Los cruzados
DAN JONES La épica historia de las guerras por Tierra Santa
Traducción de Ana Herrera
Barcelona - Madrid - México D. F.
Para Walter
χαλεπὰ τὰ καλά
Índice Listado de mapas...................................................................13 Introducción.........................................................................21 Parte i: Juicio por ordalía 1. El conde y el imán....................................................29 2. Poetas y reyes de facciones.........................................38 3. El imperio bajo sitio.................................................49 4. Deus vult!..................................................................60 5. El relato del predicador.............................................75 6. La marcha de los príncipes........................................89 7. El invierno más largo..............................................105 8. Jerusalén.................................................................121 9. Dividir el botín.......................................................138 Parte ii: El reino de los cielos 10. Sigurd, el Peregrino de Jerusalén...........................153 11. Campos de sangre....................................................166 12. Una nueva caballería.............................................180 13. Melisenda la Magnífica.........................................194 14. Las espadas de nuestros padres..............................208 15. Converso o aniquilado..........................................220 16. La historia se repite...............................................235 17. La carrera por Egipto............................................252 18. A causa de nuestros pecados..................................268 Parte iii: La cosecha de la Tierra 19. Leonas y corazones de león...................................287 20. Consumido por el fuego..........................................306 21. Los enemigos dentro.............................................328 22. El río del paraíso...................................................347
23. Immutator Mundi.................................................366 24. Kanes y reyes........................................................384 25. El enemigo del infierno.........................................401 26. Fragmentos y sueños.............................................420 27. Mundos felices......................................................433 Epílogo: Cruzados 2.0.........................................................447 Apéndices Lista de personajes principales.....................................457 Reyes y reinas de Jerusalén..........................................471 Papas..........................................................................473 Emperadores...............................................................475 Notas..........................................................................477 Bibliografía.........................................................................517 Créditos de las imágenes......................................................533 Índice onomástico y de materias..........................................535
En aquellos tiempos, los hombres se preocupaban tanto por las pieles como por sus almas inmortales. Adรกn de Bremen (c. 1076)
Listado de mapas 1. Europa y Tierra Santa después de la Primera Cruzada, c. 1099....................................14–15 2. Los estados cruzados en el siglo xii..............................16–17 3. Avance de la Reconquista............................................18–19 4. Marcha de los primeros cruzados desde Constantinopla, 1097–99.....................................90–91 5. El sitio de Antioquía, 1097–98.......................................106 6. El sitio de Jerusalén, junio–julio de 1099........................123 7. La Segunda Cruzada, 1147–49.......................................237 8. Tribus paganas del Báltico, c. 1100..................................329 9. El delta del Nilo durante la Quinta Cruzada, 1217–21...348 10. Mongoles y mamelucos, c. 1260....................................385
