El nacimiento de la democracia
Primera edición: mayo de 2021 © Laura Sancho Rocher, 2021 © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021 Todos los derechos reservados. Diseño de cubierta: Taller de los Libros Corrección: Francisco Solano y Loreto Ramírez Publicado por Ático de los Libros C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª 08009, Barcelona info@aticodeloslibros.com www.aticodeloslibros.com ISBN: 978-84-18217-33-3 THEMA: NHC Depósito Legal: B 6922-2021 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: Liberdúplex Impreso en España — Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
LAURA SANCHO ROCHER
El experimento político ateniense (508-322 a. C.)
Barcelona - Madrid - México D. F.
A mi madre
Índice
Introducción.........................................................................11 1. Antes de la democracia......................................................31 2. Clístenes y la época de las guerras médicas.........................69 3. Una Atenas imperial........................................................115 4. Los avances democráticos de mediados del siglo v y sus impulsores ........................157 5. La guerra del Peloponeso y sus consecuencias políticas............................................197 6. La restauración de la democracia.....................................239 7. La época de Demóstenes y Licurgo..................................271 Epílogo...............................................................................309 Cronología..........................................................................317 Glosario..............................................................................321 Bibliografía.........................................................................329
Introducción
En la primavera del año 480 a. C., cuando las fuerzas militares persas se hallaban en el Helesponto preparadas para emprender la campaña que conocemos como segunda guerra médica, el historiador Heródoto sitúa una escena en la que conversan el Gran Rey persa Jerjes, hijo de Darío, y un exiliado político griego, el antiguo diarca espartano Demarato, que lo acompañaba en la expedición. Jerjes, tras haber pasado revista a la infantería y a la armada, llamó al exrey heleno a su presencia y le preguntó si los griegos osarían oponerse a su ejército. Demarato respondió de la siguiente manera: La pobreza viene siendo, desde siempre, una compañera inseparable de Grecia, pero en ella ha arraigado también la virtud [coraje] —conseguida a base de inteligencia y unas leyes sólidas—, cuya estricta observancia permite defenderse de la pobreza y el despotismo.1
Estas palabras debieron herir el orgullo del monarca. Aun así, Demarato concluyó que los griegos no dejarían las armas y, sobre todo, que lucharían sus conciudadanos lacedemonios, a los que no se les permitiría otro comportamiento. De nuevo Jerjes, molesto y sorprendido, insistió en la enorme desproporción de los ejércitos, y en la falta de unidad de los griegos por carecer de una jefatura única. Pero Demarato reiteraba que a 1. Heródoto 7.102.1 (traducción de C. Schrader).
11
el nacimiento de la democracia
los griegos los movía un objetivo valioso (la libertad), y a sus compatriotas espartanos, en concreto, los obligaba la ley: Pese a ser libres, no son libres del todo, ya que rige sus destinos un señor supremo, la ley, a la que en su fuero interno temen más que lo que tus súbditos te temen a ti… no les permite huir del campo de batalla ante ningún contingente enemigo.2
Aunque Demarato hacía más hincapié en los espartanos, sus palabras eran aplicables a los griegos en general. Esta anécdota es reflejo de la arraigada conciencia helena acerca de lo que separaba Europa de Asia o, dicho de otro modo, al mundo de la polis del espacio del imperio. Heródoto escribía en la segunda mitad del siglo v a. C. y los griegos de entonces imaginaban a los persas como súbditos no libres de un tirano, mientras que para ellos, la vida de la polis la autogestionaban hombres libres, los ciudadanos (polítai), solo sometidos a las leyes. Como dijo un siglo más tarde Aristóteles, el hombre es un ser político, lo que quería decir que el hombre solo desarrolla y alcanza su fin o perfección (télos) con una vida activa en su polis o ciudad. En el siglo vi a. C., la libertad era una novedad en el contexto mediterráneo y, muy especialmente, en el orbe heleno. En el siglo v los griegos ya la consideraban el fundamento de su civilización y la valoraban por encima de otros bienes. Por tanto, vivieron la guerra contra el Medo como un combate heroico por la libertad. Es cierto que no todos los habitantes de las póleis griegas eran libres, ni todo el mundo helénico estaba constituido por ciudades, pero sí las áreas costeras del Egeo y, en especial, las grandes y ricas ciudades de la costa occidental anatolia, las más próximas al imperio persa. El contraste entre el Imperio persa y las ciudades griegas asiáticas pronto fue comprendido como una incompatibilidad 2. Heródoto 7.104.4.
