Francia
Primera edición: enero de 2021 Título original: France. A History: From Gaul to de Gaulle © John Julius Norwich, 2018 © de la traducción, Claudia Casanova, 2021 © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021 Todos los derechos reservados. Diseño de cubierta: Taller de los Libros Publicado por Ático de los Libros C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª 08009, Barcelona info@aticodeloslibros.com www.aticodeloslibros.com ISBN: 978-84-17743-60-4 THEMA: NHD Depósito Legal: B 909-2021 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: Liberdúplex Impreso en España — Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
JOHN JULIUS
NORWICH
Traducción de Claudia Casanova
Barcelona - Madrid - México D. F.
En recuerdo a mi madre, que fue la primera en llevarme a Francia y enseĂąarme a amarla como ella lo hacĂa.
Índice Prefacio.................................................................................11 Mapas...................................................................................17 1. Muy muy oscura...............................................................21 2. Su propia y segura destrucción..........................................35 3. El don de Excálibur...........................................................52 4. La torre fatal......................................................................70 5. Un rey capturado..............................................................84 6. Una conclusión esperada.................................................102 7. La araña universal............................................................116 8. Una tierra cálida y soleada...............................................125 9. Con su habitual floritura.................................................137 10. «Bien vale una misa».....................................................156 11. «L’État c’est moi»............................................................175 12. Los días contados..........................................................193 13. «Soy vuestro verdadero rey»...........................................210 14. «Pas de faiblesse!»............................................................230 15. ¿Una suerte o una maldición?........................................245 16. El compromiso perfecto................................................264 17. «Un símbolo de gloria nacional»....................................284 18. Una esfinge sin acertijo..................................................295 19. La última manifestación................................................319 20. «J'accuse!»......................................................................332 21. La Cruz de Lorena........................................................351 Epílogo...............................................................................372 Agradecimientos..................................................................375 Lecturas complementarias...................................................376 Índice onomástico...............................................................377
Prefacio
«Durante toda mi vida, he tenido una cierta idea de Francia». Las primeras palabras de las memorias del general De Gaulle se han hecho famosas en todo el mundo. También yo, a mi manera infinitamente más humilde, he acariciado ese concepto de Francia. Supongo que procede de mi primera visita, en septiembre de 1936, cuando era un niño de casi siete años y mi madre me llevó durante dos semanas a Aix-les-Bains, en gran medida para que me acostumbrara a no depender de mi niñera inglesa. Todavía recuerdo, como si fuera ayer, la emoción al cruzar el Canal; el regimiento de maleteros que desprendían un asfixiante olor a ajo, enfundados en sus chaquetas de color azul verdoso; los estrepitosos sonidos a mi alrededor de las conversaciones en francés (que a esas alturas ya comprendía bastante bien, pues desde los cinco años recibía lecciones dos veces a la semana); los inmensos campos de Normandía, extrañamente desprovistos de setos; luego, la estación de París Norte en el crepúsculo, y los policías con sus quepis y pequeñas porras de un blanco impoluto, y la primera vez que vi la Torre Eiffel. Nos instalamos en Aix, en una modesta pensión con un bonito jardín, y una joven llamada Simone* me cuidaba mientras mi madre seguía sus tratamientos y me hablaba en francés de la mañana a la noche. Hubo dos viajes más antes de la guerra, uno con mi padre y mi madre, en el que pasamos una semana en París, donde hicimos lo habitual. Paseamos en bateau mouche por el Sena; fuimos al Louvre, que me aburrió lo indecible, y a las alcantarillas, que me parecieron fascinantes, subimos al tejado del Arco de Triunfo, desde donde se disfrutan de unas vistas de París mucho mejores que desde la Torre Eiffel, desde donde uno contempla la ciudad * Más tarde tuvo un bebé (creo que con un soldado estadounidense) a la que bautizó como «Diana Welcome» en honor de mi madre.