Introducción Una épica escrita con sangre… Poco antes de Pascua, en el año 1188, el arzobispo inglés de Canterbury acudió a Gales a reclutar gente. A miles de kilómetros de distancia, en el Mediterráneo oriental, había estallado una guerra, y el arzobispo, cuyo nombre era Balduino de Forde, era el encargado de reclutar a varios miles de guerreros aptos para unirse al ejército que se desplegaba allí. No era un encargo fácil, por lo que parecía. Para aquellos que decidieran unirse a tal empresa, el viaje por tierra y mar hasta Oriente y de vuelta tardaría al menos dieciocho meses. Costaría muchísimo dinero. Existían muchas posibilidades de naufragios, robos, emboscadas o muertes por enfermedad, mucho antes incluso de llegar al destino: el reino cristiano de Jerusalén, en Palestina. Las probabilidades de regresar a casa con botín eran insignificantes; lo cierto es que las perspectivas de volver a casa eran terriblemente escasas. El comandante enemigo, el sultán kurdo de Egipto y Siria, Salah al Din Yusuf ibn Ayub, popularmente llamado Saladino, era un hombre muy competente, y ya había infligido una serie de devastadoras derrotas a los ejércitos de los cristianos de Occidente, conocidos genéricamente como «los francos». El verano anterior aplastó a un enorme ejército en el campo de batalla, hizo prisionero al rey de Jerusalén, se apoderó de la santa reliquia de la cruz de Cristo y expulsó al gobierno cristiano de la ciudad de Jerusalén. La única recompensa segura para los participantes en la guerra de vengarse de Saladino sería la redención en la otra vida, en la cual se asumía que Dios los miraría de manera favorable y les concedería una entrada mucho más fácil y rápida en el paraíso. Aunque en una época religiosa, obsesionada con enumerar y perdonar los pecados, aquella era una oferta bastante más ten21
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tadora de lo que podría parecer hoy en día, Balduino, empero, comprendió, mientras recorría Gales de pueblo en pueblo con su séquito, que aquella era una ardua tarea: predicar, persuadir e incitar el entusiasmo por una guerra contra un enemigo al que ninguno de los miembros de su audiencia había visto nunca, en una tierra que muy pocos, cada vez menos, habían visitado, fuera de su imaginación. En una pequeña localidad llamada Aberteifi, en el oeste de Gales, una joven pareja casada reaccionó ante la llegada de Balduino con una pelea. El marido había decidido que quería participar en la cruzada. Su mujer insistía en que no se fuera a ninguna parte. Según el escritor Gerardo de Gales, que viajaba junto al arzobispo Balduino y llevaba un registro muy interesante del viaje (aunque, por desgracia, omitió el nombre de aquella pareja), la mujer «sujetó al marido por el manto y el cinturón, y, en público […] le impidió ir con el arzobispo».1 Ella ganó la pelea. Sin embargo, según cuenta Gerardo, su victoria duró muy poco, debido a horribles circunstancias: «Tres noches después, la mujer oyó una voz terrible que le dijo: “Me has quitado a mi siervo y, en consecuencia, serás despojada de todo cuanto amas”». Aquella noche, en la cama, se dio la vuelta en sueños por accidente y aplastó y mató a su bebé, que compartía lecho con ella. Fue una tragedia. Y también un mal augurio, pensó ella. Aunque por aquel entonces el arzobispo Balduino ya se había marchado, la atribulada pareja visitó a su obispo para informarle del espantoso accidente y rogar el perdón. Solo había una solución, y todos sabían cuál era. Aquellos cristianos que habían accedido a partir para luchar contra Saladino anunciaban su estatus como guerreros juramentados y santos en el ejército de Cristo cosiéndose una cruz de tela en el hombro de sus ropas. La esposa misma cosió la cruz en el hombro de su marido. Este es un libro sobre las cruzadas, las guerras en las que lucharon los ejércitos dirigidos por la cristiandad y sancionados por el papa contra los que se contemplaban como enemigos de Cristo y de la Iglesia de Roma durante la Edad Media. Su título, Los cruzados, hace referencia tanto al tema como al enfoque. Durante mucho tiempo, a lo largo de toda la Edad Media, no hubo una palabra 22