12
introducción
entre culturas políticas opuestas, y quizás haya sido Heródoto el primero en subrayarlo. Heródoto era originario de Halicarnaso, una importante ciudad greco-asiática, medio jonia medio doria, y con estrechas relaciones con el reino de Lidia. Como corresponde a un historiador, una profesión entonces similar a la de periodista, Heródoto viajó mucho e indagó las particularidades culturales de las distintas civilizaciones, hallando en todas ellas elementos dignos de ser tenidos en cuenta. Era un cosmopolita, capaz de apreciar las aportaciones positivas o los desvíos perversos de cada cultura o momento histórico. Vivió largas estancias en Atenas, donde pudo observar el funcionamiento de la democracia, sistema que prefería a otras formas constitucionales (politeía) griegas (oligarquía, tiranía). A pesar de que sus Historias tienen rasgos estilísticos arcaicos, como recurrir al anecdotario moralizante, su cosmovisión empieza a ser moderna y racionalista, como corresponde a uno de los máximos exponentes de lo que se ha llamado la Ilustración griega. Fue miembro del denominado círculo de Pericles y, en ese contexto, uno de los más renombrados colonos de una importante fundación periclea en el sur de Italia, la ciudad de Turios, que tuvo una constitución elaborada por el sofista Protágoras de Abdera. Remontándonos al inicio del conflicto greco-persa, Heródoto es también el narrador de las aventuras del curioso personaje que fue tirano de Mileto a principios del siglo v a. C. Cuando se preparaba la rebelión jonia contra los persas (499-494 a. C.), Aristágoras solicitó el apoyo de los griegos del otro lado del Egeo. Cuenta el historiador que, al llegar a Esparta, se entrevistó con el rey Cleómenes, quien despachó a Aristágoras tras manifestar que alejar sus tropas tres meses de la costa, y adentrarlas hasta Susa no auguraba nada bueno. Por el contrario, en Atenas, la Asamblea votó a favor del envío de veinte naves en apoyo de los rebeldes. Y este hecho lleva a exclamar a nuestro historiador: «Parece, pues, más fácil engañar a muchas personas que a un solo individuo». Hay que decir, no obstante, que Atenas no hacía 13
el nacimiento de la democracia
mucho que se había liberado de sus tiranos, quienes querían convencer a los persas de que los ayudaran a recobrar el poder. Con todo, el comentario entraña cierta malicia del historiador, y es un ejemplo de cómo un buen observador puede subrayar las eventuales flaquezas de la manera democrática, en este caso, de tomar decisiones trascendentales. Son muchas las ocasiones en que nuestro historiador confronta dos sistemas diversos, el ateniense y el lacedemonio, destacando las virtudes o los vicios que se derivan de cada uno. En este libro el foco estará dirigido a Atenas y a su democracia; pero será conveniente tener siempre en el horizonte la perspectiva de la otra gran ciudad griega que se constituye en su gran rival y competidora; y que adoptó una politeía tan diferente a la de Atenas. La ciudad (pólis) es la forma básica de organización política favorecida por los griegos desde, al menos, el 800 a. C. En general, la polis es una entidad reducida en extensión geográfica (unos cien kilómetros cuadrados) y en número de ciudadanos libres (en torno a un millar), lo que, en términos antropológicos, algunos califican como una sociedad «cara-a-cara»; todos sus miembros se conocen. Son ciudadanos solo los varones mayores de edad; lo más habitual, en las fases primitivas, es que lo que hoy llamamos derechos políticos plenos se repartan según el estatus de origen o las rentas. Es decir que, en la época arcaica (siglos vii-vi a. C.), casi siempre gobernaba una minoría aristocrática y el demos libre era reunido por ella en una Asamblea con escaso o nulo poder de iniciativa. Estas aristocracias antiguas fueron entrando en crisis por las luchas internas de la elite, y muchas veces derivaron en tiranías si uno de los aristócratas reclamaba y obtenía el favor del demos frente a sus iguales. Las tiranías eran monarquías autocráticas y dinásticas que duraban relativamente poco; y, cuando caían, era frecuente que la aristocracia anterior recuperara el poder y se estableciera en él de un modo más institucionalizado. En 14
introducción
Atenas, por el contrario, la fase tiránica (547-511 a. C.) dio paso a lo que primero se llamó isonomía y, pasado el tiempo, se denominó demokratía. La politeía, frecuentemente conceptuada de «alma de la polis», o como su forma de vida, es un compendio o fusión inextricable de costumbres sociales, creencias religiosas, leyes, educación (paideía) y organización política. Nunca es una constitución —ni lo es en sentido estrictamente político ni por tener forma escrita—, aunque, a falta de mejor traducción, adoptamos este término para sustituir el vocablo griego. En el ámbito concreto del gobierno, toda ciudad tiene una Asamblea extensa en la que participa el demos, un Consejo restringido que, en época arcaica, solía ser la fuente principal del poder aristocrático, y magistrados electos que ejercen tareas concretas en periodos limitados de tiempo. Que hablemos de un sistema más o menos democrático depende, esencialmente, de que la Asamblea se constituya en el poder