Guerra: ¿para qué sirve? - inicio

Page 1

Guerra, ¿para qué sirve?


Primera edición: septiembre de 2017 Título original: War! What is it Good For? Publicado originalmente por Farrar, Straus and Giroux. © Ian Morris, 2014 © de la traducción, Claudia Casanova y Joan Eloi Roca, 2017 © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017 Derechos de traducción gestionados por Sandra Dijkstra Literary Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, S. L. Todos los derechos reservados. Diseño de cubierta: Taller de los Libros Publicado por Ático de los Libros C/ Mallorca, 303, 2.º 1.ª 08037 Barcelona info@aticodeloslibros.com www.aticodeloslibros.com ISBN: 978-84-16222-16-2 IBIC: HBG Depósito Legal: B 21318-2017 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: Liberdúplex Impreso en España — Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


El papel de los conflictos en la civilización, desde los primates hasta los robots

Traducción de Claudia Casanova y Joan Eloi Roca

Barcelona - Madrid - México D. F.



Índice Ilustraciones y figuras...................................................................7 Introducción: la amiga del enterrador.........................................13 1. ¿La tierra baldía? Guerra y paz en la Antigua Roma................45 2. Enjaular a la bestia: las guerras productivas.............................93 3. Los bárbaros contraatacan: las guerras contraproducentes, (1-1415 d. C.)..........................................................................155 4. La Guerra de los Quinientos Años: Europa (casi) conquista el mundo (1415-1914)................................................................221 5. Tormenta de acero: la guerra por Europa (1914 - década de 1980).......................................................................................313 6. Con uñas y dientes rojos: por qué los chimpancés de Gombe fueron a la guerra.....................................................................383 7. La última gran esperanza del mundo: el Imperio estadounidense (1989 - ¿?).................................................................................441 Notas.......................................................................................523 Lecturas complementarias........................................................540 Bibliografía...............................................................................569 Agradecimientos.......................................................................615 Índice onomástico y de materias...............................................617



Introducción

LA amigA del enterrador Tenía veintitrés años cuando estuve a punto de morir en combate. Fue el 26 de septiembre de 1983, alrededor de las nueve y media de la noche. Estaba encorvado sobre una máquina de escribir en una habitación alquilada de Cambridge, tecleando el primer capítulo de mi tesis doctoral sobre Arqueología. Acababa de regresar después de cuatro meses de trabajo de campo en las islas griegas, mi carrera iba bien y estaba enamorado; la vida era bella. No tenía ni idea de que, a más de tres mil kilómetros de distancia, Stanislav Petrov estaba pensando en matarme. Petrov era el jefe adjunto de algoritmos de combate de Serpukhov-15, el centro neurálgico del sistema de alerta rápida de la Unión Soviética. Era un hombre metódico, un ingeniero que escribía código informático. Afortunadamente para mí, no era un hombre que se dejara llevar por el pánico. Pero cuando sonó la sirena poco después de medianoche (hora de Moscú), hasta Petrov dio un respingo en su silla. En el mapa gigante del hemisferio norte que llenaba una pared de la sala de control, una bombilla roja se iluminó. Esa lucecita indicaba que se había lanzado un misil desde Montana. Encima del mapa, se activaron un puñado de letras rojas, que deletreaban la peor palabra que Petrov conocía: «Lanzamiento». Los ordenadores comprobaron sus datos una y otra vez. Las luces rojas parpadearon de nuevo y, en esa ocasión, con mayor certeza: «Lanzamiento: probabilidad alta». En cierto modo, Petrov llevaba tiempo esperando que llegara ese día. Seis meses antes, Ronald Reagan había calificado a la Madre Rusia de 13