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que definiera las «cruzadas», como hemos llegado a pensar en ellas hoy en día, es decir, como una serie de ocho o nueve grandes expediciones de Europa occidental a Tierra Santa, complementadas por algunas guerras más, conectadas tangencialmente, que tuvieron como escenario desde ciudades norafricanas abrasadas por el sol hasta los helados bosques de la región báltica. Sin embargo, desde los primeros días de este fenómeno es cierto que hubo una palabra para nombrar a todos aquellos que participaron. A los hombres y mujeres que tomaron parte en estas guerras penitenciales, con la esperanza de una salvación espiritual, se los conocía en latín como crucesignati, aquellos señalados con la cruz. En ese sentido, pues, la idea del «cruzado» precedió a la misma idea de las cruzadas, y ese es uno de los motivos por el cual he preferido usar ese término aquí. Y más importante, sin duda, es que el título Los cruzados refleja el enfoque narrativo que he elegido para este libro. Está compuesta por una serie de episodios en los que aparecen personas implicadas en las cruzadas, ordenadas secuencial y cronológicamente de tal modo que relaten una historia conjunta que comprenda el periodo en toda su amplitud. Los individuos a los que he encargado que nos guíen en este viaje son los «cruzados» del título de la obra, un elenco que, espero, pueda narrarnos la historia de las cruzadas desde la primera línea. Al elegir a estos cruzados, he ampliado de forma deliberada mi enfoque. He seleccionado a hombres y mujeres, cristianos de las iglesias occidental y oriental, musulmanes suníes y chiíes, árabes, judíos, turcos, kurdos, sirios, egipcios, bereberes y mongoles. En estas páginas aparecen gentes de Inglaterra, Gales, Francia, Escandinavia, Alemania, Italia, Sicilia, España, Portugal, los Balcanes y el norte de África. Incluso hay un grupo de vikingos. Algunos interpretan papeles importantes; otros, simples cameos. Pero esta es su historia. El resultado, tomado en su conjunto, es una historia abiertamente plural de las cruzadas. Desde un punto de vista historiográfico, no se centra en exclusiva en el establecimiento, la supervivencia y el hundimiento de los estados cruzados de Palestina y Siria, y las guerras contra los musulmanes en esas regiones. Por el contrario, coloca esa importante parte de la historia en el contexto de las historias confluyentes de cruzadas oficiales que tuvieron lugar en la península ibérica, el Báltico, Europa del Este, el sur de 23
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Francia, Sicilia y Anatolia, y de aquellos movimientos populistas que, de manera extraoficial, se dieron por otros lugares. A un nivel narrativo, esto significa que nuestra historia la explica una multitud de gentes, un colectivo que, en conjunto, proporcionará unas perspectivas caleidoscópicas, intrigantes y llenas de color de la época que compartieron. Y ese, a fin de cuentas, es el objetivo. Por supuesto, al entregar este libro soy muy consciente de los muchos estudios excelentes sobre las cruzadas que se han escrito en los últimos años (y me siento profundamente agradecido por ello). Quizá, la mejor, a pesar de su antigüedad, sigue siendo la gloriosa crónica en tres volúmenes de sir Steven Runciman, Historia de las cruzadas (1951-4), pero, más recientemente, los lectores en lengua inglesa han tenido también la suerte de que se publicase Las guerras de Dios: Una nueva historia de las cruzadas, de Christopher Tyerman (2006), Las cruzadas: una nueva historia de las guerras por Tierra Santa, de Thomas Asbridge (2010), Holy Warriors: A Modern History of the Crusades, de Jonathan Phillips (2010), la tercera edición de The Crusades: A History, del difunto y gran Jonathan Riley-Smith (2014) y The Race for Paradise: An Islamic History of the Crusades, de Paul M. Cobb (2014). Todos estos libros son guías soberbias para conocer el periodo que tratan y, aunque a lo largo de toda la narración me he limitado a citar de forma exclusiva de fuentes primarias, también me ha tranquilizado enormemente contar con esas modernas obras de historia en mis estantes, junto con otros cientos de libros y artículos más, tanto generales como especializados, de otros autores eruditos. Sin la obra de generaciones enteras de historiadores de las cruzadas, tanto presentes como pasados, este libro sencillamente no habría sido posible. Los cruzados se presenta en tres partes. La primera cubre el periodo en el cual se desarrollaron los muchos hilos de pensamiento, actividad y guerra que influyeron en el movimiento de las cruzadas, desde 1060 en adelante. Llega a la asombrosa historia de la Primera Cruzada y culmina con la caída de Jerusalén en julio de 1099. La segunda parte del libro retoma la historia unos pocos años más tarde, a principios del siglo xii. En ella, se traza la formación y desarrollo de los estados cruzados en Siria y Palestina, se mantiene a la vista las guerras entre gobernadores cristianos y los poderes islámicos en España (conocidas como la Reconquista) y 24