soberano (kýrios). Normalmente ello va acompañado, entre otros procedimientos o instituciones, de la presencia de Consejos renovados anualmente, el uso del sorteo para seleccionar ciertos cargos y el pago de los servicios públicos. Como se irá viendo, en Atenas se introdujeron estos y otros mecanismos de forma gradual entre los años 508 y 322 a. C. Examinaremos, pues, en este libro un sistema democrático de una duración de dos siglos, en los cuales se produjeron cambios institucionales y transformaciones socioeconómicas, acompañados de conflictos internos, invasiones enemigas o campañas militares en el exterior. A lo largo de los capítulos analizaremos las circunstancias especiales que hicieron de la Atenas del final del arcaísmo y de la época clásica una polis singular. La primera viene dada por su inusitado tamaño. Con una extensión geográfica en torno a dos mil cuatrocientos kilómetros cuadrados y un número de ciudadanos que, en los siglos v y iv a. C., osciló entre treinta mil y sesenta mil, rompe con las proporciones más frecuentes de su entorno. El Ática resultó unificada (sinecismo) pronto a través tanto de acuerdos como de 15
el nacimiento de la democracia
luchas entre jefes de territorios previamente autónomos. Los atenienses de la época clásica creían que su región nunca había sido abandonada por sus primitivos pobladores, los cuales eran autóctonos en el sentido más literal del término, es decir, descendientes del primer ateniense nacido de la tierra. La leyenda de la ininterrumpida ocupación del país, así como el mito de la autoctonía responden, tal vez, a que los griegos de esa área no se marcharon cuando en el Mediterráneo oriental se produjo la crisis general del 1200 a. C., que llevó a la destrucción de las fortalezas y desaparición de la civilización micénica. Este hecho dejó en Grecia una huella profunda. Restos arqueológicos impresionantes que desde el 800 eran calificados de «ciclópeos», leyendas fundacionales como el «retorno de los Heráclidas», que justificaba la ocupación doria del Peloponeso desde el 900 a. C., y poemas épicos del ciclo troyano que describían ese periodo turbulento, de los que se conservan la Ilíada y la Odisea. La figura del rey Teseo, a quien se atribuye el sinecismo de Atenas, anterior a la guerra de Troya, concentra en un solo personaje la larga historia de unificación y centralización políticas en la que no podremos entrar; desborda nuestro tema: la creación y los avatares de la democracia de los siglos v y iv a. C. Pero sí tomaremos en consideración la labor de los legisladores del siglo vi, especialmente la de Solón, al que los atenienses consideraban el padre de su sistema legal y político. Sin su intervención no se entenderían los procedimientos más arraigados de la vida de la polis de los atenienses. En el 594 a. C. la medida más importante tomada por Solón hizo de Atenas una ciudad distinta a las de su entorno al prohibir esclavizar por deudas a ningún ateniense. Desde entonces todos los nacidos atenienses serían libres, y en Atenas desapareció el estatus —tan frecuente en las ciudades arcaicas y en muchas de las clásicas— de la dependencia o servidumbre rural. Desde principios del siglo vi el demos ateniense constituía, pues, una fuerza política considerable; Solón también creó me16
introducción
canismos jurídicos para que los ciudadanos comunes pudieran defenderse de los abusos de los poderosos. En esa centuria, Atenas se transformó y modernizó: introdujo la moneda de plata; adaptó los cultivos de vid y olivo en zonas agrestes y, por consiguiente, propició la producción de vino y aceite para exportación; se inició la economía artesana a gran escala, como revela la fabricación de cerámica de figuras negras, un producto de lujo que se vendía por todo el Mediterráneo; y, finalmente, empezó la dominación de regiones (el Quersoneso, la actual península de Galípoli) e islas (Imbros, Lemnos) próximas al Helesponto, un claro indicio del objetivo, que llegaría a ser estratégico, de controlar el comercio marítimo hasta el mar Negro y asegurar la llegada de cereal y esclavos escitas a su propio puerto. Seguramente, los conflictos entre jefes aristocráticos, de los que hablan los autores antiguos y que siguen a la legislación soloniana, tienen que ver con las diferentes posiciones en relación con la transformación en marcha. De esas luchas por el poder se benefició el más hábil de ellos, Pisístrato, que alcanzó la tiranía que tanto temía y contra la que tanto había exhortado Solón. No obstante, como escribe el ateniense Tucídides, el otro gran historiador griego del siglo v a. C., los tiranos de Atenas fueron virtuosos y gobernaron la ciudad sin cambiar sus instituciones. Es decir, ellos, como Cosme y Lorenzo de Médici en la Florencia del siglo xv, harían todo lo posible para tener a los suyos en las instituciones y que en la ciudad no sucediera nada que no hubiera previsto su poder en la sombra. Los tiranos iniciaron la expansión egea de Atenas, embellecieron la Acrópolis, construyeron el primer templo en piedra y ennoblecieron los festejos religiosos para contentar a un demos que, de este modo, se identificaba cada vez más con su polis, alimentando su sentido de pertenencia a una ciudad hermosa, rica, unificada y poderosa. La caída de la tiranía renovó la disputa entre poderosos, ahora representados por las figuras de Clístenes e Iságoras. Clístenes, derrotado en la lucha por el arcontado por las co17