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como si estuviera un avión. Y, por supuesto, visitamos también la Torre Eiffel, y no solo eso, sino que comimos en su elegantísimo restaurante, el favorito de mi padre en todo París porque desde allí no se veía la ciudad. Recuerdo que me asombré ante la ingente cantidad de restaurantes que había en la capital, en muchos de los cuales la gente comía fuera; en el Londres de antes de la guerra, había, en comparación, muchos menos, y prácticamente no existían terrazas en las aceras. También recuerdo ver a casi todos los adolescentes con boinas y bombachos; cientos de ellos se reunían con frecuencia en un mercado para coleccionistas de sellos en la rotonda de los Campos Elíseos.* Ocho años más tarde, cuando mi padre se convirtió en embajador, llevamos una vida muy distinta. Aún iba a la escuela, pero entonces pasaba las vacaciones en Francia en un palacio, incluida la Navidad de 1944, cuando todavía estábamos en guerra. El hôtel de Charost (pues así se llamaba), en la calle del Faubourg Saint-Honoré, es, según creo, la embajada más hermosa de cualquier país del mundo. Había pertenecido a Paulina Borghese, la hermana de Napoleón, y el duque de Wellington la compró cuando fue embajador durante un breve periodo después de Waterloo. Es la sede de la Embajada británica en París desde hace doscientos años. El clima durante ese invierno fue tremendamente frío, y la embajada era uno de los pocos lugares cálidos; también proveía de cantidades ilimitadas de whisky y ginebra, casi imposibles de encontrar en Francia desde el inicio de la guerra, y cada noche la llenaba el beau monde parisino, que empezaba por Jean Cocteau. Pronto se convirtió en una especie de institución conocida como el Salon Vert. La reina de esas veladas era la poeta, y amante de mi padre, Louise de Vilmorin, que a veces se quedaba en la embajada durante semanas. (Mi madre, que no concebía los celos, la quería casi tanto como mi padre, lo cual no era sorprendente: era una de las mujeres más fascinantes que he conocido jamás. Nos hicimos grandes amigos y me enseñó un buen puñado de deliciosas canciones francesas, que yo cantaba mientras tocaba la guitarra después de cenar). Venían muy pocos políticos, pero, en cambio, había numerosos escritores, pintores y actores. Recuerdo al director de arte Christian Bérard, conocido como Bébé, otro visitante habitual. Una noche * Yo mismo fui un ávido coleccionista, hasta que un amigo chino me señaló que la filatelia no me llevaría a ninguna parte.
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se trajo a su pequeño carlino, que al instante decidió depositar un excremento en la alfombra. Sin vacilar, Bébé lo recogió y se lo metió en el bolsillo; mi madre comentó después que era el gesto más educado que había visto jamás. Pero entre quienes frecuentaban la embajada no había únicamente franceses: también ingleses y estadounidenses de paso en París, y cualquier conocido de mis padres que estuviera de visita en la ciudad. Al reflexionar sobre esa época, solo me arrepiento de una cosa: de ser dos o tres años demasiado joven. Era, según creo, moderadamente precoz para mi edad, pero toda esa gente famosa solo eran nombres para mí; llamaba a Jean Cocteau por su nombre de pila y le servía martinis, pero no había leído ni una palabra de su obra. Si en 1944 hubiera tenido dieciocho años en lugar de quince, habría sabido, y aprendido, mucho más. Pero bueno, no me quejaré más. Fui muy afortunado de haber vivido ese momento. Mi padre organizaba deliberadamente sus visitas oficiales para que coincidieran con mis vacaciones, así que viajábamos a cada rincón del país. En la Pascua de 1945, justo cuando la guerra estaba a punto de terminar, nos dirigimos en coche al sur, pasando