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explora la extensión de las cruzadas más allá de esos dos teatros en un nuevo reino en torno a la costa del mar Báltico. La narración de esa parte del libro se apoya en dos crisis importantes: la pérdida de Edesa en 1144, que desencadenó la Segunda Cruzada, y la caída de Jerusalén ante Saladino en 1187, que provocó la Tercera. La parte final del libro sigue con atención los esfuerzos desesperados de la cristiandad occidental por recuperar Jerusalén en la primera mitad del siglo xiii y, a continuación, el declive de los estados cruzados en Oriente, después del auge de los imperios mongol y mameluco. También describe la fuerte expansión y politización de la ideología de las cruzadas y las instituciones durante el papado de Inocencio III y en adelante, y el proceso mediante el cual las cruzadas se dirigieron hacia nuevos enemigos, dentro y fuera de la Iglesia, reales e imaginarios. Fiel a ese compromiso de contar la historia en toda su extensión, Los cruzados no concluye en 1291, con el colapso final del reino de Jerusalén, sino en 1492, cuando se completó la Reconquista y los impulsos y las energías de la cruzada se canalizaron en el oeste, en el Nuevo Mundo. Por último, un breve epílogo esboza la supervivencia y la mutación de la memoria de los cruzados hasta el día de hoy. Cada capítulo de este libro podría ser, y, en su mayor parte, ha sido, un ensayo completo por sí mismo. Espero que el lector se sienta inspirado por lo que sigue para ahondar mucho más en la historia de las cruzadas, y que aquellos que han leído más sobre este periodo aprecien el enfoque que he dado al material. Como en todos mis libros, espero, sobre todo, que esta historia entretenga, además de informar. Porque, como escribió una vez sir Steven Runciman, «la romántica historia de las Cruzadas fue una épica escrita con sangre».2 Así fue. Y así es. Empecemos, pues. Dan Jones Staines-upon-Thames Primavera de 2019
Parte I Juicio por ordalĂa
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1 El conde y el imán Percibió dos formas mediante las cuales podría aprovecharse, una para su alma y otra para su beneficio material…
El conde Roger de Sicilia levantó la pierna y dejó escapar una flatulencia. —Para la verdad de mi religión —exclamó—, ¡es más útil esto que lo que podáis decir vosotros!1 Sus consejeros se quedaron mortificados y un poco perplejos. El conde que se encontraba ante ellos tenía cuarenta y tantos años, curtido hasta la médula con la experiencia de las campañas militares en el sur de Italia y las islas del Mediterráneo central. Cuando era un joven guerrero, un adulador lo había descrito como «alto y bien formado, un conversador muy fluido, astuto en el consejo, con mucha visión en la planificación de las cosas que han de hacerse, alegre y complaciente con todo el mundo».2 En su mediana edad se había endurecido un poco y no le gustaba malgastar sus palabras con idiotas. El plan que le habían recomendado sus consejeros se le había antojado bueno, como ocurre muchas veces con los planes de los cortesanos, antes de verse hechos trizas por las críticas de unos potentados de genio irascible. No lejos del mar de Sicilia (apenas a ciento veinte kilómetros en su punto más cercano), se encuentran los restos de lo que en tiempos antiguos se llamó Cartago, después fue la provincia romana de África y, entonces, a finales del siglo xi, era Ifriqiya.* Sus ciudades, incluida la capital, Mahdía (Al Mahdiya) en la costa y Kairuán (Qayrawan) en el interior, donde los mayores * En la actualidad es el Magreb oriental, esa parte del litoral del norte de África que, más o menos, incluye la Argelia del noreste, Túnez y la Libia del noroeste.
