosas podrían haber sido muy diferentes. No obstante, esto no ocurrió. En cualquier caso, las impresionantes victorias alemanas logradas hasta el momento ocultaban algunas grietas bastante serias. Alemania tradicionalmente había librado rápidas guerras de maniobra, conocidas como Bewegungskriege, en las cuales los alemanes ejercían una abrumadora superioridad en el punto de ataque, o Schwerpunkt. La idea era conseguir que el enemigo perdiera el equilibrio ante este avance rápido como un rayo y, luego, embolsarlo con la misma rapidez y aniquilarlo. Esto se conocía como Kesselschlacht, o ‘batalla de calderos’, y era una estrategia que los ejércitos prusianos y, más recientemente, los alemanes practicaban siempre, pues eran plenamente conscientes de que sus tropas no estaban preparadas para una guerra de desgaste interminable. Esto se debía a la posición geográfica de Alemania, en el corazón de Europa, y a su inherente falta de recursos naturales. Ningún país del mundo tenía todos los recursos necesarios para hacer la guerra, pero si bien Gran Bretaña y Francia podían importar fácilmente lo que necesitasen, este no era el caso de Alemania. Sin apenas salida al mar, tenía una estrecha franja costera en el mar del Norte y un litoral un poco más grande que daba al Báltico, un mar con muchas islas y canales estrechos. Como consecuencia, en términos de acceso a los océanos del mundo, el principal medio para transportar recursos de un país a otro, Alemania podía ser sometida a un bloqueo muy fácilmente, y 40


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eso era precisamente lo que Gran Bretaña había estado haciendo desde el inicio de la guerra. La verdad era que, a pesar de las impactantes fotografías y las secuencias de columnas de Panzer, Alemania no había experimentado un proceso de mecanización importante. En el estallido de la guerra, era una de las potencias menos motorizadas. En mayo de 1940, solo dieciséis de las ciento treinta y cinco divisiones empleadas estaban motorizadas; la gran mayoría de las tropas alemanas se movían a pie o con caballos y carros. Esto significaba que todos los aspectos de la sociedad estaban también poco mecanizados, incluida la agricultura. El sistema agrícola alemán era ineficiente, no había suficientes tractores ni maquinaria agrícola moderna y la mayoría de las granjas eran pequeñas. Como resultado, Alemania no tenía alimentos suficientes para proveer a su población de forma satisfactoria. Tampoco tenía suficiente petróleo, mineral de hierro, cobre ni bauxita, ni muchos otros recursos que eran esenciales para participar en un conflicto armado prolongado. Esta escasez de recursos no era nada nuevo, razón por la cual Alemania favorecía tradicionalmente las guerras cortas y decisivas, en las que buscaba una victoria abrumadora, enfática y, sobre todo, rápida. Algunas veces funcionó, como contra Austria en

Poster alemán de la Segunda Guerra Mundial que recoge una gran mentira. El sistema agrícola alemán no había experimentado el proceso de mecanización necesario y era poco eficiente, así como una de las razones por las cuales los racionamientos echaron por tierra los esfuerzos bélicos del país.

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1866 y Francia en 1870, y otras no, como, por ejemplo, contra Francia en 1914. La clave era la siguiente: cuando Alemania tenía que librar una guerra larga y prolongada, las probabilidades se volvían dramáticamente en su contra. Por esta razón, en junio de 1941, el futuro de Alemania pendía de un hilo. Aplastar a Francia había sido una gesta espectacular y, en casa, en Alemania, la mayoría de la población pensaba que ya se había obtenido la victoria. El propio Hitler estaba convencido de que el combate prácticamente se había ganado, y la mayoría de sus comandantes superiores compartía la misma opinión. Con Francia derrotada y la Fuerza Expedicionaria Británica desbordada, sin duda Gran Bretaña solo podía hacer una cosa: sentarse a la mesa diplomática y pedir negociar los términos del armisticio. Hitler y sus generales, empero, veían la situación a través del estrecho prisma que constituía su propia visión del mundo, en la que el poder terrestre lo era todo. Gran Bretaña, como nación insular con unos tentáculos que llegaban a todo el mundo gracias a su poder naval, veía las cosas desde otra perspectiva. No era casualidad que la Marina Real recibiera el nombre de «Fuerza Mayor». Por el contrario, la Kriegsmarine era definitivamente la fuerza menor en la mente de Hitler y de la mayoría de los alemanes. Cuando Gran Bretaña no mostró señales de querer dialogar y, en su lugar, no solo resistió, sino que derrotó a la poderosa Luftwaffe, desbarató los planes de Hitler. Su intención siempre había sido girar hacia el este, porque allí, en las tierras de cultivo de Ucrania y en las estepas que se extendían más allá, estaban los alimentos y los recursos que necesitaba. Gran Bretaña y otras potencias utilizaban las rutas marítimas del mundo, así que la Alemania nazi utilizaría los ferrocarriles y, tal vez, algún día, carreteras e incluso oleoductos. Sin embargo, eso quedaba todavía en un futuro lejano y, por ello, la estrategia alemana consistía en neutralizar la amenaza de Occidente, aumentar sus fuerzas y, luego, cuando estuviera lista, atacar a la Unión Soviética. El problema era que Gran Bretaña seguía en pie, en absoluto neutralizada. Su ejército volvía a crecer y sus fábricas producían más tanques y aviones que las alemanas. Francia y los Países Bajos deberían haber proporcionado la capacidad adicional necesaria, pero Alemania ya había despojado a esos países de sus recursos industriales. A fines de 1940, Francia, la nación europea más motorizada antes del inicio del conflicto, contaba solo con el 8 42