el nacimiento de la democracia
fradías aristocráticas (las heterías) que secundaban a su rival, decidió poner al demos de su parte ofreciéndole una participación real en el poder. Su propuesta era instituir un Consejo democrático para preparar y presidir la Asamblea, con lo que el demos sería decisivo en el gobierno de la ciudad. En el año 508 parece que los ciudadanos comunes estaban suficientemente motivados para apoyar un proyecto de este tipo, y ello trajo la consolidación de un protagonismo indiscutible de las clases populares. Sin duda, el conflicto greco-persa, las llamadas guerras médicas, contribuyó de manera notable, pues mostró que la Asamblea democrática podía tomar buenas decisiones en asuntos vitales. Las guerras médicas se convirtieron para los atenienses en un segundo momento épico, equiparable a la guerra de Troya. Con habilidad, la ciudad consiguió que las batallas de Maratón y Salamina (490 y 480 a. C.) fueran vistas más como gestas exclusivamente atenienses que como victorias griegas. Tras las reformas de Clístenes y la expulsión de Jerjes, el poder de la aristocracia, sin embargo, no desapareció por completo; los dirigentes seguían siendo miembros de las familias de mayor abolengo, como los Alcmeónidas, a la que pertenecía Clístenes, o los Filaidas, de la que procedía Milcíades, el vencedor de Maratón. Pero, poco a poco, la práctica asamblearia fue transformando la sociedad y, medio siglo después, en la fase de mayor influencia de Pericles, se adoptarían medidas más radicales para hacer real el control judicial de los poderosos por los tribunales populares, y el acceso a casi cualquier puesto de responsabilidad de los ciudadanos comunes, instituyendo los sueldos políticos y extendiendo la institución del sorteo de los cargos entre capas sociales cada vez más bajas. Tras la victoria griega y la expulsión de los persas de Europa, Atenas asentó su hegemonía naval en el Egeo. Esta hegemonía fue transformándose en un dominio imperialista que no hizo sino robustecerse a lo largo de la Pentecontecia, nombre con el que se conoce el periodo que separa las guerras 18
introducción
médicas del conflicto que narró Tucídides (478 y 431 a. C.); el término significa textualmente «los cincuenta años». El denominado «imperio» ateniense es un fenómeno, nuevo entre los griegos, de supremacía sobre aliados libres, ejercida a través de mecanismos sofisticados, tanto ideológicos como políticos. Coincide con la fase de mayor auge cultural, artístico e intelectual de Atenas; es la época de Pericles quien, por lo demás, era un exponente de la nueva educación filosófica y retórica, y un gran patriota defensor de la grandeza de Atenas. Cuando la ciudad alcanza plena confianza en su sistema político y en el poderío egeo, estalla la conflagración que Tucídides llamó guerra del Peloponeso. En esta «guerra mundial» griega (431404) participó todo el orbe heleno, dividido en dos alianzas. La contienda tenía que dirimir tanto el predominio territorial como la forma de gobierno de cada ciudad, ya que las oligarquías se aliaron, mayormente, con Esparta y los demos, y las democracias, en general, con Atenas. Los errores en la conducción de la guerra, cometidos tras la muerte de Pericles (430 a. C.) por algunos dirigentes, y muy en concreto por el sobrino de este, Alcibíades, llevaron, primero, a un golpe de estado de signo oligárquico, el de los Cuatrocientos en el 411 a. C., y luego a la derrota de Atenas en Egospótamos (405). Tras un sitio de nueve meses, la ciudad se rindió a los espartanos y el lacedemonio Lisandro, con su apoyo a los proligarcas atenienses del exilio, contribuyó a instaurar en Atenas la segunda oligarquía, la de los Treinta [tiranos] y, en consecuencia, al estallido de una guerra civil que enfrentó a los exiliados, defensores del demos («los de Filé», «los del Pireo»), con los oligarcas («los de la ciudad»). La victoria del demos en Muniquia (el Pireo) en el 403 hizo posible la restauración democrática tras la firma de los pactos entre ambos bandos. Estos acuerdos introdujeron en la ciudad el concepto político de concordia (homónoia), noción que hizo posible un perdón generoso de los favorables a la oligarquía que no tenían delitos de sangre. Aunque en su momento no se empleó la locución «am19
el nacimiento de la democracia