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filósofos y naturalistas del norte de África frecuentaban desde hacía innumerables generaciones una enorme mezquita y escuela, estaban bajo el mando vacilante de una dinastía en declive de musulmanes bereberes conocidos como los ziríes. El campo estaba en manos de diversas tribus árabes beduinas, enviadas desde Egipto para que expulsaran a los ziríes. La estabilidad política se desmoronaba. Las tierras de labor eran cálidas y fértiles; había prósperas ciudades portuarias. ¿Estaban dispuestas para tomarlas? Los consejeros de Roger pensaban que sí y, en consecuencia, habían recomendado a su irritable jefe la propuesta de un primo suyo a quien una fuente nombra solo como «Balduino».3 Ese tal Balduino había entrado en posesión de un gran ejército de soldados cristianos y buscaba una tierra impía que conquistar. Solicitaba la bendición de Roger para acudir a Sicilia y usarla como plataforma de lanzamiento para la invasión de Ifriqiya. «Seré vecino tuyo», había exclamado, como si eso fuera una buena noticia. Pero Roger de Sicilia no se mostraba muy favorable a los vecinos. Ifriqiya estaba gobernada, sin duda, por varios seguidores del islam, dijo, pero resultaba que esos infieles eran socios juramentados de los sicilianos, con los que habían firmado acuerdos que mantenían la paz y permitían un rico intercambio de bienes en los mercados y puertos de la isla. Lo último que quería, refunfuñó ante sus subalternos reunidos, era que un primo le impusiera su hospitalidad y emprendiera una guerra insensata que deterioraría el comercio siciliano, si tenía éxito, y le costaría mucho dinero en apoyos militares, si fracasaba. Ifriqiya quizá fuera vulnerable, es cierto, pero si alguien debía explotar esa debilidad era el propio Roger. Había pasado las últimas dos décadas y media (casi toda su vida adulta) trabajándose el gobierno de la región y habría sido un final muy indigno arriesgarlo todo solo por llevar a cabo un plan descabellado, tramado por un pariente que nunca había regado el fértil suelo de la isla con su sudor. Si ese tal Balduino quería luchar contra los musulmanes, decía Roger, tendría que encontrar una parte distinta del Mediterráneo en la cual proseguir sus asuntos. En aquel preciso instante, se le ocurrían muchísimos otros sitios preferibles al patio trasero de Sicilia. Convocó a su presencia al enviado personal de Balduino y le informó de su decisión. Si su amo hablaba en serio, dijo, entonces, «la mejor forma [de proceder] es conquistar Jerusalén».4 30
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Y así empezó todo. Roger, conde de Sicilia, era un ejemplo de hombre hecho a sí mismo en la Europa del siglo xi. Nacido en torno al año 1040, era el hijo menor de los doce engendrados por un noble de categoría inferior de Normandía llamado Tancredo de Hauteville. Dados los protocolos de la herencia, nacer el segundo ya llevaba consigo la carga de por vida de buscarse su propia fortuna, en lugar de recibir una herencia fácil, y tener once hermanos por delante era un auténtico desastre. Pero a finales de aquel siglo, los normandos iniciaron la conquista de la Europa occidental. Se apoderaron de la Inglaterra sajona en 1066 y, al mismo tiempo, el sur de Italia captó su atención. Las oportunidades quizá fueran limitadas para los benjamines de Normandía, pero, para cualquiera que estuviera dispuesto a viajar, eran abundantes. Así pues, durante su juventud, Roger había dejado su tierra natal, lo que ahora es el noroeste de Francia, y se había propuesto conquistar un territorio que ya había atraído a muchos de sus parientes y paisanos: las ricas pero inestables regiones de Calabria y Apulia, en el sur de Italia. Punta y tacón de la bota italiana, Calabria y Apulia eran tierras con muchísimos recursos, donde la autoridad se cuestionaba, y un joven ambicioso con muchas ganas de meterse en política y en la guerra podía labrarse un buen nombre. Otros normandos del clan de Hauteville ya habían hecho fortuna allí, luchando contra las superpotencias rivales de la región, sobre todo los griegos bizantinos y los papas romanos, que contemplaban a los normandos con una suspicacia que bordeaba la alarma. Los más afortunados incluían a los hermanos de Roger, Guillermo Brazo de Hierro, Drogo y el excepcionalmente dotado Roberto Guiscardo (en francés antiguo, guischart significa ‘artero’ o ‘astuto’). Para cuando llegó Roger, los dos primeros ya habían muerto, y Roberto Guiscardo había reclamado el título de «conde de Apulia y Calabria», pero todavía les quedaban muchas aventuras por vivir. La familia se había ganado la sumisión de la gente del sur de Italia cortándoles la nariz, las manos y los pies y sacándoles los ojos.5 La historia tribal de los normandos afirmaba que descendían de un señor de la guerra escandinavo llamado Rollón, que se había convertido al cristianismo principalmente para asegurar que hombres de todo tipo de reinos se doblegaran ante su mandato.6 Ni Roger ni Roberto perdieron nunca ese toque vikingo de la persuasión a punta de espada. 31