guerra, ¿para qué sirve? imperio del mal. Había amenazado con construir un escudo antimisiles situado en el espacio que pondría fin al equilibrio del terror que había mantenido la paz durante casi cuarenta años. Y luego había anunciado que aceleraría el despliegue de nuevos misiles, capaces de alcanzar Moscú tras apenas cinco minutos de vuelo. Poco después del comunicado, como si quisiera burlarse de la vulnerabilidad de la Unión Soviética, se había desviado de su ruta y un avión de pasajeros de Corea del Sur había entrado en Siberia. Al parecer, se había perdido. A la fuerza aérea soviética le llevó varias horas encontrarlo y, cuando el avión por fin regresaba a espacio aéreo neutral, un caza lo abatió. Todos cuantos iban a bordo murieron, entre ellos un congresista estadounidense. En ese momento, la pantalla le decía a Petrov que los imperialistas habían dado el último paso. Aun así… Petrov sabía que la Tercera Guerra Mundial no tendría ese aspecto. Un primer ataque estadounidense implicaría mil misiles Minuteman rugiendo sobre el Polo Norte. También conllevaría un infierno de fuego y radiación, un esfuerzo frenético y avasallador por destruir los misiles soviéticos que reposaban en sus silos para privar a Moscú de su capacidad de reacción. Lanzar un único misil era una idea descabellada. El trabajo de Petrov consistía en seguir el protocolo y en realizar todas las pruebas previstas para detectar un posible error del sistema, pero no había tiempo para ello. Tenía que decidir si el mundo iba a terminar. Levantó el auricular del teléfono. —Llamo para informarte —dijo al oficial de guardia al otro lado de la línea en un tono pragmático— de que se trata de una falsa alarma.1 El oficial de guardia no hizo preguntas, ni reveló la más mínima ansiedad. —Entendido. Un instante después, la alarma se apagó. El equipo de Petrov empezó a relajarse, los técnicos volvieron a sus rutinas preestablecidas y se dedicaron a buscar sistemáticamente errores en los circuitos. Y entonces… «Lanzamiento». La palabra en rojo se iluminó de nuevo. Una segunda lucecita apareció en el mapa; otro misil estaba de camino. Y luego otra y otra y otra, hasta que el mapa entero pareció en llamas. Los algoritmos que Petrov había ayudado a escribir tomaron 14


introducción las riendas de la situación. Por un instante, el panel que había encima del mapa se oscureció. Luego, volvió a encenderse y apareció un nuevo aviso. Anunciaba el Apocalipsis. «Ataque de misiles». La mayor supercomputadora de la Unión Soviética envió el mensaje de manera automática hacia el siguiente escalafón de la cadena de mando. A partir de ese momento, cada segundo contaba. El secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, el enfermo y anciano Yuri Andrópov, tendría que tomar la decisión más importante de todos los tiempos. Se supone que Trotsky dijo una vez que, aunque no te interese la guerra, a la guerra sí le interesas tú.2 Cambridge era, y todavía lo es, una apacible ciudad universitaria, alejada de los centros del poder. Sin embargo, en 1983, estaba rodeada de bases aéreas, objetivos prioritarios de Moscú. Si el Estado Mayor General soviético hubiera creído en los algoritmos de Petrov, yo habría muerto en unos quince minutos, vaporizado en una bola de fuego más caliente que la superficie del sol. King’s College y su famoso coro, las vacas que pastan mientras las bateas se deslizan por el río, los eruditos enfundados en sus togas que se pasan el oporto en la mesa de los profesores e investigadores: todo habría quedado reducido a polvo radioactivo. Si los soviéticos hubieran lanzado únicamente los misiles que apuntaban a objetivos militares (lo que en estrategia se conoce como un contraataque limitado a objetivos militares) y si Estados Unidos hubiera respondido de la misma manera, yo me contaría entre el centenar de millones de personas que habrían fallecido el primer día de guerra, destrozados, quemados y envenenados. Pero, probablemente, no habría ocurrido eso. Apenas tres meses antes del momento de la verdad al que se enfrentó Petrov, el Centro de Desarrollo de Estrategia de Estados Unidos había realizado un juego de guerra de prueba para analizar cómo se desarrollarían los primeros estadios de un conflicto nuclear. Descubrieron que ninguno de los jugadores lograba detenerse en los contraataques. En cada iteración, escalaban los ataques contravalor y utilizaban como objetivos ciudades y silos nucleares. Y 15