junto a algún esporádico tanque quemado y oxidado, donde vi por primera vez el Mediterráneo, cuyo vívido color azul, después de conocer el color verdoso y gris del canal, jamás olvidaré. En 1946, con un amigo del instituto, cruzamos Provenza en bicicleta, desde Aviñón a Niza; pero la combinación del intenso calor, las carreteras destrozadas y los constantes pinchazos (debido a los neumáticos de goma sintética) hicieron que el viaje fuera un éxito a medias. En 1947, mientras esperaba para unirme a la Marina, también viví durante seis meses con una encantadora familia alsaciana en Estrasburgo; además, iba a la universidad y asistía a conferencias en alemán y ruso (que había empezado a estudiar con un curso de Linguaphone a los doce años). Disfruté enormemente de Estrasburgo, a pesar de la tremenda vergüenza que sentía ante los constantes intentos de mi casera por desvirgarme, a menudo cinco minutos antes de que su marido llegase a casa. (Ahora que lo pienso, imagino que se lo debía de contar todo cada noche en la cama y que compartían risas al respecto). Cuando nos fuimos de la embajada a finales de aquel año, vivimos en una preciosa casa que daba al lago que hay en las afueras de Chantilly. Para ese entonces, Francia se había convertido en mi hogar permanente, el único que tenía; y aprendí a amarlo cada vez más. 13
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Durante la época que pasamos en la embajada tuve mi primer y último encuentro con el general De Gaulle. El 6 de junio de 1947, en el tercer aniversario del desembarco de Normandía, se celebró una misa conmemorativa en una de las playas que fue escenario de la batalla, seguida por un copioso bufet a la hora de comer que tuvo lugar en un hotel cercano. Por alguna razón, no pude llegar, como mis padres habían hecho, la noche antes, así que tuve que conducir solo por la mañana hasta allí. Tenía diecisiete años y era mi primer trayecto largo en coche y en solitario. Esperaba llegar a tiempo para el almuerzo, pero me perdí entre las estrechas carreteras secundarias de Normandía y llegué cuando estaban terminando. A mi entrada, mi padre me presentó al general que, para mi sorpresa, se levantó cuan alto era (casi dos metros) para saludarme. Me sentí muy honrado, pero tenía un hambre voraz y ya estaban retirando toda la comida. Solo quedaba un plato: el del general, donde había un pedazo bastante grande de una tarta de manzana que daba la impresión de estar intacto. Su visión me cautivó. «¿Crees que se la va a comer?», le susurré a mi madre. «¿Cómo voy a saberlo? —dijo ella—. Pregúntaselo tú». Mi hambre y mi timidez mantuvieron una breve batalla; ganó la primera, así que me acerqué a su mesa. «Discúlpeme, mi general —dije en francés—. ¿Va a comerse la tarta de manzana?». Inmediatamente me acercó el plato con una ligera sonrisa y se disculpó porque le había caído un poco de ceniza encima. Comprendí en ese momento que quizá había ido un poco lejos y le respondí que sería un honor comer la ceniza que el general había dejado en la tarta, comentario que recibió con notable jolgorio. Fue la única conversación que mantuve con el gran hombre; a diferencia de la mayoría que tuvo con mi padre o con Winston Churchill, no podría haber sido más agradable.* Este libro no está escrito para historiadores profesionales, que no hallarán en él nada que no sepan ya. Al escribirlo solo he pensado en el lector general, a quien los franceses se refieren de una manera bastante encantadora como el «homme moyen sensuel», el ‘sensual hombre común’. Lo he escrito convencido de que el hombre o mujer anglosajón† tiene, por lo general, muy pocos * Mi padre decía que hablar con De Gaulle era exactamente igual que hacerlo con la Torre Eiffel. † Y el hispanohablante. (N. del E.)