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Por culpa, en gran medida, de su reputación de violencia desmesurada, no todo el mundo aprobó la invasión normanda del sur de Italia. En opinión de un eminente eclesiástico de la época, los normandos eran «la escoria más apestosa del mundo […], hijos de la inmundicia, tiranos que se habían alzado desde la plebe».7 Pero, desde mediados del siglo en adelante, el papado adoptó un punto de vista distinto, y los sucesivos papas suavizaron su hostilidad hacia los normandos y empezaron a contemplarlos como unos aliados algo brutos, pero con posibilidades útiles, que podían emplearse para potenciar la agenda de Roma. El papado llegó a esta conclusión, en parte, bajo coacción: en 1053, los normandos habían derrotado a un ejército papal en el campo de batalla y hecho prisionero al predecesor de Nicolás, el papa León IX. El caso es que, en 1059, el papa Nicolás II, sin embargo, garantizó a la familia de los Hauteville su influjo sobre Calabria y Apulia y les permitió ondear un estandarte papal* ante sus ejércitos en el campo de batalla, un honor que se confirió a Roberto Guiscardo a cambio del regalo de cuatro camellos. Y no se trató tan solo de una aceptación de los hechos consumados. El papa especulaba con que, un día, algún miembro del clan normando pudiera, «con la ayuda de Dios y san Pedro», conquistar y gobernar también Sicilia. Aquella gran isla triangular que se encontraba al otro lado del estrecho de Mesina llevaba bajo gobierno árabe desde el siglo ix.8 Ese hecho habría representado un avance importante en las ambiciones papales de poner todo el sur de Italia firmemente bajo el influjo de la Iglesia romana.9 Si los normandos podían hacerlo, razonaba, entonces todos los problemas originados en el continente, durante las muchas décadas transcurridas desde la llegada de esos rudos norteños, habrían valido la pena. La conquista de Sicilia atraía a Roger y a su hermano Roberto Guiscardo desde hacía tiempo, aunque no exactamente por los mismos motivos que al papa. Complacer a Dios era algo que podía hacerse de manera muy satisfactoria en su misma localidad, mediante la fundación y el mantenimiento de comunidades de * Unos años más tarde, el estandarte papal se envió a otro señor normando: Guillermo el Bastardo, duque de Normandía, lo ondeó ante sus ejércitos cuando invadió Inglaterra en 1066.
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monjes y monjas, que rezaban a Cristo y observaban los días de ayuno de los distintos santos. Combatir en una guerra expedicionaria para apoderarse de una isla de veinticinco mil kilómetros cuadrados de tamaño, con una longitud de costas de casi mil quinientos kilómetros y una enorme región de montañas volcánicas en el centro, y subyugarla, constituía un acto de piedad que requería una justificación mucho más sustancial y terrestre. Por fortuna, en Sicilia existían muchísimas razones. La isla, húmeda en invierno y calurosa en verano, contaba con una tierra de labor que era de las mejores de todo el Mediterráneo y en la que se producían prodigiosas cantidades de grano gracias a unos métodos agrícolas muy mejorados bajo el gobierno de sus emires islámicos. Arroz, limones, dátiles y caña de azúcar… Todo prosperaba. Los talleres sicilianos producían algodón y papiros. Las aguas calmas mantenían muy ocupados a los pescadores; peregrinos del sur de la península ibérica, gobernado por los musulmanes, se detenían para refrescarse de camino hacia La Meca para realizar el hach. Las ciudades costeras, que incluían Palermo, Siracusa, Catania, Mesina y Agrigento, eran mercados importantes del Mediterráneo central, donde los mercaderes de Oriente medio y del noreste de África hacían negocios con aquellos que recorrían las rutas comerciales a través de Europa central y occidental. La población local, que comprendía a musulmanes árabes y bereberes, cristianos ortodoxos griegos y judíos, representaba una base impositiva muy lucrativa, como habían