guerra, ¿para qué sirve? cuando eso sucedía, el total de muertos durante los primeros días ascendía a unos quinientos millones de personas, y las secuelas, la falta de alimentos y los subsiguientes enfrentamientos acababan con las vidas de otros quinientos millones en las semanas y meses posteriores al primer ataque. Pero, en el mundo real, Petrov sí se detuvo. Más tarde, admitió que tuvo tanto miedo que le temblaban las piernas, pero aun así prefirió confiar en sus instintos antes que en sus propios algoritmos. Así pues, basándose en su intuición, le dijo al oficial de guardia que la segunda alerta también era una falsa alarma. Detuvieron el mensaje del ataque de misiles antes de que llegara más arriba, a los altos cargos. Doce mil cabezas de misil soviéticas permanecieron ese día en sus silos; mil millones de personas vivimos para ver otro día. No obstante, la recompensa de Petrov por salvar el mundo no fue un cofre lleno de medallas. Fue objeto de una reprobación oficial por haber emitido un informe inconexo y por no seguir los protocolos (al fin y al cabo, le competía al secretario general, y no a Petrov, decidir si ese día debían destruir el planeta o no). Lo relegaron a un puesto de trabajo de menor importancia. Se prejubiló, sufrió una crisis nerviosa y se sumió en la más absoluta pobreza cuando la Unión Soviética se desmoronó y dejó de pagar las pensiones a sus jubilados.* Un mundo como este, en el que el Armagedón depende de errores de ingeniería y de las decisiones rápidas de programadores informáticos, sin duda se había vuelto loco. Mucha gente lo creía así en ese entonces. Dentro de la alianza estadounidense, donde la gente podía protestar, millones de personas se manifestaron en contra de las bombas nucleares, se opusieron a las agresiones de sus gobiernos o votaron a favor de políticos que prometían el desarme unilateral. En el lado soviético, donde la gente no podía protestar, un número notable de disidentes alzó la voz y fue delatado ante la policía secreta. * En 2004, la asociación de San Francisco World Citizens concedió a Petrov una placa de madera de roble en agradecimiento por su decisión de salvar al mundo y le entregó un cheque de mil dólares. En 2013, le concedieron el Premio Dresden alemán, que otorga veinticinco mil euros. Se pueden hacer contribuciones en www.brightstarsound.com.

16


introducción Pero lo cierto es que no lograron gran cosa. Los líderes occidentales volvían a ganar las elecciones y aumentaban sus mayorías, y compraban armas todavía más avanzadas mientras los líderes soviéticos construían más misiles. En 1986, el número de cabezas nucleares en todo el mundo alcanzó un máximo histórico, más de setenta mil, y el colapso del reactor nuclear soviético de Chernóbil solo dejó entrever una fracción de lo que nos esperaba. La población exigía soluciones y, a ambos lados del Telón de Acero, los jóvenes dieron la espalda a los políticos comprometidos de otra generación en busca de voces nuevas y más firmes. Para expresar las inquietudes de una nueva generación posterior a los baby boomers, Bruce Springsteen tomó la canción de protesta de la era del Vietnam por antonomasia, el clásico de Motown War, de Edwin Starr, y propulsó una nueva versión, cargada de energía, de nuevo a la cima de los singles más vendidos: ¡Guerra! Oh, Dios mío. ¿Para qué sirve? Para nada en absoluto. Dilo, dilo, dilo… ¡Oh, guerra! La desprecio porque es la destrucción de vidas inocentes. La guerra lleva lágrimas a los ojos de miles de madres cuando salen a luchar sus hijos y en la guerra pierden la vida… ¡Guerra! Solo destroza corazones. ¡Guerra! Es la amiga del enterrador…3