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conocimientos acerca de la historia de Francia. Es posible que sepamos algo de Napoleón, de Juana de Arco o de Luis XIV, pero, para la gran mayoría, ahí termina la cosa. En las tres escuelas a las que asistí, como ingleses, solo nos enseñaban las batallas que habíamos ganado: Crécy, Poitiers, Agincourt y Waterloo. Así pues, este libro es mi manera de intentar rellenar esos huecos. Quiero hablar del destino de los pobres templarios a manos del odioso Felipe el Hermoso y de lo que les pasó a sus hijas en la torre de Nesle; acerca de la maravillosa madame de Pompadour y de la odiosa madame de Maintenon; sobre Luis Felipe de Francia, casi olvidado hoy, pero probablemente el mejor rey que Francia tuvo jamás; y eso solo para empezar. El capítulo 1 abarca lo esencial de forma breve, desde los galos a Julio César y Carlomagno; unos ocho siglos. Pero a medida que avanzamos, el ritmo inevitablemente se ralentiza, hasta llegar al capítulo 21, que comprende los cinco años de la Segunda Guerra Mundial. Ahí nos detenemos. Todos los libros de historia deben tener un final claramente definido, porque, de lo contrario, se convierten en otra cosa, en libros de actualidad, y aunque podría haber seguido para cubrir temas como Vietnam y Argel, por nada del mundo hubiera querido abordar la Unión Europea. No, el año 1945 cerró una era y supuso el comienzo de otra. La Cuarta y la Quinta República tendrán que encontrar otro cronista. (Lo cierto es que ya han encontrado varios). En las introducciones como esta, al autor generalmente se le permite que incluya una nota personal; no se espera que dichas libertades tengan lugar en el propio texto. Debo admitir que, en los dos últimos capítulos, a veces he roto esa regla. En 1937, mi padre, Duff Cooper, fue nombrado primer lord del Almirantazgo, el espléndido cargo que en ese entonces correspondía al ministro de la Marina y cargo del que dimitió en protesta por el acuerdo entre Neville Chamberlain y Hitler en Múnich. En 1940 se unió al gabinete de Winston Churchill como ministro de Información y, después, tras una etapa en el Lejano Oriente y, más tarde, dedicarse a actividades secretas en Londres, se convirtió en el representante británico del Comité Francés del general De Gaulle en Argel en enero de 1944. Tras la liberación de París en agosto, lo nombraron primer embajador británico después de la guerra en la capital. En el desempeño de sus responsabilidades, de una manera u otra, aparece en nuestra historia. Difícilmente podría no haberlo mencionado. 15
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También he sido transgresor de otras maneras, en especial en lo que se refiere a la consistencia, una virtud que siempre he deplorado. En las páginas que siguen, mis lectores encontrarán duques y ducs, condes y comtes, Juanes y Jeans, Enriques y Henris. La elección la dicta ocasionalmente el riesgo de confundir personajes, pero más a menudo es la simple eufonía, y soy consciente de que los nombres que a mí me suenan bien, a otros les parecerán horrendos. Si es así, solo puedo disculparme por ello. Sé que lo he dicho antes, pero este será seguramente el último libro que escribiré. He disfrutado de cada momento que le he dedicado, y lo veo como una suerte de agradecimiento a Francia por toda la felicidad que este glorioso país me ha brindado a lo largo de los años. John Julius Norwich Londres, marzo de 2018
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I Muy muy oscura 58 a. C. – 843 d. C. La Gaule unie Formant une seule nation Animée d’un même esprit Peut défier l’Univers* Inscripción en el monumento a Vercingétorix Los franceses, igual que los ingleses, son un cóctel racial: ligures, íberos, fenicios y celtas, para empezar, por no mencionar las poco más de quinientas tribus de la antigua Galia. Sin embargo, como he dicho antes, es mejor dejar la prehistoria en manos de los especialistas. Quizá merece la pena recordar que una banda de griegos aventureros que llegaron de Focea, en la costa egea de Asia Menor, fundó Marsella alrededor del 600 a. C.; pero, por desgracia, no dejaron tras de sí ningún monumento, y tampoco queda gran rastro de su cultura. Nuestra historia empieza hacia finales del siglo ii a. C., cuando los romanos conquistaron el confín sureste de lo que hoy es Francia, lo convirtieron en su primera provincia (de ahí el nombre que todavía hoy posee) y establecieron la nueva ciudad de Aquae Sextiae, que más tarde se convertiría en Aix en Provenza, como su capital. A esta le siguieron otras espléndidas ciudades: Nimes, Arles y Orange. Plinio el Viejo pensaba que «se parecía más a Italia que a una provincia». En aquellos tiempos debió de ser un lugar maravilloso donde vivir. * Una Galia unida, / formando una única nación / [y] animada por un espíritu común, / puede desafiar al universo.