demostrado los emires, siguiendo la práctica islámica de imponer una tasa a los infieles conocida como yizya, que recaía sobre los no musulmanes que no desearan convertirse. Ante todo esto, el himno papal de la conquista de Sicilia que se cantó a Roger y Roberto Guiscardo en 1059 tiene mucho sentido. Tal como contó un monje cronista siciliano llamado Godofredo Malaterra, cuando ese joven distinguido, Roger […], oyó que Sicilia estaba en manos de los no creyentes […], se vio asaltado por el deseo de capturarla […]. Percibió dos formas mediante las cuales podría aprovecharse, una para su alma y otra para su beneficio material, si podía llevar a la adoración divina a un país entregado a la idolatría.10
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Dinero e inmortalidad: esas dos tentaciones intemporales resultaron más que suficientes para impulsar a Roger y Roberto Guiscardo a través del estrecho de Mesina en una serie de invasiones que empezaron a principios de la década de 1060. Tomar Sicilia y arrebatársela a los árabes no sería una tarea ni fácil ni rápida, pero, cuando los hermanos normandos concentraron toda su atención en ello, provocaron bloqueos navales y llevaron hasta el lugar a unos guerreros que, quizá, eran pocos en número, pero expertos en el estilo de lucha normando, con armadura ligera y caballería pesada, grandes escudos de madera y torres de asedio, resultaron muy difíciles de resistir. Explotaron las rivalidades de las facciones islámicas de la isla, que en el pasado habían contratado, en ocasiones, a mercenarios cristianos del continente italiano y estaban más que dispuestos a colaborar con los ejércitos normandos para favorecer sus propias ambiciones de supremacía política.11 Se enzarzaron en una guerra psicológica burda, pero efectiva, y violaron a las mujeres de sus enemigos o enviaron palomas mensajeras empapadas en sangre para anunciar sus victorias. Como resultado, Palermo cayó en 1072, tras un asedio de cinco meses. A mediados de la década de 1080, gran parte de la isla estaba bajo el poder normando. El inveterado aventurero Roberto Guiscardo quiso buscar más emociones luchando en el Imperio bizantino e impulsando el gobierno normando hacia Dalmacia, Macedonia y Tesalia, y permitió que su hermano menor, Roger, gobernase más o menos como le placiera el condado de Sicilia. Hacia 1091, la conquista de Sicilia se había completado, y Roger se complacía en su papel de uno de los caudillos militares más admirados de la Europa cristiana, aceptando proposiciones de matrimonio para sus hijas de los reyes de Francia, Alemania y Hungría, estableciendo arzobispados en toda la isla que obedecían al papado (en lugar de a los patriarcas orientales de la Iglesia ortodoxa) y supervisando a una población que todavía era tan variopinta en cuanto a credos y culturas como había sido siempre. Roger construyó y financió iglesias y monasterios en Sicilia, un acto de piedad convencional para cualquier gobernante de la época, sobre todo para uno que tenía las manos manchadas de sangre como él. La mezquita de Palermo, que en su origen había sido una basílica bizantina, se convirtió de nuevo, esta vez en un templo observante del culto latino. Al parecer, obligó a los derrotados rivales musulmanes a convertirse al cristianismo para festejar la 34
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ocasión.12 El sistema de la yizya se inviritió, de modo que ahora eran los musulmanes, y no los cristianos, quienes pagaban un impuesto (el censum o tributum) a cambio del derecho a no creer;13 los judíos también pagaban una «talla». No obstante, Roger no estaba creando ninguna teocracia, en absoluto. En realidad, los clérigos que los visitaban desde el norte de Europa desaprobaron el hecho de que Roger no solo permitiera que los musulmanes sirviesen en el ejército, sino que (según decían) también se negase activamente a convertirlos a la causa de Cristo.14 Y el propio conde era pragmático, más que dogmático, cuando se presentaba ante sus súbditos. Las monedas de cobre conocidas como trifollari, acuñadas para su uso por súbditos cristianos, mostraban a Roger como un caballero cristiano glorioso a lomos de un caballo, con una lanza santa en ristre y la inscripción en latín de su nombre, conde Roger (roquerivs comes).15 Sin embargo, cada tari de oro (una moneda acuñada para su uso por parte de los súbditos musulmanes) llevaba una inscripción en árabe: «No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta». Otras monedas árabes de Roger y documentos en