17


guerra, ¿para qué sirve? Paz para nuestro tiempo*4 Bien, en este libro quiero mostrar mi desacuerdo. Al menos, hasta cierto punto. Argumentaré que la guerra no es la amiga del enterrador. La guerra es un asesinato en masa y, aun así, en lo que quizá sea la mayor paradoja de la historia, la guerra ha sido también el mayor enemigo del enterrador. Contrariamente a lo que afirma esa canción, la guerra sí ha servido para algo: a largo plazo, ha logrado que la humanidad sea más rica y que viva con más seguridad. La guerra es un infierno, pero —insisto, a lo largo de los años— se demuestra que las alternativas habrían sido peores. Por supuesto que esta es una afirmación polémica, así que voy a explicarme. Desarrollaré mi tesis en cuatro partes. En la primera, sostengo que, cuando se libran guerras, la gente crea sociedades más grandes y organizadas que reducen el riesgo de que sus miembros mueran en situaciones violentas. Esta observación se apoya en uno de los mayores descubrimientos que han realizado arqueólogos y antropólogos durante el pasado siglo: que las sociedades de la Edad de Piedra eran, por lo general, muy pequeñas. Principalmente por el reto que suponía encontrar comida, la gente vivía en bandas de unas pocas docenas de miembros, en pueblos de escasos centenares de personas o bien (ocasionalmente) asentamientos que alcanzaban unos miles de habitantes. Dichas comunidades no precisaban una gran organización y solían vivir en términos de suspicacia o incluso de hostilidad abierta hacia aquellas personas ajenas al clan. Por lo general, la gente optaba por resolver sus diferencias de manera pacífica, pero si alguien prefería usar la fuerza, existían muchos menos mecanismos de contención para frenarlo —o, en menos ocasiones, para frenarla—, como a los que están acostumbrados los ciudadanos * Este es el tipo de detalle en el que solo se fijaría un profesor, pero las palabras de Neville Chamberlaine al volver a casa desde Múnich en 1938 fueron «paz para nuestro tiempo», y no «paz en nuestro tiempo».

18


introducción de los estados modernos. La gran mayoría de las muertes se producía a pequeña escala, en disputas que buscaban venganza e incesantes incursiones, aunque, de vez en cuando, la violencia podía llegar a afectar a un grupo o población enteros con tanta saña que la enfermedad y la hambruna eliminaban a todos sus miembros. Pero como los grupos humanos eran tan reducidos, el goteo estable de violencia de baja intensidad provocaba una cantidad de muertes horriblemente alta. La mayoría de las estimaciones determinan que entre el 10 y el 20 por ciento de los humanos que vivieron en las sociedades de la Edad de Piedra murieron a manos de sus congéneres. El siglo xx ofrece un enorme contraste. Fue testigo de dos guerras mundiales, una cadena sin fin de genocidios y múltiples hambrunas inducidas por la mala gestión de los gobiernos, que sumadas supusieron el exterminio de entre cien y doscientos millones de personas. Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki mataron a más de ciento cincuenta mil personas, probablemente más gente de la que poblaba el mundo en el año 50 000 a. C. Pero en 1945, había más de dos mil quinientos millones de personas en la tierra y, a lo largo del siglo xx, vivieron unos diez mil millones de personas. Es decir, que los dos centenares de millones aproximados de muertes debidas a la guerra durante ese siglo ascienden solamente a un 1 o 2 por ciento de la población total. Si uno era lo bastante afortunado como para nacer en el siglo xx en un país industrializado, las probabilidades de morir violentamente (o debido a las consecuencias de la violencia) eran una media de diez veces menores que las de alguien nacido en una sociedad de la Edad de Piedra. Tal vez esta sea una estadística sorprendente, pero la explicación subyacente lo es todavía más. Lo que ha convertido al mundo en un lugar más seguro es la propia guerra. Y trataré de demostrarlo en los primeros cinco capítulos: la explicación es que hará unos diez mil años, en ciertas partes del mundo, los ganadores de las guerras empezaron a incorporar a los perdedores en sociedades cada vez mayores; este mecanismo se replicó por todo el planeta. La única forma de que las sociedades más grandes funcionaran consistía en que los gobernantes construyeran instituciones más fuertes, y una de las primeras tareas que 19