nistía» —que significa olvido—, este término ha ido abriéndose camino y hoy es el más habitual para reconocer la novedosa práctica introducida entonces por el demos ateniense. Sobre la base de lo pactado, fueron perseguidos judicialmente solo los que habían asesinado «con sus propias manos». Por tanto, la nueva fase se caracteriza por la concordia y la magnanimidad por todos reconocida del demos, pero lo más relevante, desde el punto de vista tanto conceptual como institucional, es la introducción de un sistema legislativo lento y meticuloso que impedía que la Asamblea pudiera adoptar cambios políticos de manera irreflexiva. Este hecho ha suscitado, entre los especialistas, una interesante discusión que reviste elementos de actualidad, ya que la pregunta esencial es si la democracia se defiende mejor desde la estabilidad de la ley y el respeto a las normas, o a través del reconocimiento del derecho popular a decidir en cada momento lo que al soberano le plazca. Durante buena parte de la cuarta centuria, Atenas vivió encadenada a lo que, con mucho acierto, el historiador Ernst Badian denominó «el fantasma del imperio», un modo de decir que la política de la ciudad estuvo propulsada, en buena medida, por el deseo de reproducir un pasado glorioso e idealizado, imposible de recuperar. Primero, Atenas se implicó en un conflicto denominado guerra de Corinto, que los antiguos aliados de Esparta (Corinto, Argos, Tebas) declararon a Esparta, ahora hegemónica. Acto seguido, se hizo evidente la incapacidad espartana para imponer su hegemonía y, en general, la de la Hélade para resolver sus problemas; por ello, se recurrió a la mediación de Persia. Así pues, en el marco de la que fue la primera Paz del Rey (387 a. C.), por la que los persas imponían a los griegos la supremacía de Esparta, Atenas tuvo que fundar una [Segunda] Liga Naval (377) que corregía excesos de la anterior y aseguraba la autonomía de sus aliados. Con ese instrumento, Atenas porfió en vano para recuperar la perdida hegemonía. Tras la derrota en el 355 en la Guerra Social ante 20
introducción
cuatro de los aliados más fuertes (Rodas, Quíos, Cos y Bizancio), la dirección política de Atenas fue asumida por un grupo de hombres que defendía una nueva orientación política; se trataba de renunciar al aspecto militar del poder, fundamentar la primacía cultural y mercantil de Atenas y gestionar la ciudad con criterios económicos. En pocos años, siguiendo las directrices de Eubulo (como presidente del Tesoro del Teórico), estas actuaciones dieron resultados muy satisfactorios. Pero la derrota de Atenas ante sus aliados coincide con la llegada al trono macedónico de Filipo II. El rey Argéada aprovechó los problemas de Atenas para conquistar su antigua colonia de Anfípolis (357 a. C.), en la costa tracia del norte del Egeo. Este hecho es un indicio de la expansión que alcanzaría este gran estratega y astuto político. Ganar territorios en Tracia iba contra el interés tradicional de Atenas en la zona; y el descenso hacia el sur, a través de la implicación política en Tesalia y bélica en la Fócide (Tercera Guerra Sagrada), se contemplaba desde Atenas como una amenaza a la ciudad. Mientras una parte de los atenienses quería pactar con él, desde el 346 a. C., fecha de la firma de la Paz de Filócrates, Demóstenes se convirtió en el adalid de la resistencia contra Filipo. Demóstenes es el último gran orador democrático que exhortó sobre la necesidad de frenar a Filipo y lo hizo invocando la democracia y la libertad de los griegos. Su discurso fluía desde la idea nuclear de que Atenas debía, como en el 480, abanderar la causa griega. El corpus de las arengas conservadas bajo su nombre constituye, además, un testimonio imprescindible para reconstruir la vivencia de la expansión macedónica desde Atenas, para conocer los grupos políticos en liza y recomponer las condiciones sociales y económicas de la ciudad en aquel tiempo. Pero las propuestas de Demóstenes ante la Asamblea tuvieron éxito político solo un par de años antes de la derrota definitiva de Queronea (338). En esta batalla, librada en la región de Beocia, al norte del Ática, se enfrentaron a Filipo, fundamentalmente, tebanos y atenienses que fueron derrotados. 21
el nacimiento de la democracia
Contra todo pronóstico, el vencedor trató bien a Atenas, lo que permitió a la ciudad un último periodo de vida democrática, aunque bajo la égida, primero, de Filipo y, desde el 336, de Alejandro. Llamamos época de Licurgo al periodo que va de la derrota de Queronea a la de la guerra lamíaca (Lamia, en el centro de Grecia, 322 a. C.); directa o indirectamente, este político estuvo al frente de la ciudad combinando una gestión prudente, al estilo de Eubulo, con una retórica antimacedónica incendiaria al modo de Demóstenes. La derrota del 322 dio lugar a que el general macedonio Antípatro introdujera una oligarquía censitaria en Atenas, propiciando la salida de la ciudad de muchos excluidos de la nueva politeía. La guerra lamíaca no solo significó el fin de la democracia, también fue el final de la polis independiente. Las fuentes con que contamos para reconstruir el periodo del que trata este libro son numerosas y de diferente índole: literarias, epigráficas, numismáticas, iconográficas y arqueológicas. La cultura griega de los siglos del arcaísmo se basaba primordialmente en la transmisión oral, por lo que apenas contamos, para los siglos vii y vi a. C., con otra cosa que poemas fragmentarios o algún epígrafe legal. Pero, con la democracia, se produjo en Atenas un cambio cultural trascendental: el orden del día de la Asamblea y las vistas judiciales se hacían públicos por escrito, en el centro del ágora, ante el llamado Monumento de los Epónimos; las decisiones políticas debían ser inscritas en mármol o bronce, y colocadas en lugares públicos, a la vista de todos. En esta época también se va sustituyendo la poesía por la prosa, lo que indica una tendencia hacia un lenguaje más lógico que inspirado o metafórico, lo que favorece la comunicación escrita. La propensión a poner por escrito las reflexiones y los documentos explica tanto la aparición de géneros científicos (historia, oratoria, medicina) como la recopilación de leyes realizada en Atenas entre los años 410 y 403 para establecer el «código» de la de22