la misma lengua se referían a él con diversos títulos como imam, malik y sultan: señor, soberano y rey.16 ¿Quiénes somos nosotros, sin embargo, para dudar de la sorprendente historia de la negativa de Roger a ampliar su éxito en Sicilia mediante el patrocinio de una invasión de Ifriqiya? El relato nos ha llegado a través de un estudioso llamado Ibn al Athir, que vivió y murió en Mosul (la actual Iraq) entre 1160 y 1233, y cuya obra maestra fue una crónica magistral titulada, con cierta confianza, al Kamil fi’l ta’rikh: La historia perfecta. Ibn al Athir era un historiador serio, que dedicó cientos de miles de palabras a una historia del mundo que empezaba con la creación y continuaba con las luchas políticas y militares del amplio mundo islámico en sus propios tiempos, sobre las cuales arrojaba una mirada panóptica y, a menudo, sumamente perspicaz. Dada la época en la que vivió, los cruzados y sus motivos se encontraban, como es natural, entre sus intereses, y dedicó muchos pensamientos al origen de las guerras santas, que despegaron de forma espectacular y a menudo en torno a la cuenca del Mediterráneo, durante su vida. Su decisión de atribuir la responsabilidad a Roger de Sicilia (a quien tacha de basto, apestoso y 35
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cínico; el arquetipo del señor cruzado) es importante, aunque no debería tomarse al pie de la letra.* Probablemente, el personaje de «Balduino» se refiere a Balduino I, futuro rey de Jerusalén, pero no hay pruebas que corroboren que tal conversación tuviera lugar. Es posible que, en su relato, Ibn al Athir refundiera lo que supo a posteriori sobre el origen de las cruzadas en la Tierra Santa con una historia particular de un origen y un sabor mucho más locales. En 1187, según el cronista Malaterra, Ifriqiya había sufrido un ambicioso ataque de un ejército reclutado por mercaderes de Pisa, «que se habían propuesto hacer negocios en África solo para sufrir ciertas injurias».17 En una versión mucho menos grotesca y colorida que la de Ibn al Athir, Malaterra dice simplemente que los pisanos ofrecieron a Roger la corona de Ifriqiya como recompensa, si él los ayudaba a tomar la ciudad de Mahdía. Roger puso reparos, con la excusa de que recientemente había acordado un tratado de paz con las autoridades de allí. No hizo mención alguna de Jerusalén. Según Malaterra, por su parte, los pisanos cerraron un trato con el gobernante zirí y aceptaron un pago en efectivo para dejar en paz Mahdía. Sin embargo, hay que tener en cuenta más cosas. Cuando Ibn al Athir presenta su historia sobre el conde Roger y el estado de Ifriqiya, la sitúa en el contexto más amplio del Mediterráneo. En torno a la misma época que los normandos conquistaban Sicilia y amenazaban la costa de Ifriqiya, escribió, también «tomaron la ciudad de Toledo y otras ciudades de España […]. Más tarde, tomaron otras partes, como veréis».18 Y sí, en efecto, lo hicieron. En la península ibérica, en el norte de África, las islas del Mediterráneo y por doquier, los enfrentamientos entre gobernantes rivales que obedecían a credos distintos fueron comunes durante las décadas anteriores al inicio de la Primera Cruzada. * Es muy interesante que la flatulencia exhibida por Roger no fuera un detalle que apareciese únicamente en la obra de Ibn al Athir. Godofredo Malaterra recoge un momento en que, durante el sitio de Palermo en 1064, el ejército normando se vio plagado de tarántulas. «Cualquiera que recibiera una picadura de ellas, se encontraba lleno de gas y sufría tanto que era incapaz de evitar que ese mismo gas saliera de su ano con un ruido desagradable». Wolf, Kenneth Baxter (trad.) The Deeds of Count Roger of Calabria and Sicily and his Brother Duke Robert Guiscard: by Geoffrey Malaterra, Ann Arbor, 2005, p. 114.
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No se trataba de guerras de religión, porque, en realidad, la religión quedaba a menudo en un segundo plano, tras las consideraciones comerciales y geopolíticas.19 Sin embargo, sí eran guerras entre hombres religiosos, y sus consecuencias se hicieron notar durante generaciones, de modo que podía considerarse que todavía tenían efectos en los días de Ibn al Athir. La unión catastrófica de guerras territoriales y guerras basadas en la fe y el dogma, con el objetivo de obtener la supremacía espiritual, representaría un papel clave en el lanzamiento de un conflicto que duraría más de doscientos años y que se expresaría primordialmente en términos de un combate por la fe verdadera.