guerra, ¿para qué sirve? dichos gobiernos debían emprender, si querían conservar el poder, era suprimir la violencia en el seno de su propia sociedad. Los hombres que dirigían estos gobiernos casi nunca seguían políticas pacifistas por la simple bondad de sus corazones. Sencillamente, luchaban con todas sus energías contra la violencia porque los súbditos que se portaban bien eran más fáciles de gobernar y porque resultaba más sencillo recaudar impuestos de una población dócil que de un puñado de violentos asesinos. La consecuencia accidental, sin embargo, fue que las tasas de muertes violentas descendieron casi un 90 por ciento entre la Edad de Piedra y el siglo xx. El proceso no fue fácil ni bonito. Ya fueran los romanos en Gran Bretaña o los británicos en India, los gobiernos que pacificaban a la población eran capaces de demostrar tanta brutalidad como los comportamientos salvajes que intentaban erradicar. Tampoco fue una transformación sin altibajos: en puntos concretos, las muertes violentas llegaron a alcanzar durante breves períodos de tiempo los niveles de la Edad de Piedra. Entre 1914 y 1918, por ejemplo, cerca de un serbio de cada seis murió por causas violentas, víctima de una enfermedad o a causa de hambruna. Y, por supuesto, no a todos los gobiernos se les daba bien preservar la paz. Puede que la democracia sea un sistema político imperfecto, pero rara vez devora a sus vástagos; las dictaduras suelen conseguir los resultados deseados por el dictador, pero, en el ínterin, tienden a ejecutar, gasear y matar de hambre a mucha gente. Y, aun así, a pesar de todas las variaciones, matices y excepciones, en el plazo de diez mil años, la guerra ha impulsado a gobiernos, y estos han impulsado la paz. Mi segunda afirmación es la siguiente: si bien la guerra es la peor manera imaginable de crear sociedades más grandes y pacíficas, es básicamente la única que los seres humanos han descubierto. «Dios mío, debe haber otra manera»,5 cantaba Edwin Starr, pero aparentemente no es así. Si el Imperio romano se hubiera construido sin masacrar a millones de galos y griegos, si Estados Unidos hubiera nacido sin matar a millones de nativos americanos, si tanto en estos dos casos como en otros tantos, incontables, los conflictos se hubieran resuelto mediante el diálogo y no la violencia, la humanidad podría haber disfrutado de los 20


introducción beneficios de las sociedades más grandes y desarrolladas sin tener que pagar un precio tan alto por ello. Pero no sucedió así. Esta es una reflexión deprimente, a buen seguro, pero todas las pruebas parecen indicar que es correcta. La gente no suele ceder su libertad, incluido su derecho a robar y matarse mutuamente, a menos que la obliguen a ello, y prácticamente la única fuerza lo bastante poderosa como para lograrlo es la derrota en una guerra, o el miedo a que se produzca esa derrota. Si no me equivoco cuando afirmo que los gobiernos nos proporcionan seguridad y que la guerra es básicamente la única manera que hemos descubierto de crear dichos gobiernos, entonces la conclusión es que la guerra sí sirve para algo. No obstante, mi tercera conclusión va un poco más allá. Además de garantizar la seguridad de las personas, sostengo que las sociedades más grandes que han surgido gracias a la guerra también han contribuido —de nuevo, a largo plazo— a que disfrutemos de una mayor riqueza. La paz creó las condiciones necesarias para el crecimiento económico y el desarrollo del nivel de vida. Este también es un proceso imperfecto y desigual: cuando una facción gana una guerra, suele darse al saqueo y las violaciones, vende a los miles de supervivientes como esclavos y les roba sus tierras y pertenencias. Los perdedores viven sumidos en la pobreza durante generaciones. Es terrible y desolador. Y, sin embargo, con el paso del tiempo —décadas, quizá siglos— el nacimiento de una sociedad más grande suele mejorar la vida de todos los habitantes de dicha población, tanto la de los descendientes de los vencedores como la de los del bando perdedor. La pauta a largo plazo es inequívoca: al construir sociedades más grandes y gobiernos más fuertes y proporcionar más seguridad a los ciudadanos, la guerra enriquece el mundo. Si sumamos las tres afirmaciones anteriores, solamente podemos llegar a una conclusión. La guerra ha producido sociedades más grandes, lideradas por gobiernos más fuertes que han sido capaces de imponer la paz y crear los requisitos necesarios para la prosperidad. Hace diez mil años, en la tierra solamente vivían alrededor de seis millones de personas. Estas vivían una media de unos treinta años y lo hacían gastando el equivalente a dos dólares norteamericanos al día. Ahora hay más de mil veces más personas (siete mil millones, de hecho), que viven más del doble (la esperanza de vida global es de sesenta y siete años) y 21