introducción
mocracia y depositarlo en el Metroón, el recién creado archivo de la ciudad. Es cierto que la mayoría no estaba alfabetizada, y que pocos podían leer textos complejos, pero seguramente las minorías lectoras aumentaron a lo largo del siglo iv. Entre los textos en que tendremos que basarnos contamos con tres de los mayores historiadores de la Antigüedad: Heródoto, Tucídides y Jenofonte; las obras de los tres trágicos más respetados por sus contemporáneos y la tradición posterior: Esquilo, Sófocles y Eurípides; el incisivo poeta cómico Aristófanes; los oradores Antifonte, Andócides, Isócrates, Lisias y Demóstenes; libelos de panfletistas como el del «Viejo Oligarca»; y las obras de pensadores y filósofos transmitidas indirectamente (Protágoras, Gorgias) o en sus textos originales (Platón, Aristóteles). Los siglos del clasicismo griego son épocas privilegiadas en el mundo antiguo por la riqueza de la documentación preservada y transmitida. A las obras mencionadas cabe añadir, entre otras, las biografías tardías de Plutarco (siglos i-ii d. C.) que versan sobre personajes de la época, basadas en información de autores que no han llegado a nosotros. La documentación epigráfica de esta época es también impresionante por su calidad y abundancia, y no deja de aumentar gracias a los hallazgos de la arqueología. Mencionaré algunos ejemplos significativos para que el lector pueda hacerse una idea de la información que proporcionan los documentos preservados en estelas de piedra o bronce: normas internas de la ciudad, como la legislación sobre el homicidio o la regulación del Consejo; medidas que afectan a las instituciones de ciudades concretas del imperio (Eretria, Mileto, Calcis, etcétera), o impuestas a todo el ámbito imperial (por ejemplo, la unificación de moneda), dispersas por todo el Egeo; las «Listas de Tributos» del siglo v, nombre con el que se conoce un documento excepcional hallado en el ágora de Atenas que recoge de manera regular las aportaciones de las ciudades aliadas de Atenas al Tesoro común desde el 454 a. C.; una ley de principios del siglo iv que establece el procedimiento aplicado en el 23
el nacimiento de la democracia
Pireo para contrastar el cuño, el peso y la ley de la plata de las monedas empleadas en las transacciones internacionales. Y un largo etcétera que hace de las inscripciones un pariente lejano del Boletín Oficial del Estado. Cuando las fuentes escritas son abundantes, la arqueología suele ocupar un lugar subsidiario. Sin embargo, esta ciencia nos permite conocer, por ejemplo, los cambios que, a tenor de las nuevas instituciones, se producen en el ágora en época de Clístenes; las construcciones de la Acrópolis de las diferentes épocas, pre y democráticas y, especialmente, el Partenón de Pericles; o la capacidad real del recinto de la Asamblea en la colina de la Pnyx en época de Licurgo. Los cambios en la distribución de los espacios públicos y las transformaciones de los edificios civiles y sagrados proporcionan una inestimable información acerca de mutaciones ideológicas y decisiones políticas. Exploraciones como la de la muralla de Atenas permiten comprobar que, tal como decía Tucídides, fue elevada a toda prisa tras la destrucción persa del 480. Iremos viendo otras aportaciones imprescindibles de la arqueología a nuestra interpretación de las fuentes escritas, por ejemplo, los hallazgos de las piezas de cerámica con las que se votaba para expulsar temporalmente a un ciudadano influyente (ostracismo), los óstraka que, agrupados en bolsas dispersas por diversos lugares de Atenas, nos convencen de que este procedimiento era menos simple que la mera disyuntiva entre dos candidatos. La iconografía da sentido al lenguaje de las imágenes en el friso del Partenón. Desvela los significados de estatuas, relieves y pinturas (en cerámicas decoradas), extrayendo los mensajes y poniéndolos en contexto gracias a su complementación con otras fuentes. Los hallazgos monetarios y el análisis de la dispersión de las diferentes acuñaciones permiten relacionar la economía con la voluntad política. En suma, cualquier indicio aporta información, y los detalles añaden matices a los relatos de los autores antiguos interpretados por la filología. El historiador de la Antigüedad se caracteriza por no despreciar 24
introducción