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Cuando se les pregunta cuál fue el primer héroe nacional francés, poca gente fuera del país se remonta más allá de Carlomagno. Pero, para los franceses, el primer líder de importancia es Vercingétorix, cuyo nombre significa o bien ‘gran rey guerrero’ o ‘rey de grandes guerreros’. Es bastante impresionante, dado que todas las referencias a su persona proceden de los romanos, los que más tenían que ganar mancillando su reputación. El sur de Francia fue la primera provincia del Imperio romano, y la más provechosa a nivel económico. Tanto que no dudaron en expandirse aún más. Al ver que la vecina Galia estaba, por citar la famosa frase inicial de César, «dividida en tres partes», los astutos romanos decidieron manipular las perpetuas tensiones entre las tres tribus mutuamente hostiles. César siempre afirmó que sus motivos para invadir la Galia en el 58 a. C. fueron, sobre todo, defensivos, con el objetivo de anticiparse a la agresión gala; la provincia romana ya había sufrido numerosas incursiones y algunos ataques de gravedad a manos de las tribus galas del norte y César estaba decidido a impedir que hubiera más. Es posible que, en parte, sea verdad, y la guerra desde luego permitió que Roma estableciera su frontera natural en el Rin. Pero, como ya sabemos, César era ambicioso. La República romana se convertía rápidamente en una dictadura y el poder se concentraba más y más en cada vez menos manos. Si, como esperaba, iba a hacerse con las riendas de todo, César necesitaría un ejército, y una gran campaña militar en la Galia se lo proporcionaría. Aunque ciertas tribus habían alcanzado un grado moderado de civilización, los galos a los que se enfrentaba eran todavía, en esencia, bárbaros. No tenían pueblos ni ciudades merecedoras de ese nombre; sus núcleos eran poco más que cabañas de barro y madera arracimadas, coronadas por techos de paja y rodeadas de una empalizada primitiva. Apenas sabían nada, ni les importaba, de agricultura. Eran pastores, más que granjeros; tenían ovejas y cerdos y cazaban ciervos, que abundaban en la zona. Eran carnívoros de pies a cabeza. Y les encantaba pelear. Eran jinetes hábiles, probablemente incluso mejores que los romanos, y aunque carecían de las armas sofisticadas de estos, su valor y determinación, junto con la sencilla superioridad numérica, los convertían en enemigos formidables. Salieron victoriosos de varias de las contiendas más sangrientas que libraron contra Roma, y su derrota final se debió, probablemente, al hecho de que su 22
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sociedad tribal les impedía alcanzar el menor grado de unidad política. En gran parte debido a esta razón, durante la primera mitad de la guerra no hubo ningún líder destacado, pero, a principios del 52 a. C., cuando César estaba en la Galia cisalpina* reuniendo al ejército, Vercingétorix se convirtió en cabecilla de los arvernos, que habitaban la actual Auvernia. Tenía treinta años. Inmediatamente empezó a forjar alianzas con las tribus vecinas y, pronto, llegó a hacerse con un ejército considerable. El primer paso consistió en convencer a los galos de que los romanos, y no sus vecinos, eran el enemigo. Vercingétorix demostró ser un gran estratega. Su primer encuentro con los invasores, en Gergovia, en el macizo central, fue una victoria decisiva. Según el propio César, los romanos perdieron unos setecientos cincuenta legionarios, entre ellos cuarenta y seis centuriones. El brillante y joven general galo era la amenaza más seria a la que el romano se había enfrentado. Decidido a expulsar a los invasores a toda costa, Vercingétorix impuso una política de tierra quemada. Destruyó todos los pueblos que podían ofrecer alimentos o cobijo a los romanos; pero esta guerra de guerrillas, sin embargo, resultó tan costosa para los habitantes de la