guerra, ¿para qué sirve? ganan una cantidad más de doce veces superior (la media de ingresos mundial es de unos veinticinco dólares al día). Así pues, la guerra sí ha servido para algo y sí es buena: tanto, que mi cuarto argumento es que la guerra está logrando acabar consigo misma. Durante milenios, la guerra ha creado (a largo plazo) las condiciones para la paz, y la destrucción ha traído consigo riqueza, pero, en nuestra era, la humanidad se ha vuelto tan eficiente en el desarrollo de técnicas de combate (con armas tan destructivas y organizaciones tan eficaces) que estamos imposibilitando que se libren guerras como se había hecho hasta ahora. Si las cosas hubieran ido de forma distinta aquella noche de 1983, si Petrov se hubiera permitido caer presa del pánico, si el secretario general hubiera apretado el botón y si mil millones de personas hubieran muerto en las semanas siguientes, la tasa de muertes que hubieran tenido lugar durante el siglo xx habría alcanzado los niveles de la Edad de Piedra. Y si el legado tóxico de todas las cabezas nucleares hubiese sido tan terrible como algunos científicos temían, a estas alturas quizá ya no quedaría ni rastro de la raza humana. Las buenas noticias son que esto no sucedió y también que, francamente, es muy improbable que ocurra jamás. Comentaré los motivos que me llevan a esta afirmación en el capítulo 6, pero la razón básica es que a los humanos se nos da notablemente bien adaptarnos a entornos cambiantes. En el pasado, libramos innumerables guerras porque hacerlo nos beneficiaba, pero, en el siglo xx, a medida que la compensación que obteníamos por participar en un conflicto menguaba, encontramos otras maneras de resolver nuestros problemas sin desencadenar el Armagedón. Por supuesto que no hay ninguna garantía de esto, pero en el capítulo final de este libro afirmo que, a pesar de todo, tenemos razones para pensar que seguiremos evitando el peor resultado posible: la erradicación de nuestro mundo. El siglo xxi será testigo de cambios sorprendentes en todos los aspectos, incluido el papel de la violencia. El inveterado sueño de un mundo sin guerra quizá se convierta en realidad, aunque cómo será ese mundo es otro asunto. Al enumerar mis tesis con tanta rotundidad seguramente el lector se ha alarmado. Puede que se pregunte qué quiero decir cuando hablo de «guerras» y cómo es posible que sepa cuánta gente murió en ellas; 22


introducción qué considero una «sociedad» y cómo sé cuándo crece. Asimismo, quizá también se pregunte qué constituye un «gobierno» y cómo podemos medir su capacidad de infundir respeto en sus ciudadanos. Estas son buenas preguntas y, a medida que avance el libro, intentaré contestarlas. Sin embargo, mi afirmación principal, que la guerra ha convertido el mundo en un lugar más seguro, es probablemente la que mayor asombro causará entre mis lectores. Publico este libro en lengua inglesa en 2014, exactamente cien años después de que se declarara la Primera Guerra Mundial en 1914 y setenta y cinco años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939. Ambos conflictos, como he dicho, dejaron tras de sí unos cien millones de muertos, una cifra que hace que celebrar el aniversario de ambos conflictos con un libro que afirma que la guerra ha hecho que nuestras vidas sean más seguras parezca una broma de mal gusto. Pero en 2014 también se celebra el vigésimo quinto aniversario del final de la Guerra Fría en 1989, que liberó al mundo de repetir la pesadilla que vivió Petrov. En este libro afirmaré que la historia de la guerra de los pasados diez mil años, desde el final de la Edad de Hielo, es, de hecho, una única narrativa que nos ha llevado hasta nuestros días y en la cual la guerra ha sido el principal agente que ha convertido nuestro mundo en el lugar más seguro y más próspero que hemos visto jamás. Si esto suena como una paradoja es porque todo en la guerra es paradójico. El estratega Edward Luttwak lo resume muy bien. En el día a día, afirma, «se aplica una lógica lineal y no contradictoria, cuya esencia es el mero sentido común. En la esfera de la estrategia, no obstante, sucede algo muy diferente: la lógica que impera es muy distinta y viola sistemáticamente los principios de la lógica lineal normal».6 La guerra «suele recompensar las conductas paradójicas mientras que aplasta las acciones lógicas y sensatas y, por lo tanto, sus resultados son irónicos». En la guerra, la paradoja se extiende de arriba abajo. Según Basil Liddell Hart, uno de los padres fundadores de las tácticas de tanques del siglo xx, la cosa se resume en que «la guerra siempre es un acto de maldad que se realiza con la esperanza de que algo bueno salga de ella».7 De la guerra emerge la paz; de la derrota, se gana algo. La guerra nos arrastra a través del espejo, a un mundo al revés donde nada es lo 23


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.