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por ciento de los vehículos que tenía a principios de año, pues los alemanes se habían llevado la mayoría de ellos. Esto afectó a la fuerza laboral de Francia, que ya no era tan eficiente, y como las reservas de recursos también habían sido engullidas por Alemania, las fábricas ya no podían funcionar a los niveles previos a la rendición. Para empeorar las cosas para Alemania, en el fondo de esta escena se encontraba todavía Estados Unidos, que en el estallido de la guerra era un país aislacionista con un ejército insignificante y una fuerza aérea todavía más pequeña. Sin embargo, casi dos años más tarde, después de que el presidente Roosevelt fuese reelegido para un histórico tercer mandato, su postura abiertamente hostil hacia Alemania no dejaba lugar a dudas de que Estados Unidos representaba una amenaza potencialmente enorme que podría cambiar radicalmente el curso de la guerra. En el verano de 1941, las fábricas de Estados Unidos empezaron a ponerse en marcha a un ritmo lento aunque constante y producían armas que se enviaban a Gran Bretaña a través del Atlántico. No había un alemán vivo que no comprendiera que librar una guerra en dos frentes, como la que habían tenido que luchar en la Primera Guerra Mundial, podía tener fatales consecuencias y, sin embargo, eso fue precisamente lo que Hitler se vio obligado a hacer con Gran Bretaña todavía en pie y con Estados Unidos cada vez más cerca de entrar en guerra. Estados Unidos no era oficialmente aliado de Gran Bretaña, pero se había puesto claramente de su parte. Era el principal productor de petróleo del mundo, tenía una cantidad descomunal de mano de obra, una economía próspera y el espacio y la tecnología necesarios para producir más que cualquier otra nación del planeta. En contraste, el principal aliado de Alemania, Italia, había demostrado ser más una carga que una ayuda. Tenía aún menos recursos naturales que Alemania, a efectos prácticos estaba encerrada en el Mediterráneo, sus fuerzas armadas estaban anticuadas y mal entrenadas, y ya fuera contra los británicos en Egipto, Libia y África oriental, o contra los griegos en los Balcanes, sus ejércitos habían sufrido una derrota ignominiosa tras otra. Mussolini, el dictador fascista, había prometido librar una guerra paralela en la esfera mediterránea que estaría separada de la que luchaba Alemania. Y eso era justo lo que Hitler quería: que Italia luchara sus propias batallas, pero, sobre todo, que protegiera el flanco sur de 43


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Alemania. Lo último que Hitler necesitaba era librar una guerra en tres frentes; dos ya eran más que de sobras. Sin embargo, los fracasos italianos obligaron al Führer a enviar valiosos recursos y fuerzas al rescate de Mussolini, primero en Libia y luego en los Balcanes. Además, esta desviación hacia el sur se sumó al fracaso de la Luftwaffe en la batalla de Inglaterra. Este desastre estratégico imposibilitó la invasión de Gran Bretaña en un futuro cercano y demostró que sus planes de invasión se habían venido abajo al toparse con el primer obstáculo. Al mismo tiempo, las fábricas británicas y estadounidenses construían cada vez más aviones, armas y tanques, mientras que el botín que los alemanes habían obtenido en sus conquistas se agotaba, junto con la comida, el petróleo y los recursos necesarios para derrotar con éxito a la creciente fuerza aérea, el ejército y la tradicionalmente poderosa marina de guerra británicos. Y Estados Unidos todavía era una amenaza. La gran estrategia de Hitler era muy sencilla: primero, debían destruir Polonia; luego, una vez que Francia y Gran Bretaña declararan la guerra, acabaría con ellas también. Una vez sometidas estas naciones, la amenaza que representaba Estados Unidos sería significativamente menor, ya que, después de todo, una vez derrotada Gran Bretaña no existiría una cabeza de puente desde la cual las fuerzas estadounidenses pudieran penetrar en la Europa continental controlada por los nazis si alguna vez deseaban intentarlo. Por lo tanto, con su flanco occidental seguro, Alemania podría tomarse su tiempo para aumentar y concentrar sus fuerzas y prepararse para el enfrentamiento más importante para Hitler en términos materiales e ideológicos: la guerra contra la Unión Soviética. Mataría dos pájaros de un tiro: aplastaría el comunismo y la URSS se transformaría en el Reich alemán. Sin embargo, a finales de 1940, esta estrategia ya empezaba a desmoronarse. Derrotar a Francia era solo la mitad del trabajo y esta era una guerra en la que solo una victoria completa era admisible. Gran Bretaña siguió luchando, bloqueando navalmente a Alemania, obligándola a desviar tropas al Mediterráneo, bombardeando ciudades alemanas (aunque de una forma no muy eficaz) y, en mayo de 1941, acabó con la flota de superficie de la Kriegsmarine como fuerza de combate efectiva. A pesar de las terroríficas historias de convoyes aliados atacados por submarinos, alrededor del 85 por ciento de ellos terminaron sus misiones 44