Galia como para los invasores. La marea cambió cuando las tribus se negaron a prender fuego al rico asentamiento de Avárico, con el argumento de que sus defensas naturales (estaba construido en un montículo y rodeado de marismas) lo protegerían. Vercingétorix aceptó a regañadientes, pero más tarde se demostró que tenía razón, cuando el asedio de los romanos tuvo éxito. El siguiente mes de septiembre, en Alesia,† César ganó la batalla decisiva. Los galos huyeron del campo de batalla y la caballería romana los interceptó y acabó con la gran mayoría. Entre los escasos supervivientes estaba el propio líder galo, que se rindió formalmente al día siguiente. El gran historiador grecorromano Plutarco, que escribía alrededor del 100 d. C., nos cuenta que Vercingétorix, «el principal artífice de toda la guerra», se puso su mejor armadura y engalanó a su * La Galia en el otro lado (el italiano) de los Alpes, un territorio conquistado por los romanos en el siglo ii a. C. † Alesia ha desaparecido sin dejar rastro y su verdadera localización es tema de debate. Lo más probable es que sea una colina conocida como Mont Auxois, que se eleva sobre el pueblo de Alise-Sainte-Reine, en Borgoña, aunque a los historiadores les resulta difícil conciliar la narración de César de la batalla con la geografía local.
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caballo antes de salir, montado, de la empalizada. Luego, hizo un paseo ceremonial alrededor del trono de César, desmontó, se quitó la armadura y permaneció sentado en silencio a los pies del líder romano antes de que lo apresaran. Debió sentir la tentación de suicidarse, como se dice que hizo la reina Boadicea después de su derrota, un siglo después. En lugar de eso, Vercingétorix pasó cinco años en prisión antes de que lo exhibieran, como parte de las festividades del triunfo de César, por las calles de Roma, para finalmente ser ejecutado mediante la habitual estrangulación. En el siglo xix, en gran medida gracias a Napoleón III, lo celebraron como el primer gran nacionalista francés. En Clermont-Ferrand hay una maravillosa estatua ecuestre del joven general, con el caballo en pleno galope; mientras que, en el supuesto escenario de su última y magnífica batalla hay otra, en cuyo pedestal cilíndrico se lee la inscripción que abre este capítulo. También es destacable el exuberante bigote que exhibe la estatua, sin rival hasta la llegada de Georges Clemenceau. La guerra duró uno o dos años más, pero, después de la batalla de Alesia, la Galia pasó a ser romana a todos los efectos. Los galos tenían pocos motivos para sentir aprecio por sus conquistadores: César los había tratado con dureza, incluso con crueldad, y no les había mostrado demasiado respeto. Había saqueado y robado sin piedad y les había arrebatado su oro y su plata, además de haber vendido a miles de prisioneros como esclavos. Pero, a medida que pasaron los años, comprendieron que, después de todo, había compensaciones. Nada une más a la gente que un enemigo común, y, bajo el gobierno romano, los galos se unieron más que nunca; su sistema tribal se marchitó hasta desaparecer. Se establecieron tres provincias romanas: para la Galia céltica, donde el gobernador general se instaló en Lyon; la Galia belga, aproximadamente equivalente a la Bélgica actual, y Aquitania, en el rincón suroeste de Galia. Y las tres se pusieron manos a la obra. En unos cincuenta años, el paisaje galo se transformó, igual que Provenza lo había hecho durante casi todo el siglo anterior: nuevas carreteras, ciudades, villas campestres, teatros, baños públicos y, por primera vez, campos bien cultivados. Ahora, con un poco de esfuerzo, un galo educado podía aspirar a la ciudadanía romana, con todos los privilegios que eso comportaba: como civis romanus, se le podía confiar incluso el mando de un ejército, o la administración de una región. 24