ningún testimonio y analizar toda la información con gran espíritu crítico. Tal vez sea conveniente no cerrar esta introducción sin comentar, brevemente, cómo ha sido considerado este periodo histórico y la democracia en otras fases de la civilización occidental. En líneas generales, lo más llamativo es la temprana disociación entre creaciones culturales, tanto artísticas como literarias, y sistema político. Ya los romanos, cuando entraron en contacto con la Hélade, admiraron las esculturas, los diseños urbanísticos, las obras dramáticas o la oratoria, pero no la democracia. La democracia, hasta bien entrado el siglo xix, fue un sistema político que no gozó del aplauso de la elite dirigente, ni de los hombres más cultos e instruidos. Como mucho, a partir del Renacimiento, con el intento de redescubrir en la literatura clásica un mundo vivo y un ejemplo útil, los pensadores que denostaban la monarquía y se sentían atraídos por la república defendían lo que dio en llamarse gobierno mixto o constitución mixta, un supuesto equilibro institucional que nacería de la síntesis de las tres formas básicas de constitución: monarquía, aristocracia y democracia. En realidad, república y gobierno mixto parecían solaparse desde que Leonardo Bruni (siglos xiv-xv) tradujo el concepto aristotélico de politeía (en tanto que el término equivalía a una mezcla de procedimientos o instituciones de diversa orientación) por res publica. En cualquier caso, en la república había que limitar la acción del demos y, además, deslindar la proporción de los ciudadanos activos con criterios censitarios. Entre los sistemas sin mezcla, la «democracia pura» era, en efecto, la forma que inspiraba mayor desconfianza debido a las descripciones que de ella hacen los dos grandes filósofos del siglo iv, Platón y Aristóteles, pensadores que gozaron del beneficio de la transmisión manuscrita en la larga fase medieval. Durante mucho tiempo el conocimiento del periodo histórico 25
el nacimiento de la democracia
que nos ocupa no se basaba tanto en historiadores, dramaturgos u oradores como en los teóricos menos favorables. Tampoco la metodología para interpretar los textos era la misma que se fue abriendo paso a lo largo del siglo xix, cuando, especialmente en Alemania, se desarrolló la Ciencia de la Antigüedad (Altertumswissenschaft), concebida como un saber integrado sobre el mundo antiguo, basado en un gran perfeccionamiento filológico. Las grandes mejoras científicas de la arqueología habrían de esperar a la centuria siguiente. La preferencia de las primeras «democracias» modernas por el modelo republicano romano o por el orden militarista de Esparta es compartida tanto por los revolucionarios franceses como por los padres fundadores de los Estados Unidos de América. En ambos casos, la democracia pura significaba el caos, la ausencia de ley y la dictadura de la multitud, mientras que los modelos aplaudidos aportaban la disciplina y el patriotismo del que, supuestamente, habría carecido la democracia ateniense. La lectura de Polibio, Cicerón y Plutarco, autores responsables del arraigo de la idealización de Esparta y de Roma, estaba muy generalizada; era menos frecuente leer a Heródoto, Tucídides o Sófocles. La aristotélica Constitución de los atenienses salió a la luz en un papiro hace poco más de un siglo y puede afirmarse que ha revolucionado el conocimiento institucional de Atenas. En contra del supuesto extendido durante siglos, hoy nadie podría negar que Atenas gozó de un sistema político muy estable en comparación con lo que fue norma en los dos siglos de historia de las ciudades independientes griegas; fue allí, y en su ambiente democrático, donde se produjeron las más depuradas producciones artísticas, literarias y filosóficas durante ese breve lapso de tiempo, por lo que no queda más remedio que atribuir alguna causalidad al contexto generado por sus instituciones. No sorprende comprobar que, desde los inicios, la democracia tuviera sus detractores. Un ejemplo es el imaginado debate político que, en Heródoto, enfrenta a tres nobles persas a la muerte del rey Cambises en torno al año 520. Los términos 26
introducción
que emplean los intervinientes son griegos y propios de la época del historiador de Halicarnaso. Me referiré ahora solo a dos de ellos: los que argumentan a favor de la democracia y de la oligarquía. El primero, Ótanes, decía: El gobierno del pueblo tiene, de entrada, el nombre más hermoso del mundo, isonomía; y, por otra parte, no incurre en ninguno de los desafueros que comete el monarca: las magistraturas se desempeñan por sorteo, cada uno rinde cuentas de su cargo y todas las deliberaciones se someten a la comunidad.3
Frente a él, Megabizo, sostenía: No hay nada más necio e insolente que una muchedumbre inepta… ¿cómo podría comprender las cosas quien no ha recibido instrucción, quien, de suyo, no ha visto nada bueno y quien, análogamente a un río torrencial, desbarata sin sentido las empresas que acomete?4
De un modo u otro, los elementos de esta crítica a la democracia los encontraremos en diversos momentos. En el año 430, Pericles pronunció la oración fúnebre en honor a los caídos del primer año en la guerra del Peloponeso. Era una ocasión para poner de relieve los méritos de la ciudad que, según sus palabras, habían adornado a los muertos. En esa ocasión, el gran político combatió la interpretación negativa que de la democracia hacían sus máximos detractores, los defensores de la oligarquía que sostenían que era un sistema sin disciplina, orden ni jerarquía. En contra de estas afirmaciones, Pericles habló en el ágora de Atenas ante una muchedumbre integrada por los 3. Heródoto 3.80.6. 4. Heródoto 3.81.1-2.
27
el nacimiento de la democracia
ciudadanos y sus esposas, y en presencia de los restos mortales que iban a recibir sepultura: En la vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, y principalmente a las establecidas para ayudar a los que sufren injusticia, y a las que, aun sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una vergüenza por todos reconocida.5
Hubo que esperar al siglo xix para que se produjera un cambio de percepción sobre el sistema democrático. Poco a poco, algunos liberales se fueron haciendo demócratas en la Inglaterra de la primera mitad del xix. Allí los radicales, como John Stuart Mill, defendían la extensión progresiva del sufragio. La admiración por el mundo griego era tal que se plasmó en el estilo griego de la arquitectura anglosajona, o en los nombres de las ciudades estadounidenses (Atlanta, Siracusa, Filadelfia…). Mill llegó a escribir que la batalla de Salamina había sido más importante para Inglaterra que la de Hastings en el siglo xi. Su amigo, el banquero e historiador Georges Grote, miembro también del partido radical y diputado de los Comunes durante una década, escribió una Historia de Grecia, publicada entre 1846 y 1856, que hizo época entre helenistas y políticos de todo el mundo occidental. Esta obra, traducida con celeridad a la mayoría de las lenguas cultas occidentales, rompía con la tradición anterior, muy contraria al modelo ateniense; Grote, además, fue el primero en interpretar correctamente la trascendencia de las medidas de Clístenes, y en defender la obra de Pericles, al que, en un anacronismo típico de la época, interpretó como un jefe del Partido Liberal británico. 5. Tucídides 2.37.3 (trad. de Torres Esbarranch).
28
introducción
También el noble liberal francés Alexis de Tocqueville, que realizó a mediados del siglo xix un viaje por América, calificó de democrática la igualitaria sociedad de las colonias británicas. Posiblemente, sus juicios no siempre deban ser interpretados como una aprobación del modelo americano, pero supo resaltar los efectos benéficos de la igualación social y la participación política. La acogida positiva con la que su obra La democracia en América fue leída por los demócratas europeos, por ejemplo, el citado John Stuart Mill, impulsaron el interés por el sistema que ya empezaba a denominarse democrático. La admiración por la historia de la Grecia antigua, por el despertar de la razón, por las realizaciones artísticas, por la libertad de sus ciudades y, finalmente, por el modelo democrático —el famoso «milagro griego»— animó también el nacionalismo heleno de principios del siglo xix contra el Imperio turco. Este nacionalismo se alimentaba del mito antiguo más que del espíritu de cruzada antiturca, y por eso tuvo mucho apoyo entre intelectuales franceses, británicos y americanos. Hoy día asistimos a un fenómeno, en parte, parecido. La crisis de la representación, es decir, de la relación entre representantes y representados, ha dado pie a la renovación del estudio de los mecanismos de participación y control ideados por los antiguos atenienses; y algunos sociólogos y politólogos cuestionan si tienen posibilidad de aplicación moderna. Aunque nadie sueña con trasladar, sin más, al mundo actual los procedimientos atenienses, queda abierta la eterna cuestión de cómo mejorar nuestros sistemas políticos, para compatibilizar en ellos la necesidad de tomar decisiones prudentes con una mayor implicación ciudadana. La exigencia indiscutible de fomentar un mayor nivel de información, de conciencia cívica y de responsabilidad en los ciudadanos, algo que, al parecer, existió en mayor proporción en la Atenas democrática, es el gran reto de toda democracia genuina que aspire a hacer realidad el buen gobierno y la justicia social.
Clasificación social, censitaria y fiscal de los ciudadanos Atenas, ss. v y iv a. C. Clasificación timocrática (s. v)
pentakosiomédimnoi caballeros
Denominaciones sociales
Clasificación fiscal (s. iv) Los Trescientos (proeisphérontes)
ricos
Contribuyentes a la eisphorá (¿6000?)
Los Mil Doscientos (clase litúrgica)
hoplitas
zeugitas (30 000)
(13 800) pobres
thetes
thetes
(30 000)
(15 000)
«mendigos»
Solo pueden reconstruirse, con aproximación, las cifras de ciudadanos (varones, mayores de edad). En la segunda mitad del siglo v, el número de ciudadanos ascendía al doble que durante el siglo iv. La clasificación censitaria la creó Solón y nunca dejó de tener alguna aplicación, pero en el siglo iv tuvieron más efectos las obligaciones «fiscales» que afectaban, sobre todo, a los ricos. En el lenguaje común, «rico» es quien vive de rentas, mientras que «pobre» es quien trabaja. El concepto de «mendigo» se aproximaría más a la idea moderna de persona sin recursos. Desconocemos las proporciones de metecos y de esclavos y, si bien las cifras serían elevadas, hay que pensar que una mayoría de ciudadanos no podían permitirse la adquisición de esclavos.