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ilesos y Alemania no alcanzó a estrangular las líneas de suministro de Gran Bretaña. La guerra marítima a menudo se cuenta como una historia aparte y casi siempre se presenta como un relato secundario a lo que sucedía a nivel terrestre. No obstante, eso supone contemplar ese aspecto de la guerra de la misma manera que lo hicieron los líderes alemanes de aquellos tiempos. Fue un error entonces y sigue siéndolo ahora. Para derrotar a Gran Bretaña, Alemania tenía que ganar la batalla del Atlántico. En junio de 1941, aún no habían alcanzado ese objetivo. Por lo tanto, a pesar de los continuos éxitos alemanes en los Balcanes y el Mediterráneo, la obstinada negativa de Gran Bretaña a rendirse obligó a Hitler a dirigir sus pensamientos hacia el este mucho antes de lo que originalmente había planeado. Este cambio de estrategia había sido inevitable. Ahora, planeaba invadir la Unión Soviética en el verano de 1941 en otra guerra relámpago. Después de todo, si esa estrategia había funcionado contra una de las naciones más sofisticadas del mundo, ¿cómo de difícil sería ponerla en práctica contra un Ejército Rojo lleno de Untermenschen? Las fuerzas alemanas golpearían duro y rápido y destruirían a los soviéticos en cuestión de semanas. Tras la victoria en el este, Alemania regresaría al frente occidental y se encargaría de Gran Bretaña de una vez por todas. Ese era el plan, pero, de nuevo, suponía jugárselo todo en una apuesta de alto riesgo, pues Alemania se vería obligada a luchar en dos frentes al mismo tiempo, algo que incluso Hitler reconocía que era mala idea; era una lección que ofrecía la historia de Alemania y que ninguno de sus comandantes superiores quería poner a prueba. Además, tampoco era de esperar que Gran Bretaña se cruzara de brazos y se limitara a observar como los ejércitos de Hitler avanzaban hacia el este. La intervención británica en el Mediterráneo y las deficiencias de los italianos ya habían obligado a Hitler, o, al menos, así lo creía él, a intervenir en los Balcanes, y también en Grecia y Creta. Estas campañas, aunque victoriosas, no solo retrasaron un mes los planes para el ataque en el este, sino que también privaron a las fuerzas alemanas de hombres, material y, quizá lo más importante, de transportes aéreos; solo en Creta, se habían perdido unos doscientos cincuenta, un gran número que no pudo ser reemplazado a tiempo. La Operación Barbarroja sería el mayor enfrentamiento armado que el mundo hubiera presenciado nunca y, una vez más, 45


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la victoria alemana dependía totalmente de la velocidad de maniobra y la capacidad de las fuerzas reunidas para aplastar por completo al Ejército Rojo. Sencillamente, cualquier cosa que no fuera eso sería conduciría al fracaso. Esta era, pues, la situación de la guerra en junio de 1941, y aquí fue donde se detuvo el primer volumen. Este segundo libro cubre los cruciales años intermedios de la guerra en Occidente y, como el primero, es una historia narrativa, contada de forma vívida y lo más objetivamente posible. No es un relato completo, sin embargo, y me he centrado deliberadamente en los principales protagonistas: Alemania e Italia en el bando del Eje, y Gran Bretaña y los Estados Unidos en el de los Aliados. Francia, tanto el régimen de Vichy, favorable al Eje, como la Francia Libre, tienen su papel, y también incluyo en este volumen a Noruega, los Países Bajos y otras naciones atrapadas entre la ocupación y la creciente resistencia. Sin embargo, no hay espacio suficiente para cubrir los países de Europa del Este, ni para dar la atención detallada que merece al conflicto en el frente oriental. Esta es la guerra que se libró en Occidente. Recorren la narración las historias individuales de algunos de cuantos vivieron y murieron durante estos años tumultuosos, muchos de cuyos relatos continúan donde se dejaron en el primer libro de esta trilogía. He tratado de dar voz a gente muy diversa: de diferentes nacionalidades y credos, hombres, mujeres, ancianos y jóvenes, obreros de fábricas, políticos, civiles, hombres de negocios, marineros, soldados y aviadores, líderes bélicos y humildes soldados. Estos constituyen una diminuta sección transversal de un conflicto que afectó a las vidas de todos los hombres, mujeres y niños de todas las naciones combatientes, pero espero que sean representativos, en líneas generales, de los millones y millones de personas involucradas. Esta fue, y sigue siendo, una historia verdaderamente épica y